Orientaciones Nº11 - Normalización y regulaciones culturales

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O R I E N TA C I O N E S revista de homosexualidades

Director: Santiago Esteso Consejo Editorial: M. Ángel Sánchez, J. M. Núñez, Luis Rodríguez-Piñero, Javier Ugarte Pérez, Fernando Sánchez Amillategui, Fabricio Forastelli Diseño y maquetación: PAPF Edita: Fundación Triángulo por la igualdad social de gais y lesbianas C/ Eloy Gonzalo 25, 1º ext. 28010 - Madrid Tfno/Fax de información y suscripciones: 91 593 05 40 www.fundaciontriangulo.es Recepción de artículos: Fundación Triángulo A la atención de Santiago Esteso E-mail: orientaciones@fundaciontriangulo.es ISSN: 1576-978X Depósito Legal: M-41320-2000 Impresión: Cyan, proyectos y producciones editoriales. S.A.

Esta revista ha recibido una ayuda de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas para su difusión en bibliotecas, centros culturales y universidades de España.

Todas las ilustraciones por cortesía de la Galería Magda Bellotti


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Presentación. .......................................................................................... 4

MONOGRÁFICO Eduardo Mattio La inclusión de l@s otr@s: La ´normalización‘ de las minorías homosexuales en el liberalismo igualitarista contemporáneo.............. 11 Carlos Figari Política y sexualidad abajo del Ecuador: normalización y conflicto en las políticas glttbi de América Latina ...... 27 Mauro Cabral El cuerpo en el cuerpo. Una introducción a las biopolíticas de la intersexualidad ..................... 47 José Antonio Nieto La construcción social y política de la identidad trans ......................... 69 Alberto Mira La sensibilidad del público: normalización de las representaciones cinematográficas de la homosexualidad ................... 95 Ángel Sahuquillo ¿Puede un subalterno alcanzar la normalización? La filosofía de la maldad, la disidentificación y otras gracias y desgracias de la normalización ........................................... 119

ESTUDIOS Y ENSAYOS Ernesto Meccia Homosexualidad, tolerancia, inequidad. Apuntes sobre la problemática en Argentina ..................................... 139 Alejandro Varderi Ser gai en Venezuela: Literatura y homosexualidad por las tierras de Bolívar ...................... 155 2

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Nº 11

Primer Semestre 2006

NOTAS DE LECTURA David Córdoba, Javier Sáez y Paco Vidarte (Editores) Teoría queer. Políticas bolleras, maricas, trans, mestizas (por Javier Ugarte) .............................................................................. 171 Grupo de Trabajo Queer (ed.) El eje del mal es heterosexual. Figuraciones, movimientos y prácticas feministas queer (por Eleonora Pascale) ........................................................................ 175 M. Wittig El pensamiento heterosexual, y otros ensayos (por Fernando Sánchez Amillategui) ................................................... 178 Ernesto Meccia La cuestión gay. Un enfoque sociológico (por Javier Ugarte) .............................................................................. 182

Obra gráfica: Jorge Cano, artista plástico y miembro de Cruce, arte y pensamiento contemporáneo. Ha colaborado con la revista de teatro Ofelia y en los libros El lector de Espinoza de Javier Sáenz de Ibarra, Los nombres del cazador de Óscar Martínez y La ciudad y la traición de Ismael Alonso. Su última exposición individual Paint it black tuvo lugar en la galería Magda Bellotti de Madrid en 2006. ORIENTACIONES revista de homosexualidades

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Presentación Normalización y regulaciones culturales Este volumen explora la siguiente pregunta: ¿en qué sentido la relación entre normas y regulaciones culturales permite comprender las tendencias de permanencia y cambio social que definen la normalización del colectivo glttbi? El interrogante gana espacio en el contexto de un proceso, al menos en Europa, de creciente satisfacción de los reclamos de igualdad del colectivo gracias a la abolición de normativas discriminatorias y la producción de legislación positiva. Dicho proceso ha supuesto un cambio en el terreno en el que se realizan las demandas específicas, en su naturaleza y complejidad. Los colaboradores del dossier parten de una diferencia entre norma y regulación para entender los conflictos que surgen entre los procesos de normalización y las demandas glttbi. Se plantean cómo conceptuar esa diferencia, cuáles son sus alcances y su relevancia: ¿es la normalización un proceso o un estado del ordenamiento social?, ¿son compatibles las demandas de ordenamiento con las de autocreación y emancipación?, ¿cómo pensar el vínculo entre normas y regulaciones, entre derechos que precisan una referencia universal y acciones políticas particularistas?, ¿cómo historizar las relaciones entre desigualdades sociales y diferencias culturales desde las luchas específicas contra la discriminación y la represión? Ante estas preguntas el lector encontrará diversos conceptos de normalización y posiciones frente a ella. Por una parte, normalización remite a la mayor aceptación social alcanzada por los colectivos glttbi, y sancionadas por los cambios normativos. Por otra parte, apunta a una búsqueda de mayor equidad para ampliar tanto los derechos de ciudadanía como la esfera de libertad individual. La oposición clásica del universalismo en el siglo XX entre ´derechos‘ y ´cultura‘ parece haber encontrado en occidente un consenso en el concepto de ´cultura de derechos‘. En relación con la otra cuestión que este dossier se propone examinar, esto es las regulaciones culturales, la teoría al respecto es compleja y tiene diversos orígenes, entre los cuales nuestros colaboradores rescatan dos: las nociones de especificidad y pánico moral de los Estudios Culturales anglosajones y los aportes de la teoría social (post)estructuralista alrededor de hegemonía y normalidad en Michel Foucault, Judith Butler o Ernesto Laclau. La pro4

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puesta de regulación cultural fue desarrollada para pensar las constricciones cambiantes en la formación de demandas sociales, en el rol del Estado y las ideologías culturales en un momento en que las definiciones de grupo e identidad se vuelven problemáticas respecto del carácter eventualmente represivo y discriminatorio de las normas. La norma se produce en el interior de un conjunto delimitado por la sociedad, tiene carácter prescriptivo y sancionador, y mide la aplicación de la ley y su coherencia con los principios jurídicos que la sustentan. En cambio, las regulaciones culturales tienen carácter crítico y político. Se refieren al conjunto de condiciones ideológicas en que las normas son aplicadas en la medida en que definen sujetos y grupos primero como peligrosos, y luego como pasibles de un castigo por el lugar que se les ha asignado para justificar nuevos reclamos de control. Así, las regulaciones culturales impulsan análisis que dependen de la producción de relaciones y efectos que se distancia del análisis normativo para proponer una lectura desde sus efectos sociales. En conjunto vale la pena señalar dos cuestiones. En primer lugar, los artículos se refieren al carácter crítico de las regulaciones. Las regulaciones culturales intervienen en la producción de cambios de valores, sensibilidades, sentidos y prácticas concretas. Esto supone su carácter político activo. La crítica de la heteronormatividad actual enfoca la discriminación no sólo como una retórica de la exclusión, sino de acceso de los sujetos a sus condiciones de existencia y de lucha en tanto que como experiencia han estado definidas por la exclusión y la discriminación. Por eso se propone no sólo como herramienta de conocimiento, sino como intervención ciudadana. En segundo lugar, subrayan el carácter histórico de las prácticas. El análisis de las regulaciones produce valor cultural en la medida en que historiza el modo en que se producen y aplican las normas desde la perspectiva de las luchas específicas de grupos marginados. Propone una relación regulatoria entre materiales de análisis, reclamos específicos y aplicación de las normas. En este sentido, el análisis de las normas sanciona la realidad y el análisis de las regulaciones se construye en la línea de lo que Marx llamaba una “crítica despiadada de todo lo existente”. El primer núcleo de problemas en el dossier establece que la diferencia entre norma y regulación no es meramente de procedimiento y aplicación, sino que es producida por el análisis. Esto requiere una revisión del vínculo entre demoORIENTACIONES revista de homosexualidades

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cracia e inclusión social, y que nos ubiquemos en sus líneas de crisis e integración. Eduardo Mattio realiza una síntesis de los debates en el pensamiento liberal sobre la diferencia sexual, y observa que ya no se trata de verificar la validez de la distinción clásica entre privado y público, sino de analizar cómo ésta fractura las narrativas de las identidades glttbi. De ahí que el tipo de normalización que experimentamos en el presente reproduce los límites y contradicciones de alguna modalidad de liberalismo. Carlos Fígari propone distinguir integración de normalización en la crisis del paradigma del gai-lesbiana ciudadan@. La distinción entre “tribu” y “grupo sexo-político” es el resultado de una ´categorización política‘, importante para comprender la expansión y diversificación de demandas, el rol que el Estado tiene en su normalización y los conflictos entre unas exigencias y otras en el interior de los grupos glttbi. Este carácter diversificado de las demandas es estudiado por Mauro Cabral en relación al transexual como “sujeto de una antropología diferenciada” y a las prácticas habituales de intervenciones mutiladoras para la asignación de género. Para Cabral, es prioritario analizar las narrativas judiciales, las médico-biológicas y las transexuales que regulan esa asignación como una biopolítica. Este es un aspecto de coincidencia con José Antonio Nieto: la intervención quirúrgica no asigna el género sexual, sino que, por el contrario, la sanciona. Nieto, por su parte, al estudiar la identidad transexual, sugiere que la diferencia entre norma y regulación permite cuestionar el impacto de los argumentos biológicos (por esencialistas) y descriptivistas (por apolíticos). Frente a ellos, aboga por ubicar el debate en el terreno político sugiriendo que la teoría y la militancia transexual debe considerar las identidades sociales en el contexto de la relación entre universal y particular, la necesidad de una concepción no prescriptiva de las identidades, y que la satisfacción de las demandas depende tanto de su capacidad para establecer alianzas entre grupos como de las “disposiciones legales que fijan normativas políticas”. Alberto Mira estudia cómo han aparecido las narraciones y temáticas gais en el cine y la crítica cinematográfica académica, y propone un abordaje en el que la regulación se asimila a la idea de mediación cultural. Ángel Sauquillo introduce la noción de subalterno para analizar las prácticas de “desindentificación” de los gais, entendidas como “estrategias de supervivencia que el sujeto minoritario practica para negociar” cuando se encuentra en la esfera pública que le es hostil. 6

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Un segundo conjunto de problemas gira en torno de la idea de que las regulaciones culturales sitúan la normalización a nivel de las luchas políticas e ideológicas. Las regulaciones tienen un doble carácter crítico: por un lado, respecto de las condiciones de producción de las normas y el cambio ideológico. Por otro lado, respecto de la historicidad de su funcionamiento, que las convierte en prácticas políticas en la medida en que son expresivas de luchas y reivindicaciones específicas. Esta peculiaridad repercute en las concepciones de cultura y política que defienden nuestros colaboradores, en el tipo de acciones que producen cambio o permanencia, y en la tendencia de las normas a sobrevivir a todo tipo de crisis, ya que de hecho son parte de la articulación entre políticas públicas y prácticas ciudadanas. En este sentido, Latinoamérica y España parecen estar en las antípodas. Otra consecuencia importante es que los materiales se vuelven opacos ya que pierden su carácter autoevidente. La normalización no define un estado del orden social sino un proceso conflictivo y hasta cierto punto impredecible. En este contexto, los colaboradores reevalúan la noción de visibilidad, que ya no puede comprenderse como una estrategia de representación cuyo objetivo es la aceptación social, sino una práctica ideológica que se entrecruza con las luchas por la regulación cultural de la identidad. Para todos hay algo de esa normalidad que está negado por los propios materiales: “los homosexuales no podemos ser normales porque la propia categoría [de homosexual] ha sido creada contra la norma” según Mira; la visibilidad del gai ciudadan@ ha respondido a intereses de clase, según Fígari; para Cabral, las tecnologías quirúrgicas de asignación dependen de ejercicios de visibilización en los que la gran ausente es la voz de los transexuales; para Nieto, la visibilidad es clave ante la falta de marcadores de identidad exteriores del grupo glttbi; para Mattio, el liberalismo presupone una “privatización de rasgos idiosincrásicos” que son considerados “indiferentes” en la producción de “sociedades bien ordenadas” al tiempo que legisla y prescribe sobre ellos; la subalternidad está vinculada a aspectos positivos para Sauquillo, pero también a las retóricas de la maldad y el menosprecio cultural. Este aspecto abre a otros interrogantes: ¿qué demandas hacer a las instituciones liberales y democráticas?, ¿bajo qué condiciones pueden éstas asegurar la igualdad? El tercer grupo de problemas tiene que ver con la articulación del análisis y aplicación de las normas con la ORIENTACIONES revista de homosexualidades

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historicidad de su funcionamiento. Esto resulta central por varios motivos; quizás el más relevante sea la existencia de normativas que, mientras sostienen derechos universales, actúan históricamente a través de un conjunto de regulaciones discriminatorias y altamente represivas. La existencia de diferentes modos de organizar la relación entre normas y regulaciones culturales debe articularse con contextos y luchas específicas, tanto en relación a la sociedad en general como a los colectivos glttbi en particular. Sabemos que la noción de grupo y colectivo ha sido de difícil aplicación, ya que se construye históricamente alrededor de demandas heterogéneas. De allí también la modalidad crítica, y hasta cierto punto combativa, presente en los artículos. En el caso de Nieto, esto se ve tanto en el análisis de la articulación de intereses y alianzas entre el colectivo transexual y el gai-lésbico, como en su referencia a las identidades étnicas. En los casos de Mattio, Fígari, y Cabral, la relación entre norma y regulación se relaciona con el liberalismo latinoamericano formal y la expansión y criminalización de la pobreza; la normalización no es un problema de modernización e integración, sino de las “condiciones efectivas de ejercicio de derechos reconocidos” en sociedades con grandes diferencias a nivel de regulaciones culturales y en crisis de hegemonía; lo trans requiere relacionar la cuestión con el “proceso de democratización” y las modalidades de discriminación y pobreza en Argentina. Sauquillo realiza una distinción entre tipos de sociedades donde la noción de normalización tiene consecuencias diversas. Mira sostiene que la relación entre política, visibilidad, y representación, en el cine ha participado sólo tangencialmente en la normalización. De aquí se siguen consecuencias relevantes para el estudio de la regulación cultural de las normas. Si estas dependen de contextos locales, ¿en qué medida puede generalizarse su problemática?, ¿y qué sucede con la relación entre política y cultura?, ¿asistimos a un momento en que la política (de la visibilidad) ha subsumido lo político, o por el contrario ha perdido relevancia ante nuevas tecnologías de control? Creemos que los colaboradores de este número muestran la complejidad de estas preguntas: como indica Nieto, lo “puramente político” y lo “puramente cultural” son “pronunciamientos invalidados en la práctica”. Las regulaciones culturales indican el valor político de la cultura pero la cultura muestra que la política es hoy el terreno de las reivindicaciones emancipatorias. 8

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Así, veremos que la distancia entre norma y regulación cultural dispara un debate sobre el valor de la normalización que critica a la militancia española por su autocomplacencia. Pensamos que el mismo no debe verse como un enfrentamiento (los contactos entre la militancia española y la latinoamericana son fluidos y productivos) sino como un incentivo para volver a nuestra pregunta inicial: ¿en qué medida la distinción entre norma y regulación, en tanto construida en el análisis, puede ayudarnos a entender procesos diversos y nuevos horizontes de las luchas antidiscriminatorias? La respuesta que se insinúa es que normas y regulaciones dependen de la relación entre demandas de orden (y en este sentido todo reclamo normalizador no es sólo una demanda de integración de un grupo al ordenamiento social, sino que también actúa a nivel de la estabilidad del conjunto) y reclamos emancipatorios (democráticos y de igualdad, a la vez que de diferenciación y libertad). Finalmente, los procesos de normalización de los reclamos glttbi se han producido en los últimos años en medio de grandes cambios que hay que pensar, a la vez, local y globalmente. Sabemos que en el caso español se ha producido legislación muy progresista alrededor de los reclamos glttbi. La ley de matrimonio (2005) y, más recientemente, la ley de Igualdad de Géneros (2006) suponen grandes logros, aunque el desafío es extender los derechos legales a derechos sociales, económicos y laborales efectivos. Valga para el caso la resistencia de muchos alcaldes a celebrar matrimonios gais, pero también la alta tasa de desempleo existente en los colectivos transexual y travesti, así como la criminalización que sufren. En el caso argentino, el horizonte de conflicto se ha establecido a nivel de la tensión entre el marco normativo constitucional y la existencia de códigos contravencionales que adquieren carácter represivo ante la extensión de la pobreza y la marginalidad. Por ello, en opinión de algunos de nuestros comentaristas, la normalización ha llevado a naturalizar un proceso que es preciso mantener abierto y respecto del cuál una actitud saludable es permanecer críticos. Sabemos también que estos avances se han construido en casi toda Europa a partir de las presiones legales de Bruselas, pero sus alcances en términos de equidad son más que limitados y desiguales. Producir un discurso celebratorio, aunque merecido, no nos ayuda a entender la especificidad de estos procesos. Algunos pueden simpatizar con la “chuequización”, como la llama Álvaro Pombo, pero ORIENTACIONES revista de homosexualidades

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resulta más interesante pensar que este adjetivo no es sólo derogatorio, sino que mantiene vivo el sentido político en el que Chueca podría ser también un tipo de política. Efectivamente, lo que las regulaciones culturales indican es que el terreno de las demandas gais, en su sentido más amplio, no es homogéneo; por el contrario, es divisorio. Analíticamente, esto implica que los alcances de la normalización no pueden ser universalizados, ya que si esto sucede perderemos de vista las luchas históricas en las que se construyeron tanto las demandas como las respuestas de los colectivos glttb a las políticas públicas y mediáticas. El dossier se complementa con dos artículos en la sección de Lecturas. Ernesto Meccia realiza una crítica al modo en que la noción de tolerancia fue utilizada por la Iglesia Católica y las agencias gubernamentales en el proceso de democratización en Argentina. Alejandro Varderi comenta sobre la literatura gai venezolana, poco conocida en España, y la vincula con el contexto político y cultural del Chavismo. Contra el riesgo de universalización, y de la consiguiente disolución analítica y crítica, los artículos que aquí siguen ofrecen la fuerza de sus puntos de vista particulares. Que sean en sí mismos, y en su contrapunto, de buen provecho.

Equipo Orientaciones

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M O N O G R Á F I C O Normalización y regulaciones culturales La inclusión de l@s otr@s La ‘normalización‘ de las minorías homosexuales en el liberalismo igualitarista contemporáneo Eduardo Mattio

1 En este trabajo entendemos por ´tradición liberal‘ las diversas realizaciones teóricas y políticas a las que se ha atribuido tal denominación. Es decir, sin desconocer las variaciones históricas, ideológicas y ´geográficas‘ que caracterizan a cada una de esas realizaciones, entendemos que hay cierto denominador común, cierto ´parecido de familia‘ que las unifica como experiencia política y que las distancia de otras perspectivas políticas tales como el socialismo, el anarquismo, el republicanismo, etc. Cf. Gray (1986: 10-11); Ovejero (2002: 33-38). Salvando las distancias entre las aspiraciones igualitarias de ciertas posiciones teóricas liberales y las instanciaciones inequitativas del pathos liberal en nuestro contexto latinoamericano, quedan por esclarecerse las precisas vinculaciones —si las hay— entre unas y otras.

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Desde sus orígenes, la multiforme tradición liberal1 se ha edificado sobre la genuina pretensión de proteger los derechos de los individuos de las interferencias que el Estado y otros particulares puedan oponer. En función de la pluralidad de concepciones en conflicto que se multiplicaron desde el inicio de la modernidad, el liberalismo ha privilegiado una única meta: “garantizar las condiciones políticas necesarias para el ejercicio de la libertad personal” (Shklar, 1991: 25). En razón de dicho objetivo, ha postulado la necesaria neutralidad del Estado respecto de las diversas concepciones de la vida buena que los particulares quieran asumir como propias. Es decir, no sólo ha prohibido la interferencia del Estado, sino que negándose a proponer doctrina positiva alguna acerca de cómo deben ser las personas o cómo deben conducir sus vidas, ha hecho de la tolerancia una bandera irrenunciable. En palabras de John Gray: “El sine qua non del Estado liberal, en sus diversas formas, es que el poder y la autoridad gubernamental se encuentren limitados por un sistema de reglas y prácticas constitucionales en las que se respeten la libertad individual y la igualdad de las personas bajo el gobierno de la ley” (1986: 116). Como un correlato necesario de la neutralidad estatal y de la tolerancia respecto de toda doctrina comprensiva, el liberalismo ha establecido una nítida distinción entre las esferas pública y privada, es decir, entre lo que sería de interés común y lo que sólo afectaría a la vida de los particulares. Como ha señalado Judith Shklar, aunque la distinción privado-público no constituya un límite históricamente permanente, ha de conservar, al menos para los liberales, su carácter indeleble. Toda política pública, sostiene, debe trazarse teniendo en cuenta esta separación. Por tanto, lo verdaderamente relevante “no es tanto dónde se traza la línea sino que se lo haga, y que la misma no sea, bajo ninguna circunstancia, ignorada u olvidada. Los límites de la coerción comien11


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zan, y no terminan, con una prohibición a la invasión del ámbito privado” (Shklar, 1991: 28). Sólo gracias a dicha demarcación, los ciudadanos serán libres de adoptar las formas de vida que crean convenientes. Si bien el liberalismo es un artefacto cultural construido sobre el deseo de salvaguardar la libertad individual de cualquier forma de opresión —ya del despotismo estatal, ya de la “tiranía de la mayoría” (Forment, 1996: 317)—, en la práctica da lugar a una paradoja irresoluble: aunque las sociedades liberales reconocen a los agentes morales como individuos auto-interesados, deseosos de realizar su propio plan de vida, se estima que su adhesión libre a una determinada concepción de perfección debe circunscribirse a los márgenes de su vida privada. Es decir, su inclusión supone una necesaria fractura en su identidad narrativa: se supone que en privado los individuos pueden ser todo lo lúdicos o transgresores que deseen, en tanto se comporten en la vida pública como ciudadanos sensatos, observantes de la ley y de las buenas costumbres. Para un liberal, la privatización de nuestros rasgos idiosincrásicos —nuestra religión, nuestra orientación sexual, nuestras preferencias particulares— es un justo precio a pagar por una igual cuota de libertad. Cuando se trata de minorías sexo-genéricas tales como el colectivo gai-lésbico2, tales fracturas no sólo se aprecian con más claridad sino que adquieren un carácter aún más pernicioso3. La heterogénea pluralidad de identidades y formas de vida que se agrupan en un colectivo semejante no suele ser acogida con beneplácito en muchas sociedades democráticas y liberales —pensemos, por ejemplo, en las deficitarias democracias latinoamericanas. En los límites de una tolerancia demasiado estrecha, se incluye a los miembros ´anómalos‘ en la medida que es posible ´normalizarlos‘. Diseñada para permitir la expansión privada a cambio de una homologación pública supuestamente mínima, la sociedad liberal sólo parece presta a admitir las demandas de aquellas posiciones identitarias que pueden encuadrarse dentro del sentido común ampliamente compartido. Como ha señalado Taylor, aun cuando se pretende garantizar la asignación de una “canasta” idéntica de derechos e inmunidades para todos los ciudadanos, se genera una problemática ceguera respecto de las necesidades particulares de determinados grupos y minorías (1992: 61-62). Por tanto, aunque nominalmente el liberalismo pretende evitar la exclusión de los diferentes, desconoce aquellas demandas particulares 12

2 Apelando a la palabra “minoría” o “colectivo” no pretendemos aludir de manera esencialista a ningún tipo de identidad estable o sustantiva que justifique a priori la reunión de un conjunto heterogéneo de individuos. Tampoco entendemos que tales individuos sólo puedan pertenecer a cierto colectivo o minoría (sexo-genérica desaventajada) y que por otros rasgos no se vinculen a otros colectivos (calificables en términos de raza, religión, clase, etc.) o a una mayoría (racial, religiosa o de clase) socialmente mejor posicionada. De tal suerte, concibo tales minorías o colectivos como conjuntos provisorios e inestables de agentes morales y políticos reunidos en función de algún rasgo, práctica o forma de vida común.

3 En el primer capítulo de Epistemología del armario, Eve Kosofsky Sedgwick ha dado cuenta del modo perverso en que la escisión privado-público acrecienta la vulnerabilidad de las personas homosexuales frente a aquellas formas de discriminación institucionalizadas. En una sociedad dominada por el prejuicio heterosexista, es igualmente riesgoso para los homosexuales el que oculten su identidad sexual como que la revelen; en ambos casos, gais y lesbianas descubren que el armario (o la salida de él), lejos de ser una protección, es más bien un signo claro de la opresión a la que están sometidos (1990: 91-121).

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4 Con el término “ciudadanos de segunda clase” [“second-class citizens”], Carlos Forment alude a aquellas minorías sexuales, raciales, étnicas o religiosas, que debido a las prácticas discriminatorias de sus compatriotas ocupan posiciones marginales en las “instituciones centrales” de los países en los que habitan (1996: 315-316).

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que harían posible su efectiva inclusión, y si las reconoce lo hace en el marco de determinadas instituciones tradicionalmente legitimadas —v.g., la familia monogámica. Frente a esta inclusión ´selectiva‘ de los agentes morales, claramente discriminatoria, sería esperable una mayor cohesión al interior de la ´comunidad‘ homosexual. No obstante, tales situaciones suelen dar lugar a penosas fracturas que no dejan de trasladarse a la agenda política de los movimientos homosexuales. Aquellos miembros más proclives a la normalización que impone el liberalismo, pretenden ´limpiar‘ al colectivo de aquellos grupos o miembros que resultan más disruptivos según los cánones de la sociedad ´civilizada‘. Adaptados a la integración que propicia la sociedad liberal, dichos miembros desconocen las demandas de otros gais y lesbianas —y de otras posiciones identitarias— cuyas formas de vida son inasimilables a las costumbres y normas morales de la mayoría monogámica y heterosexual, y por ello renuentes a la privatización que impone la lógica interna de la política liberal. De esta forma, los ´no integrados‘ han de conformarse con una ciudadanía ´de segunda‘4, con una completa invisibilidad que es expresión de las incoherencias más vergonzantes del programa liberal. ***

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A la hora de resolver la paradoja aludida, a saber, la fractura narrativa que impone a gais y lesbianas la privatización de sus rasgos idiosincrásicos —sobre todo cuando ´incomodan‘ las certezas morales y políticas de la mayoría— no parece que podamos apelar a las propuestas de los teóricos liberales. De una forma u otra, tales autores desconocen —o minimizan— las constricciones efectivas que las razones de género imponen a ciertos ciudadanos. A continuación nos detendremos en dos liberales igualitaristas —uno pretendidamente universalista, otro etnocéntrico confeso— a fin de ofrecer una muestra del terreno en que se plantean tales cuestiones. En 1971, John Rawls modificó por completo el horizonte de la teoría política contemporánea con su “teoría de la justicia como equidad”. Al publicar Theory of Justice, presentó una versión del liberalismo igualitario que, reeditando el contractualismo moderno, proporcionaba un procedimiento que haría posible formular los principios de justicia que permitirían regular la “estructura básica” de la sociedad, es decir, las principales instituciones políticas, sociales y económicas de una sociedad signada por el “hecho del pluralismo”. Es decir, Rawls entiende que en “sociedades bien ordenadas” donde los sujetos detentan legítimamente diversas concepciones acerca de la vida buena, se hace preciso acordar términos que, allende dichas concepciones, aseguren la cooperación social de manera equitativa. Tales principios son los que cualquier persona aceptaría si se colocase en lo que Rawls ha denominado la “posición original”. En dicha situación hipotética los contratantes, en tanto personas libres e iguales, han de ignorar toda aquella información que pudiera inclinarlos a elegir determinados principios en su favor, lo cual evitaría aquellas asimetrías que promueven una mayor inequidad. Es decir, al momento de contratar, “a las partes no se les permite conocer la posición social de aquellos a quienes representan, ni la particular doctrina comprehensiva de la personas a la que representan. La misma idea se hace extensiva a la información acerca de las razas y al grupo étnico, al sexo y al género de las personas, y a sus diversas facultades naturales, como la fuerza y la inteligencia… Expresamos figuradamente estos límites a la información acerca de estos aspectos al decir que las partes están tras un velo de ignorancia” (Rawls, 1993: 47-48, cursivas nuestras; 1971: 135-136; 2001: 39-40). Sólo bajo tales condiciones y deliberando sin coacciones, podrán formularse los principios de justicia a los que los particulares someterán sus acciones en el ámbito público. 14

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5 Iris Young propone reconocer las diferencias sin concebirlas como una “alteridad absoluta”. En esos términos, el otro aparece como un extraño inasimilable que debe ser excluido. Tal ´esencialización‘ de las diferencias no sólo suprime aquello en lo que el otro pueda ser similar a nosotros, sino que ignora su especificidad, su variación, su heterogeneidad respecto del grupo minoritario en el que es incluido. En efecto, Young muestra que el otro en tanto diferente no sólo no debe aparecer como parte de un grupo desviado, sino que tampoco ha de ser identificado como miembro de un conjunto homogéneo (1990: 286-290).

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En el pasaje recién citado puede verse que el “mecanismo de representación” propuesto por Rawls supone —tal como han señalado comunitaristas, republicanos y feministas— que cada uno de los agentes partícipes del contrato funciona como un sujeto “desvinculado” en el que sus diferencias —entre ellas, las de género, raza y clase social— resultan irrelevantes en relación a su capacidad de acordar. En otras palabras, su carácter de ciudadano no parece depender de tales diferencias, sino que es atribuido con independencia de las mismas. No obstante, señala Iris Young, el ideal de imparcialidad que fundamenta tales procedimientos contractuales supone una lógica de la identidad en la que las diferencias son negadas o suprimidas: “La construcción de un punto de vista imparcial se alcanza al abstraerse de la particularidad concreta de la persona en situación. Esto requiere abstraerse de la particularidad del ser corporal, de sus necesidades e inclinaciones, y de los sentimientos que acompañan a la particularidad experimentada de las cosas y los hechos” (Young, 1990: 172). De esta forma, una razón normativa semejante aunque no elimina la pluralidad de sujetos, los expulsa del terreno de la moral: “los intereses, necesidades y deseos concretos de las personas y los sentimientos que diferencian a unas de otras se convierten en meramente privados, subjetivos” (Young, 1990: 176). Construye, en suma, una sociedad bien ordenada en la que las diferencias se vuelven invisibles o se convierten en “lo otro absoluto”5, que por ser “tan otro” no merece un lugar en nuestra cómoda civilidad. *** Richard Rorty, otro de los autores liberales que aquí queremos examinar, en diversos contextos ha expresado explícitamente su solidaridad para con los derechos de los homosexuales. Así, en el marco de su reflexión política, el liberal — es decir, aquel sujeto que aborrece todo acto de crueldad que se pueda perpetrar contra el prójimo— no sólo es habitual que trabaje en favor de leyes que protegen los derechos de los trabajadores y de los parados, que permiten a las mujeres abortar, que eliminan los vestigios del racismo, que protegen el medio ambiente, etc., sino también por aquellas que prohíben la discriminación de los homosexuales en la vivienda y el trabajo (Rorty, 1992: 43). No obstante, al formular explícitamente su versión “posmoderna y burguesa” del liberalismo rawlsiano, Rorty argumenta explícitamente a favor de la irrelevancia de la preferencia sexual al interior de las sociedades democráticas liberales. Al menos en dos ocasiones su15


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braya el carácter meramente privado de las “cuestiones sexuales” o de las “preferencias sexuales”. En Contingencia, ironía y solidaridad, obra en la que expone en detalle su utopía liberal democrática, Rorty entiende que la filosofía, puesta al servicio de la política democrática, ha de proveer los medios que nos permitan “urdir nuestro léxico para la deliberación moral a fin de adaptarlo a las nuevas convicciones (por ejemplo, la de que las mujeres y los negros son más capaces de lo que los varones blancos habían imaginado, la de que la propiedad no es sagrada, la de que las cuestiones sexuales son meramente privadas)” (1989: 215; cursivas nuestras). En otro artículo muy conocido, “La prioridad de la democracia sobre la filosofía”, Rorty afirma: “Es adecuado hablar de preferencias gustativas o sexuales, pues éstas no importan a nadie más que a uno mismo y a nuestro círculo inmediato. Pero es erróneo hablar de una ‘preferencia’ por la democracia liberal” (1991: 255; cursivas nuestras). Como puede verse, al tiempo que Rorty enfatiza de manera acrítica el carácter ineludible de las instituciones liberales, reitera la irrelevancia política de las cuestiones sexuales. Ahora bien, ¿qué supone sostener que nuestras preferencias sexuales sólo tienen relevancia para “nuestro círculo inmediato”? Es claro que, para Rorty, la privatización de nuestras preferencias sexuales da lugar a que cada particular ejercite su sexualidad sin interferencias, evitándose así la crueldad que supone la discriminación de determinadas prácticas sexuales. El punto aquí es que no todas las prácticas sexuales son medidas con la misma vara: sin duda, la vida sexual de los heterosexuales tiene un alcance público —reconocimiento, legitimidad, promoción— del que es privada la vida sexual de gais, lesbianas y otras minorías sexo-genéricas. Como observa Teresa de Lauretis, “la tenaz costumbre mental de pensar la sexualidad como actos sexuales entre personas y asociarla con la esfera privada o la ‘privacy’ individual, aun cuando estamos constantemente rodeadas de representaciones de la sexualidad… tiende a negar lo obvio, esto es, el carácter absolutamente público de los discursos sobre la sexualidad y lo que Foucault ha llamado ‘la tecnología del sexo’: los aparatos o dispositivos sociales (del sistema educativo a la jurisprudencia, de la medicina a los medios de comunicación, etc.) que no sólo regulan la sexualidad sino que efectivamente la imponen , esto es, la regulan y la imponen como heterosexualidad” (de Lauretis, 1987: 127). En pocas palabras, la privatización de lo que resulta disruptivo en la esfera 16

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6 Tras la común irrelevancia que ambos autores atribuyen al sexo o al género respecto de la asignación de ciudadanía, se ocultan o desconocen las asimetrías que el sistema de sexo/género impone a las minorías sexogenéricas. Cf. Pateman (1988); Wittig (1987). Ambas autoras han puesto en evidencia que el contrato originario sobre el que se edifica la sociedad liberal es un pacto (hetero)sexual-social del que participan sólo los hombres —blancos, heterosexuales y burgueses—, en el que se oculta y garantiza la dominación de los varones sobre el resto de las posiciones identitarias, al tiempo que éstas son desplazadas a la esfera privada como sujetos sin atributos cívicos, como ´menores de edad‘.

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pública, más que garantizar el libre ejercicio de las elecciones idiosincrásicas, se revela como una estrategia eficaz para proteger el statu quo, como una forma indolora de conservar el privilegio heteronormativo por otros medios6. *** Como señalábamos al inicio, no sólo se desconocen las asimetrías que se esconden tras el igualitarismo puramente nominal que el liberalismo pretende garantizar. En algunos casos, al establecerse explícitamente el marco en el que las demandas específicas de las minorías sexo-genéricas serán atendidas, se impone también, como observaba Perlongher, un modelo ´normalizador‘ que suscita nuevas exclusiones. Esto puede verse, en particular, en las escasas líneas que Rawls destina a la cuestión de los derechos de gais y lesbianas. En la última reformulación de su teoría de la justicia (Rawls 2001), al detenerse en la familia, una de las instituciones fundamentales de la “estructura básica de la sociedad”, Rawls subraya la importancia de dicha institución “por la razón de que uno de sus cometidos esenciales es asegurar la producción y reproducción ordenadas de la sociedad y de su cultura de una generación a otra”. Por tal motivo, “resulta esencial, para el papel de la familia, que la crianza y el cuidado de los niños sean quehaceres dispuesto de un modo razonable y efectivo, para que quede asegurado su desarrollo moral y su educación en una cultura más amplia” (Rawls, 2001: 217). A pesar del tenor conservador de las tareas asignadas a la familia, el filósofo americano no se compromete necesariamente con el modelo tradicional de familia. Explícitamente, observa que dichas tareas no necesariamente han de ser realizadas por familias heterosexuales o monogámicas. No obstante, en una nota al pie, destaca que tal observación establece de qué modo la teoría de la justicia como equidad ha de considerar los derechos y deberes de gais y lesbianas y el modo como afectan a la familia: “Si esos derechos y deberes son consistentes con una vida familiar ordenada y con la educación de los niños, entonces, ceteris paribus, son enteramente admisibles” (Rawls, 2001: 217). Sin duda, tales consideraciones encarnan lo que Gayle Rubin (1984), en un artículo ya clásico, denominó “esencialismo sexual”, es decir, aquel prejuicio naturalista que alojado en diversos discursos —religiosos, científicos y jurídicos— condiciona la evaluación social de los actos sexuales según un “sistema jerárquico de valor sexual”. De acuerdo a dicho patrón evaluativo sólo reciben una califi17


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cación moral positiva quienes adecuan sus prácticas sexuales al modelo monogámico, heterosexual y reproductivo7. Es posible que la teoría política rawlsiana no encarne plenamente el esquema de calificación moral que Rubin describe. De hecho, su concepción de familia no se restringe al modelo tradicional monógamo y heterosexual. No obstante, es seguro que cuando se subordina la asignación o el reconocimiento de los derechos de gais y lesbianas al modo en que favorecen la vida familiar, tal condicionamiento no resulta inocente. Comporta una clara descalificación de otras formas de vida indiferentes, ajenas o contrarias a la reproducción del modelo familiar fomentado por teorías políticas liberales como la de Rawls. En efecto, este modo de evaluar las demandas de gais y lesbianas es una muestra del componente ideológico que se oculta tras el ideal de imparcialidad del contractualismo procedimental o de la democracia deliberativa. Como ha advertido Iris Young, el ideal de imparcialidad no sólo sustenta el mito del Estado neutral o la legitimidad de la autoridad burocrática, sino que “refuerza la opresión [de las minorías] al transformar el punto de vista de los grupos privilegiados en una posición universal” (1990: 190). Dicha “construcción hegemónica” agrava las diferencias sociales que condicionan el privilegio de unos y la opresión de otros. Al tiempo que se universaliza la perspectiva particular de los privilegiados, sus experiencias, criterios y expectativas se vuelven canónicos, normales y neutrales, mientras que las experiencias, criterios y expectativas que contradicen dicha “universalidad” —en nuestro caso, los de gais y lesbianas— se construyen como desviación e inferioridad, y sus reclamos como una expresión de intereses parciales y egoístas, incapaces de comulgar con el interés general e imparcial (Young, 1990: 196). Por consiguiente, ante un diagnóstico semejante lo diferente-entanto-desviado sólo puede ser incluido si puede ser integrado. Sólo merece un lugar en la esfera pública si puede ser ´normalizado‘. *** Partiendo, entonces; (a) del carácter ideológico que manifiesta el ideal de imparcialidad en sociedades signadas por una pluralidad de doctrinas comprensivas en conflicto y, a la par, (b) del carácter ineludible que hoy detentan ciertas conquistas liberales básicas, cabe preguntarse: ¿Cómo han de atenderse y satisfacerse las demandas minoritarias —en este

En la cima de una pirámide imaginaria, los “heterosexuales reproductores casados” reciben una calificación moral óptima. A estos le siguen, los heterosexuales no casados que conforman una pareja monogámica; luego, los demás heterosexuales afectos al autoerotismo. Y continúa: “Las parejas estables de lesbianas y gays están en el borde de la respetabilidad, pero los homosexuales y lesbianas promiscuos revolotean justo por encima de los grupos situados en el fondo de la pirámide” (Rubin, 1984: 136). Transexuales, travestis, sadomasoquistas, trabajadores sexuales y quienes transgreden sexualmente las fronteras generacionales son tributarios —en ese orden— de una creciente descalificación moral. Quienes se hallan en lo alto de la jerarquía, señala Rubin, reciben, a diferencia de quienes ocupan los lugares más bajos, el reconocimiento de salud mental, respetabilidad, legitimidad, movilidad física y social, apoyo institucional y económico, etc. En la medida que respetan un modelo heterosexual, marital, monógamo, reproductivo y no comercial se entiende que dichos sujetos ejercen una sexualidad “buena”, “normal” y “natural”. Recién en las últimas décadas, las parejas heterosexuales no casadas, la masturbación y la homosexualidad monógama han recibido una mayor respetabilidad moviéndose del sexo “malo” al sexo “bueno”, con lo cual se vuelven tributarias de la complejidad moral que se atribuye al contrato matrimonial monógamo y heterosexual.

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caso las de gais, lesbianas y otras posiciones identitarias— en sociedades liberales como las que describen —o imaginan— los teóricos liberales sin generar las estrategias de normalización que dicha inclusión trae aparejada? Si bien la propuesta política de Charles Taylor no es estrictamente liberal, en ella es posible encontrar alguna respuesta a la cuestión que nos interesa resolver. En diversas ocasiones el autor canadiense ha intentado mostrar cierta compatibilidad entre las exigencias de una comunidad republicana unida por bienes comunes y los beneficios del procedimentalismo liberal. Desestimando los equívocos que atraviesan el debate entre liberales y comunitaristas, su propuesta política no desconoce las “virtudes” del liberalismo igualitario de Rawls. No obstante, Taylor entiende que el compromiso liberal —concretamente, el de la sociedad norteamericana— con un proyecto político procedimental se subtiende sobre la común aceptación de un determinado bien común, a saber, la fidelidad a una comunidad histórica en particular —lo que Taylor llama “patriotismo”. Dado que dicha fidelidad es el marco en el que dichos procedimientos se vuelven operativos, un bien semejante ha de ponerse por encima de cualquier otro. Por consiguiente, aun cuando Taylor cree que el Estado debe permanecer indiferente en relación a las convicciones religiosas (a) o a la conducta sexual de los ciudada-

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nos (b), no puede ser neutral respecto del patriotismo que ellos profesen (c). Aunque puedan tolerarse diversas concepciones acerca de la perfección individual, no es permisible evadir el compromiso con el destino de lo comunitario. Independientemente del valor que tenga su propuesta es evidente la coincidencia de Taylor con aquellos autores liberales que postulan la irrelevancia de la sexualidad respecto de la asignación de ciudadanía; sin embargo, a reglón seguido propone —conforme a su “política del reconocimiento”— un tratamiento diferenciado de ciertas demandas: “Podemos imaginar a sus tribunales escuchando y dando satisfacción a quienes, bajo a), objetan los rezos escolares o aquellos que, bajo b), piden que se prohíba un manual de educación sexual que trata la homosexualidad como una perversión. Pero supongamos que alguien bajo c), objetara el tono piadoso con que la historia norteamericana y sus grandes figuras son presentadas a los jóvenes …cualquier tribunal que diese satisfacción a semejante litigio estaría socavando el propio régimen a partir del que debe interpretar” (Taylor, 1995: 260-261; cursivas nuestras). Como puede verse, el ejemplo muestra que, aunque se mantiene la neutralidad del Estado respecto de las preferencias sexuales (y de las convicciones religiosas), el autor recomienda que ciertas demandas minoritarias sean atendidas y satisfechas en sus propios términos. Pace Taylor, su ejemplo sugiere distinguir las condiciones que permiten asignar ciudadanía —ámbito en el que las preferencias y prácticas sexuales serían irrelevantes— de la satisfacción diferenciada de las demandas que condicionan el ejercicio pleno de la ciudadanía. Según entiendo, dicha distinción evidencia, por una parte, la incapacidad del liberalismo para distinguir y atender una diversidad de demandas específicas y, por otra, que tal defecto sólo puede resolverse en la medida que se ofrezca un “correctivo no-liberal”. En el caso de Taylor, la satisfacción de ciertas demandas exige evadir la neutralidad que se declama, pues esta es la única forma de ser verdaderamente equitativos. Como señala Young, una sociedad que pretenda ser democrática y pluralista requiere de “un sistema dual de derechos” que contenga un sistema general de derechos, iguales para todas las personas, y otro más específico que contemple políticas y derechos que aseguren la plena ciudadanía a los grupos minoritarios menos aventajados (1990: 293). En ese caso, ¿qué otras demandas han de ser agregadas? ¿Cuáles han de 20

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ser privilegiadas? ¿De qué modo habrá que hacerlo para no generar otras tantas exclusiones? Esto, creemos, sólo puede solventarse en el ámbito de la decisión política. Sin lugar a dudas, es toda una apuesta política la recepción — o la exclusión— en la esfera pública de las demandas de los sectores minoritarios —entre ellos, las de gais y lesbianas. Dicha recepción supone discriminar de tal modo las demandas como para evitar satisfacer sólo las expresadas por aquellos subgrupos minoritarios más asimilables o más aventajados —ya por su capital económico, ya por su capital simbólico. Supone garantizar que las partes interesadas —todas ellas— puedan exponer sin coacciones sus intereses y necesidades, incluso aquellos que puedan parecer ´disruptivos‘ o ´desestabilizadores‘ según el canon moral mayoritario. Un igualitarismo como el de Rawls —o como el de Rorty—, ¿hace lugar a tales interpelaciones? Como ha señalado Sebastián Barros, Rawls ha edificado “un liberalismo político sin política”. Es decir, el autor norteamericano supone acríticamente una razón pública o un consenso político ampliamente compartido, en el que no hay lugar para el conflicto, en el que el antagonismo y las diferencias son obliterados, en el que los adversarios son desconocidos o eliminados. Más aún, aunque se reconoce el posible conflicto entre diversas concepciones o intereses, éste sólo puede tener lugar en el ámbito privado (Barros, 1999: 50). De este modo, observa Chantal Mouffe, “las principales formas del pluralismo liberal… empiezan destacando lo que llaman ‘el hecho del pluralismo’ y después pasan a buscar procedimientos para abordar esas diferencias sin reparar en que el objetivo de dichos procedimientos es en realidad volver irrelevantes las diferencias en cuestión y relegar el pluralismo a la esfera de lo privado” (Mouffe, 2000: 37). Evitando que tales disputas se instalen en la esfera pública, se ofrece una solución administrativa, no política, a determinadas demandas, con lo cual se elude el acicate crítico y polémico que una democratización radical promueve no sólo respecto del modo en que son resueltas algunas cuestiones en el ámbito público, sino respecto de los límites y de la estructura de lo público mismo. En virtud, entonces, de la incapacidad sintomática del liberalismo para acoger las diferencias sin normalizarlas, la inclusión de las demandas de gais y lesbianas —y por extensión, de las de otras minorías sexo-genéricas— ha ORIENTACIONES revista de homosexualidades

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de plantearse, allende toda gestión puramente burocrática, en términos estrictamente políticos. Como ha indicado Young, es necesario desarticular el carácter ´normalizador‘ del liberalismo igualitario a través de una “repolitización de la vida pública” (1990: 201). Contra el “ideal de asimilación” del liberalismo que pretende incluir a los diferentes en un juego que ya ha empezado y en el que las reglas y criterios ya han sido establecidos por las mayorías, Young propone un “ideal de la diferencia” que conlleva el desarrollo de un “ámbito público heterogéneo” donde las diferencias no han de ser borradas ni toleradas, sino más bien celebradas (1990: 277, 279-280). De espaldas a un ámbito público unificado en el que los ciudadanos dejan fuera sus particulares afiliaciones, sus historias y necesidades específicas, es preciso “proveer de mecanismos para el efectivo reconocimiento y representación de las voces y perspectivas particulares de aquellos grupos constitutivos de lo público que están oprimidos o desaventajados” (Young, 1990: 310). En efecto, una salida política

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8 No se nos escapa el florecimiento que en los últimos años han adquirido los gobiernos de centro izquierda (Argentina, Brasil, Chile, etc.) o algunos movimientos populistas (Venezuela, Bolivia) en América Latina. Con cierto escepticismo, esperamos que, allende los discursos, logren torcer el brazo de los grandes poderes económicos transnacionales que desde hace décadas deciden el destino de las débiles democracias latinoamericanas.

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a la inclusión normalizadora del liberalismo implica construir un espacio público más vigoroso donde todas las diferencias encuentren representación. Supone garantizar una mayor democratización del espacio público y de los diversos colectivos minoritarios que haga posible la genuina inclusión de todas las demandas: las que nos incomodan, las que no sospechamos, las que contradicen nuestras mezquinas aspiraciones. *** Pese a la escasa influencia de los teóricos liberales —entre ellos, Rawls o Rorty— en las prácticas políticas de los liberales, tales prácticas han reproducido la incapacidad de la teoría para incluir las minorías sexo-genéricas sin crear fracturas en la narrativa de los sujetos o en las agendas políticas de los movimientos que pretenden representarlos. En particular, el liberalismo instanciado en las sociedades latinoamericanas tras la recuperación de la democracia durante la década del ’80 no ha garantizado a las minorías homosexuales el ejercicio pleno de la ciudadanía. En la medida que tales democracias —más conservadoras, injustas e inestables que las previstas por Rawls o Rorty8— se ven signadas por la “democracia de competencia” y los imperativos del mercado, resultan prácticamente impermeables a las demandas de sectores minoritarios como gais y lesbianas. Concebida la democracia como un sistema de competencia entre representantes, la vida política se limita a la selección de aquellos “políticos profesionales” que se ocuparán de atender las demandas de las mayorías, sin reclamar de los votantes una vocación pública que interfiera en la expansión de su libertad individual (Ovejero 2002: 36; 37-38). Retraídos a la vida privada, los particulares sólo se ocupan de realizar sus propios intereses. En la medida que los ciudadanos son percibidos como clientes, no sólo se “despolitiza” y empobrece la construcción de la esfera pública —en efecto, se recorta la participación y el diálogo democráticos—, sino que se consuma una satisfacción “selectiva” de las demandas en función de la capacidad de presión de quienes las exponen. No sólo se perciben y atienden aquellas demandas mayoritarias que expresan el “sentido común”, sino que son virtualmente silenciadas aquellas que parecen subvertir o incomodar el orden establecido. En el caso de gais y lesbianas —para no mencionar la situación más desventajosa de otras minorías sexo-genéricas—, sus demandas no son reconocidas como tales, y si adquieren cierta visibilidad sólo son atendidas en el 23


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marco de las instituciones comúnmente aceptadas por la mayoría. Si a esto sumamos las constricciones que impone el mercado, sólo acceden al espacio público los requerimientos de aquellos subgrupos económicamente más aventajados, demandas que sólo suelen expresar y promover ciertos privilegios de clase. En lo que respecta a los gais y lesbianas, sirve de ejemplo la lucha del movimiento gai en favor del “matrimonio homosexual”. En el caso argentino, aunque la lucha por extender el beneficio de la unión civil expresa, tal como lo declara la cúpula de la CHA9, la construcción —legítima, por cierto— de una “estrategia posible”, parece también ser síntoma de una miopía bastante generalizada. Aunque se opera en nombre del movimiento GLTTTBI, se estrecha la agenda política a una demanda que sólo es significativa para aquellos miembros del colectivo que por su posición de clase pueden heredar o legar bienes, tienen cobertura social, etc., y más específicamente un acceso a los bienes culturales que les posibilita una mayor capacidad de presión10. Con ello, sin duda, se dejan atrás la radicalidad y el compromiso políticos de alcances mucho más vastos que inspiraron en la Argentina, durante los años ’70, a otras experiencias políticas tales como el Frente de Liberación Homosexual. Parece ignorarse que aún hoy “[l]a lucha contra la opresión que sufrimos [l@s homosexuales y otras posiciones identitarias] es inseparable de la lucha contra todas las demás formas de opresión social, política, cultural y económica”11. En razón de tal estado de cosas, se me ocurren —siempre desde la generalidad que asiste a la teoría política— al menos dos ´prevenciones‘ —una ad intra y otra ad extra— que han de tomarse en cuenta en relación a la tarea de los colectivos homosexuales: (a) Respecto de la agenda política, es preciso esclarecer críticamente la naturaleza, la pertinencia y los límites de las demandas que suponemos nos expresan como colectivo. Si se pretende dar lugar a la pluralidad de demandas del colectivo gai-lésbico sin conceder a priori que quienes las formulan sean ´normalizados‘, hay que percibir a dicho colectivo como un campo per se heterogéneo, en el que conviven, se construyen y se transforman una diversidad de posiciones identitarias, vinculadas por su raza, clase, preferencia sexual o presentación de género a otras minorías u otros colectivos menos aventajados aún. Es esta heterogeneidad conflictiva la que exige revisar en qué medida se incluyen —o excluyen— otras demandas no asimilables por el “sentido ‘común’ mayo24

9 En Argentina, sólo gozan del beneficio de la unión civil los habitantes de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Véase el documento de la Comunidad Homosexual Argentina, “Argentina: Hacia la unión civil nacional”, en Orientaciones. Revista de Homosexualidades, América Latina, n. 9, primer semestre 2005, pp. 125-129.

10 Es seguro que los gais necesitamos un acicate que nos despierte de nuestras cómodas necesidades burguesas. Viene al caso recordar —y en algún sentido extrapolar— la polémica que mantuviera Bell Hook con aquellas feministas norteamericanas que en los años ’50, aburridas de sus tareas domésticas, elaboraron un feminismo ajeno a la opresión que la raza, la clase o la preferencia sexual ocasionan. Cf. bell hook (2004), “Mujeres Negras. Dar forma a la teoría feminista”, en AA.VV., Otras inapropiables. Feminismos desde las fronteras, Madrid, Traficantes de Sueños, pp. 34-50. En nuestro caso, ¿es necesario que se nos recuerden las diversas formas de crueldad a la que son sometidos otros gais, lesbianas, transexuales, travestis, transgéneros e intersex, en razón de su raza, clase o expresión de género?

11 “Puntos básicos de acuerdo del Frente de Liberación Homosexual”, en Orientaciones. Revista de Homosexualidades, América Latina, n. 9, primer semestre 2005, p. 113.

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12 Este trabajo no habría podido concretarse sin las observaciones generosas y estimulantes de Fabricio Forastelli. Agradezco también los oportunos comentarios y recomendaciones bibliográficas de Guillermo Pereyra y de Mauro Cabral.

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ritario” —ya de la sociedad en general, ya del colectivo homosexual en particular. Abiertos al disenso, la construcción de una agenda política de mayor alcance, menos modesta y complaciente requiere deconstruir —y dejar que otr@s deconstruyan— nuestras propias demandas a fin de evitar que reproduzcan o se acomoden a las expectativas heteronormativas del medio social en el que se formulan. (b) Respecto de nuestro modo de participación política, entendemos que es preciso reconfigurarlo a partir de las limitaciones constitutivas del liberalismo. Dado que, como decíamos, el liberalismo es incapaz de acoger las diferencias sin someterlas a la normalización que imponen los criterios sociales y morales mayoritarios, urge percibir que la mayor tolerancia que las sociedades liberales exhiben respecto de l@s homosexuales no es fruto de la capacidad autorreflexiva de la teoría política liberal. Su dudosa y ambigua flexibilidad es, en todo caso, resultado de la lucha de las minorías sexo-genéricas durante el último siglo. En la medida que nada nos asegura que esa compulsa haya terminado, gais, lesbianas y otras posiciones identitarias hemos de radicalizar el diálogo democrático, no sólo sugiriendo una agenda ´viable‘, una estrategia ´posible‘, sino también revisando críticamente las instituciones y las prácticas en que tal agenda y tales demandas son asimiladas como tales. En vista de que la inclusión de gais y lesbianas supone la repolitización del espacio público, no sólo debemos dejar de percibirnos como un mero “grupo de interés”, inmerso en el toma y daca de demandas a que da lugar un liberalismo demasiado signado por los imperativos del mercado, sino que, respetando la heterogeneidad del colectivo, éste ha de ser concebido como una suma heteróclita de identidades en tránsito, atravesadas por diversos rasgos —raciales, culturales, de clase, etc.—, lo cual nos permite tejer con otras identidades políticas igualmente provisorias y no menos disruptivas del orden liberal una “cadena de equivalencias” que aproxime el tiempo de una nueva hegemonía. Al margen de la asimilación o de la integración que pretende el discurso liberal, hay que propiciar una revolución democrática en la que desde las diferencias, y no a pesar de ellas, podamos construir políticamente una solidaridad sin exclusiones, donde la “inmodestia” política genere para nosotr@s y para l@s otr@s nuevos espacios de convivencia12.

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Política y sexualidad abajo del Ecuador: normalización y conflicto en las políticas glttbi de América Latina1 Carlos Figari

Genealogía de la normalización 1 “Abajo del Ecuador no hay pecado” es una antiquísima expresión atribuida al explorador holandés Barleus, para indicar que debajo de la línea ecuatorial todo está permitido para los europeos, pues es el universo bárbaro, no cristiano, susceptible de ser pensado como el paraíso o el propio infierno en la tierra. Lo cierto es que en estas tierras equinocciales dios da permiso al diablo y a la propia Europa para suspender la ´civilidad‘ de sus costumbres y contaminarse de ese otro ´exótico‘, fascinante a la vez que perverso. Agradezco los sutiles comentarios y fructíferas discusiones que generó este artículo en el Grupo de Sexualidades del Instituto Gino Germani de la Universidad Nacional de Buenos Aires. Especialmente a: Horacio Sívori, Mario Pecheny, Renata Hiller, Aluminé Moreno y Graciela Sikos. También al compañero Antonio Torrente del Partido Obrero de Catamarca.

Los orígenes de lo que llamaré normalización glttbi2 en América Latina deben rastrearse en el terreno de las prácticas desarrolladas en las experiencias de positivación del ´homosexual‘ en las décadas de 1950/1960.3 Un ejemplo concreto de esto es el Brasil donde, al margen de los polifacéticos discursos circulantes sobre la cuestión homosexual, las primeras experiencias lúdicas clandestinas de los homosexuales comenzarían a salir al campo público amparadas en la expresión artística. Desde el momento en que los shows de las bichas cariocas empezaron a ser realizados en clubes abiertos al público, fueron sobre todo dirigidos al público femenino: a las madres de familia y señoritas. Se intentaba de esa manera

2 En Argentina se denomina glttbi, al colectivo gai, lesbiano, travestis, transexual, bisexual e intersexual.

3 Ya desde la aparición de los primeros grupos sexo-políticos en América Latina (entre fines de los años 60 y comienzos de los 80) se debatía el ´qué somos‘, coherente, con la necesidad de positivar una imagen de homosexual/lesbiana posible y, de forma especial, el ´qué hacer‘ que

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positivizar la imagen de la bicha o del viado4, considerado lujurioso por esencia, mostrando su capacidad creativa, en tanto variante no peligrosa; el lado bueno y sano del homosexual. “El arte redimía ante los ojos de la sociedad y de la familia, de las señoras o mejor aún de las ‘madres’ simbólicas que aprobaban con sus aplausos la performance (que en realidad era un aplauso a la vivencia que reforzaba la autoestima) en un intento de seguridad ontológica. La negociación entre los esquemas de interpelación y sus experiencias generaban diversos resultados: en el caso de los grupos cariocas la bicha comportada” (Figari, 2006). El sucedáneo de la bicha comportada en los años 1980 será el “gai ciudadano”, postulado por las agrupaciones sexopolíticas de la segunda fase del movimiento homosexual latinoamericano. Los grupos actuantes en esta época perseguirían la conquista de su personería jurídica y una progresiva ampliación de derechos para gais y lesbianas. Pero, la cuestión que se planteaba tácita o explícitamente era: ¿los derechos de quienes? O mejor colocado: ¿quienes eran esos gais y esas lesbianas?

de hecho no planteaba una integración sistémica sino por el contrario una posibilidad de política disruptiva. En Argentina, el Frente de Liberación Homosexual, conformado en el año 1971, claramente intentaría entroncarse en la lucha de la izquierda revolucionaria argentina de la época: “Esta alianza siempre fue endeble, en primer lugar porque el frente revertía la perspectiva políticoteórica clásica de los partidos marxistas: el orden de las significaciones culturales era concebido como un campo de batalla relativamente autónomo del de las determinaciones materiales. Y en segundo lugar, al igual que lo ocurrido con el feminismo, las narrativas consideradas específicas no encontraban más que un espacio subalterno dentro de la retórica clásica de la izquierda” (Bellucci y Rapisardi, 1999:50). En Brasil, en tanto, se enfrentaban dos posturas divergentes. Una proponía una especie de anarquismo político y existencial (en el sentido deconstructivo de cualquier instancia disciplinaria que afectara al sujeto) y enfatizaba la necesidad de distinguir entre la lucha homosexual y la lucha de clases como cosas diferentes. La otra correspondía a aquellos gais y lesbianas, generalmente con doble-militancia (partidaria de izquierda y en el grupo homosexual), de filiación claramente marxista y que aspiraban a encajar todas las luchas particulares dentro de la lucha mayor (Figari, 2006).

4 Bicha; viado: referencia a la denominación (auto y también peyorativa) para decir marica o puto.

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5 Estas consideraciones, y la discusión sobre los alcances de la política de reconocimiento en relación con los liberalismos (1 y 2), pueden ser ampliados especialmente en los análisis de Taylor, Walzer y Kymlicka. Ver Charles Taylor, El Multiculturalismo y la Política del Reconocimiento, Fondo de Cultura Económica, 1993.

6 El paradigma del gai ciudadano se basó en la identidad unitaria a partir de la naturalización del sujeto homosexual. La homosexualidad, que desde su surgimiento como categoría de la taxonomía médicolegal se explicaba siempre por posturas esencialistas (´patología‘ o perversión), era resignificada ahora como condición o categoría universal y, desde la perspectiva de la construcción afirmativa de la identidad, como subcultura o minoría (Figari, 2006).

7 Cuando me refiero a estado, movimiento o militancia glttbi, no los entiendo como agencias unificadas sino como una arena de disputas políticas en el campo de lo público, donde lógicamente operan también lógicas y sentidos contrarios que luchan por hegemonizarse.

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Esta demanda significaba plantear una política de reconocimiento, entendido este en dos sentidos. El primero, en cuanto reconocimiento de lo ´diferente‘, como nuevas subjetividades posibles (el proceso de positivación y visibilización) y, el segundo, como una ampliación de derechos civiles, políticos y sociales que condujese a una igualdad en términos de ciudadanía universal.5 El punto álgido del reconocimiento es la visibilidad, presupuesto básico para la posibilidad de constituirse en sujetos de derecho. Esto, a su vez, presupone la construcción de una identidad, lo cual no era ni es para nada una cuestión pacífica. La positivización de una imagen suponía el intento identificatorio de representar otro modelo posible del ser homosexual. Una representación diferente a las interpelaciones que durante siglos lo estructuraban como degeneración, enfermedad, perversión y delito6. Hablar de visibilidad supone responder la pregunta: ¿qué somos? En términos de los grupos sexo-políticos está cuestión fue de alguna manera pospuesta en virtud de la necesidad de reaccionar ante la llegada del vih-sida al continente desde mediados de los años ochenta. Era entonces necesario identificar y controlar prácticas. A cambio de cierto reconocimiento, se negociaba por parte del Estado y los organismos internacionales de financiación una posibilidad de gai ciudadano, ´responsable‘ de su sexualidad (y por ende del control de la propagación del virus)7. La organización de muchos de los grupos, ahora como organizaciones no gubernamentales (ONGs), determinaban fines y metas claros, tanto en el acceso a derechos como en la regulación de los comportamientos sexuales. La formación discursiva del gai/lesbiana ciudadan@, en términos generales, adopta un patrón “integracionista” de gai y lesbianas en cuanto sujetos de derecho. Este se basa en una política afirmativa de reconocimiento que pone el acento en dos aspectos: por un lado, en los derechos y las particularidades identitarias reconocidas por el Estado y, por otro, en una ciega confianza en las posibilidades abstractas de la igualación normativa en el marco de los sistemas democráticos de gobierno en sociedades capitalistas. Concomitante con esto, se promocionaba, sobre todo de forma mediática, un gai o lesbiana indiferenciad@s con la finalidad de generar una corriente empática capaz de una inclusión en un ´nosotros‘ social más amplio. Así, esta representación regulaba el gai o lesbiana ciudadan@ en términos de un individuo ordenado, trabajador, contribuyente y sexualmente responsable. Con un 29


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pie en el mercado, la política del gai/lesbiana ciudadan@ se confunde por momentos con el gai/lesbiana consumidor@ y sobre todo con el gai y la lesbiana contribuyentes, usufructuari@s por tanto de los mismos derechos que el resto de los ciudadan@s (o, por lo menos, de las mismas garantías de consumo que l@s contribuyentes de su faja tributaria) (Figari, 2006). De hecho, las primeras formulaciones de esta representación fueron, en algunos casos, fuertemente homogeneizantes, así como discriminatorias y excluyentes para otras posibilidades homoeróticas que no entraran en este modelo de ciudadanía. João Mascareñas, líder de Triángulo Rosa, uno de los principales grupos que enarbolaba esta postura en la década de 1980 en Brasil, expresaba que “Los homosexuales son hombres o mujeres que tienen sexo con personas del mismo sexo, que mantienen una apariencia normal” (itálicas nuestras). Por otra parte, en este intento de ´normalización‘ el gai no debía ser confundido con la travesti, ya que, en palabras de Mascarenhas: “el homosexual es al travesti como la feminista es a la prostituta”, diferenciándose claramente y vinculándolas con la droga, la prostitución y el robo: “El travesti jamás podrá formar parte de la lucha homosexual, porque él es otra cosa” (J.A. Mascarenhas, apud Silva,1993: 85-6). Este primer reconocimiento logrado por los grupos sexopolíticos desde los años 1980 generó un paraguas de derechos bajo el cual se desarrollaron múltiples expresiones de tribus y estilos de vida particulares. La explosión identitaria en el campo de la diversidad sexual que operó en América Latina en la década de 1990 da cuenta de esta cuestión, concomitante con la existencia de ciertos parámetros básicos que estructuran la representación del gai/lesbiana ciudadan@ en abstracto, capaz de contener el más diverso abanico de posibilidades homoeróticas. Cada vez más, las personas se organizan o simplemente se ´agrupan‘ (o agregan) en función de sus gustos, preferencias, estilos, en una sofisticación y estetización del deseo y del consumo. Colectivos y estilos de vida como las barbies (musculocas), los osos, cross-dressers, sados, se reúnen en torno de vivencias y sentimientos compartidos. Con una recurrencia a lo estético/expresivo, más que a una reflexividad en términos cognitivos, plantean un vivir y sentir el presente, sin apelaciones metafísicas o políticas ni razones de orden superior o la finalidad de proyectos (Figari, 2006) Y aquí reside precisamente la diferencia con los grupos que denominamos sexo-políticos, en tanto estos 30

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persiguen el logro de algún tipo de cambio o resultado en relación a demandas al Estado como principal interlocutor. Cuando distingo entre grupo sexo-político y tribu no estoy negando la politicidad intrínseca de las últimas. Simplemente estoy categorizando otro nivel político que se sitúa en el campo del discurso público para articular sus demandas al Estado. Utilizo el término tribu en dos sentidos: en el de uso común de parte de la dirigencia y mucha gente del movimiento glttbi en América Latina y también en algunos aspectos de la definición de tribu desarrollada por Maffesoli como “nebulosa de pequeñas entidades locales” donde, desde una agregación, se efectivizan como simple aparición una experiencia y sentir comúnes. (Maffesoli, 1990). Frente a la relativa asepsia y abstracción de los grupos sexo-políticos que persiguen el ideal del gai/lesbiana ciudadan@, a veces incluso un/ a “gai/lesbiana comportados”, asimilados y no diferenciados de los heterosexuales, las tribus profundizan dialécticamente este ser ciudadano, no a partir de la abstracción, sino de la afirmación de significantes fuertemente particularistas e individuales que configuran un universo multicultural pero integrado (Figari, 2006). No obstante, esta división que introduzco aquí no es taxativa; de alguna manera las tribus brindan el sustrato de trazos identificatorios del universo glttbi, incluso de los grupos sexo-políticos. Es verdad que, como afirmo en otro lado, lo “distintivo de estas tribus al nivel de los significantes es su recurrencia a las categorías de género masculino/femenino, pero absolutamente re-apropiadas, evidenciando que siempre es posible una reestructuración mediada colectivamente —aún cuando esté basada en los trazos previamente definidos— que permita salir de la alienación fundante del esquema heterosexista y plantear nuevos sentidos” (Figari, 2006). Sin embargo, el propio proceso identificatorio es complejo y contradictorio. Así como permite una novedad semántica que parece emancipadora, se corresponde muchas veces con una nueva regulación homogeneizante que afecta otros universos diferenciales en términos antagónicos. El agruparse según patrones absolutamente regulados, entre otras variables, por su adscripción de clase, género, edad, estética y estilo de vida, supone una identificación fuertemente comunitaria y clasificatoria en términos de abyección/repulsa del otro común pero ´diferente‘. Es así cómo tantos gais varones comentan no ir a las Marchas del Orgullo en Buenos Aires por la presencia escandalosa de travestis. O la imposibiORIENTACIONES revista de homosexualidades

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lidad de que entren mujeres o travestis en algunos locales destinados al público gai masculino, o viceversa. La travestofobia fuertemente presente en Brasil, por ejemplo, en algunos grupos de los años 1980 interesados en limpiar una imagen ´gai‘ es superada hoy por la reflexión de los grupos sexo-políticos, pero reproducida, muchas veces, en la constitución y discurso de las propias tribus.

Visibles en la niebla La visibilidad glttbi se corresponde con un universo multicultural más o menos suturado, regulado por cierto paraguas de normalidad ciudadana. El problema del reconocimiento se resuelve en la respuesta materializada en la visibilidad a la híbrida pregunta del ´qué somos‘. No obstante, la política de visibilización y reconocimiento implica tres problemas: - la hegemonización hacia el interior de la comunidad glttbi, en el intento definitorio (y clasificatorio) de responder a la pregunta qué somos —o sea de regular la propia comunidad— y por ende de diferenciarnos de ´lo otro‘ no legítimo. Problema que he comentado in extenso en el apartado anterior - los propios límites estatales al reconocimiento de lo diverso y/o los tiempos de asimilación del sistema. Aquí el caso de las travestis es sintomático. Aún se discute el derecho a su existencia en la medida que, por ejemplo en Argentina, muchos de los códigos de contravenciones penalizan inconstitucionalmente el vestirse con ropas del otro sexo. Esto, de hecho, vuelve inviable su circulación pública y por ende su visibilidad/reconocimiento8. Sin contar con que las travestis/ transexuales son el colectivo que más sufre discriminación y violencia en cualquiera modalidad (Figari et al, 2005). - La tercera cuestión está dada por las diferencias posibles de visibilidad en contextos urbanos y periféricos de los países de la región, que al igual que los colectivos de travestis, suponen una visibilidad previa al acceso a derechos. Por eso la discusión sobre derechos tales como la unión civil, en contextos con regulaciones culturales diferenciadas —como las grandes ciudades y las comunidades periféricas— están condenadas al fracaso. Concretamente la extensión de la ley de unión civil para todo el país en Argentina (consigna oficial de la Marcha número 13 del año 2004) no tiene sustento en tanto no se discutan previamente las condiciones de visibilidad 32

8 Igualmente no hace muchos años la discusión parecía pasar por el derecho a vivir o no de las travestis. Como anoticiaba el diario Folha de San Pablo: “El comisario Paulo Eduardo Santos, de la Policía de San Pablo, declaró ser favorable a que se soltasen perros atrás de las travestis que se prostituyen, pero fue contrario a matarlos, como defendieron algunos policías, por considerarlo demasiado violento” (Folha de São Paulo, 3 de julio de 1986, apud Figari, 2006) Esa violencia que niega la propia humanidad, tan característica de las policías latinoamericanas, es expresada también en la declaración sobre el asesinato de homosexuales del comisario argentino Donatto, en 1983: “Las misma víctimas buscan su autoeliminación porque a veces a ellos mismos les falta valor para suicidarse”... “Es un problema de psicosis de los homosexuales que buscan la mano ejecutora de su muerte. Los desviados saben que el suicidio no puede publicitarse es por eso que recurren a alguien que logre el objetivo saliendo del anonimato” (Entrevista a Diario Popular, del 28 de junio de 1983, apud Jauregui, 1986: 123124).

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de la población glttbi periférica. Sin visibilidad no existe sujeto de derecho y sin sujeto de derecho es imposible el reconocimiento de cualquier institución legal. A menos que se considere la función potencial del usufructo del mismo en la medida que pudiera venir a surgir un posible beneficiario. Argumento muy poco convincente para un senado conservador, por ejemplo. Vemos así lo intrínsecamente relacionados que están visibilidad y acceso a derechos civiles. No obstante, podría argumentarse la cuestión de la eficacia simbólica de cualquier tipo de avance en materia institucional. Esto supuestamente provocaría una nueva predisposición de actores sociales y políticos relevantes y de la opinión pública en general, que podría resultar en una reducción del nivel general de discriminación, generando así la posibilidad de estimular una mayor visibilidad en espacios cada vez más amplios. En este sentido caben dos consideraciones. Una es que el verdadero avance institucional opera no por extensión limitada del derecho, al estilo de una política afirmativa que reconoce una especificidad, sino cuando el derecho se universaliza de tal manera que no hace diferenciaciones intermedias (aunque esto no excluya las particulares y efectivas condiciones de ejercicio de un derecho por más universal que este sea). Un ejemplo de lo mencionado son las leyes de unión civil que proponen una especie de matrimonio de segunda ORIENTACIONES revista de homosexualidades

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categoría, sólo para homosexuales (algo así planteaban algunos de los proyectos en danza en el parlamento brasileño) frente a la modificación lisa y llana del régimen matrimonial, al estilo del realizado en España. Este último sí provoca una fractura radical en el derecho civil cuando faculta al juez a declarar performativamente no ya a un hombre y a una mujer, sino a “dos personas”, unidas en matrimonio. En esta nueva normatividad, en realidad, desaparece el género, lo que provoca una disrupción simbólica de la institución familiar en occidente. Sin embargo, esta disrupción no debe hacernos olvidar el carácter patrimonial y disciplinario de la regulación matrimonial en sí misma, lo que de alguna manera resitúa la cuestión de la reducción de discriminación y las posibilidades de aumento de los ámbitos de visibilización, nuevamente de acuerdo a un factor clasista. Y aún cuando se argumente una especie de efecto multiplicador de la positividad simbólica, basada en el aumento de las variables de inclusión, este efecto plantea igualmente una normalización que aunque puede ser positiva en términos de disminución de cierta violencia y una mayor aceptación general, no hace sino profundizar una integración parcializada y sectorial que de alguna manera afirma otras postergaciones. Por esta razón varias activistas travestis consideran que las regulaciones patrimoniales de las leyes de unión civil o matrimonio no las afectan frente a sus problemáticas más urgentes y a la violencia material a que se ven sometidas en el cotidiano. Lo importante, aquí, es que todo avance institucional debe ser acompañado de su correspondiente crítica intrínseca planteada en el simple cuestionamiento: ¿a quién dejamos afuera?

9 La modernización política según un politólogo clásico latinoamericano como Jaguaribe (1972) “consiste en el aumento de las variables de funcionamiento de un sistema político, o sea la orientación racional, la diferenciación estructural y la capacidad del sistema”. La institucionalización política, por su parte, “consiste en el aumento de las variables de participación de un sistema político, que comprende la movilización, la integración y la representación políticas”.

Institucionalización vacía La pregunta a hacernos desde América Latina no es si resulta necesaria la ampliación de los derechos de ciudadanía, sino si realmente esto es posible. En el marco de democracias formales y no sustantivas, y con las desigualdades más asimétricas de este planeta: ¿qué sentido tiene el aumento de variables de participación-integración-representación?9 Es inveterada la poca eficacia en varios países —y nuevamente en este caso Brasil es el paradigma— de las regulaciones jurídicas por sobre las regulaciones culturales. Baste el caso más notorio de la legislación que garantiza la no discriminación racial en una sociedad culturalmente atravesada de punta a punta por el racismo. En contextos como este, el resulta34

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10 Villas miseria, concentraciones urbanas muy pobres.

11 En la conocida playa de Ipanema, los gais ocupan un claro y delimitado espacio frente a la rua Farme de Amoedo, señalado inclusive con una bandera gai.

12 Región del Estado de Río de Janeiro, con una gran concentración urbana e importantes problemas de pobreza y violencia.

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do de las políticas de ampliación de derechos, en realidad, apuntó a la guetificación. Se reconocen y protegen espacios específicos de retirada del control de la moral pública, al igual que se reconoce la retirada del Estado de las favelas10 y su reemplazo estratégico —dada su mayor eficacia de control social— por el narcotráfico. La salida de los espacios guetificados se paga cara (como las recientes palizas que recibieron los bañistas gais de Ipanema11 por haberse corrido medio metro de su lugar asignado en la playa, a la vez que en lugares como la baixada fluminense12) son no-espacios que cobran vidas mediante el exterminio y odio sexual. Brasil figura a la cabeza de los crímenes de odio homosexual en América Latina, seguido por México. Por eso, el otro gran dilema son las efectivas condiciones de ejercicio de los derechos reconocidos a las diversidades sexuales, en relación a las profundas diferencias de modernización entre comunidades urbanas y periféricas, y no sólo una ingenua diferencia ruralurbana y, menos aún, en los términos orientalistas que supone la discusión tradicional/moderno. El colonialismo en nuestro continente supuso una serie de megaprocesos que produjeron mucho más que una metamorfosis de la modernidad. Entre estos podemos citar el choque civilizatorio producto de una conquista violenta tributaria del exterminio cultural y la reabsorción de las culturas indígenas por la lógica occidental dominante; la implantación desgarradora de culturas africanas como fuerza de trabajo sub-humana de las explotaciones coloniales y la gran inmigración del famélico lumpen proletariado y ejército de reserva del capitalismo europeo. Estos grandes procesos dan cuenta, más que de una “aceleración de la historia” latinoamericana, de una manipulación del tiempo en la que Macondo no sólo pretende ser una metáfora del realismo mágico sino la lógica de una racionalidad alternativa capaz de sobrevivir a tanto caos (Figari, Ponce y Aibar, 2000). El diseño de cualquier política de ampliación de derechos, sexuales o no, pasa por entender que somos modelos de sociedades donde, de manera particular, coexisten rasgos premodernos, regiones con modernizaciones diferenciadas y marcas posmodernas vía globalización. De tal manera, no será lo mismo una agenda sexo-política en contextos como las provincias del norte-hispánico argentino, que las de las poblaciones recientes de la Patagonia o de la megalópolis porteña. Por tal motivo fue posible aprobar una ley de unión civil restricta a la ciudad autónoma de Buenos Aires mientras 35


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que en el interior (a excepción de Río Negro) no puede hablarse todavía de una agenda de derechos para el sector glttbi. Simplemente porque parecen no existir sujetos de tales derechos. La invisibilización es tal que instituciones de tal tipo son vistas como una excentricidad realmente inaceptable. ¿Cómo puede celebrarse un acto público, como la unión civil, cuando no se garantiza el derecho al reconocimiento específico que lo sustenta? Si no existe al menos un reconocimiento del derecho a ´ser‘ diferente ¿qué sentido tienen instituciones que regulen cuestiones atinentes a la cotidianeidad de los mismos? (cuestión que puede extenderse a las personas que viven con vih-sida o a los miembros de religiones minoritarias en contextos de hegemonía católica) Y, aún suponiendo que por una excelente política de lobby, oportunidad circunstancial o demagogia modernizante de los políticos (Brasil ha visto muchos de estos ejemplos en donde las leyes se adelantan a su necesidad, lo que no hace más que cínicamente desnudar la ineficacia institucional del sistema político en su conjunto) se aprobara una ley de unión civil con alcance nacional, ¿cuáles serían las posibilidades de ejercicio de tal derecho? ¿Cómo podrían unirse civilmente dos personas del mismo sexo si no pueden, por ejemplo, convivir sin la persecución de su comunidad, lo que de hecho invalidaría la facticidad de tal institución? Nuevamente se presenta así la paradoja latinoamericana entre lo institucional y lo cultural.

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Los límites de la comunidad 13 El barebacking es una práctica sexual donde el coito anal se realiza sin preservativo [Nota del editor]

14 Intervención de Jurema Werneck en Oficina “Diversidad y Desigualdad: los cruces identitarios (género, etnia, clase, edad, nacionalidad, estética, estilos de vida, organizada por Carlos Figari, en la IIº Conferencia de la Asociación Internacional de Gays y Lesbianas de América Latina y el Caribe (ILGALAC), Río de Janeiro, 11 al 14 de noviembre de 2000.

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«El sexo volvió para la edad de las tinieblas, cuando nadie hablaba lo que sentía, de sus prácticas. Se volvió a la oscuridad del sexo, todo en nombre del políticamente correcto sexo seguro.» (Ricardo Aguieiras, Caderno i). Este testimonio de un barebacking13 brasileño desafía los comportamientos sexuales del paradigma del gai/lesbiana ciudadan@ en la reformulación pos-epidemia del vih-sida; regulación hegemónica del modelo ideal de ciudadanía gai sostenida por gran parte de las organizaciones gai/lésbicas. Quizás por influencia de los nuevos tratamientos que parecerían tornar el vih-sida una condición crónica, el imaginario popular parece indicar que la enfermedad ya no mata, o por muchas otras razones, que el paradigma maniqueo del gai ciudadano es contestado por prácticas y experiencias barebacking, violando así el dogma ontológico del ser homosexual en el contexto del vih-sida. (Figari, 2006) Pero el cuestionamiento radical que pone en tela de juicio, no sólo la esencialidad identitaria, sino los alcances de la ciudadanía y la transversalidad de los derechos de acceso, lo realizan algunas feministas negras, especialmente Entre Nós, un grupo de negras lesbianas que actúa como un subgrupo en la agrupación feminista carioca Criola. De inserción política sumamente compleja, son vistas con cierto resquemor por el propio movimiento negro y los grupos gais y lésbicos, y con desconfianza por el movimiento feminista (diferenciándose claramente del feminismo blanco). Cuando Jurema Werneck explica la especificidad de la negritud en el contexto brasileño y afirma que “el color de la piel es difícil porque él aparece antes que la persona exprese su propia sexualidad”13, resitúa la cuestión sexo/género. Cuando plantea: “el color de la piel aquí en Brasil define si usted muere, si usted consigue sobrevivir al primer año de vida”, resitúa toda cuestión ciudadana en términos raciales y de clase. Las travestis en Argentina, en sus luchas contra los códigos contravencionales y edictos policiales y su demanda de derechos de acceso a bienes materiales y simbólicos (como empleo, vivienda, salud, educación), restituyen el aspecto material del conflicto, sólo en apariencia cultural. Las travestis brasileñas, en tanto, llegaron a radicalizar este planteo presentando una acción solicitando su exención impositiva ya que, como explica Giovana Baby, si “no tenemos derecho a la salud, educación y seguridad, ¿adonde va el dinero de 37


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nuestra contribución?” (Giovana Baby, entrevista a Barbi, Sui Generis 49, 1999:51, apud Figari, 2006). La misma paradoja se presenta —y se representa— en muchas de las políticas de asociación de las agrupaciones sexo-políticas con el Estado. Brasil, a excepción de algunos pocos grupos restringidos al sur del país, nuevamente quizás sea el caso más cínico. Sirva una breve anécdota sobre esta tensa relación. En el año 1994, el ya citado activista (travestofóbico) carioca João Antonio Mascarenhas era condecorado con la medalla Pedro Ernesto en la Cámara de Vereadores (Concejo Deliberante) de la ciudad de Rio de Janeiro: “es la primera vez que un viado gana una medalla por ser viado”, expresaba en tal ocasión el homenajeado, en tanto, por esas mismas horas el entonces prefeito de la ciudad César Maia, sintomáticamente, desalojaba a bastonazos de infantería a los michês (taxi-boys) del centro de la ciudad.

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En Argentina, la vuelta a la democracia en el año 1983, no significó el desmantelamiento de los aparatos represivos contra los homosexuales. Y aunque un grupo de homosexuales enarbolaba pancartas saludando su advenimiento, Antonio Trócolli, Ministro del Interior de Raúl Alfonsín, afirmaba a la prensa su política al respecto: “La homosexualidad es una enfermedad y nosotros pensamos tratarla como tal” (El Porteño, mayo de 1984:7-8, apud Jáuregui, 181). Las detenciones por averiguaciones de antecedentes en virtud de los edictos policiales no pararon, y hasta ascendieron a números escandalosos para un gobierno democrático, al igual que las constantes razzias en lugares de circulación o socialización gai (ver al respecto Jáuregui, 1986). Es que, en general, los procesos de democratización en América Latina a la vez que aumentan las variables de participación parecen también reforzar sus acciones de represión. Como afirma Silvia Delfino: “la mercantilización del exotismo encuentra en el testimonio de experiencias una autentificación de identidades concebidas como sacrificio y, simultáneamente, como restitución conciliatoria que indica la lógica distributiva de la relación entre visibilidad y vigilancia que, por un lado, ilumina la diferencia mientras, por otro lado, la declara una amenaza y, finalmente la convierte en objeto de burla para literalizar el menosprecio” (Delfino, 1999: 70). No hace mucho pregunté a un importante dirigente, perteneciente a uno de los grupos sexo-políticos más representativos del Brasil, porqué no podían actuar en relación a los usuales episodios de extorsión realizados por policías en lugares de encuentro de gais varones y travestis. Me respondió ¿pero quien se animaría a testimoniar contra la policía?, nosotros no podemos. Entretanto a través de vistosos carteles de impecable diseño y costosa factura declaman: “Denuncie!, denuncie el maltrato!”. ¿O el cinismo es tan perverso que no les importan los mártires? Es la misma situación que viven en dicho país l@s negr@s cuando antes de sacar su documento para identificarse reciben un disparo (la situación de la recientemente premiada película Crash cuando el bonachón ladronzuelo y tierno joven negro intenta sacar de su bolsillo una estatuita de san Antonio, y recibe un disparo del tierno joven policía y no racista blanco). ¿De qué garantía jurídica estamos hablando? ¿Para quién son los derechos? Muchos de estos mismos grupos son los que integran las comisiones estatales de derechos humanos, reciben financiación para programas de políticas anti-homofóbicas y se ORIENTACIONES revista de homosexualidades

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escudan en las políticas de empowerment. Una pantalla de niebla cómplice que bajo supuestas garantías oculta la cínica mano del Estado. La misma mano que continúa a través del gatillo fácil o de la represión explícita de las fuerzas de choque, “compensando” las magras políticas sociales contra la pobreza al compás de la “independencia” económica que supone el íntegro pago de las deudas externas.¿No es acaso esto puro realismo mágico? Nos concentramos en la unión civil y la familia gai y nos hacemos los distraídos con los crímenes de odio. Exigimos recursos para la prevención, adherencia y medicación gratuita, pero nos olvidamos de las cuestiones nutricionales. ¿O acaso tod@s l@s personas que viven con vih y/o sida tienen garantizada su alimentación en nuestros países? ¿Pensamos que un gai o lesbianas blanc@s serán atendid@s igual en una comisaría que un gai o lesbianas negras cuando denuncien una agresión? De quién y a quién favorecen las instituciones y garantías en sociedades tan profundamente desiguales por clase y raza/etnia? En otras palabras ¿de qué gais y lesbianas estamos hablando cuando de derechos civiles o visibilidad glttbi se trata? Esa pregunta sigue aún sin contestarse o, con más precisión, sin siquiera plantearse.

15 Aunque como acertadamente señala Mario Pecheny, aún las mujeres de clase media sufren coacciones, estafas o mala praxis derivadas de las prácticas clandestinas de los abortos (Pecheny, comunicación personal).

A modo de conclusión: cuerpos desobedientes La cuestión a colocar como programa sexo-político no es la relación del Estado con las políticas de la diversidad sexual. Esa relación está resuelta en el seudo-reconocimiento multiculturalista que existe en nuestras complejas sociedades. Las reivindicaciones de clase media glttbi, de alguna manera, terminan siendo asimiladas por el cada vez más culturalmente permeable capitalismo avanzado. Es sólo una cuestión de tiempo y oportunidad política. El verdadero problema del Estado es con los cuerpos desobedientes, intersectados por múltiples cruces, en los cuales la clase sigue operando como un vector absolutamente condicionante. En el tema del aborto esto es claramente perceptible, en tanto no es sólo una reivindicación feminista sino una reivindicación de clase. Porque en la Argentina, o en el Brasil, el aborto de hecho ya está legalizado en cuanto no es un problema para las mujeres de clase media que pueden recurrir a asépticas y camufladas clínicas15. En una sociedad como la argentina, donde se calcula que se hacen cientos de miles de

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abortos por año, el aborto existe obviamente como institución. El problema reside en que a quien se condena es a la pobre que no puede pagar una clínica privada y a la que el servicio público no le da respuestas. A la indigente que se condena a morir virtualmente desangrada por mala praxis, al no poder concurrir al hospital público ante las probables complicaciones legales que se les presentarían o a las prácticas de “corrección” o castigo moralizante que algunos médicos les aplican (maltratos físicos y/o verbales, prácticas sin anestesia, etc). Y aquí el sistema se cierra nuevamente y muestra otra vez su cara más descarnada y clasista. El problema de las negras en Brasil no es una cuestión meramente de ciudadanía, sino fundamentalmente de clase. Al fin y al cabo la esclavitud es un producto del desarrollo mismo del capitalismo y también lo es que la inmensa mayoría de las mujeres negras en Brasil hoy sean empleadas domésticas. Estos cuerpos desobedientes son hoy l@s piqueter@s, l@s obrer@s de las fábricas recuperadas o desocupad@s, las travestis, l@s campesin@s del Movimiento Sin Tierra, l@s sin techo, l@s indígenas que reclaman tierras. Piqueter@ cortan calles y rutas, trabajador@s de fábricas cerradas toman las plantas, campesin@s e indígenas ocupan tierras, travestis y mujeres en estado de prostitución luchan por la venta de sus cuerpos en la calle, tod@s por la misma razón: porque no tienen donde ir, ni nada que esperar. Hombres y mujeres ya sin nada que perder, en una desigual lucha frente tanto a la patronal y una legislación favorable a sus intereses como a las fuerzas de represión del Estado, deciden poner en juego lo único que tienen: el propio cuerpo para mantener la fuente laboral y para su subsistencia. Por eso el sistema aceita sus engranajes. Nuevos y remozados códigos contravencionales o de faltas inundan la Argentina. El progresismo nos quiere hacer creer que, sacando algunas figuras odiosas y francamente pasadas de moda de los viejos códigos contravencionales, estos deben seguir existiendo. Casualmente lo que ahora se regula con mayor severidad es la manifestación y protesta pública, o sea los piquetes y las movilizaciones populares. También la presencia de l@s ´populares‘ y ´pervertid@s‘ en la calle son el blanco de los códigos de faltas. Con respecto a l@s primer@s, la consecuencia más funesta y directa la vivimos en la tragedia de la discoteca Cromagnon. El incendio de este local, y sus casi 200 muert@s, es producto directo de la política de

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limpieza de las calles de la clase media porteña y de la corruptela política, dispuesta a no perder el negocio de los espectáculos públicos pero escondiendo l@s ´cabecitas negras‘16 del tercer cordón urbano en lugares cerrados sin las mínimas condiciones de seguridad. Del mismo modo, el progresista gobierno de Lula en Brasil, que en nada modificó la dictadura blanca imperante desde hace 500 años, se hace el distraído con las chacinas (masacres) en las cárceles, que funcionan a modo de limpieza étnica. ¿Será esta una nueva modalidad que nos tienen reservada, a modo de sorpresa, las democracias “socialistas” del continente? R especto de l@s ´per vertid@s‘, los códigos contravencionales la han emprendido también contra mujeres, hombres y travestis en estado de prostitución (o con más precisión, como lo señala la activista travesti Diana Sacayán: “empujadas” a la prostitución) a quienes obligan a trabajar a puertas cerradas, declarando ilegal la oferta pública de sexo en la calle. La rehabilitación del prostíbulo no significa más que devolver el negocio de la prostitución a sus tradicionales dueños: la policía, que ahora pasa a cobrar peaje para trabajar en cada esquina. Por eso en la protesta contra el nuevo Código Contravencional de la Ciudad de Buenos Aires, fue sintomática la alianza que confluyó en la Plaza de Mayo, el 16 de julio del 2004, y que fuera convocada por la Coordinadora contra el Código Contravencional que nuclea a organismos de derechos humanos, asentamientos populares, movimientos de gais, lesbianas, travestis, transexuales y transgéneros, vendedor@s ambulantes y piqueter@s. En los enfrentamientos con la policía hubo 17 heridos y 24 detenidos. No hemos prestado suficiente atención a esa acción colectiva, ya que esa protesta fue paradigmática y fundante de una nueva relación de fuerzas respecto a la articulación del antisistema en el país: piqueteros y piqueteras, mujeres en situación de prostitución, obreros y obreras y travestis, codo a codo atacaron la legislatura porteña, respondiendo ciertamente, y como está comprobado, a la violencia policial. Otra vez el cuerpo, otra vez la raza, otra vez la clase. Con estos ejemplos traduzco la simbolización de lo real mediada por una interpretación siempre ideológica que define identidades, estructura sujetos y escribe cuerpos. Por eso, la tarea de los cuerpos desobedientes consiste en

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16 Cabecita negra se denomina en Buenos Aires a la gente proveniente sobretodo del interior, que vive en las “villas” o zonas pobres de la ciudad.

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17 Al respecto señala Flavio Rapisardi: «Cuando en las asambleas contra las propuestas de reforma contra el código, las travestis y mujeres en estado de prostitución criticaron los intentos de penalizar la oferta y demanda de sexo en la vía pública, l@s piqueter@s arremetieron contra los intentos de regular la protesta, las organizaciones de niños, niñas y adolescentes desarmaron los argumentos que proponen la baja de edad de imputabilidad y l@s vendedor@s ambulantes alertaron no sin razón que l@s condenan al exterminio, l@s que participamos en las asambleas no consideramos que estábamos frente a un coro desafinado ni frente a un intento de sumatoria de última hora, sino que la palabra ´articulación` no es un categoría que necesite de una justificación epistemológica, sino una práctica real y concreta en la que a partir de una complejización de planteos múltiples, las ´opiniones` son replanteadas como una verdadera puesta en crisis de las concepciones que las sostienen, de su puesta en discusión y de la construcción de una plano de reflexión y acción compartido.» (Rapisardi, 2004).

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plantear desde la subalternidad otros sentidos, otra hermeneia, otra realidad posible, en articulaciones políticas que permitan no sólo la ampliación de derechos, muchas veces ineficaz dada la paradoja institucional que hemos descrito para nuestro continente, sino su conexión intrínseca con el acceso al ejercicio de derechos básicos. La reconexión de la lucha de reconocimiento con la de redistribución es, quizás, la única estrategia capaz de desvelar la paradoja institucional, mera máscara del cinismo estatal y de la complicidad de las políticas sexopolíticas ´sectorializadas‘ a las demandas puntuales de instituciones y garantías jurídicas que siempre responden a una estructuración clasista. Estas articulaciones sólo son posibles en la medida que pongan en suspenso la diferencia, que es precisamente el vínculo antagónico y, desde la contingencia, planteen sí políticas de ´integración‘, pero entre sí mismas. Integración realizada en un ´tercer espacio‘ producto de la suspensión del conflicto, en donde pueda darse un poiein de traducciones reflexivas17. Esto no supone, en un primer momento, dejar de pensar una especificidad desde donde situarse, porque es cierto que sin alguna identidad (por alienada que pueda ser en tanto vínculo establecido por la palabra del Otro) no es dable ser “reconocid@” y, por ende ser, como expliqué antes, sujeto político. Lo que ninguna cadena equivalencial puede dejar de tener en cuenta es que las identidades son procesos, siempre en formación, intersectados por los más diversos cruces de posiciones subjetivas, individuales y colectivas. Esto equivale a decir que la suspensión no anula la sutura y, por ende, el conflicto. La base de cualquier articulación no elimina tampoco el conflicto sino que sólo lo resitúa en el suspenso. La única posibilidad de anulación de toda y cualquier diferencia supondría otra forma lingüística utópica y desconocida, sólo compatible con una sociedad sin clases. En la actual situación de condiciones subjetivas esta utopía parecería de alguna manera irrealizable. No obstante, actuar dentro de los mecanismos de la ciudadanía, y por ende de la normalización, requiere siempre un gesto crítico como primera condición de identidad no esencializada. Es decir, formularse la pregunta: ¿a quienes dejamos afuera y de quien nos diferenciamos en términos de nuevas exclusiones?

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El segundo momento es el punto límite que atraviesa la articulación, la define y la constituye, la resitúa en lo político y, por ende, en el conflicto y es precisamente reconocer una esencialidad “no estratégica” dada por la reconexión entre el reconocimiento y la redistribución, es decir la restitución del carácter material a lo cultural. Sin esta base la articulación es mera quimera y radicalidad contingente inútil y absolutamente no operativa. Quizás también toda esta operación material/simbólica pueda resumirse en un eslogan sobre las posibilidades emancipatorias que refiere a la acción de las mujeres piqueteras: “ellas cortan rutas pero abren caminos”.

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Carlos Figari

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El cuerpo en el cuerpo. Una introducción a las biopolíticas de la intersexualidad Mauro Cabral

Legible como un escrito, ese inédito puede permanecer secreto para siempre, y no porque guarde un secreto, sino porque siempre puede no haberlo y simular una verdad oculta entre sus pliegues. Jacques Derrida, Espolones. No se pretende en el caso una modificación o cambio de sexo, es decir, de mutilar órganos sexuales sanos y normales (como, en cambio, ocurre con los transexuales, que buscan pertenecer al sexo opuesto), sino de solucionar una malformación congénita extirpando parte de órganos genitales deformes, a fin de reparar y atenuar en la medida de lo posible esa insoportable situación de anormalidad Cámara Civil y Comercial, San Nicolás, 1994

I. Especificaciones A comienzos del mes de octubre del año 2005, una historia inundó los medios de comunicación y agitó la opinión pública argentina. En la ciudad de Villa Dolores, situada en el oeste montañoso de la provincia de Córdoba, los padres de una adolescente solicitaban a la justicia una autorización particular: la necesaria para que su hija pudiera acceder a la terapia hormonal capaz de detener el proceso de virilización de su cuerpo. Su hija, asignada al género masculino al nacer, se identificaba a sí misma tanto en el género femenino como en la narrativa del transexualismo verdadero. A lo largo de los días siguientes, su imagen –producida y capturada en largos planos detenidos en sus uñas pintadas, en sus anillos, pulseras y aros, en la precisión de su cintura, en el movimiento ondulante de su cadera– recorrió los medios argentinos con insistencia. Nunca vimos su rostro, aunque escuchamos su voz, relatando su vida, pidiendo ayuda. Su presencia apareció, desde un principio y de modo constante, contorneada por la de sus padres, la de su psicólogo y su abogado, por los testimonios de compañer*s de colegio, de vecin*s y parienORIENTACIONES revista de homosexualidades

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tes, por los comentarios expertos de profesionales de la salud, el derecho y la bioética y por un torrente, por momento irrefrenable, de cartas de opinión y de llamadas compasivas o airadas a programas de radio y televisión. La demanda judicial realizada por los padres de la adolescente cordobesa introdujo en el debate público, con una visibilidad hasta entonces inusitada, los modos actuales del cambio de sexo en la Argentina.1 Como nunca, se expuso públicamente la economía, discursiva y material, que constituye al transexual como sujeto de una antropología diferenciada, a través de circuitos en los que se entrecruzan y atraviesan no sólo saberes médicos y jurídicos, posiciones bioéticas y abordajes periodísticos, testimonios e intervenciones activistas, sino también cuestiones ético-políticas de problematicidad intensa –desde los derechos del niño a la homofobia, desde la autonomía decisional sobre el propio cuerpo a las necesidades reproductivas de la especie. La Argentina no cuenta con una ley que regule el acceso a aquellas modificaciones corporales y registrales asociadas comúnmente al cambio de sexo, y reputadas, insistentemente, como intervenciones mutiladoras.2 Por el contrario, dicho acceso ha dependido en cada caso, de una decisión judicial –basada en la comprobación pericial exhaustiva de un conjunto de rasgos específicos: transexualismo verdadero como diagnóstico clínico, semejanza morfológica con el género de pertenencia subjetiva, esterilidad. Para afirmarse jurídicamente de modo indubitable, la antropología transexual no sólo requiere el escrutinio biográfico, corporal y deseante, sino también un continuo y cuidadoso ejercicio de especificación –es decir, una distinción precisa entre especies humanas, peligrosamente próximas en una taxonomía históricamente propensa a confusiones, y vinculadas, por naturaleza, a valoraciones morales y decisiones jurídicas altamente diferenciadas. Travestis y homosexuales constituyen dos especies contra las cuales, en cada sentencia judicial o discusión dogmática, las criaturas del transexualismo verdadero han emergido recortadas como figuras claras y distintas –tanto en su especificidad taxonómica como en el conjunto de necesidades jurídicamente reconocible y el repertorio de derechos puesto en discusión3. No obstante, y dado que cada demanda de cambio de sexo acogida por el derecho argentino tensiona concepciones en torno a la relación entre diferencia sexual e identidad personal, entre identidad sexual, capacidad reproductiva y derechos civiles, entre 48

1 Utilizo en este contexto la expresión cambio de sexo para connotar un denso entramado de narrativas (autobiográficas, activistas, médicas, bioéticas, jurídicas, mediáticas), biotecnologías y praxis institucionales.

2 Cualquier intervención quirúrgica que, sin contar con la autorización judicial correspondiente, altere la capacidad reproductiva plena y/o el uso pleno de los órganos sexuales se encuentra penada por la ley, bajo el cargo de lesiones gravísimas. Dadas las complicaciones habituales del proceso judicial en Argentina, un número elevado de demandas judiciales son introducidas por quienes habiéndose operado en otros países solicitan el reconocimiento de dichos cambios mediante el cambio registral – es decir, de nombre y sexo en el documento nacional de identidad.

3 Sólo para ejemplificar este procedimiento de especificación, una cita de la jurista argentina Matilde Zabala de Gonzalez, para quien “la transexualidad representa menos riesgos sociales que la homosexualidad, pues en quienes la padecen aquélla comúnmente no concurre un afán de propagación.” (Zabala de Gonzalez, 2000: 296)

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la responsabilidad que el Estado asume como garante de la identidad verdadera de cada ciudadan* y el derecho mismo – personalísimo– a la identidad, no es de extrañar entonces que el proceso corriente de especificación se detenga, repetidamente, en el estatus mismo del cuerpo sexuado, procurando diferenciar, desde un principio, entre aquell*s corporalmente ambigu*s y tod*s l*s demás. De este modo, por ejemplo, entrevistada a comienzos de octubre del 2005 por el diario cordobés La Voz del Interior acerca de la historia de la adolescente de Villa Dolores, la fiscal cordobesa López Seoane consideraba que “no se trataría de un caso de hermafroditismo, con rasgos físicos de ambos sexos, sino el de un transexual”. Un cronista del mismo diario, procurando ampliar los marcos históricos de referencia en los que la misma situación se recortaba, comparaba el pedido en discusión con los rasgos de otra historia: “para los especialistas consultados, el caso de la adolescente huérfana de 14 años operada en 1992 presentaba dos salvedades: por un lado, un grado leve de hermafroditismo (confusión de los aparatos genitales masculinos y femeninos) que alteraba funciones del organismo; por el otro, el hecho de que no había una ‘mutilación’ equiparable a una castración.” El objetivo de este trabajo es exponer ciertos núcleos problemáticos que, a mi entender, sitúan la intersexualidad como cuestión esencialmente biopolítica –en particular, tres de ellos: la economía jurídica (o, al menos, ciertos rasgos centrales de esa economía) a través de la cual la intersexualidad es producida y regulada como una antropología diferenciada; los aspectos fuertemente dilemáticos que enfrenta el quehacer del activismo intersex de derechos humanos; y el emplazamiento de los protocolos de intervención ‘normalizadora’ como meros procedimientos médicos. Considero necesario señalar en este punto que ni la situación de quienes en la Argentina nos identificamos con un sexo diferente al que se nos asignara al nacer, ni la de quienes expresamos nuestro género de un modo que contradice los modos culturalmente hegemónicos de expresión de la masculinidad o la feminidad –incluyendo los de su expresión carnal–, pueden ser adecuadamente abordadas si no es a la luz de los avatares históricos y presentes del proceso de democratización –de sus logros, pero también de sus fracasos. Es preciso, entonces, considerar la persistencia de formas veladas o descubiertas de control y represión estatal (entre las que se cuentan, de modo paradigmático, los códigos ORIENTACIONES revista de homosexualidades

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contravencionales) y de discriminación y violencia institucional (tal como la que tiene lugar en los servicios educativos, sanitarios y penitenciarios), así como las modalidades específicas de la marginalidad producidas por el entrecruzamiento entre subjetividades socialmente vulnerables y el proceso de pauperización masiva bajo la década menemista. También es necesario tomar en consideración los rasgos que caracterizan las éticas y políticas del cuerpo en la Argentina (desde las comprometidas en el acceso más que dificultoso a anticonceptivos, a las regulaciones en torno a ligaduras de trompas, contracepción de emergencia y aborto terapéutico; desde las disposiciones homofóbicas que rigen la donación de sangre, a las condiciones que restringen el acceso a tecnologías reproductivas), así como el status menguado de mujeres, niñ*s, discapacitad*s y extranjer*s. Y es preciso abordar también las políticas de la identidad y la memoria –allí donde la necesidad imprescindible de tematizar tanto el pasado como sus consecuencias directas sobre el presente parece avanzar sobre las posibilidades de abordaje crítico del presente, y donde la concepción de identidad, a la vez biológica y auténtica, que sostienen la mayor parte de las organizaciones de derechos humanos en la Argentina, ha contribuido a conformar el entramado moral en el que nuestras vidas y nuestras muertes tienen lugar. 50

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II. Malformaciones La psicoanalista argentina Silvia Bleichmar publicó, en el número del año 2004 de la revista Actualidad Psicológica dedicado a la “Identidad Sexual”, un artículo titulado “La atribución de identidad sexual y sus complicaciones”, a lo largo del cual abordaba la historia de un niño intersex al cuidado de una psicóloga que Bleichmar supervisaba. Había sido asignado al género masculino al nacer, y a los cinco años de vida, frente a un diagnóstico específico, se planteó el dilema de o bien mantener la asignación masculina inicial, o bien proceder no sólo a una reasignación legal de género sino también a una intervención terapéutica en pos de la resocialización – esta vez, en el género femenino. Frente a este dilema la opción de Bleichmar era clara, oponiéndose a toda forma de violencia resocializadora –no sólo por la violencia en sí, sino también por su completa y comprobada inutilidad. Sin embargo, y a pesar de su prolijo recorrido argumental, hacia final del texto desliza la siguiente consideración: “Supongamos que se hubiera detectado a tiempo en Gabriel esta hiperplasia suprarrenal, de modo tal que la determinación de su instalación en la bipartición masculino/femenino hubiera tenido otro destino. Indudablemente, la cirugía debería haberse hecho, en el momento apropiado, para evitar trastornos de todo orden: tanto funcionales como psíquicos. Gabriel sería una niña con un clítoris que debería ser reducido, y una cirugía plástica resolvería, al menos anatómicamente, la coherencia entre su identidad sexual y su biología.” (Bleichmar, 2006: 216)

La intervención quirúrgica que Bleichmar recomendaba –aquélla capaz de “evitar trastornos de todo orden”– era una clitoridectomía, una recisión clitoridiana u otro procedimiento semejante destinado a reducir el tamaño del clítoris. Se trata de una intervención que, realizada sin el consentimiento de quien la sufre, se asemeja, sin lugar a dudas, a las formas de la mutilación genital que padecen miles de mujeres en distantes y no tan distantes lugares del mundo. ¿Sin lugar a dudas? No lo parece. El artículo de Bleichmar sólo fue objetado públicamente por un grupo reducido de activistas e intelectuales, y su recomendación no fue calificada, en círculo jurídico, psicoanalítico o bioético alguno, ni como fantasioso y cruento procedimiento de ‘normalización’, ni como apología de la mutilación, ORIENTACIONES revista de homosexualidades

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ni como violación a los derechos del niño, ni como reproducción estereotipada y normativizante de estereotipos corporales y de género, ni como flagrante misoginia.4 Y hay razones de peso para ello. En primer término, la opción quirúrgica que Bleichmar recomienda en su artículo integra la panoplia de recursos con los que el sistema médico enfrenta cotidianamente la proliferación de cuerpos intersex. Puesto que se trata de procedimientos avalados por la ciencia médica, y ratificados generalmente por la deliberación bioética intra y extra hospitalaria, su implementación tiene lugar no sólo en el contexto de autonomía relativa del sistema médico respecto del sistema jurídico, sino también en el del cumplimiento de responsabilidades profilácticas específicas. En segundo término, y decisivamente, su recomendación tiene pleno sentido desde la perspectiva que el derecho argentino sostiene respecto de la intersexualidad y los dilemas morales que le son asociados. En este sentido, es preciso recordar que la intersexualidad ha sido abordada jurídicamente, por lo general, en relación a dos tópicos relacionadas: por un lado, y en estrecha conexión con la economía jurídica del cambio de sexo, la situación de adult*s intersex que demandan el acceso a modificaciones corporales y cambios registrales; por otro lado, y tal será el núcleo de este trabajo, la situación de aquell*s niñ*s que, desde el momento de nacer, son ubicad*s en la intersexualidad como insoportable situación de anormalidad. Tres citas – extraídas de la obra de tres reconocid*s juristas– servirán, en este contexto, de puerta de entrada a la economía jurídica de la intersexualidad en la Argentina.

4 El debate fue recogido en una nota publicada en el diario Página 12 por María Moreno, y continuado por Bleichmar en la compilación de sus artículos publicados este año.

“Si alguien ya al nacer, o al desarrollarse, no goza perfectamente de esa identidad sexual, una serie de ciencias que se ocupan del problema tendrán que darle solución lícita y ética, aunque deba acudirse a la vía quirúrgica, para curar la malformación o la deformación y dejar expedito el sexo verdadero de la persona.” (Bidart Campos, 1999: 1024) “Si, como sostuve antes, el sexo es un derecho de la persona (vale decir, que la persona tiene derecho a ‘ser hombre’ o ‘ser mujer’), en los casos de hermafroditismo es necesario, para que esa persona se pueda realizar como ser humano, realizar algún tipo de tratamiento a fin de acentuar alguno de los dos sexos.” (Sabelli, 2002: 43)

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5 Es decir, comprometería a futuro la posibilidad de alcanzar una vida buena en términos generizados –vida buena que se ha asociado y se asocia, normativamente, a la posibilidad de sustentar tanto un ideal de “concordancia” corporal como de sociabilidad y sexualidad heterosexuales.

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“La intervención quirúrgica no tiene como objetivo lograr alguna suerte de transformación sexual, sino eliminar imperfecciones o ambigüedades somáticas, que pueden perturbar el claro emplazamiento sexual del individuo (…) de allí que no se controvierte la razonabilidad del objetivo terapéutico.” (Zabala de González, 2000: 292)

Tomando como punto de partida tanto el problema planteado por la recomendación de Bleichmar –esto es, ¿qué pasaje torna no sólo permitido, sino también deseable, lo que de otro modo no sólo sería prohibido, sino moralmente inaceptable?– como las afirmaciones y supuestos contenidos en las citas antedichas, intentaré seguidamente un recorrido crítico por el despliegue argumental que esos fragmentos contienen. Del cuerpo sexualmente malformado como premisa –o, más bien, desde una posición nominalista, como petición de principio– se siguen un conjunto de consecuencias inferenciales. El desarrollo del argumento no pierde, en ningún momento, su carácter entimemático –apelando, como veremos, a un número vario de tropos culturales que han garantizado, y garantizan aún hoy, su terrible eficacia retórica. La primera de estas consecuencias es la que vincula corporalidad e identidad. De acuerdo al modo en que esta vinculación es establecida en el derecho argentino –tanto en relación a la intersexualidad como a la de la transexualidad– la malformación genital compromete la identidad al menos en dos aspectos. En primer término, dificultaría o volvería imposible establecer la identidad sexual, femenina o masculina, una y verdadera. En segundo término, y en íntima relación con la dificultad o la imposibilidad anterior, la malformación genital dificultaría o volvería imposible la asignación de género, masculino o femenino, lingüístico y legal. Puesto que la proyección biográfica ocupa un lugar destacado en los razonamientos jurídicos argentinos (y no sólo argentinos) sobre intersexualidad, sería posible proponer un tercer término: la malformación genital comprometería la identidad personal no sólo sincrónicamente –en el momento del nacimiento o en el momento del diagnóstico, cuando se revela– sino también diacrónicamente, en el despliegue biográfico del sujeto en cuestión.5 En este contexto, la relación vinculante entre corporalidad e identidad se afirma, implícitamente, en un sustancialismo paradojal. Por un lado, y desde mediados del siglo XX, no es 53


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posible afirmar ni médica ni jurídicamente la existencia de un “sexo verdadero”; la proliferación de ‘sexos’ –cromosómico, gonadal, genital, hormonal, psicológico, social– volvió toda asignación de género no una operación constatativa, sino una performativa y sinecdóquica. Por otro lado, el paradigma de la identidad de género, al conferir un rol central a la morfología genital como condición de posibilidad del proceso mismo de generización, instaló la reducción metonímica que hasta nuestros días vincula normativamente identidad y genitalidad. En otras palabras, los genitales hacen género, proyectando la identidad sexual como ficción normativa y totalidad ‘congruente’, a la cual los sexos bioanatómicos y psicosociales se subordinan, en cada sujeto, más o menos disciplinadamente.6 Se trata, además, de un construccionismo paradójico o de un pseudoconstruccionismo: la misma bioanatomía a la que el paradigma de la identidad de género libró de determinación en última instancia, dispersando su mandato en una variedad de sexos, se convierte en la piedra de toque de la identidad del sujeto, a través de una operación semiótica y material que constituye a los genitales en portadores necesarios de una verdad sexual –no como esencia, sino como apariencia. A pesar de la dependencia de este paradigma respecto de la maleabilidad física y la localización múltiple del sexo, el sexo verdadero –“a dejar expedito”– continúa siendo el tropo central que organiza las reflexiones jurídicas en torno a la ‘normalización’ corporal, forma particular de aquella naturaleza imposible con la que, según Donna Haraway, no podemos nunca dejar de soñar. Comparada con la anterior, la segunda consecuencia circula de un modo más opaco, pero no por eso menos eficaz. Su eficacia retórica funciona sobre la base de una apelación velada a un tropo particular –prometeico–: se trata del recurso a la técnica, a la inter vención biotecnológica como procedimiento de ‘normalización’ corporal. La introducción de la cirugía como tratamiento jurídicamente aceptable –y recomendable– de la malformación corporal tiene lugar bajo la forma de una positividad sin fisuras: “para curar la malformación” y “eliminar ambigüedades”, es decir, restaurar o instaurar una corporalidad bienformada. Se trata, por lo tanto, de una intervención pensada, desde un principio, como operación sin resto –sin espacio para el paso discursivo de cuerpos intervenidos, ni para la consideración crítica de la biotecnología como matriz de corporización. 54

6 De acuerdo al razonamiento médico convencional, sin pene no hay hombre, pero la construcción quirúrgica de una vulva es necesaria para asignar ‘adecuadamente’ al género femenino, convirtiendo a los genitales femeninos en la piedra de toque de la identidad, la cual, a su vez, totalizará elementos antagónicos (como la presencia de testículos sin descender), los cuales serán neutralizados o removidos, como órganos ‘innecesarios’ o ‘discordantes’.

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La tercera consecuencia a mencionar se relaciona estrechamente con las otras dos –derivándose de su afirmación, pero también sirviéndoles de supuesto constitutivo. Se trata de la introducción misma de la distinción entre corporalidades –aquéllas nombradas, las malformadas o deformes, pero también aquéllas que no se nombran, las ‘normales’ y las ‘normalizadas’ –aunque estas últimas aparezcan, una y otra vez, articuladas bajo el modo de la promesa (promesa de identidad, de veracidad, de locus genérico, de buena vida, de bien común). El paso explícito o implícito de estos cuerpos por el discurso implica, en cada fragmento en consideración, una profunda valoración moral: aquélla que instituye y afirma la deseabilidad de lo que no se posee –es decir, introduciendo la intersexualidad no sólo en una ontología negativa, definida por lo que a su corporalidad múltiple le falta– sino orien-

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tándola decididamente hacia la consecución de un bien en altísima estima –en este caso, la diferencia sexual o, mejor aún, la semejanza encarnada. A pesar del auténtico interés puesto en evidencia por sus autor*s, las citas consideradas no hablan únicamente de ciertos precios a ser pagados sólo para ser semejantes, sino también de los destinos cifrados en la semejanza o en su incumplimiento –nuestra realizabilidad o irrealizabilidad como seres humanos. Sólo entonces puede cabalmente comprenderse, como consideran Adriana Waigmaister y Cecilia Mourelle de Tamborenea, que “en los casos de ambigüedad sexual en el plano físico, ya sea por hermafroditismo o pseudohermafroditismo, la operación quirúrgica no ha planteado problemas morales serios” (Jurisprudencia Argentina, 199IV: 961), y que la intervención quirúrgica recomendada con Bleichmar no sólo no aparezca como mutilante, sino, en realidad, como una intervención habilitante –siendo la pertenencia misma a la humanidad sexuada (el emplazamiento sexual del sujeto) aquello que la operación de corte y costura habilita. El mundo de sentido en el que el manejo médico y jurídico de la intersexualidad tiene lugar ha sido y es cuestionado por el activismo político intersex –abocado a lidiar no sólo con sus sesgos, falacias y supuestos constitutivos, sino también con su productividad misma, con aquello, monstruoso, que la ‘normalización’ trae al mundo. A esta cuestión dedicaré el apartado siguiente.

III. Inversiones Durante la última década, el activismo intersex –surgido en Estados Unidos y presente en diferentes países de Occidente, incluyendo a la Argentina– ha insistido en la reinscripción cultural de la intersexualidad bajo el signo de la variación. Desde esta perspectiva, la intersexualidad es concebida como un modo de nombrar una diversidad irreducible de experiencias encarnadas: experiencias de la variación respecto del estándar bioanatómico femenino o masculino, experiencias del secreto médico o familiar, de la intervención mutiladora de la cirugía o del trabajo mutilador de la cultura. Una de las tareas más farragosas –y culturalmente contraintuitivas– encaradas por el activismo intersex ha sido la ampliación radical del marco de referencia corporal y genérico en consideración cuando se habla de intersexualidad – 56

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7 Es decir, desmintiendo el dogma que afirma ‘es necesario intervenir para asignar’, y haciendo visible que las intervenciones tienen lugar luego de producida la asignación, como un modo de inscribirla carnalmente en el cuerpo o, mejor dicho, de inscribir la carne como cuerpo.

8 Allí donde la capacidad de penetrar o de ser penetrada se proyectará, normativamente, como auténtica condición (conceptual y práctica) de una vida posible.

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procurando despegar tanto la identificación mítica del hermafroditismo con la coexistencia de dos sexos en un mismo individuo, como la identificación de las intervenciones médicas como procedimientos de asignación. 7 La tematización ético-política de procedimientos quirúrgicos tales como la realización compulsiva de vaginoplastias o cirugías ‘normalizadoras’ de penes hipospádicos ha permitido deconstruir y denunciar el falocentrismo heterosexista que orienta los protocolos médicos de atención.8 El activismo intersex ha intentado e intenta cuestionar, además, uno de los presupuestos con mayor peso en la consideración médica, jurídica y bioética de la intersexualidad: la producción de ‘normalidad’ a través de tecnologías específicas de inscripción. En este sentido, tanto la inscripción discursiva inicial –aquélla que tiene lugar en el momento del nacimiento, cuando la intersexualidad es protocolizada en la comunicación entre médicos y familias– como la inscripción clínica –aquélla que tiene lugar en el modo de la construcción del registro médico, donde el ocultamiento o el falseamiento de información han sido y son, en muchos casos, la regla– han sido fuertemente objetadas desde perspectivas que integran los saberes del testimonio y de la investigación. Sin embargo, es la producción de ‘normalidad’ a través de la inscripción literal del género en la carne –el funcionamiento literalizado hasta la locura de la matriz de corporización– la que ha sido cuestionada con mayor vigor, tanto desde la perspectiva de sus fundamentos teóricos como de los compromisos bioéticos que entraña, desde la crítica a su sesgo misógino y homofóbico hasta el privilegio permanente de la ‘concordancia’ corporal como derecho sobre los derechos sexuales y reproductivos. El ejercicio crítico constante del activismo intersex tanto respecto de la ontología generizada que el paradigma médico y legal de la identidad de género instituye, como del conjunto de prácticas a través de las cuales ese paradigma se encarna, efectivamente, en un conjunto específico de sangrientas tecnologías corporizadoras, ha requerido, a su vez, un igualmente constante ejercicio de visibilización. Visibilización del acontecer encarnado de las historias de vida intersex –su despliegue a lo largo de biografías signadas por la mutilación genital, por el secreto y la vergüenza, por el silencio que las rodea, por la brutalidad de lo que emerge allí donde, por un momento, el silencio se quiebra ante, por ejemplo, una noticia envuelta en la forma del escándalo o la 57


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extrañeza, o ante el hallazgo espantado de una fotografía venida de lejos. Puesta en visibilidad del cuerpo –ahora sí, vestido, iluminado por una sonrisa, rodeado por fin no de instrumentos quirúrgicos y batas blancas, sino de aquello que, a modo de indicios, construye en las fotos de adult*s intersex una narración de lo próximo: mascotas, amig*s, amantes, la mesa de la cocina, el jardín de la casa. Y más aún: visibilización de aquello que, verdadera condición de posibilidad de la subversión de la intersexualidad como destino, parece constituir, sin embargo, la marca perenne de su imposibilidad: la celebración. Sin la introducción celebratoria, deseante, festiva, de los diferentes cuerpos en los que la intersexualidad se encarna, los discursos de la teoría y el activismo caen ante la evidencia innegable: nada, en la cultura –ni en sus eróticas ni en sus pornografías– habla de la carne intersex –de nuestra carne– como de algo valioso. Ninguna de estas estrategias de intervención tiene lugar exenta de dificultades –cuya explicitación contribuye, a mi entender, a configurar un mapa posible de la intersexualidad como problemática. A la hora de posicionarse como sujeto en contextos de discusión teóricos y políticos, el movimiento político intersex se encuentra, a menudo, prisionero de sus propias condiciones de posibilidad históricas: quienes hablamos desde posiciones intersex nos encontramos muy a menudo en una al parecer insalvable posición subordinada –en tanto pacientes o ex pacientes que intentamos intervenir en el debate de definiciones y prácticas médicas y bioéticas, pero también en tanto testimoniantes, cuyo saber pareciera no poder extenderse más allá de los límites narrativos de su experiencia, allí donde el saber experiencial es considerado, de modo recurrente, saber siempre ejemplificador, pero jamás crítico. El propio ejercicio de la intervención implica lidiar, cotidianamente, con las relaciones implícitas de necesidad que la lengua establece entre corporalidades y enunciados generizados, así como con los conceptos mismos que vuelven inteligible la intersexualidad como cuestión en la actualidad –tales como “orientación sexual” e “identidad de género”. 9 A pesar de las posibilidades ciertas de traducir las demandas políticas del movimiento intersex en la retórica de los derechos humanos, el funcionamiento cultural de la intersexualidad como especie diferenciada complica enormemente el mismo ejercicio de traducción –puesto que 58

9 Se trata de términos acuñados al interior del mismo paradigma biomédico que el activismo intersex ha cuestionado y cuestiona, los cuales, adoptados tanto por el feminismo como por el movimiento gltb, suturan la inteligibilidad actual en torno al cuerpo sexuado.

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las mismas inter venciones ‘normalizadoras’ que el activismo intersex denuncia como violaciones a los derechos humanos son consideradas, habitualmente, intervenciones ‘humanizadoras’, aquéllas que al inscribir en el binario de género nuestra carne nos inauguran como humanos o humanas. La mutilación genital infantil intersex pareciera entonces ocurrir en un espacio y un tiempo anteriores al tiempo y el espacio de los derechos humanos. Un ejemplo paradigmático de esta escisión témporo-espacial lo constituyen las dificultades para introducir las clitoridectomías realizadas bajo justificación médica en el contexto de los derechos sexuales y reproductivos –puesto que su sujeto privilegiado continúan siendo las mujeres, y las clitoridectomías son realizadas no sólo a quienes aún no son mujeres, sino en quienes de ese modo llegarán a ser mujeres. Dado el contexto donde este trabajo se publica –una revista de homosexualidades–, estimo necesario hacer siquiera una breve referencia a un aspecto específico de la intersexualidad como problemática política: su inclusión en las llamadas agendas políticas GLTB (ahora, y en muchos sitios, GLTBI). Esta inclusión, allí donde ha tenido y tiene lugar, ha implicado una fuerte reducción de la especificidad política del movimiento intersex al menos en dos aspectos. Por un lado, y de un modo inseparable del estado de fuerzas al interior de los movimientos GLTBI, una reducción continua de las demandas intersex a las demandas por los derechos civiles sostenidas, habitualmente, por los colectivos gais y lésbicos. De este modo, las personas intersex nos descubrimos, un día, como sujetos del derecho a la unión civil y a la adopción, pero no a vidas no signadas por la mutilación genital –atrapadas, en el interior de esa sigla, por su acontecer como proceso organizado desde una hegemonía que no ha sido ni es la nuestra. Por otro lado, la codificación GLTBI ha implicado una reducción constante del potencial subversivo del activismo intersex, en tanto que reducido a una lógica identitaria que no sólo le es extraña, sino además imposible. Al consignar la ‘I’ al final de la fórmula, se reinstituye una y otra vez aquello que el imaginario cultural sostiene: que una corporalidad diferenciada constituye, a las claras, una identidad diferenciada. De este modo, y desde el propio movimiento de ‘minorías sexuales’ se termina por reproducir aquello que, justamente, l*s activistas intersex ORIENTACIONES revista de homosexualidades

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vinimos a desbaratar –la anatomía como destino. La inclusión de la ‘I’ como ‘identidad’ no sólo reifica las experiencias intersex del cuerpo, el género y la sexualidad como irreductibles, por ejemplo, a la homosexualidad, sino que contribuye, decisivamente, al mantenimiento de los estereotipos culturales tanto hetero como homonormativos, impidiendo la problematización de la homonormatividad, sus cuerpos posibles e imposibles, y las fronteras discursivas y materiales del homoerotismo. Mientras la política de inclusión GLTBI mantenga, en su ficción equivalencial, clausurada la posibilidad de al mismo tiempo habitar la intersexualidad y la gaitud, seguirá siendo una inclusión que reproduce, en su esencia, la lógica que instituye nuestra experiencia como extrañamiento.

IV. Incorporaciones El nacimiento de hermafroditas y otros portenta representó, desde la Antigüedad hasta mediados del siglo XVII, una variedad de agudos problemas políticos –bien porque su aparición fuera la de un presagio funesto sobre los designios divinos en torno a la ciudad, bien porque su circulación pervirtiera irremisiblemente el ordenamiento debido de los comercios sexuales y la descendencia. Sería posible, sin embargo, rastrear un proceso histórico –iniciado a mediados del siglo XVII y cristalizado definitivamente a comienzos del XIX– a lo largo del cual los dilemas planteados por los cuerpos sexualmente ambiguos se habrían desplazado, decisivamente, hacia los dominios en expansión de la ciencia biomédica. La embriología constituyó, desde sus orígenes, el instrumento reductivo por excelencia –aquél capaz de transformar el desmañado desorden de lo monstruoso en la ordenada exposición de formas desviadas de lo humano. Desde mediados del siglo XX, los desarrollos en los campos de la endocrinología y la técnica quirúrgica, así como la cristalización del llamado paradigma de la identidad de género emplazaron la cuestión en los campos emparentados de la medicina y la bioética –allí donde se encuentran, firmemente situados, hasta nuestros días. A pesar de las indudables resonancias foucaultianas que atraviesan la historia contemporánea de la intersexualidad, constituyéndola como un mero capítulo particular de la historia general de la medicalización (cuando no como un 60

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episodio más de una cierta historia natural de la homosexualidad), creo necesario situar la pregunta por su acontecer entre nosotr*s en un marco relativamente diferenciado. Coincido con Roberto Espósito cuando afirma que es preciso radicalizar en este tiempo el alcance de la crítica, hasta lograr poner en discusión no sólo las tecnologías que producen subjetividad a través del cuerpo, sino también aquéllas que hacen cuerpo a través de suturas discursivas y materiales, en plena desorganización de las distinciones –no sólo aquéllas trazadas entre especies, sino también entre los mismos reinos orgánico e inorgánico, natural y artificial. De este modo, no es solamente la prótesis –como signo material de lo inorgánico, de lo maquínico y de lo impropio– lo que entra en cuestión, sino también, y decisivamente, la carne, suturada como cuerpo sexuado a través de incesantes y normativas prótesis de sentido –en términos de Espósito, la real presencia en el cuerpo de algo que no es cuerpo. La lógica desde la cual considero imprescindible pensar críticamente la intersexualidad es la lógica biopolítica de la incorporación –es decir, aquélla que funciona a través de una continua matriz de subjetivación que, arrancándonos de la carne intersex como status liminar, nos introduce en el espacio de la lengua y la ley a la vez que nos hace (un) cuerpo. El funcionamiento de esta matriz debería analizarse, entonces, a través del cruce incesante entre su vocación discursiva universalista, constructivista y humanista, y los restos apenas articulables de su pesadilla. Cruzando, por ejemplo, la formulación habitual del derecho a la identidad y las implicaciones corporales de esa misma formulación (allí donde, por ejemplo, las exigencias legales de mutilación genital o la esterilización parecen integrarse sin problemas a la gramática habitual de la identidad sexual como derecho). Las dos historias que este artículo incluye –la de una adolescente trans, la de un niño intersex–, y otras semejantes emergen cada tanto, como relámpagos mediáticos proyectando su luz sobre un territorio extraño y ajeno. Se trata, una y otra vez, de excepciones –tanto en la rareza de su ocurrencia como en su desvío de la norma. Sabemos con Agamben, sin embargo, que lo excepcional, en su misma instanciación, pone en juego la excepción como regla, como sitio de opacidad máxima y máxima capacidad instituyente de la regla. Y se trata, en este punto, no de ORIENTACIONES revista de homosexualidades

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excepcionalidades subjetivas capaces de minar, en su aparición, la metafísica de la normalidad, sino de formas excepcionalmente crueles de suturar la normalidad misma: su núcleo inhabitable, su costura. Los dispositivos específicos de incorporación y reincorporación –es decir, aquellos que permiten articular o rearticular, legalmente, el género de quienes encarnamos corporalidades no reducidas a la diferencia sexual como estándard o de quienes nos identificamos de un modo diferente al que se nos asignara al nacer, deben repensarse no sólo como mecanismos que producen, incesantemente, corporalidad sexuada bajo imperativos heteronormativos. Su funcionamiento constituye uno de los modos culturalmente más opacos y, sin embargo, más próximos –carnalmente próximos– de la incesante tensión biopolítica entre lo propio y lo ajeno, lo hospitalario y lo hostil, lo monstruoso y lo humano, l*s extranjer*s y la ciudad.

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1 Preves usa la locución spoiled identities para referirse a los intersexuales que, siendo bebés, en su infancia o en edades tempranas, como consecuencia de intervenciones quirúrgicas, para corregir su “ambigüedad” genital, han visto su identidad “dañada”, “echada a perder”, “saqueada”, “despojada”, “estropeada”, “maltratada” o, incluso”corrompida”. De todas las acepciones posibles de la locución inglesa, spoiled identities, entendemos que la traducción que mejor refleja el sentido que insufla Preves es “identidades dañadas”.

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Lo inalterable del concepto de identidad, que asumen los presupuestos esencialistas, está más próximo al wishful thinking, que a la realidad social. Si por algo se definen las identidades es por su contingencia, por ser conceptualmente esquivas. De modo que la construcción biológica de la identidad trans, en tanto que construcción esencialista, es superada por la varianza de género, de la que el transgénero es una de sus manifestaciones. Si la construcción biológica no sirve para explicar la condición identitaria, la pregunta a hacer es ¿cómo se construye identitariamente lo trans? Respuesta: social y políticamente. En las sociedades en que la antropología tradicionalmente se ha interesado por el estudio de sus pautas culturales, ante la ausencia de normativas legales, impera la normativa consuetudinaria que permite la implementación y permanencia social del transgénero. En esas sociedades siempre ha habido sujetos en disposición para cambiar del género asignado por la naturaleza. De hecho lo efectuaban, sin necesidad de recurrir a una (inexistente) cirugía de reasignación de sexo. Se cambiaba de género sin cambiar de sexo, sin desgenitalizar para después regenitalizar. El historiador interesado en el fenómeno trans de épocas pasadas, en las que las modernas técnicas quirúrgicas aplicadas a la transexualidad se desconocían, llega a la misma conclusión que el antropólogo. Basándose en datos históricos, Bullough (1998: 73) afirma que “en el pasado muchos individuos se las arreglaron para vivir como miembros de un sexo biológicamente diferente sin someterse a cirugía y de forma aparentemente feliz excepto por el miedo siempre presente a ser descubiertos”. 69


La construcción social y política de la identidad trans

El marco sociopolítico identitario trans En las sociedades occidentales, el transgénero, además de ser una construcción social, es una construcción política. Para el trans occidental no resulta igual vivir en una sociedad que represente un régimen de libertades políticas, que en una sociedad que restrinja esas mismas libertades; su significación difiere en un caso y en otro. Igualmente, la identidad trans, entendida por el sujeto en términos de libertad y llevada ésta a su extremo último, a su radicalización más absoluta, significaría rechazar, sin lí-

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mites, la convención social e incurrir, sin pausas, en la transgresión de la norma y en la oposición al uso social del género. Asimismo, significaría la ausencia de límites proyectivos a esa representación identitaria impregnada de deseos, sentimientos, motivaciones, acciones, valores y emociones personales. Una identidad de estas características tan singulares y extremas sería la más genuina representación y manifestación de la acracia trans. Un posicionamiento libertario que, ejemplificado por la vía de los hechos, tanto simbólicos como materiales, paradójicamente, mostraría incluso desconfianza de su propia identidad. Porque las motivaciones y representaciones de la acracia trans y de los mensajes simbólicos, cargados de significados, que las acompañan, no sólo desmentirían y desmantelarían la apreciación biologista de que detrás de toda identidad hay una esencia. En sus últimas consecuencias, la ausencia de límites de las referencias identitarias de la acracia trans, marcadas por la fluidez hecha vértigo y la flexibilidad transformada en volatilidad, dejarían de tener sentido, se anularían. Las identidades desaparecerían de la sociedad y, consecuentemente, las referencias conceptuales que las imprimen también se esfumarían, dejarían de existir. Se constituirían en la mera representación de la nada. Porque en su continuo hacer y ulterior transformación, las identidades se construirían para inmediatamente después deconstruirse, a manera de identidades entrópicas que se autofagocitan. Siendo esto posible por el hecho de que las identidades en su permanente modificación terminarían por desvincularse de raíz de la sociedad, por descontextualizarse del grupo, por autorreferenciarse y enmarcarse en el aislamiento radical e imposible de la subjetividad. En fin, los sujetos sociales de esa supuesta inflación de acracia trans harían de la identidad un vacío relacional y de su manifestación biográfica en sociedad una realidad carente de intersubjetividad. Y ello, por hacer caso omiso de todos los aspectos sociocontextuales, a los que se considera insoslayablemente restrictivos, opresivos, castradores o amputadores para la libertad del individuo. Dibujando, así, un perfil mediante el cual la libertad de uno niega la libertad de otro; en que el actor social es sólo sujeto de derechos pero no de obligaciones, de haberes pero no de deberes; en que la interacción interpersonal se define por su ausencia. Un perfil, en suma, insolidario y reaccionario. ORIENTACIONES revista de homosexualidades

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No se conciben sociedades sin identidades. Una sociedad sin identidades es como una fotografía sin imágenes. En sentido contrario, sociedades con identidades “fortaleza”, que encarcelan de por vida a sus individuos, esencializando automática e imperecederamente sus biografías, son imágenes sin fotografías. El pensamiento reaccionario (¿ejemplo de oxímoron?) se nutre de esa idea, la que encastilla la identidad; la que propone la identidad refugio, cueva del inmovilismo esencialista. Otras veces, las identidades se presentan en negativo y se hacen inclasificables, como en la parea (homoerotismo de mujeres que con su conductas pretenden remodelar la identidad masculina y femenina, a la vez que discrepan del término lesbianismo) griega. Estrategia, a mi juicio, errónea, porque las identidades o son afirmativas o la identidad queda disuelta, como el olvido disuelve la memoria. No hay identidades negativas (aquí, sí: estamos ante un claro ejemplo de oxímoron). Otra cosa es la negación de una identidad. La identidad que al negar a otra se construye afirmativamente a sí misma. La afirmación identitaria, por lo demás, no es fruto de un solo concepto. Afirmar una identidad significa que ésta puede ser incluyente o excluyente de la pluralidad; tolerante o intolerante con otras perspectivas interpretativas de un mismo fenómeno; abiertas o cerradas a las discrepancias relacionadas con el pensamiento único; flexible o rígida frente a la aplicación práctica de los presupuestos teóricos que la definen; defensiva y crítica de la mezcla o resueltamente a favor de la ars combinatoria de distintas posibilidades expresivas. Por ello, la identidad se hace policonceptual: identidades dañadas, en términos de Preves (2003)1; identidades contestarias, en términos de Loizos y Papataxiarchis (1991); identidades permisivas o multiplicativas, como sostienen Gates y Appiah (1995); o identidades asesinas, en la expresión de categórica resonancia que nos aporta Maalouf (1999). De igual forma se puede construir el discurso de las identidades plurales; de las identidades diversas que, a manera de bucles y rizomas, se desentienden del concepto de identidad único y exclusivo trans. El transgenerismo se concreta subjetivamente de distintas formas. Negar la identidad de bucles, rizomática y plural trans es, pues, hacerla sucumbir, someterla al poder del sistema restrictivo de género. De ser así, de ser cierta la negación no hubiera habido

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resistencia a la cirugía genital de la transexualidad, ni a la psicotización de la misma. No hubiera habido transgeneristas que se deshacen tanto de la ligazón a la reasignación genital quirúrgica como del hilado de concebir el transgénero como trastorno mental. Las distintas formas de entender, desde el exterior del colectivo trans, la identidad, así como las diferencias interpretativas de la misma, son armas políticas que pueden utilizarse a favor o en contra de las posibilidades sociales de los trans. Del mismo modo: “El fracaso en el reconocimiento de la necesidad de las experiencias individuales tendrá como resultado la división o desunión del grupo” (Ruth –a no confundir con Judith– Butler, 2001: 239). De ahí la relevancia de la unidad en la diversidad y en la pluralidad como arma política reivindicativa de los derechos trans. Porque “la falta de reconocimiento de la diversidad dentro de una misma categoría y el silenciamiento en el debate de las voces que la integran limita nuestra comprensión de la sociedad y la eficacia de las políticas sociales a conseguir” (p.238). ¿Cómo se manifiesta, entonces, la construcción social y política de la identidad trans? Procedamos a su exposición. Para Judith –a no confundir con Ruth— Butler, las identidades son “errores necesarios”, que referidas al género necesitan no sólo de la construcción social sino también de la performatividad (1990, 1997). La identidad de género es, pudiera decirse, socialmente performativa. Ese condicionamiento performativo, mediante el cual los cuerpos se regulan y dan sentido al género, a la vez que lo redefinen, es lo que transforma la creación natural en recreación social, el discurso en acto y los genitales en cultura. La configuración de lo genital deja de estar determinada por la anatomía; lo genital deja de ser tal, para devenir “gen y tal”. Tal cual. Hombres y mujeres son “tales” en sociedad, desde el momento que representan su condición en cultura y como “tales” actúan. Es la actuación en sociedad y en cultura lo que define la performatividad de Butler. Y lo que a Rival, Slater y Miller (2003) permite, al referirse al término “mujer” y a lo que comporta su identidad, hablar de “ficción reguladora”, en lugar de “error necesario”, sin alterar la semántica de los contenidos que definen la discursiva de una y otra forma de expresión. “El sujeto individual, como efecto de su deseo sexual (un deseo al

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que se entiende que, más bien, le da forma la actividad erótica en vez de estar determinado por la genitalidad) es lo que los construccionistas sociales interesados por la sexualidad humana tratan de conceptuar” (Rival, Slater y Miller, 2003:54). Siguiendo a Judith Butler, Kirtsoglou (2004: 23) propone que la identidad de género se comprende mejor al entenderla creativamente. Pero en ese (re)crear identitario no se vislumbra nítidamente interpretación política. El hecho de (re)crear la identidad se manifiesta como la composición de distintos niveles performativos que unas veces cristalizan y otras subvierten las normas hegemónicas que definen los principios de la “generidad”. Las subjetividades, la subjetividad polisémica y las complejas biografías que encarnan los cuerpos, para Kirtsoglou, se explican por sí mismas, más que cualquier específico manifiesto teórico. “L os contextos de vida no son compartimentos que puedan separarse o sanearse ponién-

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dolos en cuarentena, son contextos interrelacionados, investidos de historia y cultura que simultáneamente configuran y son configurados por los actores sociales” (p.130). Discrepando parcialmente de estos planteamientos aquí no se entienden las identidades trans como “errores necesarios”, ni como “ficciones reguladoras”, ni como “actos creativos” desvinculados, aparentemente, de transparencia política, sino como “precisiones ineludibles” que en su recreación personal quedan a la espera de una legislación, de una normativa legal, de un ordenamiento jurídico y de un reconocimiento político de sus derechos. De disposiciones normativas que articulen la diversidad subjetiva de las identidades plurales trans. De una regulación no ficticia, que abandone la ficción y se acerque a la fusión; sin extraterritorializar la fisión trans. En fin, de lo creativamente personal y político, aunque resulte redundante.

Juicios de identidad: los trans y su normativa Para otros autores, la construcción de las identidades también son normativas, aunque lo “normativo” se interpreta de forma distinta a la configuración que en este escrito se defiende. Por ejemplo, para Lance y Tanesini (2005) las identidades no son descriptivas, son normativas. En su defensa, aseguran que las identidades, que responden a la presencia no sólo de verdades biológicas sino también de realidades socialmente construidas, en realidad, son endosos políticos que sólo pueden ser evaluados dentro de contextos políticos concretos (p. 172). Indican que algunas explicaciones formuladas desde la construcción social son defectuosas y, además, precisan que “los debates en torno a las identidades no pueden ser fijados mirando solamente a los hechos culturales, sociales y biológicos. Son debates genuinamente políticos y como tales no se basan en metafísica alguna” (p.173). Estamos, pues, ante planteamientos que se nutren no sólo de la crítica a la identidad de raíz biológica. Lance y Tanesini critican también la construcción social de la identidad. En efecto, las páginas de este artículo son un compendio de disentimiento con la biología como disciplina y razón fuente que explique las identidades. De acuerdo, pues, en este sentido, con Lance y Tanesini, para quienes la bioORIENTACIONES revista de homosexualidades

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logía ni siquiera, según su expresión, representa una candidatura para poder sustentar en ella la explicación de las identidades sexuales y de género. En lo que se difiere de estos autores es en el razonamiento que emplean para justificar el rechazo de la construcción social de las identidades, insufladas de sexualidad y generidad. Para Lance y Tanesini (p.177), las identidades de los sujetos, de la manera que las caracteriza el construccionismo social, al no preexistir a las normas de identidad, se constituyen por la significación “socio-normativa” que se les atribuye, que les viene dada a priori. Lo que para los autores citados es una manera argumental que no se desprende de la descripción. Un argumento puramente descriptivo que, diríamos nosotros, a manera circular, forja la teoría descripcionista de la construcción social de la identidad. Así, la significación socio-normativa moldea, dirige y da sentido a la identidad del sujeto. Éste queda sometido a las exigencias que la sociedad le impone, sujeto a los criterios que la mayoría social tiene de una identidad dada. De esta forma, al aceptar esta fórmula de razonamiento identitario, estamos ante un escollo que no sólo no permite la liberación del sujeto, sino que éste “contribuye a la continuación de su opresión” (p.178). Y, además, de facilitar la soga para la horca de su identidad, el mismo sujeto, así constituido socialmente, “elimina la posibilidad de utilizar las atribuciones identitarias para fines progresistas” (p. 179). Todo ello sirve a Lance y Tanesini para, al mismo tiempo que se critica de forma general el construccionismo social, hacer la crítica del posicionamiento defendido por Butler, en su tantas veces citado Gender Trouble. De la que dicen que, a pesar de no ser partícipe de las formas más extremas de descripción identitaria, su pensamiento adopta “juicios de identidad” descriptivistas. Para evitar estos stumbling blocks (escollos) identitarios no hay más remedio que tomar muy en serio los “juicios de identidad” normativos. Abandonar la interpretación descriptivista y defender la interpretación normativista supone la admisión de las consecuencias psicológicas y sociológicas de los juicios de identidad, ya que estos son “evaluaciones morales y políticas”. En palabras, aún más matizadas, de Lance y Tanesini (p. 179): “Las situaciones, actitudes y conductas que uno aprueba, sosteniendo de uno mismo que pertenece a una identidad dada, pueden, sin embargo, estar, de alguna forma, en desacuerdo con aquéllas que corriente76

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mente se asocian a esa identidad”. Esta manera de argumentar de Lance y Tanesini merece, a mi entender, algunas reflexiones que se exponen a continuación en tres apartados. Primero, los autores hacen teóricamente un universal de la construcción social de la identidad. De igual forma, desde una visión histórica, la identidad se contempla como un universal. Segundo, lo que entienden por necesidad normativa de la identidad se hace a través de una lectura moral y política del sujeto, pero no constituye en sí misma una normativa legal de consecuencias políticas y sociales. Tercero, y corolario del anterior apartado, es clave significar que el reconocimiento de derechos ausentes sólo se consigue con disposiciones legales que fijan normativas políticas. Veámoslo, más detalladamente. De entrada, hacer de la construcción social un universal, sin especificar sus particularidades, es como blindar una teoría, para que nadie pueda penetrar en su interior y someter a escrutinio los elementos que la componen. Así, se desvirtúan dos de los principios que sustentan los fundamentos de la construcción social, en general, y de la construcción social de la sexualidad, en particular. El primero, reside en el hecho de que la organización de la sexualidad compete a y se rige por directrices culturales que surgen de los entramados estructurales que dan forma a las sociedades. El segundo, se basa en que tanto el género como la sexualidad tienen imbricaciones distintas, dependiendo, sus manifestaciones diferenciadas, de las culturas que las producen. Estos dos principios, que se integran en la formulación de los sexual scripts de Gagnon, muestran con claridad que la universalidad de la construcción social de la sexualidad sólo puede entenderse por medio de la particularidad social y cultural. En otras palabras, a efectos de análisis y flexibilizando lo expuesto, pudiera decirse que la raíz y constitución de la universalidad radica en la suma de las particularidades que la forman. Que no es lo mismo que afirmar que un fenómeno cualquiera, como puede ser el identitario, tenga una lectura universal. Ello implicaría la repetición clónica, sin distinción cultural alguna, de las identidades y, por extensión, de las conductas y de los actos performativos que las expresan. Entendemos que la socio-normativa señalada por Lance y Tanesini incurre en este tipo de clonación cultural. La interpretación que hacen de la misma viene guiada por un “manual de instrucciones” que, lejos del apuntado por ORIENTACIONES revista de homosexualidades

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Gagnon, tiene proyección universal. Por ello, para que el sujeto social pueda liberarse del manual de instrucciones socio-normativo, según Lance y Tanesini, necesita recurrir a “juicios de identidad morales y políticos”. Este criterio es necesario, pero, como veremos más adelante, insuficiente cuando se aplica a las sociedades occidentales que no reconocen los derechos de ciudadanía trans. En las sociedades estudiadas por los antropólogos que admiten la varianza y la presencia de más de dos géneros, la formulación anterior dejaría de tener sentido. En estas sociedades, la identidad es ideada social y culturalmente y vivenciada en las relaciones interpersonales que el actor social mantiene con otros actores sociales. Por otro lado, si de la socio-normativa a la que se somete el sujeto no se hace distinción histórica alguna, la permisividad polinesia con la varianza de género se confundiría con la intolerancia occidental a todo lo que represente un sistema de más de dos géneros, el mahu y el trans serían una y la misma representación indiferenciada.

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Asimismo, se puede señalar, a continuación de ese apartado supra expuesto, que el actor social no acomodaticio a la norma social, activo en su afán por desprenderse de ella y políticamente combativo, que nos presentan Lance y Tanesini, es un sujeto, qué duda cabe, que evalúa críticamente la situación social de su identidad. Si su identidad, tal y como se la reconoce en sociedad, forma parte de lo que Bauman (2005) llama “identidades de clase inferior”, el sujeto luchará contra ese perfil identitario socialmente construido. Desnaturalizará la esencia y la fijeza que la sociedad quiere que sea su identidad. Dinamizará su posicionamiento social para evitar la continuidad de la identidad, tantas veces simplificada y caricaturizada, que la sociedad le impone. Que, recurriendo nuevamente a Bauman, podría llamarse “identidad de confección”. Locución a la que habría que incorporar la palabra “ajena”. Porque las “identidades de clase inferior” trans son “identidades de confección ajenas” al sujeto y porque el sentido de pertenencia que se las confiere, además de ser esquemático, no le resulta propio al actor social que hace juicios de identidad morales y políticos. Es un sentido de pertenencia que se le impone, al que se ve reducido y obligado el trans por carecer de normativa con consecuencias políticas y sociales, de normativa legal que defienda su ciudadanía. La socio-normativa, en ausencia de normativa legal, se apodera del sujeto, hasta subsumirle en un tejido social que ignora sus derechos. Y que, además, quisiera esencializar la presencia de inferioridad social, solidificar la negación de las carencias, y hacer de la situación identitaria una constante social, fijarla en el tiempo, anular todo proceso que trate de impedir la prolongación de esa “mirada carcelaria”. Así, se afianza la seguridad de una parte de la sociedad en detrimento de la seguridad de los “otros”, identitariamente inferiores. “Flotar sin apoyos en un espacio pobremente definido, ubicados machacona y fastidiosamente “entre la espada y la pared” se convierte a largo plazo en un enervante estado propenso a la ansiedad” (Bauman, 2005: 68). El autor de quien se toma la cita no se está refiriendo a la identidad trans, pero sus palabras son perfectamente aplicables a un colectivo al que se ha medicalizado y psiquiatrizado, pero no socializado. Todo lo contrario, se ha desocializado. Por ello, en ausencia de normativa legal, por muy morales y políticos que sean los juicios de identidad resultan insufiORIENTACIONES revista de homosexualidades

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cientes. Los juicios morales y políticos constituyen un indispensable proceso que necesita del legislador para, reconociendo la situación de privación de derechos, poder romper con el concepto social de identidad inferior y desmentir que las identidades, al ser producto de la naturaleza, son políticamente innegociables. Bauman (p. 58) es transparente: “Una vez que la identidad pierde los anclajes sociales que hacen que parezca “natural”, predeterminada e innegociable, la “identificación” se hace cada vez más importante para los individuos que buscan desesperadamente un “nosotros” al que puedan tener acceso”. Para no perder el anclaje social se requieren, pues, dos condiciones, acción política de los actores sociales y normativa legal institucional. Que se adopten estrategias de presión política a la cultura y a la sociedad, con el objetivo de la consecución de derechos ausentes. Paralelamente, y en concordancia con la disposición normativa que reconozca legalmente derechos de ciudadanía a un colectivo ignorado, el sujeto en sus relaciones interpersonales y por medio de la negociación, además de emanciparse o liberarse de esa socio-normativa que le asfixia, podrá admitir varianza de identidad individual dentro de la misma identidad colectiva. Singularidad subjetiva en la pluralidad del colectivo. Con ello, finalmente, se llega al tercer y último apartado de los indicados anteriormente, que, como se puede deducir de los dos precedentes, puede condensarse afirmando que la construcción de la identidad de los trans es fundamental y simultáneamente una construcción social y política. Construcción política de la normativa ausente que reconozca la construcción social presente. Construcción política y construcción social no son construcciones antagónicas y disipativas, son asociativas y unitivas. La primera no niega a la segunda, de la misma forma que el “actuar performativo” en un contexto social dado no niega la construcción social de la representación identitaria, la cimenta. La normativa política constituye legalmente los perfiles identitarios preexistentes de la comunidad social trans. Pudiendo establecer, en su acción, el reconocimiento de la fuerza creativa individual que permite, dentro del grupo, la formación de variantes identitarias. Obviamente, y por contra, la ausencia de iniciativas que comporten normativa política no incide en la instrumentalización de la acción práctica que conlleva el reconocimiento de dere80

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chos. Cuando se dan estas circunstancias, estamos ante la presencia de una “normativa política negativa”, con efectos institucionales, que no sólo no cuenta con las aspiraciones de ciudadanía de los trans, sino que se posiciona en contra de sus expectativas. Hay, pues, un comportamiento institucional “incívico”. Por tanto, la única normativa que cuenta, la valedora de aspiraciones y expectativas trans, es la normativa política positiva. En fin, la normativa política positiva es la clave que permite el reconocimien-

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to institucional de la concreción plural. Y el de los derechos correspondientes individuales de los sujetos que integran el conjunto trans y que, con rasgos físicos diversos pero con objetivos de género afines, dan sentido a la pertenencia colectiva. Y, a mayor abundamiento, manifiestan también, en lo que refiere a conductas, diversos perfiles individuales. En suma, este tipo de normativa facilitaría la flexibilidad de criterios, apropiada para incluir la fluidez, la creatividad, la experimentación, las vivencias y las distintas sensibilidades personales que integran la heterogeneidad del colectivo trans. Procediendo así, no se garantiza acceder al paraíso y mucho menos se asegura la permanencia. No hay solución mágica que valga. Sólo se pretende establecer, ensoñaciones aparte, un mínimo de apertura a un concepto tan elusivo y errático como el de identidad y, con ello, desestabilizar la fijación de lo que presupone la llamada, unas veces, “ verdadera identidad” y, otras, “identidad auténtica”. Por otro lado, se quiere mostrar y reconocer la ambivalencia del presente identitario y la posible contradicción que, vista desde el insoslayable lado procesual, toda identidad conlleva. Así, la normativa política que una vez legislada permite el reconocimiento legal a una ciudadanía trans, a la que previamente se deslegitimaba e ignoraba, permite también contrapesar las diferencias subjetivas que se dan dentro de la afinidad y de los intereses comunes que comparte el colectivo.

Identidad trans e identidad étnica La identidad transgenérica es, en consecuencia, eminentemente cívica, con independencia de que su representación se sitúe en distintos colectivos, grupos de (auto)ayuda, asociaciones voluntarias o de que los trans “vayan por libre”, sin incluirse en colectivo alguno. Se accede al colectivo, grupo o asociación, o se permanece “libre” y sin “sujeción” alguna, voluntariamente. La decisión de “pertenecer a” o “aislarse de” un grupo se elige, no viene impuesta. La identidad trans, a diferencia de la identidad étnica, no viene asignada por razones de nacimiento. El trans necesita desarrollar la conciencia de “pertenencia al grupo” o de “pertenencia a sí mismo”. Su existencia es anterior a su pertenencia grupal, a su conciencia 82

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identitaria. Ésta es la que hace de mecanismo impulsor para acceder, pertenecer, permanecer o marginarse o distanciarse del grupo afín. El trans no hace el itinerario del étnico. El trans, una vez hecha la elección de “pertenencia” al (o “distanciamiento” del) grupo, tiene que exigir la ciudadanía. Las identidades étnicas, por contra, vienen dadas al individuo por el hecho de nacer dentro de los confines de un grupo o, en palabras de Bauman, por “asignación primordial”. El grupo étnico otorga identidad al individuo, al que intenta fidelizar. De modo que, la existencia de la identidad, precede al individuo. El sujeto, al nacer, se topa con la identidad. El étnico sin necesidad de estar concienciado, por el simple hecho de vivir, de “estar en este mundo”, automáticamente queda afiliado al grupo. Pertenece, pues, al grupo étnico desde el “primer llanto”, apenas salido del vientre de la madre. En otras palabras, el individuo perteneciente a un grupo étnico determinado, nada más nacer, tiene configurados una serie de rasgos culturales que le preceden. Fundamentalmente, una lengua y una religión comunes. Además de usos, prácticas, códigos, costumbres, historia y símbolos afines que, en conjunto, remiten a lo que se conoce como etnicidad. La semiótica del grupo étnico confiere la semiótica al individuo. De la misma forma que no se concibe un grupo étnico sin etnicidad, no se puede concebir un grupo trans sin “transgeneridad”. Sin embargo, a diferencia del individuo étnico, el trans no nace dentro del grupo que refleja y comparte sus intereses. Además, en ausencia de una legislación que proteja sus derechos, tampoco nace el trans en una sociedad que se preocupe de su negada condición de ciudadano. Condición que sólo se consigue al ser consciente la sociedad y el gobierno que parlamentariamente la represente de la inexistencia de una normativa legal sustentadora de los derechos trans. Y, por agregación, que se posea la sensibilidad democrática para cambiar políticamente la situación y se confiera ciudadanía a todos por igual. Por tal razón, la identidad de los trans, además de cultural, es cívica. Así las cosas, la distinción que hace Bauman (p. 130), entre identidad nacional e identidad étnica, como no podría ser de otra forma, no es aplicable a la identidad trans. Hay, no obstante, ciertas coincidencias y entrelazamientos de la identidad trans con la identidad nacional y, sobre todo, con la identidad étnica. La idenORIENTACIONES revista de homosexualidades

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tidad nacional, de la forma que la define Bauman, podría confundirse con la identidad trans, ya que aquélla, como ésta, es política, se elige individualmente y reúne a un grupo de individuos que comparten criterios de afinidad. Sin embargo, con estas tres características se agotarían las coincidencias entre identidad nacional e identidad trans. Por otra parte, la identidad étnica, para Bauman, es puramente cultural, responde a la “asignación primordial”, apuntada con anterioridad, que impone el mero hecho de nacer en un grupo étnico. No obstante, la identidad étnica, en época de globalización como la que vivimos, no está exenta de política. Un étnico en un Estado europeo puede, sin abandonar culturalmente el grupo que le confiere etnicidad o abandonándolo en todo o en parte, devenir ciudadano (político) del país que le acoge. El Estado le otorga ciudadanía y derechos, al tiempo que restringe ciertas prácticas culturales de su grupo étnico (caso de la clitoridectomía, por ejemplo). Por tanto, a semejanza de la identidad trans, la identidad étnica puede ser organizada, manejada o incluso manipulada desde la toma de decisiones que emanan de la jerarquía del poder político. Consiguientemente, la identidad étnica, cuando el grupo se sitúa fuera del contexto físico y social de origen, y reside en un Estado de la sociedad occidental, deja de ser interpretada como cuestión estrictamente cultural. En resumidas cuentas, la definición final de la identidad étnica, por el hecho de que su formación sea de raíz cultural, no está exenta de política. De la misma forma que la identidad trans, por el hecho de que responda a patrones políticos, no está exenta de sociedad y de cultura. En una y otra identidad, lo “puramente político” y lo “puramente cultural” son pronunciamientos teóricos invalidados en la práctica. Paralelamente, tanto la identidad trans como la identidad étnica pueden organizarse, manejarse o incluso manipularse no sólo desde el poder político sino también desde el colectivo o grupo de pertenencia. Los grupos étnicos y los colectivos trans pueden ser incluyentes o excluyentes, tolerantes o intolerantes. La política de inclusión en la práctica siempre es más eficaz para el grupo étnico que la política de exclusión. En España, por ejemplo, a bolivianos, colombianos, peruanos, dominicanos, ecuatorianos y, en general, a los latinoamericanos les resultaría políticamente más rentable unir fuerzas para conseguir mayor entidad y consistencia en sus reivindicacio84

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nes, cualesquiera que fueran éstas. En un sentido más comercial, los asiáticos que residen en España ya lo hicieron. Los restaurantes “asiáticos”, por ejemplo, surgieron hace unos pocos años con el fin de aglutinar (y manejar) distintas cocinas de Asia: la china, la japonesa, la tailandesa, la coreana...Se produce, así, una especie de inversión de “denominación de origen” gastronómica. La diversidad culinaria se transmuta en unidad denominativa. En un plano exterior al nuestro, por poner un ejemplo de diseño menos comercial, a los distintos grupos de nativos americanos, con su diversidad lingüística, les puede reportar beneficios políticos, que se traducen en ventajas sociales, el hecho de que se les trate a todos juntos como una unidad: nativos americanos (Ember, Ember y Peregrine, 2004).

La “identidad doble” trans De la misma manera, a los distintos colectivos autónomos de trans españoles les resultaría política y socialmente más ventajoso reunir en sus filas todo tipo de sensibilidades, no sólo la que incide en la transexualidad quirúrgica. Porque las reivindicaciones de los distintos colectivos de trans, en España, aglutinando sus diferentes sensibilidades en unidad y sus diversos talantes en integración representativa, tendrían mayor entidad. Su capacidad para dejar oír sus voces plurales, mayor fuerza identitaria. De forma que también pudieran influir en sociedad de forma más robusta. Induciendo, así, al ministerio de Justicia a promover una normativa legal. Ésta, incapaz de vertebrar en su totalidad, por razones obvias, la pluralidad y la multiplicidad de los yoes transgenéricos, sí, en cambio, es potencialmente capaz de establecer en su articulado, por una parte, una identidad doble trans. Y, por otra, un tercer nicho o espacio, rompedor del sistema binario d e g é n e r o, q u e r e c o g i e r a c o n c e p t u a l m e n t e e l transgénero. Una normativa de tales características log r a r í a e l “ t o d o s o m o s i g u a l e s ” t r a n s g e n é r i c o. Asumiéndose, en esa doble identidad, el reconocimiento legal, tanto de los transgeneristas que recurren a la cirugía de reasignación de sexo, los transexuales, como el de los transgeneristas que deciden no recurrir a la misma. La identidad doble no remite, pues, al hecho de ORIENTACIONES revista de homosexualidades

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que un trans disponga simultáneamente de dos identidades, la “identidad quirúrgica transgenitalizada” y la “identidad transgenérica sin cirugía genital”. Sí remite, por el contrario, al hecho de que la identidad permite a uno y otro trans, ser iguales ante la ley. Asimismo, asumiendo ese tercer espacio, es decir, la legalización del transgénero, se posibilitaría, al menos de forma condensada, que parte de la pluralidad trans, los trans no identificados con la proyección binaria -varón, mujerdel sistema de género tuvieran, como ciudadanos que son, reconocidos sus derechos. Aunque la propuesta pudiera ser interpretada, al menos en algunos ámbitos sociales, como excesiva o rupturista, quimérica, onírica o utópica, conviene recordar que cuando se propuso, precursoramente (Nieto, 1998), que la cirugía de reasignación de sexo no debiera constituir requisito insoslayable para devenir trans, lo que para algunos supuso un despropósito, ahora, en España, tiene todos los visos de ser una normativa legal, pronta a entrar en vigor. Ello, a su vez, conlleva la transmutación comunicativa transgenérica en un plano de igualdad. Se nivelan las diversas formas de ser trans, dejándose de evaluar positivamente la verticalidad de la comunicación, con la consiguiente jerarquización de conductas superiores e inferiores trans. En su lugar, se evalúa positivamente la horizontalidad de la comunicación entre los múltiples trans, subsanándose, así, la posibilidad de conferir un estatus hegemónico y otro subalterno a las distintas individualidades que integran la pluralidad transgenérica. Se integra la particularidad del sujeto social, al reconocer legalmente su expresión de individualidad en el colectivo plural transgenérico, enmarcado social y políticamente. Así, no se producen déficits identitarios, ningún trans pierde identidad, pero algunos trans, los no transgenitalizados, respaldados por la ley, sí la ganan. La aritmética trans no se empobrece. Antes al contrario, la sustracción y resta que la transexualidad hace del transgenerismo se transforma en adición y suma. El conjunto de la diversidad trans queda transgenerizado por igual. El conjunto de los derechos de los sujetos y de los colectivos trans, confeccionados legalmente, se equilibra. Con ello no se tiene la pretensión de asegurar que la morada de las iden86

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tidades de confección legal será un lecho de flores, pero, al menos, constituirá residencia para las “identidades desviadas”, a las que se protegerá de los bombardeos de la artillería de las “identidades hegemónicas”. Las sociedades occidentales actuales son ciertamente más diversas de lo que eran, digamos, hace tres decenios. Cierto es, también, que cuanto más diversa es una sociedad, más compleja se hace. Y, en consecuencia, a mayor diversidad y complejidad social, también existe la necesidad de reconocer una mayor diversidad y complejidad de la presencia trans en sociedad. Y, así, sucede. En su polifonía, las voces trans de las sociedades de la posmodernidad occidental se escuchan con más insistencia. En España, en particular, tienen que cobrar por sí mismas el protagonismo que socialmente se les niega, presionar a las instituciones para subsanar sus carencias de reconocimiento institucional. De la misma forma que las voces multiétnicas crearon un frente común, con el fin de defenderse del colonialismo o cualquier otra situación de dominación política, las voces “multitrans” necesitan unirse para dar respuesta a su situación carencial.

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La sensibilidad del público: normalización de las representaciones cinematográficas de la homosexualidad Alberto Mira

Ahora que somos normales: Brokeback Mountain, nuevas películas, viejos argumentos A veces creemos que se ha terminado aquello de que cualquier película que representase la homosexualidad era inevitablemente una película “sobre” la homosexualidad. Entonces llega Brokeback Mountain para recordarnos que no es así. Se ha avanzado mucho desde los ochenta, cierto, cuando todos esperábamos “la gran película gai” que acabaría con décadas de silenciamiento, pero en muchos sentidos seguimos anclados en un punto de vista estrecho sobre la representación de la homosexualidad. Como por ejemplo asumir que es posible normalizar la homosexualidad a través de unas representaciones determinadas. A pesar de todos los signos positivos, la representación de la homosexualidad todavía genera polémica, todavía es política. Hay que recordar, por ejemplo, que la película de Lee no se exhibió en estados como Utah y Virginia, por no hablar, para que no se nos acuse de antiamericanismo, del mundo árabe en general (en Líbano, donde no está prohibida, está teniendo problemas para encontrar exhibidor). También en los lugares donde puede verse y se ha convertido en un relativo éxito comercial suceden cosas poco normales que hacen revivir los viejos debates. Los esfuerzos por minimizar los problemas quedan de manifiesto en el pequeño texto que acompaña al programa de un multicine (¡del centro de Londres!) donde se exhibía a principios del año. Mientras que en el resto de los estrenos (Match Point, Just Friends, Memorias de una Geisha y Se dice por ahí entre otras) se mencionan las palabras “amor” o “pasión”, el texto correspondiente a Brokeback Mountain se despacha con lo siguiente: “Con el trasfondo de las espectaculares vistas de Wyoming y Texas, Brokeback Mountain cuenta la historia de dos jóvenes –un granjero y

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un cowboy de rodeos– que se conocen en el verano de 1963 y forjan una amistad que durará toda una vida”. O sea que el paisaje es precioso y si uno lo mira con atención igual se evita darse cuenta de lo que sucede en él. Cierto que en estos programas hay una limitación en el número de palabras que deja al descubierto elecciones de fijarse en algo (y ya que estamos, ¿son las vistas de “Texas” que aparecen tan espectaculares? Por no decir que ni una escena se rodó en Wyoming) y mantener la discreción sobre otras cosas. Pero a pesar de la actitud un tanto recatada de los exhibidores, claramente preocupados por el efecto que la palabra “homosexualidad” podría tener en los inseguros adolescentes que acompañan al cine a sus novias, la película de Lee ha constituido una explosión de comentarios sobre la homosexualidad como no se había visto hasta ahora. Para todos menos para los críticos de los medios de mayor difusión, que afirman que se trata de un hito en la historia del cine pero parecen sentir aprensión a situarla dentro de una historia de la representación homosexual. Algo así se recoge en la crítica, llena de rodeos y medias palabras, que Mirito Torreiro publicó en Fotogramas: De ahí que haya que saludar la eclosión de un producto como Brokeback Mountain como uno de los mayores momentos de revisión temática de toda la historia del cine americano. Porque sin apartarse aparentemente ni un átomo de la tradición, Ang Lee se atreve a mostrar, a lo largo de un par de décadas, las relaciones entre dos vaqueros, ambos hijos de granjeros y en origen, pobres y asalariados. Todo rezuma clasicismo en este film reposado y tranquilo. (…) Y el resultado es una película sencillamente asombrosa, con su tempo reposado y su furiosa carga de profundidad, con sus silencios y la belleza cálida de su historia de amor, una de las más respetuosas que haya visto este cronista en mucho tiempo. (Fotogramas , nº 1948, Febrero 2006)

O sea que se alaba la discreción en la representación, el clasicismo y la cuestión del género. De nuevo, reconozcamos que tanta grandilocuencia choca con el discurso de “normalidad” que por otra parte se nos propone. El tema al que todo el mundo prestaba atención se pasa un poco de refilón, como si mencionarlo constituyera falta de tacto. En otros comentarios se insiste en que es una historia “de

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amor” (?), la mayoría de los críticos aplauden que se huya de los estereotipos (incluso en medios gais, como Chueca.com), se insiste falsamente en la originalidad de introducir la homosexualidad en un western (adscripción genérica bastante cuestionable por otra parte). Según estas opiniones (y las ha habido en gran cantidad) su presunto poder normalizador se debe sobre todo a que demuestra que la homosexualidad puede aparecer en los ámbitos más insospechados (otro error: numerosas películas han mostrado la homosexualidad en ámbitos insospechados, desde el mundo de los camioneros hasta los ejecutivos o los deportistas), fuera de todo estereotipo o idea preconcebida. En general, y esto resulta de la mayor importancia, las opiniones que genera la película parecen ser paralelas a las opiniones que los críticos tienen de la homosexualidad, como si tuvieran que estar relacionadas: a quienes aburre la película suelen culpar de su éxito al lobby gai, y muchos gais participantes en blogs aseguran que si a uno no le gusta la película es homófobo. El presente texto parte de las diferentes actitudes hacia la “normalización” en la representación cinematográfica, cuestionando especialmente que ésta pueda ser un efecto mecánico de un tipo de imágenes determinadas. Dejando de lado las indudables virtudes de la cinta de Lee, se percibe en todo esto un triunfalismo que, como mínimo, resulta sospechoso. Para empezar, porque el concepto de normalidad nunca es absoluto o acabado y se utiliza de maneras ambiguas o ideológicamente cargadas. Ni siquiera en un momento en que la homosexualidad ha ganado aceptación en la sociedad, correlato (aunque menos transparente de lo que se nos hace creer) de la representación cinematográfica. Al contrario, es precisamente en estos momentos cuando la propia definición de normalización en términos de representación es más complicada: hay siempre una relación dinámica entre representación y contexto ¿En qué términos se produce? ¿Resulta deseable? Pero además, al hablar de normalidad en la representación estamos hablando de dos cosas muy distintas, a menudo incompatibles: para algunos, la normalidad se define frente a la “norma” general, que es, inevitablemente, heterosexual y que está frecuentemente conceptualizada como una esencia (“las cosas son así”) situada más allá de la convención y la historia. En definitiva, la normalidad

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consiste en integrarse dentro de esas convenciones, algo que cuesta a cualquier individuo, que probablemente no es bueno para nadie y que es imposible para los homosexuales. Es el significado más extendido y el que aparecerá con mayor frecuencia en estas páginas. Otro sentido de normalidad, menos hegemónico (y por lo tanto mucho más interesante), es el que la presenta frente a la realidad cotidiana o habitual: será normal lo que de hecho sucede con frecuencia. Ambos sentidos producen enunciados radicalmente distintos: imperativos o constatativos, respectivamente. Los unos hablan de normalización como algo deseable, insisten en que la representación debe parecerse a una idea de normalidad; los otros simplemente sugieren que la representación será normal cuando películas y medios reflejen toda la complejidad de la experiencia homosexual tal como se da (algo que aparece también en otras que pocos considerarían “normalizadoras”, y que van de Los chicos de la banda a No Skin Off My Ass, de Bruce LaBruce). Cuando los críticos hablan de normalización, se añade un tercer sentido, más escurridizo que los anteriores: se sugiere que el tema se ha hecho “aceptable” a los espectadores. Es posible relacionar este tercer sentido con los dos anteriores y aquí, propongo, se encuentra la clave del problema: ¿qué tipo de concesiones han de realizarse para hacer la representación homosexual aceptable?

¿Iguales o diferentes? Para empezar, digamos que esta búsqueda de la normalización por parte de ensayistas y críticos homosexuales que hablan desde una posición homosexual no es tan “normal” como pudiera parecer a primera vista. La historia de la cultura gai, incluso la cultura protogai de finales del siglo XIX y principios del XX, nos muestra una sana dialéctica entre el impulso de igualdad (en la obra de Gide, por ejemplo) y el placer que se siente al ser diferente (algo que se ve reflejado en la obra de Genet y otros muchos autores de línea malditista). La normalidad como requisito para convertirse en miembro de pleno derecho de una cultura ejerce, en términos abstractos, una gran fascinación sobre cada uno de nosotros, pero no es algo que todos podamos (o incluso queramos) llevar a la práctica. Esto queda de manifiesto cuando pensamos que la “anormalidad” homosexual puede haber empezado como me98

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canismo de adaptación, pero da lugar a una subcultura con reglas específicas y llega a convertirse en fuente de placer. Es más, podemos postular que si la aspiración a la igualdad es, por supuesto, legítima, la aspiración a la normalidad a cualquier precio es un absurdo: los homosexuales no podemos ser “normales” porque la propia categoría se ha creado precisamente contra “la norma”. Ser normales exigiría así la renuncia a una experiencia colectiva en la que ha habido opresión, pero también logros; significa que se rechazan estos logros y que aceptamos lo que se nos ofrece como un bien absoluto. Si políticamente nunca ha habido consenso al respecto, en términos de representación hay que tener en cuenta que el cine popular, como otros discursos narrativos, funciona a partir de momentos dramáticos y que buscan situaciones que difieran de la normalidad. De hecho, antes de Stonewall los homosexuales a menudo se daban por satisfechos con verse representados (cuando no preferían el silencio absoluto), y eran capaces de ver aspectos positivos incluso en los personajes homosexuales más grotescos. Aquí habría que recordar que ese momento pivotal de la historia gai (la normalización es uno de los puntos comunes a todos los credos del movimiento que surgen a la sombra del impulso homófilo) no fue sincrónico en todos los países: en España por ejemplo se produjo en torno a 1977, y en muchas culturas sigue sin producirse. En estas culturas pre-Stonewall, ayer y hoy, no tiene sentido hablar de representaciones normalizadoras de la homosexualidad, ya que está fuera de toda duda que en ellas la homosexualidad no es normal: es castigada por la ley y unánimemente rechazada por la mayor parte de la población. Los estereotipos, casi siempre impregnados de homofobia e impulso de muerte, eran igualmente utilizados como estandarte de la presencia homosexual en las culturas pre-Stonewall. El histérico Von Aschenbach de Visconti, incluso el Sebastian Venable de Tennessee Williams, se aducían con cierto orgullo como personajes más o menos superiores a pesar de sus carencias. Suicidas, criminales, enfermos, individuos infantiloides, a todo era posible encontrarle un lado de patetismo que transformaba personajes que en la vida real serían aburridos o insoportables en ejemplos de la opresión, o creaba una sana distancia que ayudaba a ver los mecanismos de opresión de modo distinto. ORIENTACIONES revista de homosexualidades

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Tenemos así una actitud indiferente a la normalización, ejemplificada hasta los noventa por Harvey Fierstein, quien dice preferir representaciones negativas al silencio o más tarde por la obra de Tony Kushner. Por supuesto, Fierstein parte de la premisa (que pone en práctica en su carrera como actor y dramaturgo) de que los espectadores no se limitan a absorber estereotipos negativos, sino que se produce siempre una apropiación: el espectador activa significados. Y como reconoce Richard Dyer en un artículo de 19831, el uso de estereotipos, aun los creados en condiciones de opresión, es indispensable para visibilizar al homosexual en el cine: dado que no existen marcas esenciales como el color de la piel, el sexo o rasgos físicos concretos, resultaría imposible distinguir al homosexual en una narrativa si no se recurriera a mecanismos de estereotipación. Y dado que la homosexualidad se crea como una otredad marcada negativamente desde posiciones de poder (heterosexistas), se sigue que tales estereotipos contendrán, inevitablemente, una carga de negatividad.

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1 «Seen to be believed: some problems in the representation of gai people as typical», en The Matter of Images. Essays on Representation, Londres, Routledge, 1993

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El paradigma normalizador Esto cambiaría con el auge del Movimiento gai (el “momento Stonewall” de cada cultura) a raíz del cual el cine se presenta como vehículo de normalización de la homosexualidad: se cree que el cine, al igual que otras representaciones mediáticas, puede cumplir la función pedagógica de hacer la homosexualidad menos intolerable al resto de la sociedad, así como a los propios homosexuales. Nótese que desde este momento el término se asocia a actitudes sociales exteriores a la ficción creada por las películas y por lo tanto implica un proceso de negociación. Para esto era necesaria, primero, una mayor visibilidad: hasta este momento el repertorio de imágenes de los homosexuales en los medios era limitado. Dyer, por ejemplo, distinguía entre cuatro tipificaciones de la homosexualidad y analizaba sus valores y sus conexiones culturales: el intersexo (aplicado a hombres y mujeres), el ma-

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cho, el hombre triste y la lesbiana feminista. Cada representación remitía a un entramado más amplio de actitudes hacia la sexualidad y el género. En la preferencia de unas u otras hay una lucha en busca de mejores condiciones de visibilidad. Según el credo de la primera oleada de liberación gai, las dos primeras son representaciones creadas por la opresión, las dos últimas son respuestas por parte de los propios homosexuales, que tratan de compensar la carga de negatividad de las anteriores. Hemos sugerido que la actitud tradicional defendía que el espectador era capaz de apropiarse de las representaciones y servirse de ellas, así como distanciarse irónicamente cuando era pertinente, consciente de los absurdos que contenían. Sin embargo, para el sector principal de los comentaristas del movimiento gai, poco dados a la ironía o el sentido del humor, esto no es así: según los nuevos lemas, las imágenes afectan a los espectadores de manera directa, y por ello el exceso de negatividad repercute en la imagen que los homosexuales se hacen de sí mismos. De este presupuesto (es decir, la correlación casi transparente entre modelo de representación y el efecto que produce en el espectador medio) surge toda una línea crítica desde el movimiento gai que se apoyará en el concepto de normalidad como criterio de representación políticamente correcto. La representación de la homosexualidad ha de ser “normalizadora” (en el sentido estrecho apuntado más arriba), y con ello se quiere decir que los homosexuales han de aparecer como sanos, equilibrados, felices (en la medida de lo posible durante el desarrollo de la acción y de manera capital en su clausura). Hay que añadir que durante décadas, los comentaristas que escribían desde posiciones no gais (algunos de ellos homosexuales) denostaron esta actitud2. La temida “corrección política” del paradigma normalizador predomina en las publicaciones desde el movimiento gai al menos hasta 19923, y se basa en dos aspectos que van a la propia esencia de los mecanismos narrativos del cine clásico: por una parte, la caracterización, en su desconfianza de las marcas identitarias tradicionales como método de tipificación; por otra, se vigila celosamente la clausura, rechazando los finales infelices a que se veían abocados los homosexuales. Además, aunque no lo confiese, tiene un ojo puesto en las sensibilidades del espectador medio: se prefiere evitar una mirada 102

2 Aunque el tiempo les ha dado la razón, habría que señalar que tal rechazo en aquel momento se daba a partir de cierta homofobia, pasiva, si se quiere: se prefería que la homosexualidad no se representase o al menos que no se utilizase la representación para promoverla. Es cierto que la política debería quedar al margen de la representación, pero es inevitable que así sea: la representación, respondían los críticos de los setenta que hablaban desde posiciones marginales (de raza o género), es siempre política.

3 Año en que Instinto Básico demostró de manera contundente que nunca había existido unanimidad al respecto: la representación de la lesbiana fue condenada por el activismo tradicional, pero defendida por actitudes que entonces empezaban a autodenominarse «queer».

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centrada en lo erótico, la relación sexual, especialmente relaciones sexuales que no sean monógamas. Caracterización, clausura y sexo son, pues, los tres pilares en los que se basa toda discusión sobre la representación gai en los medios narrativos visuales. Hemos sugerido que las marcas identitarias tienen como ventaja visibilizar la homosexualidad, así que habría que proponer alternativas a las marcas tradicionales, cementadas en estereotipos que según el nuevo modo de pensar eran opresivos. Desde el movimiento se asume que dichas marcas (afeminamiento, depresión, criminalidad) son simplemente resultado de la opresión (es decir no son esenciales a la homosexualidad), y han de desaparecer si el homosexual quiere optar a un puesto en la sociedad. También producen opresión, como autoimagen, tanto como en términos de mecanismo de control externo. A estas representaciones estereotípicas tradicionales, basadas en el aspaviento melodramático, la enfermedad, la melancolía o la vileza, se oponen otras nuevas, más deseables según los nuevos credos que afirman que el homosexual en realidad es un ciudadano como todos los demás que no sería necesariamente reconocible a través de marcas visuales. El homosexual normalizado no tendrá pluma, ni será excesivamente sexual, ni tendrá una sensibilidad artística superior a la media, ni será más guapo, ni vestirá mejor, ni será más idóneo como mejor amigo de una mujer fuerte, y por lo tanto nadie sentirá que hay nada que oprimir (es cierto que de todas estas marcas, se conservan aquellas que resulten más positivas). Es el tipo de homosexuales que aparecen en las obras teatrales gais concienciadas de los años setenta y una parte de los ochenta (por ejemplo las de la compañía británica Gay Sweatshop) y que en menor medida empiezan a encontrar reflejo en el cine. Se prefiere el comunitarismo, la sensatez, la serenidad, en definitiva, la normalidad. En cuanto a la clausura, el cine con ambiciones artísticas se movía cada vez más hacia finales ambiguos, hacia la ambivalencia moral. El teatro o el cine gai en estos momentos, en cambio, buscaba un final cerrado, con intenciones didácticas o utópicas claras, por motivos externos a las necesidades de la situación. No había que cuestionar nunca el mensaje positivo. Esto hizo que muchas obras procedentes del movimiento resultaran excesivamente obvias, que su interés fuera más sociológico que artístico. ORIENTACIONES revista de homosexualidades

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Tal aproximación a la normalización, hay que insistir, se justifica sólo dentro del impulso político del movimiento, pero aun así resultaba problemática. Primero porque, al menos a principios de los setenta, según la experiencia de los propios homosexuales, tal normalidad todavía quedaba lejos y tales narrativas normalizadoras eran, a lo sumo, fantasías utópicas que no mostraban las dificultades de enfrentarse a la homofobia cotidiana. Segundo, porque va en contra de un sistema narrativo, el modelo narrativo del cine clásico, que exige lo anormal, lo marginal y el conflicto para captar el interés del espectador (así, había una desconfianza hacia la aparición de villanos homosexuales). Sin un choque entre individuo y entorno (o entre dos individuos, o sin un conflicto dentro del individuo), la narrativa cinematográfica clásica pierde fuerza. Por último, y vuelvo a remitirme al mencionado artículo de Dyer para una discusión más amplia, porque resulta imposible ignorar una historia de la representación que visibiliza al homosexual y cuyos estereotipos se corresponden sin duda a otros existentes en la realidad. La expresión más contundente de este credo de las imágenes positivas se encuentra en el libro clásico de Vito Ruso The Celluloid Closet 4 , todo un manifiesto contra la negatividad a que estaban sometidas las representaciones de la homosexualidad hasta principios de los ochenta. La tesis de Russo, bien distinta de la de Fierstein, apuntada más arriba, es que las “imágenes negativas” son políticamente reaccionarias, que tienen como efecto socavar la autoestima de los homosexuales y fomentar la homofobia. En términos de caracterización, el autor ilustra cómo hasta finales de los setenta, una aplastante mayoría de las apariciones de los homosexuales en el cine (en las novelas, en obras de teatro, en cualquier otro género de narración y representación) eran “negativas”: el homosexual aparecía o como alguien ridículo o como alguien al borde del suicidio o como un enfermo o como un criminal. Russo presta especial atención a la clausura narrativa: su libro incluía un “obituario” que mostraba cómo la mayor parte de los personajes homosexuales en el cine acababan muertos, a menudo por suicidio. Se trata de una idea que ha dominado la crítica de cine desde el movimiento gai: cuando uno lee revistas gais de los años ochenta y los primeros noventas, parece que la

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4 Vito Russo, The Celluloid Closet, Nueva York, Harper & Row, 1987

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5 Puede encontrarse una descripción de las actitudes generadas en el artículo de Paul Burston «Confessions of a Gay Film Critic: How I Learned to Stop Worrying and Love Cruising» en Simpson, Mark (ed.), Anti-Gay, Londres, Cassell, 1996.

6 Cabe recordar que, en inglés, «hero» se emplea a menudo como sinónimo de protagonista, pero las connotaciones están ahí.

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imagen positiva sea un criterio de calidad importante. El propio Russo analiza una amplia gama de argumentos e imágenes para concluir que algunas son problemáticas según el estándar de las imágenes positivas deseables. Cuando desde el movimiento se denostó A la caza, también de Friedkin, hubo tal unanimidad (se produjeron ruidosas manifestaciones delante de los cines) que fue necesario añadir una nota al principio de la misma aduciendo que no había intención de criticar a la comunidad gai y que las prácticas representadas se daban sólo entre “una pequeña parte” de los gais. Hoy parece claro que la normalidad significa un equilibrio en las representaciones, y asumimos que no existe una distinción tan clara entre las imágenes positivas y negativas, en 1980 no (entre otras cosas porque no había masa crítica que equilibrar)5. Sin embargo el “affaire” A la caza no cayó en saco roto y para principios de los ochenta (algo que Russo señala con evidente satisfacción) asistimos a un breve florecimiento de personajes homosexuales “normalizadores” en el cine comercial producido por los grandes estudios, con películas como Victor/Victoria (1984), Su otro amor (Making Love , 1983), Personal Best (1983), que parecen introducir cambios, según observa Russo con optimismo, “normalizando” la representación homosexual, no sólo como imagen sino en términos de rol dramático: los homosexuales empiezan a poder ser protagonistas, “héroes” de su propia historia6. Una de las películas que mejor ilustra esta problemática es Lianna (1983), de John Sayles. Pocas películas han presentado a las lesbianas de manera tan “normal” (ausencia de marcas identitarias o de problemas melodramáticos), sin embargo es difícil hacer cine emocionante y construir situaciones dramáticas que atraigan la atención del espectador medio sin cierto grado de anormalidad. En 1983, la película se justificaba por la necesidad de representaciones equilibradas; hoy el espectador podría preguntarse qué sentido tiene contar la historia de una mujer a la que nada le sucede, que reconoce su lesbianismo sin que ello dé lugar a un choque con su entorno. Si bien es posible reconocer sus valores, resulta innegable que tales valores no serán suficientes para que la película tenga un impacto. En el otro extremo, y en el punto de mira de la invectiva de los críticos, se encuentra Los chicos de la banda (1970) de William Friedkin: una colec-

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ción de estereotipos infelices, grotescos, que posiblemente se daban en Nueva York, pero que chirriaban en una concepción “normalizadora” de las relaciones humanas. El equivalente en nuestro país de representar a los homosexuales como “normales” tendría que incluir Los placeres ocultos , El diputado o La muerte de Mikel . En todas ellas, el personaje homosexual carece de marcas identitarias y en todas ellas se enfrenta a la homofobia, aunque probablemente Russo habría criticado la marginalidad de los protagonistas de De la Iglesia, demasiado dados a interesarse por chavales, así como la clausura en los tres casos: la primera es ambigua, la segunda y la tercera concluyen con la muerte. Por otra parte, la visibilidad del sexo en las películas de De la Iglesia les restan poder normalizador. Sin embargo todas ellas se insertan, al menos parcialmente, en esta idea de normalización, de “huir del estereotipo” que aún hoy parece ser tan importante. Narrativamente ninguna de las películas mencionadas asume que el homosexual sería más feliz si no lo fuera (algo que sí parecía desprenderse en Los chicos de la banda ): de hecho tanto Roberto Orbea en El diputado como Mikel en la película de Uribe tratan de “no serlo” sin éxito, y sus desafortunados finales en cada caso se deben a la homofobia no a la homosexualidad, lo cual matiza el final trágico. En España el momento histórico hace que las tres películas sean éxitos comerciales, aunque para principios de los ochenta el tema desaparece casi por completo de nuestro cine durante quince años. Pero en Estados Unidos, mientras que Victor/Victoria acaba por ser una comedia popular cuya protagonista, Julie Andrews, sólo finge ser homosexual (aunque la creación de Robert Preston como Toddy genera gran simpatía sin resultar patético o grotesco), las otras dos mencionadas constituyen sonoros fracasos. Los motivos aducidos pueden dar una imagen más completa de lo que constituye “normalización”. La decisión de Harry Hamlin de interpretar a un homosexual desproblematizado en Su otro amor fue considerada unánimemente como un suicidio profesional (Michael Douglas, Richard Gere y Harrison Ford consideraron el papel demasiado arriesgado para sus carreras), mientras que Personal Best , una película cuyo personaje principal es una atleta lesbiana, condujo a un callejón sin salida en la hasta entonces brillante tra106

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yectoria de Robert Towne, guionista de Chinatown y Shampoo . Esto y los miedos que resurgen con la epidemia del sida hacen que durante los siguientes diez años se interrumpa el impulso normalizador en el cine comercial y se vuelva a apuestas tradicionales: William Hurt gana un óscar por El beso de la mujer araña (1985, se trata del primer actor que gana un óscar en un papel protagonista interpretando a un homosexual) precisamente en el tipo de interpretación que Russo y otros activistas denostaban, mientras que películas como Longtime Companion ( Compañeros inseparables ), realizadas desde una perspectiva gai normalizadora, pasan casi desapercibidas. Así, las narrativas de interés gai empiezan a desaparecer del cine comercial (una notable excepción sería Maurice , situada en un pasado lejano, y basada en una novela de un autor prestigioso, escrita, por cierto, desde presupuestos normalizadores en 1915), mientras que sigue habiendo películas con personajes homosexuales estereotipados para consumo del público heterosexual.

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Philadelphia : Reinvención del paradigma normalizador El siguiente punto de inflexión en la representación “normalizadora” de la homosexualidad lo constituye Philadelphia (1993), de Jonathan Demme, una película tan oportuna como oportunista, que alcanzó notable legitimidad entre críticos y público, con numerosos premios, convirtiéndose en todo un precedente de Brokeback Mountain. Convendrá detenernos en cómo se consiguió tal aceptabilidad en aquel momento. Un actor de indudables credenciales heterosexuales, Tom Hanks, interpreta a Andrew Beckett, un abogado homosexual sin ninguna marca subcultural o identitaria, que ha sido despedido de su trabajo debido al prejuicio. El protagonismo está compartido con el personaje de Denzel Washington, que interpreta a Joe Miller, un abogado negro que lucha por que se haga justicia. Philadelphia es tanto su historia como la de Beckett. De hecho, narrativamente es él quien toma la iniciativa a partir del momento en que se mete en el caso, y el triunfo final es tanto de su defendido como suyo: el hecho de que sea negro y de clase inferior a sus contrincantes resulta un contrapunto a la historia de Beckett, generalizando el tema del paria frente a la gran corporación. El problema de falta de dramatismo que apuntábamos en el caso de Lianna se resuelve así buscando un conflicto entre el homosexual que pide justicia, un bien al que la constitución americana (firmada en la Ciudad del Amor Fraternal que da título a la película) afirma que tienen derecho todos los ciudadanos. En un gesto retórico normalizador (que se consideró un avance importante en 1993), la homosexualidad se equipara a otros motivos de discriminación y el homosexual se considera un ciudadano con derechos constitucionales. La caracterización de Hanks, premiada con un óscar, no era, en sí, revolucionaria: hemos visto que se producía casi por decreto en las obras teatrales y ciertas películas desde los años setenta, y también James Wilby, Hugh Grant y Rupert Graves en Maurice habían “hecho de homosexuales”, por poner un ejemplo de cine comercial. Lo que era revolucionario era que el público aceptase al personaje homosexual contemporáneo, sin necesidad de recurrir a imágenes estereotípicas: el homosexual no era un espectáculo (como sí lo había sido William Hurt7) sino que pedía justicia como podría hacerlo

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7 Las críticas a la película de Babenco mostraban su sorpresa ante el hecho de que «un actor con el físico de un jugador de rugby» como Hurt resultase creíble en un papel homosexual.

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cualquiera, de manera, por así decirlo, normal. Beckett es protagonista de una trama de relevancia social, y su homosexual invita a la identificación mecánica y directa defendida por los partidarios de las imágenes positivas que no se daba en la adaptación de Foster. Hasta aquí los aspectos que hicieron de esta película un hito. Pero para lograr esto hubo que recurrir a una serie de mecanismos de compensación que precisamente cuestionan la idea de una “normalización” como igualdad en la representación de la homosexualidad y de la heterosexualidad. Es evidente que la idea de “homosexualidad” es importante en la película (no sería reemplazable por otros significantes, el homosexual con sida constituye un tipo muy específico, su problema era un problema de muchos desde mediados de los ochenta), pero mientras que la narrativa afirma el derecho a la justicia de los homosexuales, también permite que un personaje positivo tenga prejuicios. Miller manifiesta una intensa homofobia, además de una actitud equivocada frente al enfermo de sida. A lo largo de la trama, supera lo segundo (deja de mostrar reparos al tocar a Beckett) pero nada se nos dice sobre lo primero: siente respeto por Beckett, pero nada sabemos sobre su actitud hacia los homosexuales. El personaje de Washington constituye así un punto de anclaje para el espectador temeroso de la identificación con un personaje gai: decide defender a Beckett, como una machada; sus motivaciones no son nada elevadas, sus objetivos están más allá de la raza o la clase social. No se ORIENTACIONES revista de homosexualidades

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hace demasiado esfuerzo por mostrar que el personaje supera su homofobia: así, aunque la película no puede considerarse “homófoba” es cierto que permite que los espectadores homófobos no cuestionen sus sentimientos, sino que crean, con el abogado, que Beckett merece ganar “a pesar” de su homosexualidad. El guión clásico tiende a hacer que los personajes positivos superen sus obstáculos emocionales. Al menos los importantes. La decisión de no decir nada sobre la homofobia de Miller es, pues, consciente. Con esto, se crea una línea dramática que asegura a los espectadores más reacios (aquellos que nunca cuestionarían su propia homofobia) que sus reparos frente a la homosexualidad son razonables, al menos en parte. Así, existe una doble moral que fue justificada como “mal menor” no sólo por el director, sino también por el guionista gai Ron Nyswaner, que declaraba que aquella era la única manera de hablar de un tema tabú en el cine de masas a la vez que insistía en los beneficios de tal presentación en una plataforma tan visible8. Posiblemente esto sea cierto, o así lo era en 1993. Pero si se consideró que adaptarse a la homofobia del público era inevitable, ¿qué sentido tiene hablar de normalidad? También la ausencia de marcas identitarias se presentaba como algo positivo, aunque cabría preguntarse qué tienen de malo las marcas identitarias. La respuesta, implícita en las declaraciones de Nyswaner, sería que alienan al espectador heterosexual con problemas de homofobia o patologías más delicadas. Lo mismo puede decirse de la eliminación de cualquier elemento que tenga que ver con el homoerotismo o con las relaciones sexuales entre hombres (se nos muestra al abogado expresando físicamente su cariño por su mujer). Es cierto que los homosexuales no se pasan la vida pensando en el sexo, pero parece algo extraño que sí se presente a los personajes heterosexuales en la cama. El desequilibrio se justifica en términos pragmáticos. En cuanto a la clausura, el personaje gana el caso debido al hecho de que se produjo una discriminación que el texto de la ley condena (es decir, el texto sustituye a la reflexión ética). El auténtico triunfo es el de Miller, el abogado del pueblo, contra la gran corporación. Al mismo tiempo se sugiere que la homofobia es aceptable, pero la justicia está por encima de los sentimientos personales. A esto se le denominaba “normalidad” y por supuesto lo era: las “normas” seguían siendo que la homosexualidad era aceptable, pero la heterosexualidad era preferible. 110

8 Aquí hay que añadir que al cotejar el guión original con la película acabada encontramos una manifestación importante del impulso normalizador: cualquier contacto físico o muestra de cariño entre Beckett y su amante Miguel ha desaparecido (hay besos y abrazos claramente explícitos en el original).

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El regreso del gai anormal Pero Philadelphia constituye sólo una cara de la moneda. Resurgían voces que cuestionaban la idea de “normalidad” en los términos propuestos por Nyswaner y Demme. Las cosas empezaban a cambiar y el año anterior se había producido una auténtica polémica que mostraba que no todos los críticos gais (algunos situados ya en departamentos de Universidades, integrados en las disciplinas de estudios gais y teoría queer, por entonces en auge) compartían los mismos presupuestos. Fue un auténtico debate desatado en torno a la imagen de “la lesbiana” que aparece en Instinto Básico (1992), una representación nada normal que despertó la ira de grupos homosexuales partidarios de la corrección política, en un intento de repetir la situación creada con A la caza , doce años antes. En un primer momento, se alzaron voces airadas desde la comunidad gai contra la película de Verhoeven. Efectivamente, según las exigencias de las “imágenes positivas”, nos encontrábamos ante una historia de lesbianas retorcidas, que, fieles a la tradición, trataban de causar daño al hombre; además, se aducía, la película utilizaba el cuerpo de la mujer de manera voyeurista. Pero al clamor de los defensores de la normalización se opuso, desde sectores que empezaban a identificarse con lo queer, una serie de voces que defendían la propia anormalidad de lo gai: después de todo era la lesbiana asesina, que tenía el picahielos por el mango, la que en todo momento dominaba la situación. Es el momento en que esta actitud irreverente, traviesa, provocadora, empezaba a encarnarse en una serie de películas queer como The Living End de Greg Araki, que volvían a explorar sin rodeos otros antiguos estereotipos sobre la representación homosexual. Para entonces, se decía, habían dejado de resultar opresivos (o quizá nunca lo fueron). Pero sobre todo estas películas exigían que el espectador cuestionase sus presupuestos sobre la representación normalizadora. En cierto sentido, como sugeríamos al principio de este texto, el cine de Araki o de Bruce LaBruce era también normalizador, aunque en un sentido perverso: normalizaba la representación incluyendo experiencias muy reales dentro de la comunidad gai, por mucho que resultasen molestas o incómodas a las masas. Es un cine que retoma la influencia de Kenneth Anger y Paul Morrissey. Sin embargo no es un cine que haya alcanzado ORIENTACIONES revista de homosexualidades

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un impacto entre las masas: en el contexto de los Estados Unidos, el sexo entre hombres sigue resultando un tema delicado y las narrativas populares rara vez pueden permitirse asumir automáticamente que el espectador acepta la visibilidad homosexual. Ya no se trata de juzgar la representación con las estrechas miras de un objetivo político. Se trata precisamente de dar libertad a los homosexuales para plasmar su propia experiencia, su propia mirada. El resultado es que el atractivo del impulso normalizador, siempre con un ojo puesto en el mercado, sigue impidiendo que se construyan debates sobre lo que significa ser homosexual en América: el cine puede dar la idea de normalización, pero a menudo es posible comprobar que la realidad sigue siendo bastante más complicada. El problema no está, pues, en hablar de “imágenes positivas” (la victoria pírrica de Philadelphia), sino en qué experiencia y qué imágenes pueden reflejarse en la pantalla. La de Andrew Beckett es sólo una entre muchas, y no la más frecuente o la más interesante en términos narrativos. Después de Philadelphia se dijo que se había alcanzado un punto en el que sería más fácil representar a los homosexuales de manera equilibrada en el cine comercial. Y es cierto que sutilmente sus efectos fueron bastante importantes y duraderos. Pero la avalancha de representaciones equilibradas no llegó a producirse y todo lo más había personajes homosexuales en papeles secundarios (por ejemplo en películas como Mejor imposible o La boda de mi mejor amigo, en las que se combina cierto grado de estereotipación con normalización narrativa). El público, cada vez más adolescente, seguía rehuyendo representaciones serenas de la homosexualidad, y en especial había que suprimir los “besos gais”, por no hablar de otras muestras de cariño homoerótico. Troya es un ejemplo reciente de cómo mantener cierto grado de homoerotismo evitando que Brad Pitt aliene a su público sugiriendo “homosexualidad”. Alexander fue más valiente, aunque, de nuevo, la bisexualidad de Alejandro Magno se representa sobre todo en términos de heterosexualidad apasionada por una parte y camaradería cariñosa por otra. Continúa existiendo el problema del bajo nivel de tolerancia del público general hacia cualquier subcultura gai, pero esto no parece detener a nuestros creadores. Si algo hay que apuntar es lo reticentes que han sido a tratar el tema de la homofobia. No es que no exista, algunos de ellos la han 112

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experimentado en carne propia. Quizá el siguiente paso en la normalización, en el cine y fuera, consista en reconocer los modos sutiles e insidiosos en que la homofobia sigue teniendo un impacto en nuestras vidas. Sería pertinente hacer un inciso sobre la manifestación de esta problemática en España. En principio, la tentación sería declarar que no existe, o no ha existido desde principios de los ochenta. La normalización en España no ha encontrado correlato en el cine. Los hitos en la historia de la representación de la homosexualidad en nuestro cine rara vez se han hecho desde la corrección política: del cine de Eloy de la Iglesia a La ley del deseo o La mala educación o Segunda piel, la práctica en nuestro país sugiere que las imágenes en la pantalla no afectan modos de pensar en la realidad, que la visibilidad, y no la corrección política, es lo importante. De hecho, “corrección política” es aquí una etiqueta de descalificación, a veces excesivamente apresurada. A esto hay que añadir que el movimiento gai desde sus inicios no ha demostrado gran interés por cuestiones culturales y, en concreto, de representación. Esto no es, en sí, ni encomiable ni criticable. Es verdad que se nos han evitado debates algo vacíos como los señalados más arriba, pero también es cierto que la representación puede tener cierta importancia y que forma parte de la reflexión general sobre lo que significa ser gai. Además, permite la perpetuación de ciertas ideas retrógradas e incoherentes en productos tan acabados y tan liberales como Belle Epoque o Segunda piel. De nuevo, la crítica aquí no se hace desde la corrección política (el problema no es que esas imágenes resulten “ofensivas”) sino por cuestiones conceptuales que ya están bien superadas y que se perpetúan anacrónicamente. Contagiados por debates extranjeros, es cierto que algunos críticos en publicaciones gais se quejaron de los estereotipos que aparecen en Reinas, pero lo saludable de la situación en nuestro país es que en poco más de un año tuvimos, junto a la comedia de Gómez Pereira, propuestas más alternativas como Cachorro o Los novios búlgaros en las que, sin necesidad de restringirse a circuitos gais, se permite una mirada homoerótica y personajes que resultan problemáticos sin que nadie crea que se comete con ello un crimen. Ambas constituyeron fracasos comerciales, pero en cualquier caso muestran una voluntad de recorrer caminos menos trillados.

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Normalizar a los críticos Las líneas principales en el debate sobre normalidad y representación homosexual quedan bastante claras. Primero, la normalidad tiene mucho que ver con las leyes del mercado: se introduce tanto como éstas permitan, por lo tanto es un concepto mucho más relativo de lo que algunos partidarios de la normalización quieren reconocer. Segundo, lo subcultural genera todavía incomodidad y rechazo, sobre todo cuando se sitúa en el centro de la trama. Es difícil hacer que un sector importante del público acuda a ver películas centradas en un estilo de vida “normal” para muchos gais. Esto dificulta el equilibrio que tendría que ser una consecuencia de la normalización. Tercero, los estereotipos siguen gustando, aunque la corrección política ha moderado su aparición. Cuarto, la normalización tiene que buscar un difícil equilibrio con las convenciones narrativas tradicionales que hace que hablar de “imágenes positivas” se haya convertido en un concepto anticuado al hablar de representación de la homosexualidad y de normalización. Volviendo a Brokeback Mountain, ¿llega tan lejos en términos de normalización como se puede llegar en este momento? No. Si hablamos simplemente en términos de representación, cualquier película de Warhol/Morrissey de los setenta iba más lejos y exhibía una mirada homoerótica más explícita. Por no hablar del cine gai de carácter popular que surge a partir de los noventa, de las películas del Nuevo cine queer, un producto descaradamente comercial como Trick (Jim Fall, 1999), o incluso, sin necesidad de restringirnos al arte y ensayo, la serie de la HBO A dos metros bajo tierra. Un homoerotismo vehiculado por una mirada homosexual sigue siendo una asignatura pendiente del cine comercial, y para Ang Lee seguía siendo “terreno vedado”: tras algunas dudas se cortaron algunas escenas de desnudos, decisión en la que tuvieron que ver tanto criterios artísticos como comerciales. Hay que señalar que dada la vocación “minoritaria” de esta película, quizá los límites estaban más allá de los trazados por Lee y que en definitiva la clave de la situación es cuántos espectadores (quizá no los más selectos) estaban los productores dispuestos a sacrificar. Aún si decidimos que hay un claro impulso “mainstream” en la película de Lee, hay que subrayar que a pesar de que, como sucedía en Philadelphia (realizada hace ya trece años), los homosexuales no quedan

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9 La única excepción que conozco, en español o en inglés, en un medio de cierta difusión, es el comentario de Daniel Mendelsohn en el número de febrero de New York Review of Books.

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marginalizados (no existe aquí la coartada de un protagonista heterosexual y homófobo, aunque nótese que las esposas aparecen en el póster por encima del título y los autores se aseguran de que ambos protagonistas aparezcan haciendo el amor con ellas), se evita en su representación todo impulso identitario (aunque algunos de los atuendos de Jake Gyllenhaal habrían activado el gaydar de más de uno). Cierto que esto puede que no sea homofobia, sino pragmatismo, pero parte de la tarea verdaderamente normalizadora tendrá que ver con la aceptación, por parte del público hetero, del homoerotismo. El hecho de que las actitudes hacia la película son contrapartidas de actitudes reales hacia la homosexualidad se refleja en los rumores que siguieron a la noche de los óscar sobre la homofobia de la academia. Se trata de ideas difíciles de comprobar, pero el hecho de que exista el rumor indica que es una posibilidad, reforzada por la opinión de alguien tan poco dado a hablar por la causa gai como Spike Lee. Es posible que haya algo de eso, pero no olvidemos que la mejor película rara vez gana el óscar a la mejor película y que entre los ganadores figuran a menudo naderías como Braveheart, A Beautiful Mind, Rocky y Driving Miss Daisy. Como sucedía con Philadelphia, se trata de una buena película aunque es difícil justificarla como un hito en la representación de la homosexualidad incluso (o especialmente) en el western. La insinuaciones de homoerotismo entre vaqueros pueden encontrarse en una larga serie de westerns clásicos que incluiría Pasión de los fuertes, Río Rojo, El Zurdo, cualquier western de Peckinpah, por no hablar de Lonesome Cowboys. Si una de las asignaturas pendientes después de Philadelphia era la plasmación de una mirada homoerótica, aquí se evita. Probablemente sea lo oportuno en la aproximación de Lee, pero lo revolucionario habría sido lo otro. Y el final, que ciertamente conmueve a todo tipo de espectador, retoma (quizá sin pretenderlo) ideas sobre amores imposibles asociadas durante más de un siglo a la homosexualidad. Pero en algo sí se ha producido un avance, normalizador en el mejor sentido de la palabra, con respecto a la película de Demme. Y es importante, porque precisamente este aspecto ha sido sangrantemente evitado por casi toda la crítica9. De The New York Times a Fotogramas, de ABC a El país, la crítica ha sido unánime en considerarla una película de amor entre hombres (los críticos aprovechaban para exhibir sus credenciales liberales) incidiendo sobre todo, como hemos visto, en la tradición del western. Sin embargo el impul115


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so principal de Brokeback Mountain no es el amor, sino la fuerza de la homofobia, el miedo que impide las relaciones durante décadas, un tema que no sólo está en la base del desarrollo dramático sino que se encuentra perfectamente articulado en el guión y la puesta en escena. Es curioso que la crítica rara vez haya puesto el dedo en la llaga refiriéndose a la homofobia general, auténtico desencadenante del drama y tan viva hoy en aquellas zonas (y en otras) como en los años sesenta. Quizá porque piensan que si es “normal” que haya “amor entre cowboys” más “normal” es que éste no pueda sobrevivir en una situación donde impera la homofobia. Lo cual hace pensar que más que normalizar la representación, hay que normalizar a los críticos. Eso sí que es difícil.

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POR LA IGUALDAD DE GAIS Y LESBIANAS EN TODAS PARTES LA SOLIDARIDAD HAY QUE CONCRETARLA

EQUIPOS DE COOPERACIÓN INTERNACIONAL DE FUNDACIÓN TRIÁNGULO

MADRID EXTREMADURA VALENCIA VALLADOLID

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La revista de la juventud 118

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¿Puede un subalterno alcanzar la normalización? La filosofía de la maldad, la disidentificación y otras gracias y desgracias de la normalización Ángel Sahuquillo

El horror fanático a la normalización social de la comunidad homosexual implica la devaluación irracional y cruel de estos hombres y mujeres como seres humanos. La demonización de los homosexuales satisface, además, la necesidad compulsiva y nefasta de dividir tajantemente a nuestros compañeros de vida en “buenos” y “malos”. Luis Rojas Marcos (“Pánico homosexual”. El País 18 de octubre de 2003).

La constitución de la “homosexualidad” como una instancia en apariencia coherente e indiscutiblemente subalterna, requiere que cualquier iniciativa de representación de las realidades lésbicas o gays sea incomprensible; que sus imágenes y símbolos sean imposibles de compartir. Ricardo LLamas. Teoría torcida. Prejuicios y discursos en torno a “la homosexualidad” (1998, 67). Pour le colonnisé, l´objectivité est toujours dirigée contre lui. Para la persona colonizada, la objetividad va siempre dirigida en contra suya (nuestra traducción). Frantz Fanon. Les damnés de la terre (1970, 38).

Si hemos de ser sinceros, da un poco de vértigo asomarse al tema de la normalización. Para algunos, la normalización significa, en primer lugar, poder casarse y adoptar niños. Pero, para otros, la normalización es un pozo sin fondo del que solamente pueden extraerse algunos fragmentos que en ocasiones son bastante contradictorios o conflictivos. Ocurre con frecuencia que el tema de la normalización es tratado como si pudiera separárselo de muORIENTACIONES revista de homosexualidades

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chos otros temas con los que está íntimamente ligado, por ejemplo el tema de la subalternidad, el del deseo sexual (que solía tener cierta importancia para los homosexuales) y el de los múltiples valores y estilos de vida que pueden encontrarse en las comunidades gais y lesbianas, incluyéndose, por supuesto, todo lo referente a lo queer, que, por definición, se aparta bastante de lo normal o normalizado. Para empezar: ¿qué vida normal puede llevar un subalterno? Aunque es algo bien sabido, quizás convenga recordarle a nuestra informada, pero sobrecargada memoria, que las personas que despiertan el pánico homosexual mencionado por Luis Rojas Marcos en la cita que encabeza este artículo son generalmente subalternos o personas devaluadas, como sugiere también el autor, aunque en España y en algunos otros países la devaluación de estas personas no alcance niveles excesivamente bajos, justamente en estos momentos. En nuestra segunda cita, Ricardo Llamas, menciona la instancia “indiscutiblemente subalterna” de la homosexualidad y alude, de paso, al problema crucial con el que nos enfrentamos: que un subalterno raramente puede manifestarse o razonar en igualdad de condiciones en muchos espacios públicos en donde se impone, de manera autoritaria, la voz monológica de la mayoría moral o de quienes pretenden representarla. Pero ¿qué es, o quién es un subalterno? Un subalterno es alguien que ha nacido o que tiene que vivir bajo las órdenes y el dominio de otras personas, grupos, instituciones o poderes. En Subalternity and Representation, John Beverley elige utilizar una definición de Ranajit Guha que nos parece bastante cercana a la que hemos presentado. En ella se señala la relación de la palabra subalterno con subordinación y se especifica que no importa si la subordinación es expresada en términos de clase, casta, edad, género o profesión u oficio (Beverley, 1999, 26; nuestra traducción). Culturalmente, la homosexualidad ha sido y es aún hoy una cultura de subalternos y de doble conciencia en todos o en la mayoría de los países. Doble conciencia en el mismo sentido que la tienen los negros, según Frantz Fanon explicaba esta doble conciencia en Piel negra, máscaras blancas, y según la ha analizado también Gerard Aching en Masking and Power (2002, 24-25). 120

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1 Como Manuel Cruz señala en su reseña de La vuelta del otro, de Ángel Gabilondo, la proliferación de discursos sobre el otro que se viene produciendo en los últimos tiempos no siempre coincide con una auténtica atención a ese otro. Incluso podría llegar a sospecharse que en ocasiones el exceso de palabras dedicadas al otro constituye una manera entre perversa y oblicua de intentar silenciarlo (El País. Babelia, 15 de diciembre de 2001).

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El homosexual, como el negro, tiene dos conciencias o/y marcos de referencia: la conciencia de ser homosexual entre los homosexuales y la de ser homosexual (negro) en un mundo heterosexual (blanco) y verse obligado a mirarse a sí mismo con los ojos de ese mundo ancho y ajeno. Después de dos mil años de colonización y de opresión religiosa o/y sexual, George W. Bush, el Papa, diversos líderes musulmanes y otros jerarcas y mandamases del mundo oriental y occidental, siguen arrogándose el derecho a hablar de los homosexuales o/y juzgarlos como si fueran esclavos, súbditos o subalternos. Junto con ese derecho, se moviliza también toda la maquinaria educativa o propagandística de los valores del estilo de vida heterosexual y religioso (cristiano o/y musulmán). Éste es el estado normal de la cuestión para la mayoría de los homosexuales en el año 2006. Así que... en una situación en la que continúa imperando la hegemonía monológica del poder, y no el diálogo con el Otro, en el sentido de Levinas o Bajtin, ¿es posible que haya lugar para la normalización del subalterno? ¿hay un verdadero interés por dialogar con el Otro? ¿o se prefiere seguir robando la voz de el Otro y hablar en su lugar, para que nada cambie en el fondo?1 En este artículo nos proponemos examinar la conexión del tema de la normalización homosexual con otros temas de tintes filosóficos, psicológicos, religiosos o/y políticos como pueden ser el tema de la subalternidad, el del robo de normalizaciones o normalidades anteriores a nuestra época, el del pánico homosexual, el de la normalización silenciosa de la filosofía de la maldad y el de la performance vivencia o/ y práctica de la disidentificación en diversos terrenos que no siempre son vistos como políticamente correctos y que quizás por eso muchas veces quedan fuera de las propuestas de normalización de los colectivos gais. En Disidentifications. Queers of Color and the Performance of Politics, José Esteban Muñoz describe las disidentificaciones como estrategias de supervivencia que el sujeto minoritario practica para negociar cuando se encuentra en la esfera de un público fóbico mayoritario que continuamente rechaza o castiga la existencia de sujetos que no se conforman ni se adaptan a la esfera fantasmal de la ciudadanía normativa (Muñoz 1999, 4; nuestra traducción). Pero comencemos dirigiendo nuestra atención hacia algunas implicaciones de la subalternidad y a la relación que puede tener el orden o desorden expresado por los pares amo/esclavo o señor/sirviente con la extendida práctica de la filosofía de la maldad en el mundo de hoy. 121


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Los estudios subalternos, las “técnicas de dominación”, el pánico homosexual y la filosofía de la maldad Aunque siempre ha habido grupos o razas “inferiores”, el campo de los estudios subalternos o estudios sobre subalternos es relativamente nuevo en su versión actual que lo relaciona íntimamente con los estudios postcoloniales, los estudios sobre el Otro, los estudios de minorías y los estudios sobre la práctica de la disidentificación. No siempre se dice abiertamente, pero un subalterno es alguien de menos valor, o de poca importancia en un mundo regido por la economía o/y la religión y ordenado por medio de las “técnicas de dominación” de muchas personas y grupos que viven en formaciones altamente jerárquicas2. Un mundo en donde las mencionadas “técnicas de dominación” y el uso o el abuso del poder es lo que se ve, a diario, como algo normal. Pero no es ésa normalidad la que muchos homosexuales esperan o desean. La normalización de la maldad es más bien lo contrario de la normalización de la homosexualidad, aunque sea el mismísimo Papa quien, indirectamente, abogue por una normalización de la filosofía de la maldad al fomentar el menosprecio por culturas o modos de vida cuyo valor no alcanza a comprender. Señala Rojas Marcos que, aunque los diagnósticos psiquiátricos se hacen sobre individuos concretos, después de seguir la evolución de ciertos acontecimientos ocurridos en 2003, no puede sino pensar que “ciertos sectores políticos y religiosos de la sociedad occidental están afligidos por una especie de brote de pánico homosexual colectivo” (2003, 14). El mencionado pánico podría ser tratado profesionalmente, con ayuda de medicinas o terapia, pero, por desgracia, la mayoría de los afectados por el pánico homosexual prefieren dedicarse al ejercicio o práctica de la maldad, de manera consciente o inconsciente. Lo hacen, por ejemplo, a través de la demonización de sus víctimas, como también sugiere Rojas Marcos. Según el filósofo noruego Lars Fr.H. Svendsen, la maldad forma actualmente parte de nuestra vida diaria y se ejerce como una rutina en la que a veces ni siquiera se piensa. En su libro La filosofía de la maldad (Ondskans filosofi), Svendsen se concentra mayormente en el estudio de las personas malvadas “normales” y distingue cuatro 122

2 El catedrático de retórica de Södertörn (Estocolmo), Lennart Hellspong, nos recuerda en un artículo firmado por Annika Granstedt que las “técnicas de dominación” pueden dividirse en cinco métodos o maneras de usar el poder y que estos métodos fueron identificados y descritos por la catedrática noruega de psicología social Berit Ås en su libro de 1981 Kvinner i alla lande...Håndbok i frigøring (Mujeres de todo el mundo ...Manual de liberación). Se afirma en este artículo que las técnicas de dominación son utilizadas por todas partes o en cualquier lugar en donde haya personas que trabajen juntas. Es una afirmación que podría discutirse, porque no queda muy claro si se ha realizado, o no, un estudio exhaustivo de muchas culturas diversas - o de todas las culturas existentes - que incluya por ejemplo las diferentes culturas africanas, la cultura del budismo o/y otras parecidas. O si se parte, más bien, del muy discutible supuesto de que la cultura occidental es la única relevante o la única que realmente cuenta para estudiar cómo trabajan juntos diferentes grupos de personas y pronunciarse de manera rotunda acerca de cómo interactúan los seres humanos en cualquier lugar que sea.

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3 Matthew Shephard fue encontrado medio muerto en Laramie (Wyoming) en 1998. Un par de jóvenes a los que se insinuó le dieron tal paliza que quedó casi irreconocible. Después lo ataron a un alambrado y lo dejaron abandonado en espera de la muerte. Como no parecía un ser humano, quienes le encontraron pensaron primero que se trataba de un espantapájaros. Matthew Shephard murió días más tarde de las secuelas del maltrato recibido. Johan Hilton ha contado su historia y la de otras víctimas de los crímenes inspirados por el odio a los homosexuales en el libro No tears for queers (2005). En la película de Ang Lee, Brokeback Mountain (En terreno vedado), ganadora de varios premios Oscar y de cuatro Globos de Oro en 2006, hay varias alusiones a lo que le ocurrió a Matthew Shephard o/y a ese tipo de asesinatos.

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tipos de maldad: la maldad demoníaca, la maldad instrumental, la maldad idealista y la maldad tonta o irreflexiva. La maldad demoníaca se asocia con diferentes tipos de sadismo y es una maldad que proporciona placer a la persona que la ejerce, por ejemplo al acosar y atormentar o ningunear a otra persona. El estudio de este tipo de maldad ayuda a comprender el fenómeno del “mobbing” y la tortura y asesinato de homosexuales como Matthew Shephard, por ejemplo3, así como muchos otros actos de violencia. La maldad instrumental es la que tiene lugar cuando se utiliza a las personas como objetos para conseguir o realizar ciertos fines que algunas personas o grupos poderosos ven como deseables. La maldad idealista es la que se ejerce con el convencimiento de que se está haciendo el bien. Svendsen pone como ejemplo la persecución y quema de brujas en la Edad Media, algunos actos de terror cometidos por extremistas musulmanes y la “guerra santa” de Bush contra el terrorismo. Podrían naturalmente añadirse también actos como la quema de homosexuales durante la Inquisición y muchos de los actos de “limpieza” o “moralidad” inspirados por lo que Luis Rojas Marcos llama pánico homosexual (2003, 14). Finalmente, la maldad tonta o irreflexiva es la que caracteriza a los actos que se cometen sin pensar en el mal que se hace. Las personas que cometen este tipo de acciones malvadas no son necesariamente tontas; pueden ser personas con un alto coeficiente de inteligencia, pero hacen el mal simplemente por seguir una rutina, por obedecer órdenes o porque eso es lo que suele hacerse o es normal hacer en la sociedad o grupo al que pertenecen.

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Preguntas o incógnitas sobre la normalización Hoy en día, la idea de la normalización de la homosexualidad es vista por muchos como algo atractivo y deseable, pero no siempre ha sido así. En otros tiempos normalización era un concepto que se asociaba con una amenaza o/y con la anulación o el desprecio de la práctica de la sexualidad homosexual. Aún hoy la red de términos relacionados con normalización o/y sus opuestos (normalidad/anormalidad, normal/anormal, norma, etc.) puede despertar recuerdos y sentimientos, no siempre agradables, a causa de la historia y de la ambigüedad de ese conjunto de palabras. Uno de los muchos síntomas de la falta de normalización es lo que se escribe, o más bien lo que no se escribe, cuando muere algún escritor o artista homosexual famoso. Dominique Fernández comentaba que, a la muerte de James Baldwin, a comienzos de diciembre de 1987, el periodista Bernard Geniès le consagró un largo artículo cronológico de unas cinco columnas de texto en donde no se decía ni una sola palabra sobre la homosexualidad del autor de Giovanni´s room (La habitación de Giovanni), que era presentado únicamente como símbolo de la lucha de los negros (1989, 129). Entre las muchas y diversas preguntas que podríamos y deberíamos hacernos acerca de la probable o improbable normalización mencionaremos a continuación unas pocas como mero ejemplo. Son preguntas de muy diferente calibre y dignidad, puesto que diferentes son también la profundidad o la superficialidad de las inquietudes de quienes se interesan por la normalización o/y por la normalización del deseo. Véanse entonces estas preguntas solamente como ejemplo de las diferentes cuestiones que pueden preocupar a la gran variedad de personas que se agrupan en los colectivos gais o/y lesbianos, los cuales, debemos recordar, incluyen también a quienes se definen a sí mismos como queer. Como Eve Kosofsky Sedgwick ha señalado, lo queer se caracteriza entre otras cosas por su habilidad para establecer relaciones intensas con objetos que pueden pertenecer tanto a la cultura “alta” como a la cultura popular o/y “baja”. Objetos y relaciones cuyo significado es a veces misterioso, excesivo u oblicuo (Sedgwick

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4 Para Santiago Esteso Martínez, Reinaldo Arenas, entre otros, continúa siendo “absolutamente irreductible. Su herejía sexual y literaria marca el límite, aún, de lo imaginable y lo legible (...)” (2004, 154-155).

5 En la reseña del libro de Gimeno publicada por I. de la Fuente en El País se subraya, entre otras cosas, el aspecto de las diferencias entre gais y lesbianas. Según se afirma, Gimeno: defiende desde el principio que las lesbianas no deben ser homologadas de modo automático con los gays. “Somos mujeres y (...) no tenemos otro lugar que el que esta sociedad deja a las mujeres”, sostiene Beatriz Gimeno. ”Transgresión y deseo”. El País, 8 de abril de 2006.

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1993, 3). Veamos entonces algunas de estas preguntas relacionadas con la normalización y con las “relaciones intensas” del deseo queer: ¿Desaparecerá por ejemplo la censura de la expresión del amor y la sexualidad gay y lesbiana en un futuro más o menos lejano? ¿Se normalizarán algún día la desnudez en el sentido de que la exhibición del cuerpo humano en su estado natural deje de ser un tabú? ¿Podrá verse como normal la promiscuidad sexual que describe, por ejemplo, Reinaldo Arenas en Antes que anochezca?4 ¿Llegará a ser normal la compra de servicios sexuales, prohibida ahora en Suecia y en otros países supuestamente progresistas? ¿Hará falta hacer normalizaciones diferentes para gais y lesbianas, como sugiere Beatriz Gimeno en Historia y análisis político del lesbianismo?5 ¿Volverán a verse como normales las relaciones entre adolescentes y hombres maduros, siguiendo el ejemplo de la antigua Grecia o/y de algunas tribus “primitivas”? ¿Ofrecerán las universidades dentro de poco cursos sobre escritores homosexuales o/y sobre la historia y cultura de la homosexualidad? ¿Qué competencia cultural o/y académica se exigirá en ese caso a los profesores que impartan esos cursos y dónde, se supone, que habrán sido formados? ¿Será “normal” bailar sin camisa en las discotecas gais o se verá más bien como un peligro para el orden y la moral, como acaba de ocurrir en la Suecia del año 2006? ¿Habrá alguna vez en las escuelas enseñanza sobre los amores y las prácticas homosexuales? ¿Respetarán los padres en el futuro las tendencias u opciones sexuales o/y amorosas de sus niños o se prolongarán indefinidamente las situaciones que hemos estudiado y descrito en el artículo “El niño homosexual en la literatura y fuera de ella” y que también aparecen, en parte, en películas como Mi vida en rosa de Alain Berliner (1997)?

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Son solamente unas pocas de las muchas preguntas que podrían hacerse con respecto a la normalización. Quedan aún muchas más incógnitas, pero quizás sea suficiente para empezar. Para comprender el porqué de algunas de estas preguntas se hace necesario o deseable repasar un poco la historia de las censuras culturales o/y la historia de las normalizaciones perdidas o robadas.

La civilización. Las “vergüenzas” de los indios y otros “salvajes”. La Carajicomedia de Juan Goytisolo En la historia de Occidente hay pocas cosas que hayan sido tan perseguidas y tan expulsadas de la cultura como las descripciones de diferentes tipos de actividad sexual, en general, y las imágenes que describen o muestran al órgano viril masculino en acción, en particular. La persecución es aún más dura cuando no se trata sólo de imágenes o representaciones gráficas, es decir, cuando los hombres se muestran en cueros vivos, o “live”, como se dice ahora. La censura cristiana era un hecho palpable hace 500 años, cuando los españoles llegaron a América y obligaron a los indios de Cuba y de otros lugares a taparse sus “vergüenzas”, con la misma naturalidad con que solían ponerse hojas de parra a las estatuas que mostraban desnudos. La crónica de Bernal Díaz del Castillo muestra, con toda claridad, que la prohibición de la sodomía fue consecuencia del afán expansionista del fundamentalismo cristiano o/y del imperialismo español6. Por esa razón, causa extrañeza observar las acciones y las palabras o los silencios de muchos de quienes ahora buscan sus raíces precolombinas y, con toda razón, critican cómo se llevó a cabo el descubrimiento y la conquista de la llamada Nueva España. Con mucha frecuencia, estos defensores de sus raíces se olvidan de reivindicar la desnudez y la sodomía como parte de su herencia cultural y religiosa, anterior a la llegada de los españoles. En 1990, el Dr. Mark Thorn publicó un libro con ilustraciones sobre la historia del falo que llevaba el optimista o mentiroso título de Taboo no more. Es posible que el falo “ya” no sea tabú para los artistas, ni para los coleccionistas de arte o de libros caros. Para esos grupos nunca lo

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6 Véase por ejemplo Díaz del Castillo 1975, páginas 30-32, 107-110, 125, 184-185, etc. En “El cuerpo como culpa o como fiesta”, incluido en Nosotros decimos NO, Eduardo Galeano ha señalado que “En la región del Mar Caribe, y también en otras regiones, la homosexualidad se consideraba normal”. Según el autor, “Fue en Panamá donde, en 1513, Vasco Núñez de Balboa cumplió una de sus ceremonias de exorcismo arrojando a los perros carniceros a cincuenta indios homosexuales que hasta entonces disfrutaban de libertad y respeto entre los suyos” (1989, 373).

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ha sido. Pero para el vulgo de nuestras supuestamente ilustradas culturas occidentales, el falo continúa siendo tabú en 2006, y parece que seguirá siéndolo aún por mucho tiempo. Es evidente que a nuestros democráticos gobernantes y censores occidentales les parece más bien saludable que sus tribus no se liberen demasiado del tabú. En un canal televisivo en donde se muestran vídeos musicales, podía verse no hace mucho en Suecia (y me temo que también en otros países) un vídeo en donde la música de un grupo de jóvenes era acompañada por imágenes en las que estos jóvenes se quitaban alegremente la ropa y salían corriendo. Tan pronto como caía la última prenda, aparecían en la pantalla unas grandes y gruesas cruces que se colocan delante de los saltarines órganos genitales del grupo que iba corriendo por las calles como Dios los trajo al mundo. Las personas que el grupo encontraba en su camino quedan bastante asombradas y algunas, también, deleitadas ante lo que se le brindaba a sus ojos. El espectador del vídeo podrá quizás asombrarse, pero difícilmente podrá deleitarse, pues sólo verá las tachaduras de las vergüenzas de estos “salvajes” de ahora. Nuestra cultura utiliza sus últimos avances técnicos para censurar el tipo de monumentos que se admiran con tanto fervor en la Carajicomedia de Juan Goytisolo, y nos priva así del santo éxtasis que su visión podría provocarnos. No se sabe bien si nuestra cultura lo hará para proteger la inmaculada inocencia de niños como el Alvarito/Caperucito Rojo de Reivindicación del Conde don Julián, de Goytisolo, y cuidar que después no se nos vuelvan tan viciosillos como el mencionado Alvarito, o “el martirizado niño Pelayo” de Carajicomedia (2000, 155). ¿O será que nuestra cultura es víctima de un sentimiento o de una idea de vergüenza obsesiva? Un sentimiento que, evidentemente, era desconocido en algunas culturas primitivas que ya han sido civilizadas, y que aún se desconoce en unas pocas culturas indígenas que aún quedan en estado natural, pero a las que pronto se les harán llegar las bendiciones de la Ilustración y el progreso. Los tentáculos de la censura no se detienen ni siquiera delante de quienes tienen la intención de “informar” televisivamente. En un programa sobre economía y pornografía titulado “Insider”, emitido en el canal 3 de la televisión sueca el 18 de mayo de 2006, se borraron por ejem-

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plo, sistemáticamente, todos los órganos sexuales masculinos de unos actores que, evidentemente, no tenían nada en contra de informar, con palabras o/y con acciones, acerca de cómo hacían su trabajo. Pero aunque en el programa no se mostrara ni un solo falo, sin embargo se dejaron bien visibles los órganos sexuales de las mujeres que hacían escenas pornográficas. Este proceder no es ninguna excepción, sino que es más bien la regla informativa de la mayoría de los programas suecos o/y de otros países, aunque sean emitidos después de las diez de la noche. El falo sigue siendo tabú, mientras que la mujer continúa siendo un objeto visual permitido para los televidentes.

Norma y normalidad homosexual en la Antigüedad y en algunas culturas “primitivas” Es un secreto a voces que en la antigüedad griega y romana, la homosexualidad y el lesbianismo no eran fenómenos anormales. Muchos escritores y poetas han añorado esos tiempos en sus obras y se han referido a ellos como una edad de oro de la normalidad homosexual. García Lorca, por ejemplo, evoca la norma homosexual en el poema “Normas” llamándola “norma de ayer” y poniéndola en oposición a la norma heterosexual, representada por la presencia femenina (“norma de seno y cadera”). El yo poético se ve sin embargo obligado a renunciar a dar “posada” a esa “norma de ayer” que ha encontrado en su noche de hoy: Norma de ayer encontrada sobre mi noche presente; resplandor adolescente que se opone a la nevada. No pueden darte posada mis dos niñas de sigilo (,,,) (1977, I, 784). No obstante, en otro poema titulado “Soneto” o “Yo sé que mi perfil será tranquilo”, el yo poético de García Lorca parece vislumbrar un tiempo futuro en el que su persona será utilizada para el advenimiento de la normalización. El yo poético sabe que esa normalización no podrá vivirla él mismo. Pero la perspectiva de que pueda llegar, para otros,

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parece, sin embargo, servirle de consuelo y estímulo en su creación poética: libre signo de normas oprimidas / seré (...) (1977, I, 699). Paralelamente al surgimiento y afianzamiento de la cultura occidental moderna han existido y existen otras culturas que no necesitan la “normalización” de la homosexualidad, puesto que en esas culturas la homosexualidad es tan normal como el aire que se respira. Los doctores Clellan S. Ford y Frank A. Beach, de los Departamentos de Antropología y Psicología de la Universidad de Yale, presentaron hace ya más de medio siglo un estudio sobre 49 sociedades diferentes a la nuestra en las que las actividades homosexuales de uno u otro tipo eran consideradas normales y socialmente aceptables. Las formas más comunes de normalización o de homosexualidad institucionalizada eran la religiosa - en la que un chamán tomaba el papel sexual pasivo - y la representada por un travestismo generalizado que incluía tanto la realización de tareas hogareñas consideradas propias de una mujer, como el papel femenino en las relaciones sexuales. En varias de las 49 sociedades mencionadas la idea de normalidad o normalización abarcaba también que se tuvieran relaciones sexuales entre adolescentes y adultos o/y entre niños jóvenes y niños o personas mayores. El coito anal formaba o forma parte de dichas relaciones y en la tribu africana de los Siwans, por ejemplo, se veía o se ve como algo peculiar o anormal que alguien se prive de tener relaciones o actividades homosexuales. Los hombres prominentes hablan de sus amores masculinos con la misma naturalidad con que hablan de su amor por las mujeres y ocurre incluso que se prestan a sus hijos, unos a otros, para la realización de dichos amores (Ford & Beach 1972, 130-133). En el mundo occidental de hoy, muy pocos se atreverían a defender abiertamente las relaciones sexuales entre adolescentes imberbes y hombres adultos, pero no hay razón para ignorar que ese tipo de relaciones se han visto o se ven como normales en varias otras culturas. Aunque las culturas “primitivas” no tengan por costumbre poner sus vivencias en letra de imprenta, la información al respecto nos suele llegar de todas formas a través de los estu-

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dios de antropólogos como Ford & Beach. La antigüedad griega, espartana o/y romana, y la filosofía libertina por el contrario, sí han dejado documentos literarios y no literarios acerca de las relaciones de jóvenes y hombres maduros. Como es sabido, aunque a veces se olvida, no se trataba únicamente de una relación erótica en la que los hombres mayores utilizaban sexualmente a los niños o adolescentes, aunque también se diera el caso de que la relación pudiera degradarse o evolucionar en ese sentido. La relación de un “niño” o adolescente con un hombre maduro implicaba primera, o principalmente, una obligación de educar y de hacerse cargo del menor. Como Luis Antonio de Villena señala al comienzo de su prólogo a La musa de los muchachos, “los griegos no sólo no condenaban la pederastia, sino que la consideraban como una institución típicamente helénica” (1980, 7). Un poco más adelante, el autor añade: Esparta instituyó una suerte de pederastia caballeresca , por la que un hombre maduro transmitía a su joven amante el conjunto de virtudes y aspiraciones guerreras (valor, camaradería, lealtad, nobleza) que era la base rigorista de la sociedad espartana, más estrictamente, y de las estirpes dorias, en sentido más amplio (1980, 8).

Muchos de los documentos que describían o hacían alusión a ese tipo de relaciones estuvieron ocultos o fueron censurados durante siglos, y aún hoy puede resultar difícil encontrar a la venta libros como el ya mencionado de La musa de los muchachos y otros como Alcibíades, muchacho, en la escuela , de Antonio Rocco, Eros en Roma (A través de sus clásicos) , de Alfonso Cuatrecases o Manuel d´Érotologie Classique , de F.C. Forberg. Pero aunque sea difícil, no es imposible dar con ellos. Pedro Almodóvar presentó lo que podríamos llamar una visión “moderna” de la normalidad o normalización de la relación hombre mayor y niño que necesita “protección” o/y que alguien se encargue de él, en la película ¿Qué he hecho yo para merecer esto? Aún tratándose de una comedia algo disparatada, muchos espectadores no dejaron de reaccionar ante la naturalidad o normalidad con que Gloria (Carmen Maura) dejaba que su hijo pequeño se fuera a vivir con su dentista.

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De mayo del 68 hasta hoy. De las incorrecciones políticas de Cervantes y Goytisolo a la corrección extrema de Suecia Después de mayo del 68, el activismo político o revolucionario homosexual se posicionó en contra de la “normalidad” o/ y en contra de la “normalización”. El FHAR (Front Homosexuel d´Action Révolutionnaire) publicó por ejemplo en 1971 un libro titulado Informe contra la normalidad ( Rapport contre la normalité) y un par de años más tarde aparecía en Montreuil una revista titulada L´Ántinorm con artículos como “Vous ne nous normaliserez-pas”, es decir, “No nos normalizareis”. Estaba claro que el verbo normalizar tenía entonces carácter de amenaza para muchos homosexuales. Significaba algo así como que los homosexuales iban a tener que adaptarse a la sociedad heterosexual, negando su identidad y ocultando sus deseos y su forma de vivir. Ha llovido mucho desde entonces y las organizaciones homosexuales del mundo occidental optan ahora más bien por la normalización, en el sentido de que los homosexuales y lesbianas de estas organizaciones quieren, por ejemplo, poder casarse y adoptar niños, igual que hacen las parejas heterosexuales. Sin embargo, otros homosexuales y lesbianas siguen teniendo ideales diferentes, como se muestra por ejemplo en el libro Disidentifications. Queers of Color and the Performance of Politics, de José Esteban Muñoz (1999). Ser normal o ser contemplado como normal no resulta gratis. Suecia es un país que, con motivo o sin motivo, solía ser ejemplo de liberalismo en materia sexual, como indica, por ejemplo, el título de la reseña de la novela de Sueiro Solo de moto: “Soñando con suecas” (Manrique 2001). Sin embargo, la esperanza de la llegada de la normalización, junto con el hambre de adaptación y las ansias de corrección política de las organizaciones homosexuales y lesbianas, han llevado a que el liberalismo en materia sexual haya ido cambiando o incluso desapareciendo. En 2006 y en años precedentes, Suecia ha ido evolucionando, o retrocediendo, en dirección al puritanismo. No ha sucedido en un año ni en dos, pero ha ido sucediendo.

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Todo comenzó con el cierre de saunas y lugares parecidos en los años ochenta a causa de la crisis provocada por la aparición del SIDA y culminó con la ilegalización de la compra de servicios sexuales en 1999. Aunque no es totalmente seguro de que el maremoto puritano haya llegado aún a su punto álgido. La ley que prohíbe la compra de servicios sexuales fue redactada, según se dijo, para proteger a las mujeres. Pero por si acaso esas mujeres a quienes se pretendía proteger opinaban algo distinto, no se les preguntó en ningún momento lo que pensaban al respecto. Uno puede también hacerse preguntas acerca de la lógica o falta de lógica del alcance que tiene la nueva ley. Si lo que se pretendía era realmente proteger a las mujeres ¿por qué se prohibió también la compra de servicios sexuales ofrecidos por hombres? Ya sabemos todos que las pobrecitas mujeres necesitan protección, pero un hombre hecho y derecho ¿desde cuándo necesita ser protegido? Naturalmente, lo de proteger a las mujeres era una simple excusa para abrir de nuevo las puertas del puritanismo. Tanto la literatura clásica como la moderna han descrito la compra y venta de servicios sexuales como algo normal. Cervantes parece opinar que un rufián (es decir, un chulo) puede tener sentimientos humanos y, en el entremés del “Rufián viudo llamado Trampagos”, nos muestra a dicho rufián llorando desconsoladamente la muerte de Pericona, la mujer que le daba dinero y sustento (1984, 111-113). Y no sólo eso, sino que, poco después, Cervantes introduce en la trama a otras tres mujeres que quieren entrar en el corazón y en el negocio de Trampagos, y se disputan el puesto de la recién fallecida como algo bastante atractivo. En cuanto a Goytisolo, el diálogo que el autor le hace sostener al puto romano Sietecoñicos con la Lozana, en Carajicomedia, algunos lo encontrarán, como mínimo, algo controversial. Se presenta allí el punto de vista de que la prostitución es o puede ser un “primoroso y gentil oficio” y se afirma que “la cofradía de las putas es la más noble” (2000, 125-126). Por si esto fuera poco, hay críticos que han observado que Carajicomedia contiene episodios más o menos autobiográficos y que Goytisolo o el San Juan de Barbès, en algunas ocasiones les da dinero a sus amantes. Los hechos hablan por sí mismos y apenas se necesita añadir nada más. El delito parece suficientemente probado y sólo cabe esperar una sentencia: ¡culpable! 132

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Cuando se promulgó la mencionada ley sueca que penaliza la compra de servicios sexuales (de mujeres y de hombres) hubo cierto debate en los periódicos. El debate se produjo, en parte, a causa de que los políticos y los grupos feministas fueron aquejados por un olvido que es difícil saber si era freudiano o estratégico. Se “olvidaron” de hablar con las personas más afectadas por la nueva ley: los trabajadores y las trabajadoras del sexo. Pero, por otra parte ¿qué razón habría para que o un político o un grupo feminista consultara con prostitutas, putos y chulos, es decir, con la chusma? Ninguna, naturalmente. ¿En qué mundo preguntaría un jefe o una jefa la opinión de sus subalternos, antes de tomar una decisión, aunque esa decisión les afecte (o, en especial, si esa decisión les afecta)? Los subalternos podrían tener la impertinencia de alimentar opiniones contrarias a que otros grupos decidan lo que es bueno o malo para ellos, por encima de sus cabezas. Sus opiniones serían decididamente un estorbo para la buena marcha de nuestras muy formales, aunque dialógicamente semianalfabetas, democracias. Como de costumbre, ganó la Razón, es decir, “la puta del diablo”, pues como escribe Cathérine Clément en La putain du diable, la Razón lo consigue casi todo. Consigue incluso desvariar (déraisonner) (Clément 1996, 16). Uno de los cantantes del ahora disuelto grupo Army of Lovers , Alexander Bard, quien también había probado a ejercer de gigoló, es decir un trabajo muy similar al primoroso y sutil oficio de Sietecoñicos, publicó un artículo que era como un grito de protesta contra la jurisprudencia de Suecia y la de cualquier otro país que intente impedirle hacer libre uso de su cuerpo, para los fines que quiera: “¡Mi cuerpo es mío!” se titulaba el ingenuo y desmelenado artículo. De poco le sirvió. En realidad ese grito salvaje de los ilusos que se imaginan que su cuerpo les pertenece ya lo habíamos oído antes, aunque en otros contextos muy diferentes. Bien es verdad que hay filósofos de moral libertina o disoluta, como John Stuart Mill, Sir Isaiah Berlin o Fernando Savater, quienes vanamente han tratado o tratan de defender la independencia y el derecho absoluto de cada uno “sobre su propio cuerpo y espíritu” (Savater 1987, 178). Pero eso de que “mi cuerpo es mío” es un aserto que no se sabe bien a qué abismos de perversión podría llevarnos si nos lo tomáramos realmente en serio. Gracias a Dios tenemos a quienes velan por nosoORIENTACIONES revista de homosexualidades

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tros, y ponen freno a tan peligrosas utopías. Como todo el mundo sabe, nuestro cuerpo nos pertenece, siempre y cuando hagamos con él lo que la Iglesia o el Estado hayan decidido que se puede o no se puede hacer. La ley contra la prostitución DEL CUERPO (las otras prostituciones hacemos como si no existieran), que Suecia quiere exportar a toda Europa, ha sido diseñada para proteger a las mujeres, por supuesto. Pero de paso se protege también a los hombres, aunque los pobres animalicos no siempre sean conscientes de lo mucho que necesitan que se les proteja contra sus propios instintos. Y se protege además a otros seres raros de indefinido sexo contra sus desordenados o poco correctos apetitos carnales. ¿Quién no necesita protección? ¡Que le pregunten a la Mafia! El último invento sueco en relación con la restricción o el control de las libertades ha sido la prohibición de quitarse la camisa o mostrar el pecho al bailar o pasearse dentro de un club gai llamado Patricia (Jakobsen 2006). En otros países occidentales, como por ejemplo, los Estados Unidos, la “normalización”, junto con las ansias de corrección política, han llevado a lo que Juan Marín llama “un modelo plastificado” de ser gai. En su reseña de la novela de David Leavitt Junto al pianista, Marín observa la gran diferencia que puede notarse entre las primeras obras de Leavitt y Junto al pianista. Constata que los homosexuales de esta última obra “son todos tan pulcros, tan ricos y tan educados que es como coger una borrachera con leche descremada” (2000, 6).

Conclusiones La normalización de gais y lesbianas en todos los aspectos de la vida parece aún algo tan lejano para la mayoría que solamente podemos percibir sombras o fragmentos de ese mundo que podría ser, pero que no es. El orden o desorden que rige hoy en el mundo y que divide a los seres humanos en amos y esclavos, en poderosos y subalternos o/y en personas de mucho valor y personas de poco o ningún valor, es con frecuencia expresión de una filosofía de la maldad inconfesada, pero harto visible en la práctica de la vida diaria. Al igual que en el caso de los negros, la condición de homosexual, es decir, de subalterno implica vivir con dos conciencias o marcos de referencia: la del propio grupo y 134

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la del amo o grupo colonizador. La conciencia de ser visto o/y valorado por “el amo” puede, sin embargo, combatirse o/y neutralizarse por medio de un proceso de disidentificación que ha sido descrito por José Esteban Muñoz en el libro Disidentifications. Que vivamos en un mundo regido por personas que ningunean a los homosexuales no significa que tengamos que identificarnos con ese mundo, ni aceptar unos valores que implican desprecio por la diferencia o desprecio por el Otro. Uno puede ser consciente de la mirada ajena y puede también, al mismo tiempo, mantenerla a distancia. Para que los homosexuales puedan dejar de ser subalternos se requeriría su presencia y su participación abierta en todas o en la mayoría de las instituciones sociales desde las que se ejerce el poder y la representatividad cultural. Actualmente este pensamiento o posibilidad parece una utopía. Si tenemos en cuenta, sin embargo que las mujeres, que también han sido tratadas como subalternos durante siglos, han conseguido afianzar su poder y su representatividad, por ejemplo en las instituciones universitarias, a través de la creación cátedras de estudios feministas o/y de género, quizás parezca entonces menos utópico que en España y otros países aumente la representatividad democrática homosexual y comiencen a crearse también cátedras de estudios gais o/y lesbianos, lo mismo que ya ha ocurrido o está camino de ocurrir en varios otros países. Pero ¿quién juzgara la competencia cultural homosexual de los nuevos educadores? ¿y dónde serán formados? De momento hay más preguntas que respuestas, pero hacerse preguntas puede también ser el comienzo de un cambio.

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E S T U D I O S

Y

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Homosexualidad, tolerancia, inequidad. Apuntes sobre la problemática en Argentina Ernesto Meccia

Un planteo del problema 1 Este artículo se inscribe en el desarrollo de la tesis de Maestría “Derechos Molestos. Un estudio de los posicionamientos de los actores políticos ante el tránsito de las reivindicaciones homosexuales de la esfera social a la esfera institucional en Argentina (1983-2003)”, dirigida por Mario Pecheny.

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¿Qué es la homosexualidad? ¿Qué hacer ante ella? ¿Quién dice qué es y qué hacer en consecuencia? He aquí tres interrogantes generales que pueden orientar investigaciones específicas sobre la temática1. Es probable que a poco de responder el primero pueda inferirse el segundo, pero menos probable que a partir de la primer inferencia se pueda saber sin dudar quién y cómo es el enunciador, ya que sobre homosexualidad un mismo sujeto (a la brevedad mostraré sus características) puede pensar y decir mucho simultáneamente. Los lingüistas han escrito páginas célebres sobre la eficacia performativa de las palabras; nos han enseñado que definir un objeto cualquiera abre un conjunto de posibilidades para que sobre el mismo se asienten consecuencias prácticas: en rigor, una definición implica un plan de acción sobre aquello que designa. ¿Qué definiciones de homosexualidad están registradas en el imaginario social? ¿Qué consecuencias serían posibles en relación a cada una? ¿Se trata de definiciones y planes de acción indivisos y excluyentes? Si la homosexualidad es a) una perversión, entonces es una entidad de clínica psicoanalítica y por ello habrá de tratársela para atemperar la angustia de los perversos; si es b) una enfermedad contagiosa y tiene lugar en las grandes ciudades, entonces habrá de montarse un aparato represivo que impida la libre circulación territorial y/o horaria de los portadores; si es c) una particularidad congénita, entonces habrá de montarse un aparato represivo menor puesto que se trata de una disfunción natural e intransferible; si es d) un desorden moral, lo necesario será promover el arrepentimiento y la castidad, tratando a los inmorales con piedad y delicadeza (como prescribe el Vaticano en varios documentos desde la década del 70). El inventario de definiciones y planes de acción presente en el imaginario social es más vasto; lo que he 139


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presentado hasta aquí, sin embargo, creo que es suficiente para mis fines argumentativos. Quiero hacer notar el nivel de transparencia de cada uno de ellos: aún sin saber de qué definición se trata (¿qué es?) podrá reconstruírsela a través de la contemplación de su respectivo plan (¿qué hacer?) o viceversa. Si se pasa revista a las formas en que las Ciencias Humanas han revestido el objeto de referencia a lo largo de los siglos XIX y XX (Mondimore, 1998), se verá cómo algunas han tenido sus años de esplendor discursivo. Pero el inventario quedaría incompleto de no presentar otra definición que, durante parte del siglo acompañó a las otras y que comenzó a ser esgrimida en paralelo a la organización americana y europea del movimiento homosexual: definir a la homosexualidad como e) una acción privada; definición que tiene como plan correspondiente el deber de tolerarla. En efecto, desde hace algunas décadas, ése es su principal estatus y ésa la fundamentación de la tolerancia de la que suele ser objeto. Coherente con lo privado, los ecos del estilo de vida que origina esa orientación sexual debieran afectar sólo a las personas particulares que la practiquen. En nuestro país, las acciones privadas, hasta tanto no alteren el orden público, no tienen porqué ser materia de objeciones estatales o autoritativas (la misma Constitución Nacional sancionada en 1994 lo expresa, así como el texto de 1853). O e) es una definición singular. Al contrario de a), b), c) y d) que son definiciones transparentes (v.g.: ¿qué otra cosa puede esperarse que el tratamiento psicoanalítico si la homosexualidad es una perversión?), e) es opaca y no porque carezcan de claridad conceptual los sujetos que, por sostenerla, ejercitan la virtud de la tolerancia. Considerar a la homosexualidad como una conducta de orden privado y (sólo) entonces como destinataria de tolerancia implica una definición previa de carácter adverso sin la

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2 Los”derechos negativos” son un tipo de “derechos ciudadanos”, forman parte de una tipología clásica que los distingue entre “civiles” (éstos son los “derechos negativos”), “políticos” y “sociales”. Los derechos civiles son los que se refieren al resguardo de la personalidad de los individuos (libertad personal, de pensamiento, de religión, de reunión, libertad económica); para ello, el Estado debe garantizar mediante la no-intervención una esfera para el arbitrio individual (siempre y cuando no afecte la libertad de terceros). Los derechos políticos (libertad de asociación, derechos electorales) implican una libertad activa porque estimulan la participación de los ciudadanos en la determinación del tenor político de los gobiernos. Por último, los derechos sociales (derecho al trabajo, a la asistencia, al estudio, a la protección de la salud, derecho a la certidumbre) coincidieron con el surgimiento del Estado Social (a mediados del siglo XX) y se incrementaron con la ampliación de la sociedad civil coincidente con su caída. En Argentina, las organizaciones homosexuales han logrado convertir a la homosexualidad en una problemática de debate social denunciando un “marco de injusticia” que restringía el uso de todas las clases de derechos.

3 Antonio Quarracino fue nombrado por Juan Pablo II en 1990 Arzobispo de la Ciudad de Buenos Aires. Con anterioridad fue Secretario General y Presidente del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) y Presidente de la Conferencia Episcopal Argentina (CEA). Fue el delega-

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cual la tolerancia no tendría razón de ser. Así, esta acción privada hubo antes de ser definida con las acepciones a), b), c), d), o con varias de ellas simultáneamente. De esta manera, la tolerancia funcionaría como una especie de equivalente semántico que transfigura en un lenguaje de corrección democrática las peores definiciones del objeto. Hasta pareciera que, en rigor, “acción privada” no es en sí misma una definición de la homosexualidad; lejos de eso, resuena como un alivio, o como la compensación socialmente funcional de los duros atributos con que la invistieron a), b), c), d): sea lo que sea la homosexualidad, poca importancia tendrá comparado con que a la vez quede reducida al ámbito de lo privado. Tan opaca como la definición “acción privada” son los sujetos de esta enunciación, de quienes no podremos saber de inmediato si debajo de e) esconden a), b), c), d) o algún compuesto. O mejor dicho, ello podrá saberse si los tolerados se dejan de realizar acciones privadas y se trasladan a la esfera pública, donde pueden ser vistos y escuchados. Prueba de ello es que ha ocurrido con una regularidad asombrosa que, cada vez que han realizado esta “acción pública”, los tolerantes dejan de hablar en los correctos términos de e) y esgrimen a), b), c), d); lo que demuestra (ahora con más fuerza) la singularidad de la definición “acción privada”: metafóricamente no parece más que un velo que con escaso éxito escondió formidables actitudes de discriminación. Mucho de eso ha pasado en nuestro país. Tal vez nada exista de más típico en el ánimo tolerante que la expectativa de que sus destinatarios permanezcan invisibles y en silencio. Por eso, la famosa idea de “tolerancia” hacia los homosexuales, si bien estaría llamada a cumplir una función de resguardo básica como “derecho negativo”2, les impone dos condiciones inhumanas: callar y desaparecer. Hablar, aparecer, dejarse ver son actos de rebelión contra las cláusulas de un contrato social unilateral. Como paradigma, puedo traer el anhelo expresado en 1994 por el Arzobispo de Buenos Aires, Monseñor Antonio Quarracino,3 cuando los homosexuales comenzaron a hablar. Monseñor habló de la necesidad de que desaparezcan de la mirada mayoritaria de la población. Dijo que había que construir una zona grande para que todos los gays y lesbianas vivan allí; que tengan sus leyes, su periodismo, su tele-

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visión y hasta su Constitución. Una especie de país aparte, con mucha libertad. Ya sé que me van a acusar de propiciar la segregación. Sería en todo caso, una discriminación a favor de la libertad4.

En este artículo me propongo elaborar una crítica a la noción de “tolerancia” a la luz del accionar de la Iglesia Católica y de las agencias estatales en los últimos veinte años en Argentina. La tolerancia ha sido una “política de Estado” ante la problemática gai cuyo máximo impulsor ideológico fue la Iglesia Católica. Como política de Estado, la actitud tolerante ha funcionado como un factor inhibidor de la problematización pública de la homosexualidad, es decir, como un inhibidor de la organización política y de la ampliación de la vida democrática; inhibición que han hecho desaparecer las organizaciones de derechos humanos, los activistas gais y la mayoría de las entidades del mundo científico.

do más destacado de la Iglesia Católica en Argentina para combatir la homosexualidad. Durante varios años de la década del 90, condujo el programa Claves para un mundo mejor que emitía el canal oficial de televisión, aún recordado por las diatribas que dirigía contra los homosexuales.

4 Extraído del Boletín AICA, Nº 1966, Buenos Aires, 1994.

Un racconto de los hechos (tolerar el mal) Tal vez parezca sorprendente afirmar que la tolerancia ha sido una “política de Estado” en Argentina, máxime cuando la homosexualidad es objeto de atención pública hace apenas diez años. Justamente, lo que he de desarrollar en estas páginas es un racconto de hechos arbitrarios e inhumanos que la misma actitud tolerante hizo posibles. Espero demostrar cómo una política estatal de tolerancia puesta a funcionar se asemeja a una especie de “paz armada” o a un estado de falsa calma que puede desmoronarse en cualquier momento, sobre todo cuando los tolerados desatienden lo que pareciera ser la condición sine qua non de esa política: el silencio y la invisibilidad. Si en un contexto culturalmente opresivo, un grupo social es conminado al silencio con el objeto de obtener a cambio el más endeble de los permisos “democráticos” para desarrollar sus propias prácticas en lugares privados, es muy probable que en adelante, de no mediar algún factor epistemológico disruptor, dicho grupo pueda sentir hasta gratitud a la hora de referirse a la anónima sociedad tolerante (“menos mal que, a pesar de todo, tengo el derecho a la intimidad”, se diría un tolerado). Pero, en caso de producirse una disrupción epistemológica (lo que ha hecho el movimiento por los derechos sexuales), que, por ejemplo, 142

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lleve a pensar que es una falacia circunscribir la homosexualidad a la intimidad y que, por lo tanto, los homosexuales tienen el derecho de gestionar sus derechos en tanto que ciudadanos, es probable que aquello que era gratitud se convierta en un sentimiento de estafa. Porque, en efecto, esconde una estafa la circunstancia de haber sido tolerado si se permanecía invisible y silencioso, seguida de las groseras imprecaciones que los tolerantes vociferan cuando los tolerados tratan de trascender a través de la organización política ese estado. Quisiera probar entonces que, puesta a funcionar, y al menos referida a la homosexualidad, la política estatal de la tolerancia es hipócrita y antidemocrática porque pretende usufructuar para perpetuar aquello que produce: la ausencia de los tolerados de la esfera pública, ausencia que implica la reproducción de la subordinación social de los gais. En realidad, en Argentina, la homosexualidad fue solo intermitentemente objeto de tolerancia; la reapertura democrática de 1983 permitió saberlo. Las listas de los primeros reclamos estaban signadas por el “no”: no a la intromisión de la policía en los lugares de encuentro, “no” a las detenciones extorsivas en las calles, “no” a la incertidumbre en los ámbitos laborales. Y todo ello a pesar de no estar la homosexualidad tipificada en el Código Penal ni condenada por la Carta Magna. En los hechos, la tolerancia “en el papel” era compatible con la existencia de un andamiaje legal inconstitucional que posibilitó la represión abierta de numerosos homosexuales (Modarelli y Rapisardi, 2001). Con posterioridad, en la primera mitad de la década del 80, cuando el sistema de alertas en pos del respeto a los Derechos Humanos imposibilitó esa clase de represión, hizo su aparición la violencia discursiva emanada directamente de las agencias del Estado y del Catolicismo. Ello se producía cada vez que los tolerados intentaban instalarse como un colectivo portador de derechos en la esfera pública, reacciones violentas que permiten inferir que en un régimen de tolerancia la esfera pública es propiedad de los grupos tolerantes y que son ellos quienes inauguran y ponen celo en cumplir un régimen de condicionalidades estricto. Se está en presencia de una condicionalidad típica de la Iglesia Católica que hizo suya la mayoría de la clase política en Argentina hasta buena parte de la década ORIENTACIONES revista de homosexualidades

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del 90. El núcleo de este régimen era el siguiente: si aquello que está mal permanece alojado en el lado de la sombra amerita ser tolerado; pero de trasladarse hacia la luminosidad de lo público, la utilidad que podía extraer de la virtud expira. Así, los tolerados sólo pueden beneficiarse de la virtud de los otros en el ámbito privado, el ámbito por excelencia de la no-política. El ideario católico indica que se debe tolerar la homosexualidad en tanto constituye uno de los males inevitables producto de la decadencia cultural de Occidente, pero que ello no implica colaborar de manera alguna en ningún proyecto que le quiera dar carta de ciudadanía. Las iniciativas para dar carta de ciudadanía a la orientación homosexual pueden tener una influencia negativa sobre la familia y la sociedad. Hay que distinguir entre la condición o tendencia a la homosexualidad y las acciones homosexuales. Aunque la inclinación de la persona homosexual no es pecado, es una tendencia que se ordena a un mal moral. Las personas homosexuales tienen los mismos derechos que todas las personas, pero estos derechos no son absolutos. Pueden ser legítimamente limitados a causa de un comportamiento externo objetivamente desordenado (Congregación para la Doctrina de la Fe, 1986).

5 En otros países de América Latina, las religiones tradicionales han cumplido, en términos generales, el mismo papel. Es de destacar, sin embargo, que en algunos de ellos el bloqueo religioso de la problemática homosexual no sólo provino del Catolicismo, sino también de confesiones neoprotestantes con representación parlamentaria. No es éste el caso de Argentina, cuya clase política estuvo impregnada exclusivamente por el ideario católico.

Aún cuando se reclama a los tolerantes que traten a los tolerados con “respeto, compasión y delicadeza”, se los advierte (en especial a aquellos tolerantes que se dedican a la actividad política) que “la tolerancia del mal es muy diferente a su aprobación o legalización” (Congregación para la Doctrina de la Fe, 1992), instándolos a no olvidar que, de existir la legalización, subsistirá ... siempre el peligro de que (la legislación misma) pueda estimular de hecho a una persona con tendencia homosexual a declarar su homosexualidad, o incluso a buscar un partner con el objeto de aprovecharse de las disposiciones de la ley (Congregación para la Doctrina de la Fe, 1992).

El ideario de la Iglesia Católica fue adoptado como una de las principales herramientas discursivas por la mayoría de la clase política de nuestro país5. Vista en perspectiva, la circunstancia no es fortuita; es más, se repite: ante te-

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mas de debate social como el aborto, las cuestiones de género o la sexualidad, ambos formaron un bloque de opinión homogéneo durante décadas. La injerencia de la Iglesia Católica en la dinámica política es indiscutible, si bien hoy por hoy el futuro de la simbiosis está comprometido, dada la aparición de dirigencias políticas comparativamente más secularizadas, por un lado, y de sectores dentro del Catolicismo críticos a las posturas institucionales. Se trata de un panorama impensable diez años atrás. En 2001, una encuesta aplicada a diputados nacionales -basada en una muestra de 55 casos- reveló que el Catolicismo, además de prevalecer sobre las demás confesiones religiosas (44 diputados se declararon católicos, 3 haberlo sido, 1 judío, mientras que los 7 restantes declararon no tener creencias religiosas), era considerado un actor político, ya que prácticamente todos los diputados manifestaron consultar obispos o representantes del Catolicismo a la hora de diseñar o presentar proyectos en el Congreso de la Nación. En relación a la problemática homosexual, hasta bien entrada la década del 90 la postura del Estado argentino casi no presentaba fisuras ideológicas con respecto a la Iglesia Católica: aún la homosexualidad no era una cuestión de ciudadanía; era una conducta de índole privada y por eso, objeto de tolerancia. Mientras tanto, los homosexuales (y sobre fines de la década del 90, las “minorías sexuales”) persistían en su organización para reclamar al Estado no sólo el derecho de aprovechar de elementales derechos negativos en tanto que “individuos-ciudadanos”; en adelante, las reivindicaciones en cuanto “colectivo social” fueron por la sanción de derechos positivos como la extensión de las prestaciones sociales a parejas de hecho y, más tarde, las uniones civiles. Como aún no estaba instalada la denominada actitud “políticamente correcta”, las respuestas de la Iglesia Católica y el Estado no se hicieron esperar demostrando la fragilidad de la actitud tolerante. Puedo recordar algunos episodios. En 1985, el Obispo de San Rafael, León Kruk, se preguntaba: ¿Es posible que los enfermos morales, como los homosexuales, reclamen carta de ciudadanía para sus pasiones vergonzosas y para sus actos contra la naturale-

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za, que ni entre los animales más salvajes se da, para que se los considere normales? Los defensores de los derechos humanos no protestan por este atropello a la dignidad humana. La homosexualidad, el divorcio y el aborto, son gritos de rebelión contra Dios 6.

6 (AICA N° 1501, 1985)

7 (AICA N° 1548, 1986)

8 En 1986, un documento del Secretariado Permanente para la Familia presentaba a las reivindicaciones de los homosexuales como consecuencia del colonialismo cultural: “¿No podría considerarse una forma de colonialismo cultural copiar lo que viene del Norte sin pensar seriamente las consecuencias? Si insistimos en el cambio, deberíamos pronto admitir el matrimonio entre los homosexuales”7. Monseñor Antonio Quarracino fue la figura más transparente. En 1991, después de afirmar que SIDA y homosexualidad eran la misma cosa, en plena expansión de la epidemia dijo que “repartir preservativos invita a los jóvenes a la homosexualidad”8. Los días sábados conducía un programa en el canal oficial de televisión, Claves para un mundo mejor, que utilizaba como cátedra. En una oportunidad expresó “Qué mal suenan esas dos palabras” (homosexualidad y Argentina), definiendo a la homosexualidad como un “desvío de la naturaleza humana, una animalidad (...) una desviación grosera y estúpida”9, sugiriendo que sería socialmente productivo que los homosexuales se vayan a vivir a una isla: estos últimos dichos permanecen aún presentes en la memoria colectiva. En febrero de 1993, la agrupación Gays por los Derechos Civiles (GAYSDC) presentó una querella criminal contra Monseñor por violación de la Ley Nacional 23.582 que tipifica como delito a los actos discriminatorios. Al no prosperar la querella, repitió la idea al año siguiente:

(Kornblit, Pecheny, Vujosevich, 1998: 150)

9 (Idem: 151)

10 (AICA N° 1966, 1994)

hacer una zona grande para que todos los gays y lesbianas vivan allí; que tengan sus leyes, su periodismo, su televisión y hasta su Constitución. Una especie de país aparte, con mucha libertad. Ya sé que me van a acusar de propiciar la segregación. Sería en todo caso, una discriminación a favor de la libertad10.

Los medios de comunicación se hacían eco de estos enfrentamientos con más frecuencia e intensidad. Mientras tanto, los funcionarios políticos actuaban en armonía con la Iglesia, o bien no tomaban cartas públicas en el 146

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11 (Kornblit, Pecheny, Vujosevich, 1998: 126)

12 Véase Kornblit, Pecheny, Vujosevich, 1998.

13 Dicho en el programa televisivo “Claves para un mundo mejor” (no dispongo de la fecha).

14 (Kornblit, Vujosevich, Pecheny, 1998: 127)

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asunto (lo cual no impidió que los dichos de Quarracino sean cuestionados por algunos de ellos). Pero que el Estado no debía propiciar ninguna política a favor de los homosexuales quedó evidenciado cuando la Inspección General de Justicia denegó la personería jurídica a la Comunidad Homosexual Argentina (CHA) en 1989. La CHA había sido creada como Asociación Civil en 1984. Al negar el pedido, el Inspector General de Justicia, Alberto González Arzac, fundamentó el dictamen expresando que los objetivos de la asociación “no se compadecen con la concepción de bien común, como expresión del interés público o general”.11 El obispo de San Luis, Juan Rodolfo Laise, manifestó su acuerdo con la decisión de la Corte, y congruente con el entonces Presidente de la nación, Carlos Saúl Menem, le mandó una nota subrayando que personalmente “no puedo estar nunca de acuerdo con la aprobación legal de actividades de un grupo de personas anormales”12. Como en el caso Quarracino, en los días subsiguientes, varios programas de televisión lo trataron. A uno de ellos fue invitado el diputado oficialista Eduardo Varela Cid, quien se enfrentó con una militante lesbiana. El diputado, defendiendo la postura de González Arzac, la acusaba por los ribetes de escándalo que iba tomando la situación, demarcando el carácter privado de la homosexualidad: “¿por qué tiene que ser un problema de toda la sociedad? Es un problema particular de ustedes”13. Con posterioridad, el juez de la Suprema Corte, Antonio Boggiano, consciente de su reducida dote para la tolerancia, recordó que “una minoría tolerada requiere una mayoría tolerante”14, recomendando a los homosexuales que se dispongan a apreciar esa virtud de la mayoría. Podría reproducir muchos episodios más. Todos demostrarán que, en síntesis, hasta mediados de los años 90, la problemática homosexual fue considerada en bloque por la Iglesia Católica y la mayoría de la clase política como “falso problema público” (Oszlak y O´Donnell, 184: 110) que no merecía atención estatal a la hora de reclamar cualquier otro derecho que no sea la tolerancia; sólo a eso podía aspirar legítimamente: el derecho a disponer de un mecanismo compensador de prácticas privadas, aún cuando a las mismas las acompañe una valoración social adversa... y los tolerados debieran estar agradecidos por ello: de respetarse el pacto unilateral, ni el Estado ni la Iglesia habrían de echar más leña al fuego. 147


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Sin embargo, una conjunción de factores históricos y sociales permitieron la consolidación de la homosexualidad como objeto de atención pública, obligando por un lado, a las agencias estatales y a los legisladores a discutir todo aquello que el régimen de tolerancia quería mantener en silencio, y por otro, a la Iglesia Católica a ser en gran medida espectadora del espectacular proceso. En otros países de América Latina este mismo proceso ya está en marcha. Los factores más destacados fueron: a) El papel de las entidades promotoras y defensoras de los Derechos Humanos: las entidades nacionales e internacionales (muchas de ellas religiosas) proclamaban objetivos que no se restringían sólo a la reparación social y a la condena política ante los hechos consumados; en adelante las entidades ofrecieron una imagen de los derechos humanos como una especie de utopía con respecto a la cual se juzgaría críticamente cualquier realidad actual de privación de derechos, entre ellos, la de los homosexuales. En paralelo, a nivel mundial, crecía la conciencia y el respeto hacia la jurisprudencia inspirada en el tema, que numerosos especialistas deseaban integrar al catálogo de las ramas del Derecho Global o Internacional; b) La fluctuación de los límites entre público y privado llevada adelante por actores sitos en la esfera pública noestatal: a su abrigo, crecieron un conjunto de movimientos sociales heterogéneos, varios de ellos inspirados en reivindicaciones que excedían ampliamente a las motivaciones económicas o de clase. Ejemplo de un fenómeno conocido en otras latitudes, los nuevos movimientos tuvieron capacidad para desdibujar las fronteras entre lo público y lo privado; esto es: desdibujar las fronteras entre las problemáticas por las que se pueden reclamar soluciones al Estado y aquellas que quedan al arbitrio de actores privados. Muchas de esas problemáticas se referían a aspectos íntimos de la vida cotidiana: siendo los casos de las mujeres y de los homosexuales paradigmáticos; c) La irrupción de la epidemia del SIDA: ante la enfermedad, crecieron debates inauditos sobre sexo y sexualidad, deslizando a las agencias estatales a que, desde una perspectiva relacionada con la salud pública, prestasen atención a la problemática homosexual. En 1990, ante la presión nacional e internacional, el Congreso aprobó la

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Ley Nacional 23.798 de Lucha contra el Sida, que intenta garantizar el respeto de los derechos de las personas portadoras de o enfermas por el VIH: protege el consentimiento informado para la realización de los tests y los tratamientos, el secreto médico, la no-discriminación del portador y promueve la transmisión de información para la concienciación en todos los aspectos referidos a la enfermedad. La ley entró en vigencia en el año 1991. En el mismo año se creó el Programa Nacional de Lucha contra el Retrovirus Humano y SIDA. A partir de 1998, el Ministerio de Salud y Acción Social comenzó a financiar algunas campañas de prevención del SIDA a través de ONGs, figurando entre éstas últimas algunas organizaciones homosexuales. Un hecho inédito; d) El papel desempeñado por el mundo científico: importantes entidades científicas, como la Asociación Psiquiátrica Norteamericana y la Organización Mundial de la Salud, emitieron documentos en los que dejaron de catalogar a la homosexualidad como enfermedad. La primera lo hizo en 1973, al eliminarla del “Manual Diagnóstico y Estadístico de Desórdenes Mentales”, y la segunda en 1992. Asimismo, en el universo de las Ciencias Sociales, influenciado por la obra de Michel Foucault, prosperaban nuevas definiciones sobre sexualidad y homosexualidad; e) El inicio de la era de lo “políticamente correcto”: el incremento de la sensibilidad en materia de derechos humanos, cuyos principales responsables han sido los activistas de la comunidad homosexual, las entidades con fines indirectamente políticos de la esfera pública no-estatal y algunos comunicadores sociales, tuvo como consecuencia que, ante las reivindicaciones de los activistas, un porcentaje cada vez mayor de la clase política optase por no pronunciarse públicamente, y en otros casos acompañasen concretamente las iniciativas para la sanción de derechos. En este marco, en 1996, la Legislatura porteña sancionó la Constitución de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, que incluye explícitamente en el artículo 11° que la orientación sexual es un derecho, y en 2002 la Ley 1004 de Unión Civil, que hizo de Buenos Aires la primera capital latinoamericana en reconocer derechos civiles a las parejas homosexuales.

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Qué imposibilita y qué posibilita la tolerancia (una crítica) Michael Walzer define la “tolerancia” como un conjunto de actitudes y prácticas que posibilitan la “coexistencia pacífica” (1998) en una misma sociedad de grupos de filiación cultural heterogénea. El pensador sostiene que la tolerancia es estimable como una “cosa buena” (1998: 16) a través de sus resultados: en efecto, la pacificación de las relaciones sociales representaría el escalón superior de la convivencia social. Aclara, sin embargo, que el pensamiento posmoderno “con frecuencia la subestima como si fuera lo menos que podríamos hacer por nuestros conciudadanos, la mínima expresión de aquello a lo que tienen derecho” (Walzer, 1998: 13). Considero que la frase es perfecta, sólo que he de adoptarla en un sentido inverso. Desde mi perspectiva, he de pensar los resultados de la tolerancia como un criterio insuficiente de valoración; los episodios que reproduje más arriba muestran de sobra que, al menos para el caso de los homosexuales, la tolerancia tuvo como resultados la inhibición de su organización política y su respectiva contracara: la aspiración a aprovechar del derecho a la no intromisión de instancias autoritativas en tanto y en cuanto los actos homosexuales se consumen en los ámbitos privados. Dicho derecho, sin duda, representa lo mínimo que puede hacerse por esa clase de conciudadanos y además tiene la particularidad de retraerlos en la organización para la sanción de otros derechos más trascendentales. Tengo que afirmarlo: lo único que la tolerancia puede tener por objeto son las “relaciones sexuales homosexuales” (esas relaciones que son y deben ser privadas); lo que no puede tener por objeto son las “relaciones sociales homosexuales” que produce la misma condición gai, esa clase de relaciones que por definición se realizan en los espacios públicos, en esos lugares por donde camina o trabaja la mayoría de las personas y en los cuales los homosexuales deberían obtener reconocimiento por igual dignidad. De un modo aproximado, la consigna sería entonces: “a tolerar lo invisible”. ¿Quién podría no adherir a tan sencillo y humanitario programa? Tendrían ahora que contestar sus defensores: ¿significa esto “coexistencia pacífica”?, ¿significa “con-vivencia”? A menos de pensar que la coexistencia pacífica signifique sólo el cese de toda violencia física, habrá de admitirse que la tole150

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15 Bourdieu (2005, 51).

16 El fenómeno de los homosexuales conservadores comenzó en la prensa, y se ha extendido a la política y al Partido Republicano. Los medios de comunicación, conservadores en su mayoría, han optado por fabricar un discurso gai y conservador como respuesta a la subcultura queer más radical. Se trata de crear un muro de contención efectivo y “políticamente correcto”, capaz de neutralizar las reivindicaciones más irreverentes de los queers y de imponer una forma moral, correcta (right), casi patriótica de ser homosexual. Para ellos no existe ni debe existir nada que distinga a los homosexuales de los heterosexuales y es en este sentido que defienden el matrimonio. Más que un derecho civil denegado por el Estado, ven en él un instrumento capaz de elevar de estatus a los gais. En las elecciones nacionales de 2004, George Bush consiguió sumas importantes de votos provenientes de la tradicional base del Partido Demócrata. Algunas estadísticas iniciales (basadas en sondeos de salida de urna de CNN) dan una idea del derrumbe de la base tradicional demócrata. Votaron por Bush: un 23 por ciento de los gais; un 36 por ciento de los miembros de sindicatos (tal como lo hicieron un 40% de los que tienen miembros de los sindicatos en su familia); entre quienes ganan entre 15.000 y 30.000 dólares, un 42%; un 11% por ciento de los negros; un 44% por ciento de los latinos.

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rancia en su mismo origen implica “violencia simbólica”, usando un conocido concepto de Pierre Bourdieu, ya que una desigual distribución de capital lingüístico fue lo que permitió a un grupo social predicar sobre otro diciendo “qué es” y “qué hacer ante él” (tolerarlo, en este caso). La violencia simbólica, escribió Bourdieu, se instituye a través de la adhesión que el dominado se siente obligado a conceder al dominador (por consiguiente a la dominación) cuando no dispone, para imaginarla o para imaginarse a sí mismo, o mejor dicho, para imaginar la relación que tiene con él, de otro instrumento de conocimiento que aquel que comparte con el dominador y que, al no ser más que la forma asimilada de la relación de dominación, hacen que esta relación parezca natural15.

“Por algo soy tolerado” pensará confusamente agradecido el dominado, quien explicará su situación con las palabras del dominador. La adherencia al lenguaje dominante es la principal causa de la naturalización de relaciones sociales inequitativas, de las cuales pueden tomarse como indicadores el retraso en los avances organizativos de los movimientos homosexuales progresistas y los adelantos incipientes en la organización de un movimiento homosexual neoconservador como quedó calcado recientemente en las elecciones presidenciales de los Estados Unidos, cuando una porción considerable de homosexuales votó por candidatos que desaprueban los matrimonios y las adopciones por parejas del mismo sexo (ejemplos de lo que más arriba denominé “relaciones sociales homosexuales”).16 Por eso la tolerancia es inequitativa, porque propende a la reproducción de una relación de fuerzas lingüísticas cuyo principio rector es la no-innovación. Surge como una política reactiva ante la presencia de un Otro cuya sola presencia (aún cuando no se haya expresado) es imaginada una amenaza para quebrar una pretendida armonía interna. Y si dicha armonía tarda en quebrarse se debe a que los tolerados otorgan a lo arbitrario el estatus de destino. Así, el silencio sienta las bases para la adaptación reproductiva a la privación de derechos. No sólo los homosexuales la han sufrido. Las organizaciones homosexuales en Argentina ya están al tanto de los efectos nocivos del régimen de la tolerancia. En vista de ello, sus estrategias se centran en la búsqueda del “reconocimiento social” (Taylor, 1997). La política del reconocimiento no busca la aceptación ciega de las diferencias pero, 151


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a diferencia de la tolerancia, es sensible ante ellas, lo cual posibilita la conformación de una esfera pública activa en proceso de ampliación. Para Charles Taylor, la política del reconocimiento está destinada a ocupar un lugar cada vez más importante en las sociedades contemporáneas signadas por la diversidad cultural:

17 Taylor (1991, 293).

18 Taylor (1997, 303).

La exigencia de reconocimiento se torna apremiante debido a la supuesta conexión entre reconocimiento e identidad, donde “identidad” designa algo así como una comprensión de quiénes somos, de nuestras características definitorias fundamentales como seres humanos. La tesis de que nuestra identidad está parcialmente moldeada por el reconocimiento o por su ausencia; con frecuencia por el mal reconocimiento (misrecognition) por parte de otros, de modo que una persona o un grupo de gente puede sufrir un daño real, una distorsión real, si la gente o la sociedad que los rodea les devuelve una imagen restrictiva, degradante, despreciable de sí mismos. El no reconocimuento o el mal reconocimiento puede infligir daño, puede ser una forma de opresión, que aprisione a alguien en un falso, distorsionado y reducido modo de ser17.

También: El discurso del reconocimiento se nos ha hecho familiar a dos niveles: primero, en la esfera íntima, donde entendemos que la formación de la identidad y del yo tiene lugar en un continuo diálogo y conflicto con los otros significativos. Y en la esfera pública, donde la política de reconocimiento igualitario ha llegado a desempeñar un papel cada vez mayor18.

La política del reconocimiento tiene un profundo anclaje en la idea de “igual dignidad” de las expresiones culturales, dignidad y valor que sólo podrán dirimirse (me interesa rescatar el tiempo futuro) en la esfera pública. Si en el día de hoy, alguna imagen dignificante de la homosexualidad circula tibiamente por el imaginario colectivo, y también el logro mismo de las reivindicaciones, son hechos imputables a los ensordecedores cuestionamientos que las organizaciones hicieron al régimen silencioso de la tolerancia y que representaron su ingreso a la esfera pública. Ahora, inaugurado otro régimen para el habla, están dadas las condiciones para que un nuevo sujeto de enunciación pueda predicar sobre sí mismo, diciendo qué es y qué hacer para sí o, al menos, diciendo 152

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a la sociedad que no son aquello que los tolerantes dicen. Que estén dadas las condiciones para ejercer el derecho a ser antagonista de un discurso dominante constituye un derecho mucho más interesante que aspirar a la tolerancia. Es más humano. A su vez, existen condiciones para que la sociedad se descubra sensible ante problemáticas que antes conocía a través de un discurso impropio, y para que la porción que se identifique con esta problemática ajena pueda acusar a los tolerantes de haberles usurpado por adelantado una identidad humanista; porque fueron y son ellos quienes se apresuran a esconder lo diverso para suspender la ampliación de la sensibilidad social. *** No he querido en estas páginas anatemizar gratuitamente la tolerancia. Sin embargo, consideraré haber logrado mi objetivo si brindé argumentos convincentes para sindicarla como un estado de ánimo (eso que sus defensores llamarían “virtud”) que produce resultados muy contradictorios. Y es que, después de todo, no me parece descabellado pensar que si algunos males duran cien años tal vez se deba a que la tolerancia los acompaña con la persistencia de una sombra.

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Ser gai en Venezuela: Literatura y homosexualidad por las tierras de Bolívar Alejandro Varderi

1 Para un análisis detallado de los problemas de oferta, demanda y comercialización del libro venezolano sugiero mi estudio Estado e industria editorial:¿Por qué no se vende el libro en Venezuela? Caracas: FUNDARTE, 1985.

2 Para un comprensivo análisis de estos factores recomiendo el estudio de Luís López Álvarez Literatura e identidad en Venezuela .Barcelona: Promociones y Publicaciones Universitarias, 91991.

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Podría decirse que, en general, la literatura venezolana es muy poco conocida allende nuestras fronteras. Ello es así dado la falta de proyección de las editoriales nacionales1, y la escasa representación de nuestros autores en antologías, fondos editoriales extranjeros, series de traducción, programas de estudios universitarios y ponencias en congresos internacionales. Ante este panorama no es de extrañar que, por su naturaleza, los textos de temática gai hayan permanecido doblemente al margen del discurso crítico, tanto dentro como fuera del país, pues internamente no existe una crítica periodística ni académica interesada en destacar los aspectos correspondientes a la sexualidad y al género. El debate de la literatura escrita desde el final de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, en 1958, se ha centrado más bien en nociones de experimentación con el lenguaje, identidad, herencia cultural y los cambios sociales producto de la economía petrolera2, presentes en obras como País portátil de Adriano González León, Cien máuseres, ninguna muerte y una sola amapola de Alfredo Armas Alfonzo, Abrapalabra de Luis Britto García, La casa en llamas de Milagros Mata Gil, Metástasis del Verbo de Oswaldo Trejo, Yo soy la rumba de Ángel Gustavo Infante, Juegos bajo la luna de Carlos Noguera, Los últimos espectadores del acorazado Potemkin de Ana Teresa Torres, y Ajena de Antonio López Ortega. Será pues en estas corrientes, donde se inserten las obras de temática gai dentro de las fronteras nacionales.. Externamente, David William Foster en su Gai and Lesbian Themes in Latin American Writing únicamente cita la obra del dramaturgo y novelista Isaac Chocrón. Por su parte el diccionario Latin American Writers on Gai and Lesbian Themes, editado por el propio Foster, incluye ade155


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más a los dramaturgos José Ignacio Cabrujas y Román Chalbaud, y al artista conceptual Marco Antonio Ettedgui. Y Roberto Echavarren en Medusario: Muestra de poesía latinoamericana, amplía el aspecto homoerótico de la poesía de Ettedgui. Más allá de estas someras referencias, poca documentación existe hoy sobre el caso venezolano; de ahí que en este ensayo me interese no sólo remitirme a ciertas obras y autores, sino también reflexionar en torno a lo que significa ser gai en Venezuela. Escritores de distintas generaciones como Isaac Chocrón, Francisco Rivera, José Balza, Armando Rojas Guardia, Marco Antonio Ettedgui, José Vicente De Santis y Boris Izaguirre me permitirán reflexionar sobre el tema. Ello por su capacidad de armar un discurso inter(s)(t)ex(t)ual; de tejido del cuerpo del lenguaje y del lenguaje del cuerpo, sin favorecer un género ni jerarquizar los discursos. Autores, pues, que se expresan indistintamente en prosa y verso, a través del diario, la carta, el cuento, la novela y el ensayo; acudiendo al teatro y al cine; a partir de lo femenino y lo masculino; manifestándose desde el yo y desde el yo del otro, en movimiento constante a lo largo de un “margen”3 que el autor desvirtúa, y el hablante transgrede liberándose de la especificidad de cánones, escuelas y costumbres. En este sentido, Isaac Chocrón (Caracas, 1933) en su novela Pájaro de mar por tierra explora la ausencia de autorreferencialidad del yo a través de la historia de Miguel Antonio Casas Planas: joven, bello y sin ataduras, quien decide escapar del trópico caraqueño, no para hacerse con una identidad, sino para deshacerse de ella o, mejor dicho, de lo poco que había acumulado en sus diecinueve años de vida. Memoria que se va por el inodoro, junto con el pañuelo endurecido por el semen de sus masturbaciones nocturnas, horas antes de tomar el avión que le llevará a descubrir Nueva York. A partir de ese momento, Chocrón empezará a llenar con las versiones de los otros, el lugar del yo que MiguelMicky va vaciando en tanto pasa por ellos: de la prostitución en Times Square a su relación con Frank, y su mariage blanc con Tina. Y de ahí al desencanto con la ciudad, el regreso a Caracas donde conocerá a Gloria, la única mujer sexualmente atractiva para él, y su misteriosa desaparición en las costas de Aruba sin dejar rastro alguno. 156

3 «A partir de la escritura/lectura, y de un modo más amplio, a partir de un margen estético, lúdico, el hablante puede librarse de las hipóstasis ideológicas que lo encadenan a una identidad, a ciertos términos y lineamientos de conducta que su medio (familia, trabajo), le adjudica». Roberto Echavarren, Margen de ficción: Poéticas de la narrativa hispanoamericana, pág. 8.

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El drástico fraccionamiento del yo de Miguel a manos de los demás, es planteado por Chocrón también fragmentariamente, con la presentación de instantáneas, escenas aisladas en las vidas de quienes, a través de cartas, conversaciones grabadas y telegramas, intentan explicar a Micky explicándose, exponerlo exponiéndose; articular desde sus petites histoires la de Miguel, sin caer en la cuenta de que lo logrado es la operación contraria, pues en vez de perfilar el yo de aquél lo difuminan. Sólo Miguel tiene la capacidad de mostrarse tal cual quiere que lo vean, pero eso no le interesa; su apatía ante todo le priva de la autosatisfacción que conlleva el contarse a sí mismo, y en esa falta de egocentrismo es donde reside su incapacidad para narrarse: “Todo el mundo quería poseerlo. ¿Por qué? ¿Cuál era su encanto? A lo mejor no era el misterio sino la generosidad con que se daba cuando quería darse” ( Pájaro 148), apunta Gloria. Por supuesto ello no es, como supone Gloria, generosidad, tampoco falsa modestia. Es más bien el resultado de un desarraigo de la ciudad, la casa y el propio cuerpo, al que Miguel se ve lanzado cuando busca emanciparse de la realidad que lo asfixia e, indirectamente, lo desplaza de los márgenes a un primer plano: de la periferia subdesarrollada a un centro hiperdesarrollado, o subdesarrollado por exceso, como es Nueva York, hasta que la ciudad “se le convirtió en un urinario gigantesco repleto de maricos” (Pájaro 53). Esta transposición geográfica y sus consecuencias en las vidas de un sector muy específico del mundo artístico venezolano es lo que Voces al atardecer de Francisco Rivera (Caracas, 1933) aborda, utilizando el diálogo, la narración, el monólogo y la carta para desentrañar las historias de pintores, escritores, profesores y sus admiradores en la Caracas de los años setenta y ochenta. Historias que fluctúan por todas las posibilidades del deseo –ya sea éste heterosexual, bisexual, homosexual o transexual– en ambientes cultivados, donde abundan las referencias al arte y la literatura universales, con personajes que se mueven sin obstáculos entre la periferia y los centros. Con humor e ironía, Rivera pasa revista a ciertos integrantes de la generación que se deslizó sobre la cresta de la ola, los años más fértiles de la prosperidad petrolera, pero entraron en una espiral autodestructiva puesta a aniquilar su creatividad, o lograron sobrevivir al exceso para ORIENTACIONES revista de homosexualidades

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recuperar con sus voces el atardecer de las que quedaron silenciadas. A partir de la muerte de Aurelio, pintor y bon vivant, como consecuencia de sus excesos, Pedro Salazar, escritor y amigo de éste desde la infancia, va reconstruyendo su existencia, que es también la de Mauricio, Mariana, Bela, Margarita, Arturo, Frederick… Ello mediante una polifonía de rumores, opiniones, confesiones y observaciones, cuya reiteración –por momentos claustrofóbica, en su capacidad de aislarlos de las realidades de un país donde se sienten ajenos– los salva. Ya lo dijo Zolla: “La redundancia es la llave que los encierra y lo que eventualmente podría liberarlos”. De ahí que el autor utilice este recurso para trasponer, mediante esa insistencia, las directrices de las sexualidades que sus protagonistas actúan: Sí Frederick tiene toda la razón del mundo, tengo una barbilla desdibujada, muy poco prominente o, como tú dices en la novela, a receding chin. ¿Cómo yo digo? Sí, como tú dices, Frederick. Estéticamente inadmisible, eso, eso de tener una barbilla así. Pero tiene remedio. ¿Qué es el arte? ¿Para qué existe? Para corregir las imperfecciones de la naturaleza…. Como Antinoo los muslos, como Antinoo, el esclavo de Adriano, como mi esclavo, como Juanito… ¿Venezolano, yo? Son of a bitch . Venezolana será tu madre, Frederick, you motherfucking cocksucker. ¡Jesús, niño, no digas esas cosas! (Voces, 66-67)

4 «Las sexualidades múltiples -las que aparecen con la edad (sexualidades del bebé o del niño), las que se fijan en gustos o prácticas (sexualidad del invertido, del gerontófilo, del fetichista…), las que invaden de modo difuso ciertas relaciones (sexualidad de la relación médico-enfermo, pedagogoalumno, psiquiatra-loco), las que habitan los espacios (sexualidad del hogar, de la escuela, de la cárcel)- todas forman el correlato de procedimientos precisos de poder». Michel Foucault. Historia de la sexualidad: La voluntad de saber, pág. 62.

Múltiples sexualidades que, parafraseando a Michel Foucault, permiten a quien las ejerce dominar al otro4. Y ninguno de los personajes utiliza tan efectivamente ese poder como Bela, el joven diletante en cuya androginia reside la facultad de atraer a todas las voces que lo nombran; si bien con su actitud dejará muy clara la dirección de su deseo: No hacía nada, sino soñar con la operación, con el día en que sería mujer. Cuando esto sucediera, esta rectificación del tremendo error, volvería a pintar y mejor que antes. Volvería a pintar mejor que Aurelio, que no es ni hombre ni mujer, sino un marico, uno de tantos maricones que pretenden que un hombre macho, como era yo, por error, porque hubo inicialmente un error, se acueste con ellos. ¡Que un hombre macho se acues-

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5 «Es cosa de atrapar al lector en las seis primeras líneas, porque sabes que es un lector impaciente. Tú tienes que agarrarlo y no soltarlo más: tenerlo contigo, decir las cosas concretamente». José Pulido. «Isabel Allende en todas partes». El Nacional (28 de Noviembre de 1985): C2.

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te con un maricón! ¡Esa vaina no es conmigo! Mientras yo sea hombre jamás me acostaré con ninguno de ellos. Ni con Aurelio, ni con el marico de Arturo…. Ahora, cuando yo sea mujer, después de la operación, ya veremos. Aunque tengo mis dudas… (Voces, 167)

Y es con este personaje que Francisco Rivera introduce en la literatura venezolana el tema, hasta ese momento inexistente, de la transexualidad, y sus distinciones con respecto a la atracción homoerótica. Lo que Roberto Echavarren ha calificado como “el devenir mutante, siempre en fuga, un pasaje entre distinciones en el juego abierto de las diferencias”. La pluralidad de recursos técnicos, y el desencanto por el que atraviesan unos personajes de sexualidad igualmente ambigua, tienen en José Balza (Delta del Orinoco, 1939) su máximo exponente; no sólo por la naturaleza de los caracteres en sí, sino por la concepción de una escritura porosa puesta a permear todos los estratos de la sociedad venezolana, todos los paisajes, todas las edades. Ello, desde una mirada que no discrimina sino funda: la descripción de un club de sexo en Caracas, por ejemplo, se fusiona con la selva del sur, desde la voz de un locutor de radio que describe a un escultor “ligado al río y al sol, venido a la ciudad porque quizás confundía los edificios con las grandes torres pétreas de Guyana”; o de un doctor recordando al hombre que desea, ubicado en “la vasta ciudad moderna, pero también en un remoto rincón de los montes andinos”. Ello traza una diferencia importante con la narrativa del post-boom, pues es una literatura que privilegia, no al “lector impaciente” de, pongamos por caso, Isabel Allende5, sino al que se concede el tiempo para adentrarse en la narración y maneja un espectro amplio de referentes, contradiciendo el aparato productivo de los centros que exige especialización y no dispersión. Aquí se busca a un lector que conozca de ópera y boleros, que domine los códigos urbanos pero entienda el hechizo de la selva, que disfrute la soledad aun cuando sepa interactuar en sociedad, e ir del “lenguado con hierbas de Provenza” a la “lapa a lo ‘Carmen Luisa’” (Medianoche 89) sin transiciones; pues no existe “una línea exacta, una conclusión invariable. Todo es fértil, ágil, enloquecedor porque puede transformarse

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incesantemente”, y fluctuar de lo masculino a lo femenino, con la ambigüedad que surge de una mirada doble y dable de recorrer, con idéntico placer, la sensualidad de ambos sexos. En Largo por ejemplo, donde Adriano necesita adoptar el rol del amante activo para desear a otro hombre, si bien acaba dejándose penetrar por el amado. Ello como alegoría de la estrategia del autor para describir su sexo y el del otro indistintamente, con una escritura donde la forma envuelve al fondo y lo somete poéticamente: “En los huecos de las puertas, sobre las aceras, Adriano y el adolescente se amaban. Antes del amanecer, todos los zócalos del sur de la ciudad estaban impregnados con sus caricias” (Largo 95). Tal despliegue poético, pero volcado hacia una escritura místico-religiosa es lo que distingue la producción de Armando Rojas Guardia (Caracas, 1949). Como poeta y ensayista, Rojas Guardia ha reflexionado, desde una voz antológicamente cristiana, en torno a lo que significa ser un escritor homosexual creyente, a pesar de la condena eclesiástica a la dirección de su deseo. Para este autor, la idea de Dios conlleva, siguiendo a Georges Bataille, “una forma de entrar en un silencio sagrado, y de conservar en el lenguaje un derecho de definición y de legislación soberanas”, asentadas en su premisa de que “Dios enamora al hombre que lo ama” (Rojas Guardia). Por ello, sus textos son fruto de la fusión con un amante doble, que el pronombre ambiguamente enuncia, increpa, llama, agradece, en un estallido de sensaciones olfativas, visuales, gustativas, acústicas y táctiles:

6 Rojas Guardia. Poemas de Quebrada de la Virgen, pág. 21.

Me despierta Tu olor entre las sábanas./ Vengo junto a Ti, que te me expandes/ en la carne agradecida, con ímpetu solar./ Digo Junto a ti. Vuelvo a decirlo./ Y para algunos, poquísimos amigos/ es hoy este rubor confidencial: nadie sabe/ que, a Tu sombra, gusto vivo,/ el ápice frutal de mi deseo sabe intacto,/ anterior al paladar de su lenguaje,/ como aquella manzana de Cezanne/ exacta sobre el fondo. Sin gusano 6.

Al entrar con la lengua en el Amado, el poeta expía la culpa que tal acto acarrea, pudiendo, con ese despliegue de los sentidos, salvarse para la palabra y la obra; al tiempo que ensaya una erótica del espíritu que si

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7 "Eventos y ambientaciones en los cuales el artista une fondos primitivos con formas esenciales primarias de comunicación con el público…. Punkake es una actitud corporal, un lenguaje de acción, la codificación de lo punk -maldito, agresivo, desapartado del artehasta nuestras últimas corrientes de inmolación del cuerpo, Post-Punkake fue originalmente la II versión de Punkake, pero derivó hacia un evento-ambiente donde el cuerpo del artista accionaba los objetos y con el mismo fondo de aquél». Alejandro Varderi, Juan Calzadilla y Elsa Flores, eds., Ettedgui: arte-información para la comunidad, pág. 205.

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heterosexualmente la Iglesia ensalza y defiende, homosexualmente condena, tal cual el mismo Rojas Guardia nos recuerda en uno de sus ensayos más lúcidos: Para el homosexual, constituye empresa titánica construir la espiritualidad de una pareja. Y ello porque pertenecemos a una especie amorosa para la que no existe, diseñado, un orden cultural. El afecto y la erótica heterosexuales encuentran ante sí, efectivamente, una cultura: paradigmas, ritos, estadios iniciáticos, códigos coherentes y modelos sancionados por la experiencia milenaria…. Los homosexuales carecemos de ese orden. (El calidoscopio, 152)

A comienzos de la década de los ochenta empezará a darse a conocer en Venezuela una obra de temática gai – que sin embargo no tiene, aún hoy, su contrapartida en una escritura abiertamente lesbiana– unida a otras expresiones artísticas como el teatro, el arte conceptual y el performance. Ello, fundamentalmente, de la mano de Marco Antonio Ettedgui (Caracas, 1958-81). Este creador, en sus textos poéticos, obras de teatro, instalaciones y performances predijo la emergencia, en su doble acepción, de una generación de escritores y artistas para quienes el reto sería, justamente, la concepción de una obra que pudiera ser desconstruida y reciclada, con objeto de reinventar las culturas coexistentes en la periferia, y una presión y competencia renovadas en los centros para acaparar los mercados donde colocar sus excedentes: “Los novísimos venezolanos somos los artistas más preparados para subsistir en medios agresivos desde Michelangelo”, afirmó en “Post-Punkake”, evento para la serie informacional “Arteología”.7 Si bien Ettedgui murió a los veintidós años, en un accidente sobre las tablas del teatro Rajatabla de Caracas, mientras actuaba en la pieza de Javier Vidal Eclipse en la casa grande, dejó una obra sugerente, concebida con una clara conciencia de ruptura entre low y high art, que se observa especialmente en sus trabajos de arte conceptual, donde además de llevar a cabo actos escatológicos y masturbarse públicamente con animales, utilizaba textos abiertamente homoeróticos, que leía en sus performances –sobre un escenario donde se sincretizaban televisores, símbolos patrios y altares populares– acompañado por travestis,

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homosexuales, lesbianas y adictos a las drogas. Actos donde el público asistente iba incorporándose hasta terminar el evento en una gran fiesta tecno-retro-kitsch:

8 Ettengui: arte-información para la comunidad, 49.

Hablé un tanto con un homosexual en un local nocturno/ en el local nocturno discutimos sobre pelucas, sostenes, fue irresistible presentaría a un enano, un sacerdote, uno de la FALN/ nos detuvimos a contar historias lujuriosas/ íntima salí de pañuelo en el pelo por la calle.8

Rebelarse para revelarse, sedición del margen por seducción, heroísmo de la debilidad que se empina sobre las convenciones y se muestra, se despliega. En ninguna época histórica, como en el milenio actual, las voces marginadas por el sistema político y la normativa social, se han alzado con tanta fuerza para hacerse notar, no tanto con el fin de imponerse sino normalizarse. Y ningún grupo tan decidido a hacerse escuchar como los homosexuales que viven en los centros desarrollados. La ilusión de tolerancia, sin embargo, con que la homosexualidad ha sido históricamente manipulada en el mundo hispano, ha contribuido a la inexistencia de organizaciones sólidas desde donde los homosexuales puedan hacer valer sus derechos. Algo catastrófico, especialmente en los años ochenta y noventa, cuando el sida se instaló en nuestras sociedades borrando violentamente la vida y obra futura de tantos creadores en edad productiva.

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9 Para un interesante análisis socio-histórico de la época, recomiendo el estudio de Albor Rodríguez, De eso no se habla (La huella del SIDA en Venezuela). Caracas: Alfadil, 1996. Aquí este periodista entrevista a militares, sacerdotes, empresarios, estudiantes, amas de casa, obreros, prostitutas, activistas, médicos, que son seropositivos o trabajan en asociaciones ligadas al tratamiento de la epidemia.

10 A nivel teatral sin embargo, el sida ha sido tema central en numerosas obras: Hombre (1990) y Habitante del fin de los tiempos (1996) de Johnny Gavlovski, Habitación independiente para hombre solo (1990) de Elio Palencia, Escrito y sellado (1993) de Isaac Chocrón, El sida y el génesis (1993) de Maritza Palencia, El último brunch de la década (1993) de David Osorio Lovera, Fin de siglo (1996) de Aminta de Lara, y Fingers/Dedos de goma (1997) de Marcos Purroy.

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Mientras los centros se organizaron, en Latinoamérica operó la moral del miedo, y la enfermedad se vio como una sanción al exceso en el que, quienes juzgan, dicen no haber caído. En este sentido, la ignorancia del grueso de la población y su temor irracional al contagio, llevaron a veces a exigir que se aislara a quienes hubiesen contraído esta enfermedad, patentizándose así la discriminación entre los positivos y los negativos, es decir, los inmorales de un lado y los decentes del otro. En Venezuela poca visibilidad tuvieron los escasos grupos abocados a proteger los derechos de los homosexuales 9. Aún en los lugares de ambiente, escasa solidaridad ha existido siempre para afrontar las injusticias sufridas por quienes se desvían de la norma: besarse, por ejemplo, está prohibido en algunos locales gai de la capital; imaginémonos entonces la situación en los núcleos marginales y rurales del país. Ello llevó a muchos jóvenes a dejar Venezuela buscando, no sólo espacios donde pudieran expresar abiertamente la dirección de su deseo, sino los recursos médicos donde tratarse en caso de haber contraído el virus. En tal sentido, la cineasta venezolana Irene Sosa en su mediometraje Sexual Exiles (1999) entrevistó a hombres y mujeres que dejaron Venezuela y otros países del continente, a fin de liberarse de las presiones de sus respectivas sociedades y vivir en los Estados Unidos una existencia mucho más libre. Y la iniciativa “AID for AIDS”, dirigida por el también activista venezolano Jesús Aguáis desde Nueva York, proporciona, desde los años noventa, medicinas y atención médica a latinoamericanos que necesitan tratamiento. A nivel literario sólo Jeremías el replicante, novela testimonial de José Vicente De Santis (Barquisimeto 1960-89), ha tratado en Venezuela el tema del sida10. Ello, desplazando el yo del autor hacia un Él que reterritorializa el proceso de infección, descubrimiento, negación y aceptación de la enfermedad, durante los años en los que un diagnóstico positivo resultaba ser una sentencia de muerte. La carta, el diario, las conversaciones telefónicas, se imbrican aquí con la descripción de ese Él, puesto a viajar de Venezuela a Europa buscando afianzar una identidad sexual que el trópico le hurtaba. Allí, prostituyéndose, trabajando como modelo, viviendo diferentes aventuras sexuales siempre frustrantes, hasta saberse portador del 163


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virus, el personaje naufraga, y acaba por ingresar a un monasterio donde espera encontrar en la teología una respuesta al porqué de su situación. Más allá de su posible valor estético, interesa del texto observar cómo, siguiendo el proceso de traslación y fragmentación del yo, se puede perfilar la manera cómo la sociedad venezolana coaccionó al enfermo de sida, hasta hacerle arrepentirse de sus “faltas” y obligarle a doblegarse a la moral del colectivo, contra la cual, por haber seguido sus impulsos, había atentado: El muchacho, sorprendido, lloraba emocionado, había huido de su casa en Barquisimeto, donde su familia al enterarse de la enfermedad, lo había encerrado bajo llave en una habitación para evitar el contagio y la vergüenza… Ella consultó a su ginecólogo –así me dijo– y éste le advirtió sobre el riesgo de contagio al “tocar las hojas de papel que él ha tocado” y, además, le prohibió rotundamente la posibilidad de contacto alguno. “Al hablarle –parece que también le dijo– pueden saltarte chispitas de saliva y te contagias”…

11 «La línea entre el kitsch y el camp refleja parcialmente la división de la audiencia entre, siguiendo la terminología camp, ignorati y cognoscente. El productor o consumidor del kitsch probablemente no esté conciente de hasta qué punto sus pretensiones se encuentran contenidas y alienadas en el objeto kitsch. Por otro lado el camp comprende una celebración por parte del cognoscente, de la alienación, la distancia y la incongruencia, reflejadas en el proceso mismo por el cual un valor inesperado puede ser localizado en algún oscuro o estridente objeto». Andrew Ross, No Respect, págs. 145-46. Mi traducción.

Ya decidida su clausura quiso decir un adiós a toda voz. Habló por prensa, radio y televisión, quiso que lo viesen como un homosexual arrepentido, como un condenado a muerte que la enfrentaba con valentía y amor, como alguien feliz por el inminente encuentro con Dios. Las reacciones de amor y solidaridad vinieron de todas partes. (Jeremías, 160-63)

En el extremo opuesto a esta actitud se hallan las novelas de Boris Izaguirre (Caracas, 1965) quien, con desenfado e ingenio, ha abordado el tema gai con una mirada irónica, escéptica y crítica que no deja, sin embargo, de abrirse a la ocurrencia y el goce. Tal manera de ver se resuelve en El vuelo de los avestruces a través del gesto camp , con el cual el narrador celebra las incongruencias y sin sentidos, surgidos de la interacción entre lo sublime del vivir de las clases altas venezolanas y lo grotesco de la situación del pueblo; produciéndose así un contrapunteo constante entre esnobismo y rudeza, que las preferencias sexuales permean, nivelando comportamientos y democratizando estratos. Incluso la percepción del kitsch dependerá del lugar donde se ubique el cognoscenti 11 . Así, el ho164

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12 En este sentido, el kitsch básico refiere al objeto original cuya estridencia lo lleva al exceso, inclinándolo hacia lo grotesco. Por su parte el kitsch manufacturado comprende la reproducción, para la sociedad de consumo, de un original cuyo valor estético al multiplicarse se diluye; si bien el poseedor del mismo lo atesorará como prueba de la sofisticación de su gusto, inclinándolo entonces hacia lo sublime.

13 Y aquí me refiero al modo en que el autor, como cognoscenti se apropia del kitsch básico y el manufacturado haciendo uso de la ironía, el esteticismo, la teatralidad y el humor, como rasgos fundamentales del camp. Para una discusión más detallada del los usos del camp y el kitsch en el contexto iberoamericano, remito a mi estudio Severo Sarduy y Pedro Almodóvar: del barroco al kitsch en la narrativa y el cine postmodernos (1996).

mosexual y la mujer –independientemente de su extracción social– harán suyo el kitsch manufacturado, en tanto que el hombre heterosexual quedará nivelado por el kitsch básico 12 : Noté en los párpados de Cerro que empleó, a pesar del traje, su secreto más preciado de belleza: el creyón de sombras marrón que no era el marrón común que caracteriza la vestimenta de cualquier hombre caribeño. Ese marrón que se confunde, más que con la mierda, con la poca claridad mental, el futuro incierto, la desatinada fantasía latinoamericana. (El vuelo, 65)

Igualmente, Azul petróleo y 1965 se vuelven al gesto camp 13 . La primera, centrándose en la sociedad surgida con la caída de la dictadura pérezjimenista, para denunciar los males de la democracia, y hacerla responsable de la emergencia del régimen populista actual. Y la segunda, adoptando el tono autobiográfico para articular la construcción histórica del sujeto homosexual, a caballo entre Latinoamérica y España14. Una articulación

14 Otro texto narrativo de temática similar a 1965, es mi novela Amantes y reverentes (Santiago de Chile: Red Internacional del libro, 1999) donde se busca construir dicho sujeto, entre Venezuela y España, los años de la bonanza petrolera comprendidos entre 1974 y 1982.

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que cobra hoy gran urgencia dado el resentimiento que algunos sectores del país muestran contra los inmigrantes 15 . Es importante destacar aquí que el incremento de los exilios económicos, y de los asilos políticos y sexuales ocurridos desde la instauración del chavismo en 1997, así como el aumento de la intolerancia hacia las diferencias en años recientes no augura, a mediano plazo, un porvenir brillante para nuestra literatura gai. De hecho, ser gai en la hoy llamada República Bolivariana de Venezuela conlleva riesgos que van más allá de la burla o marginación social, como lo demuestra el asesinato de varios

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15 Destaco aquí algunas recomendaciones del llamado Frente Simón Bolívar del Soberano Pueblo de Venezuela: «CONSIDERANDO: Que desde el año 1940 comenzó el flujo de extranjeros a Venezuela de las siguientes latitudes: España, Italia y Portugal. (…) CONSIDERANDO: Que aún habiéndose nacionalizado o tenido sus hijos en territorio patrio, éstos seguirán siendo europeos y que por sus venas sigue corriendo el desprecio hacia nuestros símbolos patrios y contra el venezolano. ACUERDA: Articulo 1. Que el pueblo venezolano constituya tribunales populares con el concurso de venezolanos trabajadores y estudiantes para que juzguen a estos enemigos del pueblo venezolano. Artículo 2. Que las autoridades a quienes les competan estas atribuciones procedan a congelar sus cuentas bancarias, bienes muebles e inmuebles que son producto de su implacable explotación y usura contra los nacionales. (…) Artículo 5. Aquellos que resultaren culpables serán expulsados y sus bienes confiscados sin ningún recurso». www.Volante.doc.

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16 En julio de 2000, Dayana Nieves fue asesinada en Valencia, con la supuesta complicidad policial. En febrero de 2002, Leonela Valero Parra fue encontrada muerta de dos disparos en Maracaibo, y en marzo del mismo año el cadáver en avanzado estado de descomposición de Anjie Milano apareció detrás del centro comercial Sambil, también en la ciudad de Valencia. International Gai and Lesbian Human Rights Comission, www.iglhrc.org.

17 En un memorando dirigido a la Comisión Estratégica Ideológica de los Círculos Bolivarianos se establece lo siguiente: «Nuestro ideal revolucionario concibe al hombre como un ser dispuesto a sacrificar su vida en aras de sus ideales. Y esto debe significar que si se está dispuesto a entregar la vida, la del contrario también puede ser tomada en razón de ese mismo objetivo que es la revolución. El uso de la violencia la permitimos porque el hombre tiene su cometido que cumplir dentro de la revolución bolivariana. La violencia permite la búsqueda y la consecución del progreso y el triunfo de nuestros ideales. No permitimos disentir porque la causa revolucionaria hay que abrazarla de manera integral. Tampoco debe haber separaciones ni oposiciones al pensamiento chavista. Ya que una posición contraria puede significar incluso la muerte y de esta manera protegemos los objetivos planteados en nuestra organización. Ya nuestro presidente Chávez lo dijo: …»Y nosotros tenemos las armas…» www.Volante.doc.

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transexuales en diferentes regiones del país16. Un país donde el exceso de “bolivarianismo” banaliza la figura de Simón Bolívar llevándola al kitsch de las imágenes que se venden en cualquier esquina sobre tazas, camisetas, bolígrafos y estampitas. Igualmente, el nombre del Libertador adjetiva la nueva Constitución, la televisora del Estado, los proyectos presidenciales, y todas las asociaciones civiles surgidas del proceso revolucionario. De entre tales asociaciones sobresalen, por su militancia e intolerancia, los Círculos Bolivarianos: grupos armados que patrullan las zonas marginales y los barrios obreros, siguiendo el modelo cubano de espiar al vecino (los Comités de Defensa de la Revolución), que no sólo amordaza a la población en general, sino que, en el caso de Cuba, fue instrumental en el ostracismo y la persecución sufrida por escritores homosexuales como José Lezama Lima, Virgilio Piñera y Reinaldo Arenas durante las décadas más duras de la dictadura castrista17. Ello puede trasladar además el espectro del miedo a disentir, a la vida cotidiana del venezolano, quien se halla ya a merced del hampa común, hoy en día a unos niveles inusitados, hasta el punto de que un grupo tan radical como Bandera roja, unido a la Federación de Centros Universitarios, han llamado a marchas masivas contra la inseguridad, y en solidaridad por las muertes de ciudadanos como los hermanos Faddoul –tres jóvenes que fueron secuestrados mientras se dirigían a la escuela y luego asesinados a sangre fría– y el empresario Fillipo Sindoni. De hecho los últimos ochos años, coincidentes con el “bolivarianismo”, han colocado a Venezuela en los primeros lugares en cuanto a cifras de secuestros, homicidios y

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violencia carcelaria en América Latina, con una fuerza policial militarizada, politizada y, en algunos casos como el de los hermanos Faddoul, en complicidad con los mismo secuestradores18. El modo como la literatura gai se inserte en este nuevo orden de cosas es aún prematuro establecerlo. Ello porque de los escritores activos aquí apuntados –Isaac Chocrón, Francisco Rivera, José Balza, Armando Rojas Guardia– viven al margen de las demostraciones en pro y en contra del chavismo, que han polarizado a gran parte de la población, y Boris Izaguirre reside en España. Se hace necesario aguardar entonces por la producción de una nueva generación de autores, más comprometidos con su sexualidad en las obras, que pueda canalizar el sentir de la cultura gai dentro del país. Un país cada vez más monopolizado por la figura de Hugo Chávez Frías, quien ha manifestado públicamente su voluntad de perpetuarse en el poder; y dependiente económica y tecnológicamente de los centros desarrollados para los que, pareciera, Latinoamérica ha quedado relegada a un segundo plano, ante la grave crisis en el Oriente Medio, y la emergencia de los violentos fundamentalismos puestos a sembrar el terror tanto en Estados Unidos como en Europa, cual constantes en este nuevo milenio.

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18 Olivares, Francisco. «Código de violencia». El Universal (16 de Abril de 2006). www. eluniversal.com.

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N O T A S

D E

L E C T U R A S

David Córdoba, Javier Sáez y Paco Vidarte (Editores), Teoría queer. Políticas bolleras, maricas, trans, mestizas. Madrid-Barcelona, Egales, 2005. Teoría queer es un libro necesario en el panorama cultural hispano. Una de las razones de esa afirmación se encuentra en el esfuerzo de las diferentes voces que componen la obra por explicar qué es lo queer . Es una aclaración que se agradece porque el término, pese a usarse con frecuencia por muchos autores, pocas veces va acompañado de una definición. Los editores abordan su proyecto desde las diversas formas en que puede responderse a la pregunta; por ejemplo: ¿cuál es su origen? ¿cómo ha evolucionado lo queer ? ¿quiénes son los autores de referencia? El otro objetivo que persigue el volumen es mostrar el espacio que hay para esa forma de pensamiento/acción en el contexto nacional. Como el título muestra, este libro trata de teoría; por ello, que el lector no espere encontrar recetas sobre la forma queer de actuar en un determinado contexto o de provocar en otros. En relación con el primer punto, introducirnos en el universo queer, los editores han apostado por la genealogía: tras la lectura del libro, cualquiera queda bien informado sobre el dónde, el cómo y el para qué de lo queer. En este sentido, la información se repite en gran parte de los artículos. Por eso, es pertinente hacer una crítica a la tarea de los editores: han hecho dejadez de su función a la hora de señalar a los articulistas que no era necesario dedicar las primeras páginas de sus textos a explicar el origen de lo queer . Reiterar en cada artículo la misma sucesión temporal de hechos y nombres produce cansancio en el lector. Sin embargo, existen valores en el volumen que justifican su lectura. En muchos de los textos, notablemente en los escritos por los editores, que se encuentran entre los más extensos, existe un meritorio esfuerzo ontológico por explicar el trasfondo de un vocablo inglés que no es sólo el concepto clave de la teoría que se nos presenta aquí, sino que también designa un movimiento; de ahí el interés del trabajo. De momento, uno y otro se quedan en lo queer y no es posible separar lo queer del queerismo ;

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de esa imposibilidad nacen dificultades para diferenciar la teoría de la praxis. Las aportaciones del libro conectan un término que nació en el cruce de actividades políticas (como la protesta contra el tratamiento del Sida por parte de la Administración norteamericana) y problemas filosóficos que tenían su origen en el marxismo, estructuralismo y constructivismo francés de los años sesenta y setenta del pasado siglo. Los articulistas relacionan el trabajo de autores que tenían poca relación entre sí (Monique Wittig, Foucault) o que, por decirlo con suavidad, se guardaban poca simpatía (Simone de Beauvoir, Foucault, Derrida) con el propósito de mostrar que, por encima o por debajo de sus afinidades, repeticiones y diferencias, la lógica que despliegan sus teorías los acercaba más de lo que ellos mismos hubieran supuesto. Que lo queer tenga sus antecedentes en teóricos franceses pero haya crecido en el suelo fértil de las universidades norteamericanas, vuelve el vocablo más universal y versátil que aquellos de origen único. Lo queer no es un producto del American way of life , sino que resulta de un cruce en el trabajo de dos continentes. Como los descendientes de linajes mixtos suelen ser resistentes, los defensores hispanos confían en que se adapte y crezca en campos menos fecundos, como el nuestro. El libro muestra que lo queer lucha contra los reduccionismos y las dicotomías (masculino/femenino, activo/pasivo, etc.) porque violentan la realidad, al obligar al sujeto a elegir entre lo blanco y lo negro; de resultas, la elección siempre va contra uno mismo y su pluralidad. El combate tiene lugar primero en el mundo no heterosexual porque es mayor la cantidad de binarismos que sufre un homosexual y su estigma también es más patente; luego, la lucha se extiende al resto de entornos. No hace falta ser homosexual para ser integrante del movimiento; lo que no se admite es ninguna clase de conformismo. El objetivo es superar las constricciones que limitan la identidad y la subjetividad o, si se quiere, que sólo alientan un pequeño número: aquellas que mejor utiliza el poder para sus fines. De ahí que se fomenten las repeticiones en la idea de que la lectura nueva de un texto, la explicación de un proyecto a un público diferente, creará variaciones que en-

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riquecerán el original. Se alienta la repetición porque se cree que, como tal, es imposible, ya que el tiempo introduce modificaciones, quiérase o no. También de ahí la apuesta de Judith Butler por la performatividad en la representación del género. Un hombre vestido de mujer, una mujer vestida de hombre, muestran lo artificial del hecho de ser hombre o mujer y así exhiben su vulnerabilidad. De esta forma se desactiva su carga simbólica y se produce ironía y parodia, y es necesario recordar que la ironía es una de las expresiones de la diferencia. La lectura del volumen deja claro el diverso origen de los contextos culturales y autores de referencia de la teoría queer , lo que multiplica sus líneas de fuga . Esto, que la enriquece, también puede llevarla a problemas de coherencia, como la dificultad para compaginar teorías que proceden del materialismo con otras psicoanalíticas. Sus defensores no lo ven así, confiados en la fuerza que emana de la versatilidad del rizoma que defendieron Deleuze y Guattari hace treinta años. En la actualidad, el rizoma se ha transformado en la multitud que defiende Negri. Gracias a esa variabilidad confían en lograr el éxito de sus apuestas prácticas, pese a carecer de una dirección única; vale decir que justamente por esa carencia de un centro que dirija el proceso, la propuesta de asociarse de forma rizomática es versátil y son mayores sus posibilidades de éxito. Como señala Vidarte: “Un rizoma tiene una estructuración y una ordenación interna, no es un simple caos, pero no pierde por ello su heterogeneidad” (pág. 99). Frente a la raíz y al árbol, que tienen un anclaje firme y una forma estable de funcionamiento, el rizoma carece de agarre y su funcionamiento es imprevisible, tanto para quien tiene el poder en sus manos como para los integrantes del colectivo. Podría ser que el rizoma y la multitud representasen una alternativa a las formas de representación y participación pública en las democracias actuales, algo que necesitan cada vez más nuestros sistemas políticos, como pensamos muchos. Ahora bien, precisamente los ejemplos que aparecen de figuras rizomáticas como “una manada de ratas corriendo en tropel atropellándose unas por encima de las otras, la grama, la mala hierba, un

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banco de peces, los líquenes” (Vidarte, 100), no son modelos de heterogeneidad. Se trata de multitudes, sí, pero uniformes, y habíamos quedado en que lo queer es la salvaguarda de las diferencias, en uno mismo y en los demás, y la apuesta por la diversidad hasta la parodia, límite de la verosimilitud. Por ello, si el rizoma se entiende a partir de esos ejemplos, entonces los teóricos queer se encuentran con este problema: o los ejemplos no están bien elegidos, y entonces deben buscarse otros que ilustren mejor la forma de organización descentralizada y versátil que se defiende, o el rizoma no es la figura que mejor se adapta a las necesidades de participación democrática y descentralización del poder. En la respuesta a ese dilema puede encontrarse una de las claves del futuro de la teoría queer.

Javier Ugarte Pérez

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1 Como se dice en la Introducción: “putas y maricones, de nuevo situadas como otras inapropiadas con las que comparar” (pág. 19)

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Grupo de Trabajo Queer (ed.), El eje del mal es heterosexual. Figuraciones, movimientos y prácticas feministas queer, Madrid, Traficantes de Sueños, 2005. Quizás lo más representativo de este libro, por lo original y por su intención provocadora, sea su título: surgido de y en medio de las manifestaciones públicas en contra de la guerra, cuando todo aquello que tenía que ser criticado y desacreditado por quienes se oponían a ésta se hacía refiriendo las relaciones entre los representantes del mal a partir del imaginario homoerótico. Frases del tipo “Aznar maricón” o “Aznar hijo de puta”, o dibujos de Bush y el ex presidente español practicando el sexo en un contexto donde esta acción se representaba como una humillación, son ejemplos de una afianzada homofobia ante la que responde esta recopilación de artículos y cuya condensación ofrece el título. Una respuesta en principio sencilla, que debería no ser leída como insulto en tanto se presenta simplemente como una verbalización de lo que siempre, por su estatuto de normal, se supone innecesario aclarar: decir que “el eje del mal es heterosexual” dice lo no marcado, lo que se presupone sin ser dicho y que en caso de ser de otro modo, sería lo primero en ser destacado. A su vez, y con la misma claridad (lo cuentan las editoras en la “Introducción”), las trabajadoras del sexo respondieron informando que Aznar no era hijo de ellas. Obviedades que parece necesario esclarecer para repetir que el lenguaje nunca es inocente, y entre cuyos interlocutores también se encuentra la izquierda heterocentrista. Una respuesta simple donde también puede ser leída la dimensión paródica cuando de lo que se reapropia es de la célebre frase de Bush quien aludía con ésta a los malos del choque de civilizaciones , y que así dividía el mundo en nosotros (en el discurso hegemónico siempre varón, blanco, heterosexual occidental, democrático y libre) frente a los otros bárbaros (reducido en aquel contexto al mundo musulmán, pero al que rápidamente se le consiguen asociar “otros malos” 1). Apropiación

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para su resemantización de un enunciado que produjo, en su momento, no menos que asombro dada su falta de seriedad e ingenuidad en un estado de mundo que requiere otras categorías de análisis que superen la idea de malos y buenos. El eje del mal aquí se transforma y se desplaza desde la dicotomía instaurada por ese nosotros homogeneizado para relocalizarse en las mismísimas producciones del “mal”: la tortura, la discriminación y la injusticia, en tanto métodos de gestionar vidas que ese nosotros produce cuando establece un@s otr@s de los que diferenciarse. Formas y efectos de unas relaciones de poder dentro de cualquier sistema de opresión (de sexo, de raza, de clase, de pertenencia geográfica) y constitutivas al régimen heterosexual en la medida que éste regula, modera y castiga deseos, prácticas, cuerpos que no se atengan a lo normal: “No pretendemos plantear la guerra como una barbarie derivada de una ‘esencia’ heterosexual, lo que denunciamos es un régimen heterosexual que aterroriza cualquier otra forma de sexo/género/deseo que no se ajuste a sus imposibles criterios normativos” (pág. 20). Estas dos dimensiones que pueden leerse en el título (una más literal y una más paródica) tendrían que ver con el tipo de práctica política que se pretende desde la teoría queer y desde este libro: la de la visibilidad sin tapujos de sus cuerpos “raritos”, con sus huellas indelebles dimensionándose en tanto testimonio y la de una visibilidad más teatral, donde se puede elegir qué y cuándo ser, donde la carnavalización del cuerpo pretende una subversión performativa de los géneros. Los artículos que conforman El eje del mal es heterosexual surgen de una reflexión acerca de las teorías y prácticas queer , y las relaciones que establecen con movimientos feministas y de gais y lesbianas. Así, en uno de ellos, se plantea un recorrido por los distintos grupos queer en España y las diferencias que mantienen con aquellos movimientos que defienden la integración, normalización, visibilización y cuyo ejemplo más claro estaría en el apoyo a Ley de Matrimonio frente al deseo queer de “quedarse a medias”, de “estar en fuga constante”. Asimismo, en la serie de entrevistas finales se analizan más las conexiones y disidencias con el

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movimiento feminista y los conflictos en torno al nombrarse mujeres, lesbianas, feministas. El resto de los artículos están seleccionados en tanto trabajan los vínculos entre “heterosexismo, clasismo, racismo, etnocentrismo”. Quizás lo más interesante de ellos esté en el uso de un lenguaje claro, que informa, “habla y denuncia” a través de las experiencias en primera persona, así como en cierto aire antiacadémico (aunque algunas de las autoras formen parte de este sistema) y en el intento (casi logrado) de salirse de ellas mismas y sus disfraces (de dejar el protagonismo por un rato) para proponer una visión más o menos teórica de las articulaciones que existen entre la heteronormatividad, el racismo, la inmigración, el neoliberalismo, las clases sociales y el sida. A lo largo del libro se repite la idea que los cuerpos son políticos, campos de batalla, que hay cuerpos-supervivientes, cuerpos-revoluciones. El eje del mal persigue estos “cuerpos que infunden terror ” y que en su propia existencia ejercen la resistencia: en algunos casos, en tanto estrategia que se puede elegir y festejar (como las fiestas drag kings , por ejemplo); en otros casos, la visibilidad sin disfraces y el cuerpo como registro de las heridas que no es posible quitarse son las que realizan esa desobediencia. Entonces, y pensando en que no todos los cuerpos pueden ser conscientes de su posibilidad estratégica, y que en su rareza no siempre les es posible festejar, se valoran aquellos artículos y aquellas voces que se ocupan de cuerpos que no pueden, quisieran o no, dejar de ser sólo a partir de sus marcas.

Eleonora Pascale

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M. Wittig, El pensamiento heterosexual, y otros ensayos Madrid-Barcelona, Egales, 2006. Traducción de Javier Sáez y Paco Vidarte Llega al castellano, quince años después de su aparición conjunta (y tiene el doble el elemento más antiguo de esta colección), una importante referencia teórica del área queer, ya conocida indirectamente a través de Judith Butler, quien dedicó a Wittig un entero capítulo en la tercera parte de El género en disputa. La obra, de clara relevancia histórica, recoge nueve ensayos: cinco sobre todo político/filosóficos, y cuatro de análisis literario. Estos últimos analizan obras de Wittig y otros autores, retomando consideraciones políticas anteriores, y se dirigen al mismo público que los primeros –no sólo al especialista literario. Probablemente deben ser leídos más como estímulos a la reflexión que como teorías cumplidas y cristalizadas. Como suele ocurrir con escritos desarrollados durante un periodo extenso (1976-1990), algunos conceptos clave se repiten con naturalidad en diferentes estadios de elaboración. Mas algunos pasajes son de una cierta oscuridad, quizás condicionada por el territorio hostil que Wittig está explorando. Resulta complejo –por decirlo sobriamente– construir una crítica completa de un sistema político-lingüístico desde su propio interior, esto es, utilizando su mismo lenguaje. La primera parte desarrolla dos motivos principales: el análisis/denuncia de la opresión , y la construcción de categorías culturales. Plantea progresiva y descarnadamente una llamada inequívoca al choque y a la demolición. Wittig no se limita a criticar la sociedad convencional y su lenguaje, sino que también aúpa sobre la mesa de disección, sin contemplaciones, varias de las pretendidas ‘vanguardias’. Las unas, por su análisis incompleto y resignado de la opresión; las otras, por su participación complacida en la misma. Sin medias tintas, del marxismo señala su limitativo autoencierro en la conciencia de clase (es decir, de una sola clase) negando el reconocimiento a otras clases –y a los individuos, caros al pensamiento wittigiano (contra esclavitud colectiva, liberación individual); del feminismo, tanto biológico como histórico, realiza una verdadera redefinición, criticando un matriarcado igual de

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heterosexual que el patriarcado; del psicoanálisis, denuncia que su “pluralidad de discursos analíticos actúa como una cortina de humo para los oprimidos, y les hace perder de vista la causa material de su opresión” (“El pensamiento heterosexual”, pág. 46). Aquí, analiza punzantemente el contraste entre el lenguaje simbólico del psicoanálisis, pobre y lagunar, y los ricos metalenguajes interpretativos desarrollados por sus adeptos. Estos juegos lingüísticos revelan la opresión practicada sobre sus pacientes, explotando su necesidad de comunicar, imponiéndoles un lenguaje, forzando un contrato psicoanalítico sobre sus debilidades. Un argumento conductor del libro es el sexo (que no el género), definido como categoría totalitaria creada por la opresión. Sólo existe el sexo femenino –concreción, particularización–, ya que lo masculino, por definición, es general y abstracto. La dominación social y política fabrica mujeres; ya produzcan, o se reproduzcan, los hombres se van a apropiar de su fruto. La condición de mujer reconstruye ideológicamente, como ‘natural’, lo separado política y socialmente. De aquí sigue uno de los conceptos portantes del pensamiento de Wittig: tanto ‘mujer’ como ‘no mujer’ son meros mitos, producto de una relación de explotación. Con consecuencias políticas inmediatas: no hay que liberar a la ‘mujer’ sino demolerla. Sugerencia emancipatoria –lesbiana: dejar de ser mujer. “El pensamiento heterosexual”, ensayo que da título a la colección, analiza el lenguaje como fenómeno, y su importancia política, y cómo la lingüística se desarrolla y penetra en otras ciencias. Según Wittig, el pensamiento heterosexual es un conglomerado de preconcepciones, teorías, disciplinas, que buscan el efecto opresor y que plantean una interpretación totalizadora. La sociedad heterosexual necesita de la diferencia, en todos los niveles, para concebirse a sí misma. Tal diferencia –para nada ontológica– sólo expresa cómo interpretan los amos una situación histórica de dominación. En la sociedad así construida ‘ vivir ’ debería ser, por dictado, ‘ vivir heterosexualmente’. Lo verdaderamente humano, en cambio, va a las raíces que nos acomunan, no exalta las diferencias. La reexploración filosófica del clásico concepto del contrato social –puente de transición hacia la segunda parte centrada en el lenguaje– formula una analogía entre claORIENTACIONES revista de homosexualidades

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ses, siervos y mujeres. El primer contrato social permanente, definitivo, es el lenguaje. Pero el contrato, lejos de ser una entelequia histórica, existe en nuestro aquí y ahora, por lo que somos responsables de comprenderlo y de actuar sobre él. Para que siga existiendo, cada firmante tiene que reescribirlo en nuevos términos. *** La segunda parte de la colección cambia perspectivas, más que argumentos; el lenguaje, que ya tuviera antes un papel intenso, será ahora central. Los enfoques políticos y filosóficos pasan de ser protagonistas a complementarios. El análisis de Wittig revela el lenguaje como un verdadero orden de materialidad, capaz de oprimir al individuo con sus discursos. El lenguaje está presente en la acción política contra la opresión (dando consistencia al binomio lucha + reorganización conceptual del mundo social) y en el trabajo literario, que se hace desde el lenguaje y para el lenguaje. Utiliza resultados precedentes: ni la ‘mujer’ existía, ni existirá la llamada ‘escritura femenina’. Para oponer políticamente los sexos, el opresor recibe refuerzo de un indicador lingüístico especialmente creado: el género, única marca léxica distintiva de un grupo oprimido. Existirá sólo el género femenino. La clase ‘hombres’ han arrebatado la universalidad a la clase ‘mujeres’, mediante un acto criminal de tipo conceptual, filosófico, y político. El sexo penetra en el lenguaje vestido de género, su criatura, y lo afecta integralmente, forzando a todo hablante del sexo oprimido a proclamarlo en su discurso. Sólo en apariencia léxico, desborda la lingüística (que se limita a proporcionarle reglas), y exige de la filosofía que lo acepte como un a priori. El diagnóstico de Wittig es terminante: el género debe ser destruido. Para ello no basta jugar con su marca léxica, sino que es preciso cambiar estructuralmente la totalidad del lenguaje. En última instancia, su destrucción sería imposible sin demoler estructuras filosóficas, políticas y económicas paralelas. A partir de ello se exploran cuestiones centrales de la creación literaria. La experimentación literaria, al intentar esclarecer un sujeto, es una práctica cognitiva de tal sujeto, su práctica subjetiva última. El hablante, pronunciando la fórmula ‘yo’, se reapropia del lenguaje en su totalidad, y se convierte en ese ‘yo’, en un sujeto absoluto. Mediante los puntos de vista se analiza la arriesgada apuesta de todo texto de temática homosexual; en cual180

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quier momento, el tema puede acaparar todo el sentido, aunque la pretensión sea literaria. Para ser eficaz, el punto de vista inicialmente homosexual debe alcanzar lo universal. Esta es la empresa máximamente estratégica de cualquier escritor minoritario, para que su obra literaria logre transformarse en un “caballo de Troya. Una máquina de guerra producida en territorio hostil.” Wittig sigue arremetiendo con gusto contra la vanguardia convencional; en este caso, contra la ‘literatura comprometida’, que juzga una formación mítica, como la escritura femenina. Pues no es oportuno subordinar la literatura al compromiso. Las influencias históricas, políticas e ideológicas sobre la literatura no pueden ser directas, porque su uso del lenguaje es diferente, como sistemas de signos paralelos. Historia y política se relacionan con los individuos y usan el sentido convencional de las palabras; la literatura se relaciona con las formas, y utiliza las palabras del modo más abstracto y al mismo tiempo más material. *** Sáez y Vidarte traducen pulcra, consistente y eficazmente del inglés, con sólo algún ligero titubeo en las extensas citas del francés. No repetimos aquí las críticas filosóficas que manifestara en su día Butler a las limitaciones del pensamiento wittigiano. Tampoco resulta esencial que sus análisis lingüísticos, presentados con ambición de generalidad, estén fuertemente vinculados a los sistemas específicos (francés e ingles) desde donde se realizan. Vale más destacar su iniciativa para romper esquemas, su seguridad para denunciar la opresión, generando nuevas ideas fecundas, más que formalizándolas detalladamente. Estas cualidades siguen explicando hoy la importancia e influencia de estos ensayos, y proporcionan una buena razón para aventurarse por los parajes agrestes que describen.

Fernando Sánchez Amillategui

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Ernesto Meccia, La cuestión gay. Un enfoque sociológico, Buenos Aires, granAldea Editores, 2006. Aunque Ernesto Meccia es sociólogo de formación y ha tenido buen cuidado en dejar claro, en el subtítulo del libro, el enfoque del ensayo, la insistencia en ese punto nos llevaría a error. El autor se enfrenta a tantos problemas relacionados con la orientación sexual y la identidad, que antes de meterse en harina sociológica lleva a cabo una reconstrucción filosófica (en la línea ontológica, diría un filósofo) de lo que es su objeto de estudio: qué es una experiencia y qué significa ser gay (o lesbiana). Por esa razón, el libro cumple más de lo que promete, pero también menos: más porque se levanta sobre una base filosófica, menos porque eso dirige las investigaciones según las orientaciones que marca la teoría. Si se quiere, el lado fuerte del libro es su base teórica y las muestras tomadas de la realidad sirven de aval de las reflexiones previas. La construcción de la orientación (homo)sexual que Meccia señala no se basa en una percepción del fenómeno, a través del control de las prácticas, objetos, etc., sino en una apercepción . La diferencia entre percibir y apercibir es importante: el científico percibe las cosas tal como son (en el mejor de los casos), pero los miembros de una comunidad aperciben las cosas ya filtradas por el lenguaje y los símbolos que comparten. Así, cuando se ve a un gai, no se piensa sólo en sus prácticas o en la dirección de su afecto, sino en la relación que mantiene con la masculinidad y con todos aquellos componentes que la tradición (médica, psicoanalítica, jurídica) ha volcado sobre sus espaldas. Al pensar en un homosexual se ven más cosas que actos privados. Por ejemplo, en la España de los años noventa, la imagen que transmitían de esta realidad diferentes medios de comunicación eran dos hombres sin hijos y con alto poder adquisitivo. La combinación de ambos rasgos hacía que el discurso social corriera el riesgo de adoptar puntos de vista como: ¿para qué quieren la paternidad compartida si no tienen hijos?, ¿de qué se quejarán sin viven mejor que los demás? Afortunadamente,

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ese estereotipo (falso, por sesgado) no se impuso y la sociedad reaccionó de manera positiva a los reclamos de derechos iguales. La perspectiva del libro es foucaultiana, es decir constructivista, lo que resulta lógico en un sociólogo, así como su seguimiento de las tesis de Pierre Bourdieu. Un científico social puede estar más o menos cercano a la filosofía de Foucault, pero en su campo resulta difícil mantener una actitud naturalista al estudiar un fenómeno que ha cambiado tanto con los siglos, al igual que se han transformado los instrumentos que se usan para conocerlo, el lenguaje y los símbolos. La simbólica que rodeaba la homosexualidad no es la misma que la que envuelve lo gai. Como categoría, la homosexualidad nació hacia 1870, producto de la elucubración de neurólogos y psiquiatras centroeuropeos; periclitó en 1969, con la revuelta de Stonewall, en la que los sometidos plantaron cara al poder. A partir de ese momento nació la cultura gai, con los componentes que conocemos: urbana, interclasista e interracial, volcada al consumo de productos de identidad y placer (moda, música, cine, libros, turismo), rendida al culto de la juventud y en combate por sus derechos. La homosexualidad fue perseguida por el Estado con todos los instrumentos a su alcance, mientras que lo gai (y lésbico) tiende a pactar con los gobernantes para conseguir sus objetivos de libertad e igualdad. No obstante, esta herencia no impide hablar de homosexualidad en los tiempos presentes. En este caso, se hace un uso puro del concepto, entendido como relaciones eróticas y emocionales con personas del mismo sexo, con independencia del tiempo y lugar en el que se hayan desarrollado (Grecia, Roma, Siglo de Oro español); “lo gai” sería una forma de vivir la homosexualidad. El enfoque del libro oscila entre una reflexión sobre la homosexualidad (donde se encuentra su componente filosófico) y el conocimiento de lo gai (donde se muestra la tarea del sociólogo). Los esfuerzos de Meccia se entenderán mejor al señalar que todavía no se ha encontrado un concepto universalmente aceptado para definir las relaciones entre personas del mismo sexo. Si sobre el término “homosexualidad” cae el peso del estigma, el de “gai” vuela sobre mundos de frivoli-

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dad (por su significado: “alegre”) y misoginia (por dejar de lado, al menos indirectamente, a las lesbianas). Que los teóricos todavía no hayan logrado ponerse de acuerdo para designar aquello sobre lo que piensan supone un problema para su trabajo y la causa que defienden. En su estudio, el autor señala: “no está bajo vigilancia ninguna persona en particular, sino la homosexualidad en sí misma, lo que implica que todos los homosexuales como ‘especie´ quedan cubiertos por la red cognitiva de la homofobia (pág. 47). Es inmensa la capacidad que tiene un dispositivo cognitivo para marcar la vida de las personas, porque ante la designación del rasgo de “homosexualidad” no valen las disculpas ni las excepciones; un homosexual, al ser portador de significantes predeterminados por la cultura, y al estar éstos llenos de connotaciones negativas, está expuesto a la amenaza de insulto y marginación en la vida cotidiana. Pero debemos ir un paso más allá para señalar que la marginación no se produce sólo desde la mayoría heterosexual, sino que también existe homofobia entre los homosexuales, en su empeño por eliminar cualquier rasgo caracterizado como “femenino”, y entre los colectivos al sospechar de las intenciones de los grupos que mantienen una postura contraria a los propios objetivos. Es pertinente señalar ese peligro para intentar no caer en una trampa. Meccia, ante la cuestión de la relación con el Estado, no tiene dudas de que los homosexuales (o gais) deben hacer todo lo que esté en su mano para conseguir la mayor cantidad de derechos y garantías posibles. El Estado impulsó a través de sus instituciones (la medicina pública, el derecho) la discriminación; por lo tanto, debe ser el Estado quien la resuelva. De ahí el cambio que se ha producido en las últimas décadas: los homosexuales han dejado de ser un problema creado por el Estado para convertirse en un problema para él. La razón del cambio se encuentra en que la persecución y el estigma llevaron a generar una subterránea identidad homosexual que se forjó en la clandestinidad de bares, asociaciones homófilas, domicilios particulares, etc. En esas décadas comprobaron cuáles eran los grupos que se les oponían con mayor fuerza (los conservadores morales, especialmente la Iglesia Católica) y los que eran

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receptivos a sus demandas (las asociaciones que defienden la diversidad sexual y las que luchan por los derechos humanos; verbigracia, para el segundo caso, Amnistía Internacional). En ese proceso, la pandemia de Sida, en los años ochenta, constituyó un hecho ambivalente porque, por un lado, volvía más sangrante el estigma, al presentar a todos los homosexuales como candidatos a portar el virus. Sin embargo, por otro lado, obligó al Estado a reconocer la existencia de un problema de salud pública y a tomar medidas para combatirlo, elaborando estrategias orientadas hacia los colectivos afectados. El resultado fue una mayor visibilización de los homosexuales y la posibilidad de que éstos hablaran de sus problemas en primera persona. Los homosexuales salieron a la calle a reclamar derechos, como en las marchas del orgullo (o de los derechos) cuando se sintieron fuertes para hacerlo. O se manifestaron cuando no tuvieron otro remedio que hacerlo porque se jugaban, literalmente, la vida en el combate, en el caso del Sida y la petición de tratamientos gratuitos y pensiones para los afectados. A partir de ese momento, los Estados cedieron un poco y comenzaron a defender la virtud de la tolerancia. Éste es el gran enemigo a combatir por la hipocresía que esconde. El esfuerzo del autor consiste en mostrar que, lejos de ser una estimable virtud pública, la tolerancia es la cortina que impide ver la violencia y marginación solapadas en el mundo que nos rodea. Apelando a la tolerancia, el Estado convierte en actos privados lo que antes era público, ya que los poderes así llamados (“poderes públicos”), como la policía y la magistratura, perseguían y condenaban la homosexualidad. En la actualidad no hay persecución, pero tampoco apoyo. La razón que expone el Estado para negarse a apoyar, defender, y tratar con igualdad a las personas homosexuales, es que sus opciones son privadas. El problema, para los gobernantes, es que no les resulta fácil convertir ese juego de manos en una argumentación convincente. Si tuvieran la capacidad para deshacer la identidad homosexual y comportarse como si nada hubiera ocurrido, como si la persecución nunca se hubiera llevado a cabo, sin duda la mayor parte de los dirigentes actuales lo harían. Pero los hechos del

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pasado son inamovibles, la persecución tuvo lugar y produjo víctimas; aún las produce como consecuencia de esa tradición (acoso escolar y laboral hacia quien es -o se sospecha que es- homosexual, índices de suicidio más elevados, etc.). El Estado debe dar una respuesta a estos problemas; con la apelación a la tolerancia intenta no hacerlo. La razón es sencilla: como en una democracia todas las conductas que no dañen el bienestar público deben ser respetadas (así aparece escrito en las Constituciones), tanto la hostilidad de las instituciones homófobas, como la indiferencia de las que tienen otros intereses, se expresan bajo un ropaje de tolerancia. A veces, incluso, de mala gana, como dando a entender que al conceder eso ya se ha ido demasiado lejos y que nadie debe esperar que se dé un paso más en esa dirección porque tolerar, como bien indica el autor, significa soportar algo que no se considera lícito, sufrir estoicamente un envite sin cambiar el punto de vista sobre su agente. Los homosexuales no pueden aceptar la tolerancia porque aún existe mucho dolor para el que Estado debe buscar soluciones; tolerar significa que unos y otros aceptan las cosas tal como están, lo que a los homosexuales no les resulta posible. Aquí se encuentra también la apuesta política del autor: negarse a negociar con el Estado, mantener una actitud reactiva ante él pensando que derechos colectivos como el matrimonio, la adopción, etc., son derechos burgueses o heterosexuales, supone aceptar la política de tolerancia que éste mantiene a toda costa. En cambio, reclamar derechos para quienes carecen de ellos, llevar a la agenda pública lo que el Estado se empeña en mantener como privado y desarrollar una actitud constructiva en la negociación, muestra la falsedad que se esconde tras la tolerancia y obliga a cambiar de actitud a los gobernantes. En la crítica que realiza Meccia a la tolerancia se encuentran buena parte de las claves que permiten entender la filosofía política que subyace a La cuestión gay (y viceversa).

Javier Ugarte Pérez

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Colaboran en este número Eduardo Mattio es Licenciado en Filosofía y docente en las Facultades de Filosofía y Humanidades de la Univ. Nacional de Córdoba, la Univ. Católica de Córdoba y el Instituto de Ciencias Humanas de la Univ. Nacional de Villa María. Está culminando su doctorado en la Universidad Nacional de Córdoba; su tema de investigación es la construcción narrativa del sujeto y de la comunidad moral en la obra de Richard Rorty. Carlos Figari es Doctor en Sociología. Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) de Argentina y del Grupo de Estudios sobre Sexualidades del Instituto Gino Germani, Univ. Nacional de Buenos Aires, y miembro de su Área de Estudios Queer. Profesor de la Facultad de Humanidades de la Univ. Nacional de Catamarca/Argentina. Autor del libro @s outr@s cariocas: interpelações, experiências e identidades homoeróticas no Rio de Janeiro (séculos XVII ao XX). Coleção Origem. Belo Horizonte, Ed. UFMG; Rio de Janeiro, IUPERJ. Mauro Cabral: Doctorando en Filosofía (Universidad Nacional de Córdoba). Integra el Area Tecnológica del Grupo de género de la Univ. de Buenos Aires y el Consejo Internacional del Centro de Estudios Lésbicos y Gays (CLAGS). Colabora, como coordinador del Area Trans e Intersex Latinoamericana, con la Comisión internacional para los Derechos Humanos de Gays y Lesbianas (IGLHRC). Ha publicado diferentes artículos y compilaciones sobre transgeneridad e intersexualidad. José Antonio Nieto es Ph.D en Antropología por la New School for Social Research de Nueva York. Profesor de Antropología Social, Antropología de la Sexualidad y Director del Master en Sexualidad Humana (1989-2000) en la UNED (Universidad Nacional de Educación a Distancia)/España. Alberto Mira es profesor de estudios cinematográficos en la Oxford Brookes University y en la Univ. Autónoma de Barcelona. Es autor de diversos ensayos sobre cultura homosexual (el diccionario Para entendernos y la historia De Sodoma a Chueca) así como de diversas traducciones y una novela, Londres para corazones despistados . Ángel Sahuquillo es profesor titular del Colegio Universitario de Södertörn (Estocolmo). Ha publicado artículos y libros en castellano, inglés y sueco sobre Federico García Lorca, Luis Cernuda, Emilio Prados, Juan Gil-Albert, Juan Goytisolo, Severo Sarduy, Manuel Puig, Reinaldo Arenas, así como sobre diferentes temas relacionados con la cultura homosexual o/y queer.

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Ernesto Meccia es Licenciado en Sociología en la Facultad de Ciencias Sociales. En 1997, obtuvo el Diploma de Honor de la Univ. de Buenos Aires en 1997; en la actualidad es candidato a Doctor en Ciencias Sociales por esa universidad y profesor adjunto en la facultad de Ciencias de la Comunicación. Acaba de publicar La cuestión gay. Un enfoque sociológico (granAldea editores, Buenos Aires, 2006). Alejandro Varderi. Autor venezolano. Ha publicado novelas y, entre sus libros de crítica: Anotaciones sobre el amor y el deseo, Anatomía de una seducción: reescrituras de lo femenino , y Severo Sarduy y Pedro Almodóvar: del barroco al kitsch en la narrativa y el cine postmodernos . Es profesor de estudios hispánicos en BMCC. Univ. de la ciudad de Nueva York.

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Normas de edición para la publicación de artículos 1) Se pueden enviar las propuestas de artículos por e-mail a la dirección electrónica que figura a pie de página. Si se prefiere el correo postal, entonces se entregarán en diskette de 3,5” junto con una copia en papel Din A4. 2) En ambos casos figurará al final del artículo un breve currículo del autor 3) Se recomienda que los artículos tengan una extensión entre 9 y 11 páginas usando como letra base Times New Roman 12 y un espacio interlineal sencillo 4) No utilizar negrita fuera de los títulos y no utilizar subrayado en ningún caso 5) Para la Bibliografía final se aconseja seguir el siguiente orden: Gil-Albert, Juan (1975) Heracles. Sobre una manera de ser, Madrid, Taller de Ediciones Josefina Betancor. Lodge, David (1991) “The Language of Modernist Fiction: Metaphor and Metonimy ”, en Modernism. A Guide to European Literature, 1890-1930, M. Bradbury y J. McFarlane eds., Londres, Penguin. Sontag, Susan (1989) AIDS and its metaphors, Nueva York, Farrar, Strauss and Giroux.

Los textos propuestos pueden mandarse a la siguiente dirección postal: Revista Orientaciones Fundación Triángulo C/Eloy Gonzalo 25, 1º 28010 – Madrid Si se trata de un correo electrónico, la dirección es la siguiente: orientaciones@fundaciontriangulo.es (A la atención de Santiago Esteso)

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