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INDIA

ยกVaca sagrada! Una aventura en la India Sarah Macdonald


¡Vaca sagrada! Sarah Macdonald

Primera edición: julio de 2015 Copyright © del texto: Sarah Macdonald, 2002 © de la traducción: Irene Aparicio © de las fotografías: Itxaso Zuñiga © del mapa: Marc Ancochea © del glosario básico: Enric Soler © 2015 Tushita edicions www.tushitaedicions.com info@tushitaedicions.com

Diseño de la colección y tratamiento de la portada: Marc Ancochea. Maquetación: Sir Gawain & Co.

Impreso en: Romanyà Valls ISBN-13: 978-84-940665-9-7 Depósito legal: B-17967-2015 BIC: WTLC / 1F

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni su transmisión a través de cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, a través de fotocopia, mediante grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

© Fotografía de la portada: Grafiti que representa una vaca en el festival del Holi en Hauz Khas Village en Nueva Delhi, India. (Itxaso Zuñiga). © Fotografía de la contraportada: Peregrino hindú en el festival religioso del Maha Kumbh Mela en Allahabad, India. (Itxaso Zuñiga).


Sobre la autora Sarah Macdonald se crió en Sídney y estudió Psicología en la universidad. Después de rechazar la idea de ejercer como loquera, se fue de viaje un año con la esperanza de que una estancia de unos meses en la India al final del trayecto le diera una visión de su destino. Pero no fue así, aunque un adivino le predijo que volvería. Tras finalizar sus prácticas en ABC Radio News, trabajó como corresponsal política para la cadena radiofónica Triple J en Canberra. Posteriormente, Sarah presentó el programa juvenil Arts Show y trabajó en producciones para la televisión como Recovery, Race Around the World y Two Shot. Fue presentadora del programa Morning Show hasta finales de siglo, cuando lo dejó para acompañar a su pareja, Jonathan Harley, a la India. Y entonces la verdadera aventura empezó. Actualmente, Sarah escribe para la web Debrief Daily, que forma parte de Mamamia Women’s Network.




Contenido Prólogo 13 Una buena manualidad Capítulo 1 A través del espejo

16

Capítulo 2 Muerte, renacimiento y esputo

36

Capítulo 3 Sexo, mentiras y guardar las apariencias

54

Capítulo 4 Tres bodas y un funeral

71

Capítulo 5 Loca de remate

90

Capítulo 6 Convirtiendo al sijismo el pelo sagrado

107

Capítulo 7 Verano indio en las afueras

125

Capítulo 8 El cielo en el infierno

143

Intermedio La temporada de mi boda

162

Capítulo 9 La gran fiesta del tarro

164


Capítulo 10 Sufriendo en mi camino a la felicidad

182

Capítulo 11 Intercambiando papeles en la tierra prometida

200

Capítulo 12 Dios los cría y ellos se extinguen

217

Capítulo 13 Ven con mamá

235

Capítulo 14 La amiga gurú

253

Capítulo 15 Cara a cara con Dios

273

Capítulo 16 Ave María y adiós Dios

292

Capítulo 17 Guerra y paz interior

310

Capítulo 18 La tierra de los dioses

329

Agradecimientos Glosario básico

347 348



A mi madre y a mi padre por tenerme, a Jonathan por llevarme y a la India por hacerme.

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PRÓLOGO

Una buena manualidad

Aeropuerto de Nueva Delhi, 1988

—Zzzeñora, dizzzculpe. Un gemido agudo y jadeante en mi oído. —Por última vez, ¡vete a tomar por saaaaaaaco! El gruñido quedo que mascullo entre dientes es una respuesta patética y terriblemente poco original, pero es lo único que soy capaz de decir a las dos de la mañana del día de Navidad. Durante tres días, mi amiga Nic y yo hemos estado sentadas en las sillas de plástico del aeropuerto esperando a que la agobiante y apestosa niebla tóxica se disipase. Durante tres noches, he dormido en la cama de un hotel cerca del aeropuerto escuchando cómo el sonido de los violentos vómitos disparados a distancia y de las explosiones de diarrea de Nic rebotaba contra las paredes del baño. La India es el Hotel California: puedes dejar la habitación cuando quieras, pero nunca te podrás ir. Esta noche, en un lugar tan encantador como este, las voces que escucho pertenecen al limpiador de los aseos del aeropuerto, que ha dejado su puesto en el urinario para conseguir un trabajo a media jornada como mendigo profesional. Arrastrando los pies y formando un círculo ovalado, gira en torno a nosotras tan paciente y persistente como un buitre que espera la muerte. Puede oler nuestro agotamiento y debilidad y nosotras podemos olerle a él: su mono azul está manchado de orines y apesta a bolas de naftalina, y su aliento hiede a paan, el tabaco de mascar rojo cuyo olor es una mezcla de fruta pasada y fluoruro. 13


Por fin, una voz nasal anuncia nuestro vuelo. El mendigo avanza arrastrando los pies para hacer su descenso en picado final. —Zeñoraaaz, amables damas, por favor, denme alguna rupia, por favor, no tengo mujer, muchoz niñoz, uztedez ricazzz, yo pobre, por favooor. Sus ojos lastimosos perforan las consciencias llenas de culpa occidental. Su víctima se rinde. Con lo que le queda de energía, Nic escarba en su bolsillo y le da al hombre nuestros últimos billetes sucios que habíamos guardado como provisión de reserva para el lavabo. El pordiosero del retrete se endereza, le coge la mano y sonríe. Sus dientes muestran un arcoíris de manchas verdes, amarillas y rojas. —Buen dinero, zeñora, así que yo le haré una buena manualidad. Tomando la mirada de horror de Nic como una de aprobación, inclina la cabeza sobre la palma de su mano, alza la vista y musita: —Oh, señora, muy pronto matrimonio, muy pronto bebés, dos bebés. Vaya por Dios, solo niñas. —Sacude la cabeza y ahoga una lágrima de compasión—. Pero niñas bonitas, buenas niñas. Y señora, adiós, India nunca más, adiós. A pesar de mi cansancio y mi exasperación, de algún modo saco energías para reírme. Nic no cree en el matrimonio, nunca ha querido hijos y, aunque ha perdido la mitad de su peso por los lavabos de la India, ha jurado volver. El imbécil del viejo mendigo se asusta, se pone tenso y se da la vuelta para ponerse frente a mí. Me toma la mano en su garra, me allana las líneas con su grueso pulgar, escupe un trozo de paan a mis pies y examina mi palma con una mirada pervertida. Tras levantar sus ojos inyectados en sangre a la altura de los míos, susurra con un tono inquietante: —Uzted, uzted, matrimonio tarde, matrimonio viejo, muy triste. Tener buen trabajo, feliz trabajo, conocer gran gente de trabajo, pero amor tarde. Retiro mi mano de la suya, cojo mi mochila y me dirijo furiosa hacia el avión. 14


Tras de mí, grita: —Uzted, zeñora, uzted volver a la India, uzted volver por amor, la querrá, nos querrá otra vez. Echo a correr, entro en el avión y me hundo en mi asiento. Mientras despegamos, le hago un corte de mangas a esta Nueva Delhi cubierta de niebla. —Adiós y hasta nunca, India. Te odio y nunca, nunca jamás volveré.

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CAPÍTULO 1

A través del espejo Tengo una memoria a largo plazo horrorosa. Solo me acuerdo de dos sucesos traumáticos de mi infancia: cuando mi hermano casi muere ahogado y cuando yo casi muero humillada al ser rescatada por un socorrista mientras intentaba completar mi primer largo en estilo mariposa en la piscina del barrio. Recuerdo vagamente los besos de verdad o reto en la parte trasera del autobús cuando tenía unos doce años, bailar My Sharona con trece, comportarme como una auténtica gilipollas de adolescente y tener una etapa hippie repugnante, rastas y camisetas desteñidas incluidas, cuando iba a la universidad. Para mi vigesimoprimer cumpleaños, mis padres me regalaron un billete de avión y su bendición para irme de casa y dejar Australia durante un año. Este ritual burgués del viaje se había convertido en una tradición familiar; mi madre hizo autoestop por Europa en los años cincuenta y quería que todos experimentáramos el placer de viajar antes de que nos asentáramos profesionalmente. Mi viaje por Europa, Egipto y Turquía está un poco borroso y los recuerdos de mi periplo de dos meses por la India antes de volver a casa son imprecisos. Me veo a mí misma okupando hostales de carretera y haciendo pis con mujeres que llevaban saris maravillosos; jugando al críquet playa al atardecer con tres gordos católicos goanos llamados Jesús, José y Judas, y de los dientes blancos y brillantes de un niño que conducía un rickshaw y llevaba una camiseta que ponía «Vamos, australiano, vamos». Recuerdo angustia, una ira increíble, una depresión profunda y una relación de amor-odio con el país, pero no el porqué. Había archivado al adivino, sus profecías y mi promesa de que nunca volvería bajo «Tonterías estúpidas de la juventud» y lo dejé caer muy al fondo del agujero negro de mi cerebro. 16


Hasta ahora, un mes antes de que se cumplan once años. Mientras entro en el avión en Singapur, una semilla empieza a brotar en el desagüe atascado de mi memoria; una semilla regada por la esencia de la orina maloliente y el tufillo a vómito que proviene del asiento junto a la ventanilla, donde el papel estampado rosa y naranja camufla ingeniosamente el vómito. El batiburrillo agudo y muy excitado de voces indias casi germina en un recuerdo, pero, tras demasiadas fiestas de despedida, en las que hubo bastantes excesos, estoy demasiado cansada para dejar que el capullo florezca. Me quedo dormida. En algún lugar sobre Chennai, me doy cuenta de que mi muslo interior está siendo golpeado a un ritmo cada vez mayor por algo alargado, delgado y duro. Abro los ojos y veo un dedo marrón con una uña larga y curva que se va acercando a mi entrepierna. El dedo es de un sij escuálido y mayor que lleva un turbante y está sentado junto a mí. Está babeando y moviéndose excitado. Yo estoy demasiado dormida, estupefacta y, por alguna razón, demasiado avergonzada como para gritar, así que pido ayuda fraternal. Una azafata con mucho pelo, largas uñas y maquillada como una drag-queen se pasea despacio. Parece malhumorada. —¿Qué? —¡Este hombre me está tocando mientras duermo! —me quejo indignada. La azafata pone los ojos en blanco y agita su dedo. Me señala a mí. —Bueno, manténgase despierta y no deje que vuelva a pasar, señora. —Se da media vuelta y se va mientras su sari de nailon va haciendo frufrú. Meses después, un amigo me contaría que muchas de estas recogemaletas son niñas ricas cuyos padres pagan cuantiosos sobornos para conseguirles un trabajo en el que viajen y duerman en hoteles de cinco estrellas. Estas mocosas ven a los pasajeros como intrusos pesados que están por debajo de su estatus y detestan hacer el trabajo 17


de una criada de altos vuelos. Pero ahora mismo estoy derrumbada, desamparada y cabreada. Me mantengo bien despierta y alerta hasta que la azafata más zopenca rocía la cabina con un insecticida pestilente. Dirige un chorro extra directamente sobre mi cabeza. Casi puedo escuchar lo que piensa: «Gérmenes de zorra aniquilados». Es ahora cuando recuerdo que la India es como el País de las Maravillas. En este universo alternativo, todo el mundo parece estar loco y todo está patas arriba, del revés y es exasperantemente extraño. Yo soy Alicia. Confundida por lo que sentí en mi anterior viaje por la madriguera del conejo, ahora estoy volviendo directa a través del espejo a un lugar donde hombres ruines echan la culpa a las mujeres y los aviones son desinfectados cuando vuelan de una ciudad limpia a una sucia. En este mundo, aplaudimos un aterrizaje pésimo que es tan rápido y brusco como un despegue, saltamos de nuestros asientos y derribamos al resto de pasajeros en una avalancha hacia la puerta mientras el avión aún se mueve y la azafata es la primera en bajar. Salgo la última para ser abrazada por la fría y húmeda niebla. El cóctel de combustible, remolinos de polvo, estiércol de vaca quemado, productos químicos tóxicos, sudor picante y sándalo me envuelve de recuerdos. El adivino y sus profecías de hace una década emergen hasta la superficie de mi cerebro. Pues resulta que el viejo sí que hizo una buena manualidad. Mi amiga Nic se casó al poco de llegar a casa, tuvo enseguida dos niñas preciosas y nunca ha vuelto a la India. Yo aún estoy soltera, tengo treinta y tres años y, según los estándares indios, soy una solterona por la que hay que sentir compasión. He tenido un buen trabajo —hace unos días hice mi último Morning Show para la cadena Triple J—; he entrevistado a actores famosos, a personajes trastornados y a músicos brillantes; he conversado con un público al cual admiro, y he disfrutado de un estilo de vida lleno de viajes, estrenos de películas y obras de teatro, conciertos de música y festivales. He dejado el mejor trabajo 18


del mundo por un país que ahora recuerdo odiar con toda mi alma. Y lo he hecho por amor. Mi novio, Jonathan, es el corresponsal en el sudeste asiático de la ABC con sede en Nueva Delhi y, tras un año de añoranza, canciones de amor cursis y patéticas llamadas de teléfono, hemos decidido que no podemos vivir separados. Echo un vistazo para ver si el limpiador de aseos está aquí para relamerse. Un comité de bienvenida diferente emerge de la neblina en la pista de aterrizaje: cinco hombres con mostacho, pistolas y mirada de idiota, todos ellos tocándose el paquete. Más tarde, me paso horas avanzando en una cola de pasaportes increíblemente lenta en la que solo hay extranjeros agobiados, mientras que los indios pasan pavoneándose y sonriendo. He tardado media hora en encontrar mi equipaje en medio de una fiesta hardcore de mozos que chillaban y saltaban y otros veinte minutos en pasar otra vez mi maleta por los rayos X. Cuando ya me queda poco para salir, me desespero porque llego tarde a mi cita más importante. Me precipito por una larga rampa de salida que cada vez es más empinada mientras adentro mi carrito rápidamente en la India. Al llegar al final, tropiezo y me caigo al suelo. Aturdida, desorientada y cubierta de polvo, diviso y oigo algo extraño que emerge de la niebla. Una enorme tela metálica parece estar viva. Da sacudidas y se retuerce: dedos de las manos y de los pies y pequeños brazos se extienden por los orificios del alambre; cabezas sobresalen por encima del cercado de espino, y bocas estrujadas contra el acero se quejan y se lamentan. —Taxiiii, taxiii, señora, taxiii, baksheesh, dinero. Antes de poder recuperarme, un brazo atraviesa uno de los agujeros de la valla, coge mis bolsas y vuelve a desaparecer entre el tumulto neblinoso. Inicio un juego de tira y afloja con una persona a la que no puedo ver. Empiezo a chillar. —Para. Déjame, que me vienen a buscar. —No, no, llegas demasiado tarde. Tu coche ya no viene. Yo te llevo —grita una voz al otro lado del brazo. ¿Podía tener razón? ¿Podía Jonathan haber venido y haberse 19


marchado? ¿O se habría entretenido con algún reportaje? La duda me debilita y las bolsas se me escapan de las manos y me caigo de espaldas. Entonces, de entre la niebla, aparece un ser alto con una sonrisa familiar. Jonathan me salva quitándole mi bolsa a la mano invisible y apretándome contra su pecho. Por un momento me siento aliviada, pero después le aparto y le golpeo. —Llegas tarde —me quejo con voz lastimera. Jonathan retrocede como si estuviera dolido. Esto se parece poco al encuentro romántico que me había imaginado y en nada a cómo quería que empezara mi nueva vida en un nuevo país. Jonathan me mete en el coche de la ABC prometiéndome un trago fuerte y un hogar nuevo y acogedor. Conducimos despacio por las calles invernales de Nueva Delhi, que parecen el infierno congelado o, quizás, el purgatorio. No puedo ver a través del coche. Las sirenas antiniebla provienen de los enormes camiones que, para mi gusto, pasan demasiado cerca y, cada vez que nos paramos en un semáforo en rojo, que increíblemente nos pide «RELAX» en letras grandes, blancas y desiguales, un torso fantasmagórico o una cara demacrada con una expresión sacada de la película de terror Scream, surge de las profundidades blanquecinas. Unos dedos largos y delgados propios de la familia Addams golpetean en la ventana; la llamada de la muerte de los mendigos. Rehúyo a estas personas como si fueran leprosos y entonces me doy cuenta de todos los que hay. Todavía impactada de ver trozos de personas en la valla del aeropuerto, ahora me asusta ver personas sin trozos. Nos detenemos ante un enorme portón negro que abre un hombre muy menudo con un bigote extraordinariamente grande y una sonrisa todavía más grande. Parece que haya ganado algún tipo de concurso de belleza, ya que lleva un traje de pantalón blanco con una faja roja que dice «West End». Más allá de Míster West End, asoma mi nueva casa. Vuelvo a golpear a Jonathan. He dejado un apartamento soleado junto al mar en Sídney por una primera planta oscura 20


y sombría ubicada en el cruce de las dos carreteras más concurridas de Nueva Delhi. En el interior, el piso es grande pero no tiene vida. Las paredes blancas están manchadas de gasolina y tienen una cenefa de madera oscura; el suelo de mármol es frío, amarillo y está agrietado; las habitaciones están prácticamente vacías, a excepción de unos muebles de madera de pino feos con el logo de la ABC. Jonathan es un tío que tiene la casa impecable, pero la mayoría de sus cosas están en Australia y se ha pasado un año viajando casi sin parar. Enseguida me promete que nos mudaremos o que lo reformaremos. Intento no parecer demasiado decepcionada y me levanta el ánimo con champán y un dormitorio cubierto con pétalos de rosa. Nos quedamos dormidos mecidos por el consuelo de un reencuentro amoroso y las vibraciones del tráfico. A la mañana siguiente, después de pasarnos casi todo el domingo durmiendo, nos despertamos envueltos en una nube nociva de contaminación y sucio gasóleo. Aislados en el sofá de casa, bebemos chai a sorbos, un té delicioso hecho con canela, jengibre, leche hervida y una cucharada de azúcar. Cuando la niebla se disipa, salimos a la terraza para observar el agitado y estruendoso mar de la fauna del tránsito. Todo a nuestro alrededor, un nudo frenético de hombres y metal, se deshace y se hace fluyendo y refluyendo y yendo vertiginosamente hacia ninguna parte. Los hombres, más un colega o dos, van encaramados en bicicletas altas y oxidadas. Familias enteras comparten motocicletas; niños pequeños se aguantan entre las rodillas de sus padres o se agarran a sus espaldas, y las mujeres se montan a la amazona mientras se arriman sus bebés. Los autorickshaws pasan volando como juguetes de hojalata. Los coches Ambassador —mitad Rolls Royce, mitad tanque soviético— se pasean con clase. Los enormes camiones decorados con espumillón hacen gran estruendo y rezongan, mientras que los mugrientos autobuses de color verde lima van 21


zumbando como latas kamikazes exprimiendo una salsa con tropezones de brazos y piernas. De los parachoques traseros cuelgan zapatos y unos rostros negros demoníacos sacan sus lenguas rojas por los parabrisas. Estos traen buena suerte, aunque probablemente sea el mantra sagrado escrito en las partes traseras de los vehículos lo que hace que todo siga circulando. No es «Bebé a bordo», «Jesús es el salvador» o «Triple M está en Delhi». En vez de eso, las letras mayúsculas de estilo infantil pintadas a mano dicen: «TOQUE EL CLAXON, POR FAVOR». Parece que todo el mundo conduce con un dedo en el claxon y con el otro bien metido en el orificio nasal. La banda sonora de la circunvalación es una sinfonía caótica de fuertes estallidos, bocinazos entrecortados, pitidos agudos, notas musicales y un extraño graznido de pato. Es como si Delhi estuviera ciega y condujera guiándose por los sonidos, aunque parece que algunos están sordos. Las mujeres acurrucadas en la acera parecen estar dormidas y un hombre se tumba en la mediana sin importarle el peligro. En la parte de atrás de las bicicletas, sobre los regazos de las mamás motocicletas, los bebés duermen plácidamente. Está claro que se consideraría un suicidio conducir aquí y, afortunadamente, yo no tendré que hacerlo. La ABC tiene chófer: Abraham. Los rizos gruesos de Abraham se han desprendido de su cabeza como orugas peludas y ahora rodean sus orejas. Lleva unas botas malas de cowboy negras con tacón cubano y unos Levi’s falsos. Pero Abe no es ningún cowboy. Menudo, delgado e increíblemente asustadizo, lleva trabajando para la ABC veinticinco años y aún parece que sus jefes-sahibs le ponen nervioso. Retuerce las manos cada vez que Jonathan le hace una pregunta y susurra las respuestas tan bajito que nos tenemos que acercar para escucharlas. Esto hace que se ponga todavía más nervioso y se echa hacia atrás como si le fuéramos a pegar. Sin embargo, el apacible Abe es el Tarzán de la jungla de asfalto. Conoce la estricta jerarquía de las especies: los peatones están en la base y se apartan corriendo del camino de todos, las bicicletas abren 22


paso a los bicirickshaws, que a su vez abren paso a los autorickshaws, los cuales se paran ante los coches, que se someten a los camiones. Los autobuses solo se paran ante una sola cosa. No son los pasajeros, que se suben cuando el autobús está en movimiento. Lo único que puede parar a un autobús es el amo de la carretera, el rey de la jungla y el líder. La vaca sagrada. El 82 % de los indios son hindúes. Los hindúes veneran a las vacas posiblemente porque uno de sus dioses favoritos, Krishna, es un pastor de ganado y Shiva, el dios de la destrucción, tiene un toro llamado Nandi. Siempre he creído que es graciosísimo que los indios escogieran al animal más aburrido, domesticado, sumiso y estúpido del mundo para adorarlo, pero ahora veo a las vacas desde otro punto de vista. Está claro que estos animales saben que son los que mandan y les gusta volvernos locos. Estos bovinos jorobados se paran en mitad de la carretera justo cuando los coches se acercan, aguantan la mirada a los conductores y les desafían para que ataquen, hacen ascos a los elefantes y a los camellos que pasan por ahí y montan un corrillo en las intersecciones más concurridas, donde parece que se ponen a charlar como los toros de los dibujos animados de Gary Larson. Es evidente que se lo pasan genial. No obstante, para ser animales lo suficientemente poderosos como para parar el tráfico y lo suficientemente sagrados para no convertirse en un bistec, las vacas son tratadas de una manera atroz. Escuálidas y enclenques, sobreviven pastando en la basura que se tira en bolsas de plástico. Estas se acumulan en su estómago y les estrangulan las tripas, lo cual mata a las vacas de una forma lenta y dolorosa. Jonathan ya ha hecho un reportaje sobre los vaqueros urbanos de Nueva Delhi que lazan a estos animales y los llevan a veterinarios que los operan voluntariamente. Por desgracia, las vacas son propiedad privada y, una vez están curadas, deben ser liberadas para seguir comiendo más plástico. 23


Pero Nueva Delhi y sus vacas pueden esperar. Jonathan y yo necesitamos una semana de vacaciones y ponernos al día después de estar un año separados. Antes de que amanezca el lunes por la mañana, Abraham nos lleva en coche por avenidas anchas y rotondas verdes, pasamos por un mercadillo de flores y nos deja en la estación de tren de Nueva Delhi, la cual también sirve de hotel de calzada. Sorteamos una carrera de obstáculos de cuerpos que restan comatosos en el asfalto mientras nos escabullimos hasta un mozo esquelético que insiste en llevarnos las mochilas sobre su cabeza. El tipejo no para de tropezarse y de temblar como si tuviera Parkinson, así que Jonathan acaba llevando nuestro equipaje y no se separa del mozo, que mira nuestros asientos de tren con evidente anhelo de echarse una buena cabezadita. Como me da pena, le doy cincuenta rupias (dos dólares), pero, justo antes de que el tren salga dando bandazos del andén, regresa gritándome: «No buen dinero», y tira los billetes sobre mi regazo. Bajo la mirada y suelto un taco: le he dado sin querer cincuenta dólares estadounidenses y el pobre no tiene ni idea de su valor. Más humillada por su error que por el mío, le doy cien rupias para quedarnos contentos los dos. Él se marcha dando traspiés y cantando alegremente y una muchedumbre se agolpa a su alrededor estupefacta. Le he dado demasiado. (Durante los próximos dos años, los mozos de la estación de Nueva Delhi me reconocerán como la señora loca que pagó cuatro dólares por nada y me pedirán una suma similar. Algunos incluso temblarán para despertar mi compasión). Las primeras horas matutinas no es un momento agradable para viajar en la India. A medida que vamos saliendo lentamente de la ciudad, nos saludan los dos mil vagabundos que viven junto a las vías del tren y que llevan a cabo sus abluciones matinales. Algunos sonríen y saludan, pero la mayoría parece que ni siquiera ve el tren. Es como si los indios, que viven en un país demasiado poblado para la privacidad, hubieran desarrollado la extraordinaria habilidad de 24


mirar sin ver. No se dan cuenta del niño que les coge del chal, del mendigo que les estira de los pantalones, de la suciedad, de la miseria, de la recolecta nasal pública, de los meados o de los excrementos, y parecen no escuchar la llamada del país: una arcada gutural y violenta, jrrrooooooooooaaaaaaaaak, seguida de un enorme escupitajo de flema, ¡ppppttttttttttttttttttaaaaaaaaaaaaab! Es un sonido que interrumpe la mañana, la tarde y la noche. Obviamente, el amanecer es la hora punta de los gargajos. Dentro y fuera del vagón, empieza una serie de carraspeos que va in crescendo hasta parecer una sinfonía de esputos. Sobre las nueve, para de golpe y todo el mundo sorbe chai y se pone cómodo para roncar, eructar y tirarse pedos descomunales. El coro de funciones fisiológicas suena tan alto que interfiere en la música que escucho por los auriculares de mi minidisco. A las nueve y media, la hora de las abluciones ha terminado y es seguro volver a mirar por la ventana. Más allá del hueco entre los dos vidrios, donde un ratón gris se lo está pasando en grande, vemos pueblos, uno detrás de otro, que parecen haber sido bombardeados. Los tejados de las casas búnker de hormigón están hechos con escombros y metales retorcidos, el plástico se acumula en las chozas y las calles de tierra arenosa están cubiertas de basura. Búfalos maltratados, cerdos de pelo negro, cabras asustadizas, caballos espantosamente delgados y monos sarnosos con el culo rojo se alimentan de los desechos. No perdemos de vista a la humanidad. Las mujeres, vestidas con saris de algodón y colores vivos, compran, barren, trillan, plantan, arrancan la maleza, recogen agua, hacen trenzas y llevan grandes cantidades de productos agrícolas sobre sus cabezas. Los niños juegan a críquet, hacen volar sus cometas, se frotan hasta quedar limpios para ir a la escuela y corretean. Los hombres principalmente se acuestan en unas camas hechas con cuerdas, llamadas charpoy, beben chai en pequeñas tazas, juegan a cartas o se sientan en cuclillas y ven el mundo pasar. Cinco horas después, llegamos resoplando al pequeño pueblo de Dehradun, donde cogemos un taxi para que nos lleve los doscientos 25


kilómetros que hay hasta Rishikesh. Tras regatear el precio —que es diez veces superior de lo que tendría que ser porque no somos indios—, un taxista raquítico y con aspecto de drogadicto que habla algo de inglés nos promete que saldremos en una hora. —Soy Kunti. Kunti volverá en una hora —nos dice chillando. Nos metemos en un restaurante infestado de moscas donde somos ignorados intencionadamente por unos turistas vestidos con tela de estopilla y con rastas de principiante que parecen estar empeñados en creer que son los únicos viajeros que han descubierto los encantos de Dehradun. Comemos y esperamos. Y esperamos. Y esperamos. Después de dos horas, Jonathan espera junto a la puerta del restaurante y yo me acerco a la larga y polvorienta carretera hacia donde vimos que se dirigía Kunti antes. Mientras trato de esquivar un perro sarnoso al que se le ve medio cerebro a través de su cuero cabelludo, sin querer cruzo un corrillo de hombres que miran boquiabiertos y se ríen histéricamente de mi culo. Llevo unos pantalones holgados horribles y juro comprarme un saco para futuros viajes. Llego a una especie de parada de taxis y encuentro a nuestro taxista tumbado en una cama charpoy cogiéndose de las manos y entrelazando sus piernas con las de otro hombre. Detesto interrumpir una escena tan íntima, pero, tras ignorarme durante un par de minutos, me acerco al borde de la cama con los brazos en jarras y digo con mi mejor tono de oye-me-da-igual-que-seas-gay-pero-tienes-un-trabajo-quehacer: —Eres el que nos lleva a Rishikesh. —Sí, señora, soy Kunti. —Menea la cabeza y no aparta los ojos de su compañero, cuyo brazo está ahora acariciando. —Llegas tarde. —No, señora, llego a la hora. Sigue sin mirarme. —Se suponía que tenías que venir hace una hora —susurro (me estoy poniendo de muy mal humor). 26


—Síííííííí —dice lentamente su amigo. —Ya hemos venido, ya estamos allí —espeta Kunti. —No, estás aquí. —Y allí. —¿Así que estás aquí y allí? —Sí, señora. Ambos ponen los ojos en blanco como si estuviera loca. —Entonces estás en dos sitios a la vez, ¿no? En mi mente, ahora pongo yo los ojos en blanco. —Sí. Ahora el taxista dirige la mirada a la entrepierna de su amigo. —¿Sabes decir «no»? —Sí, señora. —Entonces dilo. —Sí, señora. Vuelvo al restaurante dando zapatazos, vociferando y despotricando como una lunática y acordándome cada vez más de por qué este país me volvió loca. Jonathan se muestra compresivo, pero es todo un experto en paciencia. —Simplemente piensa que tengo que trabajar aquí —dice riéndose, pero sus ojos revelan el miedo creciente de que le dejaré en un mes. Los Tweedledee y Tweedledum1 de Dehradun aparecen una hora después haciendo ver que es tres horas antes y que la conversación anterior nunca ha ocurrido. Pero su taxi Ambassador compensa sus deficiencias. Los asientos son de terciopelo marrón, el techo es naranja, tiene una cortina de cachemira morada en la ventana trasera y puede servir también como templo móvil. El salpicadero cuenta con un Ganesha (el dios elefante) fluorescente, una vaca de juguete naranja, una bola de nieve de Sathya Sai Baba (el gurú con pelo afro de Bangalore) y un dios Shiva de plástico azul que rebota sobre un muelle. Una Barbie de piel morena y con 1. Se trata de los gemelos que aparecen en la obra de Lewis Carroll A través del espejo y lo que Alicia encontró allí, segunda parte de Alicia en el País de las Maravillas. [N. del E.]

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cuatro brazos vestida con un sari se mantiene en la posición del loto y lleva una aureola de luces diminutas que se encienden cada vez que frenamos. —Es Lakshmi, la diosa del dinero —afirma Tweedledee. —Nuestra favorita —añade Tweedledum, que prácticamente está sentado sobre el regazo de su novio. —No cabe duda —se ríe Jonathan, claramente entretenido con las travesuras del dúo dinámico. Debajo de Lakshmi hay una foto descolorida de los padres del taxista, una minibandera nacional que dice «Orgulloso de ser indio» y un CD que da vueltas en un cordel. En mi último viaje a la India, era una atea extrema, despreciaba cualquier religión. Ignoraba arrogantemente el color y el espectáculo del hinduismo y su aceptación de una multitud de formas de lo divino. Ahora la estética kitsch me hace mucha gracia y, en media hora, ya me he casi convertido —rezando a todos estos dioses y más— porque Kunti, el hombre más impertinente del mundo, conduce como un loco haciéndose el gallito en la carretera, incluso con los gallos. Con una mano en el pito y con la otra en el pito de su amigo, Kunti conduce con las rodillas y se dirige a toda velocidad hacia cualquier cosa que pueda matarnos girando el volante justo cuando estamos a punto de chocar. Yo cierro los ojos, Jonathan suelta palabrotas y el conductor y su amigo cantan a coro con una cinta en la que se escucha el gemido agudo de una mujer que, evidentemente, está siendo torturada. Entonces, como es natural, después de asegurarnos que saben exactamente adónde van, nos perdemos por completo. —No sabes dónde está Rishikesh, ¿verdad? —Por supuesto que lo sé, señora. —¿Entonces por qué te paras y preguntas a todo el mundo y por qué no dejas de cambiar de dirección? Suben el volumen de la cinta. Jonathan chilla exageradamente: —¿Os habéis perdido? Nos ignoran. 28


Un rato después, en una carretera estrecha donde unas piedras grises caen por un valle escarpado, salimos para hacer pipí detrás de unas rocas. Justo cuando me estoy subiendo los pantalones, un autobús escolar se para y todos los niños se bajan y corren hacia nosotros con cámaras y libretas para firmar autógrafos. Echamos a correr, como los Beatles en la noche de un día duro, perseguidos por estudiantes que gritan «foto, foto» y niñas con largas trenzas bien hechas que dicen riéndose: «Un autógrafo, Auntie2, un autógrafo». Nos pillan junto al coche y nos rendimos. Es la primera foto que me hago en este viaje y ya estoy en todas las repisas de las chimeneas de toda la India. Ahora recuerdo que la última vez que vine me pasé horas posando para que me sacasen fotos sujetando a bebés, cogiendo de la mano a hijas tímidas y a niños que intentaban poner el brazo alrededor de su novia occidental fácil. De nuevo es hora de abandonar la timidez, el espacio personal y la privacidad para convertirse en espectáculo y, a la vez, en espectador. Hace once años, como era una posadolescente difícil, esto me molestaba profundamente, pero ahora lo veo como un intercambio justo por mi voyerismo. Además, ahora se me da mejor ser de propiedad pública y estoy preparada para un cambio en mi papel como personaje público. Ser locutora en Triple J no es solo un trabajo; es una vida. En Australia, mi identidad se ha definido a través de las ondas y de la televisión. Realmente disfruto formando parte de la vida de la gente, pero me he cansado de los riesgos. Los famosetes de pacotilla reciben cartas cubiertas de esperma sin haber tenido sexo, amenazas de muerte sin tener protección y acosadores sin contar con ayuda psicológica. Un tío persistente y con problemas mentales ha estado molestándome este último año y, mientras uno de mis jefes pensaba que eso tendría que ser «halagador», yo me sentía asustada, vulnerable y violada. Los acosadores invaden tu mente y yo quería la mía de vuelta. Dejar mi maravilloso trabajo ha sido lo más duro que he hecho nunca, pero 2. Apodo de la BBC que coloquialmente significa «tía» porque se le consideraba protectora y de confianza. [N. de la T.]

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puede que no solo lo hiciera por amor. Una parte de mí quería reivindicarme, redefinir mi identidad, crecer profesionalmente, abrazar el anonimato y librarse del acosador. De algún modo me arrepiento de haberme alejado de la buena vida, pero justo ahora estoy disfrutando del hecho de que aquí en la India soy famosa solo por ser blanca. A cambio de nuestras fotos, el conductor del autobús nos da las primeras indicaciones con sentido hacia Rishikesh y nos dirigimos a la falda del Himalaya para quedarnos en una cabaña situada en los jardines de un antiguo y espléndido pabellón de caza. Damos una buena propina a Tweedledum y Tweedledee por no matarnos y luego besamos el suelo. En este lugar, de alguna manera crece un magnífico jardín en la tierra seca y agrietada: amapolas blancas y rosas, crisantemos amarillos, brotes de un color carmesí intenso, cosas naranjas con forma de estrella y algunos vegetales raros parecidos a las calabazas. Los precipicios abruptos y dentados, cuyo perfil recuerda a los cuchillos para la carne, se elevan sobre nosotros. Pueblos diminutos se posan peligrosamente en lo alto. El runrún de los miles de millones de indios y sus ruidosos coches queda tan lejos que ahora puedo escuchar sonidos imperceptibles: el graznido de los cuervos, el chillido de los estorninos y el parloteo de una ardillita. Aun así, es un paisaje de un esplendor hastiado. El cielo está demasiado cansado para ser azul y se aposenta sobre mis hombros; parece que la vitalidad de la tierra se ha consumido y los árboles están mustios y polvorientos. Lo único que reluce un poco es el Ganges, que borbotea sobre los pequeños rápidos que forman remolinos anchos y de color verde azulado. Nadar en el río más sagrado de la India se supone que limpia tus pecados y una señal que hay frente a nuestra cabaña reza: «Si te mantienes sobre una pierna en las aguas del Ganges desde una luna nueva hasta la siguiente (no recomendable), tu cuerpo se curará de cualquier problema que tengas en cualquier órgano». Jonathan y yo decidimos seguir el consejo de nuestros anfitriones y dejamos que nuestros ojos se curen mirando tranquilamente las aguas sagradas. 30


Pero incluso aquí, en mitad de la nada, hay alguien. En veinte segundos, aparecen dos jóvenes pilluelos con cañas de pescar y se ponen en cuclillas a nuestro lado para cruzar el típico diálogo entre viajeros. Esto implica decirnos nuestros nombres «buenos» (en la India, todos los nombres son buenos), admitir que somos australianos y reconocer que Shane Warne es un gran jugador de críquet pero un granuja. Aquí termina el inglés de los muchachos, pero parecen estar contentos mirándonos con absoluta fascinación y máxima concentración. Les cantamos unos cuantos versos de la canción popular australiana Waltzing Matilda para ganarnos su adoración, pero luego decidimos impresionarles atravesando los matorrales. Metidos en la profundidad del apagado follaje, seguimos sin estar solos. Mujeres con faldas largas, tobilleras plateadas y espaldas anchas descargan de sus cabezas enormes haces de ramas mientras se toman un descanso para reírse de nosotros. Nos escapamos escalando una montaña. Justo en el borde, una anciana con la cara curtida y áspera decorada con pequeños tatuajes aparece de la nada y nos bloquea el paso. Se acerca, rodea mi cara con su enorme mano seca y farfulla algo en hindi. No entiendo ni una palabra, pero me tiene embelesada. Es como si me estuviera contando algo que no puedo escuchar y necesito saber. Puede que en la India la soledad sea una pretensión egoísta y haya una recompensa por vivir sin ella.

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