Visitas a Mediacuesta, Entrega I

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Visitas a Mediacuesta Camilo Velรกsquez Entrega I


Este trabajo está licenciado bajo Creative Commons ReconocimientoNoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported

Autor Camilo Velásquez Edición y corrección de estilo Andrea Garcés F. Ilustración y diagramación Sylvia Gómez G.

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A Renata



I

Lo mismo de las otras noches. Después de las once dejan de oírse los grifos y apagan las luces del corredor. Luego viene un silencio un poco inquietante. Sobre ese silencio algo aletea, escarba en el techo, tal vez sea una rata. O tal vez un pájaro. Además de ese animal, seguramente soy el único de los otros que no se ha dormido. Aquí nos cuidan el sueño con esmero, y si a estas horas sigo despierto es porque todavía no he querido pedir ningún medicamento. Cada mañana desde que llegué, me preguntan sobre mis hábitos nocturnos, que si tardo en dormirme o si me despierto varias veces en la noche, que si tengo sueños agitados o si duermo profundamente. No sé a qué viene tanto interrogatorio. He optado por no ser demasiado franco; omito decirles que me duermo tarde, que a veces basta con pocas horas… de entrada el doctor Cabal fue enfático con lo de la importancia de las ocho horas mínimas para la recuperación. Desde antes de llegar, había pensado en aprovechar este tiempo para escribir acerca de Leticia. No es la primera vez que lo intento, pero ahora, con todo, creo que me encuentro en mejores condiciones. Quería empezar apenas me sintiera adaptado. Pero aunque sé que eso tomará un poco más de los cinco días que llevo acá, hoy vine a dar con dos coincidencias que me hicieron recordarla con tanta fuerza que no pude evitar empezar a escribir esta misma mañana.


La primera fue Mariana, la única persona que ha venido a verme. Hace fácilmente seis años no hablábamos. Y es un poco raro, porque mientras estuvo aquí fue como si no hubiera pasado el tiempo, se comportó de un modo llamativamente natural, apareció por aquí como si nada, con mucho ánimo para conversar, cariñosa; hasta me trajo unos quesos y unos chocolates que al final no supo si dejarlos o no, pues alguien le dijo que con todo esto lo primero que se altera es el azúcar en la sangre. Le dije que todavía no me habían advertido nada, y podría decirse que se los arrebaté. Al final, antes de irse, me sonrío con una especie de ternura condescendiente. Eso no me gustó. Puedo entender que me trate de esa manera, que sienta algo parecido a la lástima; pero una cosa es entenderlo y otra cosa es sentir ese cariño calculado y compensatorio… Qué más da. Igual me alegró verla. La otra persona que me hizo recordar a Leticia fue una especie de fantasma. Poco después del almuerzo, cuando cruzaba hacia los dormitorios por la salita frente a las oficinas, vi llegar a un hombre alto y corpulento acompañado de una mujer. Fue bastante claro que era ella la que venía a quedarse. Traía puesto un abrigo beige aparentemente nuevo, el pelo ensortijado, no muy largo y mono. Muy linda. Pero no fue su belleza lo que me hizo pensar en Leticia, sino más bien su actitud al salir de la sala, los hombros en alto echados hacia atrás, la curiosa contorsión del caminado. Miraba con una tranquilidad presuntuosa, como si fuera ella la que le estuviera dando la bienvenida al lugar. Los muebles, la enfermera y algunos de los que estábamos ahí recibimos una sonrisita ligeramente aprobatoria, como si apenas alcanzáramos el mínimo de sus expectativas. Lo de Leticia sigue siendo un poco extraño. No es sino oírme decir que ocurrió hace mucho, que es algo muy lejano, para que algo imprevisto provoque estremecimientos como los de esta mañana. Cuando me da por pensar en ella acabo siempre en lo mismo, es como si el final fuera lo único que hubiera ocurrido.

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A Leticia la conocí en la universidad, y si no estoy mal nadie nos presentó. Seguramente empezamos a saludarnos después de coincidir tantas veces por ahí en los pasillos, saliendo o entrando a alguno de esos cursos de libre elección dictados a estudiantes de cualquier carrera. Tras muchas evasiones —recuerdo que más de una vez me pasé el día siguiéndola a una distancia casi descarada— comenzó a saludarme. Luego me di cuenta de que me gustaba en serio y que tenía que superarme, entonces la invité a ver una película en la universidad. Recuerdo que ya para esos días era ella la que hablaba; yo me limitaba a asentir o contradecir sin mucha convicción. Más por tratar de salvar el semestre que por evitar alguna humillación, pasamos una temporada casi sin vernos. Luego vinieron las vacaciones largas. Esta historia empieza el día que volvimos a vernos. Recuerdo que estaba sentada en la entrada de una tienda leyendo en voz alta unos papeles esparcidos por el suelo. Yo me hice detrás para hacerle sombra. Después de pasar un rato parado ahí como un retrasado, me resigné a tocarle el hombro a ver si al fin se percataba de mí. Se dio la vuelta y me dio un abrazo, y en un giro un poco eufórico de su parte dijo un montón de cosas que no le pasaron de largo a la señora de la tienda, que al rato le dio por decirme que cuidara a mi novia, que estaba muy linda. —Si la cosa es así —dijo Leticia después de oír a la tendera—, por qué no me acompañas esta noche donde una amiga. A las ocho pasé por ella. A pie, obviamente, pues mis abuelos no me prestaban el carro. Cuando estuve casi enfrente del edificio caí en cuenta de que se trataba de la misma fiesta a la que Mariana me había invitado. La fiesta era en un octavo piso, el último del edificio, al que terminamos subiendo por las escaleras para evitar el enclaustramiento que los ascensores le provocaban a Leticia. El apartamento de Mariana era más bien pequeño, pero lo recuerdo

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lleno de rincones que daban la sensación de varios ambientes. Había bastante gente y un músico se disponía a tocar. Mariana discutía sobre multinacionales y disqueras independientes y elogiaba al músico que había invitado. Nos hicimos al fondo de la sala. No sé qué hacía un bombillo rojo alumbrando ese lugar. Recuerdo que Leticia me habló de una yegua negra en la que había aprendido a montar cuando pequeña, una yegua que al igual que la marca de un bolso de cuero que teníamos en frente, se llamaba La Pécora; y que había sido en un tropiezo de esa yegua que se había hecho esa cicatriz en la mejilla. La cicatriz de Leticia era una pequeñísima medialuna blanca con las puntas señalando hacia la comisura derecha de sus labios. Aunque apenas se notaba, parecía incomodarle, pues pasaba con frecuencia alguno de sus dedos sobre la comisura, como si fuera una mancha que pudiera remover o un lunar molesto que quisiera disimular en presencia de ciertas personas. Mariana estaba con nosotros, y el tema de las cicatrices le dio para decir —no sé por qué me acuerdo de eso— que a los catorce años un perro la había mordido y le había dejado una marca fibrosa en la espalda. La llegada del músico interrumpió la historia de mi cicatriz, una historia acerca de un vidrio roto incrustado en mi rodilla. El tipo estaba vestido con un saco de lana virgen. Mariana dijo que se llamaba David. Nos saludó con afán y se fue con una sonrisita sostenida que no me gustó. Aproveché la interrupción para ir a la cocina por un trago. Cuando escuché la guitarra seguía en la cocina, sirviéndome el tercer o cuarto vaso de ginebra. A decir verdad no me interesaba mucho el tal concierto. No sé qué pensaba en ese momento, estaba distraído, quizá me entregaba al insidioso hábito de contar baldosas que todavía conservo. Sin embargo, noté que algo en su voz me desagradaba. Recuerdo que no era un problema de timbre o de afinación, sino de teatralidad. Cuando empezó la segunda canción decidí abrirme espacio entre la gente en busca de un lugar donde pudiera hacer una apreciación menos

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vaga de la puesta en escena, por llamarla de alguna manera. Un par de canciones después, sentí que habría hecho mejor quedándome en la cocina. Me chocó esa tendencia a la caricaturización. Era como si el tipo tuviera que recalcarnos que cantaba con sarcasmo; en ese momento me pareció algo ridículamente intelectual. Mientras tanto, yo sentía un calor extraño, interno, como de fiebre. Quería irme, pero seguro Leticia no estaría de acuerdo porque habíamos acabado de llegar. Entonces me distraje con algo más. Unos pasos adelante había un hombre llamativamente mayor, vestido con un traje que le quedaba corto de mangas. El poco pelo que tenía lo llevaba mojado y adherido al cráneo. Me divirtió notar que se parecía a un pájaro, a un gavilán. Estaba sentado en una butaca y sus pies no alcanzaban a tocar el suelo; su expresión era de asco o de tedio, o una mezcla de los dos. Escribía ansiosamente en una libreta. No me limité a mirarlo, quise acercarme, no sé por qué me dio por pensar que el tipo compartía mi percepción de la presentación y que sus notas hablaban de eso. Alcancé a dar unos pasos entre el tumulto cuando le vi hacer una expresión que me disuadió de seguir acercándome. Parecía decir algo entredientes, pero lo hacía con demasiada rapidez como para vocalizar. Y sus ojos, empequeñecidos detrás de su nariz aguileña, vibraban mirando con desgano un punto cerca de mí. El momento no debió durar más de diez segundos, pero bastó para mantenerme a cierta distancia. Me preguntaba qué hacía ese hombre en ese lugar. Debía ser cercano a Mariana, porque ya la había visto buscarle conversación y él no parecía molestarse por tener que interrumpir sus anotaciones. —Esto es sofocante —me interrumpió Leticia con un vaso de Ginebra. Antes de verla sudar creí que se refería a lo que yo había estado mirando. La cercanía de Leticia y la ginebra me permitieron disfrutar más la presentación. Una leve placidez me hizo caer en cuenta de que el malestar que había estado sintiendo

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no provenía de cosas como el decorado de la sala o el estilo del cantante, sino de una extraña reacción de mi cuerpo que ya había notado días antes al entrar a un sitio demasiado concurrido. Es extraño, justamente he vuelto a sentir esa incomodidad desde que empezaron los exámenes médicos (no creo exagerado decir que se había ido de mi vida durante todos estos años). Por ese entonces tenía la costumbre de cubrirme la boca con el dorso de los dedos para disimular mis nervios. Y recuerdo que ahí, de pie, sentí que ese gesto era prestado, y que mientras no supiera a quién diablos pertenecía, no iba a poder concentrarme en lo que fuera que David cantara. Con cada trago intentaba escabullirme de esos pensamientos inoficiosos. Finalmente la ginebra obró y el desfase que sentía dio paso a una actitud más aclimatada. De todos modos no paraba de repetirme que la presentación ya había durado demasiado. Mientras miraba a David lo que hacía realmente era esperar con un poco de morbo, en la orilla de mis ojos, una repetición de la peculiar gestualidad del tipo que se me había parecido a un gavilán. Nunca llegué a saber qué había escrito en esa libreta; pero él sí pareció sospechar que alguien le tenía los ojos puestos encima. Más de una vez levantó la cabeza y miró a su alrededor con actitud de confrontación. De un momento a otro, ahí parado, empecé a sentirme distinto, en uno de esos estados al mismo tiempo tranquilos y exaltados. Lo que un momento antes me había parecido descoyuntado, de repente se volvía un todo reconfortante. Y ahí estaba Leticia, susurrando palabras que no le había oído decir antes, palabras que sonaban a licor y a alguien distinto a ella. Al gavilán, en esa momentánea levedad, lo veía como un sastre que tomaba medidas en medio de un naufragio. Creo que la canción que oíamos era acerca de un amor entre enfermos terminales, y presentí que en la mano húmeda y fría de Leticia sobre mi cuello estaba la clave de ese momento. Pero yo no quería descifrar nada. Esa fue la última canción.

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Mientras los demás hacían una ronda de cumplidos, nosotros nos quedamos en el mismo sitio, paralizados, sin deseos de comentar nada, como si el final del concierto nos hubiera arrojado a la misma orilla enrarecida y tranquila. Cuando Mariana nos llamó, la gente ya se había dispersado. El gavilán resultó llamarse Humberto. Del trastornado que había visto no quedaron sino unas pequeñas venas que sobresalían en sus sienes. Me miraba fijamente con sus ojos grises y opacos, como preparándose para hacerme una advertencia; pero no pasó de contarme que había sido profesor de Mariana en una clase de estética contemporánea que ya no dictaba. También me dijo que la veía con frecuencia, que iban al cine, a teatro, a exposiciones, se mantenían en contacto. Mariana dijo que Humberto era su mentor. Me dieron ganas de preguntarle mentor de qué. Hasta donde sabía, sus preocupaciones eran más del tipo emisiones de carbono, desarrollo sostenible, tecnologías limpias, “cosas serias”, como ya me había dicho más de una vez. Pero al final opté por quedarme callado, y aunque traté de ver algo más, hasta el día de hoy me queda una impresión ambigua de esa relación. Mariana no es una mujer precisamente sociable y lo que alcancé a ver en el semblante de ese hombre no podría ser tomado por un lapsus o una mueca ocasional. El viejo estaba drogado o sufría de algún tipo de epilepsia. La reunión parecía terminada. Alguien abrió las ventanas y la gente comenzó a irse. Humberto se despidió de nosotros mientras Mariana fue por algo a su cuarto. Lo hizo de una forma abrupta, afanada, como si hubiera acordado con la anfitriona que lo mejor era irse mientras ella no estuviera. Leticia dijo que iría a la cocina por más ginebra. En ese momento oí una voz que venía de atrás. —Eres Abel, ¿cierto? —preguntó David.

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La verdad es que no me sentía muy interesado en entablar una conversación con él; para no faltar a la cortesía habría tenido que evitar el tema más obvio, su música. Mantuve mi postura como si no fuera conmigo y miré hacia la ventana, se veía un árbol seco sobre el que caía una luz naranja pálida. David puso una de sus manos sobre mi hombro y me pidió un cigarrillo. El gesto expansivo no parecía ir acorde con su voz firme y distante. Su cercanía avivó mi timidez y en una salida de esas estúpidas e inconexas acabé diciendo algo así como que afortunadamente para su voz, yo hacía tiempo había dejado de fumar. Entonces él insinuó una sonrisa equívoca y me dijo que Mariana le había hablado mucho de mí. ¡Por Dios!, pensé, qué pudo decirle Mariana de mí… ella y sus amigos excepcionales. Le dije, sin mentir demasiado, que algo en su voz me había recordado a Kevin Ayers. —Eso debería ser un cumplido —respondió con un dejo de contrariedad un poco extraño—, Kevin Ayers me gusta mucho. Mariana no hizo ningún comentario al encontrarnos conversando, su afán por dejar claro que hasta ahí había llegado su velada la tenía ocupada reacomodando un sofá. Al rato, se fue David a ayudarla y volví a quedarme solo. Los vasos de ginebra que había traído Leticia desentonaron con las despedidas, hasta que Mariana, en un gesto de complicidad, se acercó a decirnos que sirviéramos tanto como quisiéramos, pues tenía algo pensado para cuando quedáramos solo los cuatro. Atraídos por un cambio de aire, nos fuimos al balcón mientras duraban los formalismos. Afuera la temperatura no era muy distinta, pero el poco viento propiciaba una calma que no invitaba a hablar. Nos quedamos pasmados viendo cómo salían personas del edificio. No sé qué sentiría Leticia, pero a mí esos cuerpos que se alejaban bajo la luz turbia del alumbrado público me hicieron sentir abandono, me hicieron sentir que las palabras no bastarían para que ese rincón de la ciudad dejara de parecer sucio y de mal augurio.

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David irrumpió en el balcón y haciendo un gesto con la mano nos pidió que entráramos. La sala ya estaba ordenada. —Esta es mi casa —dijo Mariana. Y dándose media vuelta como si hubiéramos acordado seguirla, nos llevó por la cocina hacia un cuarto de ropas, abrió una puerta como la de un closet y nos hizo subir por un pasillo angosto al altillo de su apartamento. Alzar las manos unos pocos centímetros por encima de la cabeza era suficiente para tocar el cielo raso, hecho de una madera parecida, si no igual, a la de los saunas; no sé si ese es el color del roble o del abedul. Una pequeña ventana oval que sobresalía de una de las paredes le daba un aire náutico al lugar. —Por esto les había pedido que esperaran —nos dijo Mariana. Leticia y yo nos miramos. Como no hacía frío, debió ser la necesidad de completar la escena lo que movió a Mariana a prender la chimenea. Recuerdo que después de un rato de estar callados, David empezó a hablar de cómo la sensación de estar ahí le recordaba una choza que había tenido cuando niño. Debió ser la placidez que yo sentía en ese momento la que me hizo prestarle tanta atención. Contó que junto a su casa había un lote baldío con la yerba tan crecida que bastaba con adentrarse unos pocos pasos para dejar de ver la calle y ya no ser visto por nadie. Y que más adelante la altura del rastrojo disminuía y saltando un pequeño barranco se llegaba a un árbol de eucalipto. Seguramente a causa de una tormenta o un viento muy fuerte, una vez llegó al árbol y encontró un montón de ramas resquebrajadas pendiendo casi a la altura del suelo. El espacio entre estas ramas y el tronco le insinuó la choza. Rodeó el tronco con palos puestos en una forma cónica y luego los cubrió con hojas y con ramas. Al final la choza quedó como un tipi de nativo norteamericano. Pasaba las tardes allí, terminó creyendo que era operario de una nave que viajaba a diferentes alturas de un árbol que se elevaba de una manera infinita. Cada piso del árbol tenía su propio tipo de habitantes, aunque una sola lengua común. Para que la nave se encendiera, él tenía que empezar a cantar una canción que se fue haciendo más larga

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con cada nuevo viaje. Todas sus expediciones a las regiones arbóreas las dibujaba en un cuaderno. Mientras David hablaba, Mariana me miraba de reojo como buscando en mí una expresión de desprecio, pero la verdad es que por alguna razón no podía sino sentirme bien. Varias veces estuvo tentado a invitar a alguien más a su choza, terminó de decir David, pero temía que la nave no arrancara o lo que era peor, que se estropeara para siempre. Diría que durante ese momento, mientras estuvimos en silencio, los cuatro fantaseamos derivando por el árbol sin fin. De arriba abajo, extraviados adrede y cada vez más arriba en el ramaje, sin deseos de volver a tocar tierra, de regresar nunca más a ese baldío y lo que había más allá de él. La voz de Leticia interrumpió mi fantaseo. Primero la oí hacer un elogio de la nave-choza y luego dijo que el altillo en el que estábamos la hacía sentir como en el interior de una escafandra gigante. Mariana respondió diciendo que le divertía lo que podía suscitar un cuartico de servicio. David le reprochó que no entendiera de qué se trataba todo eso, y empezó hablar con naturalidad de borracho sobre cosas como las muñecas rusas y la forma de los caracoles. Si no estoy mal, Mariana le respondió que no había ninguna necesidad de ponerse sensibles, que la vida podía ser muy rara, pero evidentemente ese no era el momento ni el lugar para esa clase de temas. David condescendió al tono conciliador. En ese momento, la conversación fue interrumpida por un estruendo seguido de un ruido de vidrios rotos proveniente de la calle. Ninguno quiso levantarse a ver qué había causado el estallido. Leticia susurraba en mi oído algo relacionado con el olor ahumado del cojín sobre el que estábamos, mientras Mariana insistía en hacer una especie de evaluación de la noche. Ese le pareció un tema más apropiado. Habló de la gente, de las bebidas, de los muebles; pero evitó hablar de la presentación. No sé si se detuvo porque creyó percibir que nos importunaba. La verdad es que no me molestaba oírla hablar, su voz me parecía

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otro adorno que se amoldaba bien al hecho de estar en ese acogedor altillo del servicio; y lo último que me interesaba en ese momento era criticar a David. Debió pasar al menos una hora antes de quedarme dormido. Durante ese rato sentí que a Leticia y a mí la cercanía nos bastaba; estar así de juntos era como una afirmación, una certeza a la que un gesto o una palabra habría restado intensidad. Esa plenitud contagiaba todo lo demás. No sé por qué me puse a recrear las facciones sórdidas del Gavilán Humberto y esta vez me parecieron libres y apasionadas; recordé la incomodidad de mi cuerpo durante el concierto y fue como recordar la sed cuando se ha bebido bien; volví a la imagen de la calle por la que se alejaban los invitados bajo esa luz tan triste y me parecía que la belleza fotográfica del cuadro justificaba su desolación. Asumí que todos nos encontrábamos bajo el mismo estado de placidez, sentía ese momento como una grieta de silencio que había necesitado de cada uno de los que estábamos ahí para existir; como si las vidas de los cuatro estuvieran conformadas por miles de trazos erráticos que al superponerse dieran lugar, por un momento, a una isla blanca que al mínimo cambio de contorno acabaría por disolverse. Creo que me subí un poco de tono. Estoy escribiendo como si hubiera tomado. Mañana quisiera levantarme temprano.

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Esta primera entrega de Visitas a Mediacuesta corresponde al primer capĂ­tulo de la novela. Espere el siguiente capĂ­tulo para el prĂłximo domingo.




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