INVISIBLE INDIA

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NEW DELHI

Invisible India Gemma Gorga Traducciรณn del catalรกn a cargo de Isabel Llasat


Invisible India Gemma Gorga

La traducción de esta obra ha contado con una ayuda del Institut Ramon Llull.

La versión catalana de esta obra recibió el premio Liberisliber Pensa 2018 Primera edición: octubre de 2020

© del texto: Gemma Gorga © de la traducción: Isabel Llasat Botija © de la traducción de los poemas: Gemma Gorga © de las fotografías: fondo personal de la autora © de las ilustraciones de los elefantes: Annette Maurer © 2020 Tushita edicions www.tushitaedicions.com info@tushitaedicions.com Diseño de la colección y tratamiento de las portadas: Marc Ancochea Maquetación: Sir Gawain & Co Impreso en: Romanyà Valls ISBN: 978-84-121633-3-9 Depósito legal: B 18953-2020 Thema / Ibic: WTL, 1FKA, DCQ No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni su transmisión a través de cualquier medio, mecánico, informático u otro, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Fotografía de la portada: Detalle de la entrada de una casa de Jodhpur, India (Itxaso Zuñiga): www.phototravelling.com Fotografía de la contraportada: Tiruchirappalli, India (Joan Ramell): www.joanramell.com


La autora en su estudio de la Sanskriti Foundation (Nueva Delhi)



Jardines de la Sanskriti Foundation

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«Una ciudad visible pero que no se ve». Salman Rushdie, Los versos satánicos

«La India no es un país como puedan serlo Francia o Inglaterra. La India es una idea, una metafísica».

Raja Rao, La serpiente y la cuerda

«Sin embargo, nunca se tiene suficiente edad para ir a la India, siempre hay, en cualquier europeo, una excesiva juventud». Gonçalo M. Tavares, Un viaje a la India

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Se me acerca. Con fuerte acento indio me pregunta de dónde

soy. «Where from». Me pregunta cómo me llamo. «What name». De acuerdo. «Barcelona. Gemma». Siguen varios segundos de silencio concentrado, mientras se esfuerza en retener la información que acabo de confiarle. Parece suficiente. Me da las gracias y se va por donde ha venido. O sea, que no quería nada. No puedo dotar a la anécdota de sentido. Quizá no haga falta, y ese es mi error.

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Íntima. Esta es la primera palabra del viaje. Me llega muy

pronto, en el avión que vuela hacia Londres, donde a media mañana embarcaré en otro hacia Delhi. Íntima. Leo la palabra en el libro de Lolita Bosch que me he comprado mientras hacía tiempo en el aeropuerto. No sé por qué, pero despierta en mí una extraña resonancia. «La historia íntima de mi escritura», dice. Inauguro el cuaderno lila de tapas duras y escribo Íntima en la primera página, con la caligrafía pulcra que pide toda primera página. Después añado India —Íntima India—, y ya no me gusta tanto, tal vez por la incomodidad de las dos íes, tal vez por la contradicción que le adivino. Dejémoslo, pues, en íntima, aunque desconozca a quién o a qué remite esa intimidad.

Seminal es la segunda palabra. La anoto en el cuaderno. La planto, la riego, espero a que crezca.

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Hemos lastrado la movilidad: salir de un país, entrar en otro

país. Como si hubiéramos perdido el arte de la frontera, el arte de movernos con soltura de una diferencia a otra diferencia, olvidando que a fin de cuentas todos somos una misma diferencia. Cada vez hacen falta más papeles para demostrar quiénes somos, quiénes no somos, qué hacemos o qué no haremos. «¿Trabajo o vacaciones?», me pregunta el primer funcionario de inmigración. Tras él hay un segundo funcionario de inmigración, y, tras este, un tercer funcionario… Curioso efecto multiplicador de un sistema político que necesita fingir que genera ocupación, aunque no haya nada de lo que ocuparse. La pregunta me pilla tan por sorpresa que me quedo muda. Además, no sé de qué lado queda la escritura. De nuevo la cuestión de la frontera: ¿es la escritura ocio o trabajo? Me asaltan los escrúpulos del naturalista puntilloso que no sabe en qué casilla colocar esa mariposa que sostiene entre las pinzas. No por interés, sino para justificar su trabajo y dotarlo de un mínimo sentido, me pregunta qué escribo. Aquí estoy, a mis cuarenta y pico años, ante un oficial indio vestido de caqui que busca la aguja de un terrorista en el pajar del aeropuerto, y yo diciéndole que escribo poesía. De pie, bajo la hilera de fluorescentes que ensucian la luz y enferman la piel, pienso en Matsuo BashŌ y en sus sendas para caminar, con un hatillo por todo equipaje. Mientras el oficial ojea el pasaporte para comprobar que yo soy yo, recuerdo también a la Esposa que, al principio del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, desafía la inmensidad del espacio con aquella afirmación entusiasta que le lleva a exclamar «y pasaré los fuertes y fronteras». Pasar fronteras, así en plural, es hoy día inimaginable. 14


Con el gesto desganado de quien espanta moscas, el primer oficial (y sus réplicas especulares) me da a entender que puedo avanzar. Me deja traspasar la membrana invisible. La estampación de un sello con la tinta corrida me confirma que acabo de entrar en un país llamado India.

Y de pronto me convierto en ciudadana extranjera. Así es

también como querría escribir, sintiéndome ciudadana extranjera de mi lengua. Extraña, extrañada, extranjera. Sin dar nada por sabido, nada por seguro. Cada frase un vértigo, un partir de cero, una frontera blanca. Tres meses para aprender a perderme.

Solo las cinco y media. Pájaros y preocupaciones me despier-

tan a destiempo. Debo calmar el desasosiego de la palabra que también llega a destiempo, antes de que se haya desvelado la necesidad de escribir. Aguardad, palabras prematuras, que aún no es momento de venir al mundo. Horas, días, meses por delante. Un nuevo entorno humano y natural a la espera de ser transformado en mí, y de mí en poema. Alquimia que no puede forzarse, delicadeza de unas ruedas dentadas que recuperan poco a poco la antigua costumbre de girar, de hablar, con tantos ecos de la rueda de la fortuna. Ahora estás arriba, mañana estarás abajo. Ahora el poema viene a buscarte y se te ofrece gratis, mañana lo buscarás por todas partes y le suplicarás que te dé alguna señal: poema, si me oyes, da dos golpecitos sobre el diccionario, toc, toc. El sueño 15


le intercambia el asiento al mareo. Quizá debería dormir, ignorar todo ese trinar en hindi que trepa por el balcón. Leo cuatro poemas del libro de Alda Merini que llevo en el bolso, pero me encallo en cada palabra como si anduviera por un atestado callejón de la vieja ciudad de Delhi. Llegar a un país nuevo: confiarse a la perplejidad sin ofrecer resistencia.

Pese al descontrol horario (¿cuántas horas sin dormir?), em-

piezo a trabajar en la antología de poetas indios. Desde que vine por primera vez a la India —pronto hará veinte años— me bailaba en la cabeza la idea de elaborar una recopilación con una muestra representativa de los poetas de este país que escriben en inglés. Mi desconocimiento de las lenguas autóctonas hace inviable cualquier otra iniciativa. Llevo algunos nombres anotados en el cuaderno: Dilip Chitre, Agha Shahid Ali, Mamang Dai, Gieve Patel, Kamala Das, Mani Rao, Keki Daruwala, Nissim Ezekiel, Eunice de Souza, Arun Kolatkar, Adil Jussawalla, Sampurna Chattarji. Obtuve este botín leyendo la maravillosa compilación de Jeet Thayil, titulada 60 Indian Poets, que encontré por casualidad hace unos meses mientras rondaba las estanterías de la Poets House de Nueva York. Recuerdo que era una soleada mañana de octubre. Me senté en una mesa con vistas al Hudson y fui eligiendo y transcribiendo con minuciosidad estos nombres recién descubiertos, atrayentes como un continente ignoto. Por ahora son solo eso, nombres. Habrá que ponerles cara, carácter, encarnarlos. Segunda visita a la India, esta vez para quedarme tres meses. Tres meses en ese oasis que es la Sanskriti Foundation, una residencia para artistas ubicada en las afueras de Nueva 16


Delhi, fundada por Om Prakash Jain en 1979 con la intención (según leí en la página web) de preservar la herencia cultural propia y promover el contacto entre artistas de todo el mundo. Retomo el proyecto nunca empezado. Por otro lado, necesito algún elemento que me arraigue a la tierra y al país, que se me adhiera y no me deje caer en la tentación de las preguntas insidiosas (básicamente: ¿qué estoy haciendo aquí?). Confío esta función a la poesía. Entrar en la tierra leyendo a sus poetas, respirándolos, traduciéndolos. De tal forma que, cuando me vaya, parte de ella vaya conmigo.

Envidio a los artistas plásticos y a los músicos que trajinan

arriba y abajo pruebas tangibles de su arte. Debe de ser bonito sentir en las manos o a la espalda la carga material de lo que hacemos, constatar que después de todo no es una fantasía etérea. Pesa, ergo existe. El volumen del violín. Los paquetes rectangulares de barro. Los pinceles, los tubos, las láminas, los trapos. El olor de la trementina. Las planchas de cobre. El trípode. Por no hablar del alborozo de ponerse un delantal y ensuciarse como niños. El gerente más joven de la Sanskriti me pregunta cuáles son mis necesidades materiales como creadora. Ojalá lo supiera. Pero le contesto: «una ventana, y luz». Alza una ceja: «Only?».

Somos animales de costumbres. Llevo tres días en la Sanskriti

y ya he adquirido pequeñas rutinas, gestos que denotan una vuelta natural a la cotidianeidad. 17


Mi estudio es una casita individual de dos plantas rodeada de una fauna y una vegetación exuberantes. Cuando vuelvo de cenar y subo al piso de arriba, compruebo antes que nada que la lagartija sigue aferrada al techo del baño, tranquilamente confundida entre manchas mudables de humedad y penumbra. Este pequeño hábito me calma, me hace sentir que estoy donde debo, que de alguna forma pertenezco al lugar. Hasta he empezado a hablar de mi lagartija. Me viene a la mente el final de un poema de Eunice de Souza cuyo último verso me está dando bastante trabajo porque, más que nunca, tengo la impresión de que, si lo traduzco, lo traiciono: No matter that my name is Greek my surname Portuguese my language alien. There are ways of belonging.

Aunque escribe desde una múltiple despertenencia —de clan, de nacionalidad, de lengua—, la poeta sabe encontrar formas más profundas de pertenencia. «There are ways of belonging», le digo a la amiga lagartija. Por suerte, ella no necesita que se lo traduzca.

Comino. Cilantro. Cúrcuma. Canela. Cardamomo. Hinojo. Clavo. Nuez moscada. Asafétida. Alholva. Alcaravea. Jengibre. Anís verde. Azafrán. Eneldo. Mostaza. Anís estrellado. Hojas de curri. Pimienta (blanca, negra, rosa, verde). Y también —y siempre— esa guindilla rabiosa con forma de pequeña hoz roja capaz de incendiarnos la boca y el carácter. 18


Al cabo de una semana, las sábanas, el sudor y la escritura se han impregnado de especias. Los artistas residentes en la Sanskriti exudamos especias. Esparcimos a nuestro paso un aroma amarillo y dulzón, con final picante y esperanzas pacificadoras de yogur fresco. Plinio el Viejo da noticia de una tribu que vive en las fuentes del Ganges. La particularidad de los astomori es que no tienen boca. Como no pueden comer, se alimentan de los olores que transporta el aire. De hecho, tampoco hay que ir hasta Plinio el Viejo: cuando de pequeña rezongaba y ponía mala cara al filete de ternera, mi madre me preguntaba enfadada si pretendía vivir del aire. Hay que venir a este país para encontrar la respuesta.

La forma más rápida de hacer una inmersión en las aguas

insondables de Delhi es subiendo a un autorickshaw, uno de esos triciclos motorizados, pintados de verde y con capota de lona amarilla, que emiten ruido de vespa prehistórica y se abren paso, donde no lo hay, a golpes de impertinente claxon. Porque una cosa es verlos desde fuera y otra muy distinta sentarse en el asiento de atrás y dejarse impregnar por su abigarrado interior: adhesivos chillones de dioses, fotos de gurús barbudos y guirnaldas de caléndulas marchitas. Del manillar suele colgar un trapo grasiento con el que el conductor se enjuga el sudor y la suciedad ambiental. Los asientos de escay tienen siempre algún roto por el que se escapan los intestinos de espuma amarilla, caliente y descontrolada como un organismo vivo. Y el taxímetro, por supuesto. El taxímetro nunca funciona. De hecho, sospecho que la mayoría son de juguete y que sirven para jugar a la tarifa justa. Otro elemento de la ambientación kitsch. 19


Tras indicar al conductor la dirección y asegurarnos de que sabe de qué le hablamos (ni bajo tortura confesará que desconoce el destino), tenemos que pactar el precio («how much») y asumir que nuestra piel lechosa y nuestros ojos claros comportan un aumento implícito de tarifa. Aceptémoslo de buen grado. Bien está que los privilegiados paguemos de vez en cuando un plus por nuestros privilegios. He visto a occidentales luchar por diez rupias como si les fuera la vida en ello. ¿No exageramos? Muchos de estos vehículos no son de propiedad, son alquilados. Y cuando algún conductor lo tiene en propiedad, es fácil que se haya tenido que endeudar para toda la vida tras pagar el desorbitado precio que cuesta una licencia. En el mercado negro, claro está.

Mi casa es un conjunto de sonidos familiares. Tras años

viviendo en ella, sé cómo crujen las juntas de los muebles. Reconozco si la que habla por teléfono es la vecina de arriba o la de abajo. Deduzco que se acerca el camión del reciclaje y anticipo sus estrépitos calidoscópicos. Pronostico que el calentador, con ese estertor final, no durará mucho. Espero el grito de las gaviotas. Y en verano, con las ventanas abiertas, su vigoroso batir de alas. Ahora la vida se llena de sonidos nuevos que piden ser reconocidos, etiquetados, interiorizados. Me detengo con un sobresalto. Dejo de teclear en el ordenador y aguanto la respiración con la actitud de alerta de un cocker. Se ha oído un plaf detrás de mí, un desplome fuerte y nítido a pocos metros del escritorio. Me vuelvo inquieta y me da tiempo a ver la robusta lagartija que acaba de caer del techo y que, aturdida como está, se escabulle hacia otro rincón de invisibilidad. 20


Nissim Ezekiel (1924-2004): «En la casita de campo» La noche que apareció la lagartija nuestra indolencia era grande; nos acostamos antes de sentir los ojos pesados, los miembros listos para estirarse o para amar. Inmóvil, tensa y gris, nos instruyó en la paciencia mientras esperaba la oscuridad. No podíamos evitar mirarla de reojo de vez en cuando y volver a reconocer que estaba más viva que nosotros, con silenciosa energía, aunque su objetivo se limitara a la muerte de las cucarachas. Al levantarnos al día siguiente comprobamos, como ya preveíamos, que el trabajo estaba hecho, pulcro y completo, y que la robusta lagartija se había ido.

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