EL CONTENIDO DE LA ANTIJURIDICIDAD (Un estudio a partir de la concepción significativa del delito)
Carlos Martínez-Buján Pérez Catedrático de Derecho penal Universidad de A Coruña
Valencia, 2013
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A Tom谩s S. Vives Ant贸n, inspirador de este libro
ÍNDICE PRÓLOGO..................................................................................................... 11 I. INTRODUCCIÓN................................................................................ 15 II. LA NECESARIA DISTINCIÓN ENTRE ANTIJURIDICIDAD MATERIAL (OFENSIVIDAD) Y ANTIJURIDICIDAD FORMAL (ILICITUD)..................................................................................................... 19 III. LA ANTIJURIDICIDAD MATERIAL (OFENSIVIDAD)....................... 29 3.1. Ubicación sistemática y contenido............................................... 29 3.2. Consecuencias dogmáticas........................................................... 33 3.2.1. Causalidad (e imputación objetiva)................................... 33 3.2.2. La tentativa absolutamente inidónea y el delito putativo... 39 3.2.3. Vertiente negativa............................................................. 47 3.2.3.1. El error sobre el tipo objetivamente invencible.... 47 3.2.3.2. Las causas de exclusión de la antijuridicidad material.................................................................... 48 IV. LA ANTIJURIDICIDAD FORMAL (ILICITUD).................................. 53 4.1. Ubicación sistemática y contenido............................................... 53 4.2. Una tesis parcialmente discrepante: la concepción dual del dolo y de la imprudencia........................................................................ 55 4.3. Valoración crítica de la concepción dual...................................... 58 4.4. La vertiente negativa de la antijuridicidad formal o ilicitud......... 63 4.4.1. El error subjetivo (o personal) sobre el tipo de acción. La adopción de la teoría de la culpabilidad............................ 63 4.4.2. Causas de exclusión de la ilicitud: causas de justificación y excusas o causas de exclusión de la responsabilidad por el hecho................................................................................ 72 4.4.2.1. Fundamento. Rechazo de la teoría de los elementos negativos del tipo........................................... 72 4.4.2.2. Ubicación sistemática y consecuencias dogmáticas....................................................................... 76 4.4.2.3. El error sobre las causas de exclusión de la ilicitud....................................................................... 81
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V. CONSECUENCIAS EN MATERIA DE PARTICIPACIÓN Y DE ACTUACIONES DEFENSIVAS DE TERCEROS........................................ 89 5.1. La accesoriedad cualitativa mínima (accesoriedad referida a un tipo de acción materialmente u objetivamente antijurídico)......... 90 5.2. La participación en delitos imprudentes....................................... 110 5.3. Actuaciones defensivas de terceros............................................... 112 VI. CONSIDERACIONES FINALES............................................................... 117 BIBLIOGRAFÍA............................................................................................. 127
PRÓLOGO Una vez más he de agradecer a Carlos Martínez-Buján la atención que presta a mi obra, colocando algunas de mis propuestas en la base de sus bien documentadas y argumentadas reflexiones. De algún modo, en este trabajo, como en otros anteriores, recorre el camino que yo me había trazado al comenzar a escribir los Fundamentos del sistema penal pues, ciertamente, pensaba que, una vez discutida la fundamentación de las sistemáticas vigentes y puesta de manifiesto su inconsistencia, cabría levantar otro sistema sobre bases más sólidas. Si ni siquiera llegué a acometer esa tarea fue, ante todo, porque me era imposible llevarla a cabo: hubiera requerido toda mi atención y, desempeñando entonces el cargo de Magistrado del Tribunal Constitucional, mal hubiera podido prestársela. Pero —no quiero ocultarlo— a esa dificultad se añadieron otras: con la pulverización del concepto general (supraconcepto) de acción y la ruptura tanto con la concepción lógico-científica de causalidad como con su concepción “ontológica”, para retomar su originario papel imputacional, también la causalidad bajaba del trono de la universalidad a la modesta residencia de cada uno de los tipos de acción; y así se repetía la misma o parecida historia respecto a otras de las estructuras tradicionales: v.gr., ya no me era posible hablar del dolo como algo situado en la mente, sino solo como un atributo de la acción dolosa, ni acudir a lo interno (como tal inaccesible) para explicar lo externo, etc., etc. De modo que, en lugar de formular un sistema nuevo que intentase competir con los demás, acudí a la idea de las pretensiones cuya satisfacción legitimara la aplicación de la norma a un hecho como posible criterio ordenador de la exposición de la Parte General, cuya “generalidad” iba a quedar, a tenor de lo dicho anteriormente, capitidisminuida Esa es la idea sistemática que Carlos Martínez-Buján elige como clave de su exposición del problema del contenido de la antijuridicidad; y la desarrolla, en ocasiones, otorgando a algunas de las ideas que he expresado más atención de la que merecen, aunque, desde luego, en otras, expresa sus propios criterios. La utilidad dogmática de su trabajo es, sin duda, muy alta, porque entabla un diálogo con otros autores opuestos o afines a la concepción significativa de la acción, diálogo que se encamina a llegar a un acuerdo razonable, sin el cual, según creo, la dogmática carece, no ya de futuro sino de presente. Y es difícil que llegue a conseguir ese objetivo, pues ese acuerdo, para ser eficaz, precisa pasar las construcciones dogmáticas por
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la navaja de Occam contra la multiplicación de las teorías y conceptos de los que está sobrecargada y que la convierten, de instrumento de aplicación de la legalidad, en arma que la destruye. Como he desarrollado en otros lugares la idea de que la dogmática al uso entra en conflicto con el principio de legalidad, me limitaré aquí a ilustrarla con el caso de la tentativa absolutamente inidónea, que Carlos Martínez-Buján analiza en el texto (aunque, desde luego, podría elegir muchos otros). En el Código Penal de 1995 se introdujo —como es de sobra conocido— el adverbio “objetivamente” para caracterizar la relación que debería existir entre los actos de ejecución y la producción del resultado: el artículo 16.1 dice que tales actos, de completarse, “deberían objetivamente” producir el resultado. Esa modificación motivó una suerte de rebelión dogmática: para algunos se trataba de una exigencia imposible, porque, en la tentativa los actos no producirán, por definición, el resultado típico; pero, tras ese argumento no hay sino una burda “mutatio elenchy” porque está claro que en el precepto se habla de una relación entre los actos ejecutados y un resultado que, aunque debería producirse objetivamente, no se produce en realidad. Se habla, por supuesto, de la producción de un peligro objetivo, es decir, de una posibilidad objetiva de producción del resultado o, dicho de otro modo, de un peligro que ha de tener un mínimo de realidad para ser tal. No basta, por tanto, que “el hombre medio” crea que hay peligro: con la expresión “objetivamente” el legislador traza la línea entre la tentativa punible y la que no lo es diferenciando, como parece irremediable hacer desde el principio de exclusiva protección de bienes jurídicos, entre la creencia, por muy general que sea, de que hay peligro y la existencia real de un tal peligro, por pequeño que pueda parecer. Quienes así argumentan, a más de otros defectos que no son del caso, incurren en uno metodológico de capital importancia: olvidan ya que las palabras solo tienen sentido en el seno de una proposición, al analizar el adverbio “objetivamente” con independencia de la proposición legislativa en que se inserta. A ese defecto se añade otro no menos grave, ya que la proposición, a su vez, solo adquiere su significado propio en el contexto discursivo al que pertenece; y la discusión entre objetivismo, y subjetivismo, en el seno de la tentativa, tiene unos perfiles históricos bien definidos que algunos autores aparentan ignorar; y digo aparentan porque creo fundadamente que los conocen y, voluntariamente, los eluden. Con lo cual, negar, mediante un artificio metodológico, sentido al texto de la ley es tanto como colocarse por encima de ella, negando a la vez,
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así, el primer principio del derecho penal civilizado, a saber: el principio de legalidad. Naturalmente, junto a esas objeciones burdas hubo otras más sofisticadas que, apelando a veces a la autoridad de Kant, arguyeron que aquí objetivo significa intersubjetivo; y, por lo tanto, no perteneciente a la realidad, sino a la conciencia general, representada por la de un espectador, este sí, “objetivo”. Cualquiera que sea el acierto o desacierto de tales tesis quisiera empezar aclarando que la apelación a Kant reposa sobre un malentendido acerca de su pensamiento. La simple lectura de la “Refutación del idealismo” que se contiene en la Crítica de la razón pura se sustenta sobre la tesis de que “la mera conciencia, aunque empíricamente determinada, de mi propia existencia demuestra la existencia de los objetos en el espacio fuera de mi” (vid. Crítica de la razón pura, Alfaguara, Madrid, 1996, p. 247). De ese modo desplazar la objetividad al sujeto (pues eso es, y no otra cosa, el recurso al llamado espectador “objetivo”) sería, para Kant, absurdo; y no resultaría más aceptable para la filosofía contemporánea, en la que se estima básica la diferencia entre seguir la regla y creer que se sigue (Wittgenstein, Investigaciones Filosóficas, número 202) y se trata el subjetivismo (y el idealismo consiguiente) como un mito (Davidson, D.: Subjetivo, intersubjetivo, objetivo, Cátedra-Teorema, Madrid, 2003, pp. 72 y ss.). Pero, a ese déficit de fundamentación se añade otro de descontextualización: en el precepto la objetividad se predica de los actos: son ellos (y no la imagen que de ellos tenga un espectador, cualquiera que sea) los que deberían producir objetivamente el resultado. De modo que esta segunda serie de objeciones tampoco me parece acertada. Estoy, pues, completamente de acuerdo con cuanto Carlos Martínez-Buján afirma al respecto: en los casos de tentativa absolutamente inidónea ni hay peligro alguno para el bien jurídico ni, en puridad, puede hablarse de que haya comenzado la ejecución del delito. Es más, por mucho que personalmente les aprecie, no estoy seguro de pertenecer a la misma comunidad de pensamiento que quienes sustentan lo contrario, no ya por discrepancias metodológicas, sino porque entiendo el derecho de otro modo. En un Estado democrático, cuya Constitución reconoce como primer valor superior la libertad, no creo que puedan ni deban sostenerse interpretaciones que, contra el sentido natural de las palabras de la ley, pretendan (y, lo que es más lamentable, consigan) reducirla. Quisiera dejar así esta reflexión; pero no puedo sino acabar diciendo que, ni mucho menos, el libro es una simple aplicación de mis ideas a la
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tarea de dialogar con otras opciones doctrinales. Va mucho más allá de eso. El autor enriquece esa tarea con sus propias posiciones dogmáticas que de ningún modo voy a enjuiciar aquí, pues esa no es misión de un Prólogo; pero lo que no puedo dejar de decir es que están muy bien expuestas y argumentadas y que, por lo tanto, merece la pena leer el libro, porque, aún en la hipótesis menos favorable, estimulará la reflexión. Tomás S. Vives Antón Catedrático Emérito de Derecho Penal Universidad de Valencia
I. INTRODUCCIÓN Desde las primeras elaboraciones realizadas sobre la teoría jurídica del delito hasta las más recientes ha venido reinando unanimidad a la hora de entender que la antijuridicidad debe ser considerada como una categoría básica (o, si se prefiere, como un elemento general) de la infracción delictiva. Sin embargo, esa unanimidad se quiebra por completo cuando de lo que se trata es de exponer su contenido y las consecuencias dogmáticas que se derivan de él. Y no se trata ya de que cada concepción metodológica ofrezca un contenido diferente, sino de que incluso en el seno de una concepción determinada pueden descubrirse, a su vez, distintas opiniones al respecto. El presente estudio tiene como finalidad principal analizar el contenido de la antijuridicidad a partir de las premisas de una de las más recientes formulaciones en la elaboración de la teoría jurídica del delito, esto es, la denominada concepción “significativa” de la acción (o del delito)1. Ahora bien, conviene aclarar de antemano que, respetando los postulados básicos de esta concepción, lo que pretendo es pergeñar un contenido de la antijuridicidad que tenga acomodo en el Código penal español y que permita obtener unas consecuencias político-criminales satisfactorias. De hecho, cabe anticipar aquí que, incluso entre los partidarios de la concepción significativa del delito, pueden descubrirse importantes discrepancias 1
Como es de sobra conocido, la concepción significativa ha sido elaborada en la doctrina española por VIVES ANTÓN, quien se apoya en la filosofía de WITTGENSTEIN, en cuanto a los conceptos básicos (la doctrina de la acción y la teoría de la norma), y en la exposición de HABERMAS, en cuanto a la metodología empleada (su teoría de la acción comunicativa). Sobre tales fundamentos vid. VIVES, 1996, especialmente pp. 203 ss. (2ª ed., 2011, pp. 219 ss.), y el Estudio preliminar a cargo de JIMÉNEZ REDONDO, pp. 33 ss. (2011, pp. 51 ss.). Han acogido los postulados de la concepción significativa de la acción, entre otros autores: MARTÍNEZ-BUJÁN, 1999 y 2001, pp. 1141 ss., 2008, y P.G., 2011; BORJA JIMÉNEZ, 1999, pp. 117 ss.; BUSATO, 2005 y 2007, passim; ORTS/G. CUSSAC, P.G., 2004, 2ª ed. de 2010, pp. 127 ss. y 3ª ed. de 2011, pp. 193 ss.; GÓRRIZ ROYO, 2005, passim; RAMOS VÁZQUEZ, 2006 y 2008, passim; GONZÁLEZ CUSSAC, 2009, pp. 817 ss.; ORTS, 2009, pp. 1483 ss.; CUERDA ARNAU, 2009, passim, y 2010, pp. 130 ss.; GONZÁLEZ CUSSAC/MATALLÍN/ORTS/ROIG, 2010, pp. 65 ss. Con algunos matices, vid. CARBONELL, 2004, pp. 139 ss.; MARTÍNEZ GARAY, 2005, pp. 43 ss. y 148 ss.; Por lo demás, pueden hallarse referencias a esta concepción, entre otros autores, en: FLETCHER, 1997, pp. 93 s.; RUIZ ANTÓN, 1999, pp. 483 ss.; ALCÁCER, 2004, pp. 38 ss.; MUÑOZ CONDE, Prólogo a P. Busato, 2007, 2009, pp. 1449 ss. y Prólogo a Vives 2011; MUÑOZ CONDE/GARCÍA ARÁN, 2004, pp. 215 ss. (última ed. 2010); SERRANO-PIEDECASAS/DEMETRIO CRESPO, 2009, pp. 1771 ss.
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en cuanto al contenido de dicha categoría, discrepancias que deben ser examinadas. Por lo demás, si bien el presente trabajo tendrá como objeto primordial exponer la posición que personalmente considero más adecuada en el marco de una determinada concepción metodológica, ello no implica que se omita toda referencia (algo desgraciadamente frecuente en muchos trabajos doctrinales) a las principales elaboraciones que se han llevado a cabo a partir de otras concepciones sistemáticas sobre la teoría jurídica del delito. De ahí que a lo largo de la exposición de la materia se vaya dando cuenta de las construcciones más relevantes, entablando un diálogo con ellas y en particular exponiendo las coincidencias o las discrepancias que en cada caso existan. Efectuadas estas consideraciones preliminares, y antes de adentrarnos en el concreto estudio de la antijuridicidad, es conveniente recordar las pretensiones de validez de la norma penal y el esquema general de la teoría del delito que se infiere de la concepción significativa2. Esta concepción se construye sobre la base de dos operaciones intelectuales: la primera es la determinación del concepto de acción; la segunda es contemplar la acción desde la regla del Derecho, con el fin de elaborar una construcción guiada ante todo por la idea de justicia, concebida como valor fundamental de todo el Ordenamiento jurídico. De ello se colige que no es posible analizar el concepto de antijuridicidad sin abordar previamente el concepto de norma3. Sentado lo que antecede, la concepción significativa parte de la premisa de que las normas jurídicas poseen una doble esencia4: son decisiones del poder, pero son también determinaciones de la razón. En efecto, las normas jurídicas deben ser concebidas como directivas de conducta (sean prohibiciones, mandatos o permisos), pero ello no implica que tengan que 2
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Vid. VIVES, 1996, pp. 483 ss. y 2011, pp. 491 ss. Vid., además: MARTÍNEZ-BUJÁN, 1999 (= 2001, pp. 1154 ss.) y P.G., 2011, pp. 57 ss.; ORTS/GONZÁLEZ CUSSAC, P.G., 2011, pp. 201 ss.; GONZÁLEZ CUSSAC/MATALLÍN/ORTS/ROIG, 2010, pp. 66 ss. Esta idea básica es también el punto de partida del profundo estudio sobre la categoría de la antijuridicidad que ha llevado a cabo en nuestra doctrina MOLINA FERNÁNDEZ (2001, pp. 17 ss. y passim), quien obtiene conclusiones que en buena medida están en sintonía con las que se proponen en este trabajo. Evidentemente, que se hable de una doble esencia en la norma penal no significa un retorno a la vieja discusión acerca de si la norma es un imperativo o es un juicio de valor, ni, más concretamente, comporta acoger la denominada teoría de la doble función de la norma, de progenie neokantiana, según la tradicional formulación de MEZGER (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, P.G., 2011, pp. 38 s.).
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ser consideradas solo meras decisiones de poder (meros imperativos respaldados, sin más, por una sanción), ajenas a la racionalidad práctica, sin referencia alguna a las razones que justifican la imposición de esos imperativos5. Así, la dimensión directiva inherente a las normas va acompañada — en virtud de su misma gramática— de una pretensión de validez, que nada tiene que ver con una búsqueda o pretensión de verdad, sino que ha de ser enjuiciada en el marco de un proceso de argumentación racional, esto es, una pretensión que permite justificar e interpretar las normas como determinaciones de la razón. La norma no se agota en un imperativo sino que lleva necesariamente aparejada una pretensión de validez, que es una pretensión de rectitud o corrección (pretensión de justicia). Ahora bien, esa pretensión general de justicia ofrece dos vertientes: una, en la que se dilucida si la norma está racionalmente fundada, o sea, si es legítima; otra, en la que se examina si la norma está correctamente aplicada al caso concreto, a cuyo efecto la aludida pretensión general de justicia se descompone, a su vez, en diversas pretensiones de validez parciales más concretas. Desde esta segunda perspectiva surgen así las pretensiones de validez específicas de la norma (pretensiones de relevancia, ilicitud, reproche y necesidad de pena), a través de las cuales se analiza si en la norma penal puede encajar una acción humana relevante (típica), ilícita (antijurídica), reprochable (culpable) y necesitada de pena (punible). De este modo, dejando ahora al margen la cuarta categoría (la pretensión de necesidad de pena o punibilidad) que podemos calificar de accidental, surgen tres categorías esenciales para la exposición de la teoría jurídica del delito. La primera categoría aparece representada por el tipo de acción, que se deriva de la pretensión de relevancia. Dentro de ella se incluyen dos elementos: de un lado, la tipicidad en sentido estricto (pretensión puramente 5
Con respecto a ello conviene aclarar que en la moderna doctrina penalista en la que se confiesa mantener una concepción estrictamente imperativa de la norma se matiza en todo caso que dicha concepción no se caracteriza únicamente como orden de la autoridad a sus subordinados: sus partidarios se esfuerzan por resaltar que el imperativo no es una pura arbitrariedad, sino que se apoya —lo que sería un prius lógico— en una selección y valoración de las conductas que se pretenden prohibir. Vid. por todos LUZÓN, P.G., I, pp. 64 ss.; MIR, P.G., L.2/34 ss.; OCTAVIO DE TOLEDO, 1981, pp. 86 s. Singularmente reveladora es —como veremos más ampliamente después— la reformulación propuesta por MIR (1994, pp. 225 ss.), que, manteniendo una concepción imperativa de la norma, acoge un concepto objetivo de la antijuridicidad, caracterizado esencialmente como lesión o puesta en peligro de un bien jurídico.
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conceptual) que se limita a abarcar aquellos presupuestos de la acción punible que cumplan una función definitoria de la clase de acción de que se trate y que, por tanto, no incluye necesariamente la intención, salvo que la definición de la acción exija recurrir a momentos subjetivos (es lo que sucede en los tradicionalmente denominados elementos subjetivos del injusto); de otro lado, la antijuridicidad material o desvalor de resultado (pretensión de ofensividad). La segunda categoría viene integrada por la antijuridicidad formal (consecuencia de la pretensión de ilicitud), que comporta constatar que la acción ejecutada por el sujeto infringe la norma, concebida como directiva de conducta, y que, por tanto incluye lo que usualmente viene conociéndose por la doctrina dominante como tipo subjetivo. La tercera categoría viene dada por el juicio de reproche (o de culpabilidad), que dimana de la pretensión de reproche y que se compone de dos elementos, la imputabilidad y la conciencia de la ilicitud. En fin, a la vista de este esquema conceptual se comprenderá que el presente trabajo sobre la antijuridicidad deba proyectarse sobre dos categorías diferentes, regidas por dos pretensiones de validez de la norma, también distintas, en la medida en que se parte de dos clases de antijuridicidad: la material, que se inscribe en el tipo de acción, regido por la pretensión de relevancia; la formal, que se incluye en la pretensión de ilicitud.
II. LA NECESARIA DISTINCIÓN ENTRE ANTIJURIDICIDAD MATERIAL (OFENSIVIDAD) Y ANTIJURIDICIDAD FORMAL (ILICITUD) Con independencia de la terminología empleada y de matices de los que de momento podemos prescindir, cabe establecer una distinción (acogida por la doctrina dominante) entre una antijuridicidad material y una antijuridicidad formal6. Con la primera expresión se alude a la nocividad social de la conducta típica, esto es, a la ofensa o vulneración (trátese de una lesión o de una puesta en peligro) de un bien jurídico7; con la segunda se pretende indicar la relación que existe entre la acción o conducta y el Derecho, y, más concretamente, la contrariedad a Derecho de la conducta, en el sentido de que una acción es antijurídica si es contraria a las normas jurídicas. Usualmente se utilizan también las expresiones “desvalor de resultado” para hacer referencia a la antijuridicidad material y “desvalor de la conducta” (o “desvalor de acción”) para denominar a la antijuridicidad formal. A su vez, es habitual entender que el desvalor de la conducta, concebido como una desvaloración del comportamiento dirigido a la vulneración del bien jurídico, se descompone en un desvalor objetivo (modo de comisión del comportamiento, elementos personales del autor, peligrosidad ex ante de la acción y relación de causalidad entre acción y resultado en los delitos de resultado material) y un desvalor subjetivo (la imputación a título de dolo o de imprudencia, y, en su caso, otros elementos subjetivos del injusto)8. Pues bien, con arreglo a los postulados de la concepción significativa del delito, es preciso señalar que la necesaria distinción entre antijuridicidad material y antijuridicidad formal aparece reflejada bien a las claras en la sistematización de los elementos del delito, habida cuenta de que ambas clases de antijuridicidad quedan incluidas en una pretensión de validez de la norma diferente. 6 7
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Vid. por todos, en la doctrina alemana, ROXIN, AT, § 14/4-5, y, en la española, LUZÓN, P.G., I, pp. 323 s., MOLINA FERNÁNDEZ, 2001, pp. 45 ss. De este entendimiento únicamente se apartan aquellos autores que, como señaladamente JAKOBS, consideran que el Derecho penal no posee la misión de tutelar bienes jurídicos sino garantizar la vigencia de la norma. Vid. por todos MIR, P.G., L.6/28; DÍEZ RIPOLLÉS, P.G., pp. 189 (para los delitos dolosos) y 205 (para los imprudentes).
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La antijuridicidad material se corresponde con la llamada pretensión de ofensividad, que es una pretensión sustantiva de incorrección que acompaña inevitablemente ya a la primera pretensión de validez de la norma penal (la pretensión de relevancia), en la medida en que únicamente son relevantes para el Derecho penal aquellas acciones que lesionan o ponen en peligro bienes jurídicamente protegidos. Por tanto, la antijuridicidad material (u ofensividad) queda incardinada en la pretensión de relevancia, que se halla vinculada a la concurrencia de un tipo de acción, desde el momento en que se trata de una pretensión que tiene por objeto afirmar que la acción realizada por el ser humano es una de las que interesan al Derecho penal, a cuyo efecto hay que verificar que dicha acción puede ser entendida conforme a un tipo de acción definido en la ley9. En cambio, la antijuridicidad formal queda incluida en una pretensión de validez diferente, la pretensión de ilicitud (la segunda pretensión de validez que toda norma penal encierra), con arreglo a la cual se examina si la acción relevante ejecutada por el sujeto contraviene la norma, entendida como directiva de conducta, o sea: se trata de acreditar que la acción —aparte de ser una de aquellas que se describen en la ley como ofensivas para bienes jurídicos— consiste en una realización de lo prohibido (en el caso de la conducta positiva) o en una no realización de lo mandado (en el caso de la omisiva); o, lo que es lo mismo, empleando la terminología propia de la concepción significativa, se debe comprobar que la intención que regía la ejecución de una acción ofensiva para un bien jurídico no se ajustaba a las exigencias del Ordenamiento jurídico10. En suma, de lo que se acaba de exponer hay que extraer ya, por de pronto, la conclusión de que la inclusión de ambas clases de antijuridicidad (la material y la formal) en diferentes pretensiones de validez de la norma supone una novedad frente a las tesis dominantes, que, inadecuadamente, vienen concibiendo la antijuridicidad como una especie de
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Vid. VIVES, 2011, p. 491. De acuerdo con ello vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, P.G., 2011, pp. 219 ss.; ORTS/G. CUSSAC, P.G., 2011, pp. 202 y 221 s.; GÓRRIZ, 2005, p. 342. Por lo demás, recuérdese que, al lado de la pretensión de ofensividad, en la pretensión general de relevancia se incluye ante todo una pretensión de verdad, en el sentido de que (una vez que se ha comprendido correctamente la formulación lingüística de que se trate) hay que comprobar que los movimientos corporales realizados por el sujeto sean efectivamente aquellos que se acomodan a la regla de acción seguida para tipificarlos. Cfr. VIVES, 2011, p. 492.
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objeto unitario, sin distinguir ambos aspectos, el material (ofensividad) y el formal (ilicitud), que son dos cosas completamente diferentes11. Expuesto lo que antecede, hay que subrayar la coincidencia que cabe apreciar (sin perjuicio de las divergencias que se indicarán después) entre el planteamiento que se deriva de la concepción significativa del delito y el que más recientemente ha ofrecido en nuestra doctrina MOLINA, sobre la base de una concepción de la norma que diverge asimismo de la propuesta de la doctrina dominante y que guarda puntos de contacto con la que aquí mantenemos. En su crítica al pensamiento de la doctrina dominante parte este autor de la premisa de que esta no ha sabido percibir adecuadamente la relación entre, por un lado, la valoración de un hecho atendiendo a su lesividad para bienes jurídicos y, por otro, el contenido de la norma de conducta. Se ha venido incurriendo, así, en una superposición o confusión de ambos planos, propiciada sobre todo por la ambigüedad del concepto de norma, que se traslada inevitablemente a los términos relacionados de acción ilícita y acción antijurídica y cuyo problema fundamental reside en la imposibilidad de construir una norma que refleje la valoración general del hecho desde la perspectiva de su lesividad con efectos intersubjetivos y que a la vez delimite el comportamiento individualmente prohibido12. 11
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Vid. VIVES, 2011, p. 492, n 72, quien añade que de ese modo se incurre en una especie de trampa lingüística que designa un imposible objeto unitario y nos hace navegar sobre un mar de confusiones, como ponen de manifiesto los trabajos dedicados a establecer ese presunto concepto básico, puesto que en realidad se trata de dos significados distintos que nacen de juegos del lenguaje diferentes. Vid. MOLINA FERNÁNDEZ, 2001, pp. 17 ss., donde resume el planteamiento que va a desarrollar a lo largo de su extenso trabajo, y vid. pp. 11 ss., en las que se contiene el Prólogo de RODRÍGUEZ MOURULLO, de donde extraigo la síntesis que recojo en el texto. Con posterioridad, razona acertadamente MOLINA que no puede ser admitida la tesis de la doctrina dominante, consistente en sostener un concepto de antijuridicidad no culpable y mantener una concepción imperativa de la norma (o sea, un concepto subjetivizado de injusto) porque para ello sería necesario demostrar que “las circunstancias que definen la lesividad del hecho para los bienes jurídicos coinciden precisamente con el contenido de la norma promulgada por el legislador, de manera que la realización del hecho lesivo sea a la vez la infracción de una obligación o deber jurídico impuesto en una norma promulgada”; esto es, dicho sintéticamente, habría que demostrar que la realización de la conducta del autor comporta también la infracción de la norma para terceros. Sin embargo, este requisito esencial no se cumple “porque, pese a lo que se acepta generalmente, el contenido de la norma promulgada no refleja la valoración jurídica del hecho en términos absolutos que pueda operar siempre intersubjetivamente, sino tan solo una determinada valoración sobre el hecho concreto de un sujeto singular, en la que se pueden tomar en cuenta circunstancias personales de éste que no tienen por qué afectar a terceros”. En otras palabras, “si bien la norma es un instrumento para lograr hechos valorados y evitar hechos lesivos, su contenido no coincide necesariamente con la valoración entendida en términos
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Frente a la opinión dominante reclama MOLINA la necesidad de “contar con un nivel de evaluación jurídica del hecho que pueda actuar como regla intersubjetiva”, esto es, un nivel de valoración jurídica “que tenga en cuenta ante todo su lesividad desde la perspectiva de los bienes jurídicos” y que se sitúa “en la infracción de una norma entendida en un sentido restringido como norma promulgada por el legislador de la que ya se derivarían deberes jurídicos con independencia de que se cumplan los requisitos subjetivos que exige una relación normativa completa. El contenido de la norma promulgada reflejaría la valoración jurídica del hecho con efectos generales, y por tanto con un alcance intersubjetivo, y serviría de base al juicio de antijuridicidad”13. En atención a ello, propone MOLINA una construcción basada en la separación entre lo que él denomina “lesividad”, de un lado, e “infracción de la norma”, de otro, separación que da lugar a dos categorías diferentes: la valoración general del hecho desde la perspectiva de su lesividad con efectos intersubjetivos, por una parte, y la delimitación del comportamiento individualmente prohibido, de otra14. Esta construcción le permite conciliar “las dos funciones asignadas a las disposiciones jurídicas: determinación de la valoración jurídica de un hecho por su lesividad con alcance intersubjetivo y delimitación de las normas de comportamientos individuales”15. Dicho de otro modo, en la primera categoría (que ven-
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absolutos, ya que el legislador al formularla toma en cuenta datos que afectan a su eficacia directiva y que son ajenos a la valoración stricto sensu, y modula el contenido de la norma tomando en cuenta estos hechos y ajustando la norma a las concretas capacidades del sujeto destinatario (lo que, por otro lado, no es más que una manifestación de racionalidad práctica). Precisamente por ello la infracción de la norma así construida no puede servir de referencia para la gestación de las normas de terceros en los que no concurran las mismas circunstancias directivas que en el autor del hecho”. Vid. MOLINA FERNÁNDEZ, 2001, pp. 26 y s., y, extensamente, pp. 605 ss. y p. 838 Cfr. MOLINA FERNÁNDEZ, 2001, p. 25, y extensamente pp. 605 ss. Por lo demás, agrega este autor que la necesidad de contar con la referida regla intersubjetiva proviene de la circunstancia de que la valoración jurídica del hecho realizado por una persona no solo tiene importancia desde la perspectiva de lo que podemos esperar individualmente de ella, sino que la tiene también para “terceros que pueden verse lesionados en sus bienes y a los que se atribuye el derecho de defensa” o para terceros “que pueden participar en hechos ajenos” o, en fin, para terceros que “simplemente tienen determinadas obligaciones de responder frente a hechos que resultan lesivos”. Vid. MOLINA FERNÁNDEZ, 2001, passim, especialmente pp. 837 ss., donde expone sus conclusiones finales. Cfr. MOLINA FERNÁNDEZ, 2001, p. 842, quien aclara que la referida construcción “por un lado mantiene el concepto de lesividad material sin contaminarlo con elementos que no afectan al bien jurídico, sino solo a la capacidad de dirigir el comportamiento mediante normas; por otro lado ofrece un concepto de norma y de infracción
EL CONTENIDO DE LA ANTIJURIDICIDAD
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dría a identificarse con lo que aquí denomino antijuridicidad material) se incluye el desvalor material del hecho desde la perspectiva del ordenamiento jurídico de cara a terceros, que constituye el contenido de una norma emitida en condiciones ideales y que, por ende, puede ser “tanto una infracción no culpable de la norma —por ello un hecho antijurídico en el sentido habitual de la expresión—, como un hecho neutral, como incluso un comportamiento jurídicamente correcto o debido”; en la segunda categoría (que aquí denomino antijuridicidad formal o ilicitud) se incluye la infracción de la norma real de conducta, o, lo que es lo mismo, la infracción de una norma cuando se ha establecido una relación normativa completa16. Ni que decir tiene que, asumiendo la idea de que pueden existir hechos lesivos no prohibidos, MOLINA extrae de su planteamiento, coherentemente, importantes consecuencias dogmáticas que, según tendremos ocasión de comprobar a lo largo del presente estudio, coinciden en buena medida con las que aquí se expondrán. Así, cabe anticipar en este lugar que tales consecuencias se proyectan, especialmente, sobre dos aspectos fundamentales que serán específicamente abordados en el presente estudio: las normas relativas a la participación y las normas referentes a la actuación defensiva de terceros17.
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coherente con su carácter directivo, respetuoso con el principio elemental de que las obligaciones y deberes jurídicos solo pueden imponerse teniendo en cuenta las circunstancias del destinatario y de la situación en que actúa”. Por lo demás, añade este autor de forma clarividente (pp. 842 s.) que “con ello en realidad lo que se logra es lo que originalmente se pretendía con la distinción de antijuridicidad y culpabilidad, fijar las dos valoraciones jurídicas de medida del hecho singular desde la perspectiva de los bienes jurídicos: por un lado su real lesividad, que tiene un carácter general, intersubjetivo; por otro su significado como infracción de una norma directiva de conducta orientada en su formulación a la evitación de hechos lesivos, pero adaptada a las circunstancias particulares del destinatario, lo que es a su vez una manifestación de racionalidad práctica y de justicia individual”. Cfr. MOLINA FERNÁNDEZ, 2001, p. 27, quien, por lo demás, aun reconociendo que el término “antijuridicidad” podría utilizarse para designar cualquiera de las dos categorías mencionadas, prefiere reservarlo para denominar exclusivamente la segunda, ofreciendo para ello una razón ciertamente atendible: si se utilizase para la primera categoría “podría originarse un importante factor de confusión, ya que al romperse la relación entre antijuridicidad y contrariedad a la norma, sería perfectamente posible que un hecho fuera a la vez antijurídico en ese sentido de la expresión y adecuado a la norma e incluso en ocasiones jurídicamente debido”. A mayores, arguye que la antijuridicidad concebida como antinormatividad es “lo único que verdaderamente importa cuando se trata de evaluar el comportamiento de un sujeto desde la perspectiva de lo que el ordenamiento jurídico puede exigir de él”. De forma resumida expone esas ventajas en sus consideraciones finales. Vid. MOLINA, 2001, pp. 841 s. En tales supuestos la norma de referencia para las normas de
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CARLOS MARTÍNEZ-BUJÁN PÉREZ
Ahora bien, sin perjuicio de la coincidencia apuntada, existe una discrepancia esencial entre la construcción de MOLINA y la que aquí se acoge. Me refiero a la ulterior conclusión que este autor obtiene de su planteamiento, al entender —en el sentido inverso al acabado de apuntar— que pueden existir hechos prohibidos no lesivos, esto es, que la lesividad no es un elemento necesario para afirmar la antijuridicidad (completa), conclusión que fundamenta en el hecho de que “pueden crearse normas que prohíban determinados comportamientos que ex ante aparezcan como lesivos a la luz de una cierta representación de la realidad, incluso si dicha representación resulta ex post desacertada”, añadiendo que “esto último es lo que se da en la tentativa y los delitos de peligro”18. La conclusión podría compartirse, obviamente, si con el vocablo lesividad se aludiese a la lesión en sentido estricto o lesión efectiva del bien jurídico, como contrapuesta al simple peligro, pero no la podemos compartir si con dicho vocablo se quiere aludir a la lesividad concebida como ofensividad o desvalor de resultado, que es a lo que se refiere MOLINA cuando está describiendo la primera categoría del sistema penal que él propone19.
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conducta de los terceros no será la infracción de la norma personal por parte del autor del hecho principal, sino la infracción de la norma promulgada, o sea, la realización de una acción objetivamente ofensiva a la luz del derecho. Por lo demás, esta será también la norma de referencia para la imposición de medidas de seguridad a los inimputables (p. 645) y para la responsabilidad civil (pp. 641 s.). Cfr. MOLINA FERNÁNDEZ, 2001, p. 838, quien, a mayores, aclara paladinamente (p. 839) que “la aceptación de que la tentativa o las acciones peligrosas imprudentes sin resultado infringen una norma de conducta no oculta que no se trata de hechos en sí lesivos, sino solo a la luz de una cierta representación de la realidad”. Y es que, a diferencia de lo que sostiene la doctrina dominante (que incluye el peligro en el desvalor de resultado) este penalista parte de la premisa de que el desvalor de resultado consiste únicamente en la lesión efectiva de un bien jurídico, sobre la base de poner en tela de juicio la forma habitual en que la opinión dominante concibe el peligro y partir de la premisa de que las normas tratan de evitar resultados materiales lesivos, no peligros (vid. MOLINA, 2001, pp. 667 ss.). De ahí que este penalista utilice también las expresiones como la de la “real lesividad” (p. 838) o la de “resultado lesivo” (p. 841) para referirse al desvalor de resultado. En suma, con estas expresiones alude, pues, este penalista a la primera categoría del delito que él pergeña (a la que aquí denominamos antijuridicidad material), en virtud de lo cual hay que sobreentender que en su planteamiento la “lesividad real” se contrapone a aquella otra lesividad (a su juicio, pretendida) que únicamente surge a la luz de una cierta representación del sujeto que realiza la conducta (pero infringiendo su norma de conducta). Para explicar esta última particularidad de la construcción de MOLINA es preciso aclarar que, en su formulación, la norma no impone (dicho en terminología de este penalista) “abstractos” (sin destinatario), ni “semi-abstractos” (que remiten a criterios como el del hombre medio) sino únicamente “concretos”, en el sentido de que la