El abrazo

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El abrazo

EL ABRAZO María Radó

SÉl oy alto. Más que el promedio. Piel oscura, gruesa, arrugada. Propia de mi edad de centenario largo. A mi follaje de hojas elípticas y redondas, cada primavera se agregan nuevas, zumosas y tiernas. Mi copa es densa, de tupida fronda. Dispenso una sombra generosa. Por ello también me llaman bellasombra.

Aunque, cierta vez escuché decir a dos jinetes que se apearon a mi lado, que dormir bajo ella trae mala suerte. Eso fue mucho tiempo atrás, cuando ocasionalmente pasaban gauchos a caballo, en procura del poblado de San Isidro.

Me aferro al suelo con mis raíces sinuosas, semejantes a colosales tentáculos. No tengo tronco. Mis tallos leñosos, caprichosamente contorneadas, surgen desde la gruesa base que forma un macizo pedestal irregular. No soy árbol. Soy arbustum. Pertenezco a la familia de las fitolacáceas. Soy Sylvanus. El ombú. Mi pasatiempo favorito: mirar el río interminable, sus gamas cambiantes de grises. Verlo fundirse con el firmamento en un abrazo tan íntimo que los límites se desdibujan. Cielo y agua se juntan, se amalgaman. Como si fueran amantes.

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Hablando de mala suerte. La tengo yo con mi lugar de nacimiento. Solo unos pasos más allá, en el parque sobre la barranca, del otro lado del muro, entre araucarias, palmeras y cipreses, estaría a salvo. Hasta los sauces, las casuarinas y los eucaliptos de la ribera tienen una existencia menos azarosa y más sosegada que la mía. Es un milagro que todavía esté aquí. Cuando instalaron el nuevo ferrocarril, me truncaron. Cercenaron mis ramas de ambos costados. De un lado interferían con el paso del tren, del otro con el de la gente. Quedé mutilado. Deforme. Durante todos los años de vida nadie me mezquinaba lugar. Me había acostumbrado a la libertad, a extenderme a mis anchas, al silencio poblado de pequeños rumores, al crecimiento descontrolado de yuyos y malezas, a la invasión de pájaros e insectos, a la ausencia de estrépitos y fragores causados por hombres y máquinas.

Al lado de la vía construyeron un paseo. Allí arremeten los humanos: a pie, en bicicleta, en patines. Se empujan, se embisten, se atropellan. Corren de un lado a otro como hormigas, sin la soberana mudez, la silenciosa perseverancia de aquellas. De día domina el ruido. Solo la noche trae descanso. Un paréntesis en la permanente duda: ¿hasta cuándo me dejarán vivir?

Lo peor: el tren. Una lejana vibración que se intensifica.

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El suelo comienza a trepidar. Se mueve; las sacudidas me llegan hasta la médula. Cuando el convoy pasa a mi lado, me estremezco todo, desde mis raíces hasta la corona. Son unos instantes que parecen interminables. Cuando el tren recorre la vía más cercana, la intensidad del temblor es casi intolerable. A veces temo no resistir. Más que nunca envidio a las criaturas que se mueven libremente de un lado a otro. Ansío tener piernas para correr, alas para volar. No raíces que, como cadenas inexorables, me atan al suelo en el lugar donde el azar me hizo brotar. Si tuviera piernas podría saltar el muro para entreverarme con tipas, paraísos, cedros y jacarandaes. Podría subir al tren y viajar lejos, conocer otros lugares. Si tuviera alas, podría cruzar a la otra orilla. ¿Será más de lo mismo o todo diferente? Vanas fantasías: un ombú no puede ni moverse, ni emitir sonidos. Si viniesen a talarme, no tendría la oportunidad de huir como el venado de la bala del cazador. Tampoco podré gritar mi protesta. Los estremecimientos que me recorren, las voces que me invaden, son ajenos. Algún pájaro que se posa en una de mis ramas, se hamaca, salta y vuelve a lanzarse a los aires; el viento que me usa como su instrumento para manifestar su buen humor o su desplacer. Susurra o silba entre mis hojas; ora hace tremolar mis ramas con dulzura, ora las agita con rabia.

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Envidio al caballo su galope, a la víbora su reptar, al insecto su vuelo. Envidio al pájaro su canto. Hasta a la rana su croar. Quisiera ser como ellos y no un gramináceo con aspecto de árbol, estático y mudo. Entre todos los seres vivientes, los que más envidio son los humanos. Por el don de la palabra. Qué privilegio: hablar. Poder expresar lo que se piensa, lo que se siente. ¡Cuántas veces hubiera querido comunicarme! Por el don del amor. Don supremo entre todos los dones. Cuán hermoso debe ser amar tan intensamente que el tú y el yo se confundan, se amalgamen. Como cielo y agua. Quisiera amar y ser amado.

Ella

Pedí a Aquiles que nos detuviéramos al lado del ombú.

Era mi primera salida después del accidente. Había sido un accidente estúpido. ¿Acaso no lo son todos? En un segundo, por algún descuido propio o ajeno, por una decisión equivocada, por estar en el lugar errado, la vida cambia. Alguien sano se convierte en lisiado, temporal o permanente. Los médicos me prometieron que en algunos meses, no precisaron cuantos, me habría olvidado del asunto. Pero por ahora estaba confinada a una silla de ruedas. Los actos más banales de la vida cotidiana se transformaron en hazañas heroicas. Acostarse, levantarse, bañarse, vestirse –hasta

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cepillarse los dientes–, se volvieron aventuras riesgosas que, además de una planificación estratégica, exigían decisión y valor. Y también habilidad. Hacer equilibrio parada en una sola pierna. No volver a caerse. No sacar de su lugar ese largo clavo que junta los dos pedazos de un hueso en la ingle que, a mi sorpresa, resultó ser el de la cadera. Hasta mi accidente, al pensar en caderas, tenía la visión de movimientos rítmicos, de sensuales meneos. Nunca se me hubiera ocurrido asociar la ingle con ese oleaje de carnes en armonioso avance. Aquiles acercó mi silla, lo más que pudo, a la base troncosa, ancha como una mesa. Extendí las dos manos y las posé, palma abajo, sobre la arrugada corteza. Asombrada, las volví a retirar: ¡el tronco quemaba! ¿Sería posible? Cautelosa, puse las manos otra vez sobre la áspera madera. No me había equivocado. Del monumental arbusto emanaba un calor persistente. Intenso, pero sin quemar, me entraba por las palmas, trepaba por mis brazos. Era una sensación desconocida, vigorizante. Poco a poco bajé mis defensas y me abrí a las ondas de energía que comenzaron a fluir por todo mi cuerpo. Fijé la vista en la corteza rugosa, de un marrón apagado. Parecía la piel de un viejo paquidermo. Cerré los ojos. Al instante estuve rodeada de una cálida luz rojiza. Era como si hubiese entrado al interior del enorme arbusto. Me

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sentía llena de una fuerza vital desconocida. Con súbita resolución apoyé el peso de mi cuerpo sobre las palmas recostadas en la base del ombú, y me paré –por primera vez después del accidente– sobre mis dos piernas. Retorné todos los días. Al principio todavía en silla de ruedas. Luego con muletas. Y finalmente sin auxiliares de apoyo, a la merced del dolor que me atizaba como un corsé de miles de agujas. El diafragma tenso, nuca, hombros, espalda y cintura contraídos en un solo calambre, pasé mi peso de una pierna a la otra, avanzando penosamente, paso a paso, hasta el ombú salvador. ¡Qué alivio, poder aferrar ese basto tronco, cerrar los ojos y zambullirse en el torbellino energizante! Abandonarse al caos de sensaciones fantásticas, emocionantes, difíciles de describir: mi cabeza comenzaba a girar, más y más rápido; era como si se alargase, semejante a un tubo telescópico, por donde yo salía de mí misma, creciendo, elevándome, a un ritmo más y más vertiginoso. Más y más alto. Más y más lejos. Me sentía liviana como el aire y al mismo tiempo poderosa. Era un sentimiento glorioso, embriagador. "Algún día me escaparé", pensé. Pero por ahora flotaba dichosa, como un barrilete astral, ligado al cuerpo maltrecho que se aferraba con ambas manos a la rústica base leñosa. Después de una breve eternidad de gozosa entrega, tiré de los piolines invisibles de mi

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voluntad para hacer descender mi espíritu, y volver a achicarlo al tamaño de mi forma terrenal. Para despedirme acaricié la rugosa piel llena de estrías y caminé. Esta vez era diferente; menos crispada, me movía con más confianza, con mayor soltura. El ombú también tenía otros visitantes: benteveos de vientre amarillo y coqueto antifaz; algún cardenal de penacho escarlata; zorzales pardos de rojiza pechera; una u otra torcaza de níveo collar; chingolos que parecían gorriones copetudos. Ocasionales bandadas de locuaces y escandalosas cotorras verdes. Unas minúsculas hormigas negras, que habían instalado su morada entre las tortuosas raíces, recorrían, diligentes, la base del tronco en donde yo solía apoyarme. Entusiastas, incorporaron mis brazos a su ruta, como si fueran otras ramas más. Ninguno de ellos me molestaba. No interferían en el coloquio con mi gigantesco amigo. Pero a veces, al llegar, encontraba a otros intrusos. Apoyaban sus bicicletas contra el ombú; se sentaban en el ancho tronco horizontal que se ofrecía para el descanso como un tosco banco de lomo redondeado; los más jóvenes y alborotados trepaban a las ramas más altas. En esos días me quedaba sin terapia. Me iba, cabizbaja. Decepcionada. Triste. Con rabia. Y, ¿por qué no?, celosa. Aquiles, mi único hijo, nació unos meses después de mi

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desembarco en este país, mi nueva patria. Le di el nombre de su padre, ya que no pude darle su apellido. Recién en el barco me di cuenta de que estaba embarazada. Al principio atribuí el atraso, las náuseas, a mi desesperación. Estaba enferma de desdicha. Tenía el corazón destrozado. Unos días antes del viaje, el padre de Aquiles me comunicó que no nos casábamos y que no vendría conmigo. Iba a ser el inicio de una nueva vida juntos. Habíamos decidido casarnos contra la voluntad de sus padres y emigrar. Éramos demasiado jóvenes. Y él demasiado débil. Optó por la vida cómoda, sin sacrificios. ¿Y la felicidad? ¿Y el amor eterno que nos habíamos jurado? Me dejó ir, sola. Sin promesas. Sin siquiera una palabra de aliento. Si hubiera sabido que yo esperaba un hijo suyo, ¿las cosas hubieran sido diferentes? Le escribí. No recibí respuesta. ¿El correo habrá perdido mi carta? ¿Sus padres la habrán interceptado? No supe más de él. Nunca más me enamoré. Soy mujer de un solo amor. Con el tiempo acepté lo inevitable. Años más tarde decidí casarme, para darle un hogar a Aquiles, pero no resultó. Creí que con la amistad alcanzaba y me equivoqué. Ahora vivo con Aquiles. Es un buen hijo. Algún día se casará. Entonces me quedaré sola. Aunque ya no tan sola. He encontrado al ombú. Aparte de Aquiles llegó a ser el ser viviente que más quiero en

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ese mundo. Quería darle un nombre. Jugué con la idea de llamarlo Aquiles a él también. Era el nombre de mi único amor. De mi único hijo. Pero no. El ombú debía tener un nombre que fuera solo suyo. Con ese voluminoso porte seguramente hubiera querido ser árbol. Decidí llamarlo Sylvanus. Pasaron los meses. Con la energía vital que me transmitía el ombú volví a caminar como antes. Ya no lo necesitaba. Sin embargo, no dejé de visitarlo ni un solo día. Era feliz en su compañía. Había nacido entre nosotros una relación muy especial. Con solo tocarlo y cerrar los ojos se establecía la comunicación. Fácil y fluida. Directa y sin rodeos. Sin el obstáculo y la limitación que significan las palabras. Sin la posibilidad de mentir. Ahora que ya no tenía que pedirle ayuda, solo disfrutaba de ese entendimiento mágico que habíamos logrado. Me dediqué a él, a averiguar sus deseos, sus temores. Yo le debía mucho. Quería retribuírselo en mi pequeña medida. Así supe que temía ser talado. Y descubrí su sufrimiento cada vez que pasaba un tren, especialmente en la vía más cercana a él. Con las manos apoyadas sobre su lomo, solía sentir la vibración del convoy que se aproximaba. Cuando él comenzaba a temblar violentamente de pies a cabeza, lo apretaba con todo mi cariño. Trataba de infundirle coraje. De tranquilizarlo. Devolverle algo de la energía que él me

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regalara tan generosamente. Tuve la satisfacción de notar, a medida que pasaba el tiempo, que soportaba mejor las sacudidas recurrentes causadas por los trenes, que pasaban a intervalos regulares en ambas direcciones. Ya no le importaba tanto, ya no vibraba en sus fibras más íntimas. Había logrado reducir la anterior agonía al grado de una simple molestia. ¡Qué feliz era por haber podido ayudarle!

Solía pasar horas a su lado. La gente me miraba, extrañada. ¿Quién iba a imaginarse lo que significaba para mí esa majestuosa mole vegetal?

Vinieron. De chaleco naranja y casco. Pusieron vallas de ambos lados. Para que no pasara nadie mientras trabajan. Traen una motosierra con motor a explosión. Siempre supe que algún día vendrían. Que era solo una cuestión de tiempo.

–Lástima que haya que sacarlo –dice el de la motosierra. –Debe de tener cien años. ¿Quién sabe?

Quizá hasta bastante más.

–Es un peligro para el tren –contesta su compañero. De todos modos, ya ha sido recortado de los costados. Dejó de ser un lindo ejemplar.

Colocan la hoja dentada en mi costado, cerca del suelo. La sierra se pone a cantar. Primero cortan una muesca

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horizontal. Luego una oblicua, de arriba para abajo. Sacan así un taco triangular de mi bajo tronco, del lado del paseo. Para que no caiga sobre la vía del tren. Ahora que está ocurriendo lo que temía desde hace mucho tiempo, me siento raro. Como si no fuera yo a quien le siegan la vida. Me duele el corte, pero no más que la vez que me amputaron las ramas laterales. Pienso en ella. ¿Qué dirá cuando se entere? Escucho el silbato del tren. Será la última vez que me moleste.

Entonces la veo. Viene del otro lado de la vía con paso enérgico. Mira en mi dirección. Se da cuenta de lo que está pasando. Se pone a correr como enloquecida. La barrera está baja. La sortea. No presta atención al silbato estridente que se hace continuo, ni al tren que se acerca. Se lanza sobre la vía, jadeante, sin mirar ni a izquierda ni a derecha. Con todos los músculos tensos, como una flecha disparada, logra cruzar a escasos metros delante de la locomotora. Entretanto los hombres han insertado la hoja de acero al otro lado de mi tronco, justo frente a la primera incisión. Siento la mordedura. Otra vez, la sierra se pone a cantar, cada vez más alto.

Les hago señas desesperadas.

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–Paren, paren, –grito. Derribo la valla. Se escucha un ruido seco. A madera que se rompe. Como un quejido. Veo las caras horrorizadas. Me vienen ganas de reír. Llegué tarde. Pero estoy a tiempo para abrir los brazos y recibirlo. Siento un golpe. Luego el desmayo. Estoy saliendo de mí misma. Elevándome. Más y más alto. Más y más lejos. Esta vez para no volver. Él No quería lastimarla.

Ahora la llevo conmigo. Nos elevamos juntos hacia las estrellas –el espectro del ombú y el alma de la mujer–, fusionados en un único haz de energía. Amalgamados en un abrazo donde el tú y el yo se confunden. Como cielo y agua. Como dos amantes.

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