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LOSCOS EN MAUTHAUSEN GUILLERMO VILLANUEVA ROCHE
LOSCOS en MAUTHAUSEN
El 10 de agosto de 2019, en la web del Periódico de Aragón, aparece la siguiente noticia: Uno de cada siete españoles muertos en los campos nazis era de Aragón. En el desarrollo de la noticia, el periodista relata que un total de 649 aragoneses se encuentran entre los 4.427 españoles que, según publica el Boletín Oficial del Estado (BOE), forman parte del registro de fallecidos en los campos de concentración nazis de Mauthausen o de Gusen (dependiente del anterior, a sólo cuatro kilómetros de distancia y con funciones de exterminio, razón por la que en él murieron la mayoría de aragoneses). Por provincias, sería Huesca de la que procedían el mayor número de los asesinados aragoneses en estos campos (con 259 nombres es la quinta provincia con más prisioneros) seguida de Zaragoza, con 207, y de Teruel, con 183. Todos ellos eran tremendamente jóvenes, pues pocos pasaban de los 30 años.
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La noticia me dejó muy impresionado pero quedó ahí, en el almacén de tragedias humanas incomprendidas e irracionales, sólo de vez en cuando ha surgido la conversación con personas interesadas por este tema, pero sin profundizar en él, como de soslayo. Hasta que un día reciente, quedamos con una pareja de amigos en Zaragoza y él me comentó que uno de los libros que tiene escritos, ha sido seleccionado para ser publicado. El libro, cuyo título es “El sobreviviente”, narra de forma biográfica ficticia las vivencias de un joven nacido en 1926, de padres aragoneses, en un período de tiempo muy convulso que va desde el año 1938 al 1947, con recorrido geográfico por Cataluña, Francia, Austria y Aragón. Entre las personas que aparecen en la novela cita a republicanos turolenses que coinciden con él en Mauthausen. Le pedí permiso para tomar algunos párrafos de su libro para publicar en la revista. Concedida la licencia, aquí va su aportación para Oriche (1).
“Me llamo Felipe García Sanmartín, tengo solo 23 años y he sobrevivido a dos guerras y a un campo de exterminio nazi. Soy oriundo del bajo Aragón. Mi padre de Alcañiz y mi madre de Calaceite, pero mi familia ha residido siempre en Cataluña, pues mi padre era carabinero. Como es sabido el Cuerpo de Carabineros permaneció leal a la Republica y sus miembros, como profesionales cualificados, alimentaron muchas unidades de élite del Ejército Popular. En enero de 1939 y tras la evacuación de Barcelona, una riada interminable de civiles desesperados, hambrientos y ateridos de frío, serpenteaba con Exiliados republicanos la mirada fija en el horizonte, buscando la ansiada acogida en Francia. Una de aquellas familias atribuladas era la mía. Madre con tres criaturas: Felipe servidor-, 15 años, María, 12 años y Andrés, 7 años. Entre los restos del ejército republicano en retirada, buscábamos a mi padre. A las afueras de
Figueras, nos estaba esperando. Emoción. Alegría. Abrazos. También preocupación e incertidumbre de futuro. Lo encontramos en un estado deplorable: demacrado, famélico, agotado. Lo vimos envejecido, con escasamente 40 años. Su uniforme descuidado, su pelo ralo, su sonrisa triste, el apagamiento de sus ojos conformaban una figura humillada, vencida. Todas las privaciones y miserias de la guerra confluían en su persona. No había marcha atrás. Su compromiso con la República lo hacía reo de represalias y desquites. Así pues, seguimos todos unidos en busca de un exilio liberador. Cuando nos disponíamos a cruzar la línea, se oyó una voz por megafonía: “Attention. Attention, Citoyens espagnols, les femmes et les enfants à gauche, les hommes à droite. Allez, allez, vite, vite. Les hommes à droite et les femmes et les enfants à gauche. Allez, rapide, rapide”. “Atención, atención, ciudadanos españoles, las mujeres y los niños a la izquierda, los hombres a la derecha. Vamos, vamos, rápido, rápido.”
Fue una separación lacerante, desgarradora, traumática. Mi padre y yo fuimos internados en el inmenso arenal de la playa de Argelès-sur-Mer. El pobre, extenuado y devorado por la fiebre, agonizaba. En su delirio, nombraba a mi madre y mis hermanos sin parar. Nunca los volvería a ver. Solo aguantó dos días. Lo dejaron morir como un perro en una zanja de la playa. ¡Malditos!. Entre estertores y espasmos, vi iluminarse su cara cuando su mirada perdida se encontraba con la mía. Mi sonrisa suavizaba sus muecas de dolor hasta que se fue agostando, consumiendo, apagando. Luego supe que mi madre y mis hermanos fueron conducidos, en tren, al Norte. Los llevaron al campo de refugiados de Les Alliers, en Angulema.
En Argelès, mi juventud y fortaleza física fueron fundamentales para sobrevivir en aquel tártaro de penuria e indigencia, en aquel orco de enfermedad y muerte, en aquel báratro de pesimismo y desesperación. Rostros demacrados en cuerpos dolientes vagaban asustados, deseando el final de su tragedia. Pareciera que los granos de arenas de las playas de Argelès fueran lágrimas de los refugiados que con el frío se helaran y se hicieran piedras. Estamos en la segunda quincena de febrero de 1939. Vi piltrafas humanas deambulando sin rumbo por arenales inhóspitos, recitando soliloquios interminables que ellos mismos se responden; vi puños de rabia desafiante acompañar a improperios desesperados en reyertas contantes por motivos nimios; vi multitudes lamentando su suerte que se aferraban a alambrabas asesinas con la mirada perdida en horizontes inconquistables de libertad y nostalgias pasadas. Tres meses después pude reunirme con mi familia en Les Alliers. El encuentro en la estación de Angulema fue apoteósico, pero también conmovedor. Yo venía tan flaco que parecía tísico y con una tos que no se me quitó nunca. Quedaron impresionados de mi aspecto. Me rodearan y me abrazaron en silencio. Cuando, en septiembre de 1939, la amenaza nazi fue nítida e inmediata, la orgullosa y decadente Francia “invitó” a los exilados españoles de los campos a alistarse en la Legión Extranjera -como carne de cañón-, a las compañías de trabajo o como mano de obra barata. La mayor parte de éstos acabaron capturados por los alemanes en los primeros momentos de la invasión de Francia (mayo–junio de 1940).
Alambradas de Argelès. Febrero 1939
Tras un paso por los campos de prisioneros de guerra (Stalags) fueron enviados -por disidencia o debilidad física- a los campos de exterminio. Mis circunstancias, sin embargo, fueron diferentes. En la sofocante atardecida del 20 de agosto de 1940, sin previo aviso ni consideración alguna, nos sacaron de Les Alliers y en la estación de Angulema, llena de soldados alemanes con metralleta en mano, nos hicieron subir a un larguísimo tren para transporte de ganado. Cuarenta personas en vagones diseñados para transportar tan sólo ocho caballos cada uno. En el convoy, iban 437 mujeres y niños y 490 hombres. Un total de 927 españoles… exiliados republicanos. En cada vagón solo un pequeño ventanuco protegido con barrotes de hierro, como única abertura para su ventilación. Las horas pasaban y el tren no se detenía. La primera noche cayó sin avisar. La poca luz que entraba por las rendijas se fue extinguiendo y las conversaciones también. Hacinados como bestias: sudor, olor, calor, otras veces el frío que provoca la desnutrición. La primera noche pasó y nuestras caras reflejaban el cansancio. Los hombres intentaban dormir apoyados en la espalda del vecino mientras el vaivén del tren los mecía. Los más pequeños, aplastados entre las barrigas y las rodillas de los adultos, cerraban los ojos agotados. Después de casi dieciocho horas sin comer ni beber agua, algunos niños empezaron a mostrar síntomas de deshidratación. El tren cruzó Francia a toda velocidad, sin detenerse ni una sola vez. Al tercer día de viaje, al alba, el convoy se acercaba a la frontera alemana y los estragos de la guerra empezaban a ser evidentes: casas bombardeadas, estaciones destruidas... Nos encontrábamos al límite de nuestras fuerzas. Llevábamos tres días sin comer, sin beber y sin apenas dormir. El mal olor era insoportable y los ánimos estaban por los suelos. La mañana del 24 de agosto, tras casi noventa horas de viaje, el tren finalmente se detuvo. Esta vez no se trataba de la estación de una ciudad importante. Era el apeadero de una pequeña población de nombre casi impronunciable. -Mau-tha-usen- dije mirando por una rendija del vagón. -¿Mau qué? -Mauthausen, o algo parecido. Eso pone.
Todos los hombres abajo. Desgarrados por la brutal separación de nuestras familias, las fauces del orco se abrieron para los 470 hombres y niños que bajamos a empujones en aquella estación solitaria, pardusca y de nombre enigmático, extraño: Mauthausen. Engullidos por el monstruo, 357 de ellos perderían allí la vida... El resto... el resto está en los libros de historia, o debería estarlo. Yo acababa de cumplir 16 años y no era ni remotamente consciente de lo que me esperaba. A través de la penumbra y calígine matutinas, vi la fila de aquellos soldados gigantescos, aguerridos, marciales, todos muy jóvenes, que, con sus bayonetas caladas, nos esperaban. Portaban insignias de calaveras en el casco, en el cuello de las guerreras y algunos una cinta negra en la parte inferior de la manga. Todos quedamos impresionados de tal recibimiento y una sensación de miedo y tristeza se apoderó de mí. A nuestra vista apareció una enorme edificación en la que excavaban muchos hombres. Sobre un muro en construcción, un águila inmensa, de cobre verde, dominaba la entrada de la plaza. Subimos unas escaleras de granito hasta las barracas rodeadas de alambradas electrificadas. Miré a mi alrededor y vi a los SS con los látigos de nervios de buey, rodeados de varios presidarios gigantescos -kapos, vociferando y amenazando a otros presos que trabajaban. Percibí también un humo negro Campo de Mauthausen (Austria) que salía de una gran chimenea situada al fondo de
la plazoleta y un penetrante olor a carne quemada. Era un lugar siniestro, avernal, dantesco. Sentí una opresión inmensa, atenazadora, torturante, al ver deambular o trabajar, por todas partes, a un ejército de momias rayadas tambaleándose, de esclavos robotizados y cadavéricos. Me llamó la atención una insignia y un número que llevaban en la chaqueta y en el pantalón. El lábaro era un triángulo azul de unos 6 cm. de ancho, el centro del cual había una S mayúscula de color blanco. Debajo llevaban un número escrito en negro, sobre una banda de tela negra. ¡El Triángulo azul! Este sería el distintivo de los españoles republicanos; el que nos diferenciaba de los otros deportados. Será la divisa control de los apátridas, de los parias, de los desarraigados hispanos a los que el régimen franquista los considera rojos apestados, indignos de pertenecer a una raza imperial. Nos desnudaron, nos ducharon, nos raparon las cabezas y nos obligaron a vestirnos con uniformes a rayas adornados con una estrella azul que nos identificaba como apátridas y una S que marcaba su procedencia (Spanien) y encima un número. Allí me llamaría: “Spanier 3406”, prisionero, esclavo del Reich alemán. Cuando formamos a la entrada, me di cuenta que un grupo de 40 ó 50 de los nuestros, enfermos y agotados, habían sido separados, entrando los últimos en las duchas. No los volvimos a ver más. ¿Inyección de benzina? ¿Pelotón de ejecución? ¿Cámara de gas? Lo ignoro, lo cierto fue que no quedó rastro alguno de aquellos compatriotas Su fama de centro de aniquilación no se conocía, pero desde el primer momento, nuestro futuro se ennegreció cuando pudimos comprobar que a los gritos, a los empujones, a los perros, se unió el discurso del director del campo, Frank Ziereis, quien nos anunció que la única salida posible de aquel purgatorio era por las chimeneas de los crematorios. Mientras por la megafonía sonaba la melodía "J‘attendrai"… Prisioneros trabajando en las canteras de Los españoles fuimos los primeros en entrar Mauthausen en el infierno de Mauthausen y los últimos en salir de aquel tártaro horrible. Ningún gobierno se preocupó de si estábamos vivos o muertos y tuvimos que lucir el distintivo azul: el de apátrida, porque el gobierno de Franco así lo decidió. Aquella particular condición y nuestro exterminio, fueron pactados por Serrano Suñer en su visita a Berlín a mediados de septiembre de 1940 cuando se entrevistó con el propio Hitler. “Hagan con ellos lo que quieran porque la nueva patria no les considera españoles". Nuestro destino fue la cantera que existía en las cercanías y de donde se extraía el material de bloques de granito con el que se construían las instalaciones. Nos convirtieron en esclavos, como otros casi siete mil compatriotas que arribaron más tarde procedentes de otras zonas de la Francia ocupada. A los que contaban con más de 40 años, se les consideraba viejos y poco a poco se los encaminaba hacia la muerte. Los minusválidos eran eliminados de forma inmediata. Primero consumías todas tus fuerzas y entonces, simplemente, eras eliminado. El trabajo inhumano que nos obligaron a realizar era la forma de exterminio más efectiva, sobre todo en la terrible “escalera de la muerte”: los 186 peldaños que una y otra vez teníamos que subir cada día, descalzos y cargados con los pesados bloques de piedra. Si una de las piezas se desprendía, caía sobre la hilera humana, matando a todo aquel al que golpeaba. Además, a muchos, cuando llegaban arriba, les esperaba el “salto del paracaídas”, alegoría de una caída libre de 180 metros producida por el empujón que los SS les propinaban por pura diversión. Cada semana, los SS hacían una selección -50 ó 60- de los más agotados y enfermos para enviarlos a Gusen o pasearlos en el “camión fantasma”. Pronto comprendí que, si quería sobrevivir en aquel siniestro lugar, debía aligerar mi carga de trabajo y conseguir alguna ración extra. Hablaba francés, aprendí alemán, algo de ruso y me convertí
en un intérprete que recibía las expediciones que llegaban. El 2 de abril de 1941, contacté con unos recién llegados entre los que había muchos aragoneses. Todos eran combatientes, capturados por los alemanes, para los que su estancia en Mauthausen suponía una escala más en su lucha antifascista iniciada en la guerra de España. Con una fe inquebrantable en la victoria final, aquellos luchadores nos declararon sus intenciones de rebeldía permanente. Había muchos bajoaragoneses con los que mantuve una relación especial de asesoramiento, consejo, protección. Los había de todas las localidades, Alcañiz, Calanda, Albalate del Arzobispo, Calaceite, Alcorisa, Valderrobles, Aguaviva, Moyuela, Blesa, Loscos, ... Algunos sobrevivirían como Bienvenido Soriano Górriz de Teruel, Manuel Rifaterga o Domingo Félez de Alcorisa, José Magallón de Blesa o Segundo Espallargas de Albalate, conocido como el "boxeador de Mauthausen", que sobrevivió al exterminio combatiendo en el ring en las peleas que organizaban los nazis en el campo para su entretenimiento. Unos días después, recibí otro grupo en el que había también varios bajoaragoneses que llegaban en pésimas condiciones. Se quedaron perplejos de mi aspecto enteco y escuálido. Les expliqué dónde estaban y cómo debían comportarse para no ser enviados a Gusen de inmediato. Sólo dos de ellos, oriundos de Loscos, pasaron la primera criba: Rudesindo Gracia Herrando y Francisco Andrés Jaulín, a los que ubicaron en el barracón nº 11, el mío. Desgraciadamente, las “ofensivas” de los SS contra los republicanos españoles se incrementaron notablemente en los meses siguientes para dejar hueco a las nuevas remesas de prisioneros rusos, yugoeslavos y, sobre todo, judíos. Miles de españoles -varios cientos aragoneses- murieron entre julio y diciembre de 1941. Exangües, agotados y enfermos fueron traslados a Gusen para ser aniquilados inmediatamente. Así perecieron, entre otros, mis protegidos de Loscos, el nº 4870 y el nº 3266. La escalera de la muerte
Rudesindo y Francisco no fueron víctimas aisladas de la barbarie nazi, pues forman parte de la legión de luchadores antifascistas que sacrificaron su vida en aras de la democracia y la liber tad. Al celebrar el 75º aniversario de aquel horror, vaya para ellos el reconocimiento de su entereza y determinación en defensa de un sueño igualitario y fraternal para todos los pueblos.
(1) Autor del libro: Pablo Gasca Andreu, nacido en Vistabella. Maestro y Licenciado en Geografía e Historia. En agosto 2020 le han publicado el libro “Sueños imposibles” en la Colección Imperium de Novela Histórica. Editorial Adarve. Gracias, Pablo. Salud y Suerte.
GVR