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JAQUE A LA REINA MUERTA Carmen Güell ISBN: 9788497349970 Jaque a la reina muerta I La demoiselle de Foix (1488 – 1506) La ceremonia de mi matrimonio por poderes con el rey de Aragón, Fernando II de Trastámara —trámite previo al casamiento definitivo cuyo ceremonial era prácticamente idéntico al canónico—, tuvo lugar el 19 de octubre de 1505 en el castillo de Blois en presencia de su homólogo el de Francia, Luis XII de Orleáns; su esposa, Ana de Bretaña; Gastón de Foix; el legado oficial del vicario de Roma; varios obispos y altos dignatarios de palacio y otros muchos nobles y señores. Desde ese día hasta que le vi por vez primera transcurrió cerca de medio año, aunque en el ínterin, recibí una nota de su puño y letra muy breve y formal en la que me expresaba su contento por el paso realizado y sus deseos de conocerme personalmente a la menor brevedad. Por el parentesco en cuarto grado existente entre ambos —éramos tío abuelo y sobrina nieta—, la antevíspera de la boda obtuvimos la dispensa papal necesaria. Bajo la atenta mirada del conde de Cifuentes, que fue su signatario y portador, haciendo las veces de esposo en virtud del poder especial conferido por el rey de Aragón, pronuncié el «sí quiero» con voz queda y entrecortada, y no alto y claro como me hubiera gustado y me habían aconsejado que hiciera. Y no porque estuviese triste o descontenta; sólo vivamente impresionada por la magnitud del compromiso recién contraído, aunque de momento no fuera capaz de asimilarlo en toda su dimensión. Además, en aquella ocasión, Juan de Silva, un hombre accesible y encantador que me trató como si nos conociésemos de toda la vida, cumplió conmigo otra importante misión. Lleno de amor y lealtad hacia sus soberanos, sobre todo por la difunta Isabel de Castilla, de quien se declaraba ferviente admirador, me explicó, a petición de la reina Ana, un sinfín de cosas —a cual más interesante— acerca de ellos, sus hijos y sus gestas, desconocidas para mí, y que me resultaron de gran utilidad, y que yo, ávida de información, escuché atentamente, por la cuenta que me traía, durante los grandes festejos que tuvieron lugar tras la ceremonia. Para celebrar tanto la alianza, paz y amistad entre los dos reinos como el matrimonio en sí, hubo danzas, banquetes, discursos y procesiones de antorchas. El rey de Francia, que rebosaba de satisfacción, organizó partidas de caza con vuelo de garzas y de milanos y animó a los convidados al acto a que montaran los magníficos caballos cartujanos que su homólogo el de Aragón le había enviado de regalo. Éste, a su vez, ratificó el desposorio por despacho extendido en Salamanca el 21 de diciembre siguiente, siendo testigos su camarero, su maestre racional y su consejero. Era el nuestro un matrimonio de conveniencia por fría razón de estado que obedecía a intereses políticos, sociales, económicos y de linaje. Se adaptaba perfectamente a la idea que por lo general perseguía un casamiento, que era la de aunar patrimonios y familias. Si el matrimonio se organizaba como un contrato, la inclinación amorosa y el deseo erótico ocupaban un lugar muy relegado o no ocupaban lugar alguno en la elección de los contrayentes. Parir hijos constituía el objetivo fundamental, ya que con ellos se aseguraba el porvenir de la dinastía y se protegían y ampliaban las herencias, cuestión más crucial si se trataba de legar reinos. La alternativa al matrimonio era el convento. El elogio y la exaltación de la virginidad hacía que gran número de mujeres optasen libremente por ese camino.


Siendo monjas recogían todos los frutos del amor sublime encarnado en Jesucristo sin sufrir las penalidades derivadas del acto sexual, el parto y la maternidad. Podían, además, realizar trabajos productivos cuidando a enfermos, ancianos y niños, y dedicarse al estudio, a escribir libros devotos e incluso poemas, traducir del latín al vernáculo las vidas de los santos, leer, predicar; y las más afortunadas, ejercer dotes de mando desde sus puestos de abadesas o prioras, adquiriendo una posición que, fuera del claustro, les hubiera sido imposible alcanzar. Situación intermedia entre el matrimonio y la clausura, en algunos lugares, eran los emparedamientos voluntarios destinados a mujeres virtuosas, modelo de castidad, que se apartaban del mundo encerrándose en un cuarto o en una casa para orar y entregarse a la vida contemplativa y no dejarse ver, salvo en lo más preciso. Descartadas las opciones de profesar como monja y de retirarme en un lugar cerrado, pues carecía de vocación religiosa, sólo me quedaba la del matrimonio. Por eso, no me sorprendió cuando el rey de Francia me hizo llamar a su gabinete y sin más rodeos preliminares me dijo: — Queridísima Germana, os alegrará saber que tengo una grata noticia para vos. Por fin hemos dado con el esposo idóneo. Sabía que antes o después llegaría ese momento y estaba lista para acatar su voluntad de buen grado. Las mujeres necesitábamos a un hombre al lado para ocupar un lugar en la sociedad. Declararse en rebeldía declinando su oferta de poco me hubiera servido, pues no me correspondía a mí la decisión de escoger esposo. No tenía nada que decir al respecto. Me gustase o no, la elección del cónyuge era competencia de los padres o tutores, que por algo tenían más edad y experiencia y sabían la clase de persona que nos convenía a ambas partes. La boda era siempre organizada por las familias, según mandan las leyes imperturbables de la tradición. Lo que sintiéramos o pensáramos los contrayentes carecía de importancia; el deber estaba por encima de todo y la religión nos había enseñado a sufrir con resignación las pruebas que Dios tuviera a bien enviarnos o, dicho de otro modo, a aceptar el curso de las cosas sin rechistar. Las mujeres estábamos acostumbradas desde la infancia a seguir el camino que nos habían marcado nuestros mayores sin oponernos a ello ni cuestionarlo, por duro que fuera. Algunos matrimonios concertados habían sido o eran felices. Pour quoi pas? Por la cuenta que me traía, confiaba en que el mío fuera uno de ellos. La boda se celebró en cumplimiento de los acuerdos de paz y alianza firmados entre Luis XII de Orleáns y Fernando II de Trastámara, en el Tratado de Blois. En los pactos, el rey de Francia me cedió en concepto de dote los derechos dinásticos del reino de Nápoles y me otorgó a perpetuidad el título de reina de Jerusalén, a mí y a los hijos varones, y en su defecto hembras, que tuviera con Fernando, donación que retornaría a él o a sus herederos en el caso de que no dejásemos descendencia. Para entendernos, yo no poseía la propiedad real de dichas tierras, sino los derechos de sucesión a ellas, que, reclamados por mi esposo, era éste quien pensaba regirlas. A cambio, el rey de Aragón se comprometió a nombrar heredero a nuestro hijo y a pagar en el término de diez años la fabulosa suma de un millón de ducados de oro, comenzando a correr los plazos a partir del momento en que se celebró el desposorio. Quién me lo iba a decir… Gracias a mí, que reunía al parecer los requisitos que deseaba la diplomacia, este enlace sellaría la unión y armonía entre dos monarquías enemistadas. La alianza entre Francia y Aragón debía consolidarse con un matrimonio para ejercer fuerza conjunta sobre los territorios de Italia.


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