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Autor Camilo Velásquez Edición y corrección de estilo Andrea Garcés F. Ilustración y diagramación Sylvia Gómez G.
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Cuando llegamos la lluvia arrancó con más fuerza. Las luces de adentro ya estaban prendidas y daban a la casa, vista desde afuera, un aspecto como de acuario. El portazo de Leticia estremeció el ventanal de la fachada. Antes de seguir a la sala me distraje mirando los cuadros del pasillo, me detuve en una imagen de un hombre canoso de capa azul hundiendo su espada en el cuello de algo que parecía un dragón. La casa olía a madera y a ceniza, pero sobre todo a algo terroso y húmedo. Miré prevenidamente unos canastos llenos de revistas descoloridas y una vieja soga de barco adherida a la pared que hacía de pasamanos. Pensé que el olor terroso venía de esos objetos hasta que vi el cielo raso moteado de vegetaciones musgosas. —Perfecto —dijo Leticia desde la sala—, una ampolla en el dedo pequeño del pie. —¿Grande? —Más o menos, pero creo que todavía no se ha acabado de formar, está muy rojo alrededor, ¿tienes una aguja? —Si no se ha acabado de formar es mejor que la dejes así. —Hmm —respondió mostrándose poco convencida—, pero es que ya tiene el juguito famoso. —¿El juguito famoso? —¿No es famoso?
—Déjala quieta, después la revientas. ¿Quieres? —dije indicándole la botella de vodka que estaba a unos pasos recostada contra la pared. —¿Para echarme en la ampolla? —preguntó. —También podría ser. —Bueno —dijo agarrando la botella para darse un trago pequeño—. ¿Te molestaría mucho darme un beso?, ¿uno cortito? Traté de no hacerme el sorprendido, pero me pareció rarísimo oírla hablar así. Fue un beso lento, casi quieto. En ese momento otro portazo hizo vibrar el ventanal. Era Omar con una bandeja tan llena que escondía su cara. —¡Por Dios! —le dijo Leticia intentando sonar apenada— ¿Qué es todo esto? Además está lloviendo, no se hubiera puesto en estas... —Cuáles —dijo el otro mientras descargaba las cosas sobre la mesa de la sala—, el chocolate no tiene ninguna ciencia y el queso ya estaba hecho, además es una lloviznita de nada. —Muchas gracias, Omar —le dije. —Es con mucho gusto, hombre —dijo recuperando su estatura—. Y qué, ¿a dónde fueron ahora?, ¿a la lagunita? —Sí —respondí con timidez. —Bonito lugar, ¿cierto? —preguntó. —Sí, muy especial —dije mirando a Leticia que me miraba apenas sonriendo. —Hace tiempo le metí unas tilapias… —retomó Omar— pero hace rato no hay nada. Igual no he vuelto a subir con la vara. La voy a volver a surtir. —Que yo sepa a mí no me tocaron de esas tilapias –dijo Leticia. —No —dijo él—, no le tocaron porque casi no viene. Y a propósito, ¿cómo está doña Nora? No ha vuelto a llamar.
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—Mi mamá, bien —dijo Leticia—, usted sabe que a ella todavía le da un poco duro venir. —Claro, si hasta a mí me da duro. Pero dígale que venga, organicemos una caminata con mis niñas; yo creo que algo así le gustaría, seguro… —Le voy a decir , pero usted ya la conoce. —Bueno, al menos dígale, de pronto se anima. Y caballero — dijo alargándome su mano—, un placer, nos vemos ahora. Ahí los dejo para que conversen, chaíto. —Hasta luego —le dije. —Chaíto, Omar, nos vemos —se despidió Leticia haciendo señas con los dedos. Había dejado sobre la mesa dos tazas hondas llenas de chocolate, varias arepas y un bloque de queso como para diez personas. Merendamos rápido, casi sin hablar, distraídos por el rumor de los goterones de lluvia, interrumpido de tanto en tanto por el granizo que se estrellaba contra el techo y luego rebotaba en el pasto. —¿Será que la estallo con los dientes? —volvió a hablar Leticia. —Quédate quieta —dije agarrándole el pie con mi mano para ver el tamaño de la ampolla. Vi que le ocupaba al menos la mitad del pulpejo de su dedo pequeño—, hoy ya hemos hecho suficiente, ahí está la ampolla, deja el juguito famoso para después. —No —respondió alejando mi mano—, no me aguanto. ¿Me acompañas a arriba a ver si encuentro un alfiler? Las escaleras en caracol eran lisas y estrechas, y mis zapatos rechinaban como si no se hubieran secado del todo. Leticia iba delante de mí, dando saltitos como de rayuela, mientras yo miraba una marca de humedad que se mecía con cada brinquito en un costado de su falda. El cuarto de arriba no era muy grande y tenía un techo a dos aguas bastante alto. La ventana dejaba ver
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una pequeña arboleda al fondo; y, justo al frente, junto al reflejo del bombillo que acababa de encender Leticia, quiero creer que vi la copa del pequeño magnolio ladeada casi hasta quebrarse por el aguacero. —Ponte cómodo —dijo dejándome junto a la cama mientras ella iba hacia el baño. Contra una de las paredes había una repisa de madera oscura. Además de libros había plomadas, municiones de fusil, cartuchos de balas, carros miniatura y piedras raras. Me atrajo una muy lisa, rectangular y morada. —¿Qué es esto? —pregunté extrañado por lo poco que pesaba. —Desde aquí no puedo ver, acércate —dijo sin mirarme, sentada sobre el suelo del baño, ocupada con la cajonera del mueble debajo del lavamanos. —Esta especie de piedra —dije. —¡Un deja vu! —dijo sobresaltada, girando repentinamente hacia mí con una foto en su mano—, qué extraño todo esto, todo esto ya… pero no, esto lo soñé, juro que recuerdo que lo soñé. —¿De qué hablas? —pregunté mientras frotaba la piedra contra mi mano. Era verdaderamente lisa. —Creo que ahora entiendo; esta foto de mi mamá debió caerse aquí hace como seis meses, una vez que vine a dormir. Tenía gripa y me dio fiebre, y tal como ahora me puse escarbar a ver si encontraba alguna pastilla, pero como no encontré nada me molesté y lancé el bolso contra este cajón. Luego resultó que la foto no estaba pero no se me ocurrió que aquí era donde se me había caído. La foto en blanco y negro dejaba ver a una mujer más de veinte años que llevaba capul y tenía los ojos un poco más achinados que Leticia. Sin embargo, los labios delgados, la pequeña
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nariz redondeada y esa expresión airada que no se sabe si es de burla contenida o de preocupación, hacían perfectamente posible tomar a Leticia y a la mujer de la foto por la misma persona. —Son muy parecidas —le dije. —Espera… no sé cuándo, creo que fue la semana pasada…— se detuvo mirando con vaguedad—, soñé que estaba sentada aquí, buscando algo, y alguien, que ahora sé que eras tú, me decía algo desde el cuarto, a propósito, ¿qué era lo que me preguntabas hace un segundo? —Te preguntaba por esto —dije abriendo mi mano. —No tengo la menor idea —añadió mirando la piedra con desinterés—, es de las cosas que siempre han estado aquí. ¿Te gusta? —Es muy suave —dije. —Te la regalo. —La recibo… o te la cambio por la foto. —No te la puedo dar; y no seas malagradecido, esa piedra no es ninguna fruslería —dijo. —A propósito de fruslerías, esto parece el tipo de cosas que se consigue a las afueras del desguace. —Eres un idiota —me dijo como por énésima vez en el día, arrebatándome la piedra para meterla en uno de mis bolsillos—, esta piedra vale una fortuna, te acordarás de mí. Oye… y qué pasó con la gaviota que le compramos a ese señor cuando salimos del desguace. —¿No era una garza? —No vayas a empezar—dijo agarrándome por el mentón— ¿La trajiste? —Debe estar en el morral. —¿Dónde lo tienes?
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—Quedó abajo, en alguna parte de la sala. —¿Qué haces? —pregunté viendo que se iba. —Voy a poner la piedra en su sitio —dijo. —Ven, te cambio mejor media botella de vodka por la foto de tu bella madre que casi no se parece a ti. —Ni lo sueñes —gritó cuando ya terminaba de bajar la escalera. Mientras tanto debí fijarme en la luz que entraba débilmente por la ventana. Empezaba a escampar y el crepúsculo además de gris estaba cargado de un lila tenue, nítido y tranquilo parecido al color del vestido de Leticia, aunque un poco más vivo. —Aquí está —dijo tan pronto regresó, posando el juguete de plástico en su mano extendida como si fuera una bandeja de comida—, ¿te parece bien si lo dejamos aquí donde estaba la piedra? —Es todo tuyo —dije acariciándole la cabeza. —No —respondió con suavidad—, quiero que opines. Mira que es importante, este pájaro haciendo equilibrio con el pico conmemora muchas cosas. Ya decidí que no se lo voy dar a Marco, lo voy a dejar aquí como recuerdo para cuando volvamos. —Eso suena muy bien —dije emocionado mientras buscaba un espacio para poner el pájaro—. ¿Qué son esos cuadros? —pregunté refiriéndome a dos ilustraciones pequeñas, colgadas en otra de las paredes del cuarto. En una de ellas se veía en primer plano a un hombre con turbante volando con una especie de cometa; en un segundo plano, más arriba, se alcanzaba a distinguir otra persona con una cometa similar, pero sentada sobre ella con las piernas en el aire, como si en vez de planear cayera con la aparente lentitud de los paracaídas. La otra ilustración no era en sepia sino en blanco y negro y estaba orlada por un delgado mosaico. En ella se veía otro hombre
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de turbante, volando gracias a un armazón de alas como de murciélago; junto a él, prescindiendo de toda perspectiva, se imponía toscamente una torre como punto de lanzamiento. —Son reproducciones de un dibujo sobre… no recuerdo su nombre pero… —¿Es la misma persona? —interrumpí. —Tengo entendido que sí —continuó—, era un árabe que vivió en el sur de España a comienzos de la edad media. Mi papá decía que era un grande, supuestamente esos son dibujos del primer intento científico de vuelo documentado. —Demasiada afición a las alas. En ese momento no hubiera podido imaginarme que dos o tres meses después estaría averiguando entre profesores de quién se trataba. Nadie supo responderme. Fue a la mamá de Leticia a quien oí pronunciar el nombre de Abbas Ibn Firnás por primera vez. Como no había ninguna posibilidad (por mucho que yo quisiera ligar el recuerdo de Leticia a ese breve momento en su finca) de que su mamá me diera esos dibujos, tuve que esperar más de un año para que alguien me trajera de un museo de Córdoba esas mismas ilustraciones (y una adicional) que tuve colgadas hasta hace unos siete años en el apartamento. —¿Por qué crees que me antojé de esta baratija? —dijo entre bostezos y continuó con una debilidad sobreactuada mientras daba pasos hacia atrás para tirarse de espaldas sobre el colchón. No me acosté inmediatamente, aunque también sentía que lo mejor era descansar un poco. Miré por la ventana, queriendo estar feliz pero con una vaga sensación de ansiedad, percibiendo a medias la última claridad de la tarde, mientras el aire frío se colaba por alguna parte del cuarto. Anoche dormí mal. Cuando salí todavía estaba a tiempo para ir la cena, pero no tenía hambre, me sentía raro y preferí irme a la cama entre eufórico y cansado. Antes de dormirme estuve
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con la luz prendida mirando el cuadro del barco en la tormenta. Hay algo en ese cuadro que a veces me produce euforia, como si su insinuación de deriva me revelara que ha sido un error intentar controlar todo. Creo que esa sensación tuvo que ver con los sueños extraños —mejor sería llamarlos pesadillas— que me despertaron y me hicieron quedarme en vela varias horas antes del amanecer. No sé de qué trataban estos sueños exactamente, pero sé que corría por una plaza larguísima y al correr sentía por momentos que me asfixiaba y que me dolían los testículos. Al despertar estaba mojado en sudor, con la boca reseca y un sabor bastante raro. Cuando amaneció estaba sentado en la ducha con una delgada cuerda de agua caliente cayéndome sobre las primeras vertebras de la espalda. No sé por qué lloraba. Me siento inhibido, intranquilo, como si mi propia debilidad me asustara. Felipe dijo hoy que se habían tenido que llevar a Inés a Bogotá debido a una complicación renal. Lo oí como de lejos, pero la noticia me entristeció. No sé si me lo imaginé pero oí que su voz se quebraba más de una vez… qué raro ver a Felipe así, es como si nos hubiera caído una mala racha. Tampoco sé si lo imaginé pero creo que Azucena tenía un moretón en la cara, no la pude ver de cerca, además me dio la impresión de que procuraba mantenerse de perfil. Después del almuerzo estuve un rato recogiendo algunas hojas de yarumo blanco como si fuera Libardo. Lo esperé un buen rato a ver si aparecía, quería preguntarle cosas acerca de este lugar, de otros pacientes; pero no llegó y me tuve que resignar a caminar en sentido contrario a la amiga de Astrid que sacan a pasear en una silla de ruedas muy sofisticada. Qué calor ha hecho esta tarde… y ni si quiera abrió el cielo. Esta mañana saliendo del baño me deslicé y me raspé la rodilla derecha, todavía me arde un poco. Desde que llegué aquí he preferido evitar los lentes oscuros, cada vez que uso gafas siento una especie de pudor, como si me resignara a algo malo que está por ocurrir. Pero hoy ya ni modo, el día ha estado de una luminosidad tan fuerte que a fin de cuentas no importa, tal vez sí voy mal. El sudor en las manos me hace sentir un rencor
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grasoso que brota de una fuente inagotable de inseguridad. Siento como si sobrara en todas partes, no he querido hablar con nadie. Habría sido bueno que entre tanta cosa me hubieran dado algo para dormir, ninguno de los medicamentos me ha hecho sentir mejor ni me ha ayudado a descansar, de hecho creo que más bien todo lo contrario. Hace un rato estuve acostado y tuve que levantarme cuando sentí que un reflujo ácido me quemaba la garganta y la boca. Pensé en vomitar pero luego tuve miedo de que la quemazón fuera peor. No sé si vale la pena estar aquí. Siento náuseas y hastío y ganas de escupir. Tal vez eso me ayudaría. Francamente hay algunos tipos de estupidez que no soporto, hoy no. Se están lucrando con nosotros. Llevo más de un mes aquí y solo me he sentido peor. Ojalá solo sean exageraciones.
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Esta entrega de Visitas a Mediacuesta corresponde al capĂtulo nĂşmero diez de la novela.