Visitas a Mediacuesta, Entrega II

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Autor Camilo Velásquez Edición y corrección de estilo Andrea Garcés F. Ilustración y diagramación Sylvia Gómez G.

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Visitas a Mediacuesta Camilo Velรกsquez Entrega II



II

Ayer no escribí ni siquiera “las impresiones del día” que aconseja el doctor Cabal como parte de la terapia. Difícilmente salí de la habitación. Hoy amanecí disminuído, tal vez un poco triste, pero con un apetito enorme. Afortunadamente no tengo restricciones con la comida porque la verdad es que aquí se esmeran en la cocina y no les sale nada mal. Comparto mesa con un refinado cafre que se cree divertido, se llama Felipe, debe andar por los cuarenta. Aunque es calvo tiene un aspecto joven y ni siquiera parece enfermo —tampoco me he animado a preguntarle qué lo tiene por aquí—. El comedor queda en la segunda planta, detrás de los dormitorios; es amplio y tiene un gran ventanal con una vista privilegiada hacia la hondanada que permite ver claramente lo que hace la gente allá abajo. He estado pensando que es un lugar muy apropiado para supervisarnos. Mientras almorzábamos vimos cómo la mujer que entró hace poco, la que me recordó a Leticia, salió de los dormitorios y se inclinó a recoger algo que no alcancé a ver. Llevaba un saco gris y una falda granate, sin calzones. Eso también me recordó a Leticia, pero, no sé por qué, en vez de excitarme me desagradó y preferí quedarme callado; Felipe, en cambio, dijo que la chica nueva estaba perfecta para un “remojado de cutículas”. A pesar de ese y otros comentarios por el estilo, el almuerzo pasó rápido. Dormí casi dos horas de siesta. Como estaba lloviendo muy fuerte fui a la sala de estar y me distraje viendo una película empezada en la que aparecía un Pierce Brosnan entrado en años haciendo de político. El frío comenzó como a las cinco,


tuve que ponerme otro par de medias y una sudadera bajo el pantalón, pero no fue sino que prendieran la calefacción para que tuviera que volver a cambiarme. No estoy leyendo ningún libro y no sé por qué estoy dejando pasar las horas sin hacer absolutamente nada. A ratos me entretengo recordando cosas irrelevantes para disipar el aburrimiento. Intento no ensombrecer esos recuerdos pensando en mi estado actual; evito en lo posible obsesionarme con el desenlace de mi enfermedad. He vuelto a leer lo que he escrito. No sé cómo es que de pronto puedo recordar tantas cosas, hace unas semanas seguro no hubiera podido dar cuenta ni de la mitad. Bueno, que sirva para algo estar aquí, estar así, ahora que vuelvo a lo que pasó casi veinte años después y en circunstancias tan distintas. Debo reconocer que traerla de vuelta me atemoriza un poco, no sé si por lo que fue para mí en ese momento o por lo que empieza a significar ahora. Cuando abrí los ojos empezaba a amanecer y por la ventana redonda se veía una claridad todavía incipiente. Los cojines que habían ocupado David y Mariana estaban puestos contra la pared; Leticia dormía con la cabeza echada hacia atrás y su cuello extendido invitaba a percutirlo suavemente con las yemas de los dedos. Intenté acomodarla sin despertarla, pero apenas sintió mis manos se sobresaltó. —Al menos tuvieron la delicadeza de dejarnos una cobija —dijo. Ya no había fuego. La poca luz que entraba caía sobre la chimenea y daba al gris de la ceniza un brillo triste que acentuaba el frío. Quise ir un poco más allá, le di un beso, alargué ese beso; pero Leticia lograba maniobrarme, una cercanía moderada le bastaba. La convencí de que fuéramos a dar una vuelta. —Y también tuvieron la delicadeza de dejarnos el desayuno —dijo mientras alcanzaba una botella de ginebra casi llena que había amanecido a su lado. Tomó un sorbo y me ofreció la botella. El calor áspero bajó por la garganta, luego vino un ardor

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en el estómago. Ella se dio otro trago y señaló en la ventana redonda una nube que parecía una mantarraya. Bajamos por el corredor estrecho y atravesamos la cocina en dirección a la sala. Un olor agrio y ahumado contrastaba con la apariencia impecable del apartamento. La puerta del cuarto de Mariana estaba cerrada y como no se oía nada preferimos no despedirnos. Salimos del edificio, la mañana estaba demasiado luminosa; apenas di unos pasos sentí que mis pies pisaban algo como arena, eran vidrios, debían ser los restos del estallido que había puesto fin a la conversación de Mariana la noche anterior. De pronto estábamos en la calle, caminando casi por el centro de la avenida. Apenas si pasaban carros. Con las escasas tres horas que había dormido sentía que había descansado lo suficiente. Leticia bostezaba mientras daba sus pasos con una despreocupación automática. A los poco minutos apareció frente a nosotros el parque largo que corta la avenida Los Tíjaros. Íbamos llegando a la primera parada. Nos sentamos entre unos árboles sobre un pequeño relieve. Recuerdo que el tipo de pasto y lo alargado del parque me hicieron comenzar una conversación sobre golf. Cuando él apareció, Leticia hablaba de lo bien que nos habría caído un mantel con rayas rojas como las que llevan algunas tapas de mermeladas. Así es mi memoria y así era ella, aficionada a ciertos detalles; poco antes y sin que viniera a cuento, había arrancado un manojo de pasto y se había puesto a hablar de la pelambre diminuta que cubre las hojas y los tallos; de ahí había saltado a los ojos de Mariana la noche anterior, a los aros grises en torno a sus pupilas, parecidos a los filamentos de un bombillo. Es muy posible que no lo haya dicho exactamente así, pero es poco probable que haya dicho algo muy diferente. Recuerdo que esos filamentos enroscados la hicieron hablar de los sacacorchos, y que después dijo que el pinot noir era su vino favorito… luego vinieron los manteles con rayas rojas y sus versiones diminutas hechas para cubrir las conservas.

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—…O eso que aquí llamamos mermeladas —dijo al tiempo que oímos sonar desde atrás una voz ronca que se disculpaba. Llevaba un traje café, gastado, una camisa abotonada hasta el último ojal que antes de ser beige seguro había sido blanca. El esmero que ponía en mantener la dignidad daba a su aspecto precario una tensión bastante incómoda. Y pienso ahora que si el profesor de Mariana era un sastre que tomaba medidas en medio de un naufragio, lo hacía para personas como la que teníamos enfrente. El hombre pareció consciente del efecto que causaba y respondió con una sonrisa; su dentadura estaba entera. Leticia lo invitó a sentarse y el hombre respondió que prefería mantenerse de pie. Entonces empezó: se llamaba Francisco, había estudiado un poco de ingeniería eléctrica, otro poco de electrónica y, de no ser por el bazuco y su periplo en las guerrillas urbanas de los setenta, habría terminado química pura, la ciencia que verdaderamente le apasionaba. Ofreció sus conocimientos, dictaba clases; no pareció desanimarse cuando vio que no estábamos interesados en aprender de ciencias básicas. En ese momento éramos una chelista y un estudiante de cine. —No es problema —dijo Francisco—, aunque estudié mucho de números, mi vida se parece más a la música o a una película… —agregó con patetismo desarmante— y bueno, pensándolo bien, tal vez ni eso sea cierto, y si fuera cierto no sería el tipo de música ni de película que yo quisiera ver. Nos contó pedazos de su vida. Cualquiera que lo hubiese visto de lejos habría pensado que hablaba de cosas agradables. Pero no había ironía ni sarcasmo; la distancia que tomaba frente a su vida desgraciada no era muy distinta a la inocencia con la que habría podido hablar de sus triunfos. Leticia parecía más atenta que yo, y siento por momentos que escribo jugando a recordar como si fuera ella. No sé si también a Leticia esa forma de hablar la hacía imaginar que algún día podría alcanzar ese tipo de desprendimiento. Lo cierto es que Francisco no vivía en la serenidad, poco después dijo sin

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más que hacía semanas no amanecía así. Le pregunté que a qué se refería con “amanecer así”. —Pues hombre, no se trata ni siquiera de la droga —dijo con familiaridad—. Se trata del miedo, el miedo es lo que está detrás de tanto dolor, de tanta cosa que me sale mal hecha. Claro que no me refiero al éxito, en eso no creo, no para mí, me refiero a otras cosas mal hechas… Recuerdo que habló de sus hijos y del daño que le había causado a la gente que lo había querido. La verdad es que habló mucho tiempo de demasiadas cosas, no vale la pena fingir que puedo recordarlas. Hubo algo que guardé, algo que escribí hace años, cuando quise reconstruir la historia de Leticia por primera vez:

—Miren que el mes pasado tuve un día en el que me sentía así, ligero, con el tiempo y la fuerza a favor. Tanto que terminé yendo a una conferencia en la universidad a la que me había invitado mi sobrino. “Apagando la Angustia” era dizque el nombre de la charla. No sé cómo hice para aguantarme todo ese rato sin interrumpir. No hablé hasta que el doctor le cedió la palabra al público. La charla había sido principalmente acerca de cuestiones neuronales y algo que él llamó mecanismos maladaptativos: muchos términos médicos y tablas de resultados de experimentos hechos en Estados Unidos para acá y para allá. Cuando llegó mi turno me puse de pie y le dije que no entendía cómo es que su charla había sido así de higiénica, así de tranquila y cretina; se supone que había hablado acerca de la angustia… —¿Y qué le dijo el doctor? —le preguntó Leticia. —Para ese momento —continuó Francisco como si no hubiera oído la pregunta— ya se habían levantado un par de asistentes que miraban al doctor esperando la seña para desalojarme; pero él, que tenía todas las intenciones de conservar sus aires de superioridad y decencia, me permitió decir algo más. Le dije que yo, Francisco Bautista, vivía en la angustia, y que esa angustia escasa-

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mente tenía algo que ver con lo que él había hablado. Le pregunté al doctor si alguna vez había probado el bazuco, si quería que yo lo invitara al primer coso, a ver si luego ensayábamos alguno de los tratamientos que había mencionado. En ese punto —retomó Francisco más sereno— el doctor debió haber hecho una seña que no vi, porque de un momento a otro fui reducido y expulsado de la sala por uno de sus recaderos con bata. Maldito lacayo… después de que me sacaron de esa conferencia empezó un mes en el que me hice mucho daño. —Por mí no se preocupe jovencita —le dijo Francisco a Leticia, que a diferencia de mí no disimulaba cuánto comenzaba a cansarla la perorata—, aquí ni a usted ni a mí nos obligan a reír. No sé cuánto tiempo habló Francisco, pero dijo muchísimo más de lo que hay en estas notas: Se mostró particularmente sensible cuando habló de un profesor del que dijo haber aprendido lo mucho o poco que sabía.

—¡Un elefante, un pájaro! —dijo al tiempo que levantaba y agitaba sus brazos como un gallinazo—. Atención, jóvenes, porque les voy a hablar del único maestro que he tenido en mi vida. Su figura, excepto por la falta de sombrero, no distaba mucho de la de un presentador de circo que estuviera anunciando extravagancias baratas. Ese fue su lado más conmovedor. —No sé qué tanto tendría que ver el alcohol con su forma de conducir una charla, muchachos, pues el maestro improvisaba, pero no divagaba. Tampoco sé cómo es que se las arreglaba para unir partes entre las que uno a veces no encontraba la más mínima conexión. Pero así era mi maestro. Eso sí, no podía faltarle Arquícolo… ¡Perdón!, muchachos, quise decir Arquíloco —dijo sonrojándose como si sus ropas pudieras estar viejas y raídas solo a condición de que su lenguaje se mantuviera tan impecable como él concebía lo impecable—. Arquíloco era como un imán que tenía metido en su cabeza. Si su charla era sobre la segunda guerra mundial: Arquíloco; si era sobre algún oscuro poema de Baudelai-

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re: Arquíloco; si Nietzsche: Arquíloco; si los nadaístas: Arquíloco… me parece oírlo repetir aquella frase. ¡Muchachos!, oigan bien esto, el poema con el que siempre terminaba sus charlas; oigan bien la coda de sus largos y lúcidos delirios, el ritual que había elegido para que todos los que íbamos a verlo supiéramos que no podíamos sino aplaudir. En esos momentos el semblante de mi maestro cobraba más o menos el aspecto de un actor que interpretara a un loco huido de una guerra que se dice a sí mismo: “Bebo sobre mi lanza, Sobre mi lanza bebo, bebo, bebo, bebo…”. Leticia aplaudió. Serían acaso las siete de la mañana cuando dijo que se alegraba de conocernos, pero la hora del desayuno le obligaba a capitular. No pareció importarle tanto su dignidad a la hora de pedirnos dinero. Nos dio un apretón de manos y dijo que si las siguientes mañanas comenzaban bien, sería muy posible que pudiéramos volver a oírlo contar otras cosas que seguro nos interesarían. Leticia y yo nos miramos. Francisco hizo una pausa que yo asumí como una vacilación, como si quisiera contar algo más y esperara que alguno de los dos se lo pidiera. Imaginé la reacción de Leticia en caso de que a Francisco le diera por reanudar así que le dije probablemente con un dejo que le pareció sospechoso, que se animara, que lo oiríamos con tanto gusto como habíamos oído todo lo anterior. De pronto ya no pareció ser el mismo, hizo como si no me oyera y en vez de sonreír nos dijo, antes de irse abruptamente, que todos ya habíamos tenido suficiente. Su salida de tono hizo reír a Leticia. —Es una de las mejores monsergas que he oído —dijo cuando Francisco ya no alcanzaba a oírla. Días después, abatido, busqué la palabra en el diccionario.

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Algunas de las cosas que dijo Leticia apenas se fue Francisco me intrigaron. Y recuerdo que esa noche pensé en esa curiosidad como una forma de presagio, o más que presagio, de advertencia. Leticia podía parecer candorosa, de hecho a veces hacía afirmaciones con una sobradez inocente; pero algo la hacía decir cosas de alguien que… ¿estoy tratando de insinuar que estaba mal de la cabeza? No debería intentar explicarla. Miró en el fondo del parque un buen rato. Un gran danés jugaba con un niño. —¿No sientes —preguntó con los ojos entrecerrados por el brillo— que el azul de este cielo está como para estrellarse en un carro? ¿No sientes que todo este pasto que destella tiene algo del brillo de oro de los sarcófagos? —No sé tú, pero yo nunca he estado en un sarcófago —respondí. —El día está muerto —volvió Leticia como si hubiera dicho que el gran danés estaba grande o que su pelaje era muy gris. No la tomaba muy en serio. Al rato le dije que su afición por la arqueología era algo nuevo para mí. Con una sonrisa se levantó como haciendo una concesión. Cuando salimos del parque ocurrió algo de una extrañeza muy distinta a la que venía pintando ella: de un momento a otro fui abrazado por un anciano vestido como corredor de maratones que me llamó Gabriel. Le tomó unos segundos reconocer que se había confundido de persona. No me sorprendió que se sintiera avergonzado; lo extraño fue que quiso pagarme para enmendar su error. Haciendo un esfuerzo por no mostrarme indignado, le dije que no había ningún motivo para eso, que podía guardarse su dinero. El viejo insistió con los billetes hú medos en la mano. Lo dejamos atrás. A Leticia le llamó la atención el parecido del viejo con un portero de su edificio que se llamaba Ismael. —¿Como el de Moby Dick? —pregunté.

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—Exacto —me dijo—. Y para rematar el cuadro el tipo dizque fue pescador hace unos años en Buenaventura. —Pero, ¿es que te has leído Moby Dick? —No. —Entonces cómo es que sabes lo de Ismael. —Estaba en mi colección de libros para niños, lo debí haber leído más de diez veces. ¿Y tú? —Yo sí, digo, el normal, lo leí hace poco. —¿Y por qué te pareció raro que yo lo hubiera leído? —No sé, no tienes cara. Algo me dice que le estoy cambiando el tono a la Leticia que conocí, que otras eran las frases, que los diálogos son artificiosos y no llevan a nada; sin embargo, siento que tratar de recordar su voz me obliga a ir hacia adelante. Caminábamos junto a la avenida con el sol dándonos en la cara rumbo a un lugar que no me era propiamente desconocido: una panadería que abría desde muy temprano y a eso de las seis o siete de la noche se convertía en algo que mi abuelo habría llamado una mancebía. A esa hora, la avenida, con sus amplios sardineles impecables, plantados con carboneros, agapantos y plantas rastreras, parecía un jardín, pero no un jardín histórico, ni un jardín Zen, sino un jardín hotelero, una especie de selvita controlada que daba un goce estético muy ligado a la sensación de sentirse protegido; más cuando en cada cuadra nos cruzábamos con uno o dos vigilantes que no siempre pertenecían a la misma empresa de seguridad privada. Leticia seguía hablando de su portero pescador, decía que había viajado en una balsa hasta la Polinesia como ayudante de un alemán medio loco que quería recorrer el mundo entero navegando en embarcaciones hechas a mano. También dijo que Ismael nunca había leído Moby Dick

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(ya se había tomado la molestia de preguntarle), y que, habiendo sido algunos años guía de avistamiento, dudaba mucho que simpatizara con los balleneros. —Si quieres vamos al edificio después del desayuno, seguro está de turno —dijo mientras entrábamos a la panadería. Nos sentamos en la única mesa que había libre: una al fondo del sitio entre canastas de cerveza arrumadas. La ventana contra la mesa, abierta por completo, mejoró sustancialmente el aire de bodega que tenía el lugar. Se lo dije y ella respondió con señas algo obsceno, fingiendo que se había quedado sin voz. Ahora que lo recuerdo el sitio se llamaba La Caranga y pedimos lo mismo: huevos pericos. Me llama la atención sentir que recuerdo todo bien, pensé que tenía menos claro lo que he escrito hasta ahora. Me pregunto si esta claridad no tendrá más que ver con la capacidad de recrear que con el recuerdo; más con la capacidad de inventar un recuerdo, que con el recuerdo. Sin embargo, tengo la sensación de que así fue, de que así estuvo desde siempre en mi memoria. No me he abstenido de completar algunos contornos, pero con los huevos pasa algo distinto: no tengo una imagen de lo que comíamos, aunque tengo motivos para pensar que pedí el mismo desayuno de siempre, no tengo razones para afirmar que Leticia pidió lo mismo, de hecho ella tendía a llevarme la contraria. ¿Por qué siento lo de los huevos como una certeza? No lo sé. O sirvieron los huevos muy tarde, o no comimos muy rápido, pero lo cierto es que mientras estuvimos en La Caranga hablamos de muchas cosas. El viento que entraba por la ventana arremolinaba el pelo de Leticia sobre su cara. Quería hacerle una pregunta y fantaseaba con que me respondería: “creí que nunca me lo ibas a preguntar”; pero ella hablaba de la noche anterior, de David, de sus canciones, de lo mucho que le había gustado el conciertico. Respecto a eso repetí lo que ya he dicho, que no entendía porque era necesario ironizar todo el tiempo, que probablemente

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las canciones me habrían gustado de haber sido cantadas de una forma más espontánea, sin esa necesidad de parecer inteligente. —Eso de sonar astuto por no querer parecer ingenuo me parece chocante, peor todavía si se da en algo como una canción —dije. En esa época nos gustaban las frases hechas. Después de un rato como si no hubiera escuchado, respondió: —Hiciste como quien usa el tenedor para tomarse la sopa, claro que había una ironía innecesaria. Ese era el punto, todo era deliberado. Mientras tú estabas en la cocina Mariana me dijo que las canciones que ella le había oído antes eran otras… —¿Se puede saber qué quisiste decir con eso de que todo era deliberado? —interrumpí. —Sus canciones llevan la ironía a un punto tonto —respondió—, y eso termina produciendo justamente lo que tú sientes; más allá de que te parezca o no un imbécil, te da la impresión de que hay algo que no cuadra. —Y ciertamente no cuadra —respondí. —Vamos por buen camino. Escucha: la persona que habló anoche en el altillo acerca de su choza no era precisamente el tipo de persona prevenida contra la ingenuidad, ¿o sí? Ahora, toma como ejemplo la primera canción que cantó. —Me vas a disculpar, pero como en ese momento no sabía que estaba por perderme algo tan importante me había ido a la cocina a contar baldosas, así que lo siento pero esa canción no vale. Usa otro ejemplo, si no te molesta continuar en modo pedagógico. —Lo del modo corre por tu cuenta, no es mi culpa que necesites explicaciones, además el ejemplo por supuesto que vale. Esa canción era acerca de una ruptura amorosa: el mismo

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resentido de siempre diciéndole las mismas cosas a la misma. Pero ya para acabar la canción hizo un cambio brusco de tempo y dijo, en otra entonación, como cantando un apéndice, que ahí estaba su promesa, una canción insincera. —¿Y? —Es una estupidez, lo sé, nadie ha dicho que no, hay muchas formas menos tontas de hacerlo, además no se necesitan palabras para conseguir ese efecto —habló, ahora sí, la estudiante de chelo—, un cambio de tonalidad o una disonancia final apuntan hacia lo mismo y habrían funcionado mejor. —Entendido, explícame ahora dónde está la gracia. —La mediocridad es obvia, esos rasgos torpes de ironía son como la caricatura de una paradoja. Una canción no debe ser demasiado cerebral, eso es todo lo que él quería decir. —No me parece muy justo atacar la inteligencia usando como argumento a una persona que no sabe usarla. —Creo que sigues sin entender. —Muy probablemente. —Después, y en esa sí estuviste, David cantó una canción que tenía un estribillo que decía algo sobre una golpiza, ¿la recuerdas? —Sí, esa sí la oí. —Esa canción hablaba de un hombre que golpea a su mujer y que pretende hacer poesía con la diferencia entre sexo y amor, tema que no me cautiva. ¿Pero viste cómo la cantaba? Todo el tiempo tuvo los ojos cerrados, como queriendo anular la ironía que sí se sentía en la letra. Ahora, digamos que a ti la brecha entre la persona que cantó esa canción y el hombre ingenuo del altillo que hablaba sobre naves arbóreas y guaridas no te sugiere ninguna clase de facultad dramática o de inteligencia. Está bien, para mí sigue siendo irrelevante si el tipo te parece

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un imbécil, el punto sigue siendo el mismo: cada canción es la puesta en escena de algo frustrado, la representación fallida de algo que no logra hacerse bien. —Así podrías defender cualquier cosa. —Bueno, suficiente, ¿no? —dijo agitando su mano como deshaciéndose de un insecto que la molestara— ¿Tienes cosas que hacer o vas a estar conmigo el resto la mañana?

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Esta segunda entrega de Visitas a Mediacuesta corresponde al segundo capĂ­tulo de la novela. Espere el siguiente capĂ­tulo para el prĂłximo domingo.




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