Noche buena
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Era un día de Navidad. Todos habían ido a la iglesia, excepto la abuela y yo. Me parece que estábamos completamente solas en casa. No habíamos podido ir con los demás; una por demasiada niña, la otra por demasiada vieja. Y las dos estábamos tristes por no poder oír el canto de los villancicos, ni ver las lucecitas navideñas. Pero estando así sentadas, solas, empezó la abuela una de sus narraciones. Érase una vez un hombre –dijo– que salió una noche muy obscura para procurarse fuego. Iba llamando de puerta en puerta y decía: “Buenas gentes, ¡ayúdenme! Mi mujer acaba de tener un niño y necesito encender fuego para calentarla a ella y al pequeño. El hombre anduvo y anduvo. Por fin divisó a
Encaminó hacia allí sus pasos y vio que la fogata ardía al aire libre. Multitud de ovejas dormían alrededor del fuego, y un pastor ya anciano velaba en la noche.
Cuando el hombre que buscaba fuego se acerco al rebaño, vio que tres perros enormes dormían a los pies del pastor. Los tres se despertaron a su llegada y abrieron sus anchas fauces como disponiéndose a ladrar, pero no se oyó sonido alguno. El hombre vio como se les espinaba el pelo del espinazo, vio como relucían al resplandor del fuego sus dientes afilados y blancos, y cómo se abalanzaban sobre él. Sintió que uno de ellos intentaba alcanzar sus piernas, y otro su mano, y el tercero se colgaba de su garganta. Pero las quijadas y los dientes con que los p e r r o s p r e t e n d í a n m o r d e r n o l e s obedecieron, y el hombre no sufrió el menor daño.
Hasta aquí había contada la abuela sin ser interrumpida, pero al llegar a este punto no pude contenerme y pregunté:
–¿Por qué no se movieron abuelita? –Pronto lo sabrás –contesto ella– y siguió la historia.
–Cuando el hombre ya se hallaba casi junto al fuego, el pastor le miro. Era un viejo adusto, desabrido y duro para todos. Al ver a cercarse a un extraño, u n c a y a d o l a r g o puntiagudo, que solía tener en las manos cuando apacentaba el rebaño, y lo arrojo contra él. Y la vara salió disparada hacia el hombre, pero antes de llegar a él se desvió, y sin rozarle se perdió lejos en campo. De nuevo interrumpí a la
abuelita:
–Abuela, ¿por qué no quiso el bastón pegar al hombre?
Pero la abuela no me respondió y siguió su narración.
–Entonces el hombre se acerco al pastor y el dijo: “amigo, ayúdame y préstame un poco de tú fuego. Mi mujer acaba de tener un niño y necesito calentar a ella y al pequeño. “toma el que necesites” le dijo. Pero el fuego estaba casi consumido. No quedaban ya troncos ni ramas, sino sólo un gran rescoldo, y el forastero no tenía ni pala ni cubo con que transportar las rojas ascuas. Al Advertirlo el pastor repitió: “toma lo que necesites”. Y se alegró de que el hombre no pudiese llevar nada. Pero el hombre se inclinó, sacó con sus manos desnudas los carbones ardientes de entre la ceniza y los colocó en su manto. Y los carbones no quemaron sus manos cuando los toco, ni
quemaron su manto, sino que los llevó tan fácilmente como si hubiesen sido nueces o manzanas.
Pero al llegar aquí fue interrumpida por tercera vez la narradora:
–Abuelita ¿por qué no quiso el carbón quemar al hombre?
–Ya lo sabrás dijo la abuelita y siguió contando.
–Cuando el pastor, que era un hombre tan malo y adusto, vio todo aquello, empezó a asombrarse y se dijo “¿Qué noche puede ser ésta en que los perros no muerden a los extraños, las ovejas no se asustan, las lanzas no matan y el fuego no quema?
Llamó al forastero le dijo: ¿Qué noche es ésta? ¿Y porque todas las cosas muestran tanta misericordia? Entonces el hombre dijo: “yo no puedo decírtelo, si tú no lo vez por ti mismo”. Y quiso partir para encender pronto el fuego y
poder calentar al niño y a su mujer.
Pero el pastor pensó que no quería perderlo de vista, sin conocer el motivo del porque tanta misericordia en esta noche de estrellas brillantes en el cielo. Caminaron durante un rato por el prado y al dar la vuelta a un recodo, el hombre entró a una gruta, y el pastor inquieto y un poco inseguro se dispuso a seguirlo, pero justo en ese instante su corazón se le encogió y unas gruesas lágrimas de felicidad y paz resbalaron por sus mejillas al contemplar una multitud de ángeles que pululaban a la entrada de la gruta, todos a la expectativa de lo que allí dentro sucedía. Entonces sus ojos vieron lo que sus sentidos le habían ocultado y vio que en esa noche y en una humilde gruta había renacido el amor, la esperanza y la fe, y que estarían en esta tierra de ahí en adelante para todos los hombres, mujeres, niños y niñas que pudieran acogerla en su corazón y compartirla con su prójimo.