Entre la precarierdad y la indiferencia

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Entre
la
precariedad
y
la
indiferencia

Por
Jesús
Fuenmayor
|
Jueves
5
de
agosto,
2010
 
 ¿Cómo
sabemos
que
a
alguien
le
importa
el
arte?
La
pregunta,
que
en
principio
 parece
un
ejercicio
en
telepatía,
tiene
una
larga
historia.
 El
capítulo
más
reciente
de
esta
historia
del
“verdadero”
interés
que
alguien
pueda
o
 tener
en
el
arte,
fue
una
reseña
bastante
patética
acerca
de
la
decadencia
del
arte
 contemporáneo
que
alguien
escribió
en
un
periódico
venezolano.
Con
argumentos
 como
que
una
lata
de
mierda
de
Manzoni
en
realidad
puede
no
estar
rellena
de
 mierda
o
que
las
instalaciones
son
sólo
un
mecanismo
para
esconder
la
carencia
de
 olvidadas
destrezas
manuales,
ese
artículo
me
parecía
tan
cercano
a
las
formas
de
 aproximarse
al
arte
de
unos
actores
aparentemente
opuestos,
que
ya
no
puedo
 evitar
más
la
tentación
de
escribir
sobre
este
extraño
fenómeno
que
hace
que
la
 inmensa
mayoría
de
la
gente
relacionada
de
alguna
(de
cualquier)
manera
al
arte
 producido
hoy
en
día
tengan
una
opinión
tan
homogénea.
A
lo
que
me
refiero,
para
 decirlo
lo
más
sucintamente
posible,
es
que
al
que
tira
un
poco
de
pintura
encima
de
 una
poceta
y
quienes
vienen
después
a
halagarlo
o
rechazarlo,
me
parecen
todos
tan
 iguales.
¿Por
qué
tendría
el
arte
que
complacer
al
señor
que
quiere
que
alguien
 le
“esculpa”
el
cerebro
con
un
cincel?
¿Por
qué
tendría
el
arte
que
 ser
sólo
la
excusa
para
que
un
montón
de
muchachos
se
reúnan
a
tomarse
 unos
tragos
y/o
cualquier
otro
sustancia
psicotrópica?
¿A
quién
le
 importa
tomarse
unos
segundos
más
que
el
promedio
de
9
segundos
que
un
 turista
japonés
tarda
en
cada
obra
del
recorrido
en
un
museo?
Desde
mi
 perspectiva
personal,
tengo
que
decirlo
objetivamente,
mi
franca
 conclusión
es
que
a
NADIE
le
importa
un
comino.
Sí,
a
nadie
le
importa
 tomarse
unos
segundos
más,
a
menos
que
esté
apostando
a
que
los
malos
 tiempos
en
el
mercado
de
valores
sirvan
para
encontrar
oportunidades
 “inéditas”
(perdóneme
el
abuso
de
las
comillas)
en
el
mercado
del
 arte.
 Pero
es
que
ni
siquiera
a
los
propios
artistas
parece
impórtales
que
a
 alguien
le
importe
el
arte.
Miran
a
la
izquierda,
miran
a
la
derecha,
 al
centro,
arriba
y
abajo,
y
nada,
no
es
con
ellos.
Mucho
menos
a
ese
 gremio
de
los
curadores‐investigadores‐críticos
et
alia
al
que
es
tan
 aburrido
pertenecer,
parece
tener
algo
que
ver
con
el
arte.
Y
 entonces,
¿para
qué
seguimos
con
esta
comedia?
Digamos
que
en
buena
 medida
el
mercado
del
arte
justifica
la
mayor
parte
de
su
existencia,
 que
hay
demasiadas
escuelas
y
demasiadas
galerías
y
demasiados
museos
 (sí,
claro,
no
aquí)
como
para
retroceder.
La
película
ya
no
se
puede
 rebobinar.
Pero
hay
un
residuo
de
“autenticidad”
(Dios,
cuando
voy
a
 dejar
de
usar
las
comillas
y
los
paréntesis!),
un
residuo
de
gente
que
 justifica
al
arte
más
allá
del
mercado,
los
cerebros
esculpidos
y
las
 fiestas
psicotrópicas,
a
quienes
el
arte
les
da
una
razón
de
existir.
 Gente
que,
entre
la
que
no
sé
si
sentirme
afortunado
de
contarme
entre
 ellos,
sabe
exactamente
en
que
segundo
sucedió
esto
o
aquello
en
una


historia
difícil
de
contar
pero
llena
de
intransigencias.
Una
historia
 que
entre
la
precariedad
de
la
pintura
chorreando
en
cualquier
lugar
 de
la
casa
y
la
indiferencia
de
lentes
de
cuero
de
cochino
con
los
 pelos
pa’
dentro
(esto
es:
indiferencia
convertida
en
folklore),
se
 resiste
misteriosamente
a
tanta
liviandad.
 Lo
vivo
a
diario.
Aullidos
ginzbergianos
porque
la
ficha
técnica
no
 aparece.
Auténticas
crisis
existenciales
porque
cuando
aparece
la
 ficha,
desaparece
el
sentido
premeditado.
Clamor
por
una
moda
que
no
 llega.
Sobredosis
de
poses.
Mucho
ego.
Prestigiosos
que
se
arruinan
de
 la
noche
a
la
mañana.
Y
nada
que
lo
precario
se
cruza
con
la
 indiferencia.
Si
es
tan
estúpido
para
tanta
gente,
¿cómo
es
que
 desperdician
tanto
esfuerzo
en
criticarlo?
 Quisiera
tener
una
varita
mágica
y
en
este
preciso
momento
desarrollar
 una
teoría
que
explique
porque
el
arte
se
sigue
haciendo
y,
pero
aún,
 se
sigue
exponiendo
el
arte
que
se
hace.
Y
nada.
El
arte
sigue
siendo
 en
extremo
mezquino:
aquello
que
lo
justifica
es
precisamente
lo
que
 lo
hace
prescindible.
No
vamos
para
ninguna
parte.
 Precarios
e
indiferentes,
uníos
y
sálvennos
de
tanto
sinsentido.

El
 arte
existe
y
no
sabemos
por
qué.


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