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Autor Camilo Velásquez Edición y corrección de estilo Andrea Garcés F. Ilustración y diagramación Sylvia Gómez G.
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Visitas a Mediacuesta Camilo Velรกsquez Entrega III
III
No sé por dónde empezar. Busco una causa específica para el dolor de cabeza, de rodillas, este insomnio, los estados de euforia o cualquiera de las cosas que me atacan últimamente. Y no sé. Cuando logro fijar una hipótesis viene algo y me la desbarata. Si creo que el postre me cae mal, al otro día lo evito y siento un ligero cambio, una especie de mejoría, pero el efecto se desvanece al tercer o cuarto día de régimen. Mi cuerpo no acaba de adaptarse a este lugar. La mañana se fue con rapidez entre aparatos de gimnasio y caminatas intermitentes por el planchón de pasto que aquí llaman la cancha. Intentaba cansarme, pero como me aburría con cada cosa que empezaba no terminé haciendo nada. Cuando estábamos entrando al comedor, una señora de las oficinas llamó a Felipe (a veces nos llaman a consulta a las horas más peregrinas), pero no almorcé solo porque un viejo que siempre se sienta cerca me ofreció puesto en su mesa. No creo que lleguemos a veinte los que somos capaces de subir del cuarto al comedor. El sol que entraba por el ventanal me quemaba el cuello, no quise probar la sopa. Mi compañero miró hacia el puesto vació a mi derecha y dijo que Freddy parecía aburrido. —¿Quién es Freddy? —Es un texano muy jodido; no se le puede dar confianza, le aseguro que no —me respondió. Después de decir eso sonrió y emitió un chasquido como si estuviera chupando un caramelo.
—Mal por él si le molesta lo que digo —volvió a decir—, porque sabe bien que es verdad. —No le entiendo. —¿Nunca tuvo un amigo imaginario? —No —le respondí después de un rato—, creo que no tuve uno de esos. —Yo tengo tres; cuatro con uno que en paz descanse. —No me diga. —Pues le cuento: este que está aquí se llama Freddy y tiene 32 años. Como le dije, es de Texas y hoy no está como muy animado. El que está en mi cuarto se llama Jerónimo, es un indio Cherokee, y si no estoy mal —aquí volvió a hacer ese ruido de succión— tiene 24 años. No conozco a nadie ni la mitad de valiente; el otro, Renato, tiene 29, es italiano y muy bien educado, pero está bravo y hace dos días no aparece, lo cual la verdad me preocupa más bien poco. —Pero qué… ¿Los puede ver? —Eso de verlos… it’s relative —sorbió saliva—, y no, no se alarme, mi estado psiquiátrico parece estar en orden, al menos eso dicen aquí, y eso que saben de la existencia de estos y de mi duelo por la muerte de Tito, el otro que abrita le dije que en paz descanse… pobre muchacho, no le abrió el paracaídas… ¿Se ríe?, ríase, no se preocupe por mí, estoy acostumbrado. —¿Y de dónde fue que salieron sus amigos? —A ver le explico… ellos eran los personajes de una novela que intenté hacer muchas veces, al final me aburrí y me los quedé; pero todavía se resisten a llamarme Gustavo, en cambio me tienen unos sobrenombres que harían sonrojar a una gallina. Y sí, Freddy, lo digo más que nada por ti que no recibiste educación —dijo mirando hacia la silla vacía. Entonces pareció caer en cuenta de que no había tocado su plato y arrancó a comer como si de él se alimentaran los otros
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tres. Por el mentón le resbalaban gotas de sopa que se demoraba en limpiar. Tan pronto terminó de comer pidió disculpas para levantarse al lavamanos. De pie parecía más viejo, caminaba como tanteando, cada paso lo daba robóticamente, con las piernas un poco abiertas, como si usara pañal. Cuando volvió estuvo un rato saboreándose tan exhaustivamente que alcancé a pensar que se le había caído un diente. Después vino otra tanda de succiones, pero esta vez las remataba con un victorioso chasquido de esos que se producen golpeando la parte lateral de la lengua contra las muelas. Tenía puesta la enorme chaqueta de invierno de todos los días, una North Face negra descolorida que le añade una joroba cómica y un poco desagradable. Tiene largos mechones ralos y blancos que le caen sobre la frente y bajo sus pequeños ojos se le abultan unas ojeras violáceas… Mientras lo miraba me dio por pensar que se veía como una uva pasa, recién levantada y albina. En esas llegó Manuel, un historiador con el que he hablado un par de veces, pidiéndo permiso para “abordar” la mesa. Al principio nadie habló, parecíamos tratando de encontrar un tema común que no fuera la enfermedad, y como a mí no se me iba el ánimo jocoso, me distraje otro rato mirando a Gustavo. Me puse a comparar su deterioro con el de Manuel. Los dos son ya mayores, pero mientras Manuel no lo aparenta del todo, Gustavo parece una versión de recién nacido hecha con el cuerpo de un anciano. Ambos miraban hacia afuera sin decir nada del clima, parecía claro que en unas horas llovería con fuerza; al fondo del paisaje se veían unas nubes color tormenta haciendo cúspides en forma de coliflor. Abajo, en la cancha, se agachaba un anciano que se la pasa recogiendo hojas. Y viendo al viejo agacharse una y otra vez, recordé la hendidura del otro día. —¿Qué es lo que hace el viejo? —pregunté. —Además de recolectar hojas de yarumo —respondió Manuel—, no tengo la menor idea, pero creo que no es interno.
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—No, no es, don Manuel —dijo Gustavo con acento extranjero—, duerme en la casita, la casita apartada que parece una perrera. —¿Lo conoce, Gus? —preguntó Manuel. —Ahh, sí, un poco; pero por favor don Manuel, ni para qué hablamos de eso, ¿qué me dice usted de Azucena? —dijo reverenciando con su mano a la mujer que se acercaba a servirnos unas infusiones. Azucena es joven, rellenita y bonachona; ya me había dado cuenta de que su cara tiene algo de gracia, pero era la primera vez que oía su nombre. —No diga bobadas, señor Gustavo —dijo Azucena—; cuente más bien dónde dejó a sus amigos, no me vaya a salir con que los dejó tirados como el otro día. —Se equivoca, mi querida Azucena, ellos son los que se pierden. —Azucena era la amante de Teofrasto el Zambo —dijo Manuel y fue interrumpido por una tos seca—, un tipo con un gusto muy especial para su época. —Cuéntenos maistro —dijo Gustavo acercando una silla—, y venga para acá, Azucena, que esto le incumbe. —No se preocupe, señor Gustavo, que yo oigo bien así paradita. Siga don Manuel, discúlpeme. —Pues les decía que Teofrasto… —volvió a toser— el Zambo fue un nativo medio loco que vivió en la colonia del siglo XVII, perseguido y ajusticiciado por andar diciendo que en la cruz había algo que no andaba bien. Aseguraba que los espíritus de la selva le habían revelado que el signo de la cruz no era, cómo decirlo… conveniente para el camino de la humanidad; pues allí, en la cruz, seguía habiendo un dolor que con cada rezo ganaba fuerza y volvía de regreso al hombre.
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—Ay, don Manuel, yo como que me quedo con la flor de mi nombre —dijo Azucena. —No crea —le respondió—, dicen que la Azucena de Teofrasto fue una amazona de una belleza maravillosa, envolvente; y a diferencia de su amante, logró escapar del santo oficio que se llevó al Zambo a Santa Marta, donde lo cortaron en pedacitos y lo pusieron en pailas de hierro para alimentar a los gallinazos. —Don Gustavo, ¿y para eso quería que me quedara?, ahora me va a tocar cambiarme el nombre —dijo Azucena. —Mientras moría —volvió Manuel con una sonrisa no sé si irónica—, repetía: Cristo ya no es la cruz, Cristo ya no es la cruz, Cristo ya no es la cruz… —esto último lo dijo en susurros, buscando causar un efecto siniestro. Los tres nos reímos al ver que el anciano recolector de hojas se estaba santiguando en ese preciso momento. Después no hablamos más y al poco rato nos desbandamos. Pasé el resto de la tarde con una fuerte sensación de náusea descansando en la sala de estar. En la comida Felipe estuvo muy callado y tenía un párpado caído. Solo habló para decir dos cosas: que la comida estaba fría y que había conocido a la mujer del otro día. Se llama Inés. Como ayer no me pude concentrar, hoy me la pasé haciendo memoria mientras descansaba, esperaba que ahorrar fuerzas me sirviera para avanzar un poco esta noche. Afortunadamente ya no siento náuseas y el dolor en el cuello y las rodillas ha disminuido. Pienso seguir avanzando cada día que mi cuerpo lo permita, no importa que sea poco; no me parece que estar aquí a merced del tratamiento, desocupado, sin ningún hábito forjado por mí mismo, sea el mejor camino hacia una mejoría. Necesito sentir que los ratos de salud aquí dentro resultan en algo más provechoso que partidas de cartas o rompecabezas grupales.
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La dexametasona que me han estado dando no solo se lleva los síntomas sino que además me deja una sensación de claridad ligeramente agradable; más que claridad creo que es una especie de confianza, como si me sintiera más seguro en mi cuerpo, en mis movimientos y hasta en el curso de mis ideas ¿He hablado antes de la voz de Leticia? No, no creo haber dicho nada de ese tono de sol bajando que todavía ahora amontona insectos en mi garganta, insectos que confundiría con avispas si no fueran tan azules. De-xá-nimos. Y sí, cuando salimos de La Caranga el día seguía despejado y el sol brillaba no teniendo otra alternativa sobre lo nada nuevo. Llevábamos los abrigos en la mano y nuestro aspecto incitaba algunas miradas. Digamos que el desarreglo de Leticia, más que dejadez, expresaba carácter y una especie de vitalidad que era más común encontrar en su forma de hablar que en su aspecto; en cambio, dudo mucho que cualquiera que me viera sintiera algo distinto a desagrado. Íbamos hacia su casa. Hacia la casa de Leticia. El cielo encima de nosotros me hacía sentir como si fuéramos al mar, que ya no parecía estar a mil kilómetros sino tan solo algunas calles de distancia. Le pregunté a Leticia si sentía algo parecido, y hoy diría que respondió: “Sí, es maravilloso sentir como el mar se va corriendo a medida que avanzamos”. Hacia la mitad del camino, llegando al parque de la independencia, vimos a un grupo de niños jugando con palos encendidos que parecían ensayar un número de tragafuegos. Los acompañaba una mujer con un bebé en brazos que al acercarnos resultó ser casi una niña. Leticia le preguntó a uno de los niños, uno especialmente flaco y con cara de libélula, si ya sabía escupir fuego. Todos respondieron que eso era lo más fácil. El niño hizo su demostración. Leticia le dio unas monedas aconsejándole que se comprara algo de comer. Él le respondió que más tarde lo haría porque todavía le sabía la boca a gasolina. De pronto, todos los niños, que debían ser unos seis o siete, se pusieron a escupir fuego y a pedir su recompensa. Leticia les
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dijo que no tenía para todos, a lo que la joven con el bebé dijo que la que más necesitaba ese dinero era ella. Los niños le gritaron que ella no hacía nada para ganárselo. Sin que me diera cuenta de dónde, apareció una señora hombruna, con bigotillo delgado y poblado, hombros de cotero, vestida con un jean viejo y una blusa fucsia brillante. Preguntó si los niños nos estaban molestando. Comencé a explicarle lo que ocurría, pero la señora no me dejó terminar. Cambió de color y empezó a decir, en un volumen de voz que rayaba en el alarido, que era el colmo que gente como nosotros patrocinara la intoxicación de niños pobres. Lo varonil de su aspecto tornaba mis intenciones de conciliar —al fin y al cabo reconocía que algo había de cierto en su acusación— en un asomo de rabia que en realidad era una forma de ocultar que su contextura me inspiraba miedo. Mientras nos decía que personas como nosotros teníamos el país tal y como estaba, el niño con cara de libélula arrancó a correr con el bolso que Leticia había descuidado por andar discutiendo. Leticia pensó más rápido que yo, cuando la vi correr detrás del niño yo todavía no entendía lo que estaba sucediendo. La verdad es que al menos la mitad de mi persecución la hice convencido de que el niño libélula solo quería divertirse un poco, y que unos pasos más adelante iba a detenerse y nos devolvería el bolso haciendo alarde de su agilidad. Por esas épocas, ni la falta de ejercicio ni mis hábitos más bien malsanos habían estropeado lo suficiente mi estado físico. Confiaba en mi cuerpo y me tomaba esa persecución como un juego; creí que cuando quisiera podía demostrarle al niño libélula quién corría más. Y así fue. Rápidamente conseguí salvar la distancia que me habían ganado Leticia y él; luego aumente un poco la velocidad y lo agarré del cuello de la camiseta, pero el niño, con una pirueta propia de ese tipo de insectos, me dejó con la camiseta en la mano y siguió corriendo con el bolso. Volví a tenerlo cerca, pero esta vez corríamos por un andén lleno de gente. Al niño no le bastó con esa ventaja y empezó a gritar que
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querían violarlo ¿Quién? Pues yo. Y Aunque el cuadro del niño con el bolso en la mano era suficientemente claro, sus gritos disuadieron a los que me hubieran podido ayudar a atraparlo. A medida que avanzaba, mis posibilidades atléticas empezaron a revelarse tan poco confiables como en realidad eran. Aun así logré agarrarlo dos veces por los hombros. Pero las dos veces se me escapó. El sonido, el chillido de su respiración ahogada me decía que debía estar al menos tan cansado como yo. Justo cuando decidí que me lanzaría sobre él, el niño libélula se lanzó a la avenida. Solo oí el pito del bus. No quise mirar. Me sentí el ser más despreciable. Con los ojos cerrados vino nuevamente la imagen de esa mujer hombruna reprochando. Duré un momento así, a oscuras, deseando que alguien me golpeara o deseando poder ser ese alguien que me golpeaba. De pronto sentí que una mano me tocó la cabeza. —Vamos, Abel —dijo Leticia—, estás haciendo el ridículo. Cuando abrí los ojos vi cómo me miraban extrañados los pasajeros de la parte de atrás del bus que yo había creído fatal. Leticia no compartía mi sensación de alivio, me agarró de la mano y me dijo jadeando que regresáramos al parque a ver si alguien allí nos ayudaba a recuperar el bolso. Mientras regresábamos al parque, noté que me sentía incómodo con su actitud. No había hecho ni un comentario sobre el hecho de que al niño por poco lo despanzurran. Cuando llegamos al parque no había rastro ni de los niños ni de la señora. Leticia se dejó caer, se sentó sobre el andén, pensé que iba a llorar. Le dije que no se preocupara, que no era tan grave. —Claro que me preocupo —dijo con una voz que le salió quebrada—, y no por mis papeles, ni por mis tarjetas, o el poco dinero que había; sino porque ahí tenía las únicas partituras de
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una composición que no es mía. Hace días me encontré con un amigo que se llama Marco, es pianista, de Jazz. Me dijo que hace rato tenía una canción por ahí para que yo le hiciera unos arreglos de cuerda. Le dije que claro, que estaba un poco ocupada pero que contara conmigo. Ayer volví a verlo. Estaba de afán, iba para el aeropuerto, pero tenía las partituras y me las dejó. —Me parece improbable que tu amigo no se sepa su canción o no haya hecho una copia. —No es eso, o bueno, sí es eso; es lo que sea… lo siento — dijo con una ironía con la que parecía indicar que le tenía sin cuidado si a mí su reacción me parecía inadecuada—, esto no me da risa. Me senté a su lado. La verdad es que no se me ocurría cómo solucionar el problema. Digamos que me limité a hacer lo necesario para que ella no cambiara de opinión y decidiera irse sola. Me quedé callado. Nos preguntábamos si todo había sido un montaje, si la dama hombruna no era más bien cómplice y lo del fuego no había sido sino una distracción. A mí me parecía que sí, Leticia no estaba segura. Mientras hablábamos sobre eso, Leticia se levantó abruptamente para alcanzar a un tipo que en la jerga de hoy vendría a llamarse “habitante de calle”. El tipo tardó en reaccionar, pero al hacerlo se fue hacia Leticia agresivamente como si en vez de un saludo ella le hubiera dicho algo ofensivo. Mientras lanzaba insultos al aire puso su costal como preparándose para atacarla. Ella intentó tranquilizarlo, le dijo que solo quería hacerle una pregunta. El tipo se detuvo como entrando en razón y esperó a que Leticia le preguntara si sabía algo sobre unos niños que jugaban con fuego, que robaban bolsos. Nos miró con desconfianza y dijo con molestia, mientras nos apuntaba con su dedo, que en ese día ya varias personas como nosotros le habían preguntado cosas y que nada de nada para él. Entonces vacié mis bolsillos y le di
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un puñado de monedas diciéndole que si nos ayudaba le daría mucho más. El tipo la envolvió en un trapo y se las guardó. Me miró y dijo que si hablábamos de los sobrinos de Tulia lo más probable es que esas cosas ya estuvieran en el desguace, que por cierto estaba cerca. Se ofreció a llevarnos. Leticia y yo nos miramos. Habíamos oído hablar de el desguace. Se decía que ese era el lugar donde se habían reubicado drogadictos del último eslabón de supervivencia después de haber sido desalojados de una zona que habían ocupado por más de treinta años. Nuestro nuevo guía llevaba el pelo todo enmarañado y pelusas esporádicas en la cara, la oscuridad de su piel era la oscuridad de la suciedad, de la enfermedad. Olía a letrina y ceniza. Mirándolo bien, el aspecto de Yonier era un mal presagio tan evidente, tan burdo, que debimos haberlo seguido más atraídos por el morbo que por la remota posibilidad de recuperar esas partituras. Mientras el sol de la mañana avanzaba, yo me puse a interrogarlo. A la pregunta de hace cuánto vivía en la calle, Yonier respondió que desde los catorce años. Resultó que tenía apenas veintiocho, pero aparentaba unos cuarenta, y bien ajetreados. Le pregunté si se enfermaba mucho. Respondió que al principio sí, pero que cada vez se enfermaba menos, que el problema eran las peleas, las puñaladas, que muchas veces no servían ni las ayudas del doctor del desguace. Mientras me mostraba una cicatriz en su abdomen, Leticia le preguntó que cómo era eso del tal doctor, que si acaso había un centro de salud allá adentro. Yonier no se rió pero debió haberlo hecho. Le respondió que no estaba seguro pero que allá dentro había un tipo que decía ser médico y cambiaba bichas de bazuco por consultas, pastillas o procedimientos (con toda seguridad no dijo la palabra procedimientos), lo llamaban el doctor Robinson.
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Empezábamos a acercarnos, las calles se ponían más sucias y mi posición, un poco rezagada, me hacía sentir como uno de esos señoritos caballeros a los que les encanta hacer de guardaespaldas. Estábamos frente a una iglesia, pasando por una plaza con algunos árboles y ancianas vendiendo dulces, entonces Yonier nos señaló dos soldados parados frente a una calle cerrada que parecían cuidar. Uno de los soldados era bajito y presentaba un alarmante cuadro de acné, el otro era un negro aindiado más bien flaco que miraba con mala cara. —Llegamos —nos dijo—, no se asusten que vienen cuidados, no le hagan caso a nadie. Ni a nosotros se nos ocurrió pedirle a los soldados que nos acompañaran, ni a ellos se les ocurrió ofrecerse, lo único que intercambiamos fue un saludo no precisamente cálido y una sonrisa sospechosa que nos hicieron o se hicieron entre ellos. No habíamos doblado la calle que nos pondría en frente del desguace cuando ya teníamos un grupo de al menos diez personas vociferando algo que no se sabía muy bien si era un ofrecimiento o una amenaza. A partir de ahí la saturación fue tanta que empecé a oír como si estuviera dentro de un tubo, como si me hubieran dado un golpe en la cabeza que me hubiera arrojado lejos o muy adentro de mí. No sabría explicar lo que ocurrió cuando ya estuvimos bien adentro. El olor era de una dulzura indescriptible y de entre la confusión se salían manos que intentaban agarrarnos. La cantidad de cambuches no dejaba ver la calle. La escena en conjunto me hace pensar en el festín de larvas que uno ve cuando levanta un tronco podrido. El cielo no tenía ni una nube. Empezaba a sentir pánico, pero me dejaba conducir como si Yonier fuera un guía turístico confiable e inofensivo. Leticia me agarraba con fuerza de la mano mientras pasábamos junto a unos niños que jugaban encima de un hombre tendido. Cada vez se hacía más necesario abrirnos camino entre la gente que difícilmente se movía y que apenas avanzábamos
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se volvía a cerrar sobre nosotros. Me sentí mareado, Leticia no me decía nada y yo asumía que los dos comenzábamos a aceptar lo que nos estaba ocurriendo. No recuerdo bien cómo fue, sé que Yonier se puso a hablar con un tipo que nos miraba con ojos saltones, entonces agarré a Leticia de un brazo y arranqué a correr con ella. Hasta aquí estuvo bien. No tengo sueño ni me siento mal, solo me he distraído. ¿Será que volveré a soñar la misma pesadilla? Ni siquiera debería decir que es una pesadilla, sueño que la gravedad se invierte y caigo hacia arriba; me pierdo en el espacio exterior mientras voy recobrando la conciencia de mi cuerpo.
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Esta entrega de Visitas a Mediacuesta corresponde al capítulo número tres de la novela. Espere el siguiente capítulo para el próximo domingo.