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Antonio Méndez Rubio es Profesor Titular de Teoría de la Comunicación en la Universitat de València, y ha sido profesor invitado en diversas universidades de Europa y Estados Unidos. Autor, entre otros, de los libros: Encrucijadas (Madrid, Cátedra, 1997), La apuesta invisible (Barcelona, Montesinos, 2003), Perspectivas sobre comunicación y sociedad (Valencia, PUV, 2008), La destrucción de la forma (Madrid, Biblioteca Nueva, 2008), Comunicación, cultura y crisis social (Temuco-Chile, Universidad de la Frontera, 2015) y Fascismo de Baja Intensidad (Santander, La Vorágine, 2015, 2ª ed. Bogotá-Colombia, Icono, 2016).


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Catedrático de Teoría e Historia de la Educación Universitat de València

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Catedrático de Ciencia Política y de la Administración Universitat de València

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COMUNICACIÓN MUSICAL Y CULTURA POPULAR Un introducción crítica

ANTONIO MÉNDEZ RUBIO

Valencia, 2016


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INTRODUCCIÓN “Con la música... a otra parte”. La popularidad de este refrán tiene que ver seguramente con la idea tan arraigada, al menos en las sociedades modernas, de que la idea es algo atractivo, incluso precioso, pero a fin de cuentas inútil y, por tanto, prescindible. Esta creencia, no siempre explícita ni consciente, es por eso mismo una creencia profundamente anclada en la conciencia colectiva de un mundo profundamente utilitarista. Es conocido el pasaje de alguien tan señalado como Charles Darwin en El origen del hombre (1871): “Como ni el disfrute de la música ni la capacidad para producir notas musicales son facultades que tengan la menor utilidad para el hombre, deben catalogarse entre las más misteriosas con las que está dotado”. Con una idea de este tipo, en fin, la música se envuelve en un halo de misterio cuya contraparte oculta, en la práctica (o sea, a la hora de la verdad), es poca cosa por lo poco para lo que sirve. Sin embargo, las investigaciones históricas, etnomusicológicas e incluso neurológicas desmienten el presupuesto de “la menor utilidad” de la música, aunque eso quizá dependa al final de lo que entendamos por ser útil. El prestigioso y recientemente fallecido neurólogo Oliver Sacks, ya en el “Prefacio” de su libro Musicofilia: Relatos de la música y el cerebro, constata que a la música “le falta poder de representación. No guarda una relación lógica con el mundo” (2010: 9). Sacks dedica su trabajo de estudio a demostrar, no obstante, cómo la música “es fundamental para la vida humana”. La importancia de la música en la vida cotidiana de la gente está fuera de cualquier duda. Y si alguna duda quedara en el plano del debate estético, sociológico o filosófico podría recordarse, en fin, la advertencia de Raymond Williams en su “Conclusión” de Cultura y sociedad (1958): solamente mantendrán viva su significación aquellos significados que resistan el momento en que “los devolvemos a la experiencia inmediata” (2001: 247). Pues bien, la experiencia inmediata, a día de hoy, confirma lo fundamental que es la música para la vida diaria así


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como lo fundamental (tal vez más fundamental aún) que se ha vuelto (lo que Sacks llama) “el poder de representación”. Es una paradoja: por una parte, es innegable la importancia de la comunicación musical en la vida diaria de la gente, así como su riqueza y diversidad cultural (como se aprecia a simple vista en los casi mil cuatrocientos estilos musicales recogidos en el mapa interactivo elpoderlamusica. wordpress.com); por otra parte, los filtros que regulan “el poder de representación” en la cultura limitan la importancia de la música a ciertos estilos tradicionales y terminan por relegar el papel de la música a un lugar social muy secundario, casi decorativo. Quizá por eso todavía en los estudios de comunicación, como en otros ámbitos académicos (sociología, historia, filosofía, economía...) la música sigue experimentando la sensación de no tener sitio, de tener que irse una vez más “a otra parte”. El destierro de la experiencia musical puede incluso tener lugar en el interior de los estudios musicales, en la medida en que éstos arrastran una carga tecnicista e instrumental que no siempre facilita la comprensión de los resortes comunicativos, sociales y políticos de la música. La musicología más tradicional, incluyendo la historia de la música, ha colocado su centro de atención en la música denominada clásica o culta. El primado simbólico e ideológico de la música clásica se sustenta, en última instancia, en su privilegio cultural dentro de la sociedad moderna, que ha cristalizado en detalles tan sintomáticos como las bandas sonoras del cine de Hollywood o el uso del baile de salón que representa el vals como inicio de las fiestas de boda. A propósito de la historia del vals, dos de sus principales precursores clásicos, Johann Strauss padre e hijo, son los autores de las piezas que protagonizan un caso que habla por sí solo: la celebración del Concierto de Año Nuevo. Desde 1939 hasta la actualidad, el Concierto de Año Nuevo es interpretado por la Orquesta Filarmónica de Viena, retransmitido en más de cincuenta países y con audiencia potencial de entorno a mil millones de personas. Desde 1958 este célebre concierto termina con el vals “El Danubio Azul” de Strauss hijo (1867) y la “Marcha


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Radetzky” de Strauss padre (1848). Los compases de la conocida “Marcha Radetzky”, escrita en su día como una pieza de motivación colonial y reaccionaria, se tocan a la vez que el director de orquesta se vuelve de espaldas a ésta para dirigir los aplausos de la audiencia en la Sala Musikverein. La antropología musical, por su parte, ha demostrado logros considerables en el estudio de las músicas denominadas étnicas o folclóricas. Una parte de los estudios etnomusicológicos, como los llevados a cabo en torno a foros como IASPM (International Association for the Study of Popular Music), Sibe (Sociedad Ibérica de Etnomusicología) y otros, aterrizan por fin en la relación entre música popular y cultura contemporánea, pero aún están lejos de hacerse un sitio en las escalas de valor que maneja el sistema educativo y la política cultural en sentido amplio. En una coyuntura así no es fácil poner en relación la experiencia musical y la comunicación social. Puede incluso que, para muchos, no sea algo necesario ni útil. Sin embargo para otros, entre quienes me gustaría contarme, avanzar en el análisis de esa relación es cada día más fundamental. Está claro que un estudio de este carácter requiere herramientas sofisticadas y una metodología interdisciplinar, desde luego. Pero para llegar a construir enfoques integrales y complejos quizá sea oportuno ir dando pasos menores, tentativos, parciales, que puedan ir abriendo el camino. Por esta razón, quien lea estas líneas debería tener en cuenta, antes que nada, que lo que tiene en las manos es un libro incompleto. Su autor no es musicólogo, pero puede atestiguar, como tantas otras personas, el valor de la música para la convivencia y hasta para la supervivencia en medio de condiciones sociales adversas. Tras dos décadas dedicadas a estudiar diversas manifestaciones de la cultura musical, y también a resistir la indiferencia con que estas cuestiones eran a menudo recibidas en muchos lugares, encontré en varias fuentes la esperanza de volver razonable la propuesta que también ha hecho Sacks: “Quizá todos nosotros, de manera inconsciente, utilizamos pistas visuales y táctiles, además de las auditivas, para crear esa plenitud de la percepción musical” (2010: 182). Es decir, que quizá


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la comunicación musical no consiste solamente en música. Prestar atención a los componentes culturales de la comunicación musical, en fin, se volvía aún más costoso si se reconocía el valor comunicativo de la cultura popular, cuya condición heterogénea y fluctuante, cuando no provisional o contradictoria, la vuelve también centro de las críticas para cierta ideologías políticas y académicas. En pocas palabras, tanto por el lado comunicativo como por el lado popular la música parecía escurrirse entre dificultades dispersas, teóricas y prácticas. Pero valía la pena intentarlo: intentar una contribución parcial, introductoria, a la articulación de un campo de estudios y preguntas que se han demostrado cruciales, al menos durante los últimos cien años, para lo que Williams llamaba la cultura común. Así, el presente libro aborda los problemas básicos asociados a la comunicación musical, entendida como juego de lenguajes y también como práctica social, es decir, como cultura. Por este motivo, Comunicación musical y cultura popular se orienta hacia la relación entre la música y el funcionamiento de los signos, las imágenes y los intereses que dan cuerpo a la realidad social, concediendo importancia a los aspectos mediáticos, económicos y políticos en sentido amplio que movilizan el funcionamiento de la música en la actualidad. La Parte I procura tratar aspectos básicos de la comunicación musical que permitan, desde ahí, comprender casos que en este libro no se abordan pero podrían haberse abordado, y sobre todo aspectos que ayuden a situar en una perspectiva de mayor profundidad la información que se concentra en las Partes II y III. La Parte II, centrada en una revisión sintética de la historia del rock como cultura, presta especial atención a las negociaciones críticas entre géneros o repertorios subculturales y la apropiación industrial o mediática de esas músicas durante la segunda mitad del siglo XX. Finalmente, la Parte III completa el recorrido con una aproximación a los estilos de mayor impacto que han sucedido al rock en la lucha por conquistar las principales corrientes de la música popular tras la entrada en el siglo XXI. La necesidad de sintetizar la información se vuelve singularmente forzosa, casi dramática, en apartados como los dedicados al decenio de 1980, el rock británico o la world music. Tanto en la


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segunda como en la tercera parte, en suma, se busca que el recorrido diacrónico oriente el análisis de los casos poniendo ciertas bases para una consideración transversal o paradigmática de esos casos, de manera que pudiera apreciarse su conexión con contextos y procesos sociales específicos —como por ejemplo la conexión crítica, por no decir traumática, entre la música popular afroamericana y la historia de los conflictos étnicos y raciales derivados del comercio de esclavos y el racismo institucional—. Como es evidente, un planteamiento así tenía que admitir de entrada la imposibilidad de ser exhaustivo. Esta limitación se ha intentado suplir con una combinación de dos movimientos argumentativos: uno, la selección de esa información y la fiabilidad de la documentación utilizada al respecto, y dos, el esfuerzo por acompañar la información básica con hipótesis y conceptos básicos (como la tensión entre dimensión popular y masiva de la cultura musical) que llevaran el argumento a un plano analítico y reflexivo. Había que encontrar una senda de avance entre el libro académico especializado y el reportaje periodístico para fans, sin desde luego menospreciar lo que esos registros pueden aportar al reconocimiento cultural de la música popular. Asumo que esa condición intersticial, o de puente, hará de este libro un blanco fácil tanto desde un flanco como desde el otro. Asumo al mismo tiempo que las aproximaciones más o menos específicas podían y deberse ponerse en contacto, en comunicación. Dicho de otra manera, se trataba de combinar en lo posible el tratamiento expositivo con el tratamiento ensayístico, y de ahí la selección de casos y materiales básicos no para agotar un campo de todos modos inagotable, sino más bien, para elaborar un esquema interpretativo y crítico capaz de articular diferencias y vínculos entre esa multitud de casos musicales. En este punto, finalmente, se trata de un libro incompleto porque está a la espera de un gesto activo de interpretación, de escucha, y de un trabajo complementario de documentación y reflexión por parte de quien lo lea. Un libro de este tipo no se sostiene sin el papel dialógico de lo que en media studies se viene llamando una audiencia activa, esto es, lecturas que no se limiten


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a lo que aquí se dice sino que tomen eso como orientación inicial, como principio de un recorrido más largo y más hondo a través de un área tan amplia, tan cambiante y tan apasionante de cuestiones, que lo más fácil es perderse en ella. Las referencias bibliográficas de un trabajo así podrían haber compuesto un libro autónomo, de modo que se mencionan al final también aquellas que por distintos motivos son más directamente relevantes o accesibles entre la gran cantidad de citas que se podrían haber manejado. El plan enunciativo de Comunicación musical y cultura popular se cruza así con la reivindicación que ha hecho Paul D. Miller (alias Dj Spooky That Subliminal Kid) de una conciencia multiplex (2007: 53) a la hora de gestionar los vínculos entre ritmo musical y ritmo vital, a los que aquí habría que añadir el ritmo de la lectura, la reflexión y la aplicación de los argumentos que se manejan. Si, como pensaba H. Meschonnic (2007), el ritmo es una parábola de la alteridad, entonces el ritmo teórico de este libro depende necesariamente de otros ritmos, de los ritmos de trabajo, de lectura, de la posición y del oído de otros. El subtítulo Una introducción crítica remite a este gesto en todo momento aproximativo, abierto, incompleto, y a la vez preocupado por la posibilidad de situar algunos elementos que puedan cimentar y resultar fundamentales para un estudio comunicativo de la música. En cuanto al término crítica parece especialmente adecuado para una época de crisis social. Personalmente, lo único que puedo decir aquí es que la crítica y la música popular han aprendido continuamente la una de la otra. Como así lo recogía M. Berman en el siguiente pasaje (2002: 15): “Hay una imagen fantástica en la vida callejera de los guetos, y particularmente de la música hip-hop, en la que no se crea música por medio de armonizaciones, sino de mezclas. Ésta es la imagen: “Caught in the mix”, “Atrapados en la mezcla”, “Ella está atrapada en la mezcla”, “Estoy atrapado en la mezcla”. Esta imagen engancha porque capta buena parte de las vidas de mucha gente. Pienso que Marx comprendió mejor que nadie cómo la vida moderna es una mezcla; cómo, aunque haya muchas variaciones, en


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lo más hondo es una mezcla, la mezcla; cómo nos tiene atrapados a todos; y qué fácil y qué normal es que la mezcla salga mal. También mostró cómo, una vez que comprendemos la forma arbitraria en que nos han juntado, podemos luchar por tener la fuerza de hacer un remix”. Este libro no habría sido posible sin mezclarme con personas afines y también adversarias, con colegas de distintas universidades y lugares, así como con estudiantes en las clases del módulo “Industria y cultura musical” que afortunadamente pudo activarse gracias a la labor de los responsables del Grado en Comunicación Audiovisual impartido en la Universitat de València (España). Todas esas personas, cercanas y lejanas, algunas desaparecidas, están mezcladas en mi memoria y en mi vida diaria aunque no lo sepan. A todas ellas quiero aquí y ahora dar las gracias por todo.


1. CULTURA Y MÚSICA POPULAR 1.1. MÚSICA, CULTURA, SOCIEDAD 1.1.1. Música en situación “No se trata tanto de hacer música, como de hacer algo con la comunidad; algo que pueda llegar incluso a cambiar su propio concepto de cultura”. Con esta afirmación, subraya Llorenç Barber (2003: 106) el lugar clave de la escucha, del espacio social (o comunitario, o comunicativo) y muy especialmente de la música como práctica, como algo que se hace, como de hecho un hacer en común, que activa energías latentes en situaciones compartidas y concretas. En este sentido, lo primero debería ser atender a las relaciones que se dan entre música y sociedad a través de la cultura. Solamente de esta forma podrían empezar a entenderse los efectos de la música no como mera técnica o lenguaje especializados sino como una forma crucial de comunicación. A pesar del ascenso del poder de los mercados, todavía hoy sigue vivo el sueño moderno de una Cultura que, gracias a la mediación de ciertas élites, encarnara las mejores virtudes emblemáticas del ideal de Estado (o más bien hoy día de Mercado). Pero ya en la Grecia clásica, y después en Roma, la función selectiva de la cultura marcaba una frontera amplia entre doctos e ignorantes que pervivió a lo largo de la época medieval y que la Europa pre-moderna todavía no había terminado de asimilar del todo. La cultura promovía la configuración jerárquica de la vida social cohesionando las prácticas de determinados estratos privilegiados de la población. Y esto encajaba mal con el apogeo dieciochesco de las ideologías liberales y democráticas. La solución de pacto es conocida. De una parte, digamos en un sentido internacional, entre países como Alemania y Francia, el siglo XIX será el escenario de la confrontación ideológica entre kultur y civilisation o, como sugiere Picó (1999: 52), entre nacionalismo particularista y nacionalismo universalista, es decir, de una lucha por


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la hegemonía geopolítica donde las partes en conflicto tienen en común la necesidad de legitimar la estructura institucional del nuevo estado-nación. De otra, desde una perspectiva intranacional, el marco político estatal y el asentamiento de un sistema económico de tipo capitalista confluirán en la necesidad de un nuevo macromecanismo cultural, la cultura masiva, que empezaría a hacer posible la difusión de una tecnología informativa como fue la imprenta. Como pacto entre la cultura de élite y la cultura popular, la nueva cultura masiva, destinada a mayorías sociales pero cuya producción se halla todavía controlada por minorías de poder, mediará de manera crucial en el horizonte de una sociedad interclasista y democrática. Así se hacía posible encauzar tanto el descontento popular como los intereses de la burguesía como nueva clase social dominante. Pacto inestable éste que fundaría la cultura masiva, alimentado a base de filtros de participación y de igualdad (restringidas básicamente al ámbito del consumo), y que no impediría la institucionalización de los valores propios de la Cultura en las principales disciplinas políticas y educativas. Se levantaba así una estructura cultural edificante pero cuyos basamentos incorporaban la huella de precariedad dejada por un mundo cambiante, en conflicto. La colonización sistémica proyectada por la cultura masiva sobre los espacios pragmáticos de la alta cultura y la cultura popular no estaba exenta de fisuras que, con el tiempo, siguen abriéndose, en tensión, al tiempo que lo deseable sería que permanecieran borradas. Esto ocurre, por ejemplo, con la idea extendida que identifica lo popular y lo masivo, como si reconocer los puntos de encuentro y de alianza entre ambos supusiera acabar con sus diferencias y sus enfrentamientos. La franja que podríamos llamar de lo popular-masivo se ha convertido así en un terreno disponible para detectar, y para comprender mejor, algunos de los resquicios constitutivos de las llamadas sociedades de control. El caso de la música popular contemporánea es a menudo sintomático a propósito de esta situación. El desplazamiento académico del problema de la música como cultura convive con un panorama


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teórico donde los debates sobre lo popular, si se producen, reproducen con frecuencia prejuicios acríticos y erosionados por los cambios de época. Y todo ello en un momento donde, como he empezado señalando, las relaciones entre cultura y poder no dejan de plantear retos epistemológicos que nos invitan a avanzar con una sensación cercana, y quizá conveniente, de desconcierto. Así que cuando se trata de pensar —aunque sólo sea— algunas de las confluencias entre música, cultura popular y crítica social, como es lógico, las dificultades se multiplican y la tentación del abandono se insinúa irresistible. Que la música haya formado parte activa en la delimitación institucional de la cultura y la epistemología modernas es, al mismo tiempo, un fenómeno con ramificaciones que requieren una investigación experta y una evidencia casi de sentido común. No podía haber sido de otra forma. Por eso no debería parecer extraño que se nos haya educado en una idea de la música como ente abstracto y hasta sublime. En un conocido libro de divulgación podemos leer la siguiente definición de la música: “La suma de intuiciones con las cuales el hombre otorga sentido a la efímera vibración sonora que vive unos instantes en el tiempo, que adquiere significación gracias a persistir en su memoria ordenadora” (Valls Gorina 1980: 11). Es fácil observar hasta qué punto se han filtrado en esta definición las premisas de un pensamiento idealista que tiende a desocializar la experiencia musical traduciéndola a un esquema sujeto-objeto movido por principios de ordenación y de conservación informativa. Lo que quedaría fuera, o como mínimo en un segundo plano de relevancia: la condición de la música como práctica dialógica, comunicativa, inserta en la arena concreta de las relaciones sociales. En términos de teoría del discurso, en cuyo ámbito el debate musicológico podría enmarcarse y enriquecerse, la distancia entre ambas opciones recuerda la distancia entre la perspectiva de la semiótica de la cultura de I. M. Lotman y la filosofía del lenguaje de V. N. Voloshinov y el círculo de Bajtín (Méndez Rubio 1997: 83-92). Desde una posición culta, las dimensiones prácticas o de uso de la música tendrían que ver con una especie de momento primitivo en la


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evolución de las formas musicales que perviviría en los códigos elementales de cierta música popular actual. Valls Gorina habla a este respecto de una “tara utilitaria” cuyo abandono marcaría las pautas fundamentales del progreso estético, de tal manera que “la Humanidad, al seguir unas sutilísimas intuiciones espirituales, ha arrinconado lentamente el utilitarismo de las primeras manifestaciones, en beneficio y atención del puro juego combinatorio con los sonidos” (1980: 29). Así pues, muy en la línea de una filosofía hegeliana de la historia, la evolución musical podría resumirse en el lento paso de la improvisación-instintual al paradigma del sistema-espiritual. Sobre este trasfondo oficializado, el monográfico de título El sonido de la cultura (1998) se abría polémicamente con el artículo de R. Finnegan “¿Por qué estudiar la música? Reflexiones de una antropóloga desde el campo”, donde la autora se concentra en repensar la música compo práctica social, actualizando así las posiciones críticas que irían de A. Schultz (1951) a J. Blacking (1995). Finnegan recuerda que tratándose de música, más que de ninguna otra cosa (un concepto dotado de resonancias muy emotivas en las culturas europeas), es fácil caer en una suerte de romanticismo idealizador, a menudo inundado de admiración hacia los “grandes maestros”, o aún más hacia los “grandes compositores” dentro del canon clásico de la música occidental. El ideal del ‘individuo genial’, independiente de la sociedad que le rodea y situado (con mucha menor frecuencia, situada) por encima de ella, es una poderosa fuerza en el pensamiento convencional sobre Arte (Cruces 1998: 20).

Como es sabido, este individuo genial, míticamente concreto, acaba representando a aquella Humanidad mítica y abstracta de que se hablaba un poco más arriba. Así, más que la música en general, que también, lo marginado institucionalmente por la cultura moderna es una forma de entender la música en la práctica, esto es, los vínculos prácticos, mundanos, que la música popular mantiene con su espacio vital. La música culta occidental, según indica Quintero Rivera (Cruces 1998: 187), al menos desde Bach, podía apoyarse en una noción del discurso como sistema articulado en torno a las leyes de la tonalidad, donde todos


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los elementos sonoros debían gravitar en torno de la tónica. “Ello significó el predominio del canto sobre el baile, de la composición sobre la improvisación, de lo conceptual sobre lo corporal y de la expresión individual sobre la intercomunicación comunal”. Pero, entonces, el desplazamiento del sentido pragmático de la música en favor del puramente estético tiene menos que ver con el designio teleológico de una Humanidad iluminada que con procesos sociohistóricos específicos o, dicho con otras palabras, con intereses y juegos de poder también pragmáticos o estéticamente dudosos. En palabras de J. Hormigos (2008: 198), “la música, por tanto, tiene la capacidad de trasmitir comunicación”. La situación musical, de hecho, es una situación entre otras de la comunicación social. Puede afirmarse en esta dirección que La música funciona como un estímulo para nuestros comportamientos. Ya sea porque el compositor quiere provocar en el oyente unas sensaciones determinadas, o bien porque nosotros mismos la usamos para estimularnos en determinados momentos. Al analizar la comunicación a través de la música debemos tener presente que en la recepción musical, además de la propia escucha, influye el conocimiento musical, el ambiente que nos rodea, nuestro estado de ánimo y la voluntad que mostremos a la hora de dotar o no de significado a aquellas notas que estamos escuchando, y, por supuesto, el gusto. Muchas prácticas sociales están ya más o menos vinculadas a la música y contribuyen a construirla y a darle sentido. (Hormigos 2008: 198).

De ahí que se pueda corroborar cómo “la dimensión más significativa de la música es su funcionalidad dentro de un contexto social determinado” (Hormigos 2008: 199), dado que el contexto o situación social (con todas sus fuerzas, tensiones y conflictos) es el lugar desde el cual la música incorpora formas diversas de experimentar (incluso inconscientemente) “el ambiente que nos rodea”. Se hace entonces conveniente detectar y discernir entre las distintas funciones comunicativas de la música, ya sean éstas anímicas, imitativasdescriptivas, estructurantes, asociativas, ambientales o educativas e inmediatamente socializadoras (Hormigos 2008: 201-204). Es justamente desde esta reflexión desde la que es posible una atención crítica sobre las relaciones cambiantes entre música y poder.


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En palabras de L. O’Brien, “la música invita a una participación total en la vida y, con el conocimiento, viene el poder” (en Puig/Talens 1999: 103). El volumen colectivo Las culturas del rock ofrece pistas para avanzar por esta vía cuando, por ejemplo, Reynolds (en Puig/ Talens 1999: 49) aborda las formas de “política sumergida” activas en el género rave o cuando A. Ross (en Puig/Talens 1999: 75-87) rastrea la evolución del reggae en el contexto político jamaicano, lo que le lleva a comprender mejor el resurgimiento del rastafarianismo y del reggae con raíces de los años noventa dentro del régimen neocolonial de regresión ideológica impuesto por el Fondo Monetario Internacional. Por su parte, el caso de las conexiones entre música ambiental y productividad mercantil a través de una ritualización del consumo conduce a J. Martí a interrogarse sobre cómo el discurso musical está cumpliendo funciones de control social (Cruces 1998: 227-242). De manera invisible, el género muzak contribuiría así a dotar de un fondo amable, más espacial que temporal, de escucha intermitente, nuestros hábitos cotidianos y naturalizados de consumo comercial. Cabría discutir, en este sentido, dónde y cómo el hilo musical instaura realmente una música liberada del ritual, según la perspectiva benjaminiana, y dónde y cómo estaría prescindiendo no ya del rito sino de una forma de rito (la propia del auditorio de élite) para sustituirla por otra (la de la compra y el ocio en las grandes superficies comerciales). El debate es importante porque mientras la primera hipótesis permite pensar en una liberación de la práctica popular (accesible e interactiva) con respecto a sus límites artísticos, la segunda, en cambio, parece estar más próxima a la idea de una cooptación de lo popular por parte de la pragmática monológica característica de la cultura masiva. La música canalizaría tácticas de poder y de contrapoder que pueden o no entrar en conflicto. Y este diálogo música/poder le sirve a O´Brien (en Puig/Talens 1999) para enmarcar su argumentación sobre la desaparición o marginación de las mujeres en la historia del pop a partir de la figura ejemplar de Billie Holiday, pionera en la resistencia a una larga historia de sexismo, racismo y clasismo que todavía no se recoge abiertamente en los panoramas históricos de


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mayor alcance divulgativo —visto que la alta cultura o las instituciones académicas más importantes no cuentan siquiera con este tipo de procesos sociales entre sus prioridades de trabajo—. En lo tocante a la música clásica, ¿tiene esta situación alguna relación con el hecho de que, en la Roma de los siglos I-II d.C., Aulo Gelio y Servio Tulio delimitaran una jerarquía de ciudadanos y de gustos en la que el punto más alto lo ocuparía el tipo classicus y el más bajo el tipo proletarius? ¿Qué tipo de implicaciones plantearía hoy esta pregunta? Una consecuencia inmediata de este desafío crítico tiene que ver, en fin, con la cuestión de las herramientas metodológicas y epistemológicas precisas. De entrada, el carácter corporalmente interactivo de la cultura popular, su vinculación material con los mundos de la vida que es responsable de la movilidad y la heterogeneidad que le son constitutivas, implica un enfoque investigador atento a las condiciones de uso, a la naturaleza de la cultura (y de la música) como práctica social. En esta línea argumenta Finnegan cuando trata de la necesidad de pasar de la obra a los procesos activos, a los valores de la performance, y esto conlleva un subrayado de la utilidad del enfoque antropológico que no se cierre a la importancia del análisis textual y la reflexión teórica general. La desconfianza de Finnegan hacia el sector más convencional de los cultural studies están justificadas de sobra, sin que ello impida notar en su argumento un cierto reduccionismo que no le deja ver variantes diversas en el maremágnum de los estudios culturales. Aun así, su posición no se dogmatiza sino que busca relativizar el efecto paralizador del conocimiento experto cuando éste se plantea en términos indiscutibles (Cruces 1998: 2526). De hecho, es posible pensar asimismo que “cada vez está más claro que la antropología, en algunos aspectos, se está aproximando gradualmente a los estudios culturales” (Stanton 1998: 498), y así lo ha manifestado Pelinski cuando, a la hora de situar las nuevas cuestiones a las que trata de responder la etnomusicología actual, destaca “la utilización simbólica de la música en la negociación (o la lucha) por la conservación u obtención de poder” (Pelinski 1998: 42). Si es cierto que los estudios culturales tienen dificultades serias para dar cuenta de la especificidad de la experiencia musical, también lo es


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que a la táctica crítica de los estudios culturales no le es tan inherente el encerrarse en estas dificultades como, justamente, la posibilidad de superarlas de manera inter- e incluso anti-disciplinar. Es preciso insistir en que las limitaciones de los estudios culturales, como las de una musicología académicamente rigurosa y rígida o las de una etnometodología que considere que las relaciones sociales derivan solamente de la interacción entre los individuos... pueden salvarse desde los mismos principios plurilógicos y horizontales que mueven en la práctica a la cultura cotidiana a la hora de luchar por dar poder y sentido a la vida. Esto es sencillo y difícil a la vez, de acuerdo, pero seguramente es también imprescindible. La idea de que las cuestiones intelectuales más profundas emergen de lo que parece ordinario (Lipsitz 1990: 20) está recogida en la perspectiva no elitista de L. Waters, en cuyo ensayo “La peligrosa idea de Walter Benjamin” (en Puig/Talens 1999; 53-73) presenta los fenómenos del cine o del rock como posibilidades para una crítica epistemológica que haga hincapié en la desestabilización del Yo-autor soberano y autentificador, aurático, en favor de una concepción más participativa de la creatividad. La precariedad conceptual de la experiencia musical, como indica certeramente Cruces (1998: 45), puede dar cuerpo a prácticas silenciosas de “comunicación crítica”, y hacer esto no sólo en el terreno del objeto de estudio sino también en las formas de abordarlo. La materialidad abierta de la música en nuestras sociedades de la desaparición legal (Virilio), su corporalidad borrada por el aparato sistemático clásico, sus deudas calladas con la vida diaria de la gente... son todos ellos aspectos susceptibles de ser estudiados por enfoques teóricos y críticos también híbridos, de alguna forma fieles a la compleja mixtura que caracteriza a la cultura popular. Indicaciones filosóficas en este sentido pueden encontrarse, sin ir más lejos, en la defensa hecha por Deleuze y Guattari (1997: 28) de un pop´análisis capaz de hacer ver que “incluso en el dominio teórico, y especialmente en él, cualquier argumentación precaria y pragmática vale más que la reproducción de conceptos, con sus cortes y sus progresos que nada


Comunicación musical y cultura popular

cambian”. Por eso la relación entre teoría y práctica se vuelve imprescindible para un abordaje crítico del vínculo que une sonido y mundo, música y sociedad.

1.1.2. La idea moderna de música “Un virtuoso del violín ignorado al tocar en el metro de Washington” (El Mundo 10/04/2007). En 2007 la prensa se hizo así eco de un experimento planificado por el diario The Washington Post consistente en observar la reacción de la gente ante la música tocada de incógnito en el metro por Joshua Bell, uno de los más destacados violinistas del mundo. Bell interpretó un recital de hasta seis melodías de diversos compositores clásicos en la estación L´Enfant Plaza, epicentro de la ciudad de Washington, ante centenares de personas entre las que únicamente siete se detuvieron a escuchar, y solamente una mujer lo reconoció. El tratamiento periodístico del caso insistió entonces en cómo “la belleza se encuentra en el ojo de quien mira”, o sea, en cómo el valor de la música está en el oído de quien escucha o no (y cómo) esa pieza musical. La situación o contexto no mantuvo invariable el poder y el efecto de la música. Aunque se trate de una simple anécdota, no se podría decir que una música es lo que es, al margen de si se toca en una estación de metro o en el Boston Symphony Hall. Como forma de comunicación social, la música interactúa en todo momento con las condiciones culturales de cada época o contexto histórico. De hecho, según Small (2006: 18), “de todas las artes, es la música —probablemente por su casi total carencia de contenido verbal o representativo explícito— la que más claramente revela los supuestos básicos de una cultura”. Por eso mismo se hace necesario “oír con más claridad nuestra propia música, no sólo en cuanto experiencia estética sino también como una institución y una fuerza potencial en el seno de nuestra sociedad” (Small 2006: 41). Si esta apreciación es útil desde una perspectiva pedagógica, no lo es menos la conclusión a la que ha llegado la investigación antropológica, como es el caso de la etnomusicología. En esta dirección, sin ir más


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