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1 Me despierto en una ambulancia entre susurros. Los del equipo médico se inclinan sobre mí; un dedo enguantado que se retira. La memoria encuentra el camino de vuelta: el atenazador dolor de cabeza, la oscuridad. Tengo el rostro entumecido. —¿Me oye? —Bas¸im... —¿Cómo se llama? Frases a medias. ¿En inglés? Y al final: —Em... Em... Emmett Conn. —¿Dónde vive? Me lo pienso. —En el 2315 de Wisteria Court. En Wadesboro, Georgia. Las palabras van fluyendo con más facilidad. —¿Fecha de nacimiento? Hago una pausa; porque la verdad es que no lo sé. —1898. —Eso es lo que llevo diciendo... tanto tiempo—. Tengo noventa y dos años. Una luz cegadora me da de lleno en los ojos, alterando el lento y cadencioso palpitar del dolor. Huele a alcohol. Se oye un murmullo de voces metálicas; y el ulular de la sirena —¿de verdad la he oído?—; y después, silencio, excepto por el zumbido; y oscuridad. Me vence el sueño. ¿Ya está? ¿Eso es todo? De repente, una oleada de frío. Y luego, nada. Me despierto. Un escalofrío me recorre el cuerpo y luego se desvanece; una fuerte ráfaga de viento pasa de largo. El dolor de cabeza persiste, confinado ahora a un único punto solitario, tal vez una única terminación nerviosa. Me toco la cara. Oigo un televisor encendido en alguna parte, tal vez en otra habitación. No veo ninguna ventana ni luz natural. Estoy... ¿ dónde? Un crepitar a mi lado. Se van esbozando siluetas que se disuelven hasta formar una mujer, una voz. —Está usted despierto. Por un momento creo estar de vuelta allí, malherido. Prisionero. Paciente No Identificado número A-17. —¿Cómo se encuentra? Cierro los ojos. Yo era soldado. Me hirieron y perdí la memoria, los recuerdos de la guerra y de antes. —Un vecino lo vio desmayarse —susurra la mujer—. Ha tenido usted un ataque. Le van a hacer pruebas. —¿Pruebas para qué? Procuro no alterarme, ni siquiera el pulso. Ella hace una pausa. —Para ver si ha sido un derrame o un... algo de la cabeza, en el cerebro. Trato de sonreír porque tiene su gracia. Un algo de la cabeza. Cambio de postura para mirarla y el dolor responde al movimiento con una punzada. —Ya soy viejo. —Van a llamar a su hija —me informa. Mi hija, que siempre guarda las distancias. La mujer —¿enfermera?— tira de la sábana. —¿De dónde es usted? Lanzo un suspiro. Bastan unas pocas sílabas para que noten que soy extranjero. Pese a todos los años y lo mucho que me he esforzado con el inglés. —Soy ciudadano estadounidense —le contesto, y ella asiente con la cabeza. —Le vamos a hacer una resonancia. Dice algo más pero me empieza a invadir el cansancio otra vez. Los brazos se vuelven codos que se vuelven articulaciones que se vuelven tuberías de PVC.A los tubos de plástico les sale pelo. Y pienso: «¿Cómo he vivido tanto tiempo?». Me quedo dormido. Frío otra vez, y viento. Pero ahora veo: una interminable llanura azotada por el temporal y un tren, una decrépita locomotora de vapor escupiendo humo negro que forma una columna torcida por el viento. El olor del humo es horrible e intenso; no es como el aroma dulce de la


madera ardiendo sino algo más crudo, más primitivo. La extrañeza de un sueño en el que las cosas huelan me arrastra. El tren avanza meciéndose a un lado y a otro. No reconozco el paisaje. Tengo la impresión de que es por la tarde; parece primavera o verano. El viento atraviesa a toda velocidad la llanura, desierta salvo por el tren y unos pocos árboles polvorientos. En realidad, el tren apenas se mueve; de hecho, se diría que yo voy más rápido, en la misma dirección, balanceando la cabeza igual que el mástil de un barco. En la distancia, a mi izquierda, al final de la llanura, se divisan unas montañas de color rojo y violeta que se funden con el horizonte. Parece que se está poniendo el sol —justo a la derecha—, luego debo de estar mirando al sur. El silencio es tan absoluto que todo parece irreal, hasta de otro mundo, excepto el tren; y la gente. Una hilera negra de humanidad, varios cientos, avanzan trabajosamente en la misma dirección en que se mueve el tren. Me pregunto por qué no he reparado antes en su presencia: tal vez porque van a un paso cansino, tal vez porque sus siluetas se confunden en medio de la polvareda y las sombras. Se diría que son peregrinos o algo parecido ya que casi todos van de negro, con el cuello tapado y los chales y como velas infladas al viento que caracterizan a los que buscan consuelo en el pasado. Unos cuantos viajan en mula y de vez en cuando se ve una carreta que rompe la monotonía homogénea de la hilera, una línea que se estira hasta el horizonte, mucho más larga de lo que me había parecido al principio; son miles en vez de cientos, quizá más. Unas figuras a caballo —que se yerguen y luego se inclinan, se diría que como perros azuzando a un rebaño— avanzan a su lado. Deslizo la mano hacia abajo y reconozco la hebilla y el tejido de mis ropas como los de un jinete. Mi mano se topa con la dureza de la madera y el metal, con la forma alargada de un fusil. Durante un instante me resulta tan familiar... Y luego se aleja entre una ráfaga de viento gélido, un escalofrío concentrado en un punto; igual que después del primer dolor de cabeza. Y por fin desaparece. La camilla se desliza por los suelos encerados. Un cartel de cirugía, como una flecha negra. Postoperatorio, una flecha. Estruendo, movimiento giratorio: un enorme navío que se mueve a cámara lenta. Gente que pasa de largo, hablando. Oncología, flecha. Radiología, flecha. Una última curva y el paso que se ralentiza. Una enfermera corpulenta se pasa la mano por los cabellos rojizos. —¿Se ve capaz de sentarse? Luces que parpadean y lanzan destellos. El dolor de cabeza prácticamente ha desaparecido dejando en su lugar la molestia típica de una magulladura reciente. Me duele si muevo la cabeza deprisa o si miro hacia la luz del techo. Me muevo lentamente, con cuidado. Me llevo una mano a la cara. La enfermera me ayuda a subir a otra camilla, esta vez integrada en una máquina inmensa. —Túmbese aquí, con la cabeza en el reposacabezas, así. Hago lo que me dice: un hombre y su sesera. Vuelvo a acordarme —no puedo evitarlo— de antes, del hospital. De hace siete décadas. Tardé casi un año en recordar cómo me llamaba. Me debería haber muerto entonces. De no ser por Carol, habría muerto. —A ver... Colóquese un poco más arriba. A partir del hospital, me acuerdo de todo, pero lo anterior sigue envuelto en tinieblas, con la ocasional chispa aquí y allá. No recuerdo prácticamente nada de la Gran Guerra. Y rara vez sueño. —Quédese todo lo quieto que pueda. —La voz me llega por un auricular. Me ponen un objeto de plástico en la mano—. Si nota que le entra el pánico, apriete el botón. La camilla se desliza en el interior de la máquina. El mecanismo resopla y repiquetea, luego se oyen unos golpes metálicos, tan fuertes que casi duele. Los tapones que llevo en los oídos vibran y se estremecen dentro de mis orejas. Me vuelvo a preguntar cuál será el propósito de todo esto: ¿añadir unas cuantas bocanadas más de aire a mi existencia? Carol está muerta, lleva tres años muerta. Han pasado noventa y dos años; ¿para qué? ¿Para qué? Acaricio el botón con la punta de los dedos. Y luego lo suelto con suavidad. 2 Noto el balanceo del caballo sobre el que voy sentado, el viento en la cara. Está oscuro. La


luz de las fogatas parpadea a mi derecha. El viento trae sonidos, gritos de dolor, gruñidos, gemidos, palabras que rebotan y crujen: órdenes de estarse callado, instrucciones de levantarse. Un leve sollozo a lo lejos que va a menos y por fin enmudece. La palabra gâvur surge ante mí, lanzada igual que una acusación. Bahs¸is¸. Sigara. Grupos de consonantes y vocales, sonidos entrecortados y guturales hilvanados para simbolizar algo, para comunicar algo. Rugidos, conversaciones entre humanos. De repente me doy cuenta, incluso en medio del sueño, de que conozco este idioma. Siempre ha sido así. Es raro, lo de soñar y reconocer lo que sueño, estar suspendido más allá de la visión, como un espectro vigilante o un dios. Por un momento me veo a lomos de un caballo, envuelto en una manta de lana llena de lamparones para protegerme del frío: joven, alrededor de los diecisiete años, delgado y tieso como un junco; los ojos oscuros, el ceño fruncido. Luego todo se confunde en un torbellino, como las imágenes de una cámara que gira sobre sí misma sin parar, hasta que me encuentro sentado sobre el caballo, bamboleándome al compás del animal; avanzo a trancas y barrancas, escudriñando los bultos grises que se adivinan allá abajo en medio de la oscuridad. Un hombre sentado a horcajadas sobre una silueta tendida boca abajo cuyo trasero resulta perfectamente visible entre las sombras. Alza la vista hacia mí cuando me acerco, esboza una sonrisa de reconocimiento, interrumpe la cópula, extiende la mano para señalar el oscuro objeto que tiene debajo: una muchacha con el rostro manchado de barro. Sacudo la cabeza para dar a entender que declino el ofrecimiento mientras observo la sonrisa mellada de aquel individuo, su barba mugrienta, el kamis todavía erecto. Izzet. Así se llama. Sé que lo conozco de antes.Y antes de darme cuenta está otra vez sobre la muchacha, resoplando y gimiendo mientras ella solloza; oigo el sonido de carne contra carne en medio del ulular del viento. Me paro a considerar la escena un instante fugaz, me pregunto por qué estoy aquí, por qué da la impresión de que conozco este lugar y al mismo tiempo no lo conozco, por qué entiendo este lenguaje sin ser capaz de situarlo. Me llega el olor a humo de las fogatas, oigo los gritos y los gemidos, el murmullo de los movimientos. Noto el viento que me abofetea. Me llevo la mano a la boca. De pronto me asalta la certeza de que he estado aquí antes, de que ya he montado en este caballo y pronunciado estas palabras, de que ya he sido testigo mudo que se limita a contemplar y hacerse preguntas en su cabeza. Y entonces la escena se desvanece y sólo quedan la oscuridad, el frío y el viento. Me ciño más fuerte la manta alrededor del cuerpo y sigo mi camino en medio de la noche. Un hombre me toquetea la cara. No sé dónde estoy ni cómo me llamo. Un líquido que gotea sobre una superficie dura; un repiqueteo metálico, el olor a medicamento que impregna el ambiente: todo me resulta familiar y extraño a la vez. ¿Estoy entre enemigos? Me tiemblan las manos, todo mi cuerpo se tensa en una reacción instintiva de protección hasta que mi mente registra el rostro suave y redondeado del doctor Harry Wan y es como si la llave encajara en la cerradura de la realidad: reconozco la claridad cegadora de las luces del hospital, los avisos con el crujir de la estática que se oyen por megafonía, el olor a plástico y orina. Soy Emmett Conn. Estoy en Georgia. Es abril de 1990. —¿Cómo se encuentra hoy? —El sueño todavía me arrastra el frío y el viento. Puedo oler el sudor del caballo—. ¿Entiende lo que le digo? Mueva la cabeza para decir sí o no. —Asiento con la cabeza. Tengo la mente embotada, como si no fuera la mía—. ¡Excelente! Me acuerdo de que el doctor Wan siempre está de buen humor, siempre dispuesto a hacer una leve reverencia y exclamar: «¡Excelente!». Los dos éramos rotarios: una de tantas actividades a las que me empujó Carol para que me aclimatara a Wadesboro. El esfuerzo no dio resultados pero seguí siendo miembro de los rotarios porque el resto ya se había acostumbrado a mi presencia o por lo menos fingían indiferencia. Soy un forastero, un yanqui, un extranjero. Un trasplantado. Un viejo. —Parece que tiene usted un tumor cerebral, señor Conn —me sonríe mientras lo dice, como si me estuviera dando la noticia que acabo de ganar un premio—. Un glioma. Es del tamaño de un guisante más o menos y está localizado en la base del lóbulo parietal izquierdo. Haremos una biopsia para confirmar cuál es la opción de tratamiento más adecuada. Nos


gustaría probar con radiocirugía, una técnica nueva. Se calla un momento para darme tiempo a asimilar lo que acaba de decir. Mi hija Violet se inclina hacia delante al tiempo que transforma su gesto preocupado de frente arrugada en una sonrisa. Las comisuras de sus labios se curvan exactamente igual que las de los labios de Carol, su madre. No la había visto desde hacía... ¿meses? Y la culpa es mía. Tenemos nuestras diferencias desde hace ya tiempo. En cierto sentido nos parecemos mucho. Me alegro de que haya venido, pese a las circunstancias. —Doctor Wan, a mi edad... —Chsss. —Violet hace un gesto con la mano al tiempo que extiende sus largos dedos—.Ya lo hemos hablado el doctor Wan y yo, y dice que estás muy bien de salud, que gracias a este tratamiento otros pacientes mayores que tú han vuelto a llevar vidas perfectamente normales. El doctor es un experto en este campo. Niego con la cabeza pero al mismo tiempo pienso en la sensación de saberme querido. Sí. Violet se echa hacia delante dejando a la vista sus encías ennegrecidas. ¿Ha estado temiendo que llegara este día? Le debo de importar. Consuelo. —Papá, por favor... Digo que sí con la cabeza, aturdido. Una especie de premura le tiñe la voz. ¿Se lo habrá contado a su hermana? ¿Al niño, Wilfred, su hijo? Por un momento estamos en 1932 y yo trabajo y trabajo. Aquí tendido en esta cama me doy cuenta de que el idioma del sueño era el turco. El doctor se acerca hablándome en voz baja, dándome todo tipo de explicaciones: hay protocolos, posibilidades... Malignidad, metástasis, radiación, cirugía. Se me llenan los ojos de lágrimas que trato de contener. Últimamente lloro con mucha facilidad pero hubo un tiempo en que nunca lloraba. El tratamiento del que me está hablando suena tan moderno, tan poco apetecible... Ya me estoy viendo: «El paciente más viejo del mundo recibe novedoso tratamiento». Veo la foto del doctor Wan en una revista especializada. Pienso en los costes, en el seguro médico. ¿Quién se va a ocupar de Sultán, mi gato? Pero todo me parece muy distante. Curiosamente, todavía tengo la impresión de seguir en el sueño, de estar malherido o moribundo, o muerto ya. —De acuerdo —respondo. Sonrisas. Suspiros de alivio. —Hace mucho tiempo lo hirieron en la cabeza, ¿verdad, señor Conn? —Sí, en la guerra. Se lo debe de haber contado Violet. Mil novecientos quince. Primera Guerra Mundial, no Segunda. Al final todo acabó en matrimonio, en la emigración a América, en las cosas que sí recuerdo. En mi vida. —¿Y todavía conserva usted el historial clínico? Miro a Violet. —Sí. El médico me lanza una mirada de desconcierto. —¿Luchó usted en el ejército estadounidense? Niego con la cabeza: —No. El dolor de cabeza va en aumento, igual que el viento justo antes de que se desencadene la tormenta. El doctor Wan sigue mirándome con su sonrisa radiante característica en los labios. —¡Excelente! —sentencia y acto seguido sale de la habitación. Los tonos grises al despuntar el alba. Hombres que murmuran entre dientes, a lo lejos. Una brisa que amortigua las palabras y ráfagas de risotadas estruendosas. Las llamas de una hoguera lanzan destellos resplandecientes pero yo me mantengo a cierta distancia, apartado. Las hojas de los árboles se mecen tras las que se oculta el manto de estrellas, en lo alto. Estoy sentado con la espalda apoyada en un tronco de corteza lisa, observando y escuchando. Las hojas se agitan; luego todo es quietud. El trino de los pájaros; uno que baja


planeando hasta el suelo y se pone a picotear en medio de la penumbra: observo los movimientos de su cabeza, las breves sacudidas de la cola; alza el pico para tragarse algo. ¿ Sentirá placer?, ¿sabrá lo que es el dolor? Se me queda mirando con un ojo. Y luego, por fin, alza el vuelo. Vuelvo la cabeza hacia la hoguera, hacia las negras siluetas que se adivinan delante. Más allá hay otras, de quienes no tienen permiso para calentarse al amor de la lumbre, de quienes duermen en el suelo sin poder guarecerse del frío y sueñan con sus hogares o con la muerte. Algunos no pasarán del amanecer de este día, otros se levantarán pero sólo para volver a caer, incapaces de seguir adelante. Los hay que se rendirán: viejos, o niños, o los que ya lo han perdido prácticamente todo. Otros en cambio continuarán arrastrándose a trompicones hasta el próximo campamento, se desplomarán, volverán a levantarse. Al principio hubo quienes lloraban y se quejaban, quienes suplicaban pidiendo agua, pero la mayoría de ésos ya no están, sólo quedan los más robustos y los que tenían objetos de valor con los que pagar los sobornos: deben de ser unos setecientos de los dos mil que salieron. Arrastrando los pies, avanzando a paso cansino, un día tras otro. Pienso en cómo he acabado yo aquí y el cansancio empaña unos recuerdos que surgen en retazos inconexos, casi en contra de mi voluntad. Mi nombre: Ahmet. El nombre de mi padre: Mehmed. La certeza de que el siguiente pueblo no queda lejos. Las órdenes de presentarme ante los oficiales cuando lleguemos a Katma. Los días que tardaré en hacer el viaje de vuelta a casa. El hecho de que mi padre haya muerto, de que su muerte sea lo que me ha traído hasta aquí, de que deba completar esta misión para ingresar en el ejército: toda esa información da vueltas en mi cabeza y luego se desvanece envuelta en un agotamiento difuso de sueños y recuerdos vagos. Asiento con la cabeza. Tengo que despertarme. Tengo obligaciones, responsabilidades. Me pongo de pie y me desabrocho el pantalón. El repiqueteo de una lluvia de orina sobre las hojas secas. Otro sonido se inmiscuye en la escena; o quizá sea un olor. Me doy la vuelta para encontrarme a una silueta de pie entre las sombras; agarro el fusil con una mano mientras que con la otra acabo y me ato los pantalones. La silueta retrocede. —¿Quién anda ahí? La silueta continúa retrocediendo. —¡Alto! La silueta se detiene y yo me acerco con el fusil en alto delante de mí; las hojas crujen bajo mis pies; ya casi estoy donde empiezan los árboles. Es una mujer. Una de ellos: las ropas sueltas, los cabellos trenzados, los ojos grandes. Está tratando de escapar, o igual se proponía matar a un guardia. He oído que ha habido casos. Por lo general el grupo que me han confiado ha sido bastante dócil, la mayoría — amedrentados por las privaciones y un juicioso sacrificio selectivo de los varones— han obedecido sin rechistar. Pero tengo que ir con pies de plomo. Le empujo la barbilla hacia arriba con el cañón del fusil para obligarla a alzar la vista y luego la obligo a retroceder unos pasos hasta donde la tenue luz del alba ilumina un claro entre los árboles. Al contemplar su rostro, las palabras a medio formar quedan suspendidas en mi garganta: tiene los ojos de distinto color, uno oscuro, el otro claro, como si su madre no hubiera podido decidirse por uno solo de los dos genes perfectos. Al principio lo atribuyo a la luz, incluso hago que se dé la vuelta para examinarla bien y más de cerca. Después se me ocurre que tal vez no vea por el ojo claro, pero sé que no es así, que ambos ojos rebosantes de vida reflejan el cielo estrellado que se extiende por encima de nuestras cabezas. Permanezco en silencio, preguntándome cómo puede ser que no la haya visto antes, cómo es posible que haya sobrevivido durante toda esta larga marcha sin que nadie se aproveche de ella. Su belleza va más allá del exotismo. Debe de tener trece o catorce años pues bajo esas ropas que le quedan demasiado grandes se intuyen unos pechos incipientes. —¿Qué haces aquí? —le pregunto con voz casi temblorosa. Podría tomarla si quisiera, ahora, aquí mismo, en el suelo. Los ojos me devuelven la mirada sin pestañear, como si se hubieran desconectado del cuerpo que los alberga; en cierto sentido me recuerdan a los de un cadáver de mirada


ausente y casi se diría que ciega. ¿Estará herida? Acaricio el fusil con los dedos al tiempo que la boca se me llena de saliva y luego la noto reseca. —Estaba recogiendo hojas de eucalipto —me responde en voz baja. Después levanta un brazo para mostrarme la bolsa que lleva en la mano. No parece asustada como los demás, ni tampoco da la impresión de estar llena de odio ni se muestra particularmente sumisa. Cuando le rozo la mejilla con la mano tampoco se estremece ni grita. Tiene una piel suave en la que puedo sentir el aliento fresco del viento. Aparto la mano. Ninguno de los dos se mueve durante un rato, hasta que por fin yo me hago a un lado para dejarla pasar. Después me inundará el desconcierto —por mis acciones, por no haber hecho ni ademán de poseerla— y me convenceré a mí mismo de que simplemente me estoy reservando para una mejor ocasión, como quien se guarda un dulce para después de comer. Me vuelvo hacia ella, a punto de desaparecer entre los árboles, a cierta distancia. —¿Cómo te llamas? —le pregunto alzando la voz. No me responde o, si lo hace, su nombre se pierde en el murmullo de las hojas.


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