Pocas Palabras - Francisco Ardiles

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Pocas Palabras Textos del Facebook Enero – Junio 2016 Francisco Javier Ardiles Compilación y Portada José Luis Troconis Barazarte Técnica Mixta sobre papel 2016.


La Excusa En las redes sociales tengo la costumbre, como en la vida, de no disfrutar casi nada a menos que lo pueda compartir, así soy. Y cuando me encuentro con personas que piensan, y, que me hacen pensar, siento que eso no tiene precio. Casi a diario disfruto y sobre todo aprendo de este profesor y amigo. Así que no puedo dejar de ―compartir”, como hacemos en las redes sociales, los textos que casi me he aprendido de memoria de Francisco Javier Ardiles, textos que ha escrito desde enero hasta Julio del 2016. Esta es la excusa para esta compilación. José Luis Troconis Barazarte. 3-7-2016.



●Tengo sentimientos encontrados por la ciudad donde nací, Valencia. Ahí viven mis hijos y lo poco que queda de mi familia. Allí hice mucho deporte, perdí la virginidad con una señora que trabajaba en mi casa que se llamaba María, la inocencia con una muchacha muy linda que se casó conmigo a los 18 años y conocí a la mujer que me enseñó los museos más bonitos del mundo. Tuve 4 hijos que me quieren a su manera y trabajé en una universidad muy estricta, donde los autobuses son verdes y no permiten que los profesores se enamoren de sus alumnas. Admito que durante años me sentí cerca del tiempo y el espacio en estas tres largas avenidas llenas de panaderías y colegios privados. Sin embargo los años han pasado y he comenzado a desencantarme. Últimamente me ha dado por pensar que lo que cada 15 días visito no es una ciudad sino una promesa que está muriendo. Ahí están para confirmarlo sus edificios y sus plazas derruidas, el metro a medio terminar, las fachadas de los viejos hoteles descascaradas, el fantasmal caserío del Viñedo abandonado, los ostentosos restaurantes de carne roja sin aire acondicionado, el teatro de la universidad hundiéndose en el pantano de Bárbula y las honorables entradas de los corredores del centro como partidas por la mitad. Siento que lo que se ha perdido es una manera de vivir o de soñar. Una manera de entender las cosas languidece en esta pequeña ciudad y pareciese que la gente o no lo admite por tristeza o todavía no lo ha tomado en cuenta.


●Una gran novela nos lleva de repente a caminar ebrios por el malecón de la Habana, a la República Dominicana con un muchacho gordo y fracasado que dice llamarse Óscar; a tomar mucho té de hierbas vudú en Haití; a pasar un rato en la sala del Greco con un peruano que anda muriéndose de la ganas de ir al baño, a pasar un rato con Howard Hughes en Las Vegas; a aparecer en escena con la Estrella en un night-club que mandó a cerrar la Revolución; a unirnos a las tropas napoleónicas en Parma, a caminar por Santiago con un periodista psicópata que cubre los más inauditos sucesos y los crímenes pasionales de la ciudad , a llevar entre las piernas una bomba en una camionetica por la avenida Casanova sudando a gritos, a morir de tuberculosis junto a un tal Hans Cartop, a robar un blindado y morir en el intento sin un rasguño, a echar un polvo con una revolucionaria de izquierda que vive en la montaña; a tener un ataque al corazón en las costas de Venecia pensando en la inmortalidad de los dioses griegos, a nadar desnudos con unos amigos en la playas de La Guaira, a darle un tiro en la cabeza a Martin Luther King; o a matar a hachazos a una vieja usurera en un pequeño apartamento de San Petersburgo y a hacer el amor con una pordiosera en París sin salir lastimado. A eso nos llevan, por eso las leemos.


●Cada vez que discuto con ciertas personas entiendo mejor la razón por la cual Dostoievski era un atormentado y porqué pasó gran parte de su vida tratando de encontrar una manera de narrar que pusiera en perspectiva la exposición de todos los argumentos posibles en torno al amor, la justicia, la igualdad, la muerte, la fe, el Ateísmo, las creencias y todas las demás inclinaciones humanas existentes. Según el poeta Milosz, gran admirador del autor ruso, la obsesión de Dostoievski era la de exponer las ideas contrapuestas de estos temas, sin privaciones, falsas presunciones, sesgaduras, preferencias ni prefijaciones para que la gente entendiera que 2 más 2 sólo da cuatro en las matemáticas. Sabía que las personas de carne y hueso, no los que descansan en la quietud de los pedestales sino las personas que respiran, Sudan, se desesperan y a veces se pasan las noches dando vueltas en la cama hasta que los agarra la mañana sin poder dormir, siempre están a merced de un conjuntos de fuerzas y voces dispares que los arrastran en distintas direcciones. Rumores difusos y contradictorios que provienen de distintas fuentes, momentos y escenarios, que lamentablemente nos inducen a pensar hoy una cosa y mañana otra.


●Si soy sincero, debo confesarles que ya me acepté hace mucho tiempo. Soy casi analfabeta, por eso mi querida amiga y ex profesora de lingüística me aplazó tantas veces convencida que le estaba haciendo un favor a la humanidad, y créanme de alguna forma se lo hizo, por eso le tengo tanto cariño. Tengo un celular que manejo con suma torpeza. No miro TV salvo para ver juegos de baloncesto, noticieros amarillistas, películas americanas de gánster y asesinos en serie. Ya casi no voy al cine porque las cotufas están demasiado caras, nunca hay entradas los lunes y está prohibido el consumo de alcohol en la sala. No leo los diarios porque uso internet para enterarme de las últimas noticias y revisar ciertas páginas de entretenimiento para adultos. Desde hace algunos años he dejado de seguir las corrientes epistemológicas contemporáneas y me he dado la oportunidad de darle cabida a la intuición, esto me ha convertido en un hombre de mediana edad que ya no se fija en los grandes esquemas y al que todo eso que ahora llaman transdisciplina, postmodernidad y postcolonialismo, como al maestro Bioy Casares, le importa una mierda.


●Para Michel Maffesoli sólo existe un problema con los intelectuales, que le tienen miedo a las vaginas. Claro esto lo dice en sentido metafórico, y asumiendo que todavía se puede considerar la esplendorosa imagen de una vagina como una incomparable y germinal metáfora de la felicidad, la naturaleza, el aleph o la vida. Todo lo que deseen con tal de que después no vayan a estar diciendo por ahí, que el profesor Ardiles anda injuriando al filósofo francés. Creo que Maffesoli sostiene tal tesis basándose en el hecho de que algunos intelectuales, no todos, prefieren la asepsia del pensamiento puro a la arriesgada tarea de entrar en contacto con la realidad, de tocar al otro, aunque esa tocada sea virtual.


●Uno es lo que hace. No lo que pretende, lo que supone, lo que aspira, lo que sueña, lo que espera, lo que exige, lo que reclama, lo que clama. Nada de eso. Uno es lo que hace y punto.


â—?Los movimientos sociales no buscan el poder sino cambios en las mentes de las personas y en las categorĂ­as culturales con las que se identifica y define una sociedad; pero si llega, lo peor que le puede ocurrir es conquistar ese poder para luego transformarse en lo mismo que combate. Hay que tener mucho cuidado con ese riesgo.


●A veces me gustaría llegar a creer que llegué tarde a ser joven. Esa sería la razón perfecta para explicar por qué me dedico a ese afán ilusorio de recuperar el supuesto tiempo perdido. Ni que fuera Proust verdad. Un amigo de color y entrado en años que quiero mucho más que a mi hermana, lo cual no es poca cosa, me lo hizo saber en estos días. Parece que le oyó decir a un maestro japonés que para envejecer mejor siempre es preferible madurar antes. Yo no estoy de acuerdo con eso porque al igual que Alberto Moravia, siempre he pensado que la vejez es una enfermedad incurable que mata poco a poco a los hombres maduros e inmaduros. Es cierto que hago las mismas cosas desde hace por lo menos 20 años, es decir, leo un poco cada vez que voy al baño, como carnita asada con arroz y abundantes cantidades de distintos tipos de jugos de fruta artificial casi todas las noches y veo una peli hasta después de las 3 am. A este detallado itinerario podría agregarle el yogurt de antes de dormir y la práctica interdiaria de esas intimidades ancestrales, hermanas del yoga y el zambo, para los que casi todos solemos tener una disciplina camboyana. Eso es cierto pero no es una mentira reconocer que mi juventud transcurrió junto al cloro de una piscina sin sales, la ira decepcionante de los abusadores de las cuadras circunvecinas, los celos matutinos de los casados, el insomnio de la acidez estomacal, las obras completas de Borges y Dostoievski y muchos niños recién nacidos pidiendo canciones infantiles y un par de brazos cada tres horas. Tantas complicaciones, tanta mantequilla, tantos carbohidratos, tantos lanzamientos fallidos, tanto antibiótico y tanta mala bebida, televisión y café recalentado me retrasaron, por eso llegué tan tarde. Ahora me toca recuperar el tiempo perdido. Así que con permiso.


●De niño fui sonámbulo. Mis noches consistían en largas caminatas nocturnas. Tal vez por eso sea tan inquieto y me cueste tanto quedarme dormido. Desde los 8 hasta los 11 años deambulé libremente por los dos pisos de mi casa. Caminé sin sosiego de una habitación a la otra. Un mañana despertaba en una cama y otra en algún sofá de las salas que había allí. Siempre soñaba con que una mujer madura de frondosos senos y pronunciadas caderas, muy parecida a la vecina del frente, me tomaba de la mano y llevaba con ella para que viviera en una casa de un solo ambiente a cambio de que le hiciera mandados en la panadería o en el banco. Mientras duraba el relato era dichoso pero duraba poco. Siempre terminaba de pasar la noche profundamente dormido en algún lugar distinto porque estaba prohibido cerrar las puertas de los cuartos. Mis padres hacían el amor en la madrugada y para que corriera el aire, dejaban la puerta de su habitación abierta. Una noche salí sin darme cuenta y caminé. Bajo el tremendo agobio del calor de mayo dejé que mis pasos me guiaran hasta una camita que mi madre había dispuesto al lado de la suya, por si en algún momento el sonambulismo me llevaba a interrumpirlos. Por la presencia inadmisible de un ruido extraño desperté en medio de la noche. Así fue como, tan temprano, empecé a conocer los secretos nocturnos del cuerpo humano. Los vi desnudos a los dos. La impresión de presenciar tal acoplamiento me dejó mudo. Era mi mamá, la que me llevaba al colegio, la que estaba sumida en esa extrañísima posición. No es que a ellos no les importara que los viera sino que el fragor del placer les impidió percatarse de mi presencia. Yo era como un perrito que estaba ahí, oyendo el dialecto de los cuerpos y percibiendo el calor y olor de los que se aman. Al final de la madrugada terminaron y al rato empezaron a discutir en voz baja por un tema vago e intrascendente. Traté de que no se dieran cuenta de que estaba allí pero mi padre volteó de


improviso, me miró y me dijo ―¿Qué haces ahí?‖ Entonces entendí que en ese mismo momento me tenía que ir.


â—?Prefiero el dolor, la calefacciĂłn insoportable de la neurosis y el ardor de las obsesiones, a la estupidez. Prefiero, en ese sentido, el caos de mi big bang, la insondable extensiĂłn de mi psique adversa, a la triste sospecha de la neutralidad


●Yo no sé bien en qué consiste la guerra económica, el fenómeno del niño o esa contaminante técnica de extracción del petróleo denominada fracking pero si sé que vivimos en la precariedad. Hay un montón de gente que ha visto cómo que su mundo, su café, su lagarto sin hueso, sus derechos, su atún en lata, su trabajo, su helado de los domingos, su seguridad y su salario se han desmoronado por la incidencia de algo que los expertos de la televisión llaman la crisis del sistema. Sinceramente les digo que no sé de qué se trata esa desdicha que recorre nuestros predios pero sí estoy seguro de que mis hijos y los hijos de mis hijos tendrán muchas menos oportunidades de las que yo tuve porque sus estudios no les garantizarán un trabajo. Lo cierto es que no parece haber alternativa y que en el futuro sólo podrán reconocerse claramente más que dos clases sociales: los ricos y los pobres, sus sirvientes. Comparto mi pesar con los que todavía se creen clase media. Mi sentido pésame.


●Casi nadie es creyente, pero por la inercia de ciertas costumbres asume que tiene que rezar, casarse, bautizar a los hijos y atravesar esas carreteras tan peligrosas y solitarias del estado Trujillo para ir a prenderle una vela al doctor José Gregorio Hernández en Isnotú. Todo el mundo entiende que debe repetir las mismas ceremonias, decir esto, callar lo otro y cantar el himno de la tercera internacional sin pestañear, para mantener a salvo su doble vida. De puertas afuera, recorre los pasillos de los automercados con estoicismo, asiste al trabajo bien vestida, se come su lechosa con limón mirando a través de la ventana, llama a sus tías, saluda a la conserje como si la quisiera muchísimo, paga el condominio, le da su buena propina a los vigilantes, visita a los abuelos seniles y reza por la salud de los enfermos. De puertas adentro, hace fiestas secretas, atraviesa los recovecos de los paraísos artificiales de la pornografía casera, se acaricia frente a un internauta que le jura amor eterno, se fuma su porrillo crepuscular mientras saborea a paso lento los matices de una botella de escocés de pura Malta, mirando de nuevo por la ventana, y sueña con que les den duro a sus amigos del Gobierno.


●Todos llevamos en la memoria algo que lamentar. Recuerdos que están presentes ciertos domingos que nos levantamos tarde porque en realidad no tenemos ganas de salir de la cama y luego darle la sonrisa de costumbre a la persona que nos espera para desayunar. Actos que lamentamos y lamentaremos el resto de nuestra vida se mezclan de continuo y enturbian nuestros recuerdos. Una manera de vivir que nos hacía tan feos, tan hostiles, erráticos, cobardes y sobretodo desagradables. Aunque parezca un secreto de autoayuda, estoy seguro de que tales hechos continuarán repitiéndose si no tenemos el valor enfrentar las taras que hay en nosotros, la predisposición a la violencia, al mal gusto, a la brutalidad y la infame torpeza; a la propia seguridad, a la autoestima, al autoengaño, a las falsas certezas que hay en nosotros, para de alguna forma sublimarlas, transformarlas, procesarlas hasta que dejen de dolernos tanto, de parecerse tanto a nosotros o de pertenécenos al menos, y podamos convertirlas en algo un poco más elevado, más humano.


●Wilhelm Reich dijo que la mente del hombre promedio está diseñada para apoyar el fascismo: por esa razón es mucho más fácil para la derecha tocar las fibras más vulnerables de la gente y hacerla retroceder o avanzar, de acuerdo a sus intereses, apoyándose en sus miedos, ansiedades y expectativas inmediatas. Para la izquierda tratar de apelar a la razón es casi imposible, porque no tiene la imprescindible y necesaria autoridad moral, la fuerza de voluntad y la coherencia suficiente, o porque no ha conseguido los medios de seducción adecuados para fijar las bases de eso que llaman, compromiso revolucionario. Además, hoy es casi imposible conquistar tal fin porque si en su estado natural el nivel de irracionalidad en este país siempre ha sido alto, en estos momentos es más alto que nunca. Asumir esta verdad debería ser nuestro único e insoslayable compromiso y no andar cantando el himno con un rolex en la muñeca. Asumir esta minúscula verdad o al menos admitir que la gente todavía le gusta comprar sus verduras en los automercados, comer manzanas con yogur, merendar Coca Cola con panquecas y viajar con orgullo nacionalista a Miami para enamorarse de alguien exótico y desconocido en un bar de South Beach. A la gente le encantan las tablas de surf, los cócteles y las papas fritas, imitar los ángulos de Raymond Depardon desde Portugal, coleccionar la fotos de los jugadores de béisbol criollo que militan en las grandes ligas, escuchar Vallenato, usar lentes rayban y lucir uno de los diseños de Tom Ford. Algunos, no todas ni todos por supuesto, de los estudiantes que he conocido a cabalidad aspiran calladamente a dedicarse al modelaje, la actuación o la publicidad, y si estudian letras o comunicación es esnobismo o para no aburrirse. Si el gentío hace cola es para comprar medicinas o unos zapatos de marca que han visto en oferta. Nunca lo harían para conseguir una entrada del concierto del Carrao de Palmarito. Miles se anotan


en una lista larguísima para operarse los senos, o comprar un pasaje a Barcelona sin retorno, pero casi nadie se interesa por comprarse una reedición de la Montaña Mágica. La gente es así, es un hecho, y si tiene que matar mata y si necesita falsificar los datos en la planilla del seguro o de la solicitud de Cadivi, pues lo hace, con tal de obtener la ansiada remesa estudiantil del curso de inglés en Canadá. En Cancillería todos se toman fotos con orgullo nacionalista desde la Acrópolis no desde Cumarebo, a menos que no sepan dónde vivió Pericles y tengan a su abuelita viva todavía en Cumarebo. El cuento de la incuestionable bondad y la infinita camaradería de los pueblos originarios lo asumimos con suspicacia porque la propia condición humana se inclina casi siempre hacia el otro lado, hacia el mejor perfil social que pueda procurar la foto del Instagram. Esta es una verdad del tamaño de la Virgen de La Paz y pareciera que no queremos asumirla. No estoy diciendo que sólo haya irracionalidad en las esperanzas de la izquierda sino que las apuestas están en su contra. La infructuosa espera del prometeico hombre nuevo lo confirma. Con todo esto, simple y llanamente quiero decir, que su lucha se lleva a cabo en un terreno sumamente pedregoso y resbaladizo, entre la tentación de las vitrinas, la aspiración de los teléfonos celulares, el sueño de la crema chantillí de los Starbucks Coffee y los excesos de velocidad de los motorizados que se dedican a robar carteras. En la dinámica interna de este país, la derecha siempre ha utilizado las mismas estrategias de seducción y siempre ha ganado. Por algo será.


●Se escribe para explicar lo que nos sucede, lo que más nos afecta, por rabia, resentimientos, o las benditas culpas. Se escribe para dejar el pasado en claro, las traiciones, los escarnios, la burla, las intrigas, las locuras, las mentiras, los complejos, los abortos y las adicciones. Se escribe para confesar las cosas que más nos avergüenzan y los pequeños detalles que en determinado momento de nuestras vidas nos han hecho sentir sentir como un imbécil. Si ésas no son las razones, entonces no se escribe.


●La escritura también puede surgir de eso que E.L. Doctorow llamaba las excitaciones mentales, del efecto que puede producir en uno cierta imagen, algún recuerdo que nos viene a la mente, una frase, la presencia de una persona, su olor ineludible, el sabor del pan con mantequilla, el sonido de hielo, el odio, el goteo repentino del deseo e incluso, la textura de una axila, la resonancia de un fragmento musical. Se escribe también para sostener el hilo de Ariadna, o rescatar del paso inexorable del tiempo ese momento excitación. Buena palabra, ¿no?


●Mi ideario político es muy simple, se basa en diferenciar los límites entre lo que es justo y lo injusto. Mis convicciones personales son todavía más elementales, las asumí a mi manera después de haber leído el catecismo. Las resumo así: no matarás, no robarás, no mentirás, a menos que haya niños de por medio, no desearás a la mujer de tu mejor amigo, no pronunciarás el nombre de tu madre en vano si te trató bien de pequeño, y no dejarás de hacer actos impuros al menos que alguien esté cerca del lugar de los hechos, espiándote.


●Creo que vivimos una época muy hipócrita en la que todos simulan ser muy serios, muy santos y correctos, días en la que todos supuestamente compartimos con nuestros amigos, casi todo lo que pensamos y hacemos por las redes sociales. Una temporada de simulacros y disimulos en la que nadie asume su verdad. A veces sueño con que alguien se atreve a confesar que es drogadicto, que detesta hablar con su madre los domingos o cepillarse los dientes antes de irse a dormir con su pareja. Estoy seguro de que ese acto de sinceridad sería heroico y que de alguna forma cambiaría las cosas para mejor. Supuestamente ya se superaron todos aquellos obstáculos morales que nos impedían poder manifestar con plena libertad frases como ésta: señoras y señores, yo soy drogadicto, soy homosexual, me gusta vestirme de mujer. No sé, confesar algo por estilo, sin que se forme un escándalo, ni te confundan con Lady Gaga y mucho menos te despidan del ministerio en el que trabajas. Sería magnífico que hubiese más gente que se atreviera a decirnos por qué lo hace y por qué les gusta y para qué les ha servido, no solo las drogas, sino también el sexo, las mujeres, los hombres, su bisexualidad, sus desvaríos por el juego, la pornografía, y todas esa cantidad de libertades prohibidas que tanto se censuran y tantos disfrutan en secreto. Y no estaría de más, que los que roban, los que estafan, secuestran niños, desvían recursos, pervierten menores de edad, envenenan perros, manipulan, difaman, trafican y manejan como unos psicópatas asesinos, también nos explicaran de qué se trata su satisfacción. Sería estupendo


librarnos de tal peso sin prejuicios, sin denuncia, sin tanta tontería

decimonónica.

Todo

un

signo

de

urbanidad,

representaría el simple gesto de compartir esa información con la gente para que supiera, entre otras cosas, que ese tipo de conducta también forma parte de la condición humana.


●Todos somos irrepetibles, no hay dos personas iguales, ni las habrá nunca. Están los que murieron, los que dejaron de quererte y los que por alguna razón histórica, económica o sentimental ya no están cerca de nosotros. Muchas de las personas que conocemos no llegarán a los 40, pero si tienen la suerte de rebasar ese umbral del tiempo, el día menos pensado puede que empiecen a verte como un extraño y de repente, dejen de dirigirte la palabra. Cuánta de la gente que nos dio algo de su intimidad pasa y baja la cabeza sin decirnos si quiera buenos días, cuántos nos desvían la mirada para evitar saludarnos. Es un hecho. No es motivo de tristeza. Nosotros también lo hacemos a diario. Somos así. A veces estamos vivos, a veces muertos, a veces ausentes. Todos nos iremos diluyendo y seremos viento, de manera que es un privilegio seguir respirando, seguir riendo, leyendo, tocando el extremo de la mesa, mirando el decepcionante panorama de los noticieros de la tele, o las películas de acción de Tony Scott con subtítulos. Siempre será un privilegio sentarse en la poltrona del baño, mirar las asimetrías de la cerámica mal puesta y recordar con el lujo de la tristeza a todas las personas que uno conoció cara a cara y ya no están. Envejecer es ir muriendo por estas pequeñas cosas.


●La semana pasada caminé con mi hija menor por el parque Negra Hipólita (parece que ese nombre le fue dado al sitio para homenajear a la esclava que cuidó a Bolívar de pequeño). Eran como las 4 y no hacía tanto calor como de costumbre, de manera que era una tarde apacible. Vimos muchos árboles, algunos altos, creo que centenarios, gente de todas las edades trotando o caminando por un sendero de arena, un riachuelo de agua poco salubre, las garzas que todavía se resisten a abandonar el río Cabriales y dos ardillas que subían y bajaban de sus troncos con la esperanza de seducir a alguien para que les regalará un pedazo de galleta. Al cabo de media hora quedé sorprendido porque ella empezó a correr de improviso. Algo había llamado poderosamente su atención. Me di cuenta de que había reconocido al lado del camino un caballo pintado que acababan de bañar. Como daba la impresión de ser tranquilo y manso, me quedé callado y la dejé continuar con su ceremonia. Fascinada se detuvo y empezó a decirle cosas en voz baja mientras lo saludaba, supongo que frases cariñosas, estaba muy lejos para oírla. Era como si hubiese encontrado una maravilla nunca vista, como si se tratase de un unicornio, no de un simple caballo pintado. Yo sólo veía un caballo pero bueno, no dije nada para no estropearle el momento; sin embargo mientras la acompaña a cierta distancia, pensé que ella, una niña pequeña de siete años, había encontrado un tesoro, su visión absoluta de la belleza y que a partir de ese momento nadie se la iba a poder arrebatar. Pensé también que estaba siendo demasiado condescendiente porque era mi hija


y para uno los hijos son el paradigma de la perfección. Además, entiendo que a su edad yo pude haber hecho lo mismo muchas veces. El asunto es que en lo que corresponde a los recuerdos que conservo de mi experiencia personal, momentos como ése, de tamaña epifanía, no existen. Por eso decidí detenerme y permitirle al momento que se decantará por sí mismo, sin alertas innecesarias, falsas tristezas ni aburridos razonamientos. Logré quedarme ahí tranquilito, sin hablar, imagínense, yo sin hablar, admirando su gozo, mientras pensaba que es una lástima saber que cuando llegue el día en que ya no le emocionen esas menudencias, en que pierda esa ingenuidad innata que le hace que mirar el mundo como algo hermoso, la vida la habrá cambiado radicalmente, y eso es para siempre.


●La poesía viene de algún lugar secreto, de una ansiedad silenciosa que está dentro de uno, de una gaveta llena de postales, fotos, pomadas para la piel, gotas para los ojos, de un estuche sin lentes, de una alta marea de recuerdos, del vértigo de las ventanas, de unos pasos que todavía murmuran en los pasillos del edificio, de la nostalgia de tus abuelos, de todo lo que pensamos a diario y nos preocupa en un idioma mal aprendido, de las goteras nocturnas, de las mecedoras vacías, de la espesura de la sangre, del triste encierro de las maletas del closet, del eco de unas voces ausentes que te pueden llevar a cualquier lado, incluso hasta a donde no quieres ir.


●Creo que el mejor consejo que he podido recibir de un amigo, sobre el agotador e ingrato oficio de escribir, me lo regalo Pedro Téllez, mi psiquiatra particular, el día que lo conocí en la casa polvorienta y de atmósfera bizantina donde pasó su niñez y vio morir a sus padres. Recuerdo que mientras me mostraba los grabados de su primera edición de El Golem que debe tener escondida en algún estante de ese inhabitable laberinto, me preguntó acerca de lo que estaba escribiendo, y sin esperar respuesta me recomendó que no desfalleciera, que siguiera haciéndolo pero que solo escribiera sobre lo que me interesara, nunca por encargo ni para otros, y que al hacerlo tratara de escribir lo mejor que pudiese. Luego, agregó, ―espera que se acerquen los lectores, siempre habrá algunos que le gustarán esas historias que inventas de tu familia, lo entenderán como un susurro al oído, como una oscura respuesta a sus inquietudes‖. Esas palabras me ayudaron a comprender por qué George Sand, cuando le señaló a Flaubert lo siguiente: ―yo escribo libros para el lector y causo consuelo; tu escribes libros para el lector y causas desolación‖, solo obtuvo como respuesta esta simple pero contundente frase: ―Perdón, pero no puedo cambiar mis ojos‖. Flaubert quiso decirle a su manera que la escritura hay que asumirla como un destino, como una forma de mirar el mundo, una perspectiva imposible de alterar, así no sirva para nada, ni siquiera para distraer a nuestros promotores, consolar a nuestros familiares o confortar a nuestros seres más queridos.


●No hay nada más peligroso que la utopía, nada que atente más contra la tranquilidad individual y colectiva, nada que nos revuelva más las costuras de las sienes, ya que supone imponerse la idea de que a pesar de los pesares, el destino siempre será un sobre que se dobla y se lleva al correo, una línea recta que nosotros demarcamos con nitidez hiperrealista, un esbozo al que le damos forma nosotros mismos sin accidentes, imprevistos ni equivocaciones. Nada más ingenuo y arriesgado que suponer que sólo es cuestión de voluntad construir una sociedad perfecta, encontrar a la pareja ideal, afeitarse sin un solo tajito o curarse el cáncer; criar al hijo pródigo, montar la Odalisca de Matisse en la pared de un museo, hacer el viaje de tus sueños a Singapur, pintar el Guernica o batir el récord mundial de descenso en mar abierto, sin ningún desmayo, ya sea en esta vida o en la otra. Esa tendencia trae de los pelos a la sociedad entera, que puede llegar al extremo de quemar por segunda vez la biblioteca de Alejandría sin remordimientos. Se sabe que en ocasiones ha llevado a ciertas personas a cometer crímenes domésticos o de lesa humanidad. La fe ciega en la fuerza de voluntad nos induce a pasarle por encima a lo que sea para cumplir con el objetivo que nos hemos trazado. En nombre de los más firmes propósitos se han cometido más crímenes de lo uno cree. Unos han llegado al extremo de pegarle a la abuelita, de secuestrar a un niño; a falsificar un acta de defunción, o a creer que la gente es menos importante que los perros. Otros se han atrevido a concebir una manera práctica y eficiente de matar a


6 millones de judíos por la pureza, algunos han creído que encerrar detrás de un muro infame a 2 millones de palestinos es la solución de un conflicto territorial. Con la idea de la redención hay que tener mucho cuidado porque a veces desata la locura o la autodestrucción, y casi siempre acaba muy mal. No sé por qué.


●Vengo de una familia muy grande, fruto de la informalidad, el concubinato, los amores clandestinos y los embarazos precoces. Un colectivo amoroso mayormente integrado por vendedores ambulantes, secretarías, obreros, amas de casa, una enfermera, dos abogados, tres médicos, un albañil y muchas maestras. Crecí entre muchos, muchos tíos, abuelos, primos, y amigos de esos primos, tíos y abuelos. A todos lo conocí en un patio donde había un gallinero, dos toros, una docena de patos y un cementerio de carritos de helados que mi padre le embargó a un portugués para montar el negocio del siglo XXI. Lástima que haya fracasado. De seguro yo no me vería obligado a dar clases por tan poco sueldo.


●En esa especie de gran verbena parroquial, de increíble guardería de familia improvisada, crecimos jugando al escondite, comiendo arepas con queso y sopa de auyama. Allí no había distingo de clases ni de edad, de sexo ni religión. Ahí simplemente jugábamos al amor, al odio y al escondite. En ese lugar tuve la dicha aprender que cuando una se enamora de una prima hay que guardar ciertos secretos, sobre todo si te muestra sus partes por cierta curiosidad infantil y te regala besitos. Puedo asegurarles que en esa manzana rodeada de árboles aprendí más que en la universidad. Conviví con todo tipo

de

gente,

estúpido,

brillante,

mentiroso,

honesto,

enfermizo, pobre, acomodado, feliz, acomplejado, sincero, traicionero, adicto, alcohólico, gente de todo tipo. Unos terminaron bien, otro mal. Ese patio era como un pueblo sin alcabala, una zona franca, un estado neutral donde se mataba una res todas las navidades y se bebía solo Old Park. Me sirvió de mucho estar allí, en alguna medida para iniciar mi camino en

esta

eterna

sobrevivencia,

pero

sobre

todo

para

comprender que la suerte y los accidentes en muchas ocasiones determinan lo que es de uno.


●Vengo de una familia muy grande, fruto de la informalidad, el concubinato, los amores clandestinos y los embarazos precoces. Un colectivo amoroso mayormente integrado por vendedores ambulantes, secretarías, obreros, amas de casa, una enfermera, dos abogados, tres médicos, un albañil y muchas maestras. Crecí entre muchos, muchos tíos, abuelos, primos, y amigos de esos primos, tíos y abuelos. A todos lo conocí en un patio donde había un gallinero, dos toros, una docena de patos y un cementerio de carritos de helados que mi padre le embargó a un portugués para montar el negocio del siglo XXI. Lástima que haya fracasado. De seguro yo no me vería obligado a dar clases por tan poco sueldo.


●En esa especie de gran verbena parroquial, de increíble guardería de familia improvisada, crecimos jugando al escondite, comiendo arepas con queso y sopa de auyama. Allí no había distingo de clases ni de edad, de sexo ni religión. Ahí simplemente jugábamos al amor, al odio y al escondite. En ese lugar tuve la dicha aprender que cuando una se enamora de una prima hay que guardar ciertos secretos, sobre todo si te muestra sus partes por cierta curiosidad infantil y te regala besitos. Puedo asegurarles que en esa manzana rodeada de árboles aprendí más que en la universidad. Conviví con todo tipo

de

gente,

estúpido,

brillante,

mentiroso,

honesto,

enfermizo, pobre, acomodado, feliz, acomplejado, sincero, traicionero, adicto, alcohólico, gente de todo tipo. Unos terminaron bien otro mal. Ese patio era como un pueblo sin alcabala, una zona franca, un estado neutral donde se mataba una res todas las navidades y se bebía solo Old Park. Me sirvió de mucho estar allí, en alguna medida para iniciar mi camino en

esta

eterna

sobrevivencia,

pero

sobre

todo

para

comprender que la suerte y los accidentes en muchas ocasiones determinan lo que es de uno.


●Estoy convencido de que la ironía es la clave discursiva fundamental de la cultura contemporánea. En Chaucer y el Quijote hay mucho humor pero en Kafka, Ionesco, Papini, Cortázar,

Amado,

Borges,

Calvino,

Eduardo

Mendoza,

Eduardo Liendo y Guillermo Cabrera Infante; en Tarantino, Allen, Alex de la Iglesia y los hermanos Cohen, lo que abunda es la ironía. En la parodia y la sátira tradicional lo que existe es la aceptación de la verdad del chiste, la evidente transparencia del enunciado que provoca risa, la deconstrucción literal del doble. La ironía es distinta, densa, menos evidente pero más espesa. Según Bajtin es el reflejo de la duda, la aceptación de la duda como única certeza. No existe de por sí, no se puede señalar con un dedo pero se oye y se reconoce, sobrenada la tesitura del texto, flota a su alrededor, le da vuelta a los significados unívocos, exhala un tono, subyace bajo el ritmo y el orden de los enunciados. La ironía es la materia genética fundamental de las formas artísticas del presente y de las formas de la vida también, del amor, la lealtad y la justicia; del bien y el mal el placer y el dolor, la dicha y la desdicha, y todas esas aparentes dicotomías. Su sentido se desenvuelve en el espacio de la indeterminación y sus extensiones se pierden en el horizonte de la forma. Gracias a Dios.


●Cuando se escribe todo duele, pero no hablo en términos abstractos ni metafísicos sino concretos. La cabeza nos duele, la espalda nos duele, el dedo, los brazos, los ojos que decaen del sueño, duelen, la vista, la frente, el pulgar del espaciado y las comas; las nalgas, los hombros, la cadera, la puerta que late por la brisa, el teléfono impertinente que suena y no queremos pero tenemos que atender en medio de una frase, la conversaciones innecesarias, los oídos, la comezón de las orejas y la nariz, todo eso duele más de lo que creen. La picada del mosquito, los errores ortográficos que pasamos por alto después de una segunda revisión, las palabras que no encajan con la idea, las preguntas sin sentido de la gente que nos ve en pleno acto suicida, las solicitudes de cariños del bebé, el hambre, la sed, las ganas de orinar, las muñecas, el pelo, el sonido de la casa, la planta de los pies, los talones, los tendones, el testículo izquierdo y el corazón. Todo eso duele mientras se escribe.


●Mis primos y yo éramos como unos delincuentes. Cuando estábamos juntos nos pasábamos el día montando bicicleta, jugando pelota, coleándonos en los autocines o haciendo cosas muy peligrosas. No teníamos conciencia de la muerte ni tampoco el chip de la palabra miedo. No es que fuéramos valientes sino ingenuos y temerarios. Éramos de esos niños que se metían a lo hondo en la playa, se perdían en los parques y se echaban a dormir en las clases de matemáticas, babeando. Niños a los que irremediablemente el papá les tenía que pegar porque no quedaba otro remedio. Niños alga, dingo, superhéroes. Si había que subirse a un árbol muy alto, de donde uno se podía caer y morir en el intento, pues había que treparlo porque los demás lo hacían y al final era divertido. Si el juego incluía jugar al bobo con el toro se jugaba y listo. Así la abuela gritara y papá nos diera con una caña de pescar. Lo menos que se nos ocurría en ese rapto de aventura era pensar que el toro podía embestirnos y hacernos pedazos. Era el juego del toro y el que no lo hiciese era niña. Todo muy machista, arcaico, primitivo pero si les soy sincero, era lo más honesto y desinteresado que hemos hecho. Con los años uno se pregunta: cómo pude tragar tanta tierra y sobrevivir a todo ese peligro. Recuerdo que mi primera novia fue una novia compartida. La besaba con un amigo en lo más alto de una mata de mango, un árbol inmenso de ramas quebradizas. La compartíamos sin competencia y ella nos amaba con profunda gratitud a diez metros de altura. Era un romance de equilibristas y no lo sabíamos. Nos salvamos por asuntos del


destino. Claro, no todos tuvieron la misma suerte, por supuesto. Uno de mis primos más queridos cayó desde lo más alto de la chimenea de una cementera, el otro perdió un ojo jugando a los caballeros de la Santa hermandad. No hay duda de que nuestros divertimentos eran un tanto arriesgados. Corrimos mucho, peleamos, sangramos la irá de los salvajes y nos reconciliamos como todos al final deben hacerlo. Hoy ya no hay resentimiento, ni disputa, sólo lejanía. Una nostalgia indescriptible por aquel tiempo en que éramos medianamente libres y felices, niños lobos, primates polvorientos, amantes de la temeridad y de las soledades del desierto. Ahora los niños no hacen nada porque no les dejan, pero nosotros caminamos por los barrancos y salvamos los abismos más profundos agarrados a la frágil gentileza de una liana.


●Definitivamente pienso que si alguien se anima a escribir en serio sobre sus padres y su infancia, debe apostar por su propia versión de los hechos, sin apariencias ni ocultamientos, y ser tan honesto como le sea posible. Así esté loco y le dé por inventarse historias, debe atreverse a confesar sin mucho melodrama lo que realmente recuerda que le pasó, así los compañeros de trabajo y los amigos del parque no le crean, y la crudeza de lo narrado no se parezca demasiado a la realidad. En mi caso la infancia fue dos cosas: un infierno y un paraíso, más lo primero que lo segundo, se los puedo asegurar, pero me hizo fuerte, me llevo al refugio de los libros y a las películas. Mi niñez se decantó de esa forma por varias razones, la principal es porque mi hermana y yo siempre fuimos como Caín y Abel y mis padres lo permitieron. Bueno, colaboraron con ello. Les sirvió de escenario para camuflajear su guerra fría y de condimento para mantener viva la llama de su entusiasmo. Nosotros le dimos siempre suficientes razones para distraerse dentro y fuera de la cama. No puedo negar que nos enseñaron a intercambiar los roles a la perfección. Fuimos como el gato y el ratón, el coyote y el correcaminos. Eso me convierte en hijo ilustrísimo de la tradición de Sade y Masoch y también de la gran familia venezolana, supongo. Mi padre era el mandatario incuestionable de un país de enanos. Un supremo líder que fue muy duro con nosotros, duro hasta el abuso. Por eso no puedo decir que mi casa era el escenario de un cuento de hadas en el que los héroes son seres pequeños que vencen a los monstruos y pacifican a los gigantes. Si dijera


algo como eso les mentiría. En estos primeros años de vida, tuve que soportar las incomodidades de en un mundo hostil, plagado de deseos inentendibles, preguntas sin respuesta, prohibiciones

atávicas,

castigos

medievales

y

puertas

cerradas. Por eso es que mi amigo Jesús Ernesto, cuando me ve fuera de mis cabales, siempre me pregunta: epa lolo, cuéntame ¿qué te pasó a los 6 años?


●Definitivamente pienso que si alguien se anima a escribir en serio sobre sus padres y su infancia, debe apostar por su propia versión de los hechos, sin apariencias ni ocultamientos, y ser tan honesto como le sea posible. Así esté loco y le dé por inventarse historias, debe atreverse a confesar sin mucho melodrama lo que realmente recuerda que le pasó, así los compañeros de trabajo y los amigos del parque no le crean, y la crudeza de lo narrado no se parezca demasiado a la realidad. En mi caso la infancia fue dos cosas: un infierno y un paraíso, más lo primero que lo segundo, se los puedo asegurar, pero me hizo fuerte, me llevo al refugio de los libros y a las películas. Mi niñez se decantó de esa forma por varias razones, la principal es porque mi hermana y yo siempre fuimos como Caín y Abel y mis padres lo permitieron. Bueno, colaboraron con ello. Les sirvió de escenario para camuflajear su guerra fría y de condimento para mantener viva la llama de su entusiasmo. Nosotros le dimos siempre suficientes razones para distraerse dentro y fuera de la cama. No puedo negar que nos enseñaron a intercambiar los roles a la perfección. Fuimos como el gato y el ratón, el coyote y el correcaminos. Eso me convierte en hijo ilustrísimo de la tradición de Sade y Masoch y también de la gran familia venezolana, supongo. Mi padre era el mandatario incuestionable de un país de enanos. Un supremo líder que fue muy duro con nosotros, duro hasta el abuso. Por eso no puedo decir que mi casa era el escenario de un cuento de hadas en el que los héroes son seres pequeños que vencen a los monstruos y pacifican a los gigantes. Si dijera


algo como eso les mentiría. En estos primeros años de vida, tuve que soportar las incomodidades de en un mundo hostil, plagado de deseos inentendibles, preguntas sin respuesta, prohibiciones

atávicas,

castigos

medievales

y

puertas

cerradas. Por eso es que mi amigo Jesús Ernesto, cuando me ve fuera de mis cabales, siempre me pregunta: epa lolo, cuéntame ¿qué te pasó a los 6 años?


●En medio de esta crisis que nos tiene con los pelos tan de punta solo nos queda mirar a hacia lo alto y soñar. Si no duermes bien, usa la opción de soñar despierto. A veces funciona. Si duermes como un felino pues estás hecho, piensa que en materia de sueños hay de todo y para todos. Tenemos sueños

nocturnos,

regresivos,

húmedos,

meta

sueños,

completamente gratis. Tenemos también disponibles los sueños ajenos, literarios, cinematográficos, de lotería, de venganza, de larga vida, de casamiento y embarazo precoz; sueños que no llevan a ningún sitio; y sueños de veraneo en París o Dinamarca, sueños de las mil y una noche, con la vecina, el compañero de trabajo, el amigo de los hijos, el instructor

del

gimnasio,

sueños

de

fuga,

morbosos,

pornográficos, sueños que involucran a otros, a la alumna que nos mira de reojo y se ríe para que nos creamos el cuento del don Juan de Marco, a la cajera de los bancos que sólo espera una propina, a los reyes del volante, sueños aterradores, horrorosos, pesados, prestados, sueños del carajo, de niño rico, de primera comunión, de puta madre; sueños de ensueño sin ropa, con ropa, azules, morados, tiernos, anaranjados, ruidosos, mudos, volátiles, obtusos, y por supuesto los sueños de la razón que producen monstruos y los de la sinrazón que son los del amor. En medio de tanto defecto congénito y tanta crisis de desabastecimiento, soñemos señores, pero eso sí, sin mucha esperanza, conscientes de que los sueños, sueños son. No vaya a resultar peor el remedio que la enfermedad. Ya estamos demasiado grandes para la gracia y sabemos que


este siglo de incordios nos ha demostrado hasta dĂłnde nos puede llevar la banalidad de nuestro inconsciente. Sobre todo la esterilidad del tipo de sueĂąos que gotean de ĂŠl.


●Se escribe para amueblar la soledad y el encierro homogéneo de las madrigueras que ensuciamos y volvemos a limpiar todas las semanas. Si uno escribe es porque se siente muy solo e inconforme. Si no fuese así, si estuviéramos de lo más felices con la versión cotidiana del cura, las tías, los inventos del abuelo y los noticieros, no lo hiciéramos. Escribiendo se materializa un gesto, autónomo, reformista, compensatorio. En ese sentido escribir tiene que ver con la necesidad urgente de poblar el silencio, de comunicar, de enmendar erratas. El texto es un mensaje, un grito, un llamado de emergencia, un inusual testimonio. Sin pedir nada a cambio quien lo hace comparte sus mentiras, da lo que puede, un brazo, una lechuga, una buena idea, el aroma de una taza de café, un sorbo de aliento, algún porcentaje de su soledad y sus visiones. Escribe sin hacerse muchas preguntas, impulsado por el afán de recuperar algo que está irremediablemente perdido, fuera del espaciotiempo que lo encajona, apartado del radar de la memoria. Escribe con la esperanza de que su conciencia y la de los otros se compaginen. Su tentativa se basa en mostrarnos el infierno pero también el paraíso. El espejo de lo que pudo haber sido y no fue. La vida de los otros, sus ruinas, los artificios del consuelo.


●Creo que mi peor falta es saber bailar. Eso es una falta muy grave si uno pretende dedicarse, por falta de mejor suerte, al mundo de las ideas, las máquinas de escribir y los libros. Es un detalle que te convierte de la noche a la mañana en alguien sospechoso. Entiendo que el contexto nacional por muchas razones lo exige. Lo obvio no necesita ni ojos. En el quehacer cotidiano de este ruidoso país todo es tan espontáneo, sudoroso y onotado, que algunos de mis profesores y la mayoría de mis endeudados compañeros de trabajo, se han visto obligados a difundir la creencia, no sé si falsa, de que los intelectuales deben tener la apariencia de un sujeto que ha permanecido durante muchos años encerrado en un sarcófago. Y en consecuencia deben guardar un nivel de compostura acorde con su oficio, una especie de etiqueta que les adjudique el derecho de llamarse escritores, profesores o intelectuales. La condición primera de esa serie de requerimientos prohibitivos es la de no saber bailar, ni hacer tajadas fritas, ni pelar mazorcas, ni cortar caña de azúcar a menos que viva en Cuba. Es bien sabido que un intelectual no podrá, bajo ningún concepto, echarle una mentadita de madre a nadie en público, comer pollo sin cubiertos, tener callos en las manos y menos admitir que le gusta mucho ver televisión por las noches. Por qué será. Yo no lo sé pero eso es así. Es una lástima que me hayan enseñado a bailar. A veces lo digo en serio. ●Sartre, Rengifo, Walsh, Adriano González León en su momento y hasta el mismo Soriano, creían que una novela,


una pieza de teatro representada, un cuento leído con pasión podían cambiar el mundo. Si no cambiarlo al menos remover las bases de la conciencia perezosa de los hombres. Hoy en día

esta

pretensión

decaída

por

la

crudeza

de

las

circunstancias apenas languidece. Ya no podemos creer en semejante efecto. Sería demasiado ingenuo de nuestra parte. Apenas nos cabe esperar de la escritura una consolación, la humilde pretensión de traducir nuestra relación con los hechos cotidianos, con las agitaciones del día y su alocado devenir, confundido de imágenes. Al que se atreve a escribir en esta época de decepciones y sueños rotos, sólo le corresponde constatar la impotencia ante el presente y la desconfianza infinita que supone el futuro. Escribir es sencillamente una terapia para evadir la desesperación.


●Hoy más que nunca creo que la única ideología que nos merecemos es la ideología de la incertidumbre. La única forma de pensamiento que consiste en dudar de todo y de todos sin hacer excepciones. Una de las personas que más quiero en este mundo siempre termina dándole un golpe a la mesa, para no dármelo a mí por supuesto, cuando me oye decir esto. La gente con la que converso regularmente, sabe que estoy en lo cierto pero no lo admite, o no me apoya, o critica por criticar. Supongo que en el fondo siguen creyendo que están obligados a sumarse incondicionalmente a una causa para tener amigos. Eso se los agradezco porque yo tengo un buen trabajo gracias a ellos. Entiendo que a la gente joven no le parezca sensato este parecer porque a los jóvenes les atraen los absolutos, les fascina hacer el amor en el carro, en la playa y entre amigos; disfruta de las drogas y sus paraísos artificiales; y sienten especial predilección por la música hostil, los vaivenes poéticos del delirio y las ideologías. Por eso se identifican de forma tan natural con aquella frase atribuida a Janis Joplin: vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver. Al final de los años 90 yo también fui joven y también atravesé mis callejones y me asomaba a los abismos. Por esos años era muy pobre y andaba por las calles del Paraíso y La Paz, un poco ebrio, leyendo a André Malraux, comiendo perros calientes y buscando una plaza solitaria para hacer el amor con una muchacha muy linda e inteligente que luego se convertiría en socióloga y en mi primera esposa. Ya me dejó pero nos quisimos mucho. En esos días todos mis amigos eran


maoístas, trotskistas, miembros del Partido Comunista y de cuánto movimiento estudiantil de izquierda había. Todos se preparaban para la revolución. Eso era maravilloso, admirable y terrible a la vez. Luego llegó la oportunidad y se ha hecho lo que se ha podido. Yo, desde esa época, siempre he sido un poco escéptico. Eso no me ha convertido en una víctima, porque mis amigos siempre me aceptaron así, pero sí ha tenido sus consecuencias. Hoy, 20 años después, el recuerdo de aquellos días sigue fresco, muy fresco en mi memoria. Me arrepiento de muchas cosas pero sigo pensando que hay que ser críticos, escépticos y no creer en nada ni en nadie, ni en uno mismo. Sigo teniendo la firme convicción de que siempre hay que hacerse las preguntas más incómodas y cuestionar todo sin la más mínima consideración. Así algunos idiotas de aquí o de allá, tan seguros de sí mismos, terminen hablando mal de mí y consideren que esa no es una verdadera ideología.


●Si no existiera la imaginación los niños no pudieran sobrevivir a la niñez. Ser niño sin tenerla a mano debe ser algo horrible. Bueno exagero pero dudo que no admitan que supondría ciertas dificultades. Hay mucha burla, hostilidad, represión y aleccionamiento alrededor de un niño. En consecuencia necesita de la imaginación para compensar todo eso. Si no es popular, pendenciero o mercenario, pues pasa las de Abel en la escuela. Si se le ocurre hacerse preguntas difíciles sobre la vida, la muerte, la soledad, termina en la oficina del psicólogo infantil, y si insiste, le mienten sus maestros, y luego, se convierte en el hazmerreír de sus compañeros de clase. Por eso, unos más que otros, cuando éramos niños, necesitamos en algún momento de la imaginación. Por lo menos para rellenar los espacios que quedaron vacíos por la torpeza de los padres y aguantar la tierra que nos arrojan a los ojos. Yo tuve la suerte de contar con la imaginación para sobrevivir después de que mi madre se enfermó. La pobre pasó mucho trabajo durante gran parte de su vida, específicamente desde que empezó a sentir los síntomas irreversibles de un padecimiento incurable llamado Lupus. Eso sucedió cuando yo apenas tenía un año. Desde ese momento dejó de ser la reina del edificio Tacarigua y estuvo tirada un sofá oyendo el rumor de las hojas y los pájaros. Ausente y molesta con la vida nos legó su rabia, su descontento y su amor por el cine. Pasó casi 30 años viendo películas y yendo y viniendo de las salas de terapia intensiva con un pastillero en la mano. No nos abandonó pero por alguna razón no pudo evitar hacernos sentir culpables. Mi


estrategia para sobrevivirle a esa realidad tan lamentable fue la de inventarme otra mamá. Una señora un poco más joven que por algún tiempo fue una perfecta sustituta, en vista de que mi verdadera mamá sólo logró satisfacer nuestras solicitudes unas cuántas veces. Las contadas y excepcionales ocasiones en que no se sentía mal, me acompañó al baño y tuvo la delicadeza de enseñarme escribir sin incluir el apartado de los errores ortográficos. El resto del tiempo me encontraba con ella cuando estaba echada en una hamaca recriminándole al cielo su suerte, pidiéndome las gotas para el dolor de cabeza, o tomándome la mano en la habitación de una clínica, mientras trataba de respirar a través de una máscara de oxígeno. Recuerdo que su mano siempre estaba fría. Con la otra, con mi mamá imaginaria, iba regularmente al parque, a las plazas, jugaba con la pelota que tanto le envidié al vecino y tramaba venganzas inconfesables en la cocina de la casa. A veces era muy estricta pero no me importaba porque estaba sana, bailaba con soltura el pasodoble y se iba con sus amigas trotar todas las mañanas después de dejarnos en el colegio a mi hermana y a mí. Era una de esas madres que te apretaba el brazo para darte un pellizco si te portabas mal pero que también hacía tortas riquísimas, yogur casero y una inolvidable gelatina con leche condensada. Hoy en día no sé a cuál de las dos recuerdo con más exactitud. Ni cuál de las dos era la verdadera y la falsa. Creo que a estas alturas ese detalle ya no tiene la más mínima importancia. Sólo puedo decirles que sobreviví.


●Me gustan las ilustraciones de los años 20, los boleros de Beny Moré, la tipografía de la prensa escrita, todo lo que se puede encerrar en un poema o en un cubículo de palabras, o en un frasco de vidrio, que es lo mismo, un insecto, las sobras de una tarde, hierbas disecadas de la cocina, la albahaca y el toronjil, el azúcar, la sal y el laurel; los colores fosforescentes de los amaneceres y los garabatos de las hojas del papel bond. Me gustan los diarios íntimos de las señoritas de los colegios de monjas que antes les daba por escribir y leer el periódico y tomar café con leche sin dejar una sola mancha sobre el mantel. Me gusta reconocer la música de Mozart que usan los gerentes de los centros comerciales para torturar a sus empleados, darle dos mil bolívares a mis hijos todos los fines de semana para que vayan al cine a besarse con sus parejas, comparar los paisajes de Balthus con el pubis angelical de ciertas muchachas, hojear los libros que han escrito mis amigos y no he leído, sólo cuando me siento por 11 minutos en el baño, sacarme las canas del pecho por complejo y quitarme los zapatos sin desamarrarme los cordones; mirar pornografía a escondidas, echar la ropa sucia en el piso, robarme los libros que me prestan con entera confianza, llegar a la oficina a las 10 de la mañana muerto de sueño, como si estuviera madrugando; y mirar detenidamente dos cosas: el rostro de mi hija de 7 años y los senos perfectos de una señora que nunca me ha dejado develar su identidad; atravesar la noche tanteando las paredes de los pasillos, comer con un pan en la mano y sin cubiertos, dejar el plato en el piso para que


me lo recojan, sentarme a mirar sin sosiego el indeciso temblor de una fotografía, hablar, hablar y pensar en los jabillos del Trigal cuando quiero que haya verde ¿A quién no?


●Siempre que tengo la oportunidad me encuentro con mi hija Zoe porque ella es la única persona de este mundo cruel e indolente que me pone en sintonía con la realidad. La única que me baja la Santamaría y me dice: ya papá, deja el fastidio. La última vez que nos vimos y me oyó repetir la cantaleta del supuesto intelectual fracasado, del profesor universitario sin poder adquisitivo, me dijo: papá ya basta, deja que uno se tome el café con tranquilidad y cariño familiar ¿sí? tú sabes muy bien que el día que elegiste ser profesor y te dio por empezar a escribir, fracasaste en la vida, porque si miras fríamente la situación, ser escritor y no ser Vargas Llosa, y no haberse casado con la hija de Elvis, o no tener el éxito del Señor de los Anillos, y aparte de eso dar clases, aquí en Venezuela, imagínate dar clases a gente como yo, después de pasar más de diez años en la universidad estudiando, sin producir un solo centavo, para luego aspirar a una de esas becas que dan en Europa o a ganar uno de esos premios tan tristes de poesía que llevan el nombre de esos poetas del interior que solo conoces tú, por cierto, es de plano, fracasar en la vida. Tienes que admitirlo papá, es fracasar en la vida, así que no te andes quejando tanto, tómate tu café y resígnate. Estás con tus hijos almorzando un domingo, con los pocos hijos que ya no te guardan rencor porque salieron vivos de la adolescencia. Mira, quédate tranquilo, piensa que por lo menos tienes para hacer mercado y darnos algo de esa cesta tickets que te regalan en universidad cada fin de mes. Hay gente que no tiene nada de eso. Además, piensa también que a pesar de


que

no

tienes

departamento

el en

dinero

suficiente

Caracas,

ni

para

para

comprar

cambiarle

un los

amortiguadores al Renault, porque los escritores como tú, no pueden, cuando estés viejito, ganando lo que ganas ahora, no más, porque en la vida no existen los milagros, por lo menos nos vas a tener a nosotros, que no vamos a seguir tu ejemplo y que por esa sencilla razón, vamos a tener con qué pagarte el seguro del carro. Piensa eso y deja de quejarte por favor.


●Aquí en Parque Central las horas se fatigan pero no descansan, pasan del día a la noche insomne, de la luz solar a la de los cilindros fluorescentes agitando las ventanas y los pasillos llenos de polvo. Si se vive en el piso 40 se tiene la sensación estar más cerca de la calle que en el piso 4. Cualquiera apostaría que en cualquier momento alguien podría saltar por las ventanas corredizas desde las que se puede distinguir multitud de cosas: la siembra de casas diminutos que atesta la montaña de San Agustín, el cochecito que sube y baja con sumo cuidado, cargado de gente y halado por los motores del metro cable, el vuelo errante de las palomas que pierden su ruta entre tanto tráfico y se suicidan contra autopista plagada de automóviles y motorizados, que parecen hormigas, cajas de fósforos y caballitos de mar. Para que ustedes vean que lo que digo es cierto les cuento que una vez abrí la puerta, venía de trabajo cansado con la intención de almorzar y luego de tomar una siesta, a eso de la 12 del mediodía y me encontré con un Zamuro. Esos pájaros inmensos y altivos que danzan alrededor de la muerte y adoran el aroma de los basurales. Al verlo me quedé mudo. Imagínense que entren a su casa, hartos de la vida y se encuentren con un animal de semejante envergadura. No hay idioma que les sirva, solo el de los mudos. Yo no dije nada, él tampoco. Durante un rato nos miramos sin vernos y decidimos ignorarnos. Supongo que este pedazo de cielo atrapado en la sala de mi pequeño apartamento tampoco sabía qué hacer. Me dije qué hago y enseguida las opciones más absurdas empezaron con su


fiesta. Todo lo inoportuno, innecesario y descabellado que podía pasar por mi mente saltó a mi cabeza. Siempre sucede así, nunca pensamos correctamente cuando necesitamos encontrar una salida, sin embargo me dije, estate quieto. Pude haber llamado a los bomberos pero no lo hice, supongo que no hubiera servido para nada, ellos solo tienen mangueras y ya no hay agua en la ciudad, está racionada, también pude haber resuelto buscar a la policía pero no me atreví. A estos últimos les tengo demasiado resentimiento. Son incontables el número de veces que los policías, guardias nacionales y fiscales de tránsito que se paran en la esquinas me han detenido por razones absurdas. Al pensar en esa opción inmediatamente me contuve. Estaba seguro de que si los llamaba llegarían matando al pobre animal sin hacer preguntas. No, no, nada de eso. No vaya a ser que mataran al pobre y dejaran el reguero en el piso del apartamento, me dije. Al no hallar otra salida decidí ignorarlo y permitirle quedarse en casa el tiempo que quisiera. Total a eso estoy acostumbrado. Vivo rodeado de chulos que dicen ser mis amigos cuando no tienen medio en la cartera. Unos vividores que pasan sin previo aviso por mi minúsculo hogar el día menos pensado con la excusa de contarme sus penas pero con la intención de beberse lo poco de whisky que me queda. Lo cierto es que cerré con cuidado la puerta, dejé mi cartera sobre el tope de la cocina y bajé lentamente las escaleras que dan a mi habitación. Antes de dejarlo solo con sus pensamientos me di el gusto de admirar por última vez su elegancia rugosa y poco agraciada. Como los


ventanales del apartamento estaban abiertos consideré que lo más probable era que se fuera por donde entró. No dio un solo paso ni movió una sola pluma de sus enormes alas plegadas mientras estuve allí. Parecía una estatua mortuoria. Ya en mi habitación puse CNN, vi un reportaje de los emigrantes sirios y me quedé dormido. Ante tal desgracia a uno lo le queda otra. Al despertarme noté que había pasado más de una hora. Fui al baño, oriné porque la gente cuando va al baño orina a sus anchas y luego subí cautelosamente los escalones que dan a la sala. Cuando estuve arriba me di cuenta de que el inesperado Ángelus de la tercera edad ya no estaba. Se había marchado sin decir palabra. Sé que vino con la intención de hacer algún anuncio pero no supo cómo hacerlo. Yo tampoco le di la oportunidad. No estaba dispuesto a oírlo. Seguramente se trataba de algo muy triste y de eso ya tengo bastante. Pero bueno les cuento esto para que sepan cómo es Parque Central, un enorme monumento lleno de viejas sorpresas. Una isla vertical rodeada de automóviles que parecen enfilarse suavemente contra los bordes de la cama con un rumor de lago salado. Un panal de concreto donde es imposible dormir tranquilo.


●Escribir es lo único que llena la vida de algunas personas. Independientemente de que le salga bien o mal, algunas amas de casa hacen adornos de cerámica de mal gusto que le parecen maravillosos y otros cocinan recetas sin el menor sentido del gusto, creyendo que sus sabores son inigualables. Al que escribe le pasa lo mismo. Cada vez que lo hace siente que es la única persona en este mundo que se la ha ocurrido lo que está escrito, así eso sea inocuo, nulo o innecesario. En vista de esta paradójica confesión, espero que me perdonen.


●Me encanta observar el comportamiento de las personas, no la historia que cuentan de sí mismas sino la verdad que se asoma detrás de lo que cuentan, por encima de sus hombros. No me importa si son aburridas, idiotas, chismosas o crueles. Todo el mundo merece la oportunidad de contar su historia. Los únicos individuos que me resultan insoportables son los hipócritas, esos simuladores de profesión que hacen de relato de sus vidas una historia ejemplar, moralizante, plagada de peripecias, aventuras y hasta moralejas. Esos maniquíes de pacotilla que siempre andan haciéndole un favor a alguien, preocupados por el matrimonio de los hermanos, o la alimentación de los cachorritos de la vecina, que siempre se quedan solos los sábados por la noche. Supongo que una tarde de Semana Santa, excesivamente calurosa, oyeron una voz que les dijo en voz baja que su misión en la vida, a partir de ese momento, consistiría en representar el paradigma de los derechos humanos. Siempre con una sonrisa de herbalife, con su infaltable mano en el hombro, su cara de votos, sus implantes corpóreos, su manual de autoayuda bajo la lengua, su

frasecita

melosa

y

como

constructiva;

esa

falsa

preocupación por la salud mental de los niños que piden dinero en la calle y la incurable manía de organizar las fiestas más cursis a beneficio de los enfermos del riñón. Esos para mí son los seres más detestables de la especie humana. Alguien debería promulgar un decreto para hacerles seguimiento y expulsarlos del planeta. Lanzarlos al espacio junto a la basura interestelar, para ver si se regresan con la misma sonrisa


forzada y siguen con el antojo de salvar al mundo. Cuando me encuentro con alguno me sudan las manos pero no me dejo llevar por la indignación. Los acompaño en su escenita, los miro fijamente cuando empiezan con su reflexión humanitaria, asiento cada vez que hacen una pausa y río si se les ocurre algún chiste, río a carcajadas para animarlos a seguir. Al despedirnos, les doy un fuerte abrazo con la temperada promesa de organizar un encuentro fraternal lo más pronto posible. Saben que eso no va a suceder nunca porque no los miro de veras ni los oigo con atención. Saben que soy tan hipócrita como ellos, que sé que están mintiendo, tanto o más que yo. De mentiras sé bastante. No he hecho más que mentir durante casi toda mi vida, por lo menos desde la primera comunión. Sobre todo a mí mismo. Eso sí, les aseguro que no lo aprendí por milagro. Fui entrenado para eso y muy bien por cierto. Estoy seguro de que ya no tengo remedio. Tuve unas excelentes maestras, las siervas de Jesús. Esas solteronas que se esconden en la única iglesia gótica del centro. Esas muchachas con barba que me daban bofetadas cada vez que me reía, en los aciagos días que me prepararon para decirle no al demonio y recibir la dulce compañía del señor por el resto de mi vida. Todavía lo estoy esperando, se los aseguro.


●Si escribes es para contar tu historia, para saber quién eres. Sin este interés previo la iniciativa no cuenta. Yo trato de hacerlo, no con conciencia social ni nada parecido, sino con la certeza de que hacerlo bien es indispensable porque escribir es develar, revelar el negativo de una fotografía que fue tomada solo para nosotros. Para que eso suceda el tiempo debe pasar. Sin embargo, la vida no alcanza para tanto. Es muy probable que haya muerto antes de saber quién soy. Lo de Aquiles y la tortuga es un cuento de optimistas empedernidos. Cuando a fuerza de escribir logre ver algo, distinguir el rostro y la voz de mi madre y empiece a entender lo que me quiso decir la última noche que pasó en terapia intensiva con el respirador pegado al cuello, ya será muy tarde. Sólo con el tiempo se empieza a reconocer lo que se esconde tras las manchas de la pared. Para nosotros nunca es suficiente, nos queda como un pantalón sin ruedo, demasiado largo.


●Siempre me he equivocado cuando se trata de mí. De niño estaba seguro que iba a ser nadador y fracasé en el intento. Nadé, nadé, nadé, todos los días durante 6 años, a las 5 de la mañana, a las 2 de la tarde y a las 7 de la noche y nunca llegué a la orilla. Cada competencia a la que asistí fue motivo de una frustración desasistida que hoy en día me parece lejana e intrascendente pero que en su momento tenía su importancia. No crean, a solas lloraba de la impotencia. Poco después intenté por todos los medios ser jugador de baloncesto, ja, pero era demasiado bajo, corría muy lento con torpeza, no saltaba ni tampoco encestaba a distancia. Es decir era un lastimoso desastre. Lamento haber perdido tanto el tiempo empecinado en ese asunto. Yo era el loco del pueblo persiguiendo sus sombras. Luego, adivinen qué, se me ocurrió que podía ser cantante, pero no cualquier cantante sino cantante de baladas. De ese capítulo tan ridículo de mi vida no pienso agregar gran cosa, me ha costado mucho olvidar ciertos pormenores que les harían morir de risa. Y ya está bueno de risas. ¿No? Lo cierto es que en todos los casos antes mencionados me faltó el vigor físico, la aptitud y el valor necesario para destacarme y sentirme útil en alguna de esas tonterías a las que se dedica la gente y sobre las cuales sienta las bases de su orgullo. Creo que en el fondo tuve suerte. Esa serie de fracasos fueron los que me llevaron a leer un libro y dedicarme a la literatura, la más innecesaria de la formas de vida por la que solo optan los ilusos, los hijos de papá y mamá, los eternos mantenidos, los que no fueron lo suficientemente


buenos para nada de nada y todos los que sufren porque es domingo y están muy solos. Escribir fue lo único en lo que no pensé. Capaz que por eso lo hago despreocupadamente y sin preguntarle a nadie si le gusta o no. Lo hago con cierta regularidad desde hace unos cuántos años, después de que mi adorada profesora Marianela Guevara me regalara una edición muy bonita de las Voces de Antonia Porchia. Por ella comencé a pensar en estos temas sin importancia que tanto me distraen las noches de insomnio. Si me ha servido para algo este eterno canto de sirenas, es para tratar de poner en claro las cosas que más me duelen. Después de estos trabajos particulares y tantos días, creo que al menos he podido aprender a mezclar los comentarios reales con los ficticios, oír con sumo cuidado las maravillosas conversaciones de las peluqueras y anotar en mi libreta muchas de las frases que se dicen los enamorados antes de que termine el romance y acaben como todos los que en un momento se amaron: teniéndose mucha lástima u odiándose.


●Soy demasiado viejo y demasiado joven para estar cayendo en la tentación de las definiciones pero si alguien me preguntara si existe un método para escribir un texto poético, le respondería que no hay método alguno. Un poema surge de una revelación que simplemente se nos atraviesa, como un perro que pasa o una colina, la luz de un semáforo, un recuerdo que confunde la visión del parabrisas. Es una sensación un poco difícil de explicar que nos aparta del tiempo y el espacio cotidiano sin previo aviso. Puede que se presente mientras miramos una pared, cuando vamos montados en un vagón del Metro, o estamos sentados en un sofá en medio de la madrugada mientras tomamos trago y divagamos. El poema se hace presente en la escena doméstica como un fogonazo, en una especie de caos vertiginoso de palabras que luego se va inclinando hacia una dirección determinada. Antes de escribir un poema, las palabras aisladas flotan, las vemos, las oímos rondando. El trabajo de un poeta, si a eso se le puede llamar trabajo, no vaya un inspirado a ofenderse ahora y a tildarme de estéril academicista, es el de darle forma, alma, cordura, tono, ritmo, tesitura, tacto, olor, sabor, gravitación, sentido, a esa espiral de signos. El poeta es quien realiza el misterioso proceso de ir ensamblando las palabras, una a una, hasta que escribe toda una línea, y entre líneas y silencios completa eso que llamamos poema. Es ese demiurgo citadino que a veces da con la forma primigenia de un Gavilán, el sol, un río, como sucede con Palomares; que a veces oye lo que piensan Los Árboles, lo cuerpos oscuros de los Amantes, o las


voces enfermas de un pueblo desolado llamado GĂźigue, como pasa con Montejo, o siente la tibieza de la piel ausente de una mujer llamada Silvia, que nos invade la mente en mitad de la noche, como un fantasma que recorre largas carreteras para llegar hasta las lĂ­neas del inolvidable poema de Hesnor Rivera.


●Escribir, no sólo en su sentido literal, implica un gran desorden. El desorden de las ideas que a uno lo acompañan hora tras hora. Por eso cada vez que termino de escribir uno de estos retazos, me otorgó unas horas de descanso, tras las cuales me pongo a pensar en otro texto. Las razones son muchas pero en mi caso la principal es que soy un neurótico sin tratamiento, que sobrelleva su compulsión obsesiva sin hacerle mucho caso a los medicamentos con este remedio casero. Entonces como le pasa a todo buen adicto, cada tantas horas necesito repetir mi dosis. En ese sentido la escritura puede entenderse como una fórmula de desahogo. Sus efectos son inapreciables pero de corta duración, en consecuencia me toma muy poco tiempo comenzar a desesperarme y perder definitivamente el sueño. A veces espero pacientemente uno o dos días a que me venga una idea o la tan remanida inspiración. No espero más porque como ya dije, siento que me apago y me enciendo intermitentemente y eso de ser una luz de emergencia es muy desagradable. Luego como un indigente, me avoco a mi labor tranquilizante de recoger palabras. Unos toman ritalín, otros se suicidan hasta la mitad, se toman sus pastillas pero no todas, para salvarse, yo recolectó y escribo. Para procurarme el material que tanto necesito leo de todo, revistas, catálogos de exposiciones, memorias, recetas de cocinas, libros de bolsillo, de cabecera, de manera desordenada, poco seria dirían algunos. Leo desde lo más disímil hasta lo más fútil, cuentos infantiles, con ilustraciones y sin ellas, el pasaje subrayado de una novela


que me quedó en la memoria, pero que seguramente leí muy mal; revistas de mecánica general, algunos poemas de Juarroz, los diarios de internet porque me encantan las noticas y hasta los encabezados de las páginas pornográficas. Los cuáles son de lo más imaginativo e interesante de la literatura contemporánea por cierto. También escucho música clásica, veo películas de acción en la que hay largas persecuciones por Manhattan, voy a caminar, corro, hago barras paralelas para sentirme fuerte y viril, y tomo mucho café mientras espero que a otra idea le dé la gana de venir a mí y pueda de nuevo escribir otro retazo. Puede ocurrir que no suceda nada en el transcurso de dos días pero, a veces, puede pasar toda una semana. Sufro porque como ustedes saben, todas las esperas son horribles, independientemente de que se hagan frente a un auto mercado donde está por llegar la leche en polvo de los recién nacidos, o en la entrada de un cine donde se estrena, no el acorazado Potenkim, sino el octavo capítulo de la interminable Guerra de las Galaxias. Pero cuando llega la palabra justa es el alba, el despertar, porque escribo y me sereno. Naturalmente, es imposible que el material reunido durante este proceso tome una forma coherente de inmediato. Después viene la gastronomía, el quita y pon, mueve para acá, coloca esto allá. Un texto es como un buen guiso, primero se monta, y luego se va macerando, juntando y cociendo poco a poco, hasta que queda terminado. A veces no queda perfecto pero te lo comes igual. Diferentes elementos tienen que emerger del caos y encajar, consustanciarse, para que uno


pueda comenzar a reconocer las ideas y los sabores que se develan en el texto. Estoy consciente de que otros trabajan de manera distinta, prefieren mantener los pies sobre la tierra o sobre el firmamento pero yo procedo de esta manera un poco alocada. Quizรกs hice poco caso a las recomendaciones que me dieron en los talleres.


●Nací en Valencia por casualidad. Si las cosas hubieran sucedido como era justo hubiera venido al mundo en un pueblo que casi nadie conoce llamado Motatán, pero a mi abuela le dio por dejar a su primer esposo, mi verdadero abuelo, un terrateniente machista que siempre quise conocer, y un día se vino a vivir aquí. En eso fue una pionera del feminismo en Venezuela, feminista con pocos recursos financieros e ingenua por demás, pero feminista al fin. Parece que después de casarse por obligación y tener varios hijos se le ocurrió ponerse a estudiar enfermería en Maracaibo. Su elección no fue deliberada, en aquella época de la fiebre amarilla, la polio y la

meningitis

había

pocas

carreteras,

y

las

opciones

disponibles para mujeres eran casi nulas. Ella sabía que lo que hacía falta eran enfermeras. En eso fue arriesgada, loca e irresponsable en el buen sentido, terca y pendenciera. Al terminar se puso a inventar más de la cuenta y se vino a trabajar en el hospital de la Cruz Roja de Valencia. Esa es la versión oficial de los hechos. Yo creo que el asunto fue más interesante, provocador, rumoroso, atrevido. Estoy casi seguro que su desplazamiento se debió a otras razones. Creo que estando en Trujillo conoció a un señor musculoso y de poca estatura, sumamente callado y apuesto. Un hombre silencioso que al verla una tarde montada en un autobús que se dirigía hacia la incipiente ciudad de Valera se enamoró perdidamente de ella. Desde ese día ese señor de los anillos no pudo dejar de buscarla. Cada vez que iba a la parada se le acercaba sin decirle nada. Con razón dicen por ahí que un silencio vale más


que mil palabras. En ese tiempo mi abuela no estaba nada mal y a pesar de que era una mujer casada, con casa y esposo, no era feliz. Su marido era sumamente celoso y un pésimo amante. Además se la pasaba amenazándola con un revolver que siempre guardaba debajo de la almohada. No sé cómo tuvo el valor para decidirse ante tal amenaza pero cuando el muchacho del bus la volvió a ver y le propuso que se escapará con él a un sitio donde nadie pudiera encontrarlos, ella no lo pensó dos veces y huyó. Buscaron un lugar donde no se le ocurriera venir al hacendado celópata. Ese lugar era la dentífrica, malhumorada, prepotente y falsamente refinada ciudad de Valencia. Mi abuela huyó y se fue a vivir allí con sus 4 hijos pequeños. Desconozco los detalles de la mudanza pero por lo que vi fueron felices. Con él tuvo una hija de lo más coqueta y acumuló muchos aparatos electrodomésticos, un violín, una caña de pescar y una pequeña pecera. Sus hijos nunca la perdonaron. Nunca dejaron de extrañar a su papá maltratador, a su abuela castradora y al cura sudoroso del pueblo.

Supongo

que

también

hay

una

historia

de

mezquindades y abusos que nadie me ha querido contar porque soy muy chismoso. Supongo que el apartamento que escogieron de guarida no contaba con el suficiente espacio para tantos críos. Entre ellos estaba mi mamá, la reina del Colegio María Auxiliadora, la muchacha del pelo negro azabache que soñaba con los cruceros de las islas del Caribe y ser modelo. Yo soy consecuencia de este éxodo. Este origen tan disoluto me llevo a ser una especie de nómada que pasó


muchos años viviendo entre Valencia y Motatán porque allá me dejaban mis padres al cuidado de mis tíos y mis primos mayores, cada vez que partían de nuevo en un trasatlántico a recorrer las islas del Caribe y los mares del Sur. Y no estuvo tan mal. Tengo que admitirlo. Algunas de mis costumbres provincianas vienen de allí, mi gusto por el mojito picante, el perico de capachero de betijoque, el pollo a la parrilla de San Lázaro, el conejo de Flor de Patria, los aguardientes caseros de la Sejita y los cuentos del largo camino a Niquitao. De esa zona también proviene mi devoción por el doctor José Gregorio Hernández, la aguas termales y la nostalgia de los viejos en mecedora; mi predilección por las películas de vaqueros, las actrices italianas y las muchachas de ojos grandes, senos brillantes y velo oscuro proceden de allí. Ah y mi tendencia al incesto, las pesadillas nocturnas, las falsas profecías y el juego del escondido. Todas las anécdotas que he coleccionado durante todos estos años provienen de ese mundo perdido. Ya nada de lo que vi existe, ni el cine donde mi primo perdió la virginidad y la casa maravillosa de mi amigo Nuncio. Si hubo un testigo que aún recuerde con una mirada tierna y afectuosa lo que ahí se acostumbraba a hacer, ese soy yo. Sé que la vida de sus habitantes no fue perfecta. Si bien hubo insultos fuera de lugar entre mis primos mayores, historias personales poco agraciadas entre mis incontables tíos, mucho sufrimiento, terquedad, pobreza, y hasta peleas con botellas rotas y cuchillo en mano, y una que otra gota de sangre entre nosotros, detrás de cada uno de los personajes que conocí en ese pueblo que


ya no existe, que ahora es otra cosa totalmente distinta, hubo algo de belleza, de humildad y pureza. No tengo reparo en decir que todos los borrachos que conocí allí eran buenas personas, y que sus delirios siguen siendo la raíz de mis sueños. A veces pienso que seres honorables como mi tío Rosario o el viejo Víctor están en vías de extinción. Yo tuve la suerte de conocerlos en la entrada de una bodega. El desencanto y el miedo a que me vean desnudo es algo que fue apareciendo después, cuando llegué a la gran ciudad. El cinismo es el único truco que encontré para salirse el paso a la hostilidad de la metrópolis. Hoy recuerdo a Motatán y sus aceras altas con melancolía. No sé por qué a estas altas horas de la noche me ha dado por recordar ese pueblo. Quizás porque todos los cínicos esconden un lado sentimental que siempre ocultan con sumo cuidado detrás de la nevera.


●En una urbanización de la ciudad donde nací, que está ubicada entre la autopista regional del centro y una montaña árida y pedregosa, descansa una pequeña cruz que da la impresión de encabezar un antiguo cementerio. Las calles de esta urbanización tienen nombre de planetas: Neptuno, Saturno, Venus, Tierra, de manera que si la ves por la noche desde lo más alto de esa montaña, entre los postes de luz a medio encender y la soledad del asfalto, da la impresión de encarnar un pequeño cosmos. Si por el contrario, te montas en tu automóvil, enciendes el aire acondicionado y conduces oyendo la sinfonía Nuevo Mundo, te imaginas que viajas a 40 km por hora por la vía láctea de Stanly Kubrick. En las aceras de estas calles tan solitarias todavía hay árboles. Durante años han intentado contarlos pero son demasiados. Los sembraron pensando en el futuro de los hijos de los hijos. La alcaldía gastó el presupuesto de todo un año tratando de podarlos pero la gente conserva la mala costumbre de salir a regar las matas todas las tardes para matar el aburrimiento y por eso no dejan de multiplicarse y crecer. Piensen que por aquí no hay otra cosa qué hacer, bueno salir a trotar pero todos están muy gordos para animarse si quiera a caminar. Muchos de estos árboles quebradizos se han llevado al otro mundo una cantidad considerable de hijos de vecina. Nadie se queja porque en su momento se les advirtió que los días de lluvia o mucho viento, está terminantemente prohibido salir de las casas. Como pasa con los hijos de papá y mamá, no hicieron caso. Los incontables Jabillos, Ceibas y Apamates de raíces hinchadas


que todavía siguen en pie han agrietado las entradas de la mayoría de las casas. Creo que esa ha sido su forma de vengarse del intento de ecocidio. Estoy seguro de que esos accidentes impredecibles son lo más interesante que de vez en cuando ocurre en este lugar. Yo crecí por una de esas manzanas cuadriculadas del Trigal, en una casa igualita a las demás casas que fueron construidas para profesionales recién vestidos de los años 70. Digo esto no por resentimiento sino porque salvo que sea por un delirio de ostentación, ninguna familia pequeña necesita comprar una vivienda de 5 cuartos, dos salas, un comedor con ceibó, 4 baños con bañera, uno de servicio para la muchacha de la limpieza, como si esa muchacha viniera a casa con una enfermedad infecciosa, y un patio trasero donde hay una pequeña construcción. Esta especie de cuarto es usado la mayoría de las veces para almacenar peroles viejos, bicicletas oxidadas, rumas de periódicos subrayados, botellas vacías, cauchos inservibles, alguna silla rota y una piscina de plástico que costó una fortuna y nadie supo armar. Al final todo está en estado de descomposición por efectos de la humedad que acumulan los años entre las paredes o por los estragos del polvo. Al fondo del patio hay un árbol que da aguacates una vez al año y que nadie se come, dos carros descompuestos que mi papá todavía lava con orgullo todos los fines de semana, con la esperanza de que va a conducirlos de nuevo por la avenida Bolívar bien acompañado y casi lo olvido, un muro de los lamentos coronado de vidrios. A veces vuelvo a esa casa y


pienso en la importancia que le damos a las cosas innecesarias. A mí me pegaban cuando olvidaba pasear al perro o echarle agua a los helechos del corredor. De la grama por supuesto no queda nada y de los helechos menos. Por eso nunca entenderé por qué le damos al menos 20 años de nuestra vida, una hipoteca, la virginidad, las noches, los días, las rabias y el sudor, las cenas, los desayunos, los almuerzos, a un planeta abandonado. Sin pensar que en pocos años todo esto se iba a transformar en una fábrica de polvo, en un nido de alergias y televisores apagados, en una guarida de culebras enfermas, en una ciénaga, en una pena irónica, sin lugar para la tristeza, le dimos a este pequeño paraíso perdido, los mejores años de nuestra vida.


●Se escribe por la obsesión de saber qué fue lo que nos pasó a los 6 años, por contar lo que vimos, lo que oímos y lo que no vivimos. Se escribe por amor, pero sobre todo por odio, por el afán de comprender la tentación de existir y el inminente final de los días, por contar lo maluco y lo sabroso de una manera encerada, sutil, elegante, varietal y exquisita; por entenderlo todo de forma distinta, por compartir la calidez de los hombros, las manos, una muñeca, dos costillas, los fragmentos de un rompecabezas, por extravío, por juntar lo que se desborda y nos deja con un no sé qué, que queda balbuciendo. Se escribe de las taras, la penas, la sospecha del infierno tan temido, las culpas de la madre y su desprestigiado benefactor, las insinuaciones de los curas de la católica, los curas con carro y labia, los jesuitas. Se escribe de los pecados de la hermana, los trabajos, las semanas, las deudas, las pesadillas; del hermano que nació muerto en 1980, de las esperas en la clínica, los celos noctámbulos, las historias que sólo se conocen de a oídas, de las vueltas que da la vida, del incesto de los primos en la cocina, del alcoholismo del abuelo, la frustrada tentativa de tocar al otro, de la desintoxicación, las alergias, los amigos nacidos con la mala estrella encima, del suavito, la trompeta incógnita de Zoe, las historias con caballos alados

de

Matilda;

los

remordimientos,

las

traiciones

inconfesadas y los amores sadomasoquistas, de los chinos del tercer mundo, el cuerpo y su laborioso instrumento, de las ganas de irse lo más lejos posible, de las anécdotas más borrosas, de los placeres más retorcidos, de la decadencia de


la belleza, las tragedias matrimoniales de las vecinas y los vanos intentos de suicidio. Se escribe con y sin alcohol, un cigarro al alcance de mano, una montañita de monte, unos pases de cocaína, qué palabra más bonita verdad, voy a repetirla porque suena feo pero es muy bonita, cocaína, con o sin novia, con la ayuda del papelito que guardamos detrás de la pila del celular, una yunta de buey, dos hijos, una certificado de

soltería,

casa

o

habitación

compartida,

con

tinta,

computadora, o un lápiz Mongol prestado y una libretica; libre o engrillado en Mariara, Andalucía, Tumbutù, Los Guayos, Costa Rica. Dónde y con quién estés no importa. Si se quiere de veras, escribe de y por la vida.


●A veces pienso que un socialista es una persona, que teniendo o no conciencia de ello, muestra un gran interés por los seres humanos, sus asuntos, sus problemas y sus tristezas. En ese sentido todos mis amigos lo son. Unos gradúan a algunos muchachos descarriados que después se olvidan del favor que le hicieron, creyendo que ese gesto de solidaridad era algo que se merecían. Otros le corrigen, sin cobrar un centavo, los borradores de la tesis a sus alumnos y hasta le dan casa y comida, si se percatan que no tienen dónde vivir. Los más incautos le consiguen un trabajo para que dejen de robarle el televisor a su familia cada seis meses. Un contrato de analista que pierden a la semana porque nunca han podido, ni podrán levantarse antes del mediodía. Mis amigos son especiales, creen en la gente y en la verdad que supuestamente se esconde tras la máscara de una sonrisa. Son un poco ingenuos, neuróticos maravillosos incapaces de llevar hasta el final un gesto de crueldad. Sé que en este momento están por allí, criando a los hijos de un hombre que ya no quieren, haciéndole el mercado a sus hermanos, recogiendo perritos abandonados o enseñando a dibujar a un adolescente con mucho talento pero poca disciplina. Estoy seguro que me sabrán entender cuando lean esto.


●En esta locura que llamamos vida, me considero afortunado por no haber matado a nadie. Me criaron para eso. Sé que si hubiese sido necesario, lo habría hecho. Afortunadamente no fue así. Ahora me considero uno de los seres más pacíficos de todo Parque Central. Un condominio rodeado de mucha violencia, grúas amarillas, pequeñas fuentes sin agua, indigentes de varios colores, grises, amarillos, verdes, ventas de empanadas y mototaxistas. Recuerdo que antes de llevarme al colegio mi papá me daba unas monedas todas las mañanas. En ese tiempo alcanzaban para un pan con jamón y queso, tostado y crocante por los dos lados, un jugo de naranja pasteurizado y un helado soberbio y delicioso, al que le agregaban un poco de jarabe de granadina y una silueta de leche condensada. Antes de despedirse, me ponía la mano en el hombro con gesto de cariño y me decía: ya sabes cuál es la regla, ¿verdad? ¿No? Bueno por si acaso te la repito: si peleas con alguien y me llaman de la dirección, te pego, si peleas y te ganan, te pego, detesto los niños moreteados, y si no peleas por cobarde, y me obligas a ir al colegio a defenderte, también te pego. Eso me convirtió en un autómata teledirigido, un niño del Brasil extremadamente temperamental que aprendió a defenderse como pudo. Hoy semejante formulario de crianza neonazi me da mucha risa pero en ese momento era algo poco alentador. Con razón Imre Kertesz siempre decía que de niño uno tiene una cierta confianza en la vida, pero cuando ocurre algo como Auschwitz, todo se desmorona. Bueno eso fue lo que me pasó a mí. Fui otro muchacho nacido para matar que


se

salvó

por

las

palabras.

A

pesar

de

todo

este

adoctrinamiento retardatario, mi padre no fue el peor. En ocasiones actuaba como si fuera uno de esos oficiales de la SS que tanto odia Polanski pero al final siempre me dio el dinero suficiente para la merienda, algo de cariño y una buena tajada de orgullo. En la historia están reseñados peores casos. Es de conocimiento general que Thomas Mann era un padre sumamente severo. Hasta tal punto de que su hijo le tenía tanto miedo y le provocaba tal ansiedad hablar con él, que cuando debía responderle alguna pregunta, vomitaba de los nervios. Con mi padre a veces se me salían las lágrimas pero al menos nunca llegué a ese extremo.


●Quien escribe no intenta demostrar o afirmar nada. No le interesa la realidad de los hechos sino lo que se puede sacar de ellos, imaginando, suponiendo que las cosas pudieron haber ocurrido de otra manera, diferente de cómo se le contaron o en realidad sucedieron. Quien escribe siempre miente. Es un mitómano que de esta manera socialmente aceptada consigue aliviar los síntomas de una inclinación ineludible. Es un incurable estafador que miente con la firme convicción de que los hechos deben ser claros, lógicos, inminentes, nítidos, parecer reales, a escala o en tercera dimensión, gozar de la tenue apariencia de lo verdadero. Ningún lector quiere que se le recuerde que eso que se parece a la vida pero no es la vida, que ese relato, esa historia, ese cuento, ese poema que la niega o la redime, sólo es una mentira. Por eso es tan difícil escribir porque quien se atreve a hacerlo debe ser realmente convincente.


â—?Antes de tratar de dormir, digo tratar porque conciliar el sueĂąo es algo que me cuesta mucho, bueno antes de eso, creo que es mi deber compartir con ustedes, mis amigos y enemigos invisibles, este monumental poema de Philip Larkin titulado El Mundo Literario.


●Finalmente, después de cinco meses de mi vida —tiempo durante el cual yo no podía escribir nada que me satisficiera, y por el cual ningún po-der me compensará. Franz Kafka Mi estimado Kafka, Cuando hayas tenido cinco años, no cinco meses, sin escribir Cuando hayas tenido cinco años con una fuerza irresistible Encontrándose con un objeto inerte exactamente en tu ombligo, Entonces sabrás lo que es la depresión.


●Mi vida es muy simple, no la elegí. Hubiera querido que fuese más entretenida pero no tuve tal suerte. Estoy seguro que se parece mucho a la de los demás, a la de todas esas personas que tienen hijos grandes, ya se han divorciado y entendieron que en el juego de la vida juega el grande, juega el chico, juega el blanco y juega el negro, juega el pobre y juega el rico. Lo digo porque la gente cree que uno se la pasa de lo más entretenido todos los días por el hecho de vivir en Caracas y resulta que se muere del fastidio y también mira de lejos por la ventana como sube y baja el metrocable y envidia la suerte de sus vecinos. Mi vida consiste en levantarme, cepillarme los dientes, echarme un balde de agua encima para desperezarme y otro para quitarme el jabón. Ustedes se preguntarán por el balde de agua pero aunque no lo crean, ahora hablo en esos términos porque resulta que desde hace unos meses para acá, por la zona donde vivo casi no llega el agua. Alguien la debe estar desviando para regar un cultivo hidropónico Urbano. Mientras eso sucede aquí toda la losa y los cubiertos están sucios sobre el fregadero e invadido por una colonia de chiripas. Ya han pasado tantos días que a uno ya ni eso le preocupa. Pero bueno, mi vida no es la gran cosa, consiste en ir a la oficina y luego a la universidad, hablar y hablar de literatura y de mi traumas infantiles hasta que se hacen las 8: 30 pm, luego cocinar unas legumbres salteadas con carne y arroz y comer frente a la tele, lavar los platos, ir al baño a leer con la ayuda de un diccionario bilingüe dos páginas de los cuentos completos de Hemingway, hablar por teléfono, oír


alguno canción de Chico Buarque, llamar a mi hijos, a las jefas, porque tengo dos, a mi papá, decirle sin muchas ganas, bendición, cómo estás y colgarle cuando se pone a sermonear. Ir con sigilo a la plaza la Candelaria como a las 10 de la noche, hacer algo de ejercicios para bajar la barriga y devolverme cuidando de que no me roben un par de antisociales. Subir usando el ascensor, entrar a la casa, quitarme los zapatos, sentarme en el sofá, mirar la pared, beber algo de whisky si pasan una buena película en TNT, lo cual es algo muy pero muy raro. Hacer el amor con amor o sin amor, después de la guerra o la comida, si alguien que quiero mucho se acuerda de que vivo solo y por lo menos hay que apiadarse del pobre lolo una vez a la semana. Si no se da ese golpe de suerte, miro el resumen de las sesiones de la Asamblea para que me dé sueño y me duermo a ras del piso. No salgo casi nunca porque cualquier forma de entretenimiento supera mi desvencijado poder adquisitivo. Con poco presupuesto y menos ganas, me dejo llevar por las horas, esperando que los días pasen frente a mí como las vitrinas. Mi vida es de la más aburrida, se los aseguro. Ya ni salgo a bailar. Mis amigos de la liga socialista dejaron de mandarme mensajes por whatsaap y eso me tiene muy triste e inseguro, sumido en la orfandad. Supongo que a veces escribo y voy al baño, eso no lo sé bien ahora. Supongo que me porto bien y mal como todo el mundo, que de vez en cuando me tomo una cerveza con un amigo que nunca tiene fondo en la tarjeta de crédito, y que como todo el mundo, intento ignorar el paso del tiempo haciendo algunas cosas que


considero muy interesantes, pero como diría mi viejo amigo Philip Larkin, sé que ningún método funcionará para hacer de este devenir cotidiano algo más provechoso. Supongo.


●Qué hacen las personas cuando no leen, no salen comprar una canilla integral en la panadería, ni patinan por los pasillos de los automercados cazando las ofertas del día; no van a la playa ni conducen apuradas para llevar a sus hijos al colegio, no están en la cama tocándose a escondidas, no le dan vueltas a la salsa bechamel para que no se espese tanto, no corren el maratón de Boston ni se están acostando con el novio de su mejor amiga. Qué hacen cuando no fríen huevos o no caminan buscando la dirección de la tintorería, no rezan o riegan las matas, no cantan en la coral ni le creen los cuentos al Papa Francisco. Qué hace la gente cuando no le da de comer a los pericos o habla por teléfono con la hermana que vive en el extranjero, cuando no escribe, sobre todo cuando no escribe, ni declama poemas en la librería Lugar Común, y no recibe aplausos, besos, reseñas; cuando no practica artes marciales ni tampoco corrige las pruebas de sus alumnos aplazados; cuando no riega las matas del porche , no anda buscando agua en el pozo ni está haciendo una denuncia en la comisaría, ni juega a las escondidas con un amante en algún hotel de la panamericana, o no está velando a un perro salchicha, haciendo un taller de fotografía o terminando un súper clase de spining ¿qué hace? Sinceramente no lo sé. Probablemente ni se deprima. Seguro que sólo se balancean sobre una mecedora y miran por el balcón la vida de los otros mientras se toman sorbo a sorbo una taza de café. Si es el caso les confirmo mi más secreta admiración. No sé cómo hacen para no suicidarse


●Se sabe que en 1902 Rainer María Rilke viajó a París para escribir una monografía sobre Auguste Rondín. El viejo escultor tenía 62 años y el joven poeta 27. Al conocerse se hicieron amigos casi de inmediato. Pasaron muchas horas juntas, conversando sobre todo tipo de temas. Se dice que en una ocasión hablaron sobre la creación y el misterio de la poesía. Ese día, antes de despedirse Rodin le dijo a Rainer María que si pretendía escribir un verdadero poema, fuera al Jardín des Plantes, ese que queda cerca de la Universidad y el Sena, eligiera uno de los animales del zoológico y estudiara todos sus movimientos y estados de ánimo hasta que lo conociera como a su propia mano, como solo una criatura o cosa puede conocerse, y que luego, si sacaba algo que valiese la pena de esa experiencia, escribiera sobre ello. Y así lo hizo. Durante más de una semana, pasó todas las tardes acompañando a un felino que se debatía en su cautiverio. El resultado de esta paciente jornada de observación fue el poema La Pantera, esa extraordinaria obra maestra que todos conocemos. Gracias al consejo de ese gran artista, Rilke comprendió que las cosas, los paisajes y las personas aparentemente ordinarias que frecuentamos a diario y por mucho tiempo, son las únicas que quedan.


●En una época escribí poemas y me creí poeta. Nunca me invitaron a un festival pero eso ya pasó. En otra me dediqué a la crítica cinematográfica porque leía con fervor al señor Alfonso Molina y no escribí ni un texto realmente bueno. Aquí el asunto no fue tan frustrante porque al menos me publicaban los artículos todos los domingos y me regalaban las entradas al cine. Luego decidí vincularme con las artes visuales, trabajé en algunos museos maravillosos, pasé días y noches enteras entre sus obras y no logré configurar una exposición que valiera la pena y dejase huella. He escrito algunas reseñas literarias pero disto mucho de ser un hombre de letras. También doy clases porque me gusta mucho leer pero siempre termino hablando más de mis hijos, mis abuelos y mis amores que de las obras de los autores que los muchachos de la universidad deben estudiar. De manera que tampoco soy un buen profesor. Digamos que me defiendo. Con lo poco que gano pago la cuenta de la luz y voy al mercado. He escrito varias tesis pero no soy investigador. Tengo varios títulos pero no los represento. Una docena de cuentos escondidos en una carpeta manila pero tampoco soy cuentista. Últimamente tomo clases de baile en una academia de salsa casino pero las vueltas y los giros acrobáticos que hace con tanto estilo mi hermano Johan no me salen bien. A pesar de todas estas desavenencias, todavía no me he dado por vencido. Cuando llego a casa enciendo una lámpara de piso que está en la sala y me pongo a pensar en las razones de tal disparidad. Asumo que el destino es así y luego me preparo la cena con cierto aire


de chef y me duermo con la esperanza de que algún día todo saldrá bien. Como ven he hecho de todo pero no soy nada. A veces pienso que nadie lo es. La insistencia es mi único contento.


●La ingenuidad no sirve para nada, ni para una conversación, ni para salir de paseo, mucho menos para ir al mercado, hacer un negocio, sacar el pasaporte, tomar el metro ni la buseta, conducir a través de los vericuetos de la ciudad, lidiar con los especuladores, ir al banco ni llevar en paz las relaciones con los necios. Ser ingenuo no es ser bueno sino un poco idiota, testarudo, incautó e indefenso. Esa educación que se basa en sostener la importancia de ser bueno e inocente es una estafa cristiana que se resquebraja cada vez que se nos viene encima la realidad con sus piltrafas. Ser ingenuos es ser abiertos, desinteresados, incondicionales, bienintencionado, honesto. Ser un tipo de esos que no ha hecho nada para recibir un solo golpe y sin embargo se los lleva todos. Un tipo sin malicia que por creer en la palabra de los demás, se queda con los trapos hechos y acaba castigado inexorablemente. Lo digo sin ninguna duda. Cuando pueda se lo repetiré a mis alumnos. Sean serios señores, maten los sueños. No den nada sin pedir algo a cambio. El que tienen al lado es un estafador con risa postiza, ya cuadró con sus amigos del jurado para que le den el primer premio, es un falso espejo. Mírenle bien los bolsillos, con su cara de yo no fui, tiene algo dentro. Procuren por todos los medios posibles evitar comportarse de manera contraria a sus intereses. Los ingenuos son los seres más inconscientes, los difusos, los juzgados, los explotados, los que cantan la zona, matan al chivo en la sesiones de santería, velan al muerto; los descuadernados, los que usan en la compañías de chivo expiatorio, material de desecho, los que van por la vida


sin calibrar las consecuencias de sus erráticos sueños, los del medio, los que hablan sin prestarle atención al súper ego. Incapaces de maquillar su discurso, hacen daño sin saberlo, eso son ellos; los inoportunos, los únicos que cantan el himno completo mientras los demás bostezan en la fila del colegio, los que regalan el paquete de azúcar sin el más mínimo miramiento, los que causan los más graves accidentes de tráfico por frenar a tiempo, los que se quedaron fuera de la foto y ríen, creyendo que siguen estando dentro. Los que como yo, tú y aquél están paraditos en la fila de los pendejos.


●Si algún día logro dar con un amigo que se apiade de mí y acceda a publicarme otro libro, de seguro usaré esta cita para encabezar la totalidad del texto. No habrá dudas porque me parece perfecta: ―No disimular nada ni ocultar nada, escribir sobre las cosas más cercanas a nuestro dolor, a nuestra felicidad; escribir sobre mi torpeza sexual, el sufrimiento de Tántalo, la magnitud de

mi

desaliento

–creo

entreverlo

en

sueños–,

mi

desesperación. Escribir sobre los necios sufrimientos de la angustia, la renovación de nuestras fuerzas cuando aquéllos pasan; escribir sobre la penosa búsqueda del yo, amenazado por un extraño en correos, un rostro apenas entrevisto en la ventanilla de un tren; escribir sobre los continentes y las poblaciones de nuestros sueños, sobre el amor y la muerte, el bien y el mal, el fin del mundo. ― John Cheever


●Al escribir siempre salen a relucir las más reiteradas preocupaciones. Reconozco que en mi caso las dos más persistentes son el paso del tiempo y la muerte. Estos últimos días he dormido muy poco porque ha muerto mucha gente en Ecuador, en Siria, también en Guarenas, y eso me ha sumido en un estado de total conmoción. Cuando eso pasa y aparecen tantos reportajes juntos en los noticieros, plagados de voces e imágenes de niños, jóvenes y viejos, quejándose, llorando, maldiciendo, uno se pregunta por el sentido de todo esto. Es el absurdo supongo. Con razón la gente apuesta con tal fervor al más allá, y aparece en esos programas de Milagros del Señor brasileño. Es obvio que nadie los puede culpar porque a estas alturas muy pocos pueden atreverse a negar que los eventos del más acá superan nuestra capacidad de entendimiento. Si mañana despierto y alguien me pregunta por la muerte, seguramente le diré que es algo que nos sucede por vejez, enfermedad o accidente, repentinamente. Si empezamos a echar cabeza recordaremos cientos de casos para ilustrar las variadas tipologías de este desagradable evento. A mí en lo particular hay una anécdota que siempre me viene a la mente, la de la muerte de E.E. Cummings. Resulta que este señor, uno de los importantes poetas del siglo XX, murió en septiembre de 1962, un día que hacía mucho calor, mientras cortaba leña en la parte de atrás de su casa. Tenía casi setenta años, gozaba de perfecta salud y vivía con su esposa Marion de lo más tranquilo. Tomaban whisky juntos, a veces se emborrachaban y a veces, hasta se les ocurría cometer el


delito de hacer el amor. Resulta que murió de repente, después de que ella se asomó a la ventana y le preguntó, ―Oye Edward, dime un cosa ¿No te parece que hace mucho calor para que estés cortando leña?‖ Y él le dijo, ―En verdad que sí. Tienes razón cariño. Ya paro, pero antes de entrar a la casa, déjame afilar el hacha.‖ Dicen sus amigos que esas fueron sus últimas palabras, déjame afilar el hacha. Imagínense, no un verso sino esas 4 palabras ¿No les parece absurdo? A mí sí. Por eso pienso que la muerte es eso que un buen día nos pasa a todos por distintas circunstancias, bajo el sol o bajo la lluvia, mientras estamos terminando de afilar el hacha.


●Cuando escribas trata de utilizar solo aquellas palabras que podrían trasmitir con más sinceridad lo que, a pesar de los esfuerzos, no has podido olvidar. Esas palabras que terminen encarnando la espesa imagen de tus recuerdos. No apeles a otra cosa. De nada vale andar inventando enredos, y sobre todo hacerles creer a los demás que uno es un tipo exitoso porque se ganó un galardón literario y le publicaron un texto. En este país tan pequeño, mezquino y sectario, sin Kafka, Musil ni Ungaretti, todo el mundo sabe quiénes son los miembros de los jurados de todos los concursos y cuáles son los bares de donde salen esos premios. Tómate tu foto para la portada pero trata de no ser tan necio. Hay demasiados precedentes para creer en duendes sacerdotes y genios. Tampoco vale la pena hacer trampa porque después de los 30 probablemente ya han pasado dos cosas: o nuestra madre murió o terminó por aceptarnos tal y cómo somos. Si este es el caso, les aseguro que lo único que le preocupa de verás son las várices y la salud. Ya le importa un bledo si uno es el mejor de la clase de natación, si escribe con perfecta caligrafía los días de la semana o si te seleccionaron para ser la reina del colegio. Ya eso pasó. No vale la pena gastarse un pliego en ese esfuerzo infantil. Es mejor liberarse del peso de la consagración, y empezar a escribir desinteresadamente, para uno, sin ambiciones, ni la intención de publicar (para eso se tiene Facebook o cualquier otro invento digital) y asumir que esto, no es más que un interesante pasatiempo. Un juego, una gimnasia de la mente, por el que hay que darle gracias al cielo.


Piensa que aunque las obras maestras ya están hechas, y no han sido escritas precisamente aquí por cierto, siempre habrá espacios en blanco disponibles para compartir todo el silencio que cabe en una soledad. Ya pasaron los días en los que la gente se tomaba en serio los calificativos de los funcionarios de la palabra. Esos señores que se resisten a quedarse callados y no quieren atender a sus nietos. Ya pasaron esos días, de eso estoy seguro. Por eso les recomiendo, ser libres y evitar cualquier forma encubrimiento.


●Para Tzvetan Todorov el mayor acto de resistencia que se le puede ocurrir a una persona es decir no. No a la violencia, a la complicidad, a la solidaridad automática, al mal gusto, a la dejadez y a la hipocresía de los decadentes; al actuar con sensatez, al infierno tan temido, a la raspadera de cupo, a la trampas de la especulación, de la demagogia y de la falsa conciencia; no a la suciedad, a la bondad insensata, a la sumisión, a la ingenuidad, a la intimidad forzada, a la idiotez de los amigos, a la pesadez de los domingos, al exilio interior, a la santidad de los valores oficiales, al elitismo simulado de los pudientes; No a los policías que nos esperan todas las noches en las esquinas, al código de ética de los centros de estudiantes, a la ignorancia de la cultura, a la beatería de las profesoras que se olvidaron de los deleites del sexo, a la insalubridad de Chichirivichi y al exceso de velocidad de los Valles de Aragua; no al racismo de los blancos, de los negros, de los indios y de los colorados, que es el mismo racismo aceptado, no a los moteles sin cuarto, al machismo y al extremismo compulsivo del feminismo, al eterno contratiempo del Metro, al reggaetón y al vallenato, a los tequeños con champaña, a las mentiras de las democracias liberales y de las coplas de Simón Díaz, al frenesí de los falsos comunistas, a la dictadura de la moda, a los dragones chinos de los tatuajes, a la malaria y al dengue, a la manía de andar con vestido de traje o guayabera como si no hiciese calor por aquí; no al que no sabe escribir y se la tira de profundo, al racionamiento, al agua sucia y a la flojera de los artistas, a la fealdad de la celulitis y a


la falsedad del botox, al llanto con exceso de rímel de las telenovelas, a los cruceros que zarpan hacia la isla de Cuba, al beso sin ganas de la mujer araña, a las falsas promesas de los drogadictos sin oficio, a los borrachos de las fiestas, al escritor precoz que se queda como eterna promesa, al promotor que se disfraza de crítico, a los eternos curadores de la Bienal de Venecia, al coitos interruptus, al silicón de las promotoras de whisky, a los eternos consejos del abuelo, a las malditas normas

de

ortografía,

al

condón

roto,

al

embarazo

quinceañero, al matrimonio en todas sus modalidades, a las salidas sin cerveza, a los actos de conciencia, a la apuradera, a la injusticia de mirar al otro lado, a la supuesta exquisitez argentina que se esconde en esas yerbas desabridas que llaman mate; No a la gente que se cree linda e irresistible, al dar sin recibir, a la cómoda aspiración de recibir sin dar, a los supuestos

gestos

de

pura

amistad,

a

las

sonrisas

sobrepuestas, a las apuestas; no a los libros de fotografía de las estepas del llano, al amor en grupo y en carpa, a las noches en vela alrededor de una fogata, a las cámaras de gas de las cárceles de Texas, a la palidez de los poetas, al terrorismo, al abuso infantil, a la necesidad de decirlo todo en inglés, al delirio de pureza, al Twitter, a la superioridad moral de los imbéciles, al himno nacional y a la recitadera de Las Uvas del tiempo. A todo eso hay que decirle No, simplemente no.


●Por qué hay que explicarlo todo si no sirve de nada. En todo conflicto, social, familiar, político y hasta amoroso, los propios y los extraños que están de alguna manera implicados se confunden entre sí. Es poco razonable imponer categorías en una situación en la que en el fondo nadie entiende nada y en la que casi todos los que andan de un lugar a otro como zombies, buscando harina, papel, una pechuga de pollo, las sopas magi, el antialérgico, las compotas, el suero o el agua oxigenada, se sienten completamente perdidos. Mi hija a veces me acompaña a ver las noticias y mira sorprendida la sequedad del Guri. Sé que le quedarán algunos recuerdos de todo esto. Espero que jamás entienda el significado de ese ruido de fondo. La naturaleza de los hechos, el significado universal que trasciende las especificidades del problema. Eso que se devela cada vez que alguien pelea en las filas de las colas y pone al descubierto lo peor de la condición humana.


●En cuanto a las cosas externas, lo que más me cuesta en esta vida es saber cómo la gente va a reaccionar ante lo que en un determinado momento se me ocurre decir o hacer sin mala intención. Como soy un total negligente social sé que sin saberlo atento contra ciertas susceptibilidades. Sin embargo, pienso que nadie es capaz de controlar cómo se sentirán sus parientes más cercanos por los gestos que revelan nuestra manera de ser. He asumido la alternativa más cómoda, no obsesionarse con el qué dirán como solía hacerlo. Cuento con algunas amistades realmente honestas y generosas que se encargan de ejercer la censura cotidianamente. Gente contradictoria pero muy inteligente; que hace todo lo contrario a lo que pretende. Ciegas con respecto a sí mismas pero infalibles para ayudarme ver lo que no veo. Gente con mucho talento, muy parecida a mí pero que conoce a la perfección el uso de las formas, gente de bien, con más abolengo. Personas maravillosas que sufren de amnesia individual que prueban lo que no les gusta, dicen lo que no se debe y se dedican a hacer lo que no se puede. Una fauna de amistades locas pero maravillosas. Todos están tan solos como yo, esperando a Godot, en sus respectivos apartamentos. Sus paradojas son mi espejo y mi contento, por eso lo quiero. No crean que con esto pretendo insinuar que yo sí soy una persona muy equilibrada. Nada más alejado de mi intención. Solo quiero aclarar que nunca me ha pasado por la mente parecerme a esos discípulos de los maestros Zen. Para los años que me esperan simplemente aspiro a dejar de lado el deseo de ser perfecto y


de preocuparme por lo que piensa de mí el millón de amigos que no tengo. Después de tanto andar como Marcovaldo, después de tanto pasear por los interminables pasillos de los automercados, de las clínicas, de los colegios, de las autopistas, del metro, de Parque Central, de los moteles del centro y de ciertos aeropuertos, he entendido que hay muchas cosas serias por la que uno debe preocuparse, para andar perdiendo el tiempo en esos innecesarios esmeros.


●Fernand Braudel, trató de demostrar hace unos cuantos años, por allá, a mediados del siglo pasado, que los seguidores del Islam y los cristianos siempre se han peleado. Según él, esta situación no es excepcional, no es una cuestión específica de este siglo ni del pasado. La cuenta de estos sangrientos encontronazos es larga, muy larga, milenaria. La frecuencia es muy difícil de calcular, pero tomando en cuenta el promedio, podemos afirmar que han peleado más que mi hermana y yo durante estos últimos cuarenta años. Eso es mucho decir, se los aseguro. Puede ser que haya sucedido cada 50, 10, 150 años. Eso no es lo importante. Lo interesante del asunto es que ha sido una constante sobre la que parece delinearse el lomo de una duna, algo así como un patrón incuestionable. Cada vez que esta situación ha convulsionado las orillas del mundo siempre surge por una razón: la tentativa de dominar ese territorio marino que está ubicado entre el Mediterráneo y el estrecho de Gibraltar, la cercanía de esa bellísima unión de ciegos mares legendarios. Braudel también nos demuestra que la cristiandad se lanza sobre el Islam, sólo en esos periodos en que hay verdaderos aprietos económicos. Qué casualidad verdad. Resulta que cuando van mal las cosas, nosotros los de Occidente, los Católicos, los que creemos en el Santísimo Sacramento, los relicarios y nos casamos por la iglesia, cada cierto tiempo nos inventamos una excusa para recordarnos que ellos son los malvados, y en seguida no contentos con semejante incordio decimos a todo grito que son los discípulos del Diablo, los herejes, los infieles, así hallamos el perfecto


pretexto para odiarlos. Pero eso no siempre es asĂ­, cuando van bien las cosas los tratamos como socios comerciales, como primos lejanos, pero cuando la bolsa se pone pesada los perseguimos, los matamos, los bombardeamos. ÂżQuĂŠ cosas no? SĂŠ que en la historia nadie es inocente pero esto me parece demasiado evidente, incluso, un poco raro.


●La ley del escritor no tiene más que dos mandamientos: escribir y esperar. El cómplice del escritor es el tiempo. Y el tiempo es el implacable gorgojo que corroe y hunde la sociedad que atenaza al escritor. Nada importa nada, fuera de. La verdad de cada cual. Y todavía menos que nada, debe importar la máscara de la verdad (aun la máscara de la verdad de cada cual).


●El escritor es bestia de aguantes insospechados, animal de resistencias sinfín, capaz de dejarse la vida -y la reputación, y los amigos, y la familia, y demás confortables zarandajas- a cambio de un fajo de cuartillas en el que pueda adivinarse su minúscula verdad (que, a veces, coincide con la minúscula y absoluta libertad exigible al hombre). Camilo José Cela Prólogo a la cuarta edición de la Colmena.


●Uno toma decisiones todo el tiempo, desde el instante en que nos levantamos a regañadientes de la cama para ir tomar un baño hasta el segundo previo a la llegada del Metro. Entendemos que todas por alguna razón son importantes, pero nunca sabremos a tiempo, cuál es la que en verdad puede alterar el curso de nuestra vida y por tanto, debemos tomar en serio


â—?A modo de epĂ­grafe: "Escribir te destroza el cuerpo; te sientas ahĂ­ en la silla, hora tras hora, y sudas tinta para sacar unas pocas palabras". Norman Mailer


●El niño es el narrador de esta novela, el enunciante de la esquina, el denunciante de las coartadas perfectas, el observador subjetivo, el espía más experto, la cámara oculta que fotografía nuestros tropiezos, espulgando la realidad que circunda los corredores de la casa, el que sigilosamente sube y baja por las escaleras sonámbulas. El niño es el vocabulario disperso y dislocado de las noches en vela, el guardián de los secretos, el que nos mira desde aquel cuarto sin cortinas, el gendarme de las puertas prohibidas y el inventor de todas las mentiras desvanecidas. Es el saboteador de las apariencias, el tintero andante de las palabras mínimas, el gran seductor, el único que ríe sin disimulo. El heredero de aquel señor que descansa en el cementerio de la colina.


●"No creo en las competencias en temas de arte, las competiciones son fantásticas en el deporte. ¿Es mejor un Matisse que un Picasso? Mira, un jurado puede decir: este es mi filme favorito, y está bien. Le van a otorgar un premio, van a decir que es la mejor película, y para mí puede ser la más aburrida. Todo es muy subjetivo. Competir va contra el sentido común.‖ Que conste, lo dijo Woody Allen en la rueda de prensa que dio hace dos días en el Festival de Cannes, no yo.


●Si escribes, no lo hagas con la intención de enseñar, y mucho menos adoctrinar a nadie. Tampoco con la expectativa de ganarte un premio. Huye del buzón de los concursos. La literatura no puede estar supeditada a la moraleja, a la pedagogía y a la dictadura de los galardones. Piensa que la mayoría de los concursos son una trampa tanto para los que ganan las fulanas menciones como para los lectores que se comen el cuento de los jurados. En estos días le dije a un estimado poeta valenciano, a propósito de las declaraciones que dio Woody Allen en el festival de Cannes, que en el deporte gana el que levanta más peso, salta más alto, recorre una distancia en menos tiempo, pega más duro, anota más puntos, pero en el arte y la literatura no sucede de esta manera porque no hay instrumentos para medir lo sublime ni los atributos estéticos de una obra. Nada tiene que ver con que el jurado sea el más capacitado, pues en estos casos nadie es capaz de dejar de vincular sus criterios personales más subjetivos a la hora de valorar un texto. Por eso ningún dictamen es objetivo, ni justo. Obedece ciertos criterios, casi siempre arbitrarios. Piensa que a los grandes poetas se les condecora, se les rinde homenaje por la trascendencia de una obra incuestionable. Algunos tienen la suerte de recibir esa gracia en vida, otros, los más, no tienen tanta suerte. Pero esta época es distinta, parece ser la del siglo de los premios. Todo aquel que tiene un librito montado, en seguida sale corriendo y se mete en Internet a buscar la convocatoria de un concurso, que es para ellos algo así como una válida de la Fórmula 1. A


Guillermo Sucre, uno de los más importantes ensayistas y poetas del siglo XX en Latinoamérica, jamás se le hubiera ocurrido andar detrás de semejante comodín. Todavía recuerdo sus clases. Siempre fue reacio a ese tipo de gestos. Su hoja de vida no incluye una lista de premios sino de obras. Libros que todos leemos con placer y agradecimiento. Ahora es distinto, padecemos los días en que estos muchachos consagrados, que saludan con cierta displicencia y aire de superioridad en los pasillos de las Universidades, en los recitales nocturnos y en los festivales de Lectura, viven de esa fatuidad. No creo que lo hagan con mala intención, pero sí conscientes de que esa es la única manera de adjudicarse un puesto en la pléyade de escritores nacionales. Dije pléyade, ¿así se escribe? Bueno no sé. Lo que sí es un hecho, es que sin premios nadie puede ser considerado escritor, ni aspirar a ser invitado en una feria, ni mucho menos incluido en una antología. Eso fue lo que le dije. Si les cabe alguna duda, pregúntenle, o atrévanse a mirar las contraportadas de las nuevas publicaciones, las reseñas de las selecciones literarias de esta Era y luego díganme que no es así. Hasta los compiladores de las nuevas antologías basan su criterio en el apartado: premios obtenidos. Esos serían los títulos obtenidos por los escritores de hoy en día. Por eso ya no hay investigación en el campo literario, solo promoción y concursos, concurso y promoción. Es como un desfile del Miss Venezuela pero sin Osmel Souza. Puede que uno lo diga por resentimiento, es una posibilidad, pero es así. Sin premios ya


no se consigue trabajo, amor, respeto, atenciĂłn, ni novia. Sin premio no hay luz, no hay vida, no hay tu tĂ­a. Creo yo. Por eso, cada vez que tengo la oportunidad, les digo sinceramente a mis alumnos: escriban acerca de lo que sepan y hayan vivido. Eso

siempre

resulta

entretenido,

autĂŠntico

y

genuino

independientemente de que les guste o les interese a cierto tipo de lectores.


●¿Será posible reescribir cada uno de los momentos que conforman la vida de una sola persona, reconocer la identidad de los rostros y las voces que noche tras noche se acercan a su cama, será posible hacerlo, me pregunto, oír su respiración, deslindar aroma a café de su aliento, recordando al menos un minuto de los días y las horas que cada uno atraviesa muy cerca de otra persona, ir disponiendo de las sábanas en una gaveta, organizando algo del tiempo, con la certeza de que así salvamos una pizca de lo que compartimos. Será posible conservar algo del placer más íntimo, su relación con las palabras, los silencios, los miedos que todavía nos rozan de lejos, para sabotear las cinco horas de sueño que todavía toleramos, sin tanta pesadumbre, sin esta rutina de maniquíes. Recordar cómo se reflejaban los atardeceres en los ojos del otro. Entender por qué el calor, el frío, la ansiedad y el deseo es lo que intempestivamente nos acerca y separa a la vez. Afecta a los que se aman y a los que se odian en la misma medida, ya sea desde el exterior o el interior de sus cuerpos. Será posible descubrir el flujo que impulsa los recuerdos a través del tiempo, su inclinación gaseosa, entender de qué se trata eso que nos junta en un momento y nos separa irreconciliablemente en otro. Tomar el pulso de la brisa, palpar la tristeza de los árboles humosos que languidecen detrás de las ventanas, respirar sin dificultad el calor que espesa la atmósfera interior de las iglesias solitarias de la Candelaria, la voz de los postes, la pobreza beata de la plaza, de los pasillos sin luz y las tiendas cerradas, los avisos apagados de las


avenidas, la frialdad poco iluminada de los estacionamientos de la universidad. ÂżSerĂĄ posible?


â—?Toda historia, la personal, la nacional, la continental, la amorosa, la del siglo largo y el corto, la de las luces y la edad media, la de un hombre o una multitud, la de superman, sobre todo esa, la de Corin Tellado y Alfred Harry, la de mi abuelo JesĂşs, Julio CortĂĄzar y mi hermanito, es a fin de cuentas la historia de un final y todos los finales, todos, sin excepciĂłn, son tristes.


●a mí amigo Johan Manuel López Mujica que ayer estaba de cumpleaños. Nos han educado a partir del supuesto de que todos tenemos las mismas oportunidades, los mismos recursos y todo el potencial necesario para triunfar. Esa creencia que a tantos ha llevado al suicidio, es uno de los grandes problemas que tenemos hoy en día. A pesar de que ya nos hemos acostumbrado a ver a la gente deambular como un fantasma que ansía un cuerpo, un pene, una ropa, unas axilas, un carro, un par de senos, dos nalgas, unos ojos, un sistema límbico, una casa, una cocina, un novio, una lengua, un aliento, una edad y un cutis distinto, nadie es capaz de proponer una tregua, un minuto de silencio. Seguimos empeñados en repetir la demagógica consigna universal de la igualdad que muy pocos han logrado alcanzar. Nadie es capaz de decirnos que este ideal histérico y anestesiante, que nos induce a correr de esta forma al filo de los abismos, no es saludable para la salud mental de nadie ni nos acerca a la paz interior que tanto anhelamos. No hay nada de hermoso en las limitaciones físicas, ni en la enfermedades, en la pobreza del campo, en la falta de habilidades cognitivas, ni en la flacidez del carácter, eso es cierto; pero tampoco es razón suficiente para que nos pongamos como Valentina Quintero hacerle crecer a la gente que vivir en un palafito de la Laguna de Sinamaica, sin una lancha al frente, un container para la basura, luz eléctrica, teleseries ni agua potable, es mejor que mirar el paso de los días en los alrededores de un parque de Manhattan, visitando


librerías y tomando un expreso. No me vengan con eso por favor, porque sobre la base de ese principio, supuestamente evidente, se nos ha enseñado a juzgar a los demás, y también a nosotros mismos. Nuestras aspiraciones y nuestros miedos son producto de este falso esquema modelizador que vemos naufragar día a día, y que a veces nos hace creer que la autodestrucción es sinónimo de felicidad.


●Una de las razones por la que la lectura se encuentra en peligro de muerte y los lectores son una especie en extinción, es porque desde que entramos a la escuela nos hacen creer que leer es divertido. Si somos honestos tenemos que admitir que no lo es. La mayoría de las veces es una procesión que nos lleva al centro de la noche con una manzana en la oscuridad. Admitamos que eso puede resultar interesante, entretenido, intrigante, agónico, reflexivo pero no divertido. Ese término es aplicable a actos menos complejos, ciertos juegos infantiles, la práctica del surf y la adicción infructuosa de los video juegos. Leer encarna un peligro inteligible, el encuentro personal con uno mismo, un compartir exento de simulacros que en la mayoría de los casos no es agradable. Una revelación que supone la consideración de ciertas confesiones incómodas. La ferias, los encuentros y los festivales animan el ambiente cultural de una ciudad, promocionan los libros pero no la lectura. En este tipo de eventos uno ve gente dándose besos, abrazos, aplaudiendo, comprando alguna novedad, tomando un trago, chismeando, seduciendo, negociando más que todo, mintiendo pero no leyendo. Salvo los presentadores y los escritores invitados son pocos los que se distinguen en medio del silencio que esboza la lectura, deletreando los ecos del tiempo. Esto me hace pensar que por esta insistencia de anteponer lo divertido , la distracción, a cualquier precio, corremos el riesgo de dejar a la lectura fallecer de mengua, echarla a un lado como a un perro viejo, como a uno de esos


raros hábitos que sólo practican los viejos académicos y los ilustrados.


●Nunca escribas en un periódico algo que no se desprenda de tus convicciones. Nunca te metas a periodista cultural, ni a analista político a menos que pretendas convertirte en un actor que presenta su show por escrito. Nunca trabajes en una revista de modas ni de farándula, ni te cases con los compromisos de una modelo. Nunca te afilies a una tertulia ni firmes un manifiesto, ni creas del todo lo que digan a tu favor o en tu contra. Trabaja en otros espacios, una compañía de seguros, un bar, en una escuela de natación, una emisora de radio, dónde quieras pero eso sí, procura poner buena música. Haz lo que sea para hacer lo que sientes que quieres y debes hacer. Si eres machista o eres gay, se machista y gay con dignidad, si eres tímido ejerce tu timidez, si eres promiscua o coqueta, marxista, liberal, feo, delgada o desprolija, asúmelo con orgullo, escríbelo y si quieres, ten la delicadeza de guardar tus secretos. Nadie te va recordar cuando te pongas viejo.


●Tus coetáneos ya estarán muertos o en un asilo y tus contemporáneos sólo pensarán cuando te vean contando tus cuatro billetes de jubilado, en la panadería para comprarte una canilla: ¡ahí está ese viejo! pobrecito. El tener una vida exenta de obligaciones éticas e intelectuales te dará independencia de estilo y la posibilidad de escribir como te dé da la gana y sobre lo que te venga en gana. No lo olvides.


●El problema que tengo con los fundamentalistas no es que sean fundamentalistas, sino que pretendan hacernos creer que estamos obligados a convertirnos en uno de ellos para merecer su consideración y su respeto. Eso es mucha soberbia, ¿no les parece? Los pobres en el fondo saben que sólo manejan una versión de los hechos, pero no lo admiten, está prohibido, por eso exigen que todo el mundo la asuma como una verdad absoluta. Los fundamentalistas aseguran no piensan, sólo enseñan aquello en lo que creen, un dogma religioso, una ideología, una superstición, un principio liberal, una doctrina, los supuestos de un tabú, una simple suposición fundamentada en un aparato teórico. Mi problema con ellos es personal porque son incapaces de reconocer que sólo se han aprendido una receta, un argumento muy parcial que a veces sirve para darle sentido a todo este enredo.


●Creo que estamos saliendo de una etapa histórica en la que la pasión estatista ha devorado la pasión revolucionaria. No es que la gente se sienta desmotivada sino asomada a un balcón donde se distingue un panorama de decepciones. Creo, no lo aseguro, que necesitamos de una visión política que separe claramente lo que es posible de lo que no; que no se nos imponga como un deber ser, como un praxis fallida, independientemente de que sea de izquierda moderada o radical. En este momento lo único necesario es decir la verdad, entendiendo por verdad ese apéndice inquietante de la identidad en el que uno puede verse reflejado no sólo en abstracto. A la gente, al pueblo, a mis vecinos de Parque Central, mi tía de Valera, Zoe y Santiago, Jorge, Manuel Quintana Castillo si estuviera vivo, el señor Fáver, mi amigo Robert, Josefina Barreto, los buhoneros de Quinta Crespo, como quiera llamarse a esa levadura de cuerpos que suben y bajan con sus nombres a cuestas por las escaleras del metro y cruzan las avenidas cuando los semáforos se pintan de rojo, a uno

mismo,

le

está

costando

muchísimo

mantenerse

constantemente revolucionada. Es evidente que toda esa gente está un poco cansada y lo que en realidad quiere es trabajar, comprar su comida, ir al cine, distraerse un rato, tomar un libro de un estante y hojear el pequeño tomo gris de las Elegías de Duino, sacar a pasear el perro, hacerle cariño, darse besos en una plaza, pasar por un parque para mecer a los niños en los columpios o mirar cómo se deslizan por el tobogán, tomarse una cerveza y luego, estar en casa.


●Llegará el día en que tendrás que admitir que no eres respetable y que no has hecho nada realmente importante en tu vida. Eso se admite solo, sobre la cama, mirando el techo y sin sábanas encima; asumiendo que tienes más de 30 años y eres un fracaso. Llegará el día en que tendrás que reconocer que pasarse la mayoría del tiempo vagabundeando y buscando la razones por las cuales has evitado con tanto ahínco las responsabilidades que lleva con estoicismo la gente adulta: el matrimonio, la maternidad, la crianza de los hijos, la limpieza de la casa, el cambio de aceite del carro, el horario laboral, escolar y del gimnasio, la aspiradora y los muebles, las cuotas de la tarjeta de crédito, la luz y el condominio, es lo más fácil. Hay compromisos que parecen sencillos pero no lo son. Pregúntale a los que cargan sobre sus hombros el peso de tu evasión: tu mamá, tu papá, tu hermana o tu tía. Piensa en lo que les cuesta llegar a fin de mes sin decirte nada. Llegará el día en que tendrás que oír lo que piensan de ti y asumir que no hay nada de especial en que otra gente lidie con tus asuntos domésticos; y que eso de pasarse las tardes mirando el mar no es la garantía de ser un buen poeta


●Nadie sabe cuánto me desagradan las navidades, los cumpleaños y los días del santo. Son las fechas patrias más falsas del año. Fechas de comedera de uvas, despilfarro de calorías y malestar estomacal. Feriados personales en los que uno tiene que fingir una gala sentimental alquilada y presumir de abrazos que no se tienen. Días en los que uno está obligado por la bendita inercia de las costumbres a felicitar a una gente que nos importa menos que una caja de fósforos. Por cierto, una gente que se toma muy en serio ese tipo de detalles y de la que a veces depende nuestro equilibrio económico y sentimental. Días aciagos en los que nos vemos obligados a inventar un montón de halagos o a recibir una cadena de felicitaciones de utilería que no nos corresponden porque provienen de unas personas que en verdad piensan que deberíamos estar presos o sin trabajo. Todo el mundo miente a diario pero nunca como en esos días. No deja de impresionarme la capacidad que tenemos de crear un escenario de felicidad ficticia que nunca podrá ser compartida. Hoy he tomado la decisión de dar el primer paso: liberarlos definitivamente de semejante compromiso. Creo que hay cierto tipo de convencionalismos familiares que representan una manera de pensar que me gustaría borrar del firmamento, porque cómo diría Alex de la iglesia: los odio, siento que me oprimen, me están volviendo loco, o porque todo el mundo los acepta sabiendo que son una serie de mentiras. Por tanto les ruego que no me feliciten ni me digan que me quieren por compromiso. Nadie se los agradecerá. Les quito ese peso de


encima. No hace falta que me saluden ni que me abracen por no dejar. Estén por seguros de que si los veo por la calle y fingen no conocerme los entenderé. Espero de parte de ustedes la misma consideración. Les mando un último abrazo y mis saludos. Buenas Noches.


●Dicen que en un mundo donde el poder de los dominadores es invulnerable, el odio cumple un papel fundamental, el de un antídoto que deshace la fascinación que ejercen los detentores del poder sobre nosotros. Esta poción milenaria, casi que constitutiva de nuestro fuero interno, supuestamente erradica el efecto amoroso que nos lleva a amar y a odiar alternativamente a nuestros verdugos. Yo no creo que sea así. Pienso que Tanto el odio como la fascinación forman parte de la dinámica de esas relaciones humanas que siempre se basan en la disparidad. Lo digo por experiencia propia. De niño conocí unas muchachas que desconocían la eficacia de esta especie de remedio. Mi mamá fue su matriarca y como toda pequeña matriarca las tenía a su servicio. Las llamaba colaboradoras pero en realidad eran esclavas y amigas suyas. A mí me encantaban, me resultaban muy atractivas y decentes. Es más, tengo que confesar que fui el novio clandestino de una de ellas. Entiendo que me enseñó a besar. Sé que el comentario suena un poco machista pero debo agregar que ellas sin planificarlo nos hicieron cambiar para mejor, a mi papá y a mí. El resplandor de su presencia nos convirtió en los sujetos más dóciles, hogareños y amables del Trigal Norte. Mi hermana también vivía en casa pero en cierta forma no existía. Se la pasaba todo el día encerrada en su cuarto planificando la fuga con su nuevo novio y escuchando rock. Sin embargo nosotros estuvimos más presentes que nunca y les aseguro que mientras estuvieron cerca fuimos perfectos. Mamá desconfiaba y con razón. Sabía que


andábamos en algo, embebidos con sus encantos y el brillo de sus piernas. Estas muchachas prodigiosas se turnaban los días de la semana. Una limpiaba la casa a diario, dormía en el cuarto de la primera planta, era la más joven y atlética; otra se encargaba de planchar las 700 camisas blancas del doctor Ardiles cada dos días y la tercera iba una vez a la semana a cocinar en las ollas de presión, toda la carne y los granos que devorábamos sin remordimiento durante la semana. Esas tres divinas personas odiaban a mi mamá pero no eran capaces de decírselo porque necesitaban de la comida que extraían subrepticiamente antes de irse y de la paga semanal que recibían por someterse con tal disciplina a la explotación. Orgullosas de su degradación, estaban al mismo tiempo rebeladas y fascinadas con ella. Por un lado odiaban el tonito autoritario de su voz y por el otro adoraban los vestidos, la prendas de ropa íntima y los chismes que contaba mientras las acompañaba a desayunar a media mañana. Además mamá le sacaba dinero de la billetera a mi papá cada vez que tomaba la siesta para darles su propina antes de irse. Fue el verdugo y al mismo tiempo el hada madrina. Verlas ir y venir por los espacios de la casa, arreglando las camas, limpiando las ventanas y rociando con pride las mesas, era el único ritual erótico y pequeño burgués, que le confería sentido y valor sentimental al paso de los primeros días de mi adolescencia. Consciente de todas las contradicciones y sin el más mínimo arrepentimiento, vez en cuando lo recuerdo.


●Un poema surge de una revelación que simplemente se nos atraviesa, como un perro que pasa, una colina; como diría Cortázar: cosas así... la luz de un semáforo, un recuerdo que confunde la visión del parabrisas, con el más allá del más acá. Un poema es producto de una vivencia disímil, defectuosa, un poco difícil de explicar, que nos sucede sin previo aviso y se delata en un rumor de palabras que solicitan acogida. Eso puede que se presente mientras miramos una pared, vamos montados en el Metro, estamos sentados en un sofá, tomamos un trago y divagamos, fumamos un porro y escuchamos agradecidos a Bill Evans. El poema se hace presente en la escena cotidiana, como un fogonazo, algo que se desploma en cenizas, el humo que compartimos con los otros. Se decanta en un especie de caos vertiginoso de palabras que luego se va inclinando hacia una dirección temática determinada. Antes de formar parte de un poema, las palabras aisladas flotan, las vemos erguirse, las oímos rondando, huérfanas, desoladas. El trabajo de un poeta, si a eso se le puede llamar trabajo, es el de darle forma, alma, extensión, cordura, tono, ritmo, tesitura, tacto, olor, sabor, gravitación, sentido, a esa espiral de palabras. El poeta es quien realiza el misterioso proceso de amasar el silencio, de alinearlas en fila, ensamblando una a una hasta que hasta que surge una línea, y entre líneas y silencios se completa eso que llamamos poema. Por eso Huidobro lo veía como un demiurgo que a veces da con la forma primigenia de un Gavilán, el sol, un río; un avión, que oye lo que piensan Los Árboles, lo cuerpos oscuros de los


Amantes, o las voces enfermas de un pueblo desolado llamado Güigue, Comala; o el pequeño Dios que concibe la silueta abstracta de una mujer llamada Silvia y que reconoce en ella, el mensaje de una voz que nos despierta entre las líneas de la noche.


●Un poema surge de una revelación que simplemente se nos atraviesa, como un perro que pasa, una colina; como diría Cortázar: cosas así... la luz de un semáforo, un recuerdo que confunde la visión del parabrisas, con el más allá del más acá. Un poema es producto de una vivencia disímil, defectuosa, un poco difícil de explicar, que nos sucede sin previo aviso y se delata en un rumor de palabras que solicitan acogida. Eso puede que se presente mientras miramos una pared, vamos montados en el Metro, estamos sentados en un sofá, tomamos un trago y divagamos, fumamos un porro y escuchamos agradecidos a Bill Evans. El poema se hace presente en la escena cotidiana, como un fogonazo, algo que se desploma en cenizas, el humo que compartimos con los otros. Se decanta en un especie de caos vertiginoso de palabras que luego se va inclinando hacia una dirección temática determinada. Antes de formar parte de un poema, las palabras aisladas flotan, las vemos erguirse, las oímos rondando, huérfanas, desoladas. El trabajo de un poeta, si a eso se le puede llamar trabajo, es el de darle forma, alma, extensión, cordura, tono, ritmo, tesitura, tacto, olor, sabor, gravitación, sentido, a esa espiral de palabras. El poeta es quien realiza el misterioso proceso de amasar el silencio, de alinearlas en fila, ensamblando una a una hasta que hasta que surge una línea, y entre líneas y silencios se completa eso que llamamos poema. Por eso Huidobro lo veía como un demiurgo que a veces da con la forma primigenia de un Gavilán, el sol, un río; un avión, que oye lo que piensan Los Árboles, lo cuerpos oscuros de los


Amantes, o las voces enfermas de un pueblo desolado llamado Güigue, Comala; o el pequeño Dios que concibe la silueta abstracta de una mujer llamada Silvia y que reconoce en ella, el mensaje de una voz que nos despierta entre las líneas de la noche.


●Uno de los rasgos más llamativos del discurso crítico en Venezuela es el de la adulación, el otro, es el que Jorge Romero León llama el ninguneo. Ambos conviven con tanta facilidad en la vida cultural y coinciden con tal frecuencia que deberíamos considerarlos rasgos distintivos de la idiosincrasia nacional. Lo demás es papel impreso, fotografía, blog, recital, retrato en grupo, encargo, montaje, página web y pose. Lo demás no es Debate sino complicidad escolar, lo demás si se da, dura unos pocos minutos y es por equivocación.


●Por ahí estuve leyendo que Burroughs comentó en una oportunidad que en el fondo toda escritura es puro impulso sexual llevado a palabras, y que un escritor escribe como el pavo real levanta sus plumas o sus alas, o sus recuerdos, o sus obsesiones, o sus traumas, o sus ideales, o sus deformidades, o sus celos, o sus odios, o su descontento, o su locura, o su sexo, o sus olores, o sus sospechas, o sus lecturas, o sus miedos, o sus ganas de matar, o su sed de venganza, o sus humildes alegrías, o su orgullo, o su niñez, o lo que tenga a la mano para levantar. (La cita no es exacta se los aseguro, pero al menos se acerca a la idea original)


●Hasta el martes pasado pensé que era yo el que hablaba en el poema. Capaz que por ese mínimo detalle es que son tan aburridos mis ejercicios líricos. En serio, sin mentira ninguna, no sabía que era alguien distinto a mí. Un sujeto incorpóreo, una voz alienante, parecida, familiar que logró engañarme muchos años. Otro que comparte mis manías y fobias, gustos y mis más retorcidas inclinaciones. Por eso estaba tan seguro de que era yo el que hablaba tan mal de mis progenitores y amigos, que era yo el que se atreve a escarbar sin consideración alguna, en las enaguas de las oscuras letanías de mis tías. Ahora entiendo por qué me expresaba de manera tan inapropiada. Resulta que esa voz que resuena tanto en mi cabeza ciertos días es de otro. Eso lo explica todo. Así que de antemano les pido disculpas, si en algo los ofendí.


●Qué hay de malo en escribir un texto sin cualidades, que no destaque entre tanto premio, homenaje y bestseller. Un fragmento inocuo, mínima, sin chiste, ni morbo o epílogo lacrimal, que no sea la promesa de una historia fabulosa, ni levante la envidia de los lectores, ni exponga las virtudes de un nuevo amigo. Qué hay de malo en asumir una especie de posición conceptual basada en la escritura desabrida, sin color, en blanco y negro. Creo que en el fondo estamos un poco hartos de tanto color y sentimientos, de tanto titular de galardones. Creo que las acrobacias verbales no sirven para nada. Es más, estoy seguro de que en un poema deslucen, no son más que manchones, soplos de escarcha. En un tiempo de asesinos solo hacen falta sutiles verdades de tapa dura. Esos remilgos llorosos ya no interesan. Necesitamos de una escritura que sea simple, concreta, dura, que sepa a losa fría.


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