WINTER IN JULY, dos años en furgoneta por Australia

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Winter In July

Dos años en furgoneta por Australia Marta Terrasa

Traducción al castellano de Esther Santos

CONTINENTE AUSTRALIANO

Winter in July Marta Terrasa

Primera edición: diciembre de 2022

© del texto: Marta Terrasa © de las fotografias: Archivo personal de Marta Terrasa © del mapa-croquis: Marc Ancochea Traducción al castellano: Esther Santos Edición de los vídeos adjuntos en formato QR: David Martí

© 2022 Tushita edicions www.tushitaedicions.com info@tushitaedicions.com

Diseño de la ilustración de la portada: Idoia Vallverdú Diseño de la colección y de la portada: Marc Ancochea Maquetación: Sir Gawain & Co

Impreso en: Romanyà Valls ISBN: 978-84-126030-4-0 Depósito legal: B 23237-2022 Thema: WTL, 1MBF, 2ADC, DNB, 1MBN Ibic: WTL, 1MBF, 2ADC, BG, 1MBN

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su uso informático ni su transmisión a través de cualquier medio ya sea electrónico, mecánico, fotocopias, registro u otros métodos sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Fotografia de la autora en la solapa: Marta Terrasa con una gallah, en la playa de Lorne, Victoria. (Archivo personal de Marta Terrasa).

Fotografia de la contraportada: Faro de Vlamingh Head, en Exmouth. Western Australia. (Archivo personal de Marta Terrasa).

Papá, lo hemos conseguido. To you.

ÍNDICE

Croquis esquemático de la zona visitada | 8-9

1. La tierra de los demonios de Tasmania | 19 2. Truganini | 27 3. Deny King, un rey salvaje | 37 4. Explorando las Blue Mountains | 49 5. Navidad en la casa de ladrillos rojos | 62 6. Las Fruitis | 73 7. The Bite Club | 82 8. Barcelona [Intermedio] | 96 9. Bondi, bitch | 106 10. El cazador de cocodrilos | 126 11. La gran guerra emú | 142 12. Las serpientes mágicas de Uluru | 152 13. Las hermanas cocodrilo y las mujeres camello | 167 14. El brujo negro de Bells Beach | 178 15. Adiós, Johanna | 193 16. Hindsight | 206

Agradecimientos | 215

Con el fin de acompañar y amenizar la lectura de este libro, la autora pone a vuestra disposición una interesante playlist, disponible en este enlace:

LICHTFIELD NATIONAL PARK KAKADU NATIONAL PARK Kata Tjuta Uluru Hamelin Bay Fremantle Rottnest Island Margaret River Perth Exmouth Canberra Alice Springs AUSTRALIA AUSTRALIA OCCIDENTAL AUSTRALIA DEL SUR NUEVA GALES DEL SUR TERRITORIO CAPITAL AUSTRALIA VICTORIA QUEENSLAND TERRITORIO DEL NORTE TASMANIA AUSTRALIA OCCIDENTAL TERRITORIO DEL NORTE 4 5 0 100 200 km 0 100 200 km 1 5 2 3 4 Trial Harbour Latrobe The Neck Lookout Melaleuca Friendly Beaches CRADLE MOUNTAIN BRUNY ISLAND BLUE MOUNTAINS Ballina Byron Bay Newcastle Sydney Palm Beach Bondi Beach Five Dock Katoomba Tallebugdera Kirra Noosaville Whitsundays Long Island Cairns Kuranda DAINTREE NATIONAL PARK TASMANIA NUEVA GALES DEL SUR QUEENSLAND 1 2 3 0 100 200 km 0 50 100 km 0 50 100 km
LICHTFIELD NATIONAL PARK KAKADU NATIONAL PARK Kata Tjuta Uluru Hamelin Bay Fremantle Rottnest Island Margaret River Perth Exmouth Canberra Alice Springs AUSTRALIA AUSTRALIA OCCIDENTAL AUSTRALIA DEL SUR NUEVA GALES DEL SUR TERRITORIO CAPITAL AUSTRALIA VICTORIA QUEENSLAND TERRITORIO DEL NORTE TASMANIA AUSTRALIA OCCIDENTAL TERRITORIO DEL NORTE 4 5 0 100 200 km 0 100 200 km 1 5 2 3 4 Trial Harbour Latrobe The Neck Lookout Melaleuca Friendly Beaches CRADLE MOUNTAIN BRUNY ISLAND BLUE MOUNTAINS Ballina Byron Bay Newcastle Sydney Palm Beach Bondi Beach Five Dock Katoomba Tallebugdera Kirra Noosaville Whitsundays Long Island Cairns Kuranda DAINTREE NATIONAL PARK TASMANIA NUEVA GALES DEL SUR QUEENSLAND 1 2 3 4 0 100 200 km 0 50 100 km 0 50 100 km

Miro por la ventanilla del avión de Virgin. Los leggins ya ni me aprietan después de llevarlos puestos tantas horas. Muerdo el cordón de la sudadera lila, aunque no acostumbro a hacer este tipo de cosas. Tampoco soy de cruzarme el mundo entero y dejar atrás familia, amigos y carrera para cumplir una promesa hecha a mí misma y para estar con la persona a la que quiero. Manoseo las revistas del avión y estoy tan nerviosa que ni siquiera me indignan los precios exorbitantes de unas galletas. El cielo se va tapando con nubes ligeras, como trocitos de algodón de azúcar que deshaces con la boca. Tan pronto como el avión empieza el descenso, el corazón me late con fuerza, como si después de oler el olor a sangre de una presa, hubieran soltado a los perros de una cacería real. Solo que en lugar de aterrizar en la campiña británica, lo hago en Launceston, Tasmania. Hace unos minutos que cualquier intento por controlar esta amalgama de sentimientos es totalmente inútil. No hay correa que pueda atarme en corto. Creo que me va a estallar el corazón. Miro una pantalla donde muestran las noticias en bucle. Trump acaba de ser escogido el 45º presidente de los Estados Unidos. (¿Es una broma?). Intento situarme. Es una terminal pequeña. Recojo las mochilas, en un intento por entrar rápidamente al baño y lavarme la cara, después de más de treinta horas de viaje. Dejé Barcelona no sé muy bien cuándo y, cuando Tim me vea después de seis meses sin abrazarnos, quiero que todo sea perfecto. Tan perfecto y romántico como lo puede ser cuando llevas una sudadera desgastada y unos leggins ligeramente cedidos, además de una fuerte privación del sueño.

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Una mano me intercepta antes de poder deshacerme de mi cara de viajera. «¡Hola!», me dice, mientras acerca todo su cuerpo como un oso después de hibernar. Yo solo soy capaz de balbucear: «No, no, ¡noooo! ¡Se suponía que no tenías que verme con esta cara!». Los planes están hechos para que no se cumplan, para que te des cuenta de que no pasa como en las «pelis». Y es que la realidad supone abrazar de manera amorfa a la persona a la que quieres con tres mochilas colgando.

¡Y sienta tan bien…!

Barcelona, 16 de junio de 2016 Estoy sentada en las escaleras de la Fira de Montjuïc y desde aquí oigo la sesión de Lady Leshurr en el escenario SonarVillage. He quedado con Bego para entrar juntas al Sónar, pero antes quiero llamar a Tim, en este margen de tiempo escurridizo que supone la diferencia horaria de ocho o nueve horas. Simplemente quiero escuchar su voz y tener la certeza de que los últimos mensajes rancios no tienen nada que ver con nosotros. Pero no sé cómo, acabo haciéndole la pregunta del millón: «¿Pero tú quieres que venga o no?». Noto las lágrimas inundando poco a poco mis ojos, como un compartimento al máximo de su capacidad; la fuga es inminente. «No es que no quiera que vengas, claro que quiero. Pero ya sé qué pasará. Tu terminarás por echar de menos a tu familia, los amigos y tu carrera», argumenta lentamente él, al otro lado del teléfono desde la otra punta del mundo. «No es verdad, yo quiero esto. Y lo dejo todo porque sabes que quiero mudarme a Australia desde que tengo veinte años y porque, además, ¡quiero estar contigo!», le digo convencida. Es verdad, desde pequeña me he sentido atraída por Australia. Quizá fuera culpa de la serie

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Los rompecorazones y sus reposiciones veraniegas en la tele, o porque con veinte años solicité unas becas en la Universitat Autònoma de Barcelona, para acabar periodismo en Sydney o California. Al final terminé por aceptar la beca de la University Of California San Diego (UCSD), porque ante la duda, mi madre me hizo saber que no iban a venir a verme hasta Australia; que estaba demasiado lejos. Además, pensé que si quería surfear, California sería bastante más seguro que Australia y todos sus tiburones.

Pero esto es secundario. Es verdad. Me quiero mudar a Australia por Tim, por dar una oportunidad a nuestra historia. Desde que murió mi padre, una mañana cualquiera, y mi última conversación con él fue una discusión sobre cómo funcionaba el GPS, he querido exprimir cada momento, sabiendo que, si una mañana cualquiera, algo se apaga en mí, habré vivido lo más intensamente posible.

Hace tres años que Tim y yo nos conocimos. Yo estaba en una relación tóxica; la guinda del pastel fue que el chico me dejó unos minutos antes de que yo me fuera de viaje y, ya de paso, me puso unos cuernos monumentales. Corría el año 2013. No fue un buen año. Hacía mucho tiempo que estaba esperando ese viaje a Indonesia con mi hermano y unos amigos. Toda mi familia vivía en Mallorca y yo trabajaba en Barcelona, así que esas escapadas eran uno de los momentos preferidos del año porque podía estar con mi hermano y hacer surf juntos.

Llegamos al este de Java con ese bochorno que hace que se te pegue la camiseta al cuerpo como una capa de papel pintado en un piso de alquiler. Lluvias tropicales, tiendas cerradas por el ramadán, intoxicaciones estomacales y ratoncitos en la habitación, aunque no todo fue malo… también surfeamos varios días. En una de estas sesiones coincidimos con un par de jóvenes que se metieron en el spot donde estábamos nosotros cuatro surfeando. Ella era una surfista rubia hawaiana

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y él, un pelirrojo. Tengo debilidad por los pelirrojos. Entre ola y ola, empezamos a hablar. Era de Nueva Zelanda. De repente llamé a mi hermano, que se acercó remando, ya que en unos meses iría allí de viaje de novios. Las olas venían con sus propios tiempos y nuestras posiciones cambiaban como girasoles en busca del astro rey.

Unos días después, volvimos a coincidir dos o tres veces más en otra playa, Cimaha, y el pelirrojo y yo hablamos un poco más. Parecía un chico simpático. Esa misma noche nos aventuramos hasta un hostal donde poder conectarme a internet, enviar un artículo y tomar una Bintang fría —la cerveza típica de Indonesia. Y ahí estaba él de nuevo. Resulta que Tim, que así se llamaba, se alojaba allí. Dijo que nunca había visto a nadie teclear tan rápido en un ordenador. Yo sonreí y le expliqué que a la mañana siguiente nos íbamos hacia Bali, pero que si me quería dar su email. Aún no sé muy bien por qué.

Cuando volví a Barcelona le envié varias fotos que me habían hecho surfeando y nos intercambiamos algunos emails más. Medio año después le escribí de nuevo, porque ese verano de 2014 iríamos de viaje a Maldivas; por si se quería venir. Los correos de surf fueron dando lugar a otros sobre cómo nos había ido el día, qué leíamos o una lista eterna de preguntas mías sobre cómo era su trabajo de mecánico en las minas de hierro y oro, en las zonas más remotas de Australia. Todo lo que rodeaba a Tim me parecía fascinante. Los meses iban pasando y los emails se hacían cada vez más largos: dos, tres, cuatro veces al día. Él se compró un smartphone para poder responderme y yo esperaba con cierta ansia el icono del sobrecito en la pantalla del móvil. «Te estás enamorando de él», me dijo una noche en casa Llucia, mi amiga con la que compartía piso, plantada frente a los pósters del Primavera Sound que colgaban del comedor. «¡¿Qué dices?! Si no lo conozco», respondí con una risa nerviosa.

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Pero sí que empezaba a conocerlo. Cuando volvía de fiesta sola, le escribía correos para que así me acompañara de camino a casa. Y más tarde empezamos con los Skypes y a quedarnos en blanco ante la pantalla: «Pues no recordaba tu voz así», fue lo primero que logré decirle. Meses más tarde me propuso reunirme con él en Marruecos, para otro viaje de surf. Le dije que sí. También le dije que era muy tímida, aunque no lo pareciera, y que si intentaba darme un beso cuando llegara, probablemente le haría una cobra. Y así fue. Aunque no volvería a separarme de él pasados esos cinco minutos iniciales.

Hay momentos que se graban en la piel como las cicatrices de aquellas primeras heridas de cuando éramos niños. Recuerdo estar tumbada en la cama de la habitación, en Marruecos, y recibir un mensaje de mi expareja, un chico con el que había estado unos años y al que quería y apreciaba mucho. Me hablaba desde la perspectiva que da el tiempo y las experiencias vividas, reflexionando sobre nosotros y aquello de las nuevas oportunidades. Hubiera querido leer ese mensaje tantísimas otras veces… Aparté la vista del móvil y la clavé en la puerta medio abierta de la ducha. La silueta de Tim se perfilaba blanquecina por la luz del foco y el agua le salpicaba los hombros pecosos. Juraría que el corazón se saltó un latido. Miré de nuevo hacia la puerta entreabierta. En ese instante había tomado una decisión: la típica apuesta suicida que se hace en los casinos de las películas. All in. Mi viaje debía durar en principio cinco días, pero la agencia de comunicación para la que trabajaba acababa de bajar la persiana, así que de los cinco días iniciales pasamos a casi un mes. Durante quince días hicimos surf y comimos tahina en Tagazhout; recorrimos todos mis restaurantes preferidos de tapas con mis amigos en Barcelona; Tim vivió su primera nevada y aprendió a hacer snowboard en Andorra; bailamos una melodía inventada a los pies del Partenón, abrazados por las sombras de los focos y de la historia que se escribe en mayúsculas. Así me imagino que debía ser el Grand Tour.

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Después de todo aquello, recuerdo lo largo que se me hizo el trayecto del Aerobús hasta llegar al aeropuerto de Barcelona sabiendo que, en cuanto él bajara, no volvería a verlo nunca más. Yo no tenía trabajo y en ese momento (y después del mes que habíamos pasado juntos), estaba locamente enamorada de Tim. Esperaba, como dice la canción, que me dijera «ven», pero, en cambio, me besó lentamente y no miró atrás. Después de eso, seguimos en contacto con mayor o menor frecuencia, hasta que empecé a salir con un chico, Àlex. No me había olvidado de Tim, pero intentaba seguir adelante, huyendo más rápido que las odiosas comparaciones.

Esa nueva historia no llegó muy lejos. No sé por qué, pero sé que si hubiera continuado no habría ido a visitar a Tim, a finales de ese mismo año. Fue en diciembre de 2015 y fueron diez días que hoy todavía me siguen pareciendo un videoclip. Si el recuerdo de nuestro Grand Tour era dulce, recorrer Australia junto a él, viviendo en su furgoneta y descubriendo una pequeña porción de un país mágico desbloqueó el siguiente nivel de lo que una cree que puede llegar a sentir.

Recuerdo llorar en la escala en Dubai, de camino a casa y llamar a mi hermano: «No puede ser. Esto no puede ser todo», le repetía en bucle por teléfono. Dos noches más tarde, ya en casa y acompañada por mi jet lag, traduje el currículum al inglés, me di de alta en buscadores de trabajo y llamé a Tim para decirle que quería mudarme con él a Australia. Se quedó en silencio al otro lado del teléfono. Incorporada sobre la cama, sentía la oscuridad de la fibra óptica invadiendo la habitación, hasta que rompió el silencio: «Vale, pero…». Mi espíritu optimista y testarudo obvió la lista de dificultades y potenciales dramas que seguía aquel pero solo recuerdo la sangre bombeando frenéticamente ante la perspectiva de estar juntos de nuevo, de continuar nuestra aventura en la tierra de Down Under.

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Lady Leshurr está a punto de terminar su sesión. El ambiente alrededor de la Fira de Montjuïc va cargado de euforia, nubes de pulsaciones electrónicas, de espaldas húmedas y vendedores de latas de cerveza en bolsas de plástico verde. Yo sigo clavada en la escalera, atrapada de una manera nada planificada en una de las conversaciones más importantes de mi vida. Escucho la voz de Tim, lenta, reposada: «Sabes que ya he vivido en Europa y que nunca más volveré a hacerlo. Que si tú vienes es porque quieres, siempre te lo he dicho.» Me pesan sus palabras. Insisto en que no es así, que yo quiero ir porque es mi sueño y porque quiero cumplir la promesa que me hice a mí misma, hace ocho años. Él sigue a lo suyo. Me empieza a conocer bien y sabe que a partir del momento en el que estemos juntos, la espada de Damocles colgará sobre nuestra relación. Por mucho que yo intente convencerlo, o convencerme. Esto solo lo vería con el tiempo. Pero esta tarde, sentada en las escaleras de la Fira, no quiero creérmelo. Solo quiero que Tim diga que sí y que forme parte de la película que he estado rodando en mi cabeza.

Finalmente me lie la manta a la cabeza. Llevar a cabo el plan nos llevó unos diez meses entre ahorrar, gestionar el alquiler del piso de Barcelona, cerrar todo lo importante en el trabajo, pasar el máximo tiempo posible en casa (hacía nada que acababa de ser tía) y disfrutar de la compañía de los amigos… Eso fue lo más duro. Y Tim lo sabía. El trabajo y los ahorros eran bastante secundarios; lo que realmente me daba pánico era marcharme sin una fecha de regreso.

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Siento que el título «Crónica de un viaje por Australia» puede resultar equívoco e incluso engañoso, ya que este no es un libro de viajes al uso. este es el relato de 464 días de una vida vivida en Australia.

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La tierra de los demonios de Tasmania Durante los primeros minutos de nuestro reencuentro, creo que soy incapaz de construir dos frases coherentes en inglés. Tampoco lo habría hecho mejor en catalán o castellano. «Hola, Tim.» Habría resultado así de fácil. Todo este año planeando llegar hasta aquí. Todo nos ha llevado hasta este momento. Hasta esta terminal remota; es el final y el principio. La sensación de punto de inflexión flota en el aire y, aunque no quiera reconocerlo, voy vestida como si tuviera quince años. Si no hubiera sido por él, nunca habría visitado Tasmania. Y mi experiencia en Australia se habría limitado a la que tienen la inmensa mayoría de viajeros. Compartir tu vida con alguien que se mueve por los confines de los mapas, que se siente cómodo donde otros no ven nada, navegando con gracia por los márgenes y los sitios fuera de las cartas, es algo excepcional y este libro no tendría sentido sin él: cheers, mate. Pero volvamos al presente, al abrazo cálido en medio de una terminal remota y sencilla. Es tarde, así que Tim ha decidido que pasaremos la noche aquí mismo, en Launceston. Nos alojamos en el ArtHouse, una antigua casa colonial de inspiración británica, convertida ahora en hostal. Son las cinco de la mañana y no puedo dormir por el jet lag, así que aprovecho para hacer una videollamada a la familia, en esta primera mañana de tantas que vendrán.

Después de unos días en Launceston, donde Tim tiene varios exámenes de la carrera de Marine Engineer, hacemos lo que se nos da mejor: convertirnos en Willie Nelson y carretera

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y manta. «On the road again», como dice la canción. Vivimos en su furgo, una Toyota Hiace que él ha camperizado: aislamiento, circuito eléctrico para tener luz, y un camping gas. En el techo hay un portabultos con todos los utensilios de cocina, las aletas de submarinismo y un fusil de pesca submarina. Al otro lado, sus tablas de surf y las mías. Y el swag. El swag es la quintaesencia del aventurero australiano (aunque Tim sea neozelandés). Se trata de una especie de saco de dormir completo, pero hecho de lona impermeable que se enrolla como un saco (aunque ocupa mucho más) y dentro puedes meter incluso un pequeño colchón. El nuestro es de una plaza y media y le ha costado unos ochocientos dólares. Cada noche decidimos dónde dormir, buscando algún camping, parque nacional o espacio apto para poder desenrollarlo.

Ahora mismo estamos en el noroeste de Tasmania, en una de las regiones más remotas de la isla, y aunque ya es primavera y pronto llegará el verano (estamos a principios de noviembre), hace un frío que pela. Hoy dormiremos entre Elizabeth Town y Mole Creek. Me gustan las personas con un carácter fuerte y Tim hace años que decidió que nada de medias tintas. Así que pronto dejamos atrás la ciudad para explorar la costa del Southern Ocean. De camino a Trial Harbour, le digo alteradísima que frene, que he visto algo que se movía en la cuneta. Bajo corriendo sin recordar hacia dónde tengo que mirar para cruzar y, allí, tranquilamente comiendo hierba, me encuentro una cría de wombat, un marsupial que es como un oso pequeño, musculoso y de piernas cortas. Hasta ahora solo los había visto muertos en las carreteras y sus cuerpos son tan robustos que incluso cuando los atropellan mantienen su complexión natural. Quiero gritar de emoción pero no quiero asustarle. Lo acaricio. Creo que estoy llorando. Intento hacerme doscientos selfies que no salen bien y Tim se ríe de mí. Cuelgo la foto en Instagram y anuncio

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mi triunfal llegada a Tasmania como si fuera Steve Irwin, el famoso cazador de cocodrilos que salía en los documentales de la tele. Los likes llegan con diferencia horaria. Llegamos a Trial Harbour. El amigo de Tim, Red, nos acompaña. Hemos parado justo antes para talar unos troncos para encender una hoguera. Red ha sacado su sierra mecánica y yo cargo los troncos menos pesados en la parte trasera de su pick-up. Aparece un escorpión entre los arbustos, pero ellos siguen a lo suyo, riéndose, cortando madera en chancletas. Mi amiga Vicky, una catalana que reside en Sydney, a eso lo llama «la inmunidad aussie»: parece que nada les dé miedo. Por eso una de las frases más repetidas en Australia es: «Nah, she’ll be alright mate» («No te preocupes, todo irá bien, colega».)

He cocinado huevos rotos sobre el fuego y en lugar de chistorra he puesto salchichas, que era lo único que teníamos a mano. Teniendo en cuenta que no existe cobertura o que el pueblo con tiendas más cercano está a cuarenta y cinco minutos, lo considero todo un éxito culinario. Los chicos han surfeado; yo estaba demasiado bloqueada por mi miedo a los tiburones o a cualquier cosa que pueda moverse en este océano de color gris intenso. Me he quedado sentada en una silla de camping, bebiendo sorbitos de un vino neozelandés y pensando —aunque suene a tópico— que este es el punto exacto de mi nueva geografía vital. Vuelvo hacia la furgoneta a buscar más vino y, detrás de la rueda, veo una sombra. Es un ualabí, una especie de canguro pequeño, y lleva una cría en su bolsa o, como se dice en inglés, pouch. Mi libreta mental de emociones y bichos se está quedando sin espacio a un ritmo trepidante. Tomo notas mentales, hago dibujitos en los márgenes de los libros, stories y vídeos con el iPhone. Ligeramente embriagada y con el reflejo de las llamas danzando dentro de las pupilas de Tim, le digo que le quiero. La noche es tan clara que cuento estrellas distintas a las de casa

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y el humo sale de mi boca cuando le digo que nos vayamos al swag. Todo es perfecto… Hasta que me entra un ataque de ansiedad en el momento de cerrar la cremallera y sentir que me acaban de enterrar viva. Ni llamas que bailan, ni amor infinito: Tim quiere matarme y lo noto. No paro de moverme (y dentro de un swag de plaza y media debes coordinarte como si estuvieras en una competición de natación sincronizada, luchando por una medalla olímpica). Le digo que no puedo respirar y que abra la cremallera, aunque eso implica dormir a la intemperie a cinco o seis grados. Oigo el tintineo de una lata que cae, el ruido de plástico que roza: «¿Lo acabas de oír?», le pregunto. «Habrán sido las zarigüeyas, venga, intenta tranquilizarte y duerme», me responde. Las zarigüeyas son también marsupiales (¡uno más!), tienen el cuerpo alargado y la mirada inquisitiva, siempre listos para robarte comida o colarse en tu campamento. El corazón se me instala unos centímetros más arriba de lo habitual, creo que está cerca de la garganta.

Entro en pánico máximo cuando me doy cuenta de que visto cómo está yendo esta primera noche en el swag, nunca podré dormir ahí dentro. Llegados a este punto, preferiría ser devorada por ualabíes con ganas de mambo o zarigüeyas adictas a la basura que dormir dentro del swag. Así que le suplico que saquemos todas las cosas de la furgo y durmamos ahí dentro. Ahora me divierte recordarlo. Esa noche, no. Debo decir que con el tiempo, mi relación con el swag mejoraría notablemente. Paso a paso. Unas semanas después del incidente, ya dormía siete horas seguidas y Tim y yo habíamos subido al podio del sueño sincronizado.

A la mañana siguiente despertamos con la basura esparcida por todas partes. En la bolsa de plástico hay unas pequeñas marcas, dos agujeros simétricos que parecen marcas de colmillos. «¿Zarigüeyas?», pregunto a nadie en concreto. No lo sé, pero nos encontramos en una de las pocas zonas de la isla

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donde todavía quedan demonios de Tasmania en libertad, así que en mi cabeza, y dada mi experiencia analizando mordeduras de animales, sin duda esto ha sido cosa de los demonios. Decidimos desmontar el campamento y despedirnos de Red. Hoy iremos hasta Cradle Mountain, una montaña glaciar de la época jurásica, situada a 1.545 metros sobre el nivel del mar, y que es la sexta cima más alta de la isla. Existen varias rutas y excursiones: algunas van desde los veinte minutos, hasta los cinco o seis días cruzando los ochenta kilómetros de la legendaria ruta de Overland. Nosotros decidimos andar hasta el lago Dove; la estampa es tan bonita que podría ser el siguiente fondo de pantalla de los ordenadores de Apple. «¡Oh, Tassie, me estoy enamorando de ti!» Tassie es Tasmania, por aquello que tienen los australianos de acortar todas las palabras. Abro bien los ojos, ya que en este parque nacional es probable que veamos demonios de Tasmania, equidnas —similares en aspecto a los erizos—, los siempre esquivos ornitorrincos o los quolls, una especie de gato o hurón. Pero no, no vemos nada. Quiero escribir un artículo para uno de los periódicos en los que colaboro sobre los demonios de Tasmania, ya que están al borde de la extinción, así que visitamos el santuario Devils at Cradle, no muy lejos de donde nos encontramos. Vistos de cerca, estos curiosos animales poco se asemejan a Taz, el demonio de Tasmania marrón y monstruoso de Looney Tunes. Los de verdad son mucho más pequeños, de pelaje negro y colmillos afilados, y emiten un ruido amenazante mientras abren sus enormes bocas. Y además, huelen mal. Pero verlos jugar, correr y abalanzarse sobre el cadáver de un animalejo es brutal, en el mejor sentido de esta macabra escena.

Se cree que el origen de este marsupial se encuentra en Sudamérica y que sus antepasados llegaron a Australia cuando ambas tierras estaban unidas en un supercontinente llamado

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Gondwana. Desgraciadamente, la presencia de dingos en la actual Australia (su mayor depredador) hizo que se extinguieran del continente hace tres mil años y que hoy en día solo podamos encontrarlos en Tasmania. Pensar que estás frente a una especie que podría desaparecer en los próximos años invita a la reflexión. En 1933 se capturó lo que se cree fue el último ejemplar de lobo de Tasmania o thylacine. Y los demonios podrían tener el mismo futuro, porque en menos de veinte años su población se ha visto reducida en un 85%, según nos cuenta Wade Anthony, director de Devils at Cradle. este es uno de los veinticinco centros y zoos australianos que forman parte de la iniciativa Save the Tasmanian Devil Program. Pero, ¿por qué se mueren los demonios? Por un cáncer que se contagia con las mordeduras. Actualmente se cree que quedan unos quince mil individuos, con una esperanza de vida de cinco años. En otro espacio del santuario, un macho de cinco años persigue a una hembra y se pelean por el último trozo de carne. Ella sostiene la presa, él abre la boca, amenazante. La carcasa de la zarigüeya muerta es zarandeada como un títere manejado por hilos invisibles. Tim me mira sorprendido, arqueando una ceja. Por lo general, todos los demonios de Tasmania son animales solitarios, carroñeros y muy competitivos desde que nacen. De hecho, la madre pare entre veinte y treinta crías, pero al solo tener cuatro pezones para alimentarlas, únicamente las más fuertes sobreviven.

Somos pocos los que hoy visitamos el santuario en esta tarde de primavera: varios turistas asiáticos que no paran de hacerse fotos y dejan escapar pequeños chillidos de impresión, algunas familias, otra pareja y nosotros. A nuestro lado, un niño se sienta en la pared del cercado y deja que le cuelguen las piernas. No creo que este en peligro, pero inmediatamente Chris, uno de los encargados de cuidar a los demonios, pide a los padres que lo bajen. El sol comienza a ponerse y las

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zarigüeyas y los quolls salen de su estado letárgico. Me encantan las zarigüeyas, creo que son muy graciosas y me recuerdan un poco al Rey Julien de la película Madagascar. Tim reniega con la cabeza. «Naaah», dice con su acento kiwi. Con el tiempo aprendí el porqué de la animadversión que sentía hacia estos peludos animalitos. Una noche, acampados en la frontera entre Nueva Gales del Sur (New South Wales) y Victoria, oímos un fuerte golpe. «¡Bum!». Yo, que entonces ya estaba algo más experimentada en el mundo de la acampada y ya había pasado días y noches sola, no las tenía todas conmigo. «Possums» [zarigüeyas en inglés], abrió un ojo Tim. «¡Malditas!», renegué yo. Pero la cosa no quedó ahí. El animal seguía intentando colarse en la tienda de campaña para apoderarse de nuestra comida. Por eso, siempre se dejan las bolsas de basura y cualquier rastro orgánico protegido, ya sea atando las bolsas y metiéndolas en la furgoneta o poniendo toda la comida dentro del contenedor azul, ¡cerrado bajo llave! Lección aprendida. Podía notar sus garras rascando la lona de la tienda. «¡Shuuu, shuuu!», le gritaba yo. Pero no se iba de ninguna manera. Quizás no me entendía.

Aún ajena a todo esto, durante mis primeros días como residente de Australia, las zarigüeyas me parecían amigables. Pero ellas no se mueren y los demonios sí. Aunque, según las cifras de Devils at Cradle, un 65% de los demonios que ellos ponen en libertad sobreviven. «Seguro que alguno de ellos fue el que esparció nuestra basura la noche anterior», le digo inquisitivamente a Tim. «Seguro que sí, monkey», me contesta mientras me despeina la cabeza con cariño. Pero sospecho que me da la razón como a los locos.

En general, notas las ganas que todo el mundo tiene de que a los demonios les vaya bien: que no se extingan y que vuelvan a campar despreocupados, aullando y corriendo torpemente por los bosques de Tasmania (y a robar basura de viajeros embriagados, ¿por qué no?). Estos días la prensa australiana

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habla de vacunas que podrían revertir la situación, pero de momento no existen pruebas de que sea algo posible. Ya tengo suficiente información para el artículo, podemos irnos. Desandamos el camino hacia el aparcamiento y el rocío de la noche cala nuestras chaquetas. Sentada en el coche, apoyo la cabeza en el cristal y pienso en si habrá sido verdad que los demonios de Tasmania nos han intentado robar los restos de huevos rotos y cerveza Coopers. La carretera que nos aleja de Mount Cradle es sinuosa y el sotobosque, espeso. Los ualabíes y otros animales danzan entre las hojas y remueven las ramas, como un teatro de sombras chinas que me obliga a mirar dos veces. Ilusionistas del mundo salvaje. No me sorprende que la gente afirme haber visto todavía thylacines o lobos de Tasmania campando libres por ahí. Quizás si miramos las fotografías de aquel último ejemplar, esquelético y apagado muriendo en el zoo en 1933, nos ayudará a entender la importancia que tiene proteger lo que todavía sí podemos ver. Quizás todavía no es tarde para los demonios de Tasmania.

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