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NOTA DE LA AUTORA

El Children’s Act revolucionó en 1989 el sistema legal inglés, provocando con toda justicia gran admiración en el mundo entero: los menores tienen derecho a un tutor legal propio y a un abogado, a cargo del Estado, exactamente igual que sus padres. El objetivo declarado de la ley es apoyar a las familias y tutelar a los menores; para poder alcanzarlo, el proceso debe basarse en la colaboración más que en el antagonismo. Nosotros, los abogados ingleses, lo llamamos el Rolls Royce de la asistencia pública. Como el famoso automóvil, ya casi desaparecido, también el Children’s Act se ha convertido, a la hora de su aplicación, en mera sombra de lo que era. Entre la bruma nace en este escenario. En las dos últimas décadas, numerosas investigaciones públicas sobre tragedias causadas por la ineficacia de los servicios sociales en el contexto de un servicio asistencial multidisciplinar deficiente han escandalizado al público inglés. En cada una de esas ocasiones, la intervención del Estado llevó a reforzar los organismos de control y a imponer cambios estructurales y administrativos, que provocaron la desmotivación de los trabajadores y el desánimo de las nuevas hornadas. Para completar sus propias plantillas, los servicios sociales contratan a personal de agencias o procedente del extranjero, a menudo inexperto o con escaso conocimiento de la cultura de los beneficiarios. En el contexto judicial, ello resulta especialmente evidente cuando los servicios sociales, que deberían ser capaces y estar deseosos de defender sus posiciones y de manifestar su opinión profesional, prefieren recurrir a peritaciones de psiquiatras infantiles 15


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en situaciones que nada tienen que ver con la enfermedad mental de un menor. Hay demasiados asistentes sociales incompetentes y, en consecuencia, arrogantes; hay demasiadas familias de beneficiarios a las que se considera objetos y no personas; hay demasiados peritos que gozan de cierta impunidad, por hallarse al resguardo del juicio del pĂşblico, dado que los procedimientos con menores tienen lugar a puerta cerrada para proteger al menor. Y, por desgracia, en demasiadas ocasiones la voz del menor no llega a escucharse. Para escribir esta novela me he basado en mi experiencia como abogado, como profesora universitaria y como juez. Los personajes son imaginarios. Todos los hechos que se narran pueden haber ocurrido perfectamente. Simonetta Agnello Hornby

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1 El nuevo trabajo de Pat Victoria Station. Lunes, 7 de abril

Las salidas de Victoria Station estaban bloqueadas por el flujo de trabajadores que salían de los trenes y empujaban de forma compacta hacia el exterior. Aplastada contra la pared del arco de entrada, Pat inspiraba profundamente para evitar un ataque de pánico. Deploraba una vez más haber aceptado, por un impulso, la sugerencia de la agencia para trabajar en un bufete de la periferia. En vez de tomar el autobús número once que la llevaba en veinte minutos a Strand, el barrio de los abogados, ahora le tocaba pugnar con los trabajadores de la mañana para llegar hasta el andén de los trenes para Brixton. Después se acordó de las sabias palabras de Ron. La noche anterior le había recordado que su nuevo trabajo estaba bien pagado y que probablemente implicaría menos estrés de lo habitual; la había consolado diciéndole que las siguientes dos semanas se le pasarían volando y que después regresaría a los bufetes de la City donde, una vez que hubiera conseguido el diploma, trabajaría ininterrumpidamente como secretaria suplente. Pat se armó de valor y empezó a avanzar entre la gente. El río de viajeros taciturnos se abría para cerrarse después a sus espaldas. No sin esfuerzo, consiguió llegar hasta su tren y subir antes de que arrancara. Sentada junto a la ventanilla, Pat arrugó la nariz, disgustada; el compartimento estaba lleno de desechos y los asientos estaban repletos de botellas, latas, periódicos y bolsas de papel arrugadas. El tren bordeaba la Battersea Power Station, una inmensa catedral destripada, de ladrillos rojos, con cuatro altísimos minaretes blancos, uno en cada esquina; después serpenteaba lento por los raíles de hierro rozando los edificios a ambos lados, silen21


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ciosos obeliscos del pasado industrial de Londres. Abandonados en su mayoría, se hallaban en distintas fases de degradación: en los tejados y alféizares crecían hierbajos y plantas silvestres; las ventanas tenían los marcos podridos y los cristales rotos; los muros estaban ennegrecidos y el revoque, desconchado. Audaces artistas anónimos habían escalado los muros más altos para cubrirlos con grafitos de colores chillones. El tren estaba cruzando una zona residencial, una gran extensión de jardines medio silvestres y de patios descuidados. Más arriba, la línea de los tejados era irregular. Los de las casas adosadas, bajos, puntiagudos, de pizarra, se alternaban con los planos de los toscos edificios de viviendas de protección oficial. Pat se preguntó una vez más qué razón le había llevado a aceptar un trabajo en Brixton.

Ignorando a los demás, e ignorado por ellos, un hombre orinaba fuera de la estación contra una farola de hierro colado. Pat apartó la mirada y atravesó el mercado a paso ligero. Los carniceros halal fregaban las aceras de delante de sus tiendas; en los mostradores, ramilletes de pollos con las patas atadas, colgados de gruesos ganchos, con las crestas colgantes y la piel rugosa salpicada de plumas rotas cual rastrojos. Al lado, los carniceros jamaicanos presentaban una orgullosa exhibición de patas de cerdo junto a una montaña de rizados rabos rosa. La gente caminaba sin prisas. Una mujer con un sobretodo azul eléctrico y tacones altos arrastraba una enorme maleta que oscilaba sobre el adoquinado irregular. Avanzaba a trompicones y tropezando, y más de una vez estuvo a punto de caerse. Al igual que Pat, se había detenido en el semáforo de Brixton Road. Pat la había adelantado después y caminaba ahora a paso decidido hacia el bufete Wizens. La otra la seguía, resoplando y mascullando. Pat llamó al timbre y se quedó esperando delante de la puerta. La mujer la alcanzó, pues también se dirigía allí. A pesar de la larga y pálida cicatriz, desde la mejilla hasta el cuello, que la desfiguraba, quedaban en ella vestigios de una lejana belleza. 22


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–¡Soy yo, Mistress Ansell! –respondió gritando a la voz que salía del telefonillo, y empujó hacia un lado a Pat, bloqueando la entrada con su maleta–. ¡Déjame entrar, necesito una orden de alejamiento! Tenía moratones alrededor de la boca y los labios tumefactos. –Tendrá que esperar a la hora de apertura, aún no son las nueve y media –contestó la voz. –¡Que me dejes pasar, te he dicho! ¡Anoche casi me mata! –Ahora, la mujer bramaba–. ¡Déjame entrar, Sharon! ¡Déjame entrar! –Y recobró el aliento. Pat aprovechó para susurrar su nombre en el telefonillo y la puerta se abrió con un chasquido. Sin quejarse, pero de malos modos, Mistress Ansell retiró la maleta para dejar libre el paso. Antes de cruzar el umbral, Pat le echó un vistazo de soslayo. Aplastada contra el muro, Mistress Ansell parecía haberse rendido y miraba a lo lejos, con las manos aferradas de nuevo a la manija de la maleta.

Una joven alta y negra, de grandes ojos oscuros, se había presentado como Sharon Steen –«Soy la otra secretaria del abogado Booth»– y la había acompañado a la cocina del primer piso. Mientras tomaban un café, Sharon le explicó a Pat que iban a compartir el despacho del abogado, quien no era muy partidario de la informática, por lo que necesitaba dos secretarias. Sharon se encargaba de los clientes de la A a la L, el resto del alfabeto le correspondería a ella. Sharon, mientras tanto, comprobaba una a una sus largas uñas esmaltadas postizas. Después miró a Pat: –Steve está especializado en cinco campos –y fue levantando un dedo a medida que los enumeraba–: violencia doméstica, regímenes de visita, secuestro de menores, adopciones y procedimientos de tutela; en definitiva, cuando te quitan a los hijos. La mayor parte de los clientes recibe asistencia jurídica gratuita, el Legal Aid, que nos paga el Estado. Algunos son personas difíciles, como Mistress Ansell, pero por lo general son gente como es debido. –Sharon se detuvo, se había dado cuenta de que Pat estaba algo aturdida. Después empezó a darse golpeci23


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tos en el dedo índice para comprobar que la uña falsa aguantaba y abrió sus labios carnosos en una sonrisa luminosa–: Aquí se trabaja mucho, pero no nos aburrimos nunca. Confío en que te guste. –¿Quién es Mistress Ansell? –Pat se moría de curiosidad. –Una mujer maltratada, como muchas otras. Una de mis clientes. Pero es una cliente privada y, desde luego, ¡pobre no es! Aunque aquí los tratamos a todos por igual, sean ricos o pobres. Mistress Ansell ganó un montón de dinero vendiendo ropa por correspondencia. Después conoció a un tipo más joven que ella, en Kingston, y se casó: él deja que lo mantenga y la sacude regularmente. Ella viene aquí cuando pretende conseguir una orden de alejamiento, como si fuera la dueña, pero al día siguiente ya están otra vez juntos: un desperdicio, de nuestro tiempo y de su dinero. –Y agitó sus dedos largos y delgados ante los ojos de Pat–. ¿Te gustan mis uñas nuevas?

El despacho era una espaciosa habitación con una enorme ventana que daba a la calle y una puerta que daba a la sala de espera. Encima de los ficheros alineados contra la pared había largas baldas arqueadas bajo el peso de libros y cajas de cartón, marcada cada una de ellas por una etiqueta con el nombre del cliente escrito con rotulador; en el centro de la habitación, tres escritorios: los de las secretarias, uno frente al otro y perpendiculares al de Steve, más grande. El alféizar estaba lleno de helechos. –Steve se los trae de casa y es el único que puede cuidar de sus plantas. No las riegues nunca, aunque parezcan secas: ¡es lo único que lo enfurece! En ese momento entró Steve: un hombre de edad indefinible, algo grueso y de calvicie incipiente, con traje oscuro y corbata violeta. Llevaba prisa –tenía una vista–, de manera que pasó de inmediato a instruir a Pat, quien iba tomando notas y levantaba de vez en cuando los ojos para mirarlo. Le hablaba de forma clara y con una autoridad que la tranquilizaba. No había cerrado la puerta que daba a la sala de espera y vigilaba lo que 24


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ocurría allí dentro. Había un constante ir y venir de jóvenes abogados de camino al juzgado y de clientes; algunos esperaban pacientemente, otros se mostraban nerviosos. Un niño lloriqueaba en su cochecito. Mistress Ansell, sentada muy erguida delante de la puerta, miraba fijamente con gesto implorante a Steve, que, sin hacerle caso, seguía hablando con Pat. De vez en cuando, Mistress Ansell cambiaba de postura, cruzaba y separaba las piernas o lo atravesaba con una mirada de desprecio, para recobrar después su expresión piadosa. Steve le había dado a Pat una cinta para que la transcribiera por la tarde y se había puesto a revisar la correspondencia. De repente, se levantó y fue a recibir a Mistress Ansell. Sharon echó un vistazo y reemprendió enseguida sus tareas; Pat escuchó toda la conversación. Con unas cuantas preguntas bien planteadas, Steve fue capaz de captar la esencia de la cuestión. Al final, le dio su parecer con calma a la cliente: –Tenemos suficientes pruebas para solicitar una orden de alejamiento urgente. –Y las enumeró una a una: un pasado violento, una agresión reciente, moratones bien evidentes, rasguños y arañazos con sangre, la posibilidad de un domicilio alternativo para el agresor. Después miró fijamente a los ojos a Mistress Ansell–: ¿De verdad quiere llevar a su marido ante los tribunales? Ella asintió con la cabeza y entonces Steve le dijo que tenía que ir de inmediato a ver a un médico, para que le hiciera un certificado, y que volviera a verle a las dos y media. –Puede dejar la maleta en el vestíbulo, nadie se la robará –le dijo mientras la acompañaba a la puerta. Steve cogió después su mochila y, tras una despedida apresurada, se encaminó a su vez al juzgado.

El Quality Cafe olía a aceite frito y no era excesivamente acogedor. –Hoy invita Wizens, es la bienvenida a todo nuevo empleado: así lo establece el reglamento. Elige lo que quieras, aquí se come bien –dijo Sharon, y le pasó a Pat una hoja grasienta, el 25


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menú del día. Pat se dejó aconsejar el Jamaican Pattie, unas empanadas fritas rellenas de carne especiada, y ensalada. Sharon llevaba la conversación: hablaba de su jefe, de los clientes y, al final, de hombres. Tenía muchos, pero ninguno con el que casarse. –Un hombre como es debido, con un sueldo decente y un trabajo fijo, y que tenga ganas de formar una familia, es muy difícil de encontrar. Pero yo no aceptaré menos. Y mientras espero, me divierto yendo a clubes y a fiestas. –Se rió–. ¿Y tú? Pat aludió a Ron, con quien llevaba varios años: pasaban los fines de semana y las vacaciones juntos, pero no tenían intención de casarse. Él era diez años mayor que ella, estaba divorciado y tenía un hijo ya de cierta edad, mientras que ella no quería hijos. –A mí, en cambio, me gustaría tener un hijo, tengo que darme prisa –dijo Sharon. –A mí me queda tiempo. –Pat se dio cuenta de que había sido poco delicada y se sonrojó. Sharon hablaba de Steve sin deferencia alguna y describía a los clientes con cierto desapego, sin nombrarlos, pero era evidente que le gustaba su trabajo y que estaba orgullosa de él. La mayor parte de los clientes era gente perpetuamente desempleada y enredada en disputas, entre ellos mismos o con los servicios sociales, por la custodia de los hijos. –Steve representa a niños también, cuando los servicios sociales quieren ponerlos bajo tutela y revocar la patria potestad, o incluso darlos en adopción. El encargo se lo proporciona el tutor legal del menor, o, si éste aún no ha sido nombrado, el propio juzgado; le paga el Legal Aid. Y, naturalmente, están las mujeres maltratadas... –¿Qué es lo que empuja a una mujer maltratada a volver con su pareja? –Miedo, por lo general. Miedo a quedarse sola, miedo a la miseria. Miedo a que la maten. ¡Solamente en Londres, mataron a cuarenta y cuatro el año pasado! –Y añadió–: La gente que tiene tras de sí una historia de violencia familiar la acepta como algo normal y no tiene confianza en sí misma. –¿Es Mistress Ansell una de ésas? 26


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Al oír pronunciar el nombre de su cliente en un lugar público, Sharon dio un respingo y echó un vistazo a su alrededor. Después se alisó la minifalda y cruzó lentamente sus largas piernas torneadas. –Lo dudo –dijo en voz baja, casi como para subrayar la indiscreción de su colega–. Es una mujer que provoca temor. –Jugueteó con sus brazaletes–. Me da la impresión de que si ella sigue con él es por el sexo –añadió maliciosa–. Los vi una vez, en una fiesta. Él es un pedazo de tío. Después Sharon se concentró en la merluza frita y en las patatas. Las cogía una a una, sujetándolas con fuerza entre sus uñas esmaltadas mientras observaba a un joven de pie delante del mostrador: –Ése tampoco está mal.

Steve las estaba esperando en la oficina. La vista se había aplazado: la asistente social había olvidado la fecha y el plazo para depositar las nuevas propuestas para el futuro de Stephanie, cuyo momentáneo regreso a casa había sido decretado por el juez para facilitar una ulterior verificación de la capacidad maternal de Mavis Clarke. En la audiencia final, el juez determinaría si Stephanie podía permanecer con su madre para siempre o si debía ser adoptada, como sostenían los servicios sociales. –Le he dicho a Mavis que se pase por la oficina cada mañana después de dejar a Stephanie en la guardería. Está convencida de que los servicios sociales esperan que vuelva a drogarse, y ésa es la razón por la que pretenden aplazar la vista final, para volver a sugerir la adopción. Dicho esto, Steve empezó a comerse un bocadillo. Pat escuchaba sin entender: confiaba únicamente en que con ella fuera menos expeditivo cuando le diera instrucciones sobre sus clientes. Steve masticaba lentamente y se perdía de vez en cuando en sus pensamientos. –No te olvides de traerle algo para comer, si crees que tiene hambre –le dijo a Sharon, y siguió comiendo con toda tranquilidad. 27


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Después contestó al teléfono y acordó una cita para las dos y media. Cuando colgó, Pat creyó oportuno recordarle que a esa hora tenía ya un compromiso con Mistress Ansell. –Se ha llevado la maleta –refunfuñó Steve, antes de hundirse en sus papeles. Pat se ofendió como un niño castigado injustamente, y cuanto más lo pensaba, más ofendida se sentía. Llegó a pensar incluso en levantarse e irse, pero se controló: al fin y al cabo, sólo iba a estar dos semanas. Siguió tecleando rápidamente, sin dignarse volver a mirarlo. En determinado momento, se sintió observada; los ojos de Steve estaban clavados en ella: –Mistress Ansell ha cambiado de idea. El día que deje la maleta en la oficina sabremos que se ha decidido a llevar adelante la orden de alejamiento.

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