Hace unos años, tranquilo lector, al acabar de escribir El Cartapacio del cortesano errante me despedía de ti en la esperanza de volverte a encontrar por el camino. Si mal no recuerdo mis palabras exactas eran: «Ahora tengo la sensación de que quedan muchas cosas en el tintero. Si te parece, tal vez dentro de unos años, volvamos a encontrarnos». Y he tenido la fortuna de volverme a encontrar contigo, lo cual te agradezco. Porque si estás ahí, con lo mucho que tenemos que hacer, es porque dejas casi todo para sentarte un momento a ver qué te cuento. No cierres aún, por favor. Permíteme explicar los objetivos de este libro que tan amablemente has abierto. Esta biografía que yo he escrito sobre Lerma amplía, en cierto sentido, aquel Cervantes. Genio y Libertad y aquel El Cartapacio del cortesano errante. Insisto en el pronombre personal, porque es mía, hecha por mí, y subjetivada por mí. Quiero decir que no es la única manera de aproximarse al personaje. Tal vez sea una vía errónea. Aunque prefiero que sea insuficiente. No puedo hacer sino una muy subjetiva reconstrucción parcial de la intimidad y de la vida de Lerma. No es posible adivinar todas las personalidades de un individuo por medio de los indicios que deja la documentación. Y hablo de las personalidades, porque el proceso evolutivo de socialización nos puede hacer cambiar, e incluso nos puede cambiar, tras algún que otro momento traumático, o con sus múltiples procesos de socialización. A fin de cuentas, ¡cuánta razón tiene López Ibor cuando aclara que «la personalidad es una caricatura de la persona»! Más caricatura será una biografía escrita sobre un muerto, ¿no? Hablemos de poder y dominación. Aquel mundo de Lerma podría definirse más como el del poder patrimonial, que el de la soberanía nacional. Sin duda, tenían sensación y certeza de que los oficios —o el poder— estaban para ser usados por el linaje o la familia. Ahora bien, también había voces que clamaban: «El rey es para el reino; no el reino para el rey». Que triunfaran unos sobre otros, tenía como consecuencia una u otra acción política. Para que exista dominación ha de haber unas personas dispuestas a obedecer y también a hacer cumplir los mandatos del poder. Ese grupo es un aparato de administración que tiene a sus espaldas una legitimidad amparada por una ley, que a su vez, para su cumplimiento, controla otro aparato, esta vez de coerción y de represión. Por tanto, el grupo administrativo, aquel «aparato», presta obediencia, o por costumbre, por sentimientos, por ideología o bien por intereses materiales. Ahora bien, para que ese aparato funcione y cumpla las órdenes ha de reconocer la legitimidad del dominador, sin la cual poco tardará en venirse abajo el sistema. Por ello, es tan interesante la legitimidad de derecho como la de hecho. La construida. La etapa de Lerma en el poder es singular porque saben construir una legitimidad de hecho dotándola de una de derecho. Cuando el poder actúa al revés, desde el derecho al hecho, no alarma, extraña ni agita a nadie, porque es como hay que hacer las cosas. Es decir, lo que resulta chocante es una irregular usurpación del poder. En tiempos de Lerma hubo que explicar que lo que se hacía (legitimidad de hecho) estaba respaldado por unas leyes (o cédulas reales, o deseos expresos del rey, etc.). En tiempos de Lerma hubo una permanente y constante política de convicción de legitimidad de todas sus actuaciones. Por ejemplo, la justificación de los nombramientos en función de los servicios de los antepasados. Siempre han existido tipos diferentes de legitimación del poder: 1. En ocasiones, esa legitimación se ha hecho por vía racional de tal manera que se cree en la legalidad del ordenamiento establecido y de la estratificación social existente: unos dan órdenes; otros, aceptan que esos las den. Es un tipo de dominación legal. Es la que se daba en tiempos de Lerma y que emanaba en último término del Papa, del rey, de los señores. A partir de un Derecho establecido por pacto o imposición, se busca su obediencia por los miembros del cuerpo social o adyacentes a él (viajeros, emigrados, etc.). Ese Derecho está compuesto por unas normas abstractas y finalistas y el cumplimiento de ese ordenamiento por parte del agente del poder refuerza su legitimidad. Sólo se obedece a la ley, al Derecho.
¿Qué más se puede pedir?, ¿no está en estado puro el político que ante sus gobernados muestra y demuestra que cumple con la ley? Lo que pasa es que, ¿cuánto hace que la cambió para su beneficio? Porque las leyes son cambiantes... si así lo mandan las urnas, o en su día Dios o el rey. Ahora bien, el vasallo obedece a la ley, es decir, a un mandato impersonal que se asienta sobre una organización continuada y reglada de cargos oficiales, jerarquizados, con sus competencias y sus capacidades coercitivas. Es decir, un «sistema administrativo». Aquellos cargos oficiales no son los propietarios de los medios administrativos (o no deberían serlo), de tal suerte que en el periodo histórico en el que se sanciona la separación entre el patrimonio social administrativo y el particular administrativo para que no haya confusiones (¿de quién son los papeles, del secretario o del municipio; de quién los oficios, del rey o del que los compra?) habrá tensiones, superposiciones y abusos: es en donde estamos (siglos XVI al XVIII), tiempos de la «burocracia patrimonial». La selección de las personas no se basaba en la capacitación técnica (sí sobre el papel, no en la realidad conforme avance la venalidad de oficios), ni a esa selección concurrían los aspirantes libremente; los sueldos estaban fijados, pero se podían alterar graciosamente por la vía de la merced real, que —por otro lado— era la que aceleraba o frenaba el cursus honorum (por no decir «la carrera profesional», término demasiado moderno, nacido de los nuevos estados del xix) y aunque su finalidad fuera la de cumplir la ley (esto es, la voluntad del rey y sin contravenir el dictado de Dios), todo ese sistema administrativo podía ser susceptible de caer bajo el control de uno solo que se sirviera de él, no para el engrandecimiento de Dios y del rey, sino de sus intereses particulares. Inadmisible. Sobre todo para los excluidos del reparto. Si el servidor real no era técnicamente el más cualificado, sino el que le ponía mejor sonrisa a quien le hubiera de nombrar; si la Administración no se regía por la constancia del expediente escrito, sino por la comunicación «a boca»; si se alteraba la máquina administrativa cuando venía bien (juntas en vez de consejos), todo giraba alrededor de la inestabilidad, la falta de garantías, la imprecisión y el voluntarismo, esto es, el acatamiento de la voluntad del superior, que era el que nombraba. La entretejida red de favores generaría así un tupido marasmo de dependientes, clientes y subordinados que en poco o nada miraban hacia una finalidad superior, sino a no desagradar al señor. ¿ Qué habría ocurrido si desde aquellos años finales del reinado de Felipe II en adelante el hundimiento del incipiente Estado burocrático que dio marcha atrás patrimonializándose hubiera seguido por la senda de la tecnificación?. 2. Hay también una dominación legítima implantada por vía tradicional según la cual existe un carácter sagrado de las costumbres y de los que las mandan hacer cumplir o las mantienen, dándose así una dominación tradicional. Es uno de los fundamentos del juramento de homenaje al señor. O lo que es lo mismo, «siempre ha sido así». Aquí la relación vertical se establecería entre señor y servidores y/o criados: no es el mundo de la burocracia —de lo impersonal—, sino del servicio personal.. 3. En tercer lugar, hay una dominación que ha llegado por vía carismática, según la cual el que ejerce el poder (si es unipersonal) o aquel de quien emane el poder tiene ante sus subordinados un halo de santidad (Isabel la Católica), de heroísmo (el Cid, don Juan de Austria) o de ejemplaridad (los Sandoval…). Estamos ante la dominación carismática. Ésta cubre sus necesidades por medio del mecenazgo y del patronazgo, o sea, de la donación, la fundación y la tentación del soborno. Por ello, en la dominación carismática no se puede esperar un poder económico, sino antieconómico.. Naturalmente que los agentes de esos tipos pueden ser intercambiables. Del mismo modo que hay tipos diferentes de legitimación del poder, hay formas diferentes de prestación de la obediencia. Cuando haya dominación legal, la obediencia se prestará a un ordenamiento legal impersonal y objetivo. También a quienes estén investidos por él. Es más bien un escenario técnico. Cuando sea tradicional, la obediencia se prestará a la persona que encarne ese sistema de tradiciones y vínculos, dándose especial relevancia a la lealtad personal. Cuando sea carismática, se obedecerá al dirigente en función de sus aptitudes individuales y sus cualidades personales. Éstas son las que han arrastrado a sus congéneres. El carisma es una de las claves para entender a Lerma. El carisma y su enorme inteligencia.
Esta introducción a la vida de Lerma amplía libros anteriores míos cuyo guión argumental se desarrollaba en el ambiente político que desentraño ahora. Que desentraño, o que querría desentrañar. Porque tal vez no tenga mucho sentido llegar a entender a Lerma (ni a nadie), porque su mundo interior sería el que fuera; la percepción de su medio ambiente de socialización sería la que él tuviera.