NORBERTO

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Norberto Nucagorda

Norberto Nucagorda

El rinoceronte desnudo
El rinoceronte desnudo

NORBERTO NUCAGORDA

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EL RINOCERONTE DESNUDO
Norberto Nucagorda
Michael Ende
Fantástico
La vida en comunidad
El diálogo Número de palabras: 3746
estimado de lectura: 15-20 minutos
de lectura: Guiada o personal

Érase una vez un rinoceronte que se llamaba Norberto Nucagorda. Vivía en mitad de la ancha estepa africana, en las cercanías de una charca cenagosa, y era muy desconfiado. Bueno, ya se sabe que todos los rinocerontes son desconfiados, pero en el caso de Norberto la cosa, como verán, iba demasiado lejos…

–Es absolutamente necesario –solía decirse a sí mismo– ver en cualquiera a un enemigo, pues así, por lo menos, nunca nos llevaremos una sorpresa desagradable. En el único en el que puedo confiar es en mí mismo, ésa es mi filosofía.

Estaba orgulloso de tener incluso una filosofía propia, pues ni siquiera en esto quería fiarse de nadie.

Como se ve, en el aspecto intelectual Norberto Nucagorda no era precisamente una lumbrera, en cambio, en el aspecto físico era prácticamente invulnerable. Tenía una plancha de blindaje a la izquierda y otra a la derecha, una delante y otra detrás, una arriba y otra abajo, en resumen: en todas y en cada una de las partes de su voluminoso cuerpo. Y como arma no sólo le bastaba, como a la mayoría de los de su especie con tener un solo cuerno en la nariz, sino que él tenía dos: uno grande delante del todo y otro más pequeño atrás, como reserva en caso de que alguna vez no fuera suficiente con el grande. Ambos eran agudos y afilados como sables de turco.

–Es absolutamente necesario –se decía Norberto Nucagorda– estar siempre preparado para lo peor.

Cuando caminaba pesadamente por su sendero a través de la estepa, todos se apartaban de su camino. Los animales pequeños le tenían miedo, y los más grandes evitaban encontrarse con él por sentido común. Incluso los elefantes preferían evitarlo, pues Norberto era

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un tipo irascible y armaba bronca por la cosa más insignificante. Y cada día que pasaba era peor.

Llegó, pues, un momento en que, para los demás animales ir a la charca a calmar su sed equivalía a poner la vida en peligro, los cachorros ya no podían jugar ni bañarse allí y ni siquiera los pájaros podían cantar, pues inmediatamente llegaba corriendo el furioso Norberto Nucagorda y lo pateaba todo gritando que lo estaban atacando.

Las cosas no podían seguir así; en eso estaban todos de acuerdo. Por ello, los animales convocaron una reunión a fin de discutir qué era lo que se podía hacer. Y para que realmente todos pudieran participar en la misma, todos y cada uno de ellos prometieron solemnemente que se comportarían en paz y concordia, ya que, como es de suponer, entre ellos, había muchos que no eran precisamente amigos.

La noche fijada se reunieron, pues, en un pequeño y profundo valle que había a varias millas de distancia para poder hablar con toda tranquilidad y sin que Norberto Nucagorda los molestara.

El león Ricardo Roncasfauces, que debía ocupar la presidencia, se subió a un peñasco.

–¡Silencio!– tronó en medio de los mugidos, berreos, trinos y graznidos generales e inmediatamente se hizo el silencio –Muy brevemente y sin rodeos –prosiguió el león, que aborrecía los discursos largos– todos saben bien por qué estamos aquí. ¿Quién tiene alguna propuesta que hacer?

–Yo gruñó el jabalí Bertoldo Cerdoso

–¡Habla! –refunfuñó Ricardo Roncasfauces

–La cosa es muy sencilla –explicó el mamífero. Nos juntamos y nos abalanzamos todos al mismo tiempo sobre Norberto. En un abrir y cerrar de ojos lo dejamos más aplastado que una tortilla; luego lo enterramos y en paz.

–¡Perdone querido! –Trompeteó una elefanta ya de mediana edad.

¡Perdone, pero ese plan demuestra que tiene usted muy bajos

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sentimientos! ¡Todos contra uno!

Aida Trompatierna, que así se llamaba la dama, se abanicó indignada con sus gigantescas orejas –¡En nombre de la dignidad animal, yo rechazo la propuesta del señor Cerdoso! ¡Desde el punto de vista ético, es reprobable y vil!

¿Cómo? Gritó enojado el Bertoldo ¡Norberto Nucagorda también es vil! ¡Hay que pagarle con la misma moneda!

–Yo –replicó, muy indignada, Aida Trompatierna– no quisiera caer tan bajo ¡Usted, señor Cerdoso, no tiene ninguna clase! Además, estoy segura de que Norberto Nucagorda no se dejará –como usted dice– aplastar tan fácilmente como una tortilla. Naturalmente, se defenderá y aplastará antes a alguno de los respetados animales aquí presentes, o lo ensartará con su cuerno… –Bueno –gruñó Bertoldo Cerdoso–, con algunas víctimas siempre hay que contar… –¡El que tenga ganas de ser una de esas víctimas –añadió Aida Trompatierna –que dé un paso al frente! Nadie dio un paso al frente, ni siquiera Bertoldo Cerdoso. La dama elefanta asintió significativamente y concluyó: –¡Ya lo ven! –Se rechaza la propuesta de Bertoldo Cerdoso –aulló el león– ¡El siguiente, por favor!

Entonces se adelantó un viejo marabú, cuya pelada cabeza ya estaba un poco enmohecida de tanto pensar. Se trataba del Profesor Eusebio Perforalodos.

El marabú se puso muy tieso, hizo ampulosas reverencias en todas las direcciones y comenzó: –¡Muy distinguido público! ¡Queridos colegas! ¡Ejem,…! Según mi opinión, absolutamente competente, el problema que nos ocupa sólo se puede resolver de forma y manera pathomelanzánica… ¡ejem…! Como ya he demostrado en mi universalmente famosa obra sobre la acifoplasis cataclística de los escleptotomios debrófilos…

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Un suspiro recorrió el auditorio, pues todo el mundo sabía que el Profesor Perforalodos siempre hablaba extensamente y de una manera incomprensible; incomprensible no sólo por su rechinante voz, sino, sobre todo por su forma tan elevadamente científica de expresarse. –Resumo, pues –concluyó después de un rato más que considerable–En el caso de Norberto Nucagorda, se trata de una clara psymulación específicamente urebolana de la énfasis kaurepathomalística, la cual, con toda seguridad, se puede simbotormir mediante comunicación semántica o incluso extrospinatizar por completo. Se inclinó con otra pomposa reverencia en espera de los aplausos, pero éstos no se produjeron. –Muy interesante, querido profesor –dijo Ricardo Roncasfauces, que intentaba reprimir un bostezo tapándose, indolente, la boca con la zarpa–, muy interesante, pero ¿podría usted explicar, quizá con palabras más sencillas, a los profanos en la materia qué es lo que tenemos que hacer?

–Pues bien…ejem… es difícil de explicar, claro –vaciló el marabú rascándose apurado, con la garra su enmohecida cabeza. He expuesto que… ejem… expresado, por decirlo de algún modo, en lenguaje popular, que… ejem… habría que hablar sencillamente con el rinoceronte por las buenas, que habría que explicarle…ejem… amablemente lo infeliz que se siente en realidad por ser como es.

¡Inténtelo usted! exclamó riéndose la hiena Margarita Horriblegrita.

–Mi vida –dijo el profesor en tono recriminatorio– está consagrada a la investigación para la ejecución práctica. Así que también aquella propuesta fue rechazada. El profesor Eusebio Perforalodos batió ofendido las alas y volvió a su sitio pavoneándose sobre sus finas patas. Entonces pidió la palabra un perrillo de las praderas, que iba acompañado por su numerosa familia y se llamaba Hércules

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Aleeehop.

–¿Qué les parece –chilló alegremente– si excavamos una trampa? El rinoceronte caería en ella y tendría que quedarse allí hasta que reventara…, o se vuelva bueno.

–Hum… –masculló el león–, ¿y dónde vamos a excavar la trampa?

Hércules Aleeehop escupió saliva en sus patas con gesto emprendedor y exclamó:

–¡Pues en el lugar por donde ese tipejo pasea todos los días, naturalmente! ¡Es un animal de costumbres tan fijas que siempre utiliza el mismo sendero!

–¿Y cuándo tiempo tardarías –preguntó, sin perder aún la paciencia, Ricardo Roncasfauces– en tener lista una trampa en la que quepa el rinoceronte?

Hércules Aleeehop lo calculó rápidamente y dijo: –Pues, como poco, unos diez o doce días.

La hiena Margarita Horriblegrita volvió a soltar una de sus típicas y desagradables risotadas y exclamó:

–¿Y crees que, entretanto, Norberto se va a quedar con los brazos cruzados, mirando pacíficamente? ¡No, nos ensartará con su cuerno o nos aplastará con sus patas! ¡Eso es lo que hará! ¡De ninguna manera caerá en la trampa! ¿Tan tonto lo consideran? Ricardo Roncasfauces sonrió burlón y le bastó con hacer un simple gesto de desaprobación con su zarpa para que Hércules Aleeehop se retirara cabizbajo. Hubo aún una docena de propuestas de otros animales, pero, analizadas con detenimiento, se vio que ninguna de ellas podía llevarse realmente a la práctica. Y un desconcertante silencio cayó sobre toda la asamblea. Entonces se adelantó la gacela Dolores Siempreseespanta, miró a todos uno por uno con ojos lacrimosos y dijo en voz baja: –Ya lo único que nos queda es recoger nuestras cuatro cosas y emigrar a otra región donde estemos a salvo de Norberto Nucagorda

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–¿Huir? –Rugió Ricardo Roncasfauces, lanzando a la pobre Dolores una mirada tan furiosa que ésta casi se desmaya. ¡De eso nada! Apenas había terminado de decir aquello, cuando se oyó a lo lejos como un extraño trueno. Algo que, a medida que se iba acercando, parecía un bufido, un gruñido, un estampido, un estruendo, una explosión… como si un terremoto se aproximara hacia la asamblea. Y al fin resonó el furibundo alarido de Norberto Nucagorda. –¡Banda de miserables!” ¡Ahora sí que les he encontrado! ¿Me toman por tonto o qué? ¿Creen acaso que no me he dado cuenta de que estaban tramando a mis espaldas un plan para atacarme? ¡Pero para eso tenían que haber madrugado más! ¡Ahora les voy a enseñar yo, de una vez por todas, qué es lo que sucede cuando me provocan! ¡Menuda limpieza voy a hacer!

Gracias a Dios, sin embargo, Norberto no pudo hacer realidad aquella amenaza, pues cuando llegó al profundo valle, ya no quedaba allí ni un solo animal. Hasta el león y los elefantes habían preferido despejar el campo a toda velocidad. El rinoceronte tuvo que conformarse con destrozar algunas palmeras, hasta dejarlas convertidas en astillas, para descargar su ira contra algo. Luego regresó trotando a casa, insatisfecho y furioso, en medio de aquella noche de luna llena, gritando a t r a v é s de la estepa en todas direcciones. –¡Ay de aquel que vuelva a dejarse ver por aquí! ¡Se me ha agota do la paciencia! ¡A todo el que vea, sea q u i e n s e a , l o h a r é picadillo! ¡Oigan bien, banda de cobardes y traidores!

Aquellas palabras impresionaron profundamente a todos cuantos las oyeron, pues nadie dudaba de que el rinoceronte cumpliera sus amenazas. Se le podía tachar de

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cualquier cosa menos de ser un tipo voluble. Muchos animales, sobre todo los mansos y los más indefensos, acabaron por dar la razón a la gacela Dolores y emigraron aquella misma noche con sus familias a otras regiones en las que pudieran estar a salvo de Norberto Nucagorda. La voz se corrió rápidamente y otros muchos animales se decidieron por hacer lo mismo; cuantos más se marchaban, más miedo tenían los pocos que iban quedando. Incluso el propio Ricardo Roncasfauces acabó diciendo que él solo no podía hacer nada contra el rabioso rinoceronte, y una noche emprendió el viaje de retirada con su esposa y tres hijos. Ya no quedaba absolutamente nadie, salvo Norberto Nucagorda… y alguien más. Ese alguien, por cierto, estaba acostumbrado a que todos los demás siempre lo marginaran; en primer lugar, porque era muy pequeño, y luego, porque ejercía un oficio que todos consideraban útil y agradable, sí, pero a la vez tan grosero que, sencillamente, ni siquiera merecía la pena citarlo.

Era Carlitos Garraqueagarra, el picabuey. Un pequeño pájaro con un pico de color rojo chillón y muy irrespetuoso. Se pasaba la vida paseando por los lomos de los búfalos, elefantes e hipopótamos, trepando arriba y abajo por sus costados y arrancando con su pico cualquier bicho que allí se hubiera incrustado.

El caso es que Carlitos Garraqueagarra aún seguía allí. No le tenía ningún miedo a Norberto Nucagorda, pues era demasiado pequeño y demasiado ágil como para que el rinoceronte pudiera hacerle nada.

Pero le indignaba que Norberto le hubiera espantado a toda su clientela, y por eso había ideado un plan para poder acabar, a su manera, con el rinoceronte.

Se fue volando hacia él, se posó sobre el gran cuerno delantero que tenía en la nariz, afiló en él su desvergonzado pico y trinó: –¿Cómo se siente uno de vencedor?

Norberto levantó la vista, lo miró con ojos bizcos gruñó:

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¡Fuera de ahí! ¡Ordeno que se me respete! ¡Desaparece inmediatamente!

–Tranquilo, tranquilo –dijo Carlitos. Así que ahora te has convertido en el único dueño y señor, ¿eh Norbertito? Nadie puede negar que has obtenido una gran victoria, lo reconozco. Pero ¿no te falta todavía algo?

–No, que yo sepa –gruñó Norberto. –Sí –dijo Carlitos–, aún te falta una cosa que todo vencedor y todo soberano obligatoriamente debe tener: un monumento. –¿Un qué…? –preguntó Norberto.

–Un vencedor o un soberano que no tiene ningún monumento –le explicó Carlitos– no es un verdadero vencedor ni un verdadero soberano, ¿lo sabías? En todas las partes del mundo a las personalidades importantes como tú siempre se les exige un monumento. Tú también deberías hacerlo. Norberto se quedó mirando fijamente con cara de bobo, como hacía siempre que reflexionaba profundamente. Sin duda, aquel pájaro tenía razón. Él, Norberto Nucagorda, era un vencedor y un soberano, y, sobre todo, una personalidad importante. Así que también él quería tener un monumento.

–¿Y cómo se consigue una cosa de esas? –preguntó. Carlitos Garraqueagarra ahuecó las plumas. –Claro, en tu caso va a ser bastante difícil, pues, por desgracia, ya no queda nadie que te erija uno. Tendrás que hacerlo tú mismo. –¿Y cómo? –quiso saber Norberto –Primero tiene que parecerse lo más posible a ti –dijo Carlitos–, para que se vea diariamente a quién se dedica el monumento. ¿Sabes tallarte a ti mismo en madera o labrarte en piedra?

–No –reconoció Norberto–, no sé.

¡Lástima! dijo Carlitos ; entonces no podrás tener ningún monumento. –¡Pero yo quiero tener uno! –Gruñó furioso Norberto. ¡Haz el favor

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de pensar!

Carlitos hizo como si estuviera reflexionando profundamente y paseó de un lado a otro por la cabeza de Norberto, con las alas recogidas a la espalda.

–Puede que haya una posibilidad –dijo finalmente–, pero me temo que sería demasiado agotadora para ti –¡Para mí no hay nada demasiado agotador! –Bufó impaciente Norberto. ¡Así que dímelo!

–Tienes que ser tú mismo tu propio monumento –soltó Carlitos

–Ajá… –gruñó Norberto volviendo a mirar fijamente y con cara de bobo.

Tardó un rato en comprender la propuesta de Carlitos, pero le acabó gustando. Incluso se puso de buen humor.

–¿Qué es lo que tengo que hacer? –preguntó

–Tienes que subirte –le explicó Carlitos– a un alto pedestal para que se te vea desde lejos. Y entonces tienes que quedarte quieto, como si fueras de bronce, ¿comprendes?

–Comprendo –gruñó Norberto y echó a correr al trote. No lejos de allí, había una enorme roca en medio de la estepa. En ella se subió Norberto y adoptó la pose convenida. Carlitos lo examinó por todas partes, guardando, por si acaso, la debida distancia.

– ¡Levanta un poco más la pata trasera izquierda! –exclamó. ¡Así está bien! ¡La cabeza, un poco más alta! ¡Debes mirar orgulloso y triunfal hacia la lejanía!

– Pero es que soy miope –refunfuñó Norberto.

– Pues entonces mira hacia el futuro –propuso Carlitos. Además, eso da absolutamente igual, pues un monumento no tiene que mirar, sino que tienen que mirarlo a él. Así estás fabuloso. Tienes un aspecto imponente. ¡Quieto! ¡Ahora ya no te muevas!

Voló hasta Norberto y se posó de nuevo en su gran cuerno. –Ahora ya tienes todo lo que un soberano debe tener –dijo–, incluso

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un auténtico monumento, ¡y menudo monumento! ¡Será la envidia de todos! Todas las generaciones venideras te contemplarán maravillados y susurrarán con veneración tu nombre ¡Norberto Nucagorda! A no ser, naturalmente, que te derroquen a ti o a tu monumento, aunque el resultado sería el mismo.

El rinoceronte, que ya no debía moverse, levantó preocupado la mirada hacia Carlitos Garraqueagarra y, sin mover los labios, murmuró:

–¿Y eso qué quiere decir?

–Bueno, pues a veces sucede –gorjeó alegremente Carlitos– que los soberanos son derrocados; por ejemplo, por medio de una revolución. Y cuando un soberano es derrocado, también se derroca, naturalmente, su monumento, pues si alguien derrocara el monumento de un soberano que no ha sido derrocado, el individuo en cuestión, naturalmente, iría a parar a la cárcel o sería ejecutado. A no ser que consiguiera huir a tiempo.

–Un momento, un momento…–cortó Norberto. ¿Cómo es eso?

–¡Bah! –Respondió como de pasada Carlitos–; no te preocupes por eso, gordito. ¿Quién iba a derrocarte a ti o a tu monumento, que, como ya he dicho, para el caso es lo mismo? Salvo que seas tú el que te derroques a ti mismo…

–¿Y eso? –Preguntó cada vez más confuso Norberto. ¿Cómo es eso de que salvo que me derroque yo a mí mismo? –Sí, hombre… por ejemplo, si te bajas de aquí –respondió Carlitos–, habrías derrocado tu monumento. Entonces una de dos: o seguirás siendo el soberano o habrías dejado de serlo. Si te hubieras derrocado como soberano, entonces tendrías que ejecutarte, pues eso es lo habitual en cualquier revolución. Pero si sólo hubieras derrocado tu monumento, entonces tendrías que ejecutarte también, porque, claro, aún seguirías siendo el soberano, a no ser que huyeras a tiempo antes de que pudieras cogerte preso a ti mismo. Eso está clarísimo, ¿no?

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–¡Maldita sea! –Murmuró Norberto. ¡No me había imaginado que fuera tan difícil!

–Sí claro –dijo Carlitos–; por eso solamente las personalidades más importantes tienen monumentos. Pero tú ahora tienes tiempo de sobra para reflexionar a fondo sobre todo esto. ¡Adiós, gordito! Yo ahora me voy a buscar otro país donde pueda ejercer mi oficio con más probabilidades de éxito, pues, por desgracia, sólo contigo no voy a poder saciar el hambre.

Dicho lo cual, el pájaro se marchó de allí y su gorjeo sonó más bien como una carcajada.

Norberto Nucagorda, por su parte, se quedó allí quieto convertido en su propio monumento y sin atreverse a moverse. Llegó el crepúsculo, Llegó el fulgor de la luna, Llegó la aurora Y llegó el calor del mediodía.

Norberto seguía allí, como si fuera de bronce, mirando orgulloso y triunfal hacia el futuro, a pesar de ser miope. Estaba muy contento de tener un monumento. Y así llevaba ya muchos días y muchas noches soñando despierto. Hubiera dado cualquier cosa por verse a sí mismo, ahora que ya no había nadie allí que pudiera admirarlo. ¡Seguro que ofrecía una imagen realmente grandiosa!

Pero, paulatinamente, comenzó a sentir hambre, mucha hambre, un hambre que acabó siendo completamente insoportable. “¿Y si me bajo un momento”, pensó “y cojo un bocado de hierba? ¡Nadie me va a ver!”

Pero recordó las palabras de Carlitos y le dio muchísimo miedo, pues eso significaba que iba a derrocar su propio monumento…, o peor aún, a derrocarse a sí mismo como soberano. ¿O cómo era aquello? Se puso a cantar. Llegó el crepúsculo,

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Llegó el fulgor de la luna, Llegó la aurora, Y llegó el calor del mediodía. Norberto seguía allí, de pie, intentando poner en orden sus ideas. Si se bajaba, se derrocaría a sí mismo de una manera o de otra. Si se derrocaba como monumento, tendría, como soberano, que cogerse preso y ejecutarse a sí mismo. A no ser que huyera a tiempo antes de que, como soberano, él mismo se diera cuenta. ¡Pero eso era imposible! Si se derrocaba como soberano, entonces, como insurrecto, tendría que huir de sí mismo o, de lo contrario, se encarcelaría y se ejecutaría a sí mismo, pero ¿podría huir acaso sin que él mismo se diera cuenta? Eso tampoco podía ser. Así que, de todas, tenía que quedarse allí de pie, sin moverse, o, si no, de una manera o de otra ocurriría una desgracia. Pero como aquella decisión no mitigaba ni lo más mínimo el hambre tan espantosa que tenía, Norberto Nucagorda empezó poco a poco a desconfiar, a desconfiar de sí mismo. ¿Resultaría al final, incluso, que él mismo era su más peligroso enemigo, sólo que hasta entonces nunca se había dado cuenta de ello? Decidió que, en cualquier caso, se vigilaría estrictamente a sí mismo y no se quitaría ni un segundo los ojos de encima, ni siquiera mientras estuviera dormido. ¡Ya se encargaría él de poder consigo mismo!

A Norberto Nucagorda realmente se le podía tachar de cualquier cosa menos de ser un tipo voluble.

Pero toda aquella vigilancia sobre sí mismo no pudo impedir que, a medida que iba pasando el tiempo, fuera estando cada vez más flaco y se fuera reduciendo lastimosamente dentro de su potente coraza. Hasta que una noche –muy oscura, por cierto, pues el cielo estaba completamente cubierto de negras nubes y amenazaba tormenta–Norberto Nucagorda se encontró ya tan flaco y tan pequeño, y además tan cansado y tan débil, que, sencillamente, no fue capaz de seguir manteniéndose en pie. Cayó pesadamente al suelo, pero, mira

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tú… ¡la coraza se mantuvo en pie!

Norberto, o lo que quedaba de él, se escurrió, así, por la parte inferior de la potente armadura y salió rodando roca abajo. Se hizo bastante daño en la caída, pues, sin coraza, la piel de Norberto estaba blanda y desnuda como la de un cochinillo. Aun así, se alegró de lo ocurrido, pues de este modo su monumento no había sido derrocado y él podía comer.

–¡Lástima –se dijo a sí mismo– que esté todo tan oscuro! Me gustaría ver qué aspecto tengo ahí arriba. En ese momento cayó el primer relámpago de la tormenta y, por un instante, iluminó la estepa como si fuera de día. Y Norberto pudo ver sobre la roca algo que jamás antes había visto, porque en la estepa africana no hay espejos: ¡vio realmente a su peor enemigo!

–¡Socorro! –gritó despavorido, y olvidándose de que tenía hambre y de que estaba cansado, salió de allí corriendo todo lo deprisa que sus débiles patitas le permitían. Desnudo como estaba, atravesó la estepa, atravesó el desierto, atravesó la selva a todo correr, pues, al igual que todos los demás animales, ahora también él quería llegar a un país en el que estuviera a salvo de sí mismo.

¿Qué ha sido de él? Nadie lo sabe. Tal vez siga corriendo aún por el mundo; tal vez, por el contrario, haya encontrado finalmente el país que buscaba y haya comenzado una nueva vida. Sin coraza. Si alguien se encuentra alguna vez con un rinoceronte desnudo, se lo puede preguntar.

Ahora ya solo resta decir que los demás animales fueron regresando paulatinamente, una vez que se corrió la voz de que el monumento estaba hueco.

Por cierto, que no ha sido derrocado, lo han dejado allí, en pie, para todas las generaciones venideras… ¡como advertencia!

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