Papel Literario/El Nacional 3-3-12

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PAPELLITERARIO el nacional CARACAS 3 de marzo de 2012

María Claudia García presenta Orchis, de Lucía Pizzani pág. 2 /// Sandra Pinardi y Rafael Castillo Zapata sobre la exposición Intervalos de Luis Lizardo pág. 3 /// Roldan Esteva-Grillet escribe sobre la situación patrimonial de Mérida pág. 4

Félix Suazo

“La forma correcta de decir las cosas es asumiendo roles”.1 1 Entre 1953 y 1985 el escritor y político venezolano Arturo Uslar Pietri conquistó la atención de las audiencias con el programa televisivo Valores humanos, serie de charlas semanales dedicadas a temas históricos y culturales que también fueron publicadas en varios volúmenes. Con verbo locuaz comentaba obras, monumentos y costumbres que, según el buen juicio y la prudencia, representaban lo más depurado y ejemplar de las creaciones humanas. En sus disertaciones se ensalzaban las conquistas de la ciencia, la tecnología y el arte, se relataban acontecimientos históricos y se destacaban las biografías de personalidades excepcionales. Transcurridas varias décadas, en un mundo desencantado e incrédulo, Luis MolinaPantin retoma con ironía el título de las lecciones dictadas por el sabio que conversaba desde diferimiento telemático con sus “amigos invisibles”, para proponernos otros “valores humanos” en una exposición homónima organizada por Faría+Fábregas Galería en Caracas. En vez de mostrar los hitos de la arquitectura clásica o la majestuosidad de los santuarios naturales, el artista nos confronta con objetos y fotografías de sitios carentes de aura, cuya adscripción temporal se sitúa en un pretérito reciente. Son restos de una era vertiginosa en la que cada cosa “brilla por un instante en el cielo de la simulación y después desaparece en el vacío”,2 pues todo se produce, consume y desecha rápidamente. Compulsivo, meticuloso e insaciable, Molina-Pantin ha borrado la diferencia entre fotografiar objetos y coleccionarlos. En ambos casos prevalece el deseo de posesión, una inclinación que ya se advertía en las exposiciones Confort. 1996-2000 (Museo Alejandro Otero, 2000) y Nuevas adquisiciones (Periférico Caracas/ Arte Contemporáneo, 2009), donde las imágenes cohabitaban con maquetas, folletos, ceniceros y piezas de diseño. En la muestra que ahora comentamos, la presencia de los objetos se ha incrementado en relación con el número de fotografías. El rol de coleccionista se antepone al de fotógrafo, sólo que su interés no se dirige a las reliquias de antaño, sino a la obsolescencia prematura de los productos de la sociedad global, condicionados por la velocidad de los cambios tecnológicos y el frenesí de la moda. Hay registros fotográficos de cosas y lugares, pero también hay objetos desprendidos de su función y lugar de origen, que se presentan como esculturas o instalaciones. Libros,

Director: Nelson Rivera. Investigación, Coordinación Editorial: Diajanida Hernández, Virginia Riquelme. Diseño y diagramación: Mónica Mata Blanca Correo electrónico: papelliterario@el-nacional.com / @papeliterario

Luis

Molina-Pantin

Valores humanos

Galerías del Chelsea

Sin título (Primera edición del Manual de Carreño, 1857)

teléfonos móviles, cajas de equipos electrónicos, alcancías de bancos, imágenes de bibliotecas y portadas de publicaciones “de culto”, conforman un universo heterogéneo que rememora la atmósfera enciclopédica de las antiguas Cámaras de Maravillas. En este caso, sin embargo, los criterios de selección y ordenamiento promueven la revalorización patrimonial de lo anodino y lo desechable. 2 En Sin título (cajas de artículos electrónicos adquiridos por el autor acumulados desde 1997), 1997-2011, los empaques vacíos sustituyen a los aparatos que se anuncian en su parte exterior, haciendo que lo insustancial y aparente se imponga sobre los atributos funcionales de los objetos. Por su parte, en Sin título (Botella de Whiskey familiar de Old Parr), 2011, el recipiente de licor etiquetado y sin contenido no solamente refiere la predilección etílica de algunos sectores de la sociedad venezolana, sino que también destaca su significado en cuanto indicador de estatus. Algo similar, aunque asociado al mercado financiero, es lo que se propone en Sin título (26 alcancías de bancos venezolanos quebrados o intervenidos), 2011, obra que alude con ironía a las promesas de un futuro económicamente sólido, parapetado en el uso de una imaginería “candorosa” compuesta por vacas, tortugas ninjas, globos terráqueos y logotipos tridimensionales, diseñados para capitalizar la atención de los ahorristas desprevenidos en un país cada vez más inestable y volátil. Sin

título (12 teléfonos celulares), 2011, nos recuerda que en la actualidad nada dura lo suficiente, particularmente aquellos productos asociados a las telecomunicaciones que agotan su vigencia en un tiempo breve, quedando reducidos a curiosidades inútiles. En los casos señalados, el valor —esa ecuación que busca equivalencias conmensurables entre cosas o situaciones diferentes— se independiza de la estructura material de los objetos paArqueologia urbana del Centro Simón Bolívar ra convertirse en el síntoma fallido de una burbuja quimérica. Arqueología urbana del CenCon Sin título (Primera edi- tro Simón Bolívar (2004-2005), ción del Manual de Carreño, fotografía de la portada de la 1857), 2011, y Sin título (8 edi- revista Élite, rastrea un episociones de Carlos, El Chacal ve- dio apocalíptico nunca aconnezolano en degrade), 2011, tecido, según el cual uno de Molina-Pantin fija la atención los hitos arquitectónicos de la en dos publicaciones emble- capital venezolana podría ser máticas pero de signo antagó- destruido por un terremoto, nico; la primera en torno a las constituyéndose en una metánormas que rigen la conducta fora de la fragilidad del proyecejemplar y la segunda centra- to moderno frente a la fuerza da en el comportamiento irre- indomeñable de la naturaleza. gular de un connotado terroris- Entre tanto, la serie fotográfita. Contrasta también el hecho ca Galerías de Chelsea (2001de que el Manual de Carreño 2006), inicialmente concebida es un volumen único con ran- como la paráfrasis foránea del go de “incunable”, mientras cinetismo local, constituye una que el trabajo sobre El Chacal suerte de alegoría especular del reúne varios ejemplares de edi- pensamiento borgiano, a partir ción popular, acaso para signi- del registro de espacios cuidaficar la confusión axiológica dosamente equipados para de un mundo donde lo excel- almacenar una gran cantidad so escasea y lo reprochable se expedientes de obras, artistas multiplica. y exposiciones, de manera que

los problemas del arte y su valoración quedan relegados a la cuestión de su existencia como data y al lugar que ésta ocupa en los archivos. 3 La estrategia de Molina-Pantin no consiste en convertir en arte lo que no lo es sino en proponer una arqueología del presente para reconstruir sus hábitos y predilecciones. “Yo soy como un archivador —afirma el propio artista—; yo acumulo y archivo todo lo que tengo alrededor mío”.3 En términos deleuzianos podríamos hablar de una esquizo-visualidad que pulsa los flujos deseantes y atraviesa tanto a los objetos como a las imágenes. Desde allí, cada cosa —ya sea una botella de Old Parr o siete libros idénticos sobre El Chacal— es el síntoma de una neurosis, el documento de una fijeza inscrita en la psique colectiva. El objeto, tanto como la imagen fotográfica, es esa alteridad con la cual se identifica el individuo y en la cual desaparece su ego fracturado. Allí es donde desembocan y se transparentan sus ansiedades y apetencias, dando lugar a eso que Jean Baudrillard describió como el “decorado ideal de un equilibrio neurótico”.4 El consumo fugaz y el placer instantáneo van dejando una procesión de bienes sin finali-

dad ni memoria, cuerpos sustitutivos que también serán reemplazados por otros objetos, acaso más eficientes, que acabarán por succionar la energía de quienes los poseen. De manera que, fotografiar objetos o recolectarlos —tal como hace Molina-Pantin rememorando las premisas dictadas por Susan Sontag— es una forma de exhumación que permite separarlos, aunque sólo sea de manera simbólica, de su inevitable y precoz caducidad, para reubicarlos en el espacio cultural de una sociedad donde el cambio también es una forma de amnesia. Es así como nos aproximamos a una etnografía del consumo en la cual los procesos de construcción y circulación del valor no dependen de la utilidad y del precio, sino de las taxonomías y codificaciones que fijan su significado. s

Notas (1) Molina-Pantin, Luis. En: Conversación con Luis Molina-Pantin, Jesús Fuenmayor y Félix Suazo. Periférico Caracas / Arte Contemporáneo, Caracas, 28 de septiembre de 2010 (inédito). (2) Baudrillard, Jean. La transparencia del mal. Ensayo sobre los fenómenos extremos. Editorial Anagrama, Barcelona, 1991 p. 12. (3) Molina-Pantin, Luis. En: Conversación con Luis Molina-Pantin, Jesús Fuenmayor y Félix Suazo. Op. Cit. (4) Baudrillard, Jean. El sistema de los objetos, Galimard, París, 1968 - Siglo XXI, México, 1969. P. 101.


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el nacional sábado 3 de marzo de 2012

Sagrario Berti

“Un libro es un todo completo, constituye la Obra, la cosa en su totalidad, y ofrece un diálogo íntimo con el espectador/lector a medida que se pasan las páginas”. Paul Gram

Foto/Gráfica y El fotolibro latinoamericano cortesía sagrario berti

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a galería Le Bal, ubicada en el distrito XVIII de París, inauguró el pasado 20 de enero la muestra Foto/Gráfica, en la que se exhiben 40 libros de fotografía, editados en Latinoamérica, entre 1921 y 2012. Cada fotolibro relata la interrelación entre imagen, texto y estructura gráfica de su composición. También, en cada uno se transparentan las inquietudes artísticas e intelectuales de fotógrafos, escritores, diseñadores gráficos y editores en el contexto socio cultural y político en el momento de su publicación. La exposición, que ha sido dedicada a Bárbara Brändli (Suiza, 1932 - Venezuela, 2011), es coordinada por Horacio Fernández, historiador y profesor de Fotografía de la Universidad de Cuenca, España. Fernández ha vertebrado la propuesta a través de temas heterogéneos: historia y propaganda, fotografía urbana, ensayos fotográficos, libros de artistas, literatura y fotografía y libros contemporáneos. E incluye entre sus publicaciones: Amazonia, de Claudia Andujar (Brasil: Praxis, 1978); Sistema nervioso, Bárbara Brändli (Caracas: Fundación Neumann, 1975); América, un viaje a través de la injusticia, Enrique Bostelman (México: Siglo XXI, 1970); Versos de salón, Nicanor Parra (Santiago, Nascimiento, 1970); Fotografías, Fernell

Franco, (Bogotá: Editográficas, 1983); Para verte mejor América Latina (México: Siglo XXI, 1972) y Retromundo (Caracas: Grupo Editor Alter Ego, 1986), Paolo Gasparini; Nocturnos São Paulo, Cássio Vasconcelos (São Paulo: Bookmark, 2002); El infarto del alma, Diamela Eltit-Paz Errázuriz (Santiago: Francisco Zegers, 1999); hasta 3 Rayado sobre el techo 3, de Daniel González (Caracas: Techo de la Ballena, 1963). Foto/Gráfica es sólo una pequeña muestra de El fotolibro latinoamericano, publicado por la editorial RM, en noviembre de 2011, también de Fernández. Éste agrupa 155 fotolibros que dan cuenta de la extensa producción editorial elaborada desde el Río Grande hasta la Patagonia. Un libro

sobre fotolibros de limitados tirajes, que con suerte se encuentran en librerías de segunda mano o en bibliotecas particulares. Por lo general, se consiguen en archivos de fotógrafos, que los atesoran como parte de su formación, o en estantes de bibliófilos. El fotolibro latinoamericano es una publicación que presenta con lucidez y aguda organización, catalogación y documentación este vasto material. Fernández describe minuciosamente la bibliografía de cada uno y, a la vez, traza su genealogía al elaborar su biografía. Una manera particular e inteligente de

leer el medio fotográfico como un producto de comunicación visual que no sólo depende del fotógrafo, sino también de iniciativas privadas, de compa-

ñías e instituciones que encargan registros fotográficos; de ideas autorales o de la constante y enriquecedora relación de un equipo de trabajo multidisciplinario entre escritores, fotógrafos, artistas, diseñadores gráficos y editores. Además, en el Fotolibro la selección privilegia la narración visual, la secuencialidad del montaje y no incluye ni libros ni catálogos donde las fotos han sido ordenadas como unidades aisladas —un tratamiento editorial más cercano al “cuadro” colgado en la pared del museo que al ensayo visual. Asimismo, incluye un apartado dedicado a diseñadores gráficos destacados, entre ellos, Attilio Rossi, de Argentina; Vicente Rojo y Marcos Kurtycz, de México; John Lange y Álvaro Sotillo, de Venezuela y Raúl Martínez, de Cuba. Por otra parte, El fotolibro latinoamericano es consecuencia de otros volúmenes de fotografía: El libro abierto, una historia del libro fotográfico, desde 1878 hasta el presente (Hasselblad Center: 2004) y La historia del fotolibro vol. I y vol. II (Phaidon: 2004-2006), del fotógrafo Martin Parr y del investigador Gerry Badger. Pero, indudablemente, es este último la referencia fundamental en la “nueva” pasión y disciplina del fotolibro (los dos ejemplares recopilan, interpretan y razonan 400 títulos de fotografía, editados en cinco continentes, a partir de 1843 hasta 2005). Es justamente Parr y un comité asesor integrado por Marcelo Brodsky, Iata

Cannabrava, Lesly Martin y Ramón Reverté, los acompañantes de Horacio Fernández en la titánica tarea de ubicar y elegir los libros para el Fotolibro; una idea que surge en el primer foro latinoamericano sobre fotografía, en São Paulo en el año 2007. El inventario de autores, tendencias narrativas, propuestas visuales, técnicas gráficas —papeles, tintas, encuadernación, compañías editoriales— hecho en esta publicación permite al investigador examinar el medio fotográfico ya no circunscrito a un autor, a una obra o pieza fotográfica “autónoma”, siguiendo el patrón modernista o bajo el concepto de “post fotografía” —palabra recientemente acuñada en el vocabulario del arte contemporáneo para articular el documento con la “estética”—, afín al coffee table book. Ahora, para descifrarlo, es necesario tomar en cuenta la indexicalidad de las imágenes fotográficas, y cómo ella se extiende a otros territorios de significación conjugadas en diferentes disciplinas. Bien podría decirse que tanto Foto/Gráfica como El fotolibro han desatado entre jóvenes diseñadores gráficos y fotógrafos, en el ámbito local y en otros países, la fotobibliofilia. s

Nota: Martín Parr y Gerry Badger acaban de publicar The Protest Box (Alemania: Steidl, 2011). Una colección constituida por cinco libros sobre manifestaciones de protesta en Alemania, Italia, Tokio y Latinoamérica; entre ellos, es reeditado, por cuarta vez, Para verte mejor América Latina, fotografías de Paolo Gasparini y textos de Edmundo Desnoes.

Lucía Pizzani muestra sus Orchis Durante una noche de agresivo invierno en 1913, un grupo de mujeres invadió y destruyó el invernadero de orquídeas del jardín botánico Kew Gardens de Londres. Este evento es el punto de partida que sincroniza la investigación y el contenido de Orchis, de Lucía Pizzani manuel sardá

María Claudia García

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o r s u f o rma interna, la pa labra orquídea proviene de orchis, testículo en griego. La conex ión política y botánica que surge de la manifestación en el orquidea r io cont iene elementos metafóricos que encarnan transgresiones latentes entre el estado natural y social de la mujer. La agresión a las orquídeas ilustra la eliminación de la herramienta vital masculina, que origina de vida, por un nuevo actor en el terreno social que influye en la conformación política de la nación inglesa: la mujer, quien recién estrena su poder de voto. Pero también, de este acto intensamente simbólico, el daño provocado a esta especie, frágiles fuera de su entorno, sobreprotegidas y marginadas, emerge el estado de manipulación sobre la rara especie, como un espejo de la mujer. La rareza de la orquídea, nativa de asentamientos geográficos particulares, entre ellos las regiones montañosas de los trópicos, ha sido estudiada desde hace siglos por botánicos. Transportada y expuesta

Pizzani expone contenidos relacionados con el género en sofisticados espacios de los continentes dominantes, que intentan aclimatar dentro de sus húmedas vitrinas el estado salvaje de la especie. Lucía Pizzani, de origen venezolano y residente en Londres, ha experimentado un viaje semejante a su objeto de investigación. Su obra ha encontrado eco en varios contextos europeos como consecuencia de una práctica intelectual en tierras extranjeras, mientras sus raíces se adaptan a un contexto ajeno.

Orchis se genera de la fusión entre lo vegetal y lo corporal y se deriva de una cadena conceptual que Pizzani viene desarrollando desde años atrás. El conjunto de piezas que se presentan muestran, tanto en lo material como en lo conceptual, elementos sociales que se activan alrededor del nuevo protagonismo político de las mujeres votantes en Inglaterra y de la destrucción de la seductora especie en el prestigioso invernadero. El confuso contenido genérico

Orchis se genera de la fusión entre lo vegetal y lo corporal y se deriva de una cadena conceptual

de la f lor, que adquiere formas sexuales protuberantes y salientes como las masculinas, pero por su apertura se manifiesta orgánicamente femenina, refleja desde lo biológico a lo social, el conflicto irresuelto a nivel de rol, que la modernidad dejó entre el hombre y la mujer. En Orchis la investigación dialoga con la época Victoriana inglesa, cuando las orquídeas se prohibía n a las mujeres por su expuesta sensualidad. Pizzani expone tanto en lo formal como en lo conceptual, contenidos relacionados con el género a través de los componentes metafóricos de la flor que activan botánicamente una hostil indeterminación entre lo masculino y femenino. La práctica de Pizzani viene penetrando sin timidez varios procesos y formatos: el performance, la cerámica, la fotografía, el dibujo y representaciones escultóricas que relacionan referentes mentales y sensoriales con subtemas de género. En esta muestra, cada obra se deriva de otra, y cada una existe como un proceso de investigación. De ilustraciones botánicas se generaron dibujos, que luego informan a la artista la traducción y transmutación de formas a cerámica, las cuales fueron útiles como plantilla para nuevos dibujos en

tinta china. Las obras dimensionadas o montadas sobre espejos y otros materiales reflexivos, activan la dualidad del cuerpo y del ser. La orquídea proyecta a la mujer, y el reflejo, por la fragilidad de su imagen, al duelo. Los aspectos de la historia evolutiva de las orquídeas permanecen oscuros: la especie no posee un registro fósil fundamentado que determine su origen. Considerada por la Iglesia Católica como un alimento maligno que impulsaba al hombre a excesos, utilizada por los aztecas en sus rituales de medicina, deseada por los americanos hasta el desvalijamiento de sus bosques, la orquídea retorna en cada una de las obras de Lucía Pizzani. Durante todo el recorrido estarán presentes la manifestación en el invernadero tildada de vandálica, la sangre sobre los vidrios que delató a las autoras intelectuales y materiales de la destrucción de las flores, los volantes pisoteados que invitaban a la mujer a votar, pero también, en un ciclo que no deja de ser autodestructivo, la compleja, cambiante e irresuelta dislocación generacional que sigue gravitando sobre la feminidad. s


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Fuga de la materia Intervalos es el nombre de la más reciente muestra de Luis Lizardo (1956), que está abierta en la Sala Mendoza, en la Universidad Matropolitana. Lizardo ha obtenido, entre otros, los premios Maccsi, en el Salón Arturo Michelena (1992), y el Premio Arturo Michelena en 1994

Una exploración en modo de las causas materiales Sandra Pinardi

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as imágenes visuales, cuando son producto de un hacer que procede explorando, son la simiente de diversas interpretaciones y lecturas. Esta complejidad puede referirse a lo que la imagen figura o manifiesta, o puede corresponder a lo que la imagen silencia o reserva, a lo que elude o esquiva (no a lo que vemos sino a lo que aparece como instrucción velada). En el segundo caso, la imagen se constituye en lugar: lo figurado se compromete indefinidamente con y en su soporte mostrando aquello mismo en lo que habita, y convirtiendo su materialidad en el principio esencial de su presencia. Las tintas, dibujos, recortes encubiertos y revistas de Luis Lizardo tienen esa condición de imagen-lugar: son una apertura en la que “figura” y “soporte” despliegan libremente su plasticidad, se dilatan y se prolongan uno en el otro construyen una urdimbre de revelación y juego. Lizardo lo dice claramente: no se trata de ocultar, de enmascarar, tampoco de mostrar o manifestar una expresión o una idealidad

prefigurada, sino de perseguir, descubrir y reconocer qué es lo que habita en los soportes (en las telas, los papeles, las imágenes robadas). Recuerda aquello que Aristóteles llamaba causa material: el principio corpóreo, tangible del que algo está hecho y que da lugar a su existencia (no a que sea definible, sino a que acontezca en el mundo). Su indagación se aproxima a ese momento material y fundador de la existencia de las imágenes gracias al que abandonan el espacio de la idealidad, de lo puramente imaginario, para con ello mirar críticamente el espacio teórico de las artes plásticas. En efecto, las artes visuales han privilegiado tradicionalmente la causa formal, y han elaborado teóricamente su imagen entendiéndola como una expresión (traducción, exteriorización) de deseos o intenciones subjetivas, colectivas, imaginarias, simbólicas o ideales. Pero al igual que Lizardo, las obras mismas han enfrentado continuamente esa delimitación teórica, se han sustraído al confinamiento ideal, y se han incorporado al mundo mostrando que su luminosidad no proviene de las figuras, las formas o ideas que objetivan, sino del modo cómo en ellas la causa material nunca se retira ni se subsume a la formal, y permanece siendo potencia y apertura,

disposición al movimiento. Estas obras de Lizardo atienden al momento material de la imagen —o a la imagen como ocasión material—, ese momento de existencia en la que la imagen no es definible como objeto tampoco como forma, sino que se presenta como materia potencial. Explora, entonces, un modo secreto, silencioso e in-significante de la imagen en el que su tensión interior se convierte en percepción y actualidad, y en el que la mudez se convierte en un decir huidizo y excedente, esquivo y desbordado. En las tintas y dibujos sobre velo, este momento material de la imagen se entrega como un conjunto de vestigios y señales autónomas y activas que son el producto de un ejercicio de “dejar ser”. Se crea una sola superficie múltiple, en la que la materia tiende a su propia desaparición (hacia su instante de imperceptibilidad) en la apropiación materializada de unas indicaciones gráficas y cromáticas que se retraen como soportes: por ello no hay entre el soporte y la línea o la mancha de color una relación aditiva sino que es el soporte mismo el que se hace mancha o línea, y es el trazo o el color el que se inscribe visualmente como tela. En los recortes fotográficos o en las revistas la ocasión material de la imagen acontece como una operación de encubrimiento, en la que

unas imágenes pierden sus límites y certezas bajo la fuerza de unas borraduras que las revierten haciéndolas soportes: superficies blanquecinas, vaciadas. Este momento material de la imagen impone incertidumbre, ambigüedad y dificultad al ejercicio del ver, sea porque se instala en una causa material que se sustrae de cualquier formalización definitoria y definitiva, sea porque se inscribe como un conato de presencia: siempre en fuga, escapando. Sin embargo, ese modo huidizo fascina porque afirma que el “tener lugar” de la imagen no está decidido ni definido por una expresión o una idea, sino por esa materia indiferente que ha logrado transmutarse, a la vez, en potencia de figuración y en superficie de reflexión. Las tintas, los dibujos, los recortes fotográficos y las revistas de Lizardo operan como intervalos, no sólo de esa imagen espectacular que nos abruma en la vida cotidiana, sino también del esfuerzo constructivo de su pintura. Se dan como intervalos, es decir, como distancias y diferencias, como anotaciones marginales, en los que se pierden los límites y se desvanecen las fronteras, como escenas predispuestas a la paradoja, lo imposible, lo inadecuado, pero también a que el disfrute se haga visible, se convierta en presencia. s

Insoportables Lizardos Rafael Castillo Zapata

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e tanto pintar, es posible, un día, un pintor pierde la pintura: se pierda para ella. Perder la pintura, para un pintor, es entrar, de repente, en una suerte de lasitud muscular, una pesadez del ojo, una ceguera que es también una sordera a los tonos y a los timbres, por ejemplo, del color. De pronto, un pintor se hastía de las avalanchas cromáticas de sus tiempos de sobreabundancia. No le apetece ya tanta lujuria. Necesita someter sus mediodías incandescentes, atardecerlos con penumbras, mitigarlos mediante agrisamientos casi punitivos, como haciéndose violencia para acallar su propio ímpetu estridente de formas y contrastes. Comienzan a interesarle las membranas, las pantallas, los velos, las neblinas y las brumas. Y empieza, entonces, no a pintar sino a velar. En vez de pintura, veladura. Pero ese acto de velar, nada tiene que ver con borrar u ocultar. Ni con desasimiento o desistimiento. No es renuncia. No es huida. Esa veladura es otra forma de pintar. Pintar por sustracción. Pues se trata precisamente

Sin título (2011) Sin título (2011)

Dibujo (2010-2011)

Sin título (2011)

Sin título (2011)

de sustraerse a la pintura. Por eso, a veces, un pintor necesita situarse en los márgenes de su arte: dibujar, fotografiar, fotocopiar, bordar, escanear, envolver, cortar y pegar, coser, tejer, perforar, doblar. De pronto la figura se hace intratable. Intratables los contornos, los volúmenes, las relaciones, los ritmos. De pronto el propio soporte se hace insoportable. Se quisiera pintar en el aire. O en algo parecido al aire, sutil e invertebrado. P i nt a r v el a ndo. P i ntar sobre un velo. Velar lo pintado. Alcanzar, de pronto, lo insoportable en pintura, lo insoportable de la pintura. Aquello que emerge por ausencia o abstinencia. Aquello que no se puede poner ni disponer y, sin embargo, viene, adviene, se da. Un ahí pictórico, pleno, casi puro; pero sin pintura. Una presencia impresentable. Lo leve. Y en levitando, pintar. Volar a pintar. Volver. Otra vez. Diciembre, 2011 En el vacío de la pintura perdida, el pintor. s


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Patrimonio merideño en declive archivo

Roldán Esteva-Grillet

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omo historiador y crítico de arte, formado inicialmente en la Universidad de los Andes, no he podido sino lamentar la situación vergonzosa en que se encuentran numerosos monumentos públicos, así como preguntarme qué se hicieron otros que antes distinguían algunos sectores muy concurridos de la ciudad andina. Mérida, durante el siglo XX, tuvo el privilegio único de la provincia de contar con dos estatuarios muy activos en épocas sucesivas. El primero, de origen colombiano, Marcos León Mariño, que además de escultor fue pintor y fotógrafo, y cuya obra ha sido reseñada y estudiada por Irlanda Chalbaud Zerpa. A partir de la segunda mitad del siglo XX, le sucede en la tarea el gaditano Manuel de la Fuente. Juntos, creo, son autores de la mayor cantidad de estatuas y bustos ubicados en una sola ciudad. Tengo la sospecha de que Mérida es la ciudad de Venezuela con mayor densidad escultórica: parque de los escritores, de los poetas, estatuas a rectores u obispos, hasta al Papa; al ingeniero Bosetti, a Mujica Millán, ambos edificadores de importantes palacios (Arzobispal y de Gobierno, respectivamente). Pero el signo de los tiempos revolucionarios últimos es la desaparición de algunas de estas estatuas que incomodan a las nuevas autoridades. Sin duda, una de sus esculturas más queridas por la población es la correspondiente a la India Tibisay, ubicada a la entrada del Parque de los Chorros de Milla, de los años sesenta, creada por Manuel de la Fuente con una sensualidad que deja a la cartagenera India Catalina como niña de pecho. Su existencia y conservación, si bien ahora en medio del tráfico automovilístico, repara en algo la pérdida de la estatua de la Aguadora, de León Mariño, originalmente ubicada en la zona actual del Parque Glorias Patrias, y hecha en los años treinta. Esa Aguadora era llamada por el pueblo “la India”, quizás porque llevaba el torso desnudo, mientras vertía el agua de su cántaro. Otras dos obras de Marcos León Mariño fueron, simplemente, víctimas del vandalismo moderno del metal en 1992: los medallones en bronce con los altorelieves de Bolívar y Humboldt, obsequio de la colonia alemana en 1930. De Manuel de la Fuente es la célebre Luz Caraballo, la “loca” poetizada por Andrés Eloy Blanco, en pleno páramo de Muchuchíes y parada casi obligada de muchas familias en plan de turismo. Pero habría que preguntarse, ¿qué se hizo la estatua ecuestre del fundador de Mérida, el “caballero de la capa roja” Juan Rodríguez Suárez, quien fuera muerto por las huestes de Guacaipuro y Paramaconi en las cercanías de Caracas y a quien debe la ciudad su nombre? Pues, con la excusa del bendito trolebús, el gobierno local aprovechó para desplazar el monumento de 3,4 metros de altura (más alto que el del mismo Bolívar) y hoy vegeta en un galpón en Ejido. Bueno, ni siquiera en

Plaza Bolívar de Mérida archivo

Vista del Casco Colonial de Mérida su ciudad natal, la Mérida hispánica, un busto pudo impedir ser sustituido por un obelisco. Aquí se podrán aducir razones políticas, pero en el caso del conjunto escultórico del “Parque de la Burra”, la explicación es como surrealista. El popular “Parque de la Burra”, llamado así por la ciudadanía en consideración a la gigantesca mula que acompaña a los primeros conquistadores del Pico Bolívar —junto al baqueano Domingo Peña, quien señala hacia la Sierra Nevada, y el andinista Enrique Bourgoin Paredes—, fue hasta hace algunos años lugar de encuentro festivo para las caravanas de recién graduados que alborozados recogían la ciudad al finalizar sus respectivas carreras. Pues bien, allí se instaló un taller supuestamente para la construcción del funicular que vincularía el Paseo de la Feria (como se conoció esa zona antes de ser urbanizada), con la población de San Jacinto, en las riberas del río Chama. Desmantelaron el conjunto escultórico, obra de Manuel de la Fuente, y se le mandó de castigo al mismo galpón que al monumento a Rodríguez Suárez; cuando se constató que los terrenos cedían y no soportarían una estación conectada con el sistema del trolebús, quitaron todo el tinglado para dejar como recuerdo patriótico un patético descampado. Del que fuera por excelencia el mirador favorito de la población merideña hacia la Sierra Nevada, donde siempre hubo alegría, entre el verde del parque

archivo

Básilica de Mérida archivo

Plaza Bolívar de la ciudad de Mérida

y la espontaneidad juvenil, con gente encaramada a la emblemática “burra”, no queda sino un simple peladero. Destruido el parque, quedan también frustradas las esperanzas de los que necesitan acercarse a la ciudad en menos tiempo. Por ahí pasó Atila, por decir, el gobierno revolucionario con toda su ineficacia e insensibilidad. Qué se puede esperar de la custodia de un patrimonio, si hasta la plaza de identificación de la Columna, primer monumento erigido a la memoria de Bolívar en 1842, fue víctima de los vándalos del metal, igual que el báculo del obispo Lora, fundador del seminario que daría nacimiento a la misma universidad. Se puede hasta entender que el busto del ex gobernador copeyano Germán Briceño Ferrigni, promotor de la Plaza de Toros, haya sido embadurnado con pintura azul por el clima de intolerancia instalado por el chavismo, pero que la estatuita aledaña del caballeroso y desopilante Charles Chaplin se encuentre cada día más disminuida en un contexto indigno y deteriorado, es inaguantable. Chaplin está ahí porque Mérida es la sede del Festival Nacional de Cine, y por haber convocado sucesivos encuentros internacionales sobre el tema desde fines de los sesenta. “Carlitos”, como se le conoció familiarmente entre los hispanoamericanos, no merece tal desprecio y sí una más digna ubicación. Y ya que mencioné el clima de polarización e intolerancia, vale la pena recordar que

la madrugada del 11 de noviembre de 2006, en plena campaña por la reelección chavista, unos energúmenos pasados de palos le hicieron “morder el polvo” —como gusta decir el capo mayor— al clásico busto de Cristóbal de Colón, en mármol de Carrara, obsequiado por la colonia de italianos merideños con motivo del cuatricentenario del Descubrimiento de América en 1892. Una oportuna foto digital de Alberto Garrido denunció el hecho por Internet. Nadie se hizo responsable, todos saben quiénes lo hicieron y por qué; no hay ninguna investigación, menos alguna penalización. Y lo peor, nadie sabe donde está el busto. Otro busto clásico corresponde a Francisco de Miranda, inaccesible en una especie de plazoleta esquinera, que más parece prisión por las rejas que lo protegen de los garabateadores de oficio, quienes han debido contentarse con dejar sus pezuñas marcadas en las paredes. ¿Y qué decir de la desaparición del busto del merideño universal, el escritor Mariano Picón Salas? Asumiendo el papel de estatua, a veces resultará preferible desaparecer antes que verse convertido en simple percha de tarjetas telefónicas y otros adminículos de la buhonería, como el busto de otro famoso escritor, de valor más local, don Tulio Febres Cordero (en marmolina, de Santiago Poletto), al final de su propia avenida. No hablemos entonces del Parque de Esculturas Mariano Picón Salas, a orillas del río Albarregas, convertido en dormidero y guarida de indigentes, cuyo solo recorrido da grima ante el deterioro de obras como las de Víctor Valera o Ángel Custodio Molina. En fin, nada que mueva a compasión a los nuevos patrones del poder. Podría uno consolarse con los museos, pero si en Caracas están moribundos, en Mérida son invisibles. Los tres museos con mejor patrimonio, el de Arte Colonial, creado en 1963 a partir de la colección de León Alfonso Pino, y ubicado en varias sedes, la última y actual: el antiguo Caserón de los Paredes que alguna vez fungió de palacio obispal en el siglo XIX; el Museo Arquidiocesano, creado por el obispo Antonio Ramón Silva en 1911, hoy en el ex Sagrario o Secretariado Catequístico, al lado de la catedral diseñada y construida por Manuel Mujica Millán a fines del cincuenta; y el Museo de Arte Moderno, fundado por el recordado profesor Juan Astorga Anta en 1969 y cuyo nombre ostenta, en el Centro Cultural Tulio Febres Cordero; todos parecen lo que son, vale decir, instituciones muertas, sin vida, sin público ni animación. Entrar en alguno de ellos es sentir la frialdad del cementerio por el abandono de cualquier iniciativa que invite al paseante interesado en la cultura, o por la eventual exhibición de arte de aficionados. Y no detallo las particularidades de cada uno de ellos, que conozco bien desde hace años, para no alargar esta letanía de quejas. Basta decir que la preferencia de los turistas va hacia los parques temáticos, de gestión y propiedad privada, con toda razón. s


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