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Autor Camilo Velásquez Edición y corrección de estilo Andrea Garcés F. Ilustración y diagramación Sylvia Gómez G.
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Visitas a Mediacuesta Camilo Velรกsquez Entrega XII
XII
Cuando desperté Astrid ya se había ido. El aire del cuarto era tan frío que llegué a preguntarme si lo de anoche había sido un sueño. ¿Astrid?, me dije, me digo, ¿Astrid y yo? Para no seguir con preguntas ni suposiciones, me levanté en cuanto pude y me metí a la ducha. Una vez vestido caí en cuenta de la hora: demasiado temprano para salir, ni siquiera deben haber abierto el comedor, y ni pensar, con el clima que hace, en esperar en una de las bancas. Así que a continuar con lo que he estado postergando. Debíamos llevar una hora acostados, hace poco había oscurecido. A diferencia de Leticia, no tenía nada de sueño, pero no quería moverme. Oírla dormir junto a mí a esa hora que por la falta de luz podía ser cualquier hora de la noche me hacía feliz… pero al mismo tiempo empecé a sentirme aturdido. Las imágenes recientes se intercalaban, como si el último día lo hubiera vivido en un tiempo de goma y mi mente forzara su propia elasticidad, haciendo surgir poros entre los poros, pliegues entre los pliegues; una expresión triste de Leticia en el altillo de Mariana se iba moldeando y deformando en mi imaginación hasta convertirse en una Leticia que silbaba en el carro, la cual, a su vez, se superponía con otra imagen de ella corriendo tras el niño libélula. Luego vinieron cosas extrañas, cosas que no formaban parte del recuerdo sino más bien de la figuración o del delirio; la imaginaba muy pálida, bailando con un vestido de campesina en alguna tienda de pueblo vacía, o vomitando junto a una zanja en la carretera para luego limpiarse la boca con las manos
y mirarme con unos ojos aguados y asustados, fuera de sí, como ofuscada por alguna alucinación. Al ritmo de esas ensoñaciones caí en cuenta de que no solo tenía sed y me sentía un poco mareado sino que empezaba a hacer mucho frío y no teníamos encima ni una manta. Me levanté al baño a echarme agua en la cara, iba a beber también del grifo pero me detuvo pensar que por un poco de sed no podía darme el lujo de acabar con el estómago averiado, no después de semejante fin de semana… ese era el tipo de preocupaciones que tuve en ese momento. Como no vi en el cuarto algo para arroparnos, bajé a los otros cuartos pisando con cautela para no despertarla. Recuerdo que me pareció muy extraño encontrar las luces de abajo prendidas, hasta me asusté un poco y esperé a ver si escuchaba pasos o murmullos en medio del silencio. Me estoy comportando como un idiota, pensé, Omar ha estado ahí todo el tiempo. Entré a uno de ellos, pero las camas estaban igual que la de arriba, solo tenían el tendido, y el único closet que había estaba con llave. Luego entré a otro y encima de una de las camas encontré por fin una cobija. Subí y arropé con cuidado a Leticia, pero se despertó de todas formas. —Ven, descansa conmigo, ya hemos hecho suficiente —fue lo último que me dijo. —Claro que sí —le respondí en susurros y le di un beso. Pero la agitación no me permitía quedarme acostado. La acaricié un momento, abrí el morral que estaba junto a la cama, me puse la chaqueta y bajé. No quería dormir, pero tampoco sabía qué hacer, me aburrí de mirar los cuadros religiosos y me fui para la cocina. Platos y cubiertos, no había nada de comer en la alacena. Abrí la nevera. Estaba desconectada y sin comida, pero en su interior había una agenda con un portaminas entre el argollado. Pensé que podría ser el diario del papá de Leticia. La puse sobre una mesita de la cocina y la abrí esperando encontrar crónicas sobre vuelos en cometa o pormenores íntimos de su enfermedad terminal, pero desde las primeras páginas saltaba a la vista que esa agenda era más bien el cuaderno de
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contabilidad de la finca y que estaba al día, pues las hileras de números acababan justo en el día de julio en el que estábamos. Como la otra mitad del año estaba libre, aproveché para distraerme dibujando, libertad que seguramente no me habría tomado si en vez de tratarse de un portaminas se hubiera tratado de un bolígrafo. Sin proponérmelo, acabé escribiendo después de un rato. Estaba muy agitado y escribía lo primero que se me venía a la mente, seguramente no recordaría ese texto confuso de no ser porque esos papeles, así como la piedra y la foto de la mamá de Leticia, terminaron conmigo. Algo parecido a una indigestión me hacía mezclar como en un caleidoscopio muchas de las cosas de ese día. Y sé lo que escribí. Escribí sobre una isla infestada de enfermos de aspecto amarillento y macilento, como la piel de los indigentes del desguace. En la única colina de la isla había una cabaña más bien pequeña con paredes acolchadas, insonorizadas, entre las que vivía aislada, como mi tía Elsa, una mujer que había logrado mantenerse sana gracias a su ruptura con la gente de la isla. La mujer tenía el pelo largo y negro, apenas un poco rizado, los ojos muy oscuros y una nariz pequeña que hacía pensar en un venado, los labios pálidos como los de ella y los pómulos prominentes, no me estaba inventando nada, esa mujer era Leticia, aunque en el relato se llamaba Carmen. Los enfermos comenzaron a rodear la casa, luego a forzar puertas, a golpear paredes y a destruir el techo arrojándole lo que sus fuerzas les permitieran arrojar. Por fortuna la cabaña era elevada, estaba construida sobre una zanja que empezada justo en el frente de la casa y acababa en el mar. Los enfermos no podían llegar hasta la zanja sino entrando o derribando la casa. Como poseída por un espíritu de salvación, Carmen agarró a darle patadas a las tablas del suelo en una esquina ya vencida por el moho y consiguió hacer un agujero por el que apenas cupo. Descendió por la zanja vadeando las aguas negras sin hacer caso del olor. Abajo, en algo más parecido a un roquedal que a una playa, encontró una balsa. Se ayudó de unos remos pero no tuvo que hacer mucho esfuerzo, pues a esa hora el reflujo era peligroso y las olas regresaban con más insistencia. A los pocos minutos ya estaba tendida sobre el suelo de
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la balsa, sucia pero a salvo, mirando las luces de las casas de la costa que se hacían pequeñas, más pequeñas, diminutas hasta que ya no vio nada, ni siquiera la vela de la balsa, que apenas conservaba un asomo del color original. Terminé de escribir y me puse a borrar los dibujos que había hecho en las últimas páginas del mes de julio; me sentía nervioso y torpe, pero igual los borré con cuidado y eso me tomó mucho más tiempo que el que me había tomado dibujarlos. Me puse a mirar por el ventanal, todo estaba tranquilo, como detenido, me dieron ganas de salir. Afuera estaba frío y además del rumor de las ramas y las hojas se oía el televisor de Omar. Me puse a caminar por la pequeña arboleda, estaba oscuro, pero una luz muy tenue, ligeramente lechosa, insinuaba la luna; traté de buscarla entre las ramas. La oscuridad y el sonido de los grillos, contrario a lo que había temido, empezaron a apaciguarme. Llegando al fondo de la arboleda vi un contorno de luz afilado, era la luna, hacia el lado de las montañas, no supe si se estaba ocultando o si apenas aparecía en el cielo. Me recosté en el prado, el cielo estaba despejado y desde la montaña se veían titilar las luces de las casas, formando constelaciones. No llevaba mucho ahí cuando oí unas voces que provenían de adentro. Me levanté rápido, caminé hacia allá y me detuve detrás del magnolio. Vi que uno de los hombres entraba al cuarto de Omar, el otro se quedó afuera. Vestían camuflados estaban armados, el de afuera tenía chaleco. De un momento a otro el uniformado que había entrado salió arrastrando a Omar del pelo. —¿Creyó que no nos iba a volver a ver, negro? ¿Cierto que sí? Pues aquí nos tiene, güevón —le gritó el del chaleco. —Yo no he dicho nada, absolutamente nada, se los juro por Dios que no—dijo Omar como llorando, sin levantarse del suelo. —Sapo marica —le respondió el que no había hablado y aprovechó para pegarle una patada en la cabeza. —¿Entonces qué? —preguntó el que lo había tenido agarrado del pelo—. ¿De una o qué? —Hágale, mijo —dijo el del chaleco.
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Le disparó en la cabeza. Me descompensé. La boca se me puso completamente seca, la visión como si hubiera visto un flash. Ya no pude mantenerme en pie y quedé sentado detrás del magnolio cubriéndome la boca, aguantándome las náuseas, si vomitaba me descubrían. A todas luces el magnolio no era lo suficientemente grande para ocultarme, así que en medio del pánico traté de buscar un tronco más grande o lo que fuera que pudiera servir para ocultarme; la noche no era muy clara pero si miraban con cuidado hacia donde yo estaba seguro eran capaces de verme. Cerca del magnolio había una carretilla haciendo las veces de matero, me arrastré impulsándome con los codos, sin levantar la cabeza del suelo, tratando de hacer el menor ruido posible pero al mismo tiempo esperando que me dispararan en cualquier momento; con el cuerpo como lo tenía de entumecido no sé cómo llegué. Aunque la carretilla era pequeña, la planta que alojaba me ocultaba la cabeza y me permitía verlos, pero al momentico ya no fui capaz ni de mantenerme sentado y me acosté. Con el corazón al máximo recé para que se fueran. A partir de ese momento todo cambió. Sentía un líquido a veces frío y a veces caliente que me bajaba por la cabeza hacia la espalda. Creí que me habían disparado mientras me escabullía y que el pánico había sustraído ese momento de mi memoria; pero, ¿por qué solo un tiro?, ¿por qué me dejaron ir?, ¿acaso perdí la conciencia cuando me dispararon? Sí, eso es, me estoy muriendo. El cuerpo me hormiguea como si estuviera entrando o saliendo de una anestesia, sobre una bruma gris veo centellear puntos purpura, blancos, magenta y de otros tonos fosforescentes que son como los parpadeos de una pantalla digital que falla, ya no sé si respiro porque todo lo llena un ruido estridente y violento… un motor forzado, y como al otro lado de una pesadilla decolorada, el ruido distante de cosas que se quiebran y no acaban de desmoronarse. No sé cuánto tiempo pasó, ni siquiera supe cuándo se fueron de la finca. Recordaba haber sentido que en algún punto
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del colapso todo se detuvo, o más que haberse detenido quedó como en suspenso, recostado contra no sé qué especie de represa, dejé de sentir el cuerpo, la respiración, hasta el pánico desapareció. Esa es la muerte, ni aflicción ni tranquilidad, neutra. Este estado no debe durar mucho. Me dije que seguramente acabaría por desvanecerme y que la noche dejaría de existir para mí, ahí, en ese espacio. Pero no ocurría nada, veía las ramas de los árboles como iluminadas por una luz blanca, oía los ruidos de los grillos y de las hojas cuidadosamente diferenciados, estratificados; podía ubicar cada sonido. La noche había dejado de ser la noche, y empezó a sentirse como un lugar menos real pero más consistente, al mismo tiempo más profundo pero menos vasto, un lugar respecto al cual el mundo venía a ser… no sé. Finalmente resolví levantarme y lo hice como si mi cuerpo ya no me pesara. Caminé hacia la casa sin lograr oír mis propios pasos. Las luces habían quedado prendidas. No quise mirar los cuadros religiosos. Leticia estaba sobre un sofá, acostada en una posición que no entendía, parecía limpia pero estaba acostada sobre una mancha de sangre que le había alcanzado a impregnar uno de los lados del vestido. Miré el desorden de la sala con inquietud, esperando a que Leticia, como un espectro o un fantasma, apareciera de un momento a otro a decir alguna cosa, como preguntarse qué nos había pasado y qué seguiría después, o decirme después de un beso que podían habernos matado y violado pero que nunca lograrían suprimirnos del todo. Volví a mirar hacia el sofá. De todos modos, pensé, mi cuerpo tampoco debe verse bien entre el pasto. Subí despacio por las escaleras, la luz del cuarto de arriba también seguía encendida, el fantasma o lo que fuera de Leticia tampoco estaba allí. Me recosté un momento, miré hacia el techo y sentí vértigo de solo pensar en la posibilidad de que la muerte fuera eso, quedarse ahí indefinidamente, en un mundo distinto y abandonado, quedarse errando en este o en un mundo muy parecido sin posibilidad de interactuar con él. Entonces empezaron las náuseas, sentí el delirio. Las cosas eran lo que eran. Y ya. Volví a bajar y la vi, ya no fui ni capaz de acercarme.
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*** Me gusta cuando el cuarto se ilumina así, entra un poco de calor y siento como si estuviera acompañado. No dan ganas de salir, ni siquiera de asomarse a la ventana. Además por ahí debe andar Astrid y la verdad no tengo muchas ganas de evitarla o sentarme a conversar con ella. Esta mañana nos vimos y hablamos un poco. Estuvo bien, ninguno de los dos pareció incómodo o interesado en mostrarse afectuoso. Aun así debo reconocer que sí había una cierta familiaridad, no sé si un dejo de complicidad. Está bien, no creo que haya nada de qué arrepentirme, hasta lo volvería a hacer; pero no muy pronto ni muy a menudo. Por ahora me parece perfecto si las cosas se mantienen así, más ahora que me estoy recuperando y la vida se ha vuelto más tranquila, así hoy Mariana haya hablado de mi palidez y mi pérdida de peso. La verdad es que acabo de mirarme al espejo y no me pareció que tuviera tan mal aspecto. Tampoco puede aspirar a verme rozagante si vivo en un lugar en donde la mayor parte del tiempo hay niebla y hace frío. Linda Mariana, vino con Estefanía, su hija, la menor, experta en nubes y nombres de montañas. Cuando llegaron estaba sentado en una de las banquitas de afuera hablando con Gustavo y Libardo, aunque hablando es un decir, más que hablar mirábamos a una mujer que intentaba dar algunos pasos apoyada en un caminador muy sofisticado. Después de varios intentos infructuosos por dar dos o tres pasos, la señora abandonó el caminador y volvió a su silla de ruedas, en ese momento apareció Mariana por la cancha y la mujer de la silla le pidió que le acercara el caminador. Mientras Mariana le ayudaba con el aparato, paso de largo una niña que fue a sentase cerca al centro de la cancha. Como no llegaron juntas pensé que la niña era una paciente y alcancé a sentir pena por ella, o más que pena una sensación como de culpabilidad, como si no fuera justo que yo a mi edad estuviera sanando mientras esa niña tan pequeña comenzaba su proceso, seguramente incierto. La niña se había sentado con las piernas cruzadas y comenzó a dibujar formas en el pasto con unos palos cortos en cada mano.
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—¡Corazón! ¡Corazón! ¡Estefanía, te estoy hablando! —le gritó Mariana al ver que la niña no le prestaba atención— Levántate, por favor, ese vestido es nuevo. La niña siguió dibujando formas sin despegar la mirada del suelo. Mariana, contrario a lo que pensé, la ayudo a levantarse con mucha suavidad. Una vez la incorporó, se acercó a darle un beso en la frente. Entonces supuse que debía ser su hija, dejé la banca y caminé hacia ellas. —Hola, Abel —saludó Mariana caminando hacia mí—, mira, te presento a este angelito. Estefanía, di hola, linda. Hija, anda, saluda a Abel. La niña miró hacia donde yo estaba con una expresión que podía ser el comienzo de una sonrisa o un amago de reproche y volvió a clavar sus ojos en el pasto. —Hola —volvió Mariana al ver que su hija no parecía hacerle el menor caso— ¿Cómo sigues? —Pues siento como si no te viera hace años —dije—, qué bueno que vienes. Hola Estefanía —dije inclinándome para tratar de verle los ojos—, qué bueno que vienes tú también, cría, creatura… No me conoces, veo, pero yo a ti sí, eres una niña muy famosa, por aquí en Mediacuesta se habla mucho de ti. Todos estamos muy felices de verte. La respuesta de Estefanía fue sentarse y hacer que su mamá volviera a pedirle que se levantara para que no ensuciara el vestido. —No importa —dije—, puede sentarse en mi chaqueta. —¿No te hace daño andar así, desabrigado? —preguntó Mariana como dando por sentado que mi chaqueta estaba lo suficientemente vieja para servirle de mantel a su niña. —Claro que no, aquí tienes —dije—. En ese momento percibí que aunque el frío era considerable, algo en mi cuerpo, que ya he venido sintiendo hace unos días, me da una sensación de
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calor que vuelve ligeramente agradable el estar así, descubierto y sintiendo el viento. —¿Por qué andas tan sonriente? —preguntó Mariana—, cuando te vi de lejos pensé que no andabas bien, es que no sé si es el día pero estás como pálido, aunque de expresión sí pareces bien. —Me siento mucho mejor —dije—, para mí que mis días por aquí ya no serán muchos. —¿Te lo dijo el doctor? —preguntó Mariana como insinuando que hablaba sin fundamento. —El doctor me ha visto muy bien últimamente, ha mencionado un montón de cosas que no hablan nada mal de mi proceso. Ahora no tengo muchas ganas de repetirlas, pero bueno, el cuerpo habla mejor que nosotros y aquí me ves. Mariana se quedó mirándome. —Respondiendo a tu pregunta —retomé—, no, no hemos hablado todavía acerca de salidas porque había otras cosas un poco más importantes por discutir, además cuando hablamos estaba con unos síntomas que ahora por fortuna no tengo, ni para qué te doy detalles. Eso último se lo dije con una firmeza que me enorgulleció. Hasta tuve esa sensación de haber sido concluyente que siento a veces cuando hablo solo. Pero bueno, volviendo a lo que estaba contando: Mariana terminó de oírme y se quedó mirándome con una expresión no sé si de coquetería o de complicidad y remató con un “Si tú lo dices”. —Estefanía está hermosísima —volví a hablar después haber estado mirando a la niña hacer trazos sobre el pasto—. Tiene el pelo como el de un golden retriever. Supongo que es del lado del papá, ¿no?, y aunque parece un poco tímida tiene unos ojos coquetos para su edad, ¿no crees?, para mí que de grande... —Basta, Abel. Hablas como mi peluquero.
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—Qué pena —mentí. Yo no había hecho nada distinto a elogiarle su princesita. —Estefanía es una valiente. Hace cuatro años le diagnosticaron un tipo de autismo —se detuvo haciendo una sonrisa insípida con la que parecía decir que solo ella tenía derecho a sonreír cuando hablaba de ese tema—. Afortunadamente resultó ser una variante leve… el tratamiento… —Qué vergüenza, Mari —le interrumpí—; y yo diciendo semejantes estupideces. —No te tiene que dar vergüenza de nada, tonto. Gracias a Dios la niña está perfecta, no más mírala. ¡Estef!, amor, cuéntale a Abel qué estas mirando allá arriba. Estefanía mantuvo los ojos clavados en el cielo como lo habría hecho un schnauzer, pero no dijo nada. —¡Estef! ¿Sabes cómo se llama esa nube enorme, la que está al fondo, al lado del árbol puntudito? —Ciprés, se llama—tuve que decir. —¿Es un cúmulo, amor? —insistió viendo que no le respondía. —Es un cumulonimbus calvus. Y allá al fondo seguro va a llover —Sentenció Estefanía con una firmeza ajena al tono infantil de su voz. —Mientras no llueva aquí —dijo Mariana—, por allá que caiga el agua que quiera. —Aquí no va a llover, mamá —dijo Estefanía sin dejar de mirar el cielo. —¿Por qué lo dices, pequeña? —pregunté. —¿Por qué lo dices, amor? —insistió Mariana al ver que su hija no decía nada—. ¡Responde! Abel te preguntó por qué dices que no va a llover. —Por qué aquí no está haciendo un día de lluvia —dijo.
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Entonces Mariana me miró abriendo los ojos como esperando que compartiera su admiración. —Pregúntale por la nube que quieras —me dijo Mariana como si no se tratara de su hija sino de algún animalito amaestrado. —Estefanía —dije—, ¿cómo se llaman esas que están por la montaña allá atrás, esas que parecen fantasmitas? —¿Esas qué? —preguntó Estefanía con un tono fastidiado. —Nubes, mi amor —le respondió su mamá con impaciencia—, no seas cansona que tú sabes muy bien de qué estamos hablando. —Cirrus fibratus —respondió. —Se las sabe todas —dijo Mariana. —¿Y qué es lo que está haciendo con ese palo ahí en la tierra, si se puede saber? —pregunté—. ¿Por qué mira al cielo y luego se pone a hacer trazos en el pasto? —Pregúntale tú mismo —sugirió Mariana otra vez en la tónica de amaestradora. Me animé a preguntarle y a diferencia de lo que esperaba, rápidamente me respondió que estaba dibujando nubes. —Mira, esta que parece el humo de la locomotora de un tren —dijo describiendo círculos sobre el pasto con uno de los palos que llevaba en sus manos—, es un pirocúmulos congestus. —Qué bien manejas los grises —le dije buscando divertirla. —Y esta —continuó como si no hubiera oído lo que le acababa de decir— es un cumulonimbus incus. —¿Un qué? —pregunté —cumulosnimbus incus —repitió con un alarido plano. —Mi amor, pero Abel no puede verlas.
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—Claro que sí puede verlas, mamá —dijo deteniéndose por primera vez a mirarme. —Y si yo te presto esta libreta y este portaminas, ¿me las pintarías?— pregunté. —¿Cuál pinto? ¿Un cumulonimbus incus, un cumuloninmbus calvus o un pirocúmulos congestus? —Dibuja todas las que quieras —le respondí—, entre más dibujes mejor, haz de cuenta que la libreta es tuya. —A propósito —dijo Mariana—, ¿no me dijiste la otra vez que andabas escribiendo? —Sí, ya voy bien adelante. —¿Y qué significa ir bien adelante? —¿Recuerdas que te dije que estaba escribiendo sobre…? —Sí, claro, lo recuerdo, y sigo pensando que me gustaría buscar un editor. Pero por otro lado pienso… se supone que vienes a descansar, a restablecerte, ¿no te parece que esa clase de experiencias son justamente las que hay que soltar cuando uno está haciendo lo que tú estás haciendo aquí? —Todo lo contrario, Mari —le dije—. Afuera no me quedaba tiempo, aquí en cambio tengo todo el tiempo del mundo. Además estoy seguro de que lo que he venido escribiendo también cumple una especie de papel terapéutico. —Terapéutico mi bolsillo —respondió. —Piensa lo que quieras, mi cuerpo dice mucho más de mí de lo que yo puedo decirte. Mira que precisamente ahora que estoy acabando de escribir es cuando mejor… —Mira —interrumpió Estefanía—, esta es un cumulonimbos calvus, se ve como un cirro, pero la bolita de arriba la distingue. —Uy, qué bien —le dije—, me estás haciendo todo un catálogo.
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—Y esta —continuó Estefanía—, es un cumulonimbus incus. —Parece un hongo atómico —le dije. —No sé qué es un hongo atómico —añadió indiferente, sin dejar de dibujar. —Oye —volvió Mariana. —Oigo. —¿Y la empresa? —Desde antes de venir dejé todo organizado para que no me molestaran, gracias. —Yo de ti no le daba tantas largas a eso, no vaya a ser que cuando salgas te lleves algunas sorpresas. —No, si es que no le estoy dando largas a nada. Si quieres que te diga la verdad estoy vendiendo mi parte. —¿La pusiste en venta? ¿Y mientras tanto piensas manejar todo desde aquí, internado? —No la puse en venta ni pienso manejar nada desde aquí, y si así fuera igual ya estoy por salir. Sencillamente mi socio había estado insistiendo tanto en que le vendiera, que bueno, desde que supe que estaba enfermo me convencí de que era lo mejor empezar a hacer algo distinto con mi vida. —¿Entonces la vendiste? —De facto sí, todavía faltan cosas por precisar. —Bueno, pues espero que todo eso te salga bien. Si necesitas alguien de confianza para poner esa platica en un buen lugar, te recomiendo a mi corredor, es un as en diversificación de portafolio. Ya sabes, con lo que vas a recibir te da más que suficiente para vivir sin preocuparte. —Oye —dije—, a propósito, tú apareces por ahí en lo que he venido escribiendo.
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—¿A propósito de qué? ¿Qué tiene que ver lo que te estoy proponiendo con esa historia? ¿Quieres venderla? —¿Qué te pasa? Solo quería decirte que apareces al principio, pero dejemos eso hasta ahí, ahora no tengo muchas ganas de hablar de plata. —Está bien, no hablemos de dinero por ahora, solo tenlo en cuenta. Le iba a preguntar si lo que debía tener en cuenta era lo del negocio bursátil o lo de la publicación de la historia de Leticia, pero me frené a tiempo, hacer esa clase de preguntas era seguir hablando al estilo de Mariana y ya me estaba cansando. Mientras tanto Estefanía no paraba de hacer trazos furiosos, parecía que quisiera hacerle agujeros a la hoja. —Pero qué —retomó Mariana al momento—, y en eso que escribes, ¿soy de las malas o de las buenas? Lo estúpido de la pregunta me llamó la atención. —No sé, dime tú. Cómo crees que eras en las épocas en que salías con David, el músico, esa noche de la fiesta en tu apartamento a la que fui con Leticia. —Uff, para acordarme… —respondió incomoda como si hubiera sido yo y no ella el que había comenzado con el tema. —Había un profesor tuyo un poco extraño, creo que se llamaba Humberto, ¿qué fue de él? —¡Qué memoria la tuya!, hace años… —¡Mamá! —interrumpió Estefanía—, ¿Abel tiene colores?, es que para algunas nubes necesito pintar el cielo. —¿Por qué no le preguntas tú, amor? —ahora era yo el animal amaestrado. —No, Estefanía, qué lástima, no tengo —le dije después de haber esperado en vano a que ella misma me los pidiera.
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—Ven, el tipo del que hablabas —retomó Mariana—, era Humberto Osorio, ¿cierto? —Ni idea —respondí—, hasta allá sí difícil. Recuerdo que era flaco y de nariz aguileña. Esa noche Leticia y yo le pusimos “el gavilán.” —Claro, claro, seguro era Humberto Osorio —dijo Mariana asintiendo mientras hundía dos de sus dedos en el mentón—, pero por qué tanta atención para alguien como Humberto ¿Acaso alguna vez fuiste a sus clases?, eran muy buenas. —No, nada, la única vez que lo vi fue esa noche, en tu apartamento. —¿Entonces? —preguntó con impaciencia. —No sé. Debió llamarme la atención porque era mucho mayor que nosotros, además recuerdo que hacía unos gestos muy raros, le temblaba la boca y como que se le iban los ojos. —¿Se le iban los ojos?, ¿te refieres a algo homosexual? — preguntó Mariana extrañada. —No, no, se le iban los ojos como si se fuera a desmayar. —Hmm, ya —respondió Mariana como si hubiera entendido algo. Después de quedarnos un momento en silencio, me acerqué a ojear lo que hacía Estefanía. Los trazos eran fuertes y cada tipo de nube ocupaba proporcionadamente el espacio que ella les había concedido parcelando cada página en cuatro partes. Mientras la miraba me percaté de un leve mareo que venía sintiendo, pero que en ese momento pareció acercarse a un desvanecimiento. Afortunadamente solo duró unos segundos y dio paso a una sensación de tranquilidad, casi de gozo. ¿Cuál de todos los medicamentos genera estas sensaciones extrañas? Se siente como un placer ambiguo, no sé si pernicioso o benéfico, una especie de escalofrío que podría estar anunciando el comienzo de la fiebre o el calor de unos tragos de alcohol que empiezan a obrar efecto.
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—Humberto —dijo de pronto Mariana— murió hace unos diez años de un aneurisma. Estaba dando clase y se desplomó, quién sabe en qué andaría, era una farmacia ambulante. Vivía en la luna, pero al mismo tiempo era tremendamente lúcido, sabes, muy… ¿En qué piensas? —se interrumpió al verme cerrar los ojos entregando a una suave oleada de placidez. —En que me alegra tenerte por acá —le dije lanzándole un beso con la mano—, en que me encanta que vengas y pienso… o no pienso, más bien siento, sí, siento que a ti los años no te sientan nada mal. ¡Wiiiiii! ¡Ven para acá, pequeña ave turbina! — dije alzando a Estefanía mientras tronaba un avión que pasaba en ese momento por el cielo de Mediacuesta. En milésimas de segundo Estefanía ya estaba chillando, aturdiéndome, intentando morderme los brazos y arañándome la cara. Tuve que hacer un gran esfuerzo para contenerme y tratar de ponerla de nuevo en el suelo sin mucha brusquedad. Afortunadamente la mamá le había cortado las uñas. —¿Qué te pasa, Abel? —me gritó Mariana enfurecida mientras Estefanía lloraba aparatosamente con el pelo cubriéndole la cara y los puños bien cerrados contra su pecho. —¿Pero qué hice? —le respondí sin poder evitar la risa. —¡Cómo que qué hiciste! —gritó mirándome como si debiera importarme su reproche—. Tranquila, mi amor, no pasó nada —le decía a Estefanía mientras le acariciaba la frente—. Amor, preciosa, no pasó nada, ¿ves que no pasó nada? Ven, tranquilízate —y así se estuvo varios minutos llamándola de todas las formas tiernas posibles hasta que el animalito por fin se calmó. —Abel —volvió Mariana al rato con un tono conciliador—, ten más cuidado con Estefanía, por favor. Le aterra que la carguen o la abracen, se altera demasiado con el contacto. No tenías por qué saberlo, pero de todos modos fuiste muy brusco. Con ella hay que tener mucho cuidado, mírala como queda. Estefanía había dejado de llorar pero seguía en el suelo con el pelo sobre la cara como esperando alguna señal para volver
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a empezar otro escándalo. La escena que acababa de ocurrir en vez de apenarme me animó, tuve que hacer un gran esfuerzo para no soltar alguna imprudencia que acabara de enfurecer a la linda Mariana. —Anda, amor —le dijo a Estefanía—, todavía te faltan algunas nubes. ¿Ya dibujaste estratos? Estefanía permaneció otro momento en la misma posición y en un instante ya estaba dibujando otra vez. —Bueno, siquiera se repuso —dije por decir algo. —Normalmente es así —me respondió—, tiene unas reacciones muy fuertes pero duran poco, gracias a Dios. —No vayas a dejar de visitarme por haberla sobresaltado — dije como si me sintiera muy preocupado. —Igual no te preocupes —respondió—, seguro no va a querer volver, pero, ¿y no que ya casi salías? —preguntó de un modo sobrado que me fastidió. —En ningún momento he dicho que ya salgo —respondí—, solo he dicho que falta poco tiempo. Y es justamente en ese poco tiempo en el que espero que no dejes de visitarme. Y… ¿puedo pedirte un favor? —¡Claro, querido! —djio con teatralidad conciliadora. —¿Me podrías traer una resma de hojas? —¿De cuáles quieres? —preguntó con brusquedad como si le hubiera chocado mi petición. —Las que te queden fácil, aunque preferiblemente rayadas y tamaño oficio. —Esas me quedan fácil —agregó con un tonito falsamente amable que volvió a fastidiarme. —Muchas gracias. De verdad perdóname por lo de Estefi, lo siento mucho, fui un tonto —le dije como por no quedarme
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callado, el silencio en esos casos es muy chocante y ella seguro estaba esperando oír algo por el estilo. Antes de que alcanzara a responderme la interrumpió Manuel que cruzaba la cancha hacia donde Libardo. —Tengan la mejor de las tardes —saludó Manuel con una corrección que me pareció excesiva y afectada para su estilo habitual—, qué hija más bella tiene, señorita —continuó como si leyera un libreto inverosímil y estúpido—, es un ángel adorable, ¿hija de los dos? Nos hizo reír un momento, pero al final quedó más bien una sensación incómoda. Ni Mariana ni yo nos tomamos la molestia de explicarle que Estefanía no era mi hija. —Oye, Abel, sí viste la última —dijo Manuel. —No, no he visto la última —le respondí deseando que continuara con su camino. —Por ahí está Inés, regresó. —¿Qué?, ¿Dónde está? ¿Está bien? —dije emocionado, para qué negarlo. —Sí, afortunadamente parece que está mucho mejor, lo único es que está afónica. Dijo que iba a acomodarse en su cuarto nuevo y que esta noche nos encontrábamos en el comedor. —Bien —le dije haciendo un gesto insistente de despedida con la mano—, gracias Manuel, esa es una buena noticia. —De nada —respondió— nos vemos luego. Hasta pronto, mujer —le dijo a Mariana—, que tenga un buen día. Después de despedirse más bonachón de lo que es, Mariana me preguntó si tanta emoción por la llegada de “esa chica” se debía a algún romance que me había empeñado en ocultarle y negarle desde la otra vez que me lo había preguntado. Por un momento se me cruzó por la cabeza la idea de contarle lo de Astrid, pero me arrepentí a tiempo, y no sé por qué acabé por preguntarle por David, el que era su novio aquella noche en su apartamento.
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—Uy, primero Humberto, ahora David. Eso es mucha devoción a la memoria. —Pero si saliste con David como un año —le reproché—, no te hagas la desentendida. —Qué tarde más despejada —desvió el tema—, este lugar es un verdadero mirador, se ven todos esos verdes allá en el valle, y esos árboles puntiagudos al borde de la carretera —continuó diciendo sus impresiones entre susurros como si fuera la mujer más sensible en varios kilómetros a la redonda—, qué tranquilo es todo, parece una postal. Eso último que dijo me pareció particularmente estúpido y me dio ideas. —Ahh sí, ¿Pues ves ese viejo que está allá sentado? —¿El de bigote o el que nos saludó y te dio la noticia de ¿Inés? —El de bigote, Mariana, el otro no es propiamente un viejo. —Para mí sí. —Bueno, como quieras. El hecho es que este lugar fue construido sobre una terruñito que le compraron a Libardo, el viejo más viejo del que estamos hablando, y este pedazo de tierra fue lo que le tocó después de que su padre se ahorcara en uno de esos árboles puntiagudos que te parecen tan bellos. —Ay, Abel, deja de ser baboso. —Es cierto. —Claro que no es cierto, y si fuera cierto tampoco me importa. Espero que te estés tomando la droga, hoy estás como en el día de las ocurrencias —dijo sin sospechar siquiera lo que ya se me había ocurrido. —Bueno —volví mientras caminábamos hacia los arbolitos de feijoa — ¿Qué fue de David? —¿Para qué quieres saber? ¿Le vas a hacer una novela? — me preguntó de forma despectiva y coqueta.
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—Puede que sí. ¿Qué pasó con él? —Nada. No pasó nada. Se casó y hasta donde sé sigue casado. —¿Y la música? —Dejó de cantar, lo cual me parece perfectamente sensato. Sé que es dueño de unos estudios y hace jingles para comerciales. Deberían trabajar juntos, tiene mucho pero mucho dinero, más que tú y más que yo, si vieras… ¡Oye!, ¡qué haces, quita las manos de ahí, Abel! —Un beso, Mariana, ¿qué es un beso, a estas alturas de la vida? —le dije sin perder el talante divertido—, haz de cuenta que es un juego. —Dale pues —respondió sonriendo— ¡No, qué te pasa! Pensé que bromeabas, pero veo que te estás empendejando de verdad. —Es solo un juego —le dije. —Pues no le veo la gracia —respondió. Después de eso nos quedamos en silencio y volvimos donde estaba Estefanía. Contrario a lo que esperaba, Mariana se despidió con un abrazo. Solo dijo que esperaba que la próxima vez estuviera un poco más tranquilo. Le dije que no se preocupara, le recordé lo de las hojas tamaño oficio y me vine para el cuarto. Seguía excitado y tuve que resolverlo por mí mismo. Acabé exhausto, mirando fijamente el cuadro del barco y la tormenta, no me decía nada pero no podía desviar los ojos a ningún otro lugar, después de unos minutos me quedé dormido.
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Esta entrega de Visitas a Mediacuesta corresponde al capĂtulo nĂşmero doce de la novela.