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Catedrático de Ciencia Política y de la Administración de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia

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Catedrático de Teoría e Historia de la Educación Universitat de València

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Catedrático de Ciencia Política y de la Administración Universitat de València

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Catedrático de Geografía Humana Universitat de València

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ÉTICA SEXUAL CONTEMPORÁNEA ASPECTOS PEDAGÓGICOS Y LÍMITES

AGUSTÍN MALÓN MARCO

Valencia, 2016


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© Agustín Malón Marco

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A mi hija


La publicación de este trabajo ha sido posible gracias al proyecto de investigación “Imaxe social, regulación xurídica e estratexias de protección nos delitos sexuais con vítima menor de idade”, concedido por resolución de la Secretaría Xeral de Universidades de la Xunta de Galicia de fecha 1 de octubre de 2012 (EM2012\070). Quiero agradecer de forma especial al investigador principal de dicho proyecto, el profesor de la Universidad de la Coruña José Antonio Ramos Vázquez, su amable y estimulante propuesta de colaboración, así como su confianza y apoyo de cara a la elaboración de esta obra y su posterior publicación.


Prólogo Hubo un momento en el siglo XX en que hablar de moral dejó de estar de moda e incluso llegó a estar mal visto, especialmente en el terreno del erotismo. No faltaban aparentemente buenas razones para ello. La sexualidad, se decía, había estado históricamente cargada de moral, demasiado cargada, y ya era hora de quitarle un poco de ropa y dejarla, digámoslo así, en su sencilla, hermosa y natural desnudez. El Cristianismo y el puritanismo victoriano, identificados con la Moral con mayúsculas, habían extendido la ignorancia y el prejuicio, multiplicando las miserias sexuales. Era pues necesario impedir que siguieran entorpeciendo el libre disfrute del deseo y el amor entre los sujetos, ahora libres y con derecho también a la felicidad y plenitud sexuales. El camino más corto y eficaz para lograrlo era desmontar ese gran artificio que era la moral sexual occidental. Las cosas eran sin duda más complicadas. Casi siempre lo son. Pero ese fue el relato y no pocas ni pequeñas sus consecuencias. Un relato sin duda atractivo, seductor, con el que todos nos identificamos alguna que otra vez cuando aspiramos, siquiera en la fantasía, a los gozos de un erotismo sin trabas, sin mordazas, sin represiones, sin culpas ni vergüenzas. Pero un relato que el transcurrir de la historia, cuando muchos de esos soñadores, quizá enfrentados a otros retos, empezaron a ver las cosas de otro modo, habría demostrado en exceso problemático y tal vez inviable en la práctica. No faltaron los que denunciaron que aquello de prescindir de la moral en el terreno del erotismo era una solemne tontería de peligrosas implicaciones. Un sueño juvenil tan ilusionante como iluso. Una aspiración que sólo era posible por un error a la hora de interpretar cuál era el problema de fondo. Una equivocación que supuso confundir el proyecto de acabar con la moral sexual con otro proyecto bien distinto, que es lo que en el fondo se pretendía, consistente en inventar otra moral sexual. Una moral que, finalmente, no cuajó y que no sabemos si algún


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día podrá hacerlo, interesante interrogante que será también objeto de este estudio. ¿Y cuál era esa otra moral sexual? Pues, diríamos, una moral de libertad, tolerancia, diversidad y exploración de lo que para muchos era la nueva panacea de la felicidad individual o incluso colectiva: esto es, los deseos, encuentros y placeres eróticos en toda su colorida y peculiar variedad. Gustos, goces y experiencias antaño en exceso restringidos, debían ser ahora indiscriminadamente permitidos cuando no promovidos. Se soñó en definitiva con arramblar con todos los obstáculos del pasado, innecesarios e infundados, y sustituirlos por una invitación a la búsqueda individual sin más cortapisas que las absolutamente necesarias para una pacífica convivencia. Cuáles eran estas cortapisas es algo que también nos ocupará en las páginas que siguen. Baste ahora con preguntarnos qué fue de aquella esperanzadora promesa cuyo lema consistía básicamente en reaccionar contra lo anterior, pasando del discurso de la prohibición al del prohibido prohibir. Una primera constatación podría ser la de que en estos momentos, a comienzos del siglo XXI, asistimos a la exitosa implantación de una nueva conmoción en este péndulo de la moral sexual occidental. Un giro que va en la dirección de lo que podríamos llamar la criminalización del erotismo indeseable; o, si se prefiere, hacia lo que me gusta denominar la moral sexual del abuso. Se trata de un movimiento que comenzó en los años setenta y ochenta, fundamentalmente en los Estados Unidos, y que no sabría decir si nos lleva en una dirección distinta a esa pretendida sexualidad sin moral o si, sencillamente, se trata de que el péndulo ha seguido avanzando más y más lejos en la misma dirección, llevando la lógica de la permisividad sexual hasta sus últimas y predecibles consecuencias. Quizá se trate de ambas cosas. O, si se quiere, de un nuevo ejemplo del adagio de que los extremos se acaban encontrando. En trabajos previos me he dedicado a reflexionar sobre el surgimiento y configuración de ese nuevo problema social que recogemos bajo la etiqueta de los abusos sexuales infantiles, tratando de abordar


Ética sexual contemporánea. Aspectos pedagógicos y límites

el fenómeno desde distintas perspectivas que atendieran a algunas de las muchas facetas del mismo, sin entrar hasta ahora, al menos a fondo, en lo que es su dimensión ética. Pero la cuestión moral ha estado siempre muy presente en este proceso, merodeando los hallazgos y afirmaciones que los especialistas venían publicando, rumiando incansable tras mis lecturas, reflexiones, escritos y clases. De todo este tiempo quisiera destacar un detalle importante, un sentimiento personal que tiene mucho que ver con el trabajo que ahora presento. Me refiero a cómo el estudio detenido de algunas de las cosas que en el pasado siglo se han escrito sobre el tema desde un punto de vista científico, material que a estas alturas resulta prácticamente inabarcable, me situaba continuamente en una incómoda y ambivalente posición moral. Revisando la literatura científica sobre los abusos sexuales a niños o la pedofilia, era difícil saber a qué atenerse desde un punto de vista ético, al menos si abrías tu mente y tus lecturas, como yo había hecho, a ideas y autores menos ortodoxos y políticamente correctos. La duda que me surgía una y otra vez era la de si estos autores estaban hablando de hechos completamente distintos o si el problema es que unos estaban efectivamente en lo cierto y los otros totalmente equivocados. Quizá, me respondía a mí mismo, la única solución razonable es pensar que nos hallamos ante una gran variedad de hechos en eso que la gente y los expertos ahora llaman de un modo genérico, sin matices, como la lacra de los abusos sexuales infantiles o el infierno de la pederastia. La investigación empírica, acabé pensando, manifestaba serias limitaciones a la hora de resolver nuestros dilemas morales. Y lo que es peor, según cómo era manejada podía crear más confusión que claridad y orden. Era en cualquier caso una experiencia personal de zozobra y desconcierto que necesitaba reducir de algún modo. Para ello era necesario empezar reconociendo una evidencia de la que yo no era una excepción: imaginar la posibilidad de las relaciones sexuales entre niños y adultos remueve intensamente las tripas de la mayoría de las personas. Pero, a continuación, también era preciso reconocer y abordar el hecho de que, fuera del espacio público que exige una obediencia moral absoluta en este terreno, mucha gente se muestra


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igualmente dispuesta a reconocer que no todas esas experiencias se las remueven del mismo modo, con la misma intensidad o en la misma dirección. Las personas serán obedientes, pero no santas. Y muchas, quizá todas, son capaces de pensar posibilidades que van radicalmente en contra de lo que el discurso políticamente correcto impone como verdad indiscutible: condenar, condenar y condenar. Y es cierto. El pederasta o pedófilo, diríamos, parece no tener hoy en día otra alternativa que la hoguera. No sé, quizá deba ser así, pero antes debería ser sometido a un juicio un poco más serio y profundo que el proceso inquisitorial hoy abierto contra él. No obstante se ha impuesto la cruzada, y en este clima social, que en España comenzara a alcanzar cierta presencia a mediados de los noventa, el papel del investigador o estudioso parece no ser otro que el de contribuir a esa lucha global contra la maldad pedófila y los abusos sexuales a niños. Parece lo más lógico y a ello se han sumado con esfuerzo y dedicación la mayoría de mis colegas. El juicio estaba hecho y sólo quedaba, además de salvar a las víctimas, cazar a los culpables y aplicar la dura sentencia. Yo por mi parte, sin que exista para ello ninguna otra razón especial que no haya sido la casualidad de encontrarme con ciertos maestros, sumado quizá a mi carácter escéptico y un tanto polemista que mis amigos bien conocen, acabé siguiendo otros derroteros menos frecuentados aunque no inhóspitos. Caminos sin duda más incómodos y confusos, pero también mucho más estimulantes en términos intelectuales. No hablaré ahora de ellos, aunque muchas de las ideas que he ido recopilando y articulando en estos años están también presentes en este trabajo que, al fin y al cabo, es un intento por dar un paso más en ese camino que inicié hace ya 16 años cuando finalizaba mis estudios de sexología en el In.Ci.Sex/Universidad de Alcalá. En ese mismo Master he venido impartiendo clases desde hace diez años con alumnos estimulantes e interesantes que me mostraban una y otra vez cómo, especialmente en este tema de los niños, la cuestión moral es la primera que se nos pone delante como una exigencia irrenunciable, como una demanda que requiere de una respuesta inme-


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diata. Durante mucho tiempo me resistí a responderla de un modo demasiado explícito y definitivo. Antes, les decía yo, tratar de comprender que comenzar a enjuiciar y a actuar. No era fácil y sigue sin serlo, pues quizá no hay descripción ni comprensión sin valoración. Pero creo que el esfuerzo ha valido la pena, especialmente cuando el problema al que te enfrentas se manifiesta en formas tan virulentas e ideológicamente cargadas como aquí sucede. No obstante era también consciente de que tarde o temprano habría de enfrentarme a esos interrogantes morales. Que habría de abordar esa reflexión ética sobre el problema que había venido estudiando y sobre el que había estado escribiendo y enseñando durante tanto tiempo. Al fin y al cabo era una cuestión, la de la moral, como digo omnipresente en esta moderna inquietud por el peligro de los abusos sexuales a menores. Y, por otra parte, ya desde mi primer trabajo, que fue mi tesis doctoral, había recogido la intuición de que la presente construcción de estas experiencias como hechos horribles sin matices, producto siempre de individuos enfermos, desviados y sin escrúpulos, generadores de un sufrimiento atroz en los niños que les acompañaría el resto de su vida, podía ser interpretada como una forma de sostener una moral sexual cuyos fundamentos estaban tambaleándose bajo nuestros pies. Ya en el año 2008 fui invitado a escribir algo sobre este tema de la moral y en concreto sobre el posible consentimiento de algunos niños en estas experiencias con adultos. El resultado fue un texto que, según me han dicho, generó cierto interés entre algunos profesores y estudiantes de sexología1. Aquel trabajo fue escrito de un modo un tanto precipitado y más bien a partir de mis propias reflexiones, sin acudir entonces a la lectura de otros autores mejor preparados que yo y que ya habían profundizado en esta cuestión. Pero es cierto que la intuición que ya estaba presente en aquel pequeño texto ha acabado

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Malón, A. (2008c). Sentir, asentir, consentir y permitir. A propósito de un posible consentimiento en las experiencias eróticas entre niños y adultos. Boletín del INCISEX.


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siendo el germen del trabajo más elaborado que aquí presento. Esa intuición era que efectivamente detrás de esto hay un problema moral y por lo tanto, al menos según cierta idea de la moral que quiero desarrollar, inevitablemente pedagógico. Pero, se me dirá, ¿es acaso el tema de las relaciones eróticas entre niños y adultos un problema educativo? ¿Es cosa de pedagogos y filósofos de la educación? ¿Es aquí pertinente una perspectiva educativa? Es cierto que nuestra forma de abordar el fenómeno cuadra poco o nada con esta posibilidad. Yo por mi parte no lo veo de otro modo. De hecho creo que es la perspectiva olvidada por excelencia, la que menos hemos desarrollado y la que más urgentemente deberíamos recuperar. En ocasiones se me ha preguntado qué hace un pedagogo dedicándose a estas cuestiones, que son más propias de criminólogos, psicólogos y psiquiatras. Cuando tengo prisa por responder digo que también soy sexólogo y que algo tendremos que decir. Cuando no es así, me puedo detener a explicar lo que voy a tratar de mostrar aquí de forma ordenada, argumentada y espero que convincente. Esto es, que efectivamente el problema de las relaciones eróticas entre niños y adultos, si logramos separar de él la violencia, el abuso y la patología, es finalmente también un problema de orden pedagógico. Este trabajó comenzó a tomar una forma cercana a la actual a comienzos del año 2013. Con anterioridad estuve inmerso en la lectura y análisis de Sexual desire, obra del filósofo británico Roger Scruton, cuyas ideas sinteticé en una monografía orientada a la formación de futuros sexólogos2. En ella encontré un elaborado planteamiento teórico y ético de la sexualidad humana que el lector reconocerá muy presente a lo largo de todo este estudio. La riqueza y utilidad de la teoría de Scruton creo que se deriva entre otras cosas de que nos invita a profundizar nuevamente en otro detalle que también me ha rondado repetidamente a lo largo de todos estos años. Me refiero a lo que podríamos llamar el problema de la trascendencia/intrascenden-

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Malón, A. (2012b). Teoría, ética y pedagogía sexual en Roger Scruton. Revista Española de Sexología, 171-172, Monografía.


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cia de la experiencia erótica para los seres humanos. O, si se prefiere, del sentido humano del erotismo. Como se podrá observar en las páginas que siguen, considero que esta cuestión ha de ocupar efectivamente un lugar esencial en nuestro análisis ético sobre el erotismo en general y sobre el problema de los niños en particular. Mi objetivo no ha sido el de pontificar sobre lo que está bien o lo que está mal, sino el de hacer más evidentes y inteligibles lo que entiendo son las principales razones de las que disponemos en estos momentos para valorar moralmente estos hechos. He tratado sobre todo de entender un poco mejor nuestras posiciones morales ante estas relaciones y algunos de sus matices y variaciones. Es verdad que en la actualidad la gente se preocupa menos por la ética y más por el Código Penal, gran árbitro moral en una sociedad que se cree efectivamente sin una moral específicamente sexual. Nos conformamos con que la ley prohíba o, con su silencio, permita algo para sostener nuestras posturas. Pero la cuestión de la permisibilidad moral de estas relaciones exige a mí entender responder en primer lugar a un interrogante si cabe más importante y complejo. Me refiero al valor ético de las mismas y su posible contribución a la educación de los niños. Creo que cuando hayamos respondido a estas dos cuestiones, estaremos en mejores condiciones de discutir si además esa prohibición, en caso de que esa sea nuestra conclusión, debe también recogerse en nuestro Código penal y de qué forma debería hacerlo. Aunque la extensión final del libro ha resultado ser mayor de lo que yo pretendía, lo cierto es que he querido escribir un texto sencillo, inteligible y cercano para cualquier lector medianamente familiarizado con la reflexión académica, sin que necesariamente sea experto en ninguna de las disciplinas, especialmente la filosófica, que aquí se contemplan. Yo mismo, he de advertirlo, no soy filósofo y es posible que haya cometido algunos errores en mis análisis, espero que menores y que no afecten a la coherencia y validez de mis tesis fundamentales. Así, tanto para aclararme yo en mi introducción en un nuevo campo de conocimiento como para ayudar al lector no versado a seguir el hilo de mi argumentación, me he visto obligado a


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comentar con cierto detenimiento teorías, conceptos e ideas que quizás para algunos especialistas resulten en exceso elementales. Igualmente, se me disculpará una cierta repetición de ideas esenciales a lo largo de toda la obra; su uso responde nuevamente a mi interés por ayudar a los lectores menos preparados a seguir sin perderse el recorrido intelectual aquí propuesto. Este trabajo, cuyo valor no creo que resida en su originalidad sino en reunir y desarrollar de un modo organizado un gran número de ideas dispersas, es casi siempre resultado de una revisión de lo que otros, la mayoría en lengua inglesa, ya han dicho o sugerido. Me he centrado sobre todo en dialogar con distintos autores y ponerlos en diálogo. No son muchos y el lector poco a poco los irá conociendo y situando a cada uno en su lugar. Son los que hasta el momento he podido encontrar entre los que han reflexionado abiertamente sobre esta cuestión, siendo como digo mi principal aportación el tratar de dar una visión de conjunto y quizá, de vez en cuando, recuperar alguna idea que ha pasado un tanto desapercibida. Se ha señalado en relación al conocimiento humano, y creo que con acierto, que todo está dicho, siendo lo difícil o importante, diría yo, el ser capaces de volver a decirlo. Al fin y al cabo cada generación debe volver a poner cierto orden en los asuntos humanos. Esa es mi modesta intención. Y para darle inicio debemos comenzar concretando cuál es el problema ético que nos ocupa y demostrar que efectivamente hay algo sobre lo que vale la pena pensar.


Parte I

EL MARCO DEL ANÁLISIS


1. OBJETIVO Y DELIMITACIÓN DEL ESTUDIO Este estudio cuenta con una doble finalidad. Por un lado he querido llevar a cabo una revisión crítica de los argumentos y premisas fundamentales que he podido encontrar en la literatura especializada sobre el estatus moral de las relaciones eróticas entre niños y adultos, organizando los planteamientos existentes en un esquema clarificador que entiendo útil tanto para futuros debates como para hacer más inteligible el problema moral al que nos enfrentamos. Por otro, he pretendido mostrar cómo el análisis ético de estas experiencias nos muestra de forma especialmente clara algunos de los límites y contradicciones de la moral liberal contemporánea cuando se aplica al ámbito del comportamiento erótico. La razón fundamental es en mi opinión que el discurso moral hoy hegemónico en las sociedades desarrolladas sobre la conducta sexual parece verse obligado a obviar la ineludible dimensión pedagógica que adquiere la reflexión ética, especialmente cuando el objeto de la misma es un niño o una niña en proceso de formación. En este sentido, creo que si bien son múltiples las razones que podemos ofrecer para condenar moral —y legalmente— estas experiencias, sólo algunas, curiosamente las menos habituales y reconocidas, quizá las más incómodas por razones que ya explicaré, son a mi entender capaces de hacer más comprensibles nuestras actitudes morales al respecto. Son estas razones las que podrían hacer más coherente e inteligible lo que parece ser un intenso —y virtualmente universal— desagrado hacia las experiencias sexuales entre adultos y niños pre-púberes, sin negar las oportunas variaciones históricas y antropológicas que puedan darse. Estas razones se basan en la quizá inconsciente vigencia en la mayoría de nosotros de una exigente concepción del deseo erótico. Una concepción de enormes implicaciones educativas que ha quedado prácticamente arrinconada y olvidada en el marco de la moral liberal por la que creemos regirnos.


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Además del prólogo precedente, he organizado la obra en cuatro grandes apartados y un epílogo. En este primer bloque comenzaré por delimitar el problema al que nos enfrentamos y justificaré el interés e incluso la necesidad de este tipo de análisis. Seguidamente expondré de forma general las principales líneas argumentales que habitualmente manejamos, tanto especialistas como profanos, para evaluar moralmente este tipo de experiencias, derivando de esos razonamientos lo que entiendo son las dos grandes perspectivas con que contamos en Occidente para pensar sobre la moral sexual. La primera de ellas, que llamaré la moral sexual general o simplemente moral general, deriva de las llamadas éticas del deber de base kantiana y utilitarista. Esta perspectiva será desarrollada y discutida con cierto detenimiento en la segunda parte de la obra, centrándome entonces en un análisis crítico de los planteamientos que desde ella se han presentado para evaluar estas experiencias entre niños y adultos. Es a esta perspectiva de reflexión ética a la que pertenecen los argumentos hoy más comunes para enjuiciar moralmente este tipo de experiencias entre niños y adultos. Se trata en la mayoría de los casos de argumentos esgrimidos para condenarlas, pero en ocasiones también para legitimarlas. Como veremos, suelen ser planteamientos utilizados por autores que parten o que al menos aceptan como válida lo que llamaremos una concepción sensualista y moralmente intranscendente de las experiencias eróticas en general. Cuando decimos que éstas son manejadas desde la perspectiva y los principios de una moral general, nos referimos a que se entiende que las muchas manifestaciones del erotismo humano no plantean exigencias éticas especiales. Es decir, que no requieren de un tratamiento moral al margen de los mismos principios éticos que rigen cualquier otro aspecto de las relaciones humanas. Expondré las objeciones también habituales a dicho planteamiento, no para negar su pertinencia en muchos casos, quizá en la mayoría, sino para mostrar sus contradicciones e insuficiencias en relación al tema que nos ocupa, algo que algunos de sus valedores han reconocido explícitamente o que parecen recoger implícitamente en sus propuestas. De dichas


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insuficiencias y contradicciones concluiré la necesidad o el interés por acudir a las aportaciones de otras tradiciones en materia de moral sexual que partan no sólo de otras perspectivas éticas, sino también de otras concepciones del erotismo humano. La segunda de esas tradiciones éticas, primera en un sentido histórico pues emana de las llamadas éticas de la virtud3, es la que denominaré moral sexual especial o sencillamente moral sexual para diferenciarla de esa otra que hemos llamado moral (sexual) general. Llevaré a cabo su descripción y estudio crítico en la tercera parte de este trabajo donde, una vez expuestos sus principios fundamentales cuando se aplican al ámbito del erotismo humano, veremos cómo se ha abordado desde sus presupuestos el problema de las relaciones eróticas entre niños y adultos. En este caso nos encontraremos con argumentos básicamente dirigidos a condenar moralmente estas experiencias, pues, hasta donde yo sé, muy pocos han buscado defender las relaciones sexuales con niños prepúberes desde esta perspectiva ética y a partir de la peculiar naturaleza del deseo erótico que parece estar implícita en ella. En este caso, los análisis que he encontrado se han desarrollado a partir de una concepción del erotismo humano que llamaré intencional, mucho más compleja, exigente y trascendente en términos éticos. Los autores que situaré en esta categoría suelen a su vez partir de posiciones que si bien no necesariamente rechazan las aportaciones kantianas y utilitaristas, las complementan y transforman con una 3

El término “virtud”, por razones históricas de todos conocidas, ha sido asociado a cierto ideal cristiano y a la imagen de una persona “virtuosa” equiparable a la del beato. Es evidente que nosotros utilizaremos el término en un sentido completamente distinto que emerge del pensamiento griego, posteriormente asimilada y desarrollada por algunos pensadores cristianos, especialmente Tomás de Aquino, para finalmente, como digo, resultar tergiversada hasta llegar a ser irreconocible. Aquí virtud, en esa tradición aristotélica, apunta a la idea de fuerza, plenitud y excelencia en el ser humano. Se entiende que las virtudes serían nuestras disposiciones más valiosas, aquellas cualidades del carácter, del modo de ser y vivir que consideramos beneficiosas y que constituyen en definitiva el bien del hombre.


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teoría de las virtudes eróticas que se interroga no sólo por la permisibilidad de ciertos actos sino también por su deseabilidad moral. Este matiz resulta de especial relevancia para el problema aquí tratado y también de cara a lo que será mi propuesta final, ya que los niños, dada la irrenunciable dimensión pedagógica que adquieren nuestros juicios morales en aquello que les afecta, nos compelen a hablar no sólo de principios y normas morales para regular el comportamiento humano, sino también de ideales y virtudes éticas que nos orienten sobre cómo debemos ser y vivir. Es en este punto donde las llamadas éticas racionalistas o del deber muestran sus insuficiencias en el terreno del erotismo y donde creo que una concepción sensualista del mismo resulta más claramente insatisfactoria para la mayoría de las personas. A esta perspectiva pedagógica en el abordaje de las relaciones eróticas entre niños y adultos me dedicaré en la cuarta parte de mi trabajo. En ella explicaré cómo de cada una de esas dos tradiciones éticas, y de las respectivas concepciones del erotismo humano que les son más propias, se derivan a su vez dos visiones distintas de la educación moral en general y de la educación moral-sexual en particular. Veremos las premisas e implicaciones educativas de cada una de ellas y su aplicación al problema concreto de las relaciones eróticas entre niños y adultos. Lo haré no obstante de un modo muy general, como una primera aproximación a un análisis que requiere una mayor profundización y que espero sea el objeto de futuros trabajos. Así desembocaré en el breve epílogo con el que cierro esta obra y en el que me permitiré algunas reflexiones abiertas sobre el problema ético, jurídico y social de las relaciones sexuales entre niños y adultos tal y como han sido planteadas en las últimas décadas. Un modo de entenderlas y de enfrentarse a ellas que creo que podría beneficiarse de ciertas ideas que difícilmente se pueden plantear en el actual clima de cruzada anti-pederastia. Un fenómeno que parece condensar con una intensidad sin precedentes toda la carga moral que pretendemos haber eliminado de otras manifestaciones eróticas.


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Pero antes de entrar en el meollo del asunto, es preciso abordar siquiera de forma somera dos cuestiones previas como son la pertinencia de un estudio de este tipo y la delimitación del problema al que nos enfrentamos.

UN RECHAZO INTUITIVO “Podemos partir del hecho de que términos como ‘postura moral’ y ‘convicción moral’ funcionan en nuestra moral convencional como términos de lo que (….) puede ser denominado un sentido antropológico, en referencia a cualesquiera actitudes que el grupo despliega sobre las adecuadas conductas humanas, cualidades o fines. (…) Pero también utilizamos algunos de estos términos (…) para diferenciar estas posturas de los prejuicios, racionalizaciones, cuestiones de desagrados o gustos personales, criterios arbitrarios y similares. Un uso (…) de este sentido discriminatorio es ofrecer un limitado pero importante tipo de justificación para un acto, cuando las cuestiones morales que lo rodean son inciertas o están en discusión” (Dworkin, 1966, p. 994).

La mayoría de las personas sienten un disgusto o desagrado instintivo cuando imaginan a un adulto y un niño unidos en una experiencia sexual. Este rechazo, que puede llegar a ser profundamente intenso y visceral, no resulta en absoluto menor —y de hecho se puede agudizar— cuando conseguimos imaginar que el adulto no utiliza la violencia y que el niño consiente en la experiencia; escenario por otro lado difícil de concebir para muchos. No obstante es igualmente cierto que no nos hallamos ante un rechazo moral uniforme. Puede que todas estas conductas nos parezcan mal, pero quizá podemos matizar el grado de inmoralidad y desprecio que nos generan distintas situaciones cuando implican a diferentes actores, dependiendo de sus edades o su sexo, de las conductas que realizan, los contextos en que se dan, los vínculos que les unen, las vivencias y motivos de cada uno de ellos, etc. El lector puede sopesar sus reacciones morales ante distintas situaciones combinando estas y otras posibles variables. Para algunos puede resultar mucho más despreciable y repugnante imaginar a un hombre de 40 años con una niña de 10 que a una mujer con un niño de esas mismas edades. O si añadimos dos o tres años a los niños y les quitamos una veintena a los adultos, habría qui-


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