INDIA
ยกVaca sagrada! Una aventura en la India Sarah Macdonald
¡Vaca sagrada! Sarah Macdonald
Primera edición: julio de 2015 Copyright © del texto: Sarah Macdonald, 2002 © de la traducción: Irene Aparicio © de las fotografías: Itxaso Zuñiga © del mapa: Marc Ancochea © del glosario básico: Enric Soler © 2015 Tushita edicions www.tushitaedicions.com info@tushitaedicions.com
Diseño de la colección y tratamiento de la portada: Marc Ancochea. Maquetación: Sir Gawain & Co.
Impreso en: Romanyà Valls ISBN-13: 978-84-940665-9-7 Depósito legal: B-17967-2015 BIC: WTLC / 1F
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni su transmisión a través de cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, a través de fotocopia, mediante grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
© Fotografía de la portada: Grafiti que representa una vaca en el festival del Holi en Hauz Khas Village en Nueva Delhi, India. (Itxaso Zuñiga). © Fotografía de la contraportada: Peregrino hindú en el festival religioso del Maha Kumbh Mela en Allahabad, India. (Itxaso Zuñiga).
Sobre la autora Sarah Macdonald se crió en Sídney y estudió Psicología en la universidad. Después de rechazar la idea de ejercer como loquera, se fue de viaje un año con la esperanza de que una estancia de unos meses en la India al final del trayecto le diera una visión de su destino. Pero no fue así, aunque un adivino le predijo que volvería. Tras finalizar sus prácticas en ABC Radio News, trabajó como corresponsal política para la cadena radiofónica Triple J en Canberra. Posteriormente, Sarah presentó el programa juvenil Arts Show y trabajó en producciones para la televisión como Recovery, Race Around the World y Two Shot. Fue presentadora del programa Morning Show hasta finales de siglo, cuando lo dejó para acompañar a su pareja, Jonathan Harley, a la India. Y entonces la verdadera aventura empezó. Actualmente, Sarah escribe para la web Debrief Daily, que forma parte de Mamamia Women’s Network.
Contenido Prólogo 13 Una buena manualidad Capítulo 1 A través del espejo
16
Capítulo 2 Muerte, renacimiento y esputo
36
Capítulo 3 Sexo, mentiras y guardar las apariencias
54
Capítulo 4 Tres bodas y un funeral
71
Capítulo 5 Loca de remate
90
Capítulo 6 Convirtiendo al sijismo el pelo sagrado
107
Capítulo 7 Verano indio en las afueras
125
Capítulo 8 El cielo en el infierno
143
Intermedio La temporada de mi boda
162
Capítulo 9 La gran fiesta del tarro
164
Capítulo 10 Sufriendo en mi camino a la felicidad
182
Capítulo 11 Intercambiando papeles en la tierra prometida
200
Capítulo 12 Dios los cría y ellos se extinguen
217
Capítulo 13 Ven con mamá
235
Capítulo 14 La amiga gurú
253
Capítulo 15 Cara a cara con Dios
273
Capítulo 16 Ave María y adiós Dios
292
Capítulo 17 Guerra y paz interior
310
Capítulo 18 La tierra de los dioses
329
Agradecimientos Glosario básico
347 348
A mi madre y a mi padre por tenerme, a Jonathan por llevarme y a la India por hacerme.
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PRÓLOGO
Una buena manualidad
Aeropuerto de Nueva Delhi, 1988
—Zzzeñora, dizzzculpe. Un gemido agudo y jadeante en mi oído. —Por última vez, ¡vete a tomar por saaaaaaaco! El gruñido quedo que mascullo entre dientes es una respuesta patética y terriblemente poco original, pero es lo único que soy capaz de decir a las dos de la mañana del día de Navidad. Durante tres días, mi amiga Nic y yo hemos estado sentadas en las sillas de plástico del aeropuerto esperando a que la agobiante y apestosa niebla tóxica se disipase. Durante tres noches, he dormido en la cama de un hotel cerca del aeropuerto escuchando cómo el sonido de los violentos vómitos disparados a distancia y de las explosiones de diarrea de Nic rebotaba contra las paredes del baño. La India es el Hotel California: puedes dejar la habitación cuando quieras, pero nunca te podrás ir. Esta noche, en un lugar tan encantador como este, las voces que escucho pertenecen al limpiador de los aseos del aeropuerto, que ha dejado su puesto en el urinario para conseguir un trabajo a media jornada como mendigo profesional. Arrastrando los pies y formando un círculo ovalado, gira en torno a nosotras tan paciente y persistente como un buitre que espera la muerte. Puede oler nuestro agotamiento y debilidad y nosotras podemos olerle a él: su mono azul está manchado de orines y apesta a bolas de naftalina, y su aliento hiede a paan, el tabaco de mascar rojo cuyo olor es una mezcla de fruta pasada y fluoruro. 13
Por fin, una voz nasal anuncia nuestro vuelo. El mendigo avanza arrastrando los pies para hacer su descenso en picado final. —Zeñoraaaz, amables damas, por favor, denme alguna rupia, por favor, no tengo mujer, muchoz niñoz, uztedez ricazzz, yo pobre, por favooor. Sus ojos lastimosos perforan las consciencias llenas de culpa occidental. Su víctima se rinde. Con lo que le queda de energía, Nic escarba en su bolsillo y le da al hombre nuestros últimos billetes sucios que habíamos guardado como provisión de reserva para el lavabo. El pordiosero del retrete se endereza, le coge la mano y sonríe. Sus dientes muestran un arcoíris de manchas verdes, amarillas y rojas. —Buen dinero, zeñora, así que yo le haré una buena manualidad. Tomando la mirada de horror de Nic como una de aprobación, inclina la cabeza sobre la palma de su mano, alza la vista y musita: —Oh, señora, muy pronto matrimonio, muy pronto bebés, dos bebés. Vaya por Dios, solo niñas. —Sacude la cabeza y ahoga una lágrima de compasión—. Pero niñas bonitas, buenas niñas. Y señora, adiós, India nunca más, adiós. A pesar de mi cansancio y mi exasperación, de algún modo saco energías para reírme. Nic no cree en el matrimonio, nunca ha querido hijos y, aunque ha perdido la mitad de su peso por los lavabos de la India, ha jurado volver. El imbécil del viejo mendigo se asusta, se pone tenso y se da la vuelta para ponerse frente a mí. Me toma la mano en su garra, me allana las líneas con su grueso pulgar, escupe un trozo de paan a mis pies y examina mi palma con una mirada pervertida. Tras levantar sus ojos inyectados en sangre a la altura de los míos, susurra con un tono inquietante: —Uzted, uzted, matrimonio tarde, matrimonio viejo, muy triste. Tener buen trabajo, feliz trabajo, conocer gran gente de trabajo, pero amor tarde. Retiro mi mano de la suya, cojo mi mochila y me dirijo furiosa hacia el avión. 14
Tras de mí, grita: —Uzted, zeñora, uzted volver a la India, uzted volver por amor, la querrá, nos querrá otra vez. Echo a correr, entro en el avión y me hundo en mi asiento. Mientras despegamos, le hago un corte de mangas a esta Nueva Delhi cubierta de niebla. —Adiós y hasta nunca, India. Te odio y nunca, nunca jamás volveré.
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CAPÍTULO 1
A través del espejo Tengo una memoria a largo plazo horrorosa. Solo me acuerdo de dos sucesos traumáticos de mi infancia: cuando mi hermano casi muere ahogado y cuando yo casi muero humillada al ser rescatada por un socorrista mientras intentaba completar mi primer largo en estilo mariposa en la piscina del barrio. Recuerdo vagamente los besos de verdad o reto en la parte trasera del autobús cuando tenía unos doce años, bailar My Sharona con trece, comportarme como una auténtica gilipollas de adolescente y tener una etapa hippie repugnante, rastas y camisetas desteñidas incluidas, cuando iba a la universidad. Para mi vigesimoprimer cumpleaños, mis padres me regalaron un billete de avión y su bendición para irme de casa y dejar Australia durante un año. Este ritual burgués del viaje se había convertido en una tradición familiar; mi madre hizo autoestop por Europa en los años cincuenta y quería que todos experimentáramos el placer de viajar antes de que nos asentáramos profesionalmente. Mi viaje por Europa, Egipto y Turquía está un poco borroso y los recuerdos de mi periplo de dos meses por la India antes de volver a casa son imprecisos. Me veo a mí misma okupando hostales de carretera y haciendo pis con mujeres que llevaban saris maravillosos; jugando al críquet playa al atardecer con tres gordos católicos goanos llamados Jesús, José y Judas, y de los dientes blancos y brillantes de un niño que conducía un rickshaw y llevaba una camiseta que ponía «Vamos, australiano, vamos». Recuerdo angustia, una ira increíble, una depresión profunda y una relación de amor-odio con el país, pero no el porqué. Había archivado al adivino, sus profecías y mi promesa de que nunca volvería bajo «Tonterías estúpidas de la juventud» y lo dejé caer muy al fondo del agujero negro de mi cerebro. 16
Hasta ahora, un mes antes de que se cumplan once años. Mientras entro en el avión en Singapur, una semilla empieza a brotar en el desagüe atascado de mi memoria; una semilla regada por la esencia de la orina maloliente y el tufillo a vómito que proviene del asiento junto a la ventanilla, donde el papel estampado rosa y naranja camufla ingeniosamente el vómito. El batiburrillo agudo y muy excitado de voces indias casi germina en un recuerdo, pero, tras demasiadas fiestas de despedida, en las que hubo bastantes excesos, estoy demasiado cansada para dejar que el capullo florezca. Me quedo dormida. En algún lugar sobre Chennai, me doy cuenta de que mi muslo interior está siendo golpeado a un ritmo cada vez mayor por algo alargado, delgado y duro. Abro los ojos y veo un dedo marrón con una uña larga y curva que se va acercando a mi entrepierna. El dedo es de un sij escuálido y mayor que lleva un turbante y está sentado junto a mí. Está babeando y moviéndose excitado. Yo estoy demasiado dormida, estupefacta y, por alguna razón, demasiado avergonzada como para gritar, así que pido ayuda fraternal. Una azafata con mucho pelo, largas uñas y maquillada como una drag-queen se pasea despacio. Parece malhumorada. —¿Qué? —¡Este hombre me está tocando mientras duermo! —me quejo indignada. La azafata pone los ojos en blanco y agita su dedo. Me señala a mí. —Bueno, manténgase despierta y no deje que vuelva a pasar, señora. —Se da media vuelta y se va mientras su sari de nailon va haciendo frufrú. Meses después, un amigo me contaría que muchas de estas recogemaletas son niñas ricas cuyos padres pagan cuantiosos sobornos para conseguirles un trabajo en el que viajen y duerman en hoteles de cinco estrellas. Estas mocosas ven a los pasajeros como intrusos pesados que están por debajo de su estatus y detestan hacer el trabajo 17
de una criada de altos vuelos. Pero ahora mismo estoy derrumbada, desamparada y cabreada. Me mantengo bien despierta y alerta hasta que la azafata más zopenca rocía la cabina con un insecticida pestilente. Dirige un chorro extra directamente sobre mi cabeza. Casi puedo escuchar lo que piensa: «Gérmenes de zorra aniquilados». Es ahora cuando recuerdo que la India es como el País de las Maravillas. En este universo alternativo, todo el mundo parece estar loco y todo está patas arriba, del revés y es exasperantemente extraño. Yo soy Alicia. Confundida por lo que sentí en mi anterior viaje por la madriguera del conejo, ahora estoy volviendo directa a través del espejo a un lugar donde hombres ruines echan la culpa a las mujeres y los aviones son desinfectados cuando vuelan de una ciudad limpia a una sucia. En este mundo, aplaudimos un aterrizaje pésimo que es tan rápido y brusco como un despegue, saltamos de nuestros asientos y derribamos al resto de pasajeros en una avalancha hacia la puerta mientras el avión aún se mueve y la azafata es la primera en bajar. Salgo la última para ser abrazada por la fría y húmeda niebla. El cóctel de combustible, remolinos de polvo, estiércol de vaca quemado, productos químicos tóxicos, sudor picante y sándalo me envuelve de recuerdos. El adivino y sus profecías de hace una década emergen hasta la superficie de mi cerebro. Pues resulta que el viejo sí que hizo una buena manualidad. Mi amiga Nic se casó al poco de llegar a casa, tuvo enseguida dos niñas preciosas y nunca ha vuelto a la India. Yo aún estoy soltera, tengo treinta y tres años y, según los estándares indios, soy una solterona por la que hay que sentir compasión. He tenido un buen trabajo —hace unos días hice mi último Morning Show para la cadena Triple J—; he entrevistado a actores famosos, a personajes trastornados y a músicos brillantes; he conversado con un público al cual admiro, y he disfrutado de un estilo de vida lleno de viajes, estrenos de películas y obras de teatro, conciertos de música y festivales. He dejado el mejor trabajo 18
del mundo por un país que ahora recuerdo odiar con toda mi alma. Y lo he hecho por amor. Mi novio, Jonathan, es el corresponsal en el sudeste asiático de la ABC con sede en Nueva Delhi y, tras un año de añoranza, canciones de amor cursis y patéticas llamadas de teléfono, hemos decidido que no podemos vivir separados. Echo un vistazo para ver si el limpiador de aseos está aquí para relamerse. Un comité de bienvenida diferente emerge de la neblina en la pista de aterrizaje: cinco hombres con mostacho, pistolas y mirada de idiota, todos ellos tocándose el paquete. Más tarde, me paso horas avanzando en una cola de pasaportes increíblemente lenta en la que solo hay extranjeros agobiados, mientras que los indios pasan pavoneándose y sonriendo. He tardado media hora en encontrar mi equipaje en medio de una fiesta hardcore de mozos que chillaban y saltaban y otros veinte minutos en pasar otra vez mi maleta por los rayos X. Cuando ya me queda poco para salir, me desespero porque llego tarde a mi cita más importante. Me precipito por una larga rampa de salida que cada vez es más empinada mientras adentro mi carrito rápidamente en la India. Al llegar al final, tropiezo y me caigo al suelo. Aturdida, desorientada y cubierta de polvo, diviso y oigo algo extraño que emerge de la niebla. Una enorme tela metálica parece estar viva. Da sacudidas y se retuerce: dedos de las manos y de los pies y pequeños brazos se extienden por los orificios del alambre; cabezas sobresalen por encima del cercado de espino, y bocas estrujadas contra el acero se quejan y se lamentan. —Taxiiii, taxiii, señora, taxiii, baksheesh, dinero. Antes de poder recuperarme, un brazo atraviesa uno de los agujeros de la valla, coge mis bolsas y vuelve a desaparecer entre el tumulto neblinoso. Inicio un juego de tira y afloja con una persona a la que no puedo ver. Empiezo a chillar. —Para. Déjame, que me vienen a buscar. —No, no, llegas demasiado tarde. Tu coche ya no viene. Yo te llevo —grita una voz al otro lado del brazo. ¿Podía tener razón? ¿Podía Jonathan haber venido y haberse 19
marchado? ¿O se habría entretenido con algún reportaje? La duda me debilita y las bolsas se me escapan de las manos y me caigo de espaldas. Entonces, de entre la niebla, aparece un ser alto con una sonrisa familiar. Jonathan me salva quitándole mi bolsa a la mano invisible y apretándome contra su pecho. Por un momento me siento aliviada, pero después le aparto y le golpeo. —Llegas tarde —me quejo con voz lastimera. Jonathan retrocede como si estuviera dolido. Esto se parece poco al encuentro romántico que me había imaginado y en nada a cómo quería que empezara mi nueva vida en un nuevo país. Jonathan me mete en el coche de la ABC prometiéndome un trago fuerte y un hogar nuevo y acogedor. Conducimos despacio por las calles invernales de Nueva Delhi, que parecen el infierno congelado o, quizás, el purgatorio. No puedo ver a través del coche. Las sirenas antiniebla provienen de los enormes camiones que, para mi gusto, pasan demasiado cerca y, cada vez que nos paramos en un semáforo en rojo, que increíblemente nos pide «RELAX» en letras grandes, blancas y desiguales, un torso fantasmagórico o una cara demacrada con una expresión sacada de la película de terror Scream, surge de las profundidades blanquecinas. Unos dedos largos y delgados propios de la familia Addams golpetean en la ventana; la llamada de la muerte de los mendigos. Rehúyo a estas personas como si fueran leprosos y entonces me doy cuenta de todos los que hay. Todavía impactada de ver trozos de personas en la valla del aeropuerto, ahora me asusta ver personas sin trozos. Nos detenemos ante un enorme portón negro que abre un hombre muy menudo con un bigote extraordinariamente grande y una sonrisa todavía más grande. Parece que haya ganado algún tipo de concurso de belleza, ya que lleva un traje de pantalón blanco con una faja roja que dice «West End». Más allá de Míster West End, asoma mi nueva casa. Vuelvo a golpear a Jonathan. He dejado un apartamento soleado junto al mar en Sídney por una primera planta oscura 20
y sombría ubicada en el cruce de las dos carreteras más concurridas de Nueva Delhi. En el interior, el piso es grande pero no tiene vida. Las paredes blancas están manchadas de gasolina y tienen una cenefa de madera oscura; el suelo de mármol es frío, amarillo y está agrietado; las habitaciones están prácticamente vacías, a excepción de unos muebles de madera de pino feos con el logo de la ABC. Jonathan es un tío que tiene la casa impecable, pero la mayoría de sus cosas están en Australia y se ha pasado un año viajando casi sin parar. Enseguida me promete que nos mudaremos o que lo reformaremos. Intento no parecer demasiado decepcionada y me levanta el ánimo con champán y un dormitorio cubierto con pétalos de rosa. Nos quedamos dormidos mecidos por el consuelo de un reencuentro amoroso y las vibraciones del tráfico.
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