ANNAPURNA, LA OTRA VERDAD

Page 1

7



H I M A L AYA

ANNAPURNA

la otra verdad ¿Qué ocurrió realmente durante la primera expedición legendaria al Annapurna?

David Roberts Traducción de Neus Gimeno Gimeno


Annapurna La otra verdad David Roberts

Primera edición original: TRUE SUMMIT: What Really Happened on the Legendary Ascent of Annapurna.© Simon & Schuter, Inc., 2000. All Rights Reserved. Primera edición en castellano: Tushita edicions, febrero de 2019

© del texto: David Roberts © de la traducción: Neus Gimeno Gimeno © 2019 Tushita edicions www.tushitaedicions.com info@tushitaedicions.com Diseño de la colección y tratamiento de la portada: Marc Ancoechea Maquetación: Sir Gawain & Co. Corrección ortográfica y gramatical: Paola Mazzocchi Impreso en: Romanyà Valls ISBN-13: 978-84-948958-4-5 Dipòsit legal: B-4659-2019 BIC: WSZG, 1FKN. No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la su transmisión a través de cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, a través de fotocopia, mediante grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Los editores agradecemos a Albert Padrol quién nos puso tras los pasos de este libro. Han colaborado en la revisión técnica: Merche Ruiz, Jose Zuñiga, Aitziber Zuñiga y Enric Soler. Fotografía de la portada: Maurice Herzog siendo transportado por los sherpas tras la escalada al Annapurna. © Top Photos/ United Archives/Contacto. © Mapa de la pàgina 9: Reproducción del mapa de la primera edición original del año 2000. © Jeffrey L. Ward.




Dedicado a la memoria de Gaston RĂŠbuffat Lionel Terray Louis Lachenal





CONTENIDO

CAPÍTULO 1: 3 de junio CAPÍTULO 2: Resisténcia CAPÍTULO 3: En busca del Annapurna

13 31 51

CAPÍTULO 4: El avance

81

CAPÍTULO 5: El rescate

111

CAPÍTULO 6: El bosque de Lete

139

CAPÍTULO 7: La meditación de Rébuffat

159

CAPÍTULO 8: El silencio de Lachenal

187

CAPÍTULO 9: la pasión de Terray

227

CAPÍTULO 10: Une affaire de cordée

251

267

Comentarios sobre los recursos y agradecimientos



UNO

3 de junio

Con la primera luz del alba, los dos hombres salieron de la tien-

da de campaña situada a 7500 metros y se dirigieron hacia la ancha ladera, que estaba congelada. Los crampones que llevaban se agarraban firmemente a la dura nieve que pisaban. La cima del Annapurna brillaba con el sol matutino, tan solo 580 metros por encima de ellos. El viento, que había estado rugiendo toda la noche, amainó al amanecer, dejando que un frío penetrante reinara sobre la calma. Louis Lachenal, un alpinista tenaz de veintiocho años, y Maurice Herzog, tres años mayor que él y líder de la expedición, consiguieron meter los pies en las botas, que se habían congelado, con grandes dificultades. Herzog logró atarse las polainas que le cubrían los tobillos, mientras que Lachenal se dio por vencido y las dejó como estaban. El vendaval, que había amenazado con arrancar los pitones y los piolets que sujetaban la tienda a la pendiente de cuarenta grados y con arrojarlos a ambos montaña abajo, no les había permitido a ninguno de los dos pegar ojo durante tan espantosa noche. La víspera, Herzog y Lachenal se habían preparado unas tazas de té para cenar, pero la altura les había revuelto el estómago y no pudieron ingerir nada. Por la mañana incluso preparar el té fue un auténtico suplicio. En el último momento, Herzog se había guardado un tubo de leche condensada, un poco de turrón y un par de calcetines de repuesto en la mochila. Era el 3 de junio de 1950 y el monzón, que cubriría la parte superior del Himalaya con un manto inmaculado de neblina y nieve, estaba al caer y les impediría avanzar. Los miembros de la 13


expedición francesa habían estado subiendo una cima tras otra para ver si encontraban el Annapurna. Todos los mapas que tenían eran imprecisos, puesto que ningún occidental se había acercado aún a las laderas de la décima montaña más alta del planeta. Al final, durante los últimos días de mayo y a menos de dos semanas del monzón, el equipo había descubierto un desfiladero profundo que se había formado por la corriente torrencial del Miristi Khola. Al haber penetrado en la montaña por el mismo, habían aparecido debajo de la cara norte del Annapurna. Subieron con rapidez corredores de hielo que colgaban de un glaciar mientras les amenazaban por ambos lados aludes enormes que se desplomaban con estruendo por los precipicios. El equipo montó cuatro campamentos alineados, en forma de luna creciente y orientados a la izquierda, que seguían una ingeniosa línea, montaña arriba. El 2 de junio, Lachenal y Herzog, con el apoyo de los sherpas AngTharkey y Sarki, se deslizaron a través de una grieta en la pared de hielo, al que el grupo había llamado la Hoz, y remontaron por una peligrosa y empinada pendiente para montar el Campo V junto a una muralla de rocas. Herzog le propuso formar parte del grupo a Ang-Tharkey, el sirdar o el jefe de los sherpas, pero asustado por el frío que ya le había entumecido los pies declinó la oferta. Los dos sherpas regresaron al Campo IV, dejando a Lachenal y a Herzog solos frente al peligro. Entonces, los dos hombres empezaron a subir poco a poco, aunque con paso firme, por la pendiente interminable y guardando silencio. Más tarde Herzog escribiría: «Cada uno estaba en su propio mundo, aislado del otro. No me fiaba de mi cabeza, pues me iba muy lenta. Era totalmente consciente de que mi estado mental no era el adecuado». Poco después, a ambos se les entumecieron los pies. Lachenal se paró abruptamente, se quitó una bota y empezó a frotarse el pie con el calcetín puesto para ver si volvía a sentirlo. Refunfuñó: «No quiero que me pase lo que le pasó a Lambert». El gran escalador suizo y amigo de Lachenal había perdido todos los dedos de 14


ambos pies por congelación, después de quedar atrapado en una travesía invernal por las Aiguilles du Diable, cerca de Chamonix (Francia). Los alpinistas emergieron de la parte sombría de la montaña a la luz del sol, aunque seguía haciendo un frío intenso. Lachenal volvió a detenerse para quitarse la bota. Gimió: «No siento nada. Creo que me estoy empezando a congelar». Herzog también estaba preocupado por sus extremidades, pero se convenció a sí mismo de que, si movía los dedos de los pies mientras andaba, conseguiría evitar que se le congelaran. Escribió: «No los sentía, pero eso no era nada nuevo en las montañas». Continuaron dando pasos penosamente lentos. Mientras se encontraba imbuido en su mundo de fantasías, a Herzog le vino a la mente: «Lachenal me parecía una especie de fantasma. Él estaba solo en su mundo; y yo en el mío». De repente, Lachenal cogió a su compañero y le espetó: «Si me doy la vuelta, ¿tú qué harías?». De manera inconsciente, a Herzog le pasaron por la cabeza imágenes de los dos meses anteriores, ascendiendo con todo el grupo: las caminatas por el bosque de las llanuras bajo el calor asfixiante, las escaladas por atroces pendientes de piedra y hielo, los esfuerzos denodados para arrastrar dolorosamente la carga hasta los campamentos superiores. Se preguntó: «¿Abandonamos? ¡Ni hablar! Todo mi ser se negó a ello. Estaba decidido, absolutamente decidido. Hoy nos consagramos a un ideal y no hay sacrificio que sea mayor». —Yo sigo solo —le dijo a Lachenal. — Entonces, voy contigo —le contestó, sin dudar, su compañero. Herzog regresó a su trance momentáneo. Más tarde escribiría: «Una asombrosa felicidad me sobrevino, aunque no sabría cómo explicarlo. Todo era tan nuevo, tan absolutamente carente de precedente alguno… Nos enfrentábamos a una prohibición, al sobrepasar un límite y, aun así, no teníamos miedo a seguir ascendiendo».

15


En el mundo hay catorce montañas que alcanzan más de 8000 me-

tros de altitud, y todas ellas se encuentran en el Himalaya. La primera vez que se intentó escalar una fue en 1895, cuando Alfred Mummery, el mejor alpinista británico de su época, acometió la subida al Nanga Parbat. Mummery y dos porteadores gurkha desaparecieron mientras exploraban la cara oeste, pues subestimaron el tamaño y la dificultad de la montaña. Sus restos nunca fueron encontrados. Ya en el año 1950 veintidós expediciones diferentes habían abordado diversos ochomiles, aunque sin éxito. Las expediciones más audaces habían sido organizadas por equipos británicos, estadounidenses y alemanes, que habían intentado alcanzar las cumbres del Everest, el K2, el Kanchenjunga y el Nanga Parbat durante los años 1920 y 1930. Pese a que Francia tenía entre sus alpinistas a algunos de los más destacados de esas décadas, el país tan solo contaba entre sus méritos con una expedición al Himalaya, al Gasherbrum 1. Durante catorce años, la cumbre más alta que se había alcanzado en todo el mundo era el Nanda Devi (India), de 7816 metros, y la había subido un equipo anglo-estadounidense en 1936. Debido a la Segunda Guerra Mundial, las expediciones al Himalaya se habían interrumpido. No fue sino hasta 1949 que las montañas más altas del planeta volvieron a estar en el punto de mira de los europeos. Pese a que tan solo uno de los expedicionarios había estado anteriormente en el Himalaya —el cinematógrafo Marcel Ichac, un veterano de Gasherbum 1—, la expedición liderada por Herzog estaba integrada por el grupo más potente que se hubiera podido desplazar hasta Asia. El propio Herzog era un alpinista consumado, con varios ascensos osados en los Alpes a sus espaldas. Los dos miembros con menos experiencia, Marcel Schatz y Jean Couzy, mostraron un gran compromiso (Couzy acumularía una lista de primeros ascensos igualada solo por muy pocos de sus contemporáneos). No obstante, el núcleo duro de la expedición al Annapurna lo conformaban Lachenal y dos guías compañeros de Chamonix, Lionel Terray y Gaston Rébuffat, quienes eran indudablemente tan 16


competentes que rozaban la genialidad. Durante los años cuarenta, incluso durante la guerra, estos hombres habían ido acumulando ascensos espectaculares en los Alpes. En 1950 eran los tres mejores alpinistas de Francia, contra quienes, a nivel mundial, solo podían competir algunos alemanes, italianos y austríacos (en esta liga nunca hubo ningún estadounidense ni ningún británico). Así pues, durante la mayor parte de abril y mayo de 1950, a medida que el equipo intentaba fijar un rumbo que les permitiera situarse en la topografía para, de ese modo, poder encontrar el camino hacia los 8091 metros del Annapurna, la expedición parecía abocada a un fracaso total. Una vez solucionado el atolladero vivido en Miristi Khola, se dio rienda suelta a la experiencia y talento que los seis alpinistas más importantes del equipo encarnaban. Sin embargo, la suerte, y no otro factor, parecía ser aquello que decidiría qué cordada subiría a la cumbre. Dependería de quién llegara al campo adecuado el día oportuno. Esa suerte hizo que Lachenal y Herzog estuvieran en el Campo IV el 3 de junio por la mañana. Situados, pues, a más de 7600 metros de altura, poco después del mediodía los dos se abrieron camino hacia la derecha pasando por debajo de una última muralla de rocas que obstaculizaba el camino hacia la cima. —¡Couloir! —fue la única palabra que pronunció Herzog tras apuntar con el dedo. —¡Vaya suerte! —contestó Lachenal. Frente a los hombres se alzaba, a través de la muralla de rocas, una empinada quebrada de nieve extraplomada. —¡Venga, vamos! —exhortó Herzog. Lachenal hizo un gesto para indicar que estaba de acuerdo. Como luego recordaría Herzog, «no tenía ni idea de en qué hora vivíamos». Situado frente al corredor de hielo, dudó durante unos instantes: «¿Nos quedarán fuerzas suficientes para superar este último obstáculo?». Los hombres ascendieron arduamente dando pasos firmes que les agarraban a la dura nieve, gracias a los crampones. Herzog más tarde describió esos momentos culminantes: 17


«La arista cimera se iba acercando lentamente mientras nos desviábamos brevemente hacia la izquierda, dando algunos pasos más y sorteando unas cuantas rocas. Nos arrastramos montaña arriba. ¿Era verdad que estábamos ahí?... ¡Sí! Un viento brutal nos azotó. ¡Estamos sobre el Annapurna! A 8075 metros… Nuestros corazones desbordaban una felicidad indescriptible. ¡Si los demás lo supieran…! ¡Si todos lo supieran!».

Mientras se encontraba en la cima, Herzog experimentó un éxtasis místico: «¡Qué maravillosa será la vida ahora! Nuestra misión está cumplida, pero algo mucho más grande se ha conseguido. Es inconcebible realizar bruscamente un ideal y realizarse a sí mismo. Estoy paralizado por la emoción. Jamás he sentido una alegría tan grande y tan pura al mismo tiempo».

Sin embargo, el estado de ánimo de Lachenal era completamente diferente. Sacudió a Herzog y le suplicó: «¿Y si bajamos?». Herzog, que no acababa de entender la impaciencia de su compañero, se preguntó: «¿Acaso creía que acabábamos de terminar otro ascenso como los de los Alpes? ¿Pensaba por un momento que podíamos bajar así como así, sin más?». —Un momento, que quiero sacar algunas fotografías —le dijo Herzog. —¡Date prisa! Herzog rebuscó en su mochila hasta que encontró la cámara, que sacó junto con varias banderas. Durante unos interminables minutos, posó con un banderín tras otro, enganchándolos al piolet mientras Lachenal le fotografiaba. Después, Herzog cambió el carrete de blanco y negro a otro de color. 18


—¿Estás loco o qué? ¡No tenemos ni un minuto que perder! ¡Tenemos que bajar ya! —explotó Lachenal. Herzog se dio cuenta de que su amigo estaba en lo cierto, aunque no era del todo consciente. Mirando al horizonte, vio que el día, que hasta entonces parecía tan perfecto, había empeorado. Se acercaba una tormenta, quizás las primeras señales del propio monzón, pero Herzog allí seguía, perdido en un tumulto de emociones y recuerdos; no estaba dispuesto a dejar pasar ese momento transcendental. Lachenal le instó de nuevo: «¡Bajemos ya!». Se echó la mochila al hombro y empezó a descender. Herzog se entretuvo un poco más, bebió un paquete de leche condensada, sacó el altímetro y, finalmente, se colgó la mochila y siguió a Lachenal. De todas las cualidades que habían hecho que Lachenal fuera un alpinista tan excepcional, la más destacable era la velocidad a la que podía llegar a escalar en terrenos difíciles. Herzog vio que su amigo descendía flechado por el couloir y que aún se daba más prisa cuando pasaba por debajo de la muralla de rocas. Mientras Herzog bajaba dando grandes zancadas se dio cuenta de que la separación entre él y Lachenal se iba agrandando. En la parte inferior de la muralla de rocas paró para recobrar el aliento. Se quitó la mochila, la abrió y olvidó lo que iba a hacer. De repente gritó: «¡Los guantes!». Para poder abrir la mochila, los había dejado sobre la nieve. Se quedó anonadado al ver cómo éstos se caían al vacío que se abría bajo sus pies. Más tarde, escribió: «El movimiento de esos guantes cayéndose se me quedó grabado en la mente como algo irremediable por lo que nada podía hacer. Las consecuencias iban a ser catastróficas. ¿Qué podía hacer?».

Así fue como la primera conquista de un ochomil empezó a pasar

factura a los vencedores. Mientras Herzog estaba en trance olvidó que tenía un recambio de calcetines en la mochila y que los hubiera podido usar de guantes, así que realizó el descenso con las manos desnudas. Los dos alpinistas llegaron al Campo V justo antes de que 19


oscureciera y en medio de una fuerte tormenta, que había reducido notablemente la visibilidad. Lachenal se resbaló y fue a parar más allá del campamento, aunque subió gateando hasta conseguir llegar al refugio. Si Rébuffat y Terray les hubieran dejado a su suerte, Lachenal y Herzog habrían muerto allí mismo. No obstante, sus compañeros habían subido al Campo V el mismo día con esperanzas de poder coronar la cima al día siguiente. Cuando Terray le cogió las manos a Herzog para darle un apretón se horrorizó y gritó: «Maurice, ¡las manos!». Más tarde Herzog recordaría: «Se produjo un silencio incómodo. Me había olvidado de que había perdido los guantes. Los dedos se me habían vuelto violetas y blancos; estaban duros como una roca. Los otros dos me miraron consternados». Al haber renunciado a subir a la cumbre, Terray y Rébuffat pasaron toda la noche preparando bebidas calientes para sus camaradas. También estuvieron frotándoles con extremos de cuerdas para que les volviera la circulación: los dedos de las manos desnudas a Lachenal y a Herzog y, a este último, los pies descalzos. En la actualidad se sabe que este tratamiento no hace más que empeorar la situación, pues daña los tejidos y las células que están congelados. Al día siguiente, mientras la tormenta se iba enfureciendo, los cuatro bajaron tambaleándose hacia el Campo IV“A”, situado justo encima del acantilado de la Hoz. Se perdieron, debido a los azotes que trajo consigo la tormenta de nieve. Empezaba a anochecer. No llevaban ninguna tienda y tan solo tenían un saco de dormir para los cuatro. Se pusieron en círculo para ver si divisaban algún punto de referencia, pues podría resultar mortal pasar una noche sin refugio. Entonces Lachenal atravesó un puente de nieve y se precipitó por una grieta. El percance resultó ser una salvación. Sin haberse herido, llamó al resto para que le acompañaran. El saliente de nieve, en la parte inferior de la grieta, les sirvió de vivac de emergencia. Pasaron la peor noche a la que tuvieron que enfrentarse como alpinistas en el Himalaya: pese a que se apiñaron para calentarse, no paraban de tiritar, pues la nieve se les estuvo calando en la ropa 20


sin cesar. Por ese motivo estuvieron frotándose los pies los unos a los otros, de otro modo se hubieran congelado. Herzog y Lachenal, que ya llevaban dos noches sin dormir, habían llegado a su límite de aguante. Rébuffat fue el primero en sacar la cabeza por la grieta cuando se hizo de día. Fue entonces cuando Terray le preguntó por el tiempo y Rébuffat le contestó: «No veo nada. El viento sopla fuerte». No obstante, después de que Lachenal saliera a la superficie revolcándose, según palabras de Herzog, «echó a correr como un demente gritando: “¡Hace buen tiempo, hace buen tiempo!”». El día anterior, mientras buscaban la ruta para descender, Terray y Rébuffat se habían quitado las gafas. Los rayos ultravioleta habían penetrado la oscuridad y les había causado ceguera solar a una altitud de más de 7600 metros, a pesar de que la tormenta les había protegido de estos rayos. Resulta que Rébuffat había confundido la mancha gris de su ceguera por una tormenta incesante. Hacía viento, sí, pero estaba despejado. Sin embargo, ahora tenían que enfrentarse al cruel destino: el ciego no podía llevar al cojo montaña abajo. Lachenal empezó a pedir ayuda a gritos con desespero y los otros hicieron lo mismo. Entonces escucharon a alguien respondiéndoles. Era Marcel Schatz. Había subido del Campo IV a buscar a sus compañeros, a quienes creía que no volvería a ver. Abrazó a Herzog y le dijo en voz baja: «Es maravilloso lo que has hecho». Pese a que les habían salvado, el resto del descenso fue un verdadero suplicio. De hecho una avalancha se llevó por delante a Herzog y a dos sherpas, arrastrándolos 150 metros y dejándolos parcialmente enterrados. A medida que se acercaban al campamento base, incluso a Terray, el sahib cuya fuerza le había convertido en leyenda entre los porteadores, le tuvieron que ayudar a bajar la montaña como si fuera un bebé: dos sherpas le cogieron en brazos, le sujetaron y le ayudaron a seguir adelante. Herzog y Lachenal no fueron capaces de seguir caminando. Durante el siguiente mes, una serie de sherpas y porteadores los bajaron, kilómetro tras kilómetro, por los barrancos y los bosques 21


de las llanuras. El doctor de la expedición, Jacques Oudot, les dio unas inyecciones abdominales de novocaína en las arterias femoral y branquial que les causaron un dolor atroz. Por aquel entonces se creía que el medicamento dilataba las arterias y, al mejorar la circulación sanguínea, prevenía los estragos causados por la congelación. Hoy en día se sabe que este procedimiento no sirve de nada. Al gangrenárseles las extremidades, el doctor no tuvo otra opción que amputárselas allí mismo. Al final, Lachenal perdió todos los dedos de los pies; Herzog, los de los pies y los de las manos. El 17 de julio los miembros del equipo llegaron al aeropuerto de Orly, donde les esperaba una multitud de personas que les recibió como a héroes. La revista Paris-Match, que tenía los derechos exclusivos para publicar la historia, se apresuró en sacar una edición especial en la que Herzog aparecía en la foto de portada izando la bandera tricolor sobre la cumbre. Esta publicación rompió todos los récords de ventas. Herzog se recuperó en el hospital estadounidense de Neuilly y, aunque no había escrito ningún libro antes, dictó su versión de la expedición, que publicó al año siguiente. Arthaud editó el libro, titulado Annapurna: el primer ochomil, y rápidamente se convirtió en un clásico. Lo que trajo Herzog de la montaña fue una historia conmovedora de trabajo en equipo y sacrificio personal, así como unas técnicas de alpinismo brillantes, pese a las grandes dificultades a las que se había enfrentado durante la ofensiva de las dos últimas semanas hacia la cumbre. El repliegue y descenso del Annapurna quedaron plasmados como una tragedia heroica, que Herzog narró con marcada elocuencia para rendir homenaje a los grandes ideales que tenía sobre la lealtad y el coraje. Sin embargo, más allá del Annapurna, lo que conmovió a los lectores fue el optimismo transcendental del libro. La euforia de la que Herzog se empapó en la cumbre le duró mientras estuvo recuperándose de las dolorosas aflicciones. Durante el resto de su vida, algo tan simple como atarse los zapatos o abrocharse las camisas le resultaría imposible, ya que, en vez de dedos, ahora tenía muñones. 22


Pese a eso, no había ni rastro de resentimiento o remordimiento en su libro. Más bien al contrario. En el prólogo, escribió lo siguiente sobre el calvario que había vivido: «Me salvaron y gané la libertad. Esta libertad, que no debería perder nunca, me ha dado la seguridad y la serenidad de un hombre que se ha realizado… Una vida espléndida se ha abierto ante mí». De sus valientes compañeros de equipo diría: «Mi ferviente deseo es que los nueve de nosotros, quienes nos unimos como si fuéramos hermanos cuando nos enfrentamos a la muerte, así debemos seguir toda la vida». Además, en las últimas páginas, escribió: «El Annapurna, adonde fuimos con las manos vacías, resultó ser un tesoro con que el deberíamos vivir el resto de nuestros días». El libro concluye con una frase rotunda y memorable, característica de la literatura de aventuras: «Hay otros Annapurnas en las vidas de los hombres». Cincuenta años después, Annapurna sigue siendo una obra canónica en este campo de la literatura. Ha sido traducido a cuarenta idiomas y ha vendido más de once millones de copias, lo que hace que sea un superventas entre los libros de alpinismo de todos los tiempos. Aunque Herzog ya no volvió a realizar ningún ascenso importante, se convirtió en el alcalde de Chamonix y en Ministro de Juventud y Deportes durante el gobierno de Charles de Gaulle. A día de hoy, a la edad de ochenta y un años, es el único alpinista de la expedición al Annapurna de 1950 que sigue vivo (el funcionario comisionado Francis de Noyelle, que no subió más allá del Campo II, también lo está)1. En Francia, Herzog continúa siendo un nombre muy conocido: uno de los héroes eternos del deporte y la exploración, junto con los difuntos Jacques Cousteau y JeanClaude Killy. En cambio, como estima un periodista del alpinismo, solo entre un cinco y siete por ciento del público francés ha oído hablar de Rébuffat, Terray o Lachenal. 1. Murió en Neuilly-sur-Seine el 14 de diciembre de 2012, a los 93 años, mientras que Francis de Noyelle, que fue embajador de Francia en Nepal, entre 1980 y 1984, murió en París, el 30 de marzo de 2017. [N. del Ed.].

23


En cuanto a Herzog, a pesar de su tragedia personal, o mejor dicho, debido a ella, este hecho le ha deparado una vida maravillosa que parece que le haya ayudado a llegar sin dificultades a una edad avanzada. En 1998, publicó una autobiografía titulada L’Autre Annapurna [El otro Annapurna]. En las páginas iniciales, Herzog manifestó que, casi después de medio siglo desde su «renacimiento», el hecho de haber descubierto una nueva vida aún le llenaba de una «felicidad indescriptible» y creía que era su deber compartir esa revelación con todos sus lectores.

A este lector, que se crio en Boulder (Colorado, EE.UU.) a finales

de los años cincuenta, Annapurna le supuso una revelación abrumadora. Desde los trece o catorce años ya estaba pidiendo prestado de la biblioteca pública libros clásicos de expediciones, tales como el de Paul Bauer sobre el Nanga Parbat, el de Sir John Hunt del Everest y otros similares. Devoré esas historias de hombres valientes que desafían a las alturas. A diferencia de los libros de misterio para jóvenes, como Hardy Boys o las fábulas de Albert Payson Terhune sobre perros leales como Lad o Lassi, los libros de alpinismo eran una especie de vía de escape. Mientras leía acerca del Nanga Parbat o el K2, nunca pensé que algún día me iría de expedición a la montaña. Me impactó mucho el libro Annapurna. Cuando lo leí a los dieciséis, ya había empezado a escalar algunos «glacis rocosos» de las Montañas Rocosas de Colorado, y algunas cumbres como el Audubon, el James, el Grays y el Torreys. Hay que tener aguante para seguir adelante, a 4262 metros, así como juicio para descender cuando tienes frente a ti una tormenta eléctrica de verano. Aun así, sabía que lo que estaba haciendo nada tenía que ver con el alpinismo de verdad. Sentí un deseo ambivalente cuando por fin se abrió un precipicio de verdad ante mí, como el de la cara este del Long Peak: está claro que para progresar por semejantes paisajes, armado de cuerdas y pitones, uno tiene que ser hábil y bastante osado. El libro Annapurna agrandó ese deseo incierto, convirtiéndolo en realidad. 24


Al acabar el libro —que, si no recuerdo mal, terminé de un tirón— no había nada que ansiara más en este mundo que convertirme en alpinista. A lo largo de los decenios, ese es exactamente el efecto que ha tenido la obra de Herzog en una cantidad desorbitante de adolescentes de ambos sexos. Seguramente parezca curioso que un libro así motive a un lector a meterse en el peligroso mundo del alpinismo, pues está lleno de experiencias cercanas a la muerte, de dificultades espeluznantes debido al frío y al calor, sin olvidar las espantosas amputaciones de las extremidades, que se habían ennegrecido y se habían empezado a pudrir. No obstante, los ideales —la lealtad, el trabajo en equipo, el coraje y la perseverancia— que Herzog confesaba líricamente, eran tan exultantes que la percepción racional quedaba sumergida en una marea de admiración. Los franceses Herzog, Lachenal, Terray y Rébuffat eran dioses o, al menos, héroes míticos. Así fue cómo me convertí en alpinista y, más tarde, en escritor de esta especialidad. En 1980, después de haber sobrevivido a trece expediciones solamente en Alaska, escribí un artículo para Ascent, la publicación semestral del Sierra Club, titulado «A rastras hacia el Everest» (del inglés «Slouching toward Everest»). En él intenté identificar los mejores libros del alpinismo escritos hasta entonces para que los lectores pudieran degustar un poco de cada uno. Recopilé una lista de veintiún clásicos y llegué a la conclusión de que Annapurna era el mejor de todos ellos. Una década y media después, en Febrero de 1996, quedé para cenar con Michel Guérin en Morzine, una estación francesa de esquí. Michel era un editor de libros de alpinismo asentado en Chamonix con quién acabé entablando una gran amistad, gracias al entusiasmo que ambos sentíamos por este deporte y a las cartas que empezamos a enviarnos. La mayor parte de la noche estuvimos hablando en francés ya que, aunque Michel hablaba su lengua materna con una elegancia irrefutable, cuando lo hacía en inglés, no acertaba mucho pese al empeño que le ponía. Después de tomarnos el segundo Armañac, 25


la conversación se desvió hacia el libro Annapurna. Michel me recordó la clasificación que realicé en «A rastras hacia el Everest» (la cual él había leído hacía poco) y el puesto tan alto que le había dado a Annapurna. Asentí y le dije: «¿Acaso no estás de acuerdo?». Tardó bastante en mostrarme una sonrisa irónica, formada alrededor del cigarrillo, y entonces negó con la cabeza. —¿Por qué no? Escuché atentamente el análisis que pronunciaban sus labios, primero sorprendido y luego consternado. Es duro ver como tu héroe de los últimos cuarenta años se desmorona ante tus ojos. Básicamente, lo que me dijo fue lo siguiente: el libro Annapurna no fue más que un mito ensalzado, la idealización romántica de la expedición que afirmaba haber hollado el primer ochomil. Lo que realmente ocurrió en 1950 era mucho más oscuro, complejo y turbio que aquello que Herzog había escrito. Me di cuenta de que me resistía a las críticas de Michel: ¿Acaso el revisionismo histórico no era una moda en auge, especialmente en la Francia de aquel entonces? Pero Michel prosiguió. Antes de irse de Francia, a los miembros de la expedición se les había pedido que firmaran un juramento por el que prometían obedecer órdenes, sin cuestionar a su líder. Esto no me sonaba nuevo, pues Herzog lo había mencionado en el libro, donde hacía constar que sus compañeros no estaban del todo convencidos: «Mis camaradas se pusieron de pie, confundidos e impactados. ¿Qué se suponía que iban a hacer?». Lo que no sabía antes de aquella noche en Morzine era que, además de que juraban obedecer órdenes, los miembros del equipo tuvieron que firmar un contrato. Este les prohibía hacer cualquier publicación sobre la expedición, durante los siguientes cinco años de su llegada a Francia. Así pues, durante ese periodo de tiempo, como se había acordado anteriormente, la única versión de la historia del Annapurna que apareció fue la de Herzog. Tan pronto como la moratoria venció, Lachenal intentó publicar sus memorias autobiográficas, que se titulaban Carnets du Vertige 26


(Cuadernos del vértigo en español). El libro fue publicado en 1956. Hace unos años me encontré un ejemplar en una librería de segunda mano en EE.UU (el libro no ha sido traducido al inglés). La última parte del libro está compuesta por el diario de la expedición al Annapurna de Lachenal. A medida que iba leyendo, vi que no había mucha discrepancia entre lo que él contaba y la versión de Herzog. La única excepción que había era que, a diferencia de su líder, Lachenal era un narrador mucho más lacónico y con los pies en el suelo, mientras que Herzog no veía más allá de la percepción que tenía de la expedición. Entonces Michel me dijo que, justo cuando se iba a imprimir Cuadernos, Lachenal falleció al caer en una grieta mientras esquiaba en el Vallée Blanche, más arriba de Chamonix. Sí, estaba al corriente de la desaparición prematura de uno de mis héroes del Annapurna, pero no tenía ni idea de las consecuencias que supuso el momento en el que sucedió el hecho. Después de que Lachenal muriera, Herzog se hizo cargo del manuscrito y se lo pasó a su hermano, Gérard, para que lo editara. Mientras tanto, Maurice Herzog y Lucien Devies, el presidente del Club Alpinista Francés y el hombre que había ideado y había tomado el juramento de obediencia al equipo del Annapurna, rastrearon cuidadosamente el texto. Entre los tres, pulieron y acortaron la versión de Lachenal para que no hubiera ni el más mínimo rastro de crítica o sarcasmo, ni tampoco ningún comentario de rencor que el guía hubiera podido redactar. Lo que se acabó publicando de Cuadernos del vértigo no era más que una versión acortada y aséptica del texto original. En Chamonix, Michel se hizo amigo del hijo de Lachenal, JeanClaude, quien había conservado como una reliquia, y durante décadas, el manuscrito original escrito por su padre. Estaba furioso por la manera como Herzog había conducido toda la situación y la muerte de Lachenal lo acabó desgarrando por dentro, puesto que, desde ese mismo momento, Herzog asumió el papel de tutor legal de la familia, apoyándose en el sistema legal francés. El mismo hombre que había traicionado a su padre, llevó a Jean-Claude y a su hermano 27


a dar largos paseos por el bosque, durante su infancia; y también fue quien les supervisó mientras cambiaban de una escuela a otra, con la inestabilidad que ello les supuso. Después de años de amistad y deliberaciones, Michel persuadió a Jean-Claude para que le dejara publicar la versión de Cuadernos que no había sido enmendada. Ya unos meses antes de que lo publicaran, el libro empezó a causar revuelo en el mundo del alpinismo. Paralelamente, el periodista Yves Ballu estaba a punto de publicar la primera biografía de Rébuffat, llamada Gaston Rébuffat: una vie pour la montagne (del francés, Gaston Rébuffat: una vida por la montaña). Ballu contaba con la total cooperación de la viuda de Rébuffat, Françoise, quien le había pedido encarecidamente a su marido que no publicara nada del Annapurna mientras estuviera vivo. Lo que hizo Ballu fue sacarle provecho a las largas y mordaces cartas que había escrito Gaston a Françoise durante la expedición, así como a las notas personales y comentarios marginales que había anotado en los años posteriores. De acuerdo a lo que Michel me contó, lo que pretendían Rébuffat y Lachenal con los comentarios sin censurar era dar una imagen de la expedición de 1950 completamente diferente a la de Herzog. Según Lachenal y Rébuffat, el equipo estuvo a menudo dividido, a causa del rencor. A la hora de liderar, Herzog fue caprichoso y, a veces, inepto. Todo el esfuerzo que pusieron en la cumbre y en el agonizante descenso quedó cubierto por un misterio central. El análisis al que se iba a ver sometido Herzog, el padre del alpinismo francés, perjudicaría profundamente su vejez. La tan esperada celebración del aniversario de la llegada de los franceses a la cumbre, el 3 de junio de 2000, podría convertirse en un ajuste de cuentas doloroso. Puesto que Herzog era el único superviviente de los seis alpinistas, no había nada que le impidiera decir la última palabra aunque, ¿podrían sus declaraciones elocuentes callar los oráculos póstumos de Rébuffat y Lachenal? Entre los conocedores del alpinismo francés, hacía tiempo que se rumoreaba y se dudaba de la veracidad de la expedición al 28


Annapurna, pese a que tan solo se habían filtrado algunas insinuaciones. Lo cierto es que, hasta esa noche, yo no había oído nada que refutara el Annapurna de Herzog. Aquella noche, sin embargo, me quedé escuchando hasta tarde las disquisiciones de Michel. Me di cuenta de que la sorpresa y la consternación que sentía se transformaron en algo diferente. Pese a que la verdadera historia del Annapurna era mucho más turbia y alarmante que el mito ensalzado creado por Herzog, a la larga puede que acabase siendo una historia mucho más interesante, llena de complejidad moral y de cuestiones básicas, como el papel del deporte en la cultura nacional. Puede que incluso tuviera un tono de heroísmo bastante diferente al que ensalzó Herzog. Según Michel, las revelaciones de ultratumba de Lachenal y Rébuffat quizás sean solo la punta del iceberg. Lo que pasó realmente en el Annapurna en 1950, y aquello que surgió de un triunfo tan significativo en el mundo del alpinismo, fue una historia que nunca antes se había contado. Como narración, daba la impresión de que se parecía más a la ópera de Melville Billy Budd que al libro Hardy Boys. Mientras nos tomábamos un café en Morzine, me di cuenta de que Michel me había llevado a una historia que, a pesar de lo duro que pudiera ser separar la verdad de todas las capas de ambigüedad que la tapaban, pedía a gritos que un cronista la recopilara y la contara entera.

29


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.