Revista Cultura Urbana, núm. 45-46. José Revueltas. Utopía y disidencias

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U NIVERSIDAD A UTÓNOMA DE LA C IUDAD DE M É X ICO A Ñ O 1 0 • INVIERNO 2 0 1 4 • N Ú M . 4 5 - 4 6

Portada: fotografía del archivo personal de Pável Granados.

José Revueltas

Utopía y disidencia

CULTURA URBANA

45-46

AÑO 10 • INVIERNO 2014 • NÚM. 45-46

$ 60.00

José Revueltas • Elena Poniatowska • evodio escalante • edith negrín josé manuel mateo • alessandro rocco • josé ángel leyva felipe vázquez • claudio albertani • carlos lópez • josé emilio pacheco


números anteriores nÚmero 19-20 Ciudades utópicas y ciudades en Caos

nÚmero 21 68, memoria viva

nÚmero 22-23 En el rincón de una cantina

teXtos: richard rogers, raúl renán, óscar de la borbolla, ana garcía bergua, david huerta, fabrizio mejía madrid, pablo boullosa, armando gonzález torres, Roberto Mesta ilustraciones: obra de siete artistas gráficos

teXtos: carlos monsiváis, concepción ruiz funes, luis villoro, mathilde gerard, elena poniatowska, lorenzo gutiérrez, medardo maza, javier moro, juan santiago paz, eve gil, leo mendoza ilustraciones: daniel alva, imágenes de la gráfica del 68, fotografías del Memorial del 68

teXtos: josé Kozer, darío armenta, jair cortés, daniel fragoso, ernesto lumbreras, leo mendoza, gonzalo lizardo, alberto chimal, salvador beltrán ilustraciones: eko de la garza y otros artistas

teXtos: guillermo samperio, mónica lavín, ana garcía bergua, ernesto lumbreras, mariano del cueto, sergio raúl arroyo, magali tercero, josé amozurrutia, gerardo guízar ilustraciones: fotografía de sharenii guzmán y otros fotógrafos

nÚmero 26-27 Oficio: Periodista

teXtos: carlos monsiváis, josé Kozer, miguel ángel granados chapa, vicente leñero, antonio helguera, norman mailer, yevgueni yevtushenko, javier campos, luis humberto crosthwaite, ryzard Kapuscinski, tanius Karam ilustraciones: fotografía de siete fotógrafos periodísticos

nÚmero 28-29 ¡Amárrate las agujetas! La niñez y sus mundos teXtos: jorge lópez páez, josé de la colina, francisco hinojosa, guillermo samperio, agustín monsreal, hugo gutiérrez vega, ricardo castillo, blanca luz pulido, Magali tercero ilustraciones: jozé daniel y armando haro, entre otros

nÚmero 30 Agua

teXtos: vicente leñero, torgny lindgren, josé hernández vázquez, pablo raphael, jaime vilchis, francisco magaña, paola jauffred gorostiza ilustraciones: armando haro márquez y armando haro rodríguez, entre otros

nÚmero 31-32 Sexualidad diversa

nÚmero 33-34 Laicismo: La fe no mueve montañas

nÚmero 35-36 Modos de ser chilango

nÚmero 37-38 Elena Poniatowska: Creación y compromiso

nÚmero 24-25 Edificios, paisajes emblemáticos

teXtos: luis zapata, carlos monsiváis, david miklos, gonzalo lizardo, mauricio molina, sergio téllez-pon, paola tinoco, guty, adriana gonzález mateos ilustraciones: mónica ae, lulú barrera, agente arte hormiga, florentino fuentes

teXtos: miguel concha malo, tedi lópez mills, myriam moscona, carla faesler, bernardo fernández bef, alberto chimal, ana garcía bergua bernardo esquinca ilustraciones: gustavo abascal, josé manuel bañuelos ledesma, ignacio vera ponce

teXtos: armando gonzález torres, fabio morábito, magali tercero, fabrizio mejía, ana garcía bergua, benjamín muratalla, julio patán, gilma luque, josé javier villareal ilustraciones: colectivo arte por la paz, diego cornejo choperena

teXtos: elena poniatowska, nadia villafuerte, salvador castañeda, adriana gonzález mateos, edgar Krauss, mauricio bares, alejandro magallanes, fabio morábito, jorge alberto gudiño hernández ilustraciones: juan carlos guarneros, manuel delaflor, juan pablo de la colina

nÚmero 39 Voces y texturas de la gran ciudad

nÚmero 40-41 Barrio de La Merced

nÚmero 42-43 Milpa Alta. Raíces y defensa de la tierra

nÚmero 44 Efraín Huerta. Amores absolutos

teXtos: bárbara jacobs, claudio albertani, armando gonzález torres, ernesto lumbreras, paola jauffred gorostiza, rocío cerón ilustraciones: eko de la garza, santiago corral, andrea dueñas

teXtos: marcela dávalos, ezequiel martínez estrada, adriana gonzález mateos, david pastor vico, jack Kerouac (versión de sergio raúl arroyo) leilanny navarro franco, ainhoa ruiz verdugo ilustraciones: tanya huntington, silvia carbajal huerta, tanya rojo, ariel yaotalalli morales gonzález

teXtos: abigael bohórquez, efraín huerta, iván gomezcésar, juana reyes, verónica briseño benítez, miguel ángel farfán caudillo, juan carlos loza jurado, josé c. flores arce (Xochime) ilustraciones: gabriela tolentino, milton martínez meza, colectivo teuhtli, fotos de galdino lópez flores

teXtos: efraín huerta, david huerta, lázaro tello pedro, juan josé reyes, francisco trejo, rosa albina garavito, mauricio molina, ana clavel ilustraciones: iván bautista, eko de la garza, power azamar, deniol


De la serie Caníbal Dulce Chacón


UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE LA CIUDAD DE MÉXICO

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE LA CIUDAD DE MÉXICO Nada humano me es ajeno RECTOR Hugo Aboites Aguilar

Dulce Chacón

COORDINACIÓN DE DIFUSIÓN CULTURAL Y EXTENSIÓN UNIVERSITARIA Koulsy Lamko COORDINACIÓN ACADÉMICA Micaela Rosalinda Cruz Monje

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JEFE DE PUBLICACIONES Carlos López CULTURA URBANA • REVISTA DE LA UACM

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DIRECTOR Juan José Reyes COORDINACIÓN EDITORIAL Óscar González David Huerta EDITORA Rowena Bali DISEÑO Juan Pablo de la Colina CONSEJO DE REDACCIÓN Ernesto Aréchiga, Sergio Raúl Arroyo, Silvia Bolos, Óscar de la Borboll­a, Ana García Bergua, Iván Gomezcésar, Ana Clavel, Rosa Beltrán, Bárbara Jacobs, José Agustín, Eduardo Langagne, Mónica Lavín, Vicente Leñero, Emiliano Pérez Cruz VENTA: Sanborns, Educal, Librerías La Jornada, FCE y Gandhi Achar CULTURA URBANA invita a los miembros de la comunidad de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México y a los lectores en gene­ral a enviar a la redacción colaboraciones y comenta­rios. Asimismo, se reserva el derecho de elegir el material que publicará en sus páginas. Coordinación de Difusión Cultu­ral y Extensión Universitaria: Dr. García Diego, 170, col. Doctores, del. Cuauhtémoc, México, D.F., c.p. 06720 y rowenabalip@gmail.com Reserva del título: 04-2004-100113432600-102 ISSN: 1870-1817 Editor responsable: Carlos López

GALERÍA DE AUTOR

Jorge Ermilo Espinosa Torre

Realidad y contundencia

p. 66


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José Revueltas

Utopía y disidencia

José Revueltas: entre las cimas y el quebranto

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José Revueltas: origen y destino

El tiempo y el número

106

Un vistazo a la obra de José Revueltas

Visión del Paricutín

109

El agonizante

El ángel rebelde

1 12

José Revueltas Conciencia y apocalipsis

Juan José Reyes 7

José Revueltas 15

José Revueltas 23

Elena Poniatowska 27

El problema de la conciencia en Los errores de José Revueltas Arte y agonía en la narrativa de José Revueltas Edith Negrín

41

Notas sobre «La autogestión académica» y La universidad sin condición

José Alvarado Zazil Collins

Felipe Vázquez 127

José Revueltas y la angustia de la palabra

132

La estación violenta de Octavio Paz

135

De las imaginativas propuestas de Armando Bartra

Evodio Escalante 33

Daniel Rodríguez Barrón

Pável Granados

José Emilio Pacheco

Claudio Albertani

José Manuel Mateo 47

José Revueltas guionista: de Tierra y libertad a El apando Alessandro Rocco

59

1 30

José Revueltas vivo en el barrio de Tepito Diego Cornejo Choperena

87

José Revueltas, un poeta que escribía narrativa José Ángel Leyva

95

Cigoto

Capítulo I Devoto y conservador Rowena Bali

132

Librario

Alejandra García

Los errores, metáfora y política Carlos López

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José Revueltas: entre las cimas y el quebranto Juan José Reyes

Nació en momentos convulsos de la historia mexicana y mundial. En 1914 comenzaba la primera guerra mundial, se gestaba la revolución rusa; en nuestro suelo, transcurría entre sobresaltos el gobierno del usurpador Huerta y Venustiano Carranza luchaba ya por destituirlo, mientras los generales Villa y Carranza desplegaban sus poderes en favor del triunfo de una revolución verdaderamente popular. Fue aquel un año de revueltas.

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Al cumplirse el centenario del nacimiento del gran escritor duranguense lo recordamos también en una hora difícil, y muy distinta a la de entonces. Para la generación del 68 y las posteriores la figura de Revueltas no debe quedar en el sitio de las leyendas, CULTURA URBANA


venerables pero más o menos yertas. Todo lo contrario. Pensamos en José Revueltas como en un hombre vivo y en pie de lucha contra los grandes poderes que oprimen a las mujeres y los hombres de hoy. Pensamos en el luchador en efecto, no en la figura del intelectual más o menos ilustrado que se instala en algunas tribunas para pontificar y defender las posiciones convenientes (en primer término, sus propias posiciones). Pensamos en el hombre de izquierda que se negó al confort en todos los sentidos: en el de la vida práctica, el de la comodidad de los apartamentos o las mansiones, los automóviles, los viajes, los aplausos y los títulos; en el del sinsentido de un pensamiento que teje redes de protección para justificar la propia posición social en nombre de análisis y denuncias que sólo enmascaran compromisos falsos. Encontramos en la obra de José Revueltas conceptos que de modo asombroso han desaparecido del lenguaje de amplios sectores de la izquierda. Revueltas, por ejemplo, se refiere una vez tras otra a la idea de enajenación o alienación, realidades que vienen a ser efectos terribles del dominio inclemente del capital. Hoy es de veras difícil hallar a alguien que se ocupe de este hecho. ¿Ha desaparecido la enajenación del hombre moderno? ¿Ha dejado de ser el arte un arma en contra de la enajenación? ¿El capitalismo habrá sido tan capaz de vencer que una de sus consecuencias nefastas ha sido suprimida de la faz de la tierra? Entre el quebranto de las mujeres y los hombres transcurre la formidable obra narrativa de José Revueltas. En las páginas que siguen podrá encontrar el lector precisos rastreos de influencias, como la muy fuerte de la obra de Dostoievski. Como ha señalado Álvaro Ruiz Abreu en su magnífica biografía José Revueltas: los muros de la utopía, el sufrimiento tan presente en la obra del escritor es inseparable del proceso formativo que éste tuvo en su casa paterna. Vida y obra se entrecruzan desde los orígenes, por el ejemplo del padre, por las lecturas hechas y por los pasos dados en las calles con los ojos bien abiertos y la mente alerta para percibir y revivir las experiencias de los otros. De estos entrecruzamientos brota una imagen de México que estremece y que siempre es reconocible, por más que no hayamos estado delante o en medio de tanta des­trucción, tanta crueldad, tanto dolor. Duranguense y muy pronto radi­cado en la ciudad de México, Revueltas conoció bien la entraña nacio­nal, tanto en sus versiones de la provincia como en las de la gran urbe. Todo lo registró con un brío inusitado y una destreza de ingeniero (o de músico, como su hermano amado Silvestre), al componer sus piezas. Una corriente religiosa surca sus escritos narrativos —la de un ateo que cree en la pureza y en la redención— junto a intrincados juegos de influjos filosóficos, que van del marxismo originario, a la lectura de Hegel, a la lectura de intérpretes de Marx, a la admiración a los existencialistas y muy especialmente a Jean-Paul Sartre. José Revueltas decidió vivir con tal intensidad que no se dio ocasión de perder el tiempo ni en lujos ni en reposos. Supo vivir con los otros, interpretándolo todo. Fue incapaz de guardar silencio ante sus camaradas porque sabía que los errores propios todos los pagarían tiempos larguísimos. Su obra es deslumbrante y desgarradora. La densidad y el vigor de su prosa no tienen par en las letras mexicanas (aun cuando puedan recordar a un antípoda del duranguense: José Vasconcelos). Tiene un innegable ímpetu poético, que no tarda en ser vencido por el afán de dar a cada palabra un valor propio en la descripción de hechos, esce­narios, caracteres, gestos. Trabaja no poco por acumulación, pero no haciendo pilas sino dando fuerza a remolinos de fuerza imparable. Esa fuerza genera una extraña belleza; conmueve y emociona sin falta. Sacude y empuja a la reflexión. A cien años de su nacimiento José Revueltas está presente, de modo deslumbrante, arrebatador, ejemplar.

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El tiempo y el número José Revueltas

José Revueltas tituló El tiempo y el número a una novela que no llegó a concluir y de la que escribió sólo dos capítulos. Publicamos ahora el primero de ellos, que el autor entregó en 1967 a la revista cubana Casa de las Américas. El texto, aparecido en la entrega 48 de la publicación histórica, está escrito con pasión y maestría, es el intenso registro de la experiencia de la libertad en las peores condiciones del confinamiento. Lo hemos tomado de aquella edición cubana: la mexicana Ediciones era incluye El tiempo y el número en el tomo dedicado a los textos dados a conocer en forma póstuma en las Obras completas del escritor duranguense

A Pancho y Carolina Escalante «Te gané, hijo de puta. Te gané, cabrón mar hijo de la chingada». Sin embargo, Evodio lo dijo con una especie de cariño. Al pie del ribazo su cuerpo desnudo tiembla. Tres minutos de ida, tres de vuelta. La eternidad. Las salpicaduras de luna se estremecen y ruedan, deshechas, a lo largo de sus muslos o desde sus hombros; ya no son aquellas escamas trémulas pero fijas del momento anterior: una a una resbalan, aunque hay de las que engrosan a la más próxima y esta entonces se mantiene, grande y diáfana, adherida a la epidermis cosa de un segundo más, en verdad una escama de luz, un ópalo, pero al fin condenada a caer no sin una duda previa o indecisión o resistencia o cierto amor con que intentara detenerse, se desliza por la superficie del cuerpo para, de igual modo que las otras, desaparecer entre las inesperadas sinuosidades de un camino imprevisto y extraño. Tiembla de pavor y de orgullo. «¡Qué se creía! ¿Que iba a dejar que me venciera? Te gané, viejo. Ya no podrás ne-

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garlo, aunque no haya más testigos que tú y yo». Evodio miraba al mar con un rencor colérico e impotente, pese a su alegría. Con todo, no se le derrota nunca, es inmortal, es eterno, es el tiempo, vuelve a la carga. Vuelve, vuelve. Lo miraba retirarse, rápido, siniestro, obediente a su destino, esclavo furibundo, mientras las extremidades de su manto, más delgadas cada vez, dejaban sobre el amplio macizo de la roca una cubierta sin fin de vivas y móviles fosforescencias, medusas ciegas, crustáceos huecos como calaveras, erizos que se hinchaban de asfixia, aleteantes peces desesperados, y se oía el ruido cóncavo al succionar de aquel fuelle inconmensurable que no estaría en sitio alguno, pero que bramaba y aspiraba y estiraba aquí con el pulmón abierto de su espantosa e incesante herida, solitario y despótico dueño del absoluto vacío de la noche. Evodio lo miraba dejarse ir, irse, dejarse arrastrar con su lengua de perro sediento que lamía la planicie hiriente y bárbara de la roca, desgarradas las plantas de los pies desnudos en grietas de sangre, más vivas, más puras, con la sal corrosiva, como las rodillas sin piel del


El tiempo y el número

Cristo del Veneno, lo miraba alejarse, desaparecer tras del farallón, que igual a la torre de un antiguo castillo se erguía sobre el acantilado desnudo, perpendicular, desnudo con su muralla recta, cortada a plomo sobre el abismo oceánico que golpeaba todo entero, sin olas, una catapulta de todo el mar, una montaña ondulante que avanzaba furiosa y solemne, y después de reventar contra el muro, ascendía más, mucho más alto que la torre y se dejaba caer sobre la explanada del castillo con todos los viejos ruidos de los asaltos medievales, escudos, cascos, armaduras, espadas, un mar sin olas, una sola masa monolítica de mar, un solo cuerpo de mar que se contraía y replegaba después, con sus vestiduras a cada instante más transparentes, para desaparecer tras del farallón ante el sobresaltado mirar de Evodio, los ojos con el destello fijo, sujeto a las pupilas por un asombro que parecería no terminar nunca, de aquella rabia llena de pánico con la cual temblara entre las hierbas del ribazo. «No, no lo he derrotado —se dijo desde un punto muy distante, desde el lugar donde nacieron nuestros primeros padres—; ganarle de veras es otra cosa, es aguardarlo a pie firme, enfrentarse a su manada de elefantes enloquecidos, resistirlos con la idéntica terquedad eterna e inmóvil del farallón». Un rey, hasta un rey, aquel antiguo sátrapa persa cuyos navíos fueron todos devorados por este mismo mar artero, se habrá dicho, pese a la violencia omnímoda de su poder y de su cólera, que eso tampoco era vencerlo cuand­o mandó darle azotes y el hierro de cien mil gruesas cadenas descargaba su furia grandiosamente vengadora sobre esta misma piel de hace veintitantos siglos, esta misma piel, erizada y convulsa, de gigantesco jabalí prehistórico que se extiende sobre la tierra para invadirla alguna vez, avasallarla, morderla con los colmillos frenéticos de sus olas hasta hacerla desaparecer por entero, convertida bajo sus aguas en opacos paisajes temblorosos, ciudades sin respiración y campanas mudas que en la atmósfera abisal dejarían mecer a la deriva las verdes barbas de sus vegetaciones milenarias. Pensó, pensó, pensó. El mar era el Tiempo, el primer reloj del planeta, antes de darse el hombre, antes de aparecer los animales terrestres, el mar midiéndose a sí mismo. Le quemaba el dolor en la planta de los pies, la carne viva despellejada, los dedos medio rotos, los surcos sangrientos que le habían abierto en la piel las circunvoluciones osificadas de madreperlas adheridas a la roca desde el pleisto-

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ceno, los bordes filosos como acero de navaja de conchas y caracoles, y las aristas de las rugosidades geológicas que de un extremo a otro cubrían la superficie del macizo rocalloso, cuya forma rectangu­ lar, elevada como un solitario catafalco sobre la abierta soledad oceánica, parecía la señal de que ahí era la propia orilla del mundo y el comienzo de la Nada. Antes de lanzarse esta primera vez contra el mar había tomado la medida del tiempo con todos los cinco sentidos puestos en ello, sin la menor piedad para sí, mirándose como un objeto ajeno, como el disparo de su propia persona, de la que él mismo iba a tirar del gatillo e iba a ser la bala, disparo contra el tiempo, disparo contra el mar, porque la lucha era contra ese solo, único e indiviso monstruo bicorne, tiempo-mar, mar-tiempo, EvodioJerjes, Jerjes-Evodio y ahora, casi sin darse cuenta de pronto ya estaba contando nuevamente, uno, dos, tres, cincuentaicuatro sesenta, una piedrita en el hueco de la mano; sesentaiuno sesentaicinco cientoveinte, otra piedrita, Jerjes-Evodio-Jerjes, Jerjes el Hombre que Azotó al Mar. A la tercera piedra se despeñaba desde la cima del acantilado, dentro de su propio hocico de bestia maldita abierto de par en par, hasta el fondo tenebroso de su resollante garganta degollada donde ya no alcanzaba a llegar la luz de la luna. Había comprobado la cuenta repetidas veces, noche con noche, en la forma impersonal, pausada, tranquila, del árbitro cuyo abstracto subir y bajar del brazo, marca los segundos que permanecerá contra la lona el pugilista caído, aunque dentro de esa indiferencia abstracta y ese movimiento inhumano de geometría pura, se encierre la más aplastante y concreta solución del tiempo, hombre-reloj, marreloj, uno dos tres cinco, el brazo que sube y baja, hasta dejar establecida la longitud de la mecha que, ya colocados los cartuchos de dinamita, la lumbre convertirá en la libertad del barretero, pues ahí estoy yo, barretero, pugilista, asesino, vicioso, traficante, santo, culpable, inocente, ahí está mi victoriosa soberanía después de la intrépida predeterminación de mi vida y de mi muerte, ahí en la distante columna de humo, polvo, piedras y raíces que la explosión eleva al cielo, pues soy el ardimiento de mi propia longitud en lucha contra el Mar, soy Jerjes, soy Jesucristo. Precisamente soy Dios. El conteo del reflujo comenzaba, a partir del farallón, hasta el momento en que el mar se contraía, formando un abismo, al borde del acantilad­o, y enseguida, a la inversa, cientosetentainueve, cientosetentaioch­o,

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El tiempo y el número

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cientosetentaisiete, hasta cero, hasta el instante en que el flujo reventaba de nuevo contra el muro impávido y, después de ascender a una altura increíble, la catedral líquida se abatía, consciente y feroz, a mitad de la explanada, sobre el desolado, indefenso y antiguo farallón, acaso tan viejo como el mar. Tres minutos para llegar al límite del abismo y tres minutos para volver tierra adentro, antes de que el mar regresara. Fue entonces cuando lo hizo. Lo acababa de hacer, él, Evodio. La insensata, la bestial, la infernal carrera sobre la cruel explanada de roca, la desgarradura de los pies, el contacto gelatinoso con el cuerpo de las medusas, quemante como brasas. Había podido llegar al borde, a la frontera donde la Nada comenzaba. Durante el lapso en que un relámpago desaparece, miró entonces hacia el fondo de la sima. Miró hasta dentro, un paladar visto desde arriba, la cabeza guillotinada que cae en la canasta del verdugo y queda vuelta, con el cuello en alto, pero aquí sin maxilar, una bóveda sin tapas, el grito sin mandíbulas de la cabeza de Holofernes, en el que miraba, de pronto, como quien deja de pertenecer a la tierra, la autofagia del mar, el vaciarse dentro de sí mismas de las aguas del mar, el repliegue de las aguas del Génesis y así fue durante ese relámpago del tiempo, se había adueñado de su alma la tentación sobrehumana, desconocida, la tentación de Jehová, de quedarse ahí, de no moverse del borde en que el tiempo concluía y seguir siendo el testigo de la Creación, hasta que ese mismo relámpago de lucidez ansiosa y demencial lo hizo dar las espaldas y proseguir la carrera tierra adentro, mientras el Mar-Océano reagrupaba sus ejércitos y disponía sus centurias para lanzarse tras él, alcanzarlo y arrastrarlo hacia otra Edad. Después de la hazaña, ahora que había descubierto la tercera piedrecita en el hueco de su mano, como si la hubiera puesto ahí en sueños, sin darse cuenta, por virtud del antiguo instinto adánico de someter a cualesquiera medidas el inerte transcurrir del vacío, comprendió, estremecido de pavor, que aquello era un anuncio, la más horrible y enloquecedora de las revelaciones. La sabiduría del instante le temblaba hasta en los huesos haciéndole castañetear los dientes, en tanto los ciento veinte segundos de las tres piedrecitas resbalaban de su mano. Se inclinó a recogerlas, junto con otras tres. Quería decir que lo siempre inadvertido y profundo, lo en verdad recóndito y secreto, aquello que más ignoraba de su espíritu, había salido por sí mismo, sin que Evo-

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dio interviniera de ningún modo, al encuentro de su propia imagen y de su propia acción, para libertarse y libertarlo. Era preciso, era forzoso repetir esa acción y esa imagen, de lo contrario ya no podría volver a vivir ni a entender nada de la vida. En adelante el sentido de su existencia, de su plenitud, de su libertad, ya no sería otro que el de mantenerse unido a este reto salvaje. Subió pausadamente con pasos que el terrible ardor de los pies llenaba de cautela —un tanto grotesco a causa de sus contracciones de renacuajo, pero insólito— hasta lo alto de una peña de lisa superficie, cuyos desniveles le daban la apariencia de un trono y se sentó sobre una concavidad que tenía la curiosa forma de dos amplias y robustas nalgas y a la espalda un declive, las piernas abiertas y los brazos extendidos, la cara hacia las pálidas estrellas del cielo. Descansaría un rato antes de lanzarse de nuevo contra el mar, hoy por segunda vez en su vida, esta misma noche, pues por la posición de la luna colegía que faltaban dos o tres horas para amanecer y para que se escucharan, venidas del campamento, las notas del toque de diana. El dolor de los pies se había extendido por todo el cuerpo y poco más o menos era ya insoportable. Tres minutos de ida y tres de vuelta, tres minutos de vida y tres de muerte, las centurias del mar a las espaldas, con sus carros y corceles feroces. Inclinó la cabeza para mirar de nuevo al mar burlado, al mar castigado, desde su trono, como el viejo sátrapa persa veintitantos siglos atrás. Ahora la montaña golpeaba contra el muro, se volvía catedral y culminaba su embate contra el farallón invencible, contra el centinela de roca, que volvía a reaparecer después de la carga de cientos de centurias, con su viejo capote chorreando por cada uno de sus agujeros. Seis minutos más poderosos que la vida y que la muerte, el tiempo contra el tiempo, seis minutos, seis siglos, trescientos siglos de libertad en contra de lo que le faltaba de los treinta años que debía pasar aquí. Una libertad más verdadera —más apremiante y tangible— que la de aquellos otros segundos en que hubo de liquidar a los dos tipos de la suite del hotel de lujo, pero también del mismo modo concreta, viva: igualmente arrebatadora y pura. Esos segundos le pertenecían, él los había tomado y poseído, se dijo —casi muerto y ya nostálgico de su hazaña. Eran suyos más allá de la Isla, más allá de los códigos y los jueces. Fuera de Leonila no lo diría a nadie, con nadie accedería jamás a compartir el secreto de esta libertad sin medida, ignorada


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de todos porque no era sino el ejercicio desnudo de pertenecerse con las fuerzas íntegras de todo su ser. Apretaba desde el puño izquierdo, contraído y convulso, las seis piedrecitas del tiempo dentro del puño como si este dolor pudiese neutralizar el otro, que se extendía por el cuerpo entero cubriéndolo milímetro a milímetro igual que una ardiente cota de mallas —y pensó, no por ello sin sonreírse, a pesar del sufrimiento—, cota de mallas del tiempo del Rey Arturo y los Caballeros de la Tabla Redonda. Reyes y déspotas y sátrapas en la cabeza. De pronto se advirtió a sí mismo casi infinitamente serio en ese propio segundo, grave, solemne, mas estas sensaciones teñidas por una especie de horror ante lo que enseguida estaba resuelto a hacer, hacer y contemplar. La mano de Jerjes, que había permanecido laxa y como vencida sobre la cara interna del muslo, ahora avanzaba, sola y por su propio impulso, hacia el mar, hacia la libertad, segura, acariciante como una paloma cenicienta y mutilada, hacia el mar. Aquello, aquel mástil, entre los muslos, también era el mar. Vencer por unos instantes al sufrimiento, pensó Evodio. Jerjes debía estrujarlo, retarlo, retorcerlo, repetirlo, segundos de ida, segun­dos de vuelta, pues igualmente era el tiempo, pues igualmente era el mar, el reloj, la mano del árbitro que cuenta hasta diez, hasta cien, el barretero que deja correr la flama de la mecha en el sentido opuesto al de su vida. Evodio contemplaba electrizado el juego de Jerjes. Un dolor sutil —otro dolor más, autónomo, diferenciado en absoluto— le subía por la columna vertebral, primero lento, después más aprisa, hasta deshacerse en una especie de aullido orgánico en la base del cráneo, sin que por ello rompiera el círculo frenético entre la externa sensación que le causaba la mano de Jerjes sobre el miembro, y ese derramamiento interno de una vidamuerte, que se vaciaba, sin límite en la duración de sus segundos, del mismo modo que el mar dentro de su propia oquedad, para autovolcarse después como él en esa saliva cálida que tendría en su hermética eternidad, veintidós mil años de escurrir por entre los dedos del viejo sátrapa persa, látigo del Padre Océano. La mano de Jerjes se apartó con el deslizarse trémulo de una mariposa agónica y cayó al otro lado del muslo, sobre el trono, sin que cesara aún el parpadeo de sus alas moribundas. Ahora los dos brazos yacían, vencidos a cada lado del cuerpo, colocado ahí por un capricho de Dios, inútiles hasta causar lástima, y los dedos del puño izquierdo se

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distendieron, se abrieron, se echaron con sus trescientos sesenta segundos de iracunda libertad, libres del tiempo, libres del puño que las definía y aprisionaba en el ensimismamiento de los números, nuevamente devueltas a su no-ser, únicas y singulares sobre el mundo innominado. Por lo que se refería a este cauto apremio en el esfínter de la vejiga, un apretar de alguien entre el pulgar y el índice, con suavidad, cierto, pero doloroso —el único lenguaje con que se expresa el cuerpo es el dolor, así sea dolor en las formas menos agudas, sin embargo siempre indescriptibles en sí mismas, dolor de esto o aquello, mas todo el tiempo a través del nombre ajeno donde duelen, plantas de los pies, rodillas, articulaciones, membranas, órga­nos internos, tejidos, huesos, cavernas orgánicas, dibujos epiteliales y entonces apenas se sabe algo de lo que quieren decir estos pobres signos cifrados de alfabeto Morse con los que habla el dolor—, el pulgar y el índice que aprietan por dentro, se dijo, son pues las ganas de orinar, las mismas ganas que se sienten ya que uno ha terminado de estar con alguna hembra verdadera, de carne y hueso —pensó en Leonila, pero era un proyecto a largo plazo— y no el viejo Onán en medio de las vides de su huerto, con sus barba­s, sus años, sus hijos, si no me equivoco, todavía manoseándose con la furia de un loco, manoseándose a tiempo que lanzaba grandes carcajadas cínicas, a los seiscientos años de edad, a los que tuviera según las computaciones polvorientas de la Biblia. Pero antes que terminara de imaginar al viejo Onán con sus barbas rubias arriba y abajo, barbas pélvicas y barbas maxilares, viejo de ojos malditos y jubilosos, barbas rubias empapadas, mojadas, embadurnadas, antes, ya el esfínter había dado el paso a las aguas abundosas —más cálidas, por supuesto, casi como la infusión de un té recién hervido, más calientes que el líquido de Onán, o pudiera ser que idénticos, aunque de un calor propio y específico, en uno compacto, espeso y en las otras, digamos, más general, con menos consistencia, más disperso en el espacio que concentrado en el tiempo (Evodio rió)—, ya había cedido ante el empuje pletórico de la vejiga y las aguas se esparcían sobre sus dos muslos, ahora juntos, contraídos, igual que arrojadas de una presa y sin duda aún nadando y sobreviviéndose en su seno quién sabe cuántos millares —o decenas de millares, o centenas o millares de millares—, sobreviviéndose, de espermatozoides, retrasados, ciegos, sordomudos. El esfínter de su

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vejiga, sin mandos, una locomotora lanzada por la vía con los frenos rotos. No que fuera otro con el que, como quien dice, se comunicaba, otro esfínter por medio del cual establecía unas relaciones, un contacto tan especial y hasta escalofriante con Nacha, era el mismo de hoy, también oculto ahí dentro, al acecho, ese músculo retráctil, calisténico, unido a las paredes de la vejiga, era el mismo, claro está, pero con Nacha ocurría de otro modo, una obediencia, una docilidad instantánea, y Nacha, que como Evodio debía tener los mismo­s diez años, suspiraba. Eran juegos sospechosos llenos de derivaciones y asuntos por conocer, donde ambos hacían todo lo necesario e inintencionado a la vez por colocarse en las circunstancias más adivinatorias posibles, en el límite mismo del médico y la enferma o de papá y mamá bajo la casita de cobijas, en el cuarto de la criada y Nacha entonces, en ese límite, mojaba el calzón al orinarse, con lo que el esfínter de Evodio, obediente al misterio de aquel llamado, hacía igual cosa dentro de los pantalones; después de suspi­rar casi de modo simultáneo ambos se besaban en los torpes labios apretados. Descansaría unos segundos más antes de emprender nuevamente la acción. Era imposible volverse, darse por satisfecho, creerse vencedor tan solo por haberlo consumado una única vez, aunque también ya estaba aquí el presentimiento de que jamás dejaría de repetirlo noche con noche, bajo la luna o sin luna, pues tampoco iba a ser el vencedor jamás, pero aquello, con todo ese ir y venir relampagueante contra el mar, eran Evodio mismo y su contrasentencia de seis minutos de libertad que ningún soldado del Cuerpo de Vigilancia, ningún cabo de cuadrilla, ningún Jefe de Campamento, ningún Gran Dorais podría arrebatarle. Se inclinó para palpar sus pies tumefactos. La exploración táctil añadió otras formas de dolor más alucinantes en cada punto, pero sin darles otro nombre que no fueran pies hinchados, desollados, carne destrozada en filamentos húmedos, jirones de piel, surcos ensangrentados, ardientes, y el pulgar derecho caído, exangüe, de trapo sin movimiento, todas las uñas de cada dedo desprendidas hacia arriba, con la carne interior blanca a la luz de la luna. No lo comunicaría a nadie, a nadie en este mundo ni en la superficie de esta tierra, de esta Isla infame y odiosa y vil, a nadie que viviera en este siglo, salvo Leonila. Porque se trataba de guardar el secreto de la libertad, lo más sagrado que hay en el hombre, sobre todo de esta libertad escondida

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y privada y de su ejercicio sangriento y terrible, hoy, bajo la luz desquiciada y sonámbula de la luna, hoy, sobre la plataforma de roca, anterior a la Creación y al Tiempo, pero hoy y siempre a través de las edades, esta libertad incompartible, incomunicable, que se ofrendaba a sí misma con sus pies de iguana despellejada, para no decirlo nunca, para guardársela y seguirla gozando aquí, sin nadie, ante nadie, la libertad del acto soberano de ofrecerse a la muerte o de masturbarse, de volver a la matriz de la muerte y permanecer en su infinito claustro materno tres minutos infinitos, tres de ida, tres de vuelta, una y otra vez, hasta el cumplimiento de su sentencia, durante los veinticinco años que le faltaban para cumplirla, si antes no moría o lo mataban de algún modo aquí en la Isla, por encargo de El Mastuerzo (y recordó, de paso, con la limpidez de un flash sobre la pantalla, la ocasión en que fue secuestrado por los hombres de aquél y lo que dijeron. «si no cantas te vamos a dar mastuerzo», palabras cuyo significado Evodio se lo tenía sabido desde mucho antes, desde la primera vez que cayó en la cárcel: mastuerzo, tortura), quien hasta en el apodo llevaba ya la índole brutal de sus procedimientos, pues El Mastuerzo era conocido entre los del negocio como perteneciente a los que sabían jugar rudo llegado el caso. De esta suerte, aquí estaría Evodio todas las noches —bueno, no del diario, sino dejando pasar el tiempo indispensable entre cada ocasión para curarse las heridas—, todas las noches después de que Félix El Cojo hiciera sonar con sus largas notas espaciadas y temblorosas el toque de silencio en el campamento. Dejó de palparse los pies para erguirse sobre ellos y descender la cuesta, primero hasta llegar al ribazo y luego junto al farallón, donde aguardaría. El inmenso tumbo del mar, el mar vuelto un solo tumbo, un solo puñetazo gigante, roncaba con un gemido largo, visceral, al recogerse en el fondo del océano abierto y prepararse, agrupar sus fuerzas de bestia para la lucha venidera. Nada más silencioso que este rugir del mar. El dolor en la planta de los pies —y al mismo tiempo en toda la resonante caja del cuerpo, unas punzadas exactas y luminosas— literalmente hervía igual que un caldo espeso que no retiraban de la lumbre. «Canta, Evodio, no seas cabrón, de veras no seas hijo de la chingada», pedía una voz, ya más bien en tono de súplica. La cocaína estaba segura en manos de Nacha, a donde fue a dar por obra de una confusión habida en el punto extremo de la red de cruzado-


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ras y cruzadores que trabajaban con el grupo rival de El Mastuerzo. «¿O quieres que te caliéntemos más? ¡Ya estuvo suave, Evodio, no seas así de desgraciado, canta a lo macho, no seas así de cabrón, ya no queremos maltratarte». Lo tenían amarrado y desnudo sobre un tablón, mientras alguno de ellos —o cada quien, por turno— le golpeaba la planta de los pies con una varilla de fierro. Tan solo por las voces —ya que desde el principio le taparon los ojos con tela adhesiva— pudo reconocer a los que hasta ahora hablaban por primera vez, pues antes se había tratado de voces extrañas; así se los dijo por toda respuesta. «Hasta que se cansaron de hacerle al tarugo: ustedes son El Centavo y El Gonococo, ahorita les reconocí la voz. Nomás quiero que sepan, hijos de la chingada, que esto no lo olvidaré nunca». Lo iba a repetir —ya lo había hecho media hora antes, la misma sensación mágica, irreal, de gozo y de poder que le inundó durante los segundos ocupados en disparar la ráfaga de su Walter sobre los dos tipos, en la suite del De Soto Arms—, iba a repetirlo, pero ahora con el mar, lo que sí contaba como acción idéntica —que lo era, pues si no para qué querer realizarla de nuevo?— a la del reguero de plomo de su hermosa y querida Walter alemana, sumaría la impresionante cantidad de tres veces igual hazaña, tres veces el ejercicio de la misma soberanía, tres minutos de ida y tres de vuelta, hasta por el hecho de que también fueron tres minutos para entrar y tres para salir en el asunto del De Soto Arms. «No me vuelvas a decir Gonococo, antes era distinto, pero ahora ya nadie me llama de ese modo, las cosas han cambiado mucho y yo también». El muy cabrón pretendería haber cobrado una cierta dignida­d, haberse convertido en gente de catego (abrevió Evodio, conforme al argot del maleante profesional, la palabra catego­ría), cuando de no ser por el apoyo y la ayuda de El Mastuerzo todavía anduviera como ratero de canastas en La Merced. Para sub­rayar el despecho rabioso de sus palabras, El Gonococo las acompañó de un golpe histérico, feminoide, rápido, e inseguro, con la varilla de fierro, sobre las plantas de Evodio, quien a la ventura, nada más al tanteo, desde su ceguera, escupió hacia la voz del tipo, pero sin tocarlo, un gargajo que venía preparando solapada y pacientemente con alguna antici­pación y con el enorme cuidado de que, al hablar, no fuera a salírsele con las palabras antes de tener a mano el blanco más a propósito. Hubo una pinche desgracia que lamentar, lo que aún hoy

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le causaba cierto desasosiego, cierta inquietud: de los dos tipos del De Soto Arms, uno era El Centavo. El otro sí, El Gonococo. «No me vuelvas a decir Gonococo». Payaso pendejo. Se sintió decir este comen­tario en voz alta, junto al farallón de donde se disponía —disponía su alma— a lanzarse contra el mar, persiguiéndol­o en su escapatoria, asomándolo sobre la rugosa e hiriente explanada enemiga. Ya se iba, ya se precipitaba hacia el vacío del hemisferio sin luna de la noche, ya succionaba su aguas coléricas hacia las tinieblas de la Nada con el negro resuello de sus pulmones de Mi­ notau­ro. Es el instante. Evodio se dispara a tiempo que lanza un alarido largo, sobrecogedor, furioso, que nada tiene que ver con lo humano. Corre con los puños apretados, endemoniados. Ahora su alarido se articula en una palabra que suena con una A increíble, una vocal anterior al lenguaje, bárbara e inmensa, que emite con todo el terror milenario de la Especie, con la misma desesperad­a sole­dad, la misma violencia enloquecida del primer hombre de la tierra al abrir por primera vez los ojos y quedar horrorizado. Maaaaar, maaaaar, maaaaar, m-a-a-a-a-a-r, grita. Corre, tropieza, corre. La vocal ondula, sube, baja, desgarradora, incongruente, en absoluto sin sentido, animal, mineral, no se sabe. Tropieza corre se levanta vuelve a correr, está a punto de llegar a la orilla del abismo, corre, tropieza. Siente los huesos desnudos y salientes entre las desgarraduras de la epidermis rota y un dolor más allá de la vida. Tropieza, corre, cae de bruces. Ahora no se levanta. Uno dos tres cuatro cinco siete. La mano del árbitro arriba, abajo, ocho nueve, la mano de Jerjes, la mano de Onán, por su culpa por su culpa por su culpa, tres veces tres minutos, ya no llegará a la orilla, a la frontera del mundo. «Por esta vez —ruge—, por esta vez no». Ya viene con la trifulca de sus masas arrolladoras, con sus manadas de elefantes de Alejandro Magno, no bien ha terminado su repliegue de hace tres minutos. Apenas hay tiempo para volver a tierra firme. Mar, mar, mar, pronuncia, pero ahora en voz queda, religiosa, la vocal en su sitio del pentagrama, pues sus muslos y sus piernas no lo obedecen, igual que dos delfines varados, rebeldes a su voluntad, ajenos, dos ángeles rebeldes caídos. Se aproxima, avanza con sus ojos ciegos, empu­ja con su trompa de mamut que ocupa todo el universo, se aproxima, viene, viene, viene con el fragor de sus ejércitos en tumulto y de sus tanques incontenibles. Con un esfuerzo en el que pone la


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vida entera, Evodio ha logrado erguirse y echa a caminar lento, luego a correr en el sentido contrario, con tumbos a cada banda, como un navío desarbolado en mitad de la tormenta, el mar a sus espaldas. Avanza más acá del farallón, llega al ribazo. Llega. Se deja caer bocabajo sobre la hierba y hunde los dedos en la arena. Rompe a sollozar con la rudeza del héroe vencido que recibe en la frente el beso del retor­no. Nacha debiera estar junto a él, aquí en la Isla, con el pubis húmedo de su calzón. No pudo esta segunda vez, carajo, mierda. Tercera, si se toma como lo mismo la descarga de su Walter alemana sobre El Gonococo y aquel otro tipo, alias El Manchado, según, supo Evodio por los periódicos, un desconocido y no El Centavo, pobre. Ahora «se la tenían sentenciada»: asunto de El Mastuerzo. Nacha se lo dijo un día de visita en la Peni. «Ya te la tienen sentenciada para ora que te manden a las Islas. Quién sabe por dónde te llegue el golpe. Yo te mando decir por carta lo que sepa». Debía obtener autorización para venir a su lado, pero no eran marido y mujer legales, ahí estaba la chingadera. Las mujeres son como el alma del carajo. «Mándale a El Centavo una carta-poder para que nos casemos, y ya me podré ir a vivir contigo en las Islas hasta que cumplas tu sentencia. Es lo que dicen en Prevención Social, no me canso de ir todos los días y siempre

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lo mismo, que nos casemos pues en amasiato no podemos estar juntos allá». Precisamente no se le ocurría otra cosa mejor que un poder para que El Centavo se casara a su nombre con ella. «A nadie más que al Centavo —argüía en su carta—, yo sé lo que te digo y no puedo darte más razones por escrito». Algo estaría tramando la muy mula. Dejó de sollozar, era rabia. Ahora ponerse en pie, los pies los pies. Nacha terminaría jodiendo con El Centavo, si no es que ya. El ardor era preciso y absoluto, como tenerlos sobre una plancha de hierro, al rojo vivo, algo así. Tomó un puñado de fango en el hueco de la mano, un puñado arenoso con sal, con diminutos trozos de concha nácar, con inmensa sal de inmenso océano y sus constelaciones que brillaban a la luz de la luna, cristales de pequeñez infinita, con menudos resplandores que corrían de un punto a otro, perseguidos, persiguiéndose. Se lo echó a la boca, nada más por desesperación. La lengua giraba, se bandeaba entre el barro arenoso como la ballena herida por el arpón, entre los dientes, entre los fiordos de la bahía, retorcida, móvil, cada vez más seca, pero luego, dentro de esto, en medio, una cosa que revienta, blanda líquida: ha despanzurrado a un gusano y la cosa se extiende bajo el paladar, se mezcla con la saliva y hace una pasta húmeda. Evodio escupió todo aquello y se puso en pie.

LA ACERA DE ENFRENTE De la religiosidad de Revueltas Octavio Paz El joven novelista [autor de El luto humano] deseaba utilizar los nuevos procedimientos de la novela norteamericana (la presencia del Faulkner de Palmeras salvajes es constante) para escribir una crónica, a un tiempo épica y simbólica, de un episodio que le pareció dotado de ejemplaridad revolucionaria. El propósito era contradictorio: el realismo de Faulkner (quizá todo realismo) implica una idea pesimista del hombre y de su destino terrestre; a su vez, la crónica épica de Revueltas está minada, por decirlo así, por el simbolismo religioso. Los campesinos luchan por la tierra y el agua pero el novelista sugiere continuamente que esa lucha alude a otra lucha que no es enteramente de este mundo […] la religiosidad de Revueltas tiene un carácter paradójico; una visión del cristianismo dentro de su ateísmo marxista. Revueltas vivió el marxismo como cristiano y por eso lo vivió, en el sentido unamunesco, como agonía, duda y negación. En Cristianismo y revolución: José Revueltas

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Visión del Paricutín* José Revueltas

Lo mejor de la escritura de José Revueltas aparece en esta crónica de los efectos de la erupción en poblaciones tarascas, en el primer lustro de los años cuarenta, del volcán El Paricutín: el registro de la condición humana en todas sus contradicciones, mediante una adjetivación tan puntual como imaginativa, y la recreación de personajes que se integran plenamente a sus circunstancias

Un sudario negro sobre el paisaje Dionisio Pulido, la única persona en el mundo que puede jactarse de ser propietario de un volcán, no es dueño de nada. Tiene, para vivir, sus pies duros, sarmentosos, negros y descalzos, con los cuales cami­ nará en busca de la tierra; tiene sus manos totalmente sucias, pobres hoy, para labrar, ahí donde encuentre abrigo. Sólo eso tiene: su cuerpo desmedrado, su alma llena de polvo, cubierta de negra ceniza. El Cuiyútziro —águila, quiere decir en tarasco—, que fuera terreno labrantío y además de su propiedad, hoy no existe; su antiguo «plan» de fina y buena tierra ha muerto bajo la arena, bajo el fuego del pequeño y hermoso monstruo volcánico. Todavía hoy Pulido vive en su miserable casucha de Paricutín, el desolado, espantoso pueblecito. Es propietario de un volcán; no es dueño de nada más en el mundo.

Como él, como este propietario absurdo, hay otros miles más, sobre la vasta región estéril de la tierra asolada por la impiadosa geología. He visto a uno, ebrio, muerto en vida, borracho tal vez no sólo de charanda, sino de algo intenso y doloroso, de orfandad, llorando como no es posible que lloren sino los animales. Estaba en lo alto de una pequeña meseta de arena, frente al humeante Paricutín, y de la garganta le salía el tarasco hecho lágrimas. «Era así», dijo en español, al tiempo que, vacilante, indicaba con sus dos sucias manos una dimensión: «así, de cinco medidas, mi tierrita…». Inclinóse, sentado como estaba, para humillar su negra frente sobre la monstruosa tierra. Luego, al mirar a los que observábamos, volvió el rostro, invadido por agresiva ternura. Se dirigió a otro hombre, tarasco como él, que ahí mismo, en lo alto de la meseta, vende refrescos y cervezas a los visitantes. «Sírveles una cerveza a los señores», dijo como en un lamento suplicante.

* José Revueltas, Visión del Paricutín (y otras crónicas y reseñas). Presentación de David Huerta. Ediciones era, México, 1983, 316 p. (Obras completas, 24).

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Y a nosotros: —No me vayan a hacer menos, patroncitos. Tómensela por favor —y su ternura era la misma, contradictoria, extraña y colérica. La «tierrita» de este hombre, tierrita pequeña, como un hijo, fue cubierta también por la inexorable ceniza del volcán. He visto los ojos de las gentes de San Juan Parangaricútiro, de Santiago de Sacán, de Angangua, de San Pedro, y todos ellos tienen un terrible, siniestro y tristísimo color rojo. Parecen como ojos de gente perseguida, o como de gente que veló durante noches interminables a un cadáver grande, espeso, material y lleno de extensión. O como de gente que ha llorado tanto. Rojos, llenos de una rabia humilde, de una furia sin esperanza y sin enemigo. Dicen que es por la arena, el impalpable y adverso elemento que penetra por entre los párpados, irritando la conjuntiva. Quién sabe. Creo que nadie lo puede saber. Sobre el paisaje ha caído la negra nieve. Sobre el paisaje y la semilla. Aquello en torno del volcán es únicamente el pavor de un mundo solitario y acabado. Las casas están vacías y sin una voz, y por entre sus rendijas penetra la arena obstinada, para acumularse ciegamente. Tampoco hay pisadas ya. Nada vivo en la naturaleza, en torno del volcán, sino algunos torpes pájaros de plomo, que vuelan con angustia y asombro, tropezando con las ramas del alto bosque funeral. Explotábase antes la resina de los árboles. Al pie del corte practicado en el tronco, se colocaba un recipiente de barro sobre el cual escurría la aromada savia. Hoy rebosan negra arena los pobres recipientes y los árboles generosos mueren poco a poco, sin respiración. Paricutín, el pueblecito, está solo y apenas unas cuantas sombras vagan por sus calles en desorden. En tarasco su nombre quiere decir «a un lado del camino», «en aquel lado». Ahora está verdaderamente «a un lado del camino». ¿Cómo se diría en tarasco «al otro lado», al lado de la vida? En San Juan Parangaricútiro hay un pavor religioso, una fe extraída del fondo más oscuro de la especie, cuando el hombre huía de la tempestad y un dios frenético ordenaba el destino. Tarascos de Zirosto, de Santa Ana, desfilan en procesiones tremantes, arrodillados, despellejándose la carne. Piden perdón y que las puertas de la gloria se abran para sus almas desamparadas, definitivamente sin abrigo. Las procesiones se realizan llevando al frente una bandera nacional y

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junto a ella, otra, sarcástica, de la Unión Nacional Sinarquista. «México ha agraviado a Dios —dicen los jefes sinarquistas—, hay que salvar a México del pecado.» Y atizan el pavor con un fanatismo seco, intolerante, rabioso, agresivo. Se les ve agitando, con la conciencia fría y calculadora, de un lado para otro, atentos sólo a su fin oscuro y primitivo. Las procesiones religiosas, de esta manera, resultan el más deprimente de los espectáculos. Hemos visto una —mis compañeros y yo— que entre todas las demás tuvo la virtud de impresionarnos particularmente. Fue por la tarde del día cinco. En todo el ámbito de la plaza escuchábase el canto, roto, inarmónico y tristísimo, de las jaculatorias. La plaza de San Juan impone por su aspecto, que no es antiguo, que está por encima de lo antiguo, por su aspecto de cosa que comienza por su aire bárbaro. El espíritu, entonces, evoca alguna cosa, atávicamente, y se sobrecoge de pronto con una memoria remota y áspera. Así, como esta plaza, debieron ser las de los primeros días de la conquista, vastas, desiertas, con los soldados españoles ahí, crueles y católicos. La iglesia de San Juan, sin terminarse de construir, contribuye a la visión: apoyándose en los andamios contra la pared, un malacate sirve para izar los grandes bloques de cantera para la torre inconclusa y esto mismo nos traslada a los tiempos duros y fanáticos, cuando se inició la conversión de los infieles. Porfiado, lleno de dolor, oíase el canto. Los indígenas, de rodillas, se dirigían al templo, la cabeza inclinada, pidiendo al Señor de los milagros el perdón y las puertas del cielo. Al frente una mujer levantaba la bandera sinarquista. ¿Qué entenderían aquellos hombres sumisos y empavorecidos? El sinarquismo era para ellos, en aquel instante, como una forma de la religión: tal vez una forma de aplacar la ira de dios. Pero también, quizá, ni siquiera del dios católico, sino de aquel otro, terrible y sombrío, que desde el fondo de la tierra, vomitando fuego, había asolado sus verdes campiñas, su antigua tierra fértil, hoy calcinada. El sinarquismo era su miedo, su inseguridad, su desposesión, lo mismo que para sus viejos hermanos de la conquista fue la negra cruz refugio por todo lo que se les había quitado, ceguera de piedad para no ver su desgracia. Vimos eso terrible en la plaza de San Juan Parangaricútiro. Vimos esa vuelta al seco pasado y otra vez vimos, también, las mismas fuerzas de negación, pesando sobre el alma elemental de los indios.


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El día hecho noche

En torno de nosotros extendíase el campo michoacano. Por esos rumbos, delante de Morelia y aún delante de Pátzcuaro, las cenizas

Tomamos el camino de la ceniza. A nuestras espaldas se quedó Morelia, cuyo cielo aún era transparente. Perdiéronse las hermosas torres de la antigua Valladolid y frente a nosotros tan solo restó la recta, obsesiva línea de la carretera. Me entretuve leyendo una biografía, extraordinariamente amena de Francisco Pizarro, mientras nuestro camión nos llevaba en pos de aquel cielo negro y enrarecido de Uruapan. Cruel negocio de mercaderes, la conquista del Perú; de mercaderes ignorantes y ruines, como el trujillano, o ambiciosos y torpes como Diego de Almagro y Hernando de Luque. Vergonzosa página de la historia de España el «contrato» de Panamá, en 1526, vergonzosa, también, la «capitulación» de la reina nombrando capitán general, adelantado, etcétera, a ese chapucero de Francisco Pizarro, peón de Cortés. Nuestro recelo de indios y mestizos, ese nuestro complejo de inferioridad —que tiene variedades tan extrañas, tan contradictorias—, todo eso humillado que tenemos, proviene de cómo fue hecha la conquista, de quienes vinieron para hacerla y del modo como les fue otorgada a los conquistadores la merced de conquistar. Atahualpa —Atabalipa, llamábanle los cronistas del XVI, cree en Pizarro. Confíase absolutamente en su palabra y acude a la entrevista con el conquistado, sin arma alguna y con un gran regocijo, «muy holgado» de verlo. Sin encontrar ningún pretexto apoyándose en el cual pueda hacer prisionero al inca —que Atahualpa no da pie para ello—, Pizarro recurre a la farsa monstruosa del nefasto cura Valverde, quien lee al emperador quechua los santos evangelios, en voz alta y sin que el indio los entienda, pretendiendo mediante procedimiento tan absurdo como leguleyesco que el inca se convierta a la fe católica. Un gesto, un además de pura ignorancia por parte del «Atabalipa» hace al cura Valverde proclamar el sacrilegio y dar órdenes a los soldados de apresar al inca, con un salvoconducto teologal como el «yo os absuelvo, prendedle», o algo por el estilo. Y éste fue tan solo un episodio entre muchos. La historia de la cultura está hecha de numerosas felonías que, forzosamente, debieron influir sobre la contextura psicológica de nuestros pueblos, creándoles todo eso triste, resentido, lleno de desconfianza y prevención que tienen.

del Paricutín no han causado un daño considerable. Se ven aún los surcos rectos, oscuros, feraces y el cielo es claro, apenas ligeramente gris. Más tarde corríamos junto a las riberas del lago de Pátzcuaro. Éste no es el de Lawrence. El de Lawrence es Chapala, pero sin embargo son parecidos, o así lo creo. El caso es que, involuntariamente, me puse a evocar la figura de aquellos niños indígenas que en La serpiente emplumada dedícanse al juego bárbaro de hundir bajo el agua, por algunos instantes, a una pobre gallina a la que sacan, después, para hundirla nuevamente, mientras aletea con desesperación infinita. Luego, también, a los remeros de bronce que conducen a Kate —la heroína neurasténica, incomprensiva, a la vez extraordinariamente inteligente e insoportablemente estúpida—, a quien cautivan y sobrecogen con su hermosura. Éste —se me ocurrió— es México, sombra, luz, desaliento y esperanza; se precipita, como la tierra cuando se acomoda, en formaciones sísmicas, terribles, sangrientas, oscuramente nobles y plenas de dignidad interior. Corríamos por la carretera, hacia la ceniza. El hecho era increíble pero nuestro paisaje de cristal de esos momentos debía trocarse por uno sucio y borroso. —En Uruapan —narraba un pasajero— a las doce del día tuvo que encenderse la luz de las calles. Era imposible ver, de tanta arena. Tal vez no fuese cierto, ni fuese cierto, tampoco, el propio volcán. Porque en México, tan vasto, todo ocurre como en la casa de los espejos y de pronto uno se topa consigo mismo o con una puerta que lo deja en el aire; es un país de irrealidad, de fantasías completamente verosímiles. —Dicen que se hunde uno hasta las rodillas, en la arena de las calles de Uruapan. Todos volvieron la cabeza hacia quien hablaba. Era un viejecito absurdo, con voz de mujer. «¿Quién lo traería?» Pero nos acercábamos a la ceniza. El camión ya levantaba una columna de polvo, pese al asfalto de la carretera. Se trata de un polvo extraño, que se puede encontrar hoy y se encontrará toda-

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vía durante algún tiempo. Un polvo negro, que no pica en la nariz, un polvo singular, muy viejo, de unos diez mil años. Con ese polvo tal vez se hizo el mundo; tal vez las nebulosas estén hechas de él. Y los peces también, quizás, aquéllos de los primeros grandes mares. Algo sentíamos en el espíritu, en el espíritu y de ninguna manera como sensación física. Como si se regresase a un lugar ya conocido en el tiempo, pero el cual no se hubiera visto jamás; conocido sólo en el tiempo. O como si fuese uno testigo de alguna cosa anterior a uno mismo y anterior, igualmente, a los demás hombres. Paracho afirmó la sensación: la gente de Paracho tiene esa actitud comunicativa, risueña y asombrada, de las gentes que ven nevar en un sitio donde nunca ha caído nieve. Cualquier transeúnte o cualquier vendedor de guitarras o cualquier comerciante en jícaras de Quiroga, está presto a explicar cuanto se le pregunte sobre el Paricutín y, de su peculio, a soltar toda la fantasía si ayer era imposible llevarse una taza de café a la boca porque en un segundo se llenaba de arena o que tal si el otro día se escucharon imponentes ruidos subterráneos. En Paracho todos tienen esa nerviosidad alegre de quienes, de súbito, cambian de sistema de vida o alteran la monotonía de su existencia con un suceso inesperado a la vez que común. Aunque, en realidad, la ceniza de Paracho sube arriba de las banquetas y los techados de tejamanil están negros por el polvillo del volcán. A nuestra derecha —¡por fin!—, camino de Uruapan, elevóse la co­ lumna negra del Paricutín. Aún no nos encontrábamos bajo el penacho sombrío y sobre nuestras cabezas todavía brillaba un extra­ordi­­nario cielo de estrellas. Tan poderosa como es, tan superior, tan llena de ciego misterio, la columna del volcán ejercía una extraña fascinación sobre nosotros. Es difícil explicar los minutos de aproximación a esa zona de las tinieblas. Corríamos, raudos, hacia ellas, pero por un instante la circunstancia perdió el tono deportivo, para volverse vacía, atroz, angustiosa. Si el mundo fuese plano y uno corriera hasta llegar a su extremo, tal vez eso inaudito de encontrarse al borde de una dimensión inimaginable correspondiera a la sensación de

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tal momento. Sobre nosotros, el cielo estaba dividido en dos: uno, encima justamente, con estrellas: otro, allá, sin medida, negro. Volví la cabeza para mirar a Venus, final estrella náufraga, y de pronto me sentí ya bajo la lluvia que, hasta aquel sitio, lanza el Paricutín. Lluvia dura, arena vertical que hace de la atmósfera un tejido donde la luz se desmaya quedamente como si le faltase la respiración. En Uruapan la gente se mueve de un lado para otro, aprensiva, ya sin la desenvoltura de los de Paracho. Los transeúntes, con el pañuelo en la boca para no aspirar el polvillo del volcán, cruzan la acera mirando turbiamente los montones de negra ceniza. —Imagínese usted —me dijo un pequeño propietario— que antes del volcán invertí tres mil pesos en la compra de una huerta. Ahora veré si los salvo. Quién iba a saber. Y la arena sigue subiendo. Sus palabras eran muy serias. Visiblemente le preocupaba el problema, pues su huerta, de continuar cayendo arena, se echará a perder sin remedio. En el mercado pregunté por el precio de la masa. La rolliza molinera repuso, con sequedad: —Doce centavos el kilo, patrón. Sin apartar la vista de sus manos extraordinariamente limpias, torné a preguntar, ya con un poco de ironía: —¿Y antes del volcán? —la mujer me miró con estupor: —¿Pues a cómo iba a valer si no a ocho? —Su respuesta fue de una sinceridad absoluta. Sobre las famosas carnitas de Uruapan cae una fina lluvia de polvo. Casi no pueden comerse, de tanta tierra. Tierra del Paricutín. Pude observar una escena interesante: derrengado, flaco, con su cobija mal terciada sobre el hombro anguloso, un indígena se acerca a la fondera de un establecimiento, en la plaza, una guarecita, tarasca también. —¿Pus no tienes tortillas pues? ¡Dame un cincu…! —y tendía la moneda. —Pus qué de tener. ¿Pus no se acabaron pues? El indígena se comió su carnita sola, llena de tierra, sin el sabroso pan, delgado y redondo, de maíz


Visión del Paricutín

La majestad de la tierra antes del hombre Los aficionados al volcán, los turistas de todas partes de la República, se agitan nerviosos, esperando un camión que los lleve a San Juan. Escuchan todos los relatos, todas las exageraciones, creyéndolos a pie juntillas. Se dejan esquilmar tranquilamente por los camioneros que les cobran tres pesos por el viaje. Los camioneros obtienen de cada excursión, noventa pesos. Quiere decir que deben cargar, apeñuscadas en la forma más inverosímil, a treinta personas, en un mal camión en el que no caben veinte desahogadas. A un amigo de Mayo, fotógrafo él también, se le ocurrió informarnos, frente al grupo de turistas, ya subidos, después de mil trabajos, en el camión: —Se apagó el volcán. Ya no vayan. Aquello es puro humo. —Lo dijo a voz en cuello y parecía muy satisfecho de habernos hecho el favor. Las turistas lo miraron con unos ojos de rabia infinita. —¿Y a él qué le importa? ¿A qué diablos tenía que meterse con el volcán, propiedad común, belleza del pueblo, más del pueblo que todas las honora-

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bles legislaturas juntas y que todo lo más inalienable de los ciudadanos? La gente «de fuera» adora al volcán. Está dispuesta a cualquier sacrificio con tal de admirar la majestuosa, imponente fumarola del Paricutín. La gente de Uruapan no; es más escéptica. La gente de San Juan, más aún. Y la otra gente, la de Paricutín, la de Santiago, toda aquella que no usufructúa siquiera los beneficios del turismo, esa ya no tiene esperanza. —¿Qué voy a hacer con mi tierra? —se nos acercó un hombre en Parangaricútiro, los ojos terriblemente enrojecidos—- ¿A comérmela? —y después, con una lamentable sonrisa de apocada dulzura—: ¡Deme un diez, patrón, para la charanda! En Parangaricútiro los hombres, en su mayoría, andan borrachos por la calle. Borrachos de una borrachera sombría, silenciosa. Se emborrachan para poder llorar sin que se les haga burla. De cuando en cuando gritan. Invariablemente una mentada, dirigida a quién sabe quién. Luego piden limosna, sin el menor recato. Y ahí está la iglesia, en mitad del pueblo. Y en torno de la iglesia, las cantinas. Y el sinarquismo.

LA ACERA DE ENFRENTE Las confesiones oblicuas Octavio Paz Tal vez Revueltas pensó que, «en un plano histórico más elevado», el marxismo cumpliría frente al cristianismo la misma función que éste había desempeñado ante las religiones precolombinas. Esta idea explicaría la importancia del simbolismo cristiano en la novela [El luto humano]. Además, le fascinaron siempre las creencias y los mitos populares. Un amigo me ha contado que una vez, medio en broma y medio en serio, se le ocurrió celebrar un rito matrimonial no ante el altar de la virgen de Guadalupe sino ante la diosa Coatlicue del museo. Recuerdo también que la noche de la masacre de Corpus Christi de 1971, reunidos varios amigos en casa de Carlos Fuentes, mientras se discutía qué podíamos hacer, Revueltas se me acercó y con una sonrisa indefinible me susurró al oído: «¡Vámonos todos a bailar ante el Santo Señor de Chalma!». Una frase revela a un hombre: «el ateísmo», me dijo una vez André Breton, «es un acto de fe». Las ocurrencias de Revueltas eran oblicuas confesiones. En Cristianismo y revolución: José Revueltas

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Visión del Paricutín

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El arroz, el maíz con que se les ayuda, por las autoridades, apenas es un remedio provisional. Quieren saber algo más, porque ya perdieron este año: se debió sembrar en marzo. Este año, ¿y el próximo? Paricutín es terriblemente triste, en desorden, sin amparo, como si una mano inmensa lo hubiese sacudido, desvencijándolo. En todo el tiempo que estuvimos ahí —cerca de treinta horas— no llegué a contar más de veinte habitantes, entre ellos, desde luego, tres miembros de la Defensa Rural, con su carabina parda, sus cobijas cenicientas y los ojos prevenidos, fieros y quebrados a la vez, como si hubiesen perdido un hijo. Los saludamos: —Buenos días. —Natzaranscu (buenos días) —respondieron como si nos contestaran desde otro mundo. En Paricutín hay sólo unas cuantas casas de mampostería, las demás son de madera. Estas últimas están construidas en tal forma que los tablones de las paredes y del piso ensamblan como para desarmarse. De esta suerte no son inmuebles; se las puede trasladar de uno a otro sitio sobre una carreta tirada por bueyes. Así emigraron los habitantes de Paricutín, en fila interminable, por esos caminos atroces, quién sabe adónde. No respondían cuando se les preguntaba por su destino; apenas una mirada torva, absorta, como si acabaran de despertar de un sueño sin sentido. ¿Adónde? —¡Quién sabe! ¿Onde pues hay tierra? Son delgados, los tarascos de Paricutín, flacos, y se han vuelto de arena ellos también, como sin sonido. Acaso se conviertan en piedra, verdaderamente. Tienen ceniza en los ojos, en los dientes, en la nariz, en las mejillas, y ya no se bañan, para qué, desde febrero, desde que apareció el volcán sobre los terrenos del Cuiyútziro, en los terrenos del águila, del águila ciega y muerta. Nos rodearon con curiosidad, con un abandono terrible, únicamente como pretexto para moverse y no llegar a cosa sin mirada y sin espíritu. —Natzaranscu (buenos días) —otra vez—. ¿Van a la volcana? Felipe Chávez, Bruno Rangel, Pedro Hernández, Esteban Rangel, Manuel Cervantes, Cipriano Gutiérrez, Fermín Santiago. Estos nombres también podían estar, con los clásicos torpes caracteres,

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dibujados sobre una prieta cruz. Los mismos seres que cobijan son como una cruz humana, de carne y lágrimas, con los brazos caídos sobre el cuerpo, cruz sin brazos, ambulante, peregrina fija, inmóvil en el sitio oscuro de la muerte. —Yo tenía cinco medidas. —Yo ocho. —Yo era mediero. Lo dicen secamente. —Natzusco (buenas tardes). Y desde los buenos días a las buenas tardes, hemos hablado con ellos, como dentro de una pesadilla en la cual se repitiesen, hasta la locura, las mismas palabras del tema obsesivo: la tierra, la resina, el tejamanil, todo lo que se vivía, se ha perdido para siempre. —Y las vacas, jefecitos. ¿Qué haremos cuando se nos acabe el rastrojo? Aquello es la majestad de la tierra antes del hombre. Cuando ella reinaba sola e inclemente, antes, siquiera, de los animales. La base del cono volcánico —nos lo dijo el ingeniero Ezequiel Ordóñez— mide setecientos metros de diámetro, y la altura es de doscientos setenta a doscientos ochenta metros. Un pequeño volcán. Ezequiel Ordóñez es un viejo gigante de setenta y tantos años, geólogo, que ama al volcán con todas sus fuerzas de roble derecho, de roble varonil. Al segundo o tercer día de la erupción, cuando el pánico se había apoderado de las gentes, el «padre geólogo», como desde entonces lo llaman los indígenas, fue el primero en impartirles consuelo, seguridad, confianza, en la medida en que esto era posible. Los tarascos de la región dicen que se llama Quisocho Ordoñie: graciosa deformación, en lengua indígena, del castellano nombre de este personaje singular. Y Ezequiel Ordóñez es así, severamente cordial, recto, con una mirada de águila y grandes manos, como alas de ángel antiguo. Cuando habla no aparta la vista de «su» volcán. —Fíjese usted —afirma— cómo las volutas tienen un clásico aspecto de coliflor… Nos explicó que en el Paricutín no se producen explosiones, sino que se trata de una «erupción continua». —El volcán —dijo— se encuentra en su periodo máximo de


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actividad. Es decir que en términos generales «no pasará de ahí». Ahora que quién sabe cuánto dure… —Representa este fenómeno —agregó— un ciclo volcánico muy antiguo, que tal vez se encuentre en su periodo de extinción. Ordóñez tiene algo de apóstol, mezclado al hombre de ciencia que es. Quiere a los campesinos, los ayuda. En su campamento de observación siempre hay dos o tres, quietos, mudos, silenciosos, como piedras del volcán. Sin embargo, Bañuelos —fotograbador, compañero nuestro en el viaje a Paricutín— cree firmemente que Ordóñez no existía antes del volcán y que de ahí, de sus entrañas, donde estaba estudiando, fue arrojado durante la erupción. Pero no. Eso no es cierto, porque Ordóñez había escrito ya, en 1889, en la Revista de la Sociedad Antonio Alzate, un sesudo estudio sobre la erupción del Jorullo, ocurrida, como se sabe, en el año de 1759, que hasta pudo contemplarla el barón de Humboldt. —El «padre geólogo» observa el volcán por el lado norte. Pero nosotros, por nuestra parte, decidimos admirarlo por el noroeste,

José Revueltas

hasta una distancia aproximada de ciento cincuenta metros de su base. Nuestra osadía nos valió soportar —mientras huíamos despavoridos— una terrible granizada de arena gruesa que estuvo a punto de hacer que los guías —Manuel Mateo y Delfino Rangel— nos abandonasen a nuestra suerte. El admirable Mayo, en su afán de obtener las mejores fotos, se quemó los pies —no gravemente, por fortuna— al pretender subir por una cuesta que, con seguridad, ardía. Cuando el día seis por la noche, avistando el valle de México y la luminosa pedrería de la ciudad, le pregunté: «¿No te parece la ciudad de México, en estos momentos, con sus millones de luces, como la falda del Paricutín después de una bocanada de fuego?», Mayo asintió silenciosamente con la cabeza. Sí. Ahora hay que preguntarnos: esa pedrería, esa arena luminosa de los palacios de nuestra ciudad, de los palacios de nuestros viejos y nuevos ricos, ¿no extinguirá, como aquella otra, los campos y la tierra, agostando las flores, cubriendo de ceniza improrrogable la tremenda patria?

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De la serie Challenger Dulce Chacรณn

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El ángel rebelde* Elena Poniatowska

La penetrante mirada de Elena Poniatowska alcanza a registrar, con viveza y exactitud, la figura poliédrica de José Revueltas, una figura en la que los contrarios parecen converger sólo para renovar sus distancias. Son estas líneas, justas acerca de una de las auténticas conciencias morales de nuestro tiempo

Como le estaba prohibido fumar, prendía un cigarrillo y lo insertaba cuidadosamente en una boquilla negra y plata, gesto nada proletario. Como le estaba prohibido beber, tomaba a pequeños sorbos vino blanco en un vaso de Carretones. Amenazado de enfisema pulmonar, amenazado de anemia, amenazado de cirrosis, en realidad Revueltas vivía curado de espanto. Después del reformatorio, de dos incursiones en las Islas Marías, después de dos años y medio de cárcel en Lecumberri, después de innumerables arrestos y detenciones en otras cárceles, ¿qué era para él una estadía más o menos larga en el Hospital de Nutrición? José Revueltas siempre vivió en la línea de fuego, entre los «¡Atención! ¡Disparen!» que resuenan un minuto antes de la descarga del pelotón de fusilamiento. A Revueltas le era más familiar la muerte que la vida, el dolor que la alegría, y sin embargo buscó siempre el calor de los hombres, el de los más despojados, el de los obreros agrícolas, los campesinos, los fabricantes, los ignorantes, las prostitutas, los sin-amor, los fracasados, los presos. En su última etapa en la cárcel, en 1968, fue a

buscar a tres de los personajes más aterradores que hubo en crujía alguna, a El Carajo, a Albino, a Polonio, tres drogadictos, tres apandados, tres basuras humanas a quienes rodeó de monos, archimonos, estúpidos, viles e inocentes policías, tan presos como los propios presos. Con ellos escribió la obra maestra El apando, un libro que plantea una problemática universal: somos changos, gobierno y pueblo, todos igualmente ignorantes, brutos, inconscientes. Presos y policías son lo mismo, comparten la misma condición: unos y otros están esclavizados, el uno no es mejor que el otro. El apando termina con la destrucción de ambos, la muerte de hermanos. En El apando se concentra toda la tesis revueltiana. Todos sobre la tierra somos iguales, todos estamos presos, el mundo nos sirve de cárcel, ningún ángel vendrá a salvarnos, y sin embargo, si algún hombre estuvo en México con el material de los ángeles este fue precisamente José Revueltas, un ángel, que como el de García Márquez, cayó en un gallinero en el cual se le chamuscaron, se le deshojaron las alas.

* En Nocturno en que todo se oye. José Revueltas ante la crítica. Selección y prólogo de Edith Negrín. Ediciones era / Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1999. (Biblioteca era).

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El ángel rebelde

Elena Poniatowska

En 1968, Revueltas era un hombre fuerte, fuerte hasta física­ mente. Salió airoso de más de una huelga de hambre. Sonreía, un tanto distante. Lo buscaban mucho los jóvenes, los líderes del 68 reunidos en otra crujía, como seguirían buscándolo hasta su muert­e. Sus amigos eran jóvenes. Marcué, De Gortari, Castillejos lo veían un poco como se ve lo que no se entiende. Heberto Castillo le indicaba que no fuera a tomar la cocción de cáscara de plátano que hervía durante horas en un perol ennegrecido o en una lata de Mobil Oil fermentando hasta formar un líquido embriagante, porque le perforaría los intestinos. Revueltas se alzaba de hombros o simplemente sonreía o se pasaba de largo. Asimismo en Lecumberri, los presos o las mujeres de los presos recurrieron a la ingeniosa fórmula de hacer gelatinas de vodka recubiertas con una gelatina de sabor para despistar a las monas que inspeccionan la comida. (Las había surtiditas: de tequila, de ron, de whisky, pero la de vodka era la que prefería Revueltas.) Sus amigos fueron Roberto Escudero, quien estaba en Chile, Martín Dosal, Raúl Álvarez Garín, Luis González de Alba, quien también en Lecumberri terminó su excelente novela Los días y los años, Guevara, Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca y no sé quiénes más. Era bonito ver a Revueltas entre ellos, mirarlo prender el enésimo cigarro, hablar largamente de «dialéctica» (Revueltas debería llamarse José Revueltas Dialéctica: fue algo así como su segundo apellido) y sonreír bajo su bigote y su barba enseñando sus dientes manchados, dientes tiernos de hombre sufrido, de hombre dolido como todos los hombres, de hombre colérico, de hombre perdedor, de hombre que ha escogido el lado de las víctimas. También era bonito verlo en CU, un portafolio bajo el brazo, su pelo que empezaba a crecer, su barbicheta, su barbita entrecana, sus anteojos a veces subidos sobre la frente, atravesar la explanada para asistir a uno u otro de los mítines o de las reuniones del Conse­ jo Nacional de Huelga en cualquiera de los auditorios. A los jóvenes él los llamaba «compañeros», pero muchos de ellos, los de filosofía, los de ciencias políticas, lo llamaban «maestro». Bondadoso, Revueltas hablaba con todos, nunca hizo distinción alguna, nunca; nadie, ni hombre ni mujer, le pareció despreciable, escuchaba hasta a los más tarados, no había una sola chispa de burla en sus ojos, y cuando terminaban, tomaba la palabra con su voz dulce, cada vez más entrecortada: «Pues mire usted, compañerito…».

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Paciente, también lo fue Revueltas, aunque su vida llevara en sí misma una carga de cólera profunda, como un ancho río subterráne­o y negro que enlaza a todas sus novelas y cuentos: Los muros de agua, El luto humano, Los motivos de Caín, Dios en la tierra, En algún valle de lágrimas, Dormir en tierra, Material de los sueños. Era una cólera ideológica, dialéctica diría él, porque con la gente, los hombres de todos los días, nunca fue un hombre impositivo, nunca siquiera hizo visible su propia importancia. No decía que él era escritor, no decía que era reconocido, ni pronunció jamás una palabra de superioridad; nunca creyó que nada le era permitido. Nunca tuvo un centavo, nunca un pantalón nuevo. Al contrario, toda su vida pareció un niño sin alas, un niño lastrado por pesados secretos. Revueltas fue siempre el ángel rebelde, soberbio, humilde, constantemente arrepentido y pecador. Salía de las manos de un Dios y le disgustaba su origen celeste. Lo rechazaba y volvía a él. Siempre libre y siempre encadenado, desde joven protestó en la tierra contra el sistema establecido y gritó y peleó por un nuevo sistema, por un modelo de otro cielo, pero, dialécticamente, el nuevo modelo celeste se le volvía inaceptable haciéndolo así el ángel rebelde de muchos diferentes dioses. De naturaleza dogmática, aborrecía el dogma pero volvía a él como si fuera un fuego inextinguible e hipnotizador. Se dejaba juzgar y se juzgaba a sí mismo. ¿Quién no recuerda la inquisición dogmática a la que se le sometió? Los días terrenales fue condenada por el Partido Comunista como obra reaccionaria; todas las corrientes de izquierda se precipitaron sobre Revueltas, lo injuriaron; le cayeron encima denuestos y reproches, maldiciones y expulsiones. Lo mismo sucedió con Los errores, otra novela en que Revueltas no pinta a perfectos revolucionarios sino a hombres pusilánimes y falaces. A mí me tocó oír a Lumbreras, preso político durante el Movimiento Ferrocarrilero de 58, condenar a Revueltas y declarar que su novela traicionaba a la clase obrera acerca de la infalibilidad del comunista. Y Alberto Lumbreras respondió que todos faltábamos, que todos cometíamos errores (Los errores) pero que él como dirigente del Partido Obrero y Campesino no veía la necesidad de divulgar debilidades humanas que sólo harían flaquear a las futuras generaciones de luchadores. ¿Qué hacía Revueltas ante sentencias tan estrechas como equivocadas? ¿Rebelarse? No. Sí, dijo a la sentencia. Había pecado, se


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había rebelado, había faltado a la línea de uno de tantos dogmas. Tenía que sacrificarse y purificarse, quemar su obra, retractarse en público, confesar su pecado contaminador. Pero luego el Ángel se rebeló contra sus jueces y contra su propia debilidad volvió a lanzarse, se arrepintió de haberse arrepentido, y su irrefrenable heterodoxia lo hizo reconsiderar lo dicho, rebelarse de nuevo, declarar que la verdad, sea cual fuere, siempre es revolucionaria. Todo de ello hacía de Revueltas un personaje entrañable. En los últimos años, Revueltas aceptó defender a las minorías judías en la Unión Soviética y asistir a un congreso en Santiago de Chile. Sufrió lágrimas de sangre para presentar su ponencia; para él no era poca cosa condenar a la Unión Soviética. Sin embargo, Revueltas lo hizo; sufrió como condenado, pero lo hizo. Perseguido, descarnado. Revueltas siempre estuvo atenazado por su propia conciencia, una conciencia verdugo, una conciencia justiciera que lo obligó a defen-

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der a Heberto Padilla contra la sentencia de Fidel Castro y a perder la amistad de los cubanos y de una Cuba en la cual había sido feliz, primero como jurado y después como maestro en la Casa de las Américas, bajo la dirección de Haydée Santamaría. Pepe Revueltas era caótico, contradictorio como todo lo que vive, pero eso no le quitaba su coherencia. Por eso se le respeta y se le ama, por eso resulta tan avasalladoramente atractivo a los ojos de los jóvenes. Vive en la contradicción misma y es la coherencia óptima. Por eso atrae, por ángel y demonio, por esa imagen angélica que refleja siempre a un Luzbel cambiante. La flama de José Revueltas se empequeñece y se agiganta y vive siempre, de acuerdo con la concepción más dinámica y hermosa que del universo dialéctico tuvo Heráclito. «No fue creado por ningún dios ni por ningún hombre. Es como el fuego eterno que se enciende y se apaga, de acuerdo con leyes».

De la serie Challenger Dulce Chacón

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De la serie Challenger Dulce Chacรณn

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El problema de la conciencia en Los errores de José Revueltas Evodio Escalante

Con sagacidad y erudición, Evodio Escalante viaja a las entrañas de Los errores, la gran novela de Revueltas, para advertir en primer término un hecho por lo común no visto por una crítica apenas capaz de ver el aspecto ideológico: la magnífica densidad de la prosa y la formidable estructura sinfónica de la obra. Analiza Escalante, certeramente, las fuentes hegelianas, las marxistas y las existencialistas de las que brotan los conceptos de aquella obra magna

Antes que nada, habría que comenzar diciendo que Los errores es la gran novela de madurez que José Revueltas estaba destinado a escribir. Madurez ideológica, madurez filosófica, madurez vital, pero antes que ello y sobre todo, la madurez de un escritor en pleno dominio de su lenguaje y su universo narrativo. El eje de la novela, que se refleja en el título de la misma, es de pleno derecho una tesis filosófica no exenta de complejidades. Al suscribirla, el comunista que era entonces Revueltas introduce en el centro de su argumentación una variante que lo convierte en un disidente no sólo del marxismo oficial, sino del marxismo a secas. Tanto la fe dogmática como la verdad satisfecha de sí quedan excluidas, por principio, de este discurso, cuando Jacobo Ponce, el alter ego del autor en la novela, escribe: «El hombre es un ser erróneo […]; un ser que nunca terminará por establecerse del todo en ninguna parte: aquí radica precisamente su condición revolucionaria y trágica, inapacible». El punto preciso en que el hombre podrá realizarse por fin como especie dotada de razón implica saturar un resquicio

acaso milimétrico, como del grueso de un cabello, pero que por esto mismo se revela como insaturable por definición, pues «dejará siempre sin cubrir la coincidencia máxima del concepto con lo concebido, de la idea con su objeto: reducir el error al grueso de un cabello constituye así, cuando mucho, la más alta victoria que puede obtener». El grueso de un cabello se revela en realidad, dentro de las dimensiones cósmicas, como un abismo sin medida que suscita en el personaje una suerte de delirio filosofante por el que llega a imaginar que podríamos encontrarnos algún día con unos seres absolutamente racionales que nos estarían esperando en el porvenir para que nos reconociéramos en ellos, como si la humanidad como un todo trascendiera los remanentes de animalidad y accediera por fin al saber absoluto que prefigura Hegel en su Fenomenología del espíritu. Lo más grave es que este error milimétrico, según Jacobo Ponce, no sólo pervertiría la conciencia humana, excluida por ello para siempre de la verdad, sino que contaminaría el espacio y la materia misma que nos constituye. Este hueco imposible de calcular

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El problema de la conciencia en Los errores de José Revueltas

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«es también el error de la materia, y por ende, ahí nacerán, de modo inexorable, otros seres racionales de los que acaso lleguemos a saber algo, quién sabe en qué remoto y desventurado día»1. «Metafísico estáis». «Es que soy hegeliano», respondería Re­ vueltas. La conciencia del hombre, con la miseria o la grandeza que queramos atribuirle, queda así confrontada, no importa que sólo de modo imaginario, y siempre dentro del ensayo que Ponce redacta en la novela, con la conciencia de unos extraterrestres que el texto bautiza raciomorfos, encarnación posible de una ra­ zón que se habría realizado plenamente como razón en algún punto hipotético de un porvenir que hoy por hoy la historia parece obturar de manera obstinada. Basta empero con imaginar esta creatura raciomorfa para que el orgullo racional de los hombres que todos somos quede humillado y sujeto a una suerte de bufonería histórica de carácter trascendental. Antídoto contra el dogmatismo y las certezas ideológicas, este conflicto irresoluble entre el hombre y la realidad lo elabora Revueltas, no a partir de Marx, por supuesto, ni siquiera de Hegel mismo, de quien se declara admirador, sino de Alexandre Kojève. En alguna de sus lecciones parisinas de los años treinta en torno a la Fenomenología del espíritu de Hegel, llegó a sostener Kojève: «Esa oposición, ese conflicto entre el Hombre y lo Real dado, se manifiesta en primer término por el carácter erróneo del discurso revelador humano, y es sólo al final de los tiempos, al término de la Historia, cuando el discurso del sabio se une a la realidad».2 Me parece evidente que la idea del error constitutivo del hombre que sólo habría de curarse con el supuesto advenimiento del saber absoluto lo ha tomado Revueltas de aquí. 1 José Revueltas, Los errores. México, Fondo de Cultura Económica, 1964 (Letras Mexicanas, 78), p. 78-79 2 Alexandre Kojéve, La idea de la muerte en Hegel. Trad. de Juan José Sebreli. Buenos Aires, Editorial Leviatán, 2006, p. 47 Subrayados en el original. (Las conferencias de Kojève sobre La fenomenología del espíritu de Hegel tuvieron lugar en la Escuela de Altos Estudios de París entre 1933 y 1939) La declinación «hegeliana» del marxismo de Revueltas deriva, como lo ha mostrado Jorge Fuentes Morúa, de su descubrimiento en los años treinta de los Manuscritos económicofilosóficos (1844) de Marx, texto muy cercano a la lectura de la Fenomenología, lo que en buena medida explica que el concepto dominante en este texto de Marx sea el de la enajenación, no sólo del trabajo, sino del hombre como ser genérico frente a la naturaleza y frente a sí mismo en tanto especie racional. Véase Jorge Fuentes Morúa, José Revueltas. Una biografía intelectual. México, Miguel Ángel Porrúa-Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, 2001

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Las complejidades y hasta las alucinaciones ideológicas de Jacobo Ponce, contenidas en el capítulo VII de la novela, contrastan con la peculiar estrategia realista que impera en general en la estructura de la novela. Más allá de que ésta funciona como un gran mural histórico que retrata la vida en México en los años treinta del siglo pasado, a la vez que como una crítica de las deformaciones que experimentan el socialismo y en general los militantes comunistas bajo la tutela del régimen soviético durante la época de la dictadura estalinista; y más allá de que quede vibrando en la lectura la gran pregunta, formulada de manera expresa por el narrador, de si el siglo XX pasará a la historia como el siglo de la revolución de octubre, o como el de los infames procesos de Moscú, en los que decenas y decenas de altos cuadros del partido fueron acusados de ser espías de Hitler y de haberse puesto al servicio del enemigo burgués; más allá de esto y de la innegable cuota de desencanto que esta visión implacable pudiera acarrear, Los errores permanece para mí como la obra de arte más ambiciosa, y mejor lograda, que Revueltas llegó a escribir. Es su contribución al arte de la novela en nuestro país. Los hábitos académicos y cierta inercia del pensamiento hasta cierto punto explicable en un texto de esta naturaleza, nos obligan a ver Los errores como una suerte de manifiesto ideológico de su autor. Lo que llevo expuesto parecería corroborar esta tendencia que, empero, le hace un flaco favor a la novela en tanto novela. Terminamos leyendo el texto como si fuera un documento, o sea, como el vehículo de una información histórica e ideológica con la que podemos estar o no de acuerdo, y se nos olvida que lo que Revueltas puso en nuestras manos es antes que nada un monumento, quiero decir, un constructo semiótico que consta de múltiples estratos y que no puede ser reducido tan solo al de su mensaje más evidente. Las complejidades arquitectónicas del monumento tendrían que ser incompatibles con una lectura lineal del mismo. Lo que hay que señalar es que la prosa de Los errores es una de las mejores prosas que uno pueda encontrar en la narrativa mexicana del siglo XX. Los temas pueden haber envejecido, la ciudad misma que se describe en ella ha cambiado de modo radical, pero mientras haya alguien que aprecie el arte de la novela y sepa disfrutar del ritmo y de la densidad lo mismo conceptual que afectiva de la prosa,


El problema de la conciencia en Los errores de José Revueltas

Los errores seguirá teniendo lectores. El arte de la novela remite no sólo a una fluidez de la acción y a una verosimilitud de lo relatado, tiene también que ver con la estructura total del texto, con la forma de enlazar los episodios de la trama y de interconectarlos entre sí, al grado que acaban fundiéndose. Como hace Faulkner en Las palmeras salvajes, la novela alterna y entreteje dos historias que en apariencia no tendrían nada que ver entre sí: la historia del robo del prestamista Victorino, en el barrio de La Merced, tramado por un padrote a quien apodan El Muñeco y la del asalto al local de una organización derechista que tiene su sede en el centro histórico de la ciudad, ejecutado por un comando formado por integrantes del Partido Comunista. Esta duplicidad le permite dibujar, sobre el fondo de claro-oscuro de la corrupción política y policiaca con que se gobierna este país, un retrato del modo de vida en que discurren los estratos lumpenizados de la sociedad al mismo tiempo que teje un prodigioso retrato de la situación de los militantes oprimidos por las estructuras dogmáticas de un partido maquiavélico que no duda en encarcelar, desaparecer o liquidar físicamente a aquellos militantes que por una razón u otra se han convertido en indeseables. El aspecto documental de la novela, quiero decir, su efectivo apego al referente histórico, nunca deja de estar en un primer plano. Aunque de modo formal Los errores está dedicada «a Imre Nagy, el gran luchador húngaro», el verdadero pivote de la novela es la «desaparición forzada» en la Unión Soviética de los años de Stalin del militante comunista Evelio Badillo, amigo muy cercano de José Revueltas con quien había compartido la cárcel en las Islas Marías y que cayó en desgracia por motivos que se desconocen, acaso por haber borroneado en algún baño público una leyenda contra Stalin, en español, además, pensando que nadie la entendería. Después de años de confinamiento en Siberia, cuando incluso había olvidado ya a expresarse en su lengua materna, Badillo logra escapar y se presenta en la Embajada de México para pedir su repatriación. En la novela, este personaje, que muere poco después de regresar a México de manera un tanto misteriosa, lleva el nombre de Emilio Padilla. Después de esta digresión obligada, retomo lo que pretendo destacar. El carácter magistral que exhibe la prosa de Revueltas en esta novela que hay que colocar en un sitio todavía superior

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al que suelen otorgar los críticos a El apando (1969). Se trata de una prosa densa y nerviosa, demorada y envolvente pero fluida a la vez, reiterativa en el sentido musical del término, creadora de atmósferas así como plena de matices e inflexiones como lo exige la naturaleza de la técnica narrativa que domina en el texto: la narración omnisciente con focalización interna, la cual opera en lo básico a partir de vivificar la conciencia de cada uno de los personajes que van poblando el texto. Esta focalización rigurosa, cuyos antecedentes están lo mismo en Dostoievski que en Proust, es lo que hace que esta novela se convierta no sólo en un lienzo social verosímil sino en una muy precisa indagación de los abismos subjetivos en los que las conjeturas, los miedos, los anhelos secretos y las prevenciones de la conciencia individual de cada uno llegan a ocupar el primer plano al grado de funcionar como pilares de la narración. La técnica de la focalización interna resulta evidente desde el arranque mismo de la narración. Uno puede pensar, si se queda con las primeras líneas, que se trata de una narración objetiva, que contempla la realidad desde el exterior, sin involucrarse con ella, pero pronto habrá de advertir que no es así. Reproduzco el párrafo inicial para que se vea lo que intento mostrar: «Ahí a sus espaldas, visto en el cuadro del espejo, a unos cuantos pasos, entre las cobijas del camastro, dormía el pequeño cuerpo infantil, verdadero hasta lo alucinante, hasta la saciedad. Dentro de algunos minutos comenzarían todas las cosas, sin que ya nadie pudiera detenerlas, una detrás de otra, sometidas a su destino propio, extraordinarias y tangibles, más allá de esto, en una especie de infinito. Un infinito concreto e irreal como una borrachera. Comenzarían cuando se aproximara a despertarlo, esto era indudable. Cuando se aproximara a sacudir con la mejor de sus rabias, con ese odio, al pequeño cuerpo, para sacarlo de sus puercos sueños, los sueños viciosos en que estaría metido de la cabeza a los pies. El pequeño y sucio cuerpo de Elena». Es la conciencia de Mario Cobián, por supuesto, la que asume la voz en este arranque de la novela. No estamos en aptitud de saber, como lectores, ni más ni menos que lo que conoce la conciencia del personaje, verdadera frontera y materia prima de lo que se relata. La argucia narrativa de Revueltas, empero, funciona de tal modo que

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El problema de la conciencia en Los errores de José Revueltas

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esta subjetivación extremosa también, como de rebote, dice algo muy objetivo acerca de la novela: que estamos en el incipit, que esta está por comenzar, que a partir de aquí la madeja se irá desatando sin que nadie pueda ya detener el hilo de los acontecimientos. La novela inicia pues con esta mirada que permite el espejo en la habitación del hotelucho donde Cobián, que se ha disfrazado de agente viajero para consumar el robo, se mira de modo narcisista en el espejo. Lo que descubre su mirada es el cuerpo dormido de su amigo y cómplice, el enano de circo, un homosexual que está enamorado de él, y a quien maliciosamente llama Elena, Elena-no. La reflexividad y la subjetivación, propias no sólo de la conciencia en general sino de modo específico de la conciencia con conciencia de sí, sientan sus reales en esta novela en la que Revueltas recoge las lecciones de los grandes maestros a la vez que incorpora lo que su instinto de narrador ha procesado en sus lecturas de la Ciencia de la lógica y de la Fenomenología del espíritu de Hegel. De este último libro, hasta donde alcanzo a ver, no le impresiona tanto la famosa dialéctica del amo y del esclavo que Hegel plantea como una lucha a muerte por el reconocimiento entre dos conciencias «enemigas», sino este planteamiento previo acaso todavía más fundamental: que una autoconciencia sólo puede satisfacerse en otra autoconsciencia. Señala Hegel: «Con la autoconciencia en­ tramos […] en el reino propio de la verdad». «De hecho —continúa Hegel—, la autoconciencia es la reflexión, que desde el ser del mundo sensible y percibido, es esencialmente el retorno desde el ser otro».1 La conciencia del otro se convierte, así, en el punto de partida de la verdadera conciencia de sí que no puede constituirse como tal sin este movimiento de regreso a partir de la conciencia del otro. La negatividad del otro hay que recuperarla y trabajarla en la conciencia de sí, como única forma de sobrevivencia. De aquí concluye Hegel con este enunciado que no dejará nunca de ser inquietante: «La autoconciencia sólo alcanza su satisfacción en otra autoconciencia».2 Cuando Margarita García Flores, que lo entrevista en Lecumberri, le pregunta: «¿Ha caído en la tentación de la novela-buzo?» Re­

vueltas responde: «Me estoy aproximando a la concepción cabal de la novela-buzo, que tendería a ver al hombre como interioridad del ser humano. Esto es, a despecho de su existencia social, en contraposición con ella, cualquiera que sea»3. El acento lo pondría yo en la palabra interioridad y en lo que esta interioridad implica en el marco hegeliano de sus pesquisas: cuanto más se profundiza en una conciencia más se encuentra en ella la presencia de la conciencia del otro, y ello por la simple razón de que ese es su verdadero fundamento. Si le hacemos justicia a Los errores, tendríamos que tachar la expresión «me estoy aproximando» y afirmar que ella ya es un ejemplo logrado de esta novela-buzo por la que pregunta García Flores. Aunque por supuesto la acción narrativa propiamente dicha es la que proporciona el armazón de la misma, pues es la que constituye la trama, la sustanciosa «carne» del esqueleto la proporciona el discurso del narrador que se sumerge como quien nada en una piscina en las profundidades de la conciencia de sus diversos personajes. La conjetura de la conciencia del otro, he aquí una de las cons­ tantes de una novela que por otra parte insiste a cada momento en los procedimientos del extrañamiento que ya propugnaban los formalistas rusos como recurso «desautomatizador» por excelencia. Ilustro lo anterior con este pasaje tomado de las escenas del asalto al cuartel de los fascistas. En medio de la acción el teléfono suena y Revueltas aprovecha el momento para evocar de modo irónico sus lecturas de Hegel:

1 G. W. F. Hegel, Fenomenología del espíritu. Trad. de Wenceslao Roces. México, Fondo de Cultura Económica, 1966, p. 107-08 2 Ibid., p. 112

3 Margarita García Flores, «La libertad como conocimiento y transformación», en Andrea Revueltas y Philippe Cheron (comps.), Conversaciones con José Revueltas. México, Ediciones Era, 2001, p. 80

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Inesperadamente, se escuchó el timbre de un teléfono, allá abajo, en las oficinas de los fascistas. Un timbre tan vivo y universal como esas llamadas confusas y distantes que escuchan los mineros atrapados en el tiro de una mina cuando se aproxima la patrulla de rescate, o a la inversa, pero del mismo modo, cuando los tripulantes de un submarino que ya no podrá volver a la superficie, reciben el mensaje de que se ha hecho todo lo posible por salvarlos pero que deben resignarse a morir en paz y con honor. Repicaba sin


El problema de la conciencia en Los errores de José Revueltas

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De la serie Challenger Dulce Chacón

cesar, una, dos, diez veces, apenas con una pausa anhelante e intranquila: un sonido con autoconciencia de su ser. (Lo satisfactorio que hubiera sido tener un interlocutor a la mano para decírselo y sonreír juntos: un sonido que conocía la definición hecha de él por Hegel.) Parecía algo mágico, el juego de los «encantados»…1 Más allá de esta curiosa referencia a Hegel, quizás debiera hablarse de un cripto-heideggerianismo de la narración. El concepto de Dasein, de «ser-ahí» en la traducción que se volvió canónica de José Gaos, pero equivalente al être-là por el que optaron los franceses, que enfatiza el ahí del ser, parece haber sido recogido por Revueltas en varios pasajes de su novela. Para empezar, y ya este dato me parece significativo, la novela arranca con la palabra «ahí», como se vio antes: «Ahí a sus espaldas…». La siguiente incursión, que transcribo, en la conciencia de Elena cuando este se encuentra aprisionado en el in-

terior de un veliz esperando el momento de salir en el despacho del viejo prestamista, puede corroborar mi sugerencia:

1 José Revueltas, Los errores, p. 308

2 Ibid., p. 43. Subrayado en el original.

Se sentía seguro y feliz, un diminuto planeta en el espacio, vigilado y atendido por la cuidadosa solicitud de Dios, sometida a Él sólo su abandonada voluntad. «Ahí lo vamos a poner». La voluptuosidad de no pertenecerse, de estar entregado, de no responder de sí mismo, de dejarse llevar de un lado al otro, a quién sabe dónde. Ahí. ¿Qué podía significar esta palabra, ancha y abierta como el infinito?2 Es lo que a mí mismo me gustaría preguntarme: ¿Qué significa la atención al ahí del ser en esta novela que, aunque escrita por un marxista, no puede escapar a los ecos del supuesto «existencialismo» heideggeriano entonces tan en boga?

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Arte y agonía en la narrativa de José Revueltas Edith Negrín

El texto que aquí presentamos corresponde a una conferencia que en 1989, durante un congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, Edith Negrín dio en Barcelona. Se recogió solamente en las actas, aparecidas en 1992, de muy escasa circulación. En él se desentraña el peculiar e intenso trabajo narrativo que José Revueltas dedicó a la visión de la vida y la muerte, aquella que se inserta en los ojos del agonizante y el iluminado, en contraposición a la que late en los ojos de la gente común

1. El luto humano, la segunda y mejor conocida novela del escritor mexicano José Revueltas, se abre con una descripción de la muerte, una muerte humanizada, que tiene cuerpo, rostro, color, sentada a la cabecera de una niña agonizante. Una vez fallecida la niña, esta muerte hecha personaje desaparece de la novela y del resto de la producción narrativa de Revueltas. Sin embargo, no deja nunca de estar presente en las novelas y los relatos del autor; ya sea en los acontecimientos de la trama, como una atmósfera, como una metáfora, o como el objeto central de las reflexiones del narrador o de los personajes. El corpus narrativo revueltiano parece responder, en su totalidad, al deseo de esclarecer una interrogación sobre la finitud. Uno de los personajes de El luto humano expresa esta inquietud como: […] el enigma eterno de conocer cómo responde el ser humano frente a la muerte, hecho tentador, magnífico y que atrae con poder inaudito (El luto, 118).

La finitud es, pues, para este escritor, el hecho que define la condición humana. Y sus personajes protagonizan una vez y otra la muerte involuntaria, el suicidio, el crimen pasional, el asesi­nato por robo, el homicidio político. Dentro de este amplio reper­torio, se presta una atención privilegiada a la situación de la ago­nía. 2. El autor tematiza el espacio de la agonía, en forma específica en tres relatos que constituyen una unidad de significado, y que alguna vez llevaron el mismo título. El 5 de mayo de 1946, Revueltas publica en el diario El Nacional un cuento llamado «La frontera increíble», que luego incluiría en la colección Dormir en tierra. Al año siguiente, en el número de febrero de la revista Letras de México, y también en El Nacional —el 8 de abril— publica otro relato con el mismo título, «La frontera increíble», que ingresaría a la misma colección de cuentos con el nombre de «Lo que sólo uno escucha».

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Arte y agonía en la narrativa de José Revueltas

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Si bien el volumen Dormir en tierra sale en 1960, ya desde 1953 el autor había armado una primera versión. Esto fue antes de haber escrito el cuento «Dormir en tierra» que daría título a la colección. En la primera versión, los dos relatos mencionados aparecían como «La frontera increíble I» y «...II», respectivamente (Dormir, 131-133). Por otra parte, en el número correspondiente al verano de 1947 de la revista cubana Orígenes, el escritor publica otro cuento llamado, una vez más, «La frontera increíble», que tiene la anotación «México, D.F., diciembre de 1964». Revueltas no incluyó este relato en ningu­ na de sus colecciones, y los editores de sus Obras completas lo inclu­ yeron en el volumen póstumo Las cenizas (Las cenizas, 322-323). El primer cuento llamado «La frontera increíble» —Dormir en tierr­a (1960)— lleva un epígrafe de Paul Valéry que sugiere lo que la narra­ción desarrolla, los momentos finales de la vida de un hombre. El epígrafe dice: FEDRO: No oigo nada. Veo bien poca cosa. SÓCRATES: Quizá no estés suficientemente muerto. Paul Valéry, Eupalinos o el Arquitecto (Dormir, 37). La atmósfera del relato está desde el título, el epígrafe y las prime­ras líneas, inscrita en el espacio del límite, del pasaje a la muerte. La narración empieza: Nada alteraba el silencio recogido y humilde de la habita­ ción. Los párpados quietos del agonizante hacían pensar que su muerte iba a ser tranquila, sin sufrimiento, no como esas muertes angustiosas en que la casa se llena de terror y hay un deseo tremendo de que todo ocurra de una vez, sin transiciones, para que cese el espectáculo intolerable del moribundo que gime o grita como una encarnación del espanto (37). La agonía se describe como una entrada al «reino de lo no revelado» (39), en la que empieza a desarrollarse en el hombre una nueva percepción que lo distingue y aleja de los demás. Los familiares que rodean al moribundo ansían que les dirija las últimas palabras y mira-

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das; pero para él es imposible, pues ha adquirido una posibilidad de ver que no coincide con la de los otros hombres y ha descubier­to un lenguaje nuevo que no le sirve para comunicarse con ellos. […] todos... estaban allí en espera únicamente de la postrer palabra de consuelo. Era imposible que llegaran a comprender lo que iba a ocurrir, lo que estaba ocu­rriendo. El enfermo tenía los ojos cerrados, mas ahora miraba con los ojos de la muerte y veía lo mismo pero más profundo (39). Situándose en la perspectiva del agonizante, el narrador explica cómo la nueva mirada y el nuevo lenguaje le permiten acce­ der a una verdad profunda, «la verdad de la muerte» (40); «verdad monstruosa» (41), a cuya luz los hechos se transforman; verdad incomunicable, «no había instrumentos humanos con que revelarla» (41). A la voz del agonizante, calificada de «inhumana, imposible y más allá del mundo» (40), se contrapone la «voz de la tierra» de sus familiares, de los demás. La incomunicación vertebra todos los niveles del relato. El moribundo es comparado a Cristo agonizante en la cruz. Y el narrador afirma que Cristo recibió vinagre en vez de agua porque los soldados eran incapaces de entenderlo; toda vez que él había empezado a hablar «el impenetrable idioma de la muerte» (41). Así, al igual que Cristo, el agonizante no puede hacerse entender. En tanto es desgarrado por la violencia de la «última batalla» (41) entre la vida y la muerte, sus familiares están convencidos de que fallece serenamente, sin sufrimiento. 2.1. En el relato llamado una vez «La frontera increíble II» y después «Lo que sólo uno escucha», se presenta, como protagonista a un músico pobre y sin relieve llamado Rafael. Este hombre vive la experiencia de la agonía imbricada y confundida con el éxtasis artístico. Poco antes de morir es capaz de interpretar una sonata en el violín a la perfección, lo cual no le había sucedido nunca antes. La voz en tercera persona del narrador omnisciente alterna dos registros. Uno que corresponde a la narración de lo que ocurre en el interior del músico; lo que siente y percibe mientras toca, cuando se


Arte y agonía en la narrativa de José Revueltas

encuentra a solas, y después, cuando su familia llega. El otro regis­ tro describe cómo los demás, la esposa y los hijos, sobre todo la primera, observan al violinista. Tanto Rafael como su esposa saben que las palabras no les sirven ya para comunicarse: Algo indecible se le había revelado [a él], mas era preciso callar porque tal revelación era un secreto infinito... —Parece como si tuvieras fiebre; tus ojos no son naturales —le dijo su mujer a la hora de la comida. No era eso lo que quería decirle, sin embargo. Querría haberle dicho, pero no pudo, que su mirada era demasiado sumisa y llena de bondad, que sus ojos tenían una indulgencia aterradora... «Quédate a morir —hubiera dicho ella con todo su corazón— te veo en el umbral de la muerte...» (Dormir 98). La frontera de la comunicación es aquí tan infranqueable como en el relato anterior. Sin embargo, a diferencia del primer agonizante descrito, el violinista Rafael ignora que va a morir, lo que resulta evidente para su esposa. Los sentidos del músico, revolucionados por la proximidad de la muerte, le ocultan, paradójicamente, la inminencia de ésta. Así, en tanto él penetra en un mundo de realización artística hasta entonces desconocido, ella atribuye su extraña apariencia al alcohol y advierte la presencia de la muerte. La experiencia artística y la agónica, reveladoras de verdades profundas, se identifican en la narración. 2.2. El tercer relato llamado «La frontera increíble», incluido en el volumen Las cenizas, se centra, asimismo, en una experiencia de incomunicación ligada a la vecindad de la muerte. Aquí el narrador omnisciente aúna su punto de vista al del protagonista, un hombre, Braulio, que se encuentra en la cama al lado de su esposa y, mientras ella duerme, hacia el final de la noche, escucha voces y ruidos extraños en la habitación contigua. Lo que Braulio oye son las plegarias, en voz de un cura y de una mujer, por un hombre que acaba de morir. Pronto comprende que no se trata de una escena normal, sino de una especie de misa negra en la cual los rezos adquieren un carácter obsceno. Más ade­lante, hacia

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el final de la narración, la esposa despierta y aclara que el sonido corresponde al agua que está entrando en el tinaco; al agua que el casero había estado reteniendo durante los días anteriores. La noción de frontera está presente en todos los aspectos del relato. Cruce temporal entre la noche y el día; separación entre la habitación donde los personajes se encuentran y la de al lado; margen entre la vida y la muerte que alguien supuestamente acaba de atravesar; límite entre lo increíble que Braulio percibe en su semi vigilia y lo creíble que su esposa sabe con certeza. Barrera, al igual que en los dos cuentos anteriores, de la comunicación. Piensa Braulio al oír a su esposa: El casero y los demás. Braulio no comprendió las extrañísimas palabras. Alguien las había pronunciado desde el otro lado de la tierra. Desde el otro extremo de Dios. Hubiese querido decirle a su mujer todo lo que imaginara a favor de aquel caprichoso chorro de la llave al derramar su líquido dentro del tinaco. Hablarle del cura, de las sucias y frenéticas oraciones, de los asquerosos chillidos femeni­ nos, de la grotesca danza en torno del cadáver. Pero no. No habría términos para describir una cosa ocurrida tan solo dentro de sí mismo, y a la postre sería banal y risible todo aquello, risible hasta la vergüenza (Las cenizas, 233). El personaje vive si no su propia agonía, sí una experiencia agónica en tanto límite, y producida por la cercanía de la muerte ajena. Al igual que al moribundo del primer relato, a Braulio se le asocia con Cristo en la cruz, y también de este personaje se afirma que ha conocido otra verdad que lo separa del resto de los hombres. En la confrontación entre ambas visiones, la de la mujer, inmersa en la vida cotidiana, se impone con unas cuantas palabras a la de Braulio, cuya descripción, mucho más extensa, constituye casi todo el cuerpo del relato. Braulio escucha a su esposa y duda acerca de si toda su experiencia ha sido real o imaginaria. El narrador omnisciente cuestiona también la realidad de la vivencia del personaje y finaliza el relato ratificando la versión de la mujer. Esto es, al lado de la habitación no hay ninguna otra, sino el sitio abierto en que se colocan los tinacos y se lava la ropa. Dice el narrador:

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[…] transcurrieron algunos minutos y sobre la ventana gris comenzó a despuntar la aurora. Escuchábase allá afuera, del otro lado del muro, el pausado rumor de la ropa sobre el lavadero (234). 3. En el primero de los tres relatos comentados el narrador omni­ sciente confiere validez a la posibilidad de dos vivencias simultáneas y opuestas: la increíble del agonizante, la creíble de los familiares. En los otros dos cuentos, en cambio, toma partido, definitivamente, por la versión de lo creíble, la que se sostiene desde la vida, desde la tierra, desde la razón. Se trata aquí de esa conflictiva oscilación entre lo racional y lo irracional que subyace a toda la narrativa de José Revueltas. Se trata de ese choque entre los fugaces atisbos de lo inexplicable por la vía racional, y la voluntad de encuadrarlos dentro de una racionalidad de signo marxista, que es la concepción asumida por el autor. El choque se resuelve literariamente en una expresión paradójica que se aprecia, por ejemplo, en el epígrafe de Valéry, hay que estar suficientemente muerto para poder ver y oír. 4. La importancia crucial, generadora del tema de la muerte en la narrativa de Revueltas lo enlaza con el pensamiento existencialista. Y una de las experiencias intertextuales más importantes del autor fue el texto de un filósofo existencialista cristiano, León Chestov. Revueltas publicó una reseña al libro de Chestov, llamado Las revela­­ciones de la muerte, el 14 de septiembre de 1939, en el diario El popular (Visión 39). El libro de Chestov fue escrito en 1921 y publi­ cado en español por la editorial SUR en 1938. Está formado por dos extensos ensayos, uno sobre Dostoievski, «La lucha contra las evidencias», y otro sobre Tolstoi, «El juicio final». Revueltas titula su reseña, significativamente, «Sobre un libro de Chestov: el arte y las evidencias». Revueltas enfatiza y glosa la cita de Eurípides con la que Chestov abre su estudio sobre Dostoievski: «Quién sabe, puede que la vida sea la muerte y la muerte la vida» (Las revelaciones, 9). Chestov comenta la obra del novelista ruso intercalando pasajes de su biografía. Confiere especial significación al encarcelamiento que Dostoievski padeció y recreó en Recuerdos de la casa de los muertos; sobre todo su sentencia a muerte, que no se cumplió, y que modificó radicalmente su visión del mundo.

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Chestov afirma que Dostoievski recibió la visita del «Ángel de la muerte», que está «enteramente cubierto de ojos». Dice: Ocurre que el ángel de la muerte advierte haber llegado demasiado temprano, que el término del hombre no se ha cumplido aún; no se apodera entonces de su alma, no se muestra a ella siquiera; pero deja al hombre uno de los numerosos pares de ojos de que su cuerpo está cubierto. Y el hombre ve, luego, además de lo que ven los otros hombres y de lo que él mismo ve con sus ojos naturales, cosas extrañas y nuevas; y las ve diferentes a las de antes, no como ven los otros hombres, sino como ven los que pueblan los «otros mundos»... El testimonio de los antiguos ojos naturales, de los ojos de «todo el mundo» contradice completamente el de los ojos dejados por el ángel (12-13). Así, el hombre que, tras haber vivido esta experiencia de proxi­ midad con la muerte, esta vivencia agónica, permanece en la tierra, vivirá siempre en continuo conflicto entre las dos visiones, la de este mundo, la normal, la común, y la del otro mundo, que Chestov llama «segunda visión». La de este mundo es la de los hombres corrientes que creen en las evidencias. La segunda es la de los elegidos que ven lo que las apariencias ocultan y descubren las verdades profundas. La primera visión, la de este mundo, se liga con la razón, y la razón construye los conocimientos diversos basándose en los datos empíricos. Datos falsos, según Chestov, que aconseja desconfiar de la información que los sentidos ofrecen. La visión del otro mundo se liga con una facultad superior, que rebasa la razón. En su enjuiciamiento de la razón la filosofía de León Chestov se aproxima a la de Blaise Pascal. Chestov afirma que la visita del ángel «trastorna» la noción fundamental del conocimiento que es la diferencia entre la vida y la muerte. Y trastornada ésta, todas las nociones se ponen en tela de juicio. Para este filósofo sólo los hombres normales, estupidizados por el sentido común tienen clara la diferencia entre la vida y la muerte; los espíritus profundos, como Eurípides y Dostoievski continuamente dudan acerca del límite entre ambas.


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La primera visión, la del sentido común, desea ver la realidad como ordenada, armoniosa y bonita. Chestov repudia este enfoque y le opone la segunda visión, la alternativa elegida por Dostoievski, que implica una estética de lo negativo; una óptica que requiere de una inmersión en lo inesperado, tenebroso y horrible como único camino para acceder a la verdad profunda. La lectura de este filósofo ahora, revela una red intertextual conectada con la obra de Revueltas. En el caso de Dostoievski, si bien es cierto que José Revueltas leyó sus obras con pasión, también lo es que su visión del escritor ruso está influida por Chestov. Por otra parte, en el caso de Tolstoi, Revueltas parece haber aunado, asimismo, su lectura directa del escritor con la interpretación propuesta por Chestov. Esto es claro en cuanto a la novela breve de Tolstoi que el primer relato comentado de Revueltas transparenta, La muerte de Iván Ilich, Chestov sostiene que la mera curiosidad de

«espiar lo que pasa en el alma de un agonizante» rebasa la razón, pues desde el punto de vista de ésta, tal inquietud sería «una curiosidad inútil» (172). 5. Me parece interesante apuntar la vinculación entre la concepción de José Revueltas sobre la agonía y la muerte como posibilidades de percepciones distintas, como reveladoras de verdades profundas, como vivencias equiparables a la producción artística, concepción con frecuencia tematizada en sus textos literarios, con su estética. Un texto muy significativo al respecto es el prólogo a la segunda edición de su primera novela, Los muros de agua, que apareció en 1961, veinte años después de la primera edición. El prólogo se inicia con la descripción de una visita a un leprosario hecha por el escritor. Y a propósito de lo horrible, lo empavorecedor y deprimente del lugar, Revueltas va esbozando los presupuestos de una teoría literaria que

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continuaron vigentes a lo largo de toda su trayectoria narrativa. Revueltas define su literatura como un intento, por definición imposible, de aprehender lo que él llama «el lado moridor de la realidad», lo que es una forma de referirse al lado agónico. Para él, el lado moridor es aquel en el que la realidad permite ver el dinamismo de sus contradicciones: […] un realismo mal entendido... nos desvía hacia el reportaje terriblista, documental. La realidad necesariamente debe ser ordenada, discriminada, armonizada dentro de una composición sometida a determinados requisitos. Pero estos requisitos tampoco son arbitrarios; existen fuera de nosotros: son, digámoslo así, el modo que tiene la realidad de dejarse que la seleccionemos. Dejarse la rea­lidad que la seleccionemos. ¿Qué significa esto? Significa que la realidad tiene un movimiento propio, que no es ese torbellino que se nos muestra en su apariencia inmediata, donde todo parece tirar en mil direcciones a la vez. Tenemos que saber cuál es la direc-

ción fundamental, a qué punto se dirige, y tal dirección será, así el verdadero movimiento de la realidad, aquel con que debe coincidir la obra literaria. Dicho movimiento interno de la realidad tiene su modo, tiene su método, para decirlo con la pala­bra exacta. (Su «lado moridor» como dice el pueblo). Este lado moridor de la realidad, en el que se la aprehende, en el que se la somete, no es otro que su lado dialéctico: donde la realidad obedece a un devenir sujeto a leyes, en que los elementos contrarios se interpenetran y la acumulación cuantitativa se transforma en cualitativa (Los muros, 18-19).

Es en este lado moridor o agónico donde lo que es en apariencia armonioso se revela como caótico. De ahí que el narrador Revueltas esté siempre centrado en la negatividad, en lo sórdido, lo oscuro, lo perverso. De Revueltas puede, con legitimidad, afirmarse lo mismo que Ches­tov dice sobre Dostoievski: que miraba mucho más de lo que

LA ACERA DE ENFRENTE El hambre y la sed de absoluto Octavio Paz Su obra es desigual. Algunas de sus páginas parecen, más que textos definitivos, borradores; otras son notables y le otorgan un sitio aparte y único en la literatura mexicana: Los días terrenales, Los errores, El apando y, sobre todo, los cuentos de Dios en la tierra y Dormir en tierra, muchos de ellos admirables. Pero la excelencia literaria de estas obras, con ser de veras considerable, no explica enteramente la atracción que ejerce su figura. En nuestro mundo todo es relativo, el bien y el mal, el placer y la pena. Aunque la mayoría se contenta, unos cuantos se rebelan y, poseídos por un dios o por un demonio, piden todo. Son los sedientos y los hambrientos de absoluto. No se me pida que lo defina: el absoluto es por definición indefinible. Revueltas padeció esa hambre y esa sed; para saciarlas fue escritor y fue revolucionario… En Cristianismo y revolución: José Revueltas

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Arte y agonía en la narrativa de José Revueltas

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podía des­cribir. En su intento de integrar las contradicciones, de aprehender una realidad inaprehensible, el escritor mexicano recurre a la paradoja y la simbolización, que adquieren un carácter fundamental en su literatura. Poseedor de la mirada que le revelaba verdades terribles, como la degradación del ser humano, Revueltas plasma en sus obras una concepción trágica del mundo. Está también su tragedia personal, la del hombre en continuo combate consigo mismo, desgarrado entre la mirada agónica y la normal. José Revueltas lo sabía. Entrevistado por Ignacio Solares dos años antes de su muerte, recordó que el libro de Chestov le había sugerido la idea de escribir «La frontera increíble» —el primer relato comentado. En esta conversación, en que el autor se encontraba en su plenitud como narrador, reiteró:

[…] en cierta forma, el verdadero artista siempre ve la vida con los ojos de la muerte, y ese es su gran drama («La verdad...», 59). Bibliografía Chestov León, Las revelaciones de la muerte, Buenos Aires, Sur, 1938 Revueltas José, Los muros de agua, segunda ed. 1961, México, Ediciones era, 1981 ____, El luto humano, 1943, México, Ediciones era, 1980 ____, «La frontera increíble», Dormir en tierra, 1960, México, Ediciones era, 1982 ____, «Lo que sólo uno escucha», Dormir en tierra, Op. cit. ____, «La frontera increíble», Las cenizas, México, Ediciones era, 1981 ____, «Sobre un libro de Chestov: el arte y las evidencias», Visión del Paricutín, México, Ediciones era, 1983 Solares Ignacio, «La verdad es siempre revolucionaria», Varios, Conversaciones con José Revueltas, Jalapa, Universidad Veracruzana, 1977

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Notas sobre «La autogestión académica» y La universidad sin condición José Manuel Mateo

«Revueltas habría estado de acuerdo con Derrida en que el ejercicio crítico y deconstructivo es una forma de desobediencia civil e incluso de disidencia» apunta el autor de estas líneas, uno de los más profundos y más claros conocedores de la obra y el pensamiento del autor de Los muros de agua. El escritor mexicano anticipó ideas cardinales del filósofo francés, según puede verse en este minucioso estudio

En una entrevista publicada en el volumen de Renata Sevilla1, José Revueltas ponderó la experiencia de 1968. Le parecía «altamente positiva», pero enseguida aclaraba que sólo tendremos acceso a sus «enormes beneficios» si sabemos «teorizar el fenómeno». Él comenzó a pensar el movimiento de 1968 cuando se hallaba en curso y durante varios años le dedicó tiempo mientras estuvo recluido en Lecumberri. El 22 de noviembre de aquel año, el juez primero de distrito en material penal del D.F. lo declaró formalmente preso «como presunto responsable de los delitos de invitación a la rebelión, asociación delictuosa, sedición, daño en propiedad ajena, ataque a las vías de comunicación, robo de uso, despojo, acopio de armas, homicidio y lesiones… contra agentes de la autoridad».2 En el Archivo General de la Nación existe una fotografía donde Revuel1 Renata Sevilla. Tlatelolco, ocho años después. Posada. México, 1976, p. 13-15 2 Véanse las notas de Andrea Revueltas y Philippe Cheron en México 68: Juventud y revolución, prólogo de Roberto Escudero, recopilación y notas de Andrea Revueltas y Philippe Cheron, México, Ediciones era (Obras completas, 15) p. 337

tas, efectivamente, parece un criminal y sobre su imagen, abajo, se puede leer la leyenda «agitador comunista». Este agitador, sin embargo, es uno de los máximos escritores y teóricos que ha dado esta tierra que por costumbre llamamos México. Él tomó para sí la tarea de teorizar el movimiento y lo hizo con la lucidez de quienes escriben más allá de la circunstancia. En sus escritos sobre la experiencia de 1968 es posible encontrar algunas cuestiones que hoy se mantienen vigentes. Aquí sólo retomo algunas de las relativas a la autogestión, escritas mientras el movimiento se hallaba en curso. Entre esas cuestiones y las que Jacques Derrida expresó durante una conferencia —primero en Stanford (1998) y luego en Murcia (2001)— me parece encontrar algunas coincidencias. En el volumen México 68: Juventud y revolución se disponen en orden cronológico apuntes, notas, comentarios y documentos escritos por Revueltas entre mayo de 1968 y mayo de 1971, periodo que incluye el tiempo de su participación en el movimiento, junto con

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Notas sobre «La autogestión académica» y La universidad sin condición

José Manuel Mateo

los años de su reclusión por tal causa. Mientras se explora la diversidad de aspectos que toma la escritura revueltiana a propósito del movimiento estudiantil, una de las primeras cuestiones que destaca es la siguiente: por principio, todo movimiento social debe renunciar unilateralmente al ejercicio de la violencia. Quizá desde mucho antes, pero con mayor claridad a partir de que los estados pugnan por la posesión de la energía atómica con fines militares —explica Revueltas—, la violencia constituye lo otro de la propiedad privada. Y aquí lo otro no es lo distinto sino lo opuesto que confirma el antecedente. Mediante acciones violentas se puede destruir la propiedad privada, sí; pero entonces la propiedad persiste como ejercicio particular de la violencia. Para los estados, de hecho ya no hay pugna ideológico-doctrinaria capaz de ocultar o suavizar su pura necesidad (ideológica) de «preservar y acrecentar la magnitud de la violencia de que cada uno es propietario particular» (OC 15: 34),1 especialmente cuando esa posesión tiene la forma de las hoy llamadas armas de destrucción masiva. Por lo tanto, si la sociedad organizada quiere distinguirse de las formas del estado que hacen de la propiedad privada su razón de ser, debe renunciar a cualquier forma de violencia. Esta renuncia unilateral implica un primer acto político frente al estado capitalista. A eso se refiere José Revueltas (me parece) cuando se ocupa de lo que él llama la «superviolencia organizada de la energía atómica» en tanto posesión del estado (OC 15: 34). La expresión se encuentra en «Prohibido prohibir la revolución», carta abierta dirigida «a los revolucionarios franceses, a los marxistas independientes, a los obreros, estudiantes e intelectuales de las jornadas de mayo de 1968» (OC 15: 25). En esa carta, que abre el ciclo donde Revueltas introduce la idea de la autogestión académica, el primer llamado del escritor a los «camaradas franceses» consiste en demandar a la potencias socialistas de entonces que destruyan «unilateralmente y de modo íntegro su propia posesión de las armas nucleares» (OC 15: 36); esa demanda, que parece fuera de lugar, en realidad funda el sitio para la reflexión del movimiento: para concretar la revolución perfilada por el mayo del 68 lo primero que debe existir es un mundo para 1 Para abreviar, en adelante, se indica de este modo el volumen de las Obras completas de José Revueltas que corresponde a México 68: Juventud y revolución; el número que sigue a los dos puntos señala la página.

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esa revolución; de ahí la importancia de que actuemos a tiempo, o bien, para decirlo quizá con más precisión, mientras existe algo que podemos llamar tiempo: «antes del desastre inimaginable de una guerra nuclear» (OC 15: 37). Si lo primero es la renuncia a la violencia, lo segundo corresponde ya al carácter del movimiento, que deberá ser autogestivo de acuerdo con su adscripción; es decir, con la actividad social que sus integrantes desempeñan habitualmente. Para estudiantes y maestros, la autogestión deber ser, antes que nada académica, de modo que el estudio efectivo adquiera valencia política. Por eso es tan necesario «proseguir los cursos», no abandonar el estudio y «no lanzarnos a la calle hasta que la hayamos conquistado en la política» (OC 15: 38). En la Universidad los cursos deben seguir —proponía Revueltas— de acuerdo con «los planes» de estudio, sí, pero también «fuera de ellos» (OC 15: 38), porque «aprender es controvertir» (OC 15: 39): en la controversia (informada y reflexiva) reside «una verdadera democracia del conocimiento que la Universidad debe encabezar y extender a todos los centros de enseñanza superior» (OC 15: 39).2 La movilización social, además, no puede darse sólo en las calles; más aún, es donde menos tiene caso realizar acciones porque la auto­ gestión no debe entenderse como práctica coyuntural; de entrada, implica la conciencia de que las demandas dirigidas al gobierno para que haga cumplir la legalidad son, para éste, inaceptables, porque «si el gobierno tomara el camino de la legalidad sería derrocado también por el camino de la legalidad» (OC 15: 41, cursivas del original); es decir, las clases o los intereses instalados en el gobierno no toleran la evidencia de que sus prácticas y su permanencia en el poder son contrarias a la ley, de modo que siempre estarán lejos de cumplirla.3 La impunidad generalizada es la constatación de este orden; y la auto­ gestión la vía para convertir las consignas y las demandas en líneas de acción permanentes. En el ámbito universitario la autogestión acadé2 Véase «Nuestra «revolución de mayo» en México» (OC 15: 38-39) 3 Para la mentalidad oficial, el movimiento de 1968 no podía ser lo que era, un movimiento político, «pues le parece inconcebible que exista algo que sea lo diametralmente opuesto a lo que ella es y a lo que sabe ella misma como lo que es, como mentalidad oficial, autosuficiente, y que si bien está dispuesta a tolerar discrepancias menores y secundarias, jamás aceptará que pueda existir, frente a ella, otra mentalidad que resulta ser la versión exactamente contraria a la suya»; véase «Esquema para conferencia sobre autogestión académica» (OC 15: 98)


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mica comienza por no interrumpir las clases al mismo tiempo que se procura cambiar los planes de estudio en vigor mediante «organismos de discusión, controversia, investigación, etcétera» (OC 15: 42) con el «objetivo ideológico fundamental… de establecer… el concepto y la práctica de la democracia cognoscitiva como instrumento de la lucha por la libertad y como la libertad misma del futuro» (OC 15: 42).1 La democracia cognoscitiva está en relación directa con la «lucha por una sociedad nueva, libre y justa, en la cual se pueda pensar, trabajar, crear sin humillaciones, sobresaltos, angustias y mediatiza­ ciones… Estudiamos precisamente para obtener esto» (OC 15: 51). Como estudiantes, como personas dedicadas al estudio, nuestra causa debe ser «la del conocimiento militante»; bajo tal bandera el conocimiento habrá de vivirse, además, como militancia democrática, lo cual implica, no una adscripción político-doctrinaria, sino una acción crítica que no se satisface con la «acumulación de conocimientos estáticos y sin contenido humano» (OC 15: 52). No es otra la razón de dedicarse «a la cultura», dirá Revueltas, que colocar al «ser humano vivo, tangible y sufriente, en el centro de todas las preocupaciones» (OC 15: 51). Para que la autogestión académica exista, por otra parte, no es necesario manifestarse contra «la vigencia de la ley orgánica de la universidad ni de los planes de estudio» (OC 15: 61); al contrario, en tanto forma de la «protesta política», la autogestión permite oponer una praxis inteligente y viva ante una demanda institucional que muchas veces se concentra en el orden, la progresividad y la acumulación.2 Aunque «primitivas» —esto es, «elementales»— en su momento, la distribución de volantes, los manifiestos impresos en mimeógrafo y la oratoria de los brigadistas concretaron para Revueltas «tres formas básicas de autogestión» que pueden resumirse de la siguiente manera: 1] libre expresión, 2] definición colectiva de un mismo interés donde estudiantes y maestros se reconocen como parte de una sola comunidad y 3] «contacto vivo con la realidad social y con el pueblo» (OC 15: 97), esto es, con otras colectividades no académicas ni adscritas directamente a la universidad. En la triada, quizá lo que podemos identificar como experiencia autogestiva es la aparición 1 Véase «Metas y tareas de la huelga dentro de la perspectiva estratégica del movimiento en su conjunto» (OC 15: 40-42) 2 Véase «Nuestra bandera» (OC 15: 49-52)

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(fugaz) de la democracia en tanto ejercicio de reflexión, oralidad y escritura que verbaliza un interés inédito y evidencia la posición histórica de quienes, como agentes de la movilización, prescinden de las estructuras y los hábitos asumidos hasta entonces por las dirigencias políticas (incluidos los partidos de izquierda). Lo importante —y todavía por conseguir, dirá Revueltas— es que la «autogestión espontánea» sea asumida como «proceso consciente», como «conciencia colectiva en ejercicio continuo, lúcido, racional, dentro de las aulas y fuera de las aulas», dentro de la vida de la universidad y en el país «y en medio de las inquietudes del mundo» (OC 15: 98). Es verdad que las formas exteriores de la autogestión ya han ingresado a la universidad o ingresan a ella cuando la cátedra es sustituida por el seminario y cuando el libro y el profesor dejan de ser inapelables para los alumnos. No obstante, esas formas quedan sin efecto cuando abandonan el carácter crítico del conocimiento, que no sólo se inconforma con los hábitos ajenos sino con los propios (esto es con los hábitos individuales que solidarizan a los sujetos con una comunidad). «La autogestión consiste, pues, en el conocimiento crítico de todas las cuestiones que nos plantea el saber… mediante el ejercicio de una conciencia colectiva en perpetua inquietud» (OC 15: 102).3 En su sentido más sencillo, autogestionar «significa que un algo determinado se maneja y se dirige, por su propia decisión, hacia el punto donde se ha propuesto llegar» (OC 15: 110). Hay en esta decisión un primer acto volitivo, un primer grado de conciencia. La autogestión académica desde luego implica un rumbo racional en estos términos, pero sobre todo inaugura un nuevo sentido para la autonomía universitaria. Pues más allá de la protección jurídica y constitucional de las condiciones básicas que garantizan el funcionamiento de la universidad pública (libertad para elegir forma de gobierno y autoridades; para establecer planes y programas de estudio, líneas de investigación y políticas culturales; para decidir sobre el presupuesto asignado y autogenerado; y para establecer un orden jurídico interno), la autogestión académica —dice Revueltas— da existencia real a la autonomía «como expresión del derecho inalienable del pensamiento a su extraterritorialidad» (OC 15: 111); esto es, realiza o hace real la existencia de un espacio «sin 3 Véase «Esquema para conferencia sobre autogestión académica» (OC 15: 94102)

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límites de ninguna especie» para ejercer el pensamiento en libertad (OC 15: 112). Por ello, la universidad está llamada a ser la «concien­cia múltiple, móvil y en activo, que sepa asumir todas las problemáticas posibles y salga al encuentro de todas las resultantes posibles, con absoluta convicción respecto a la necesidad de rechazar cualesquiera que sean los dogmas con que se intente deformarla como tal conciencia colectiva» (OC 15: 111-112). Así vista la cuestión universitaria, no hay tanto una misión como una disposición de la universidad para ratificar que el conocimiento tiene «como su herramienta de trabajo la impugnación radical de todo aquello que amenace o límite el ejercicio individual y colectivo de la libertad de conocer y transformar el status» (OC 15: 113); y la palabra latina señala aquí, desde luego, la situación de lo social pero también el estado mismo del conocimiento. Conocer implica por ello revisar la evidencia y el consenso.1 Aunque es posible destacar muchas otras proposiciones sobre la autogestión, este primer intento de aproximarnos al concepto nos brinda elementos suficientes para establecer algunos puntos de contacto entre las reflexiones de Revueltas y la «profesión de fe» manifestada por Derrida en una conferencia que tuvo lugar, primero, en la Universidad de Stanford (California), el mes de abril de 1998, y después en la Facultad de Filosofía de Murcia, el mes de marzo de 2001. Por principio, Derrida declara en otros términos lo expresado por Revueltas en 1968: mientras el escritor mexicano habla de la universidad como el sitio donde se vuelve real el derecho inalienable del pensamiento a su extraterritorialidad, el filósofo francés formul­a la idea de que la universidad, como espacio académico, «debe estar simbólicamente protegido por una especie de inmunidad absoluta, como si su adentro fuese inviolable», aun cuando esta «inmunidad académica» (semejante a la biológica, la diplomática o a la parlamentaria) pretenda autoinmunizarse, esto es, actuar contra su carácter crítico (contra su «perpetua inquietud», como lo diría Revueltas), o bien contra la potencialidad crítica que perfila la deconstrucción, entendido el término como desmontaje de los constructos y los axiomas que sustentan la propia situación. La autogestión académica es, precisamente, el principio crítico de la Universidad, la faceta deconstructiva que vuelve a pensar lo pensado. Aquí se encuentra una segunda coincidencia. La 1 Véase «Consideraciones sobre la autogestión académica» (OC 15: 110-125)

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universidad como espacio de la acción cognoscitiva en perpetua inquietud tiene que pensarse y rehacer sus prácticas en la misma medida en que las humanidades, dentro del recinto universitario, habrán de cumplir, según Derrida, su tarea deconstructiva: «no se trata de nada menos —dirá— que de re-pensar el concepto del hombre, la figura de la humanidad en general» (2002: 19).2 No es otra sino ésta la razón de dedicarse «a la cultura», señalaba por su parte Revueltas; se trata de colocar al «ser humano vivo, tangible y sufriente, en el centro de todas las preocupaciones» (OC 15: 51); estudiamos precisamente para eso, afirmaba el autor de El apando. La inmunidad o la libertad de la universidad para decirlo todo públicamente o para no decirlo, incluso —como lo acota Derrida enseguida—, deben ser reivindicadas por quienes tenemos lugar en el recinto universitario, «comprometiéndonos con ellas con todas nuestras fuerzas… no sólo de forma verbal y declarativa, sino en el trabajo, en acto y en lo que hacemos advenir por medio de acon­ tecimientos» (2002: 43). La autogestión corresponde con tal expectativa, pues permite poner una praxis viva e inteligente (capaz de comprensión) que de ser espontánea puede transfigurarse en un proceso consciente que abre paso a la «conciencia colectiva en ejercicio continuo, «dentro de las aulas y fuera de las aulas», dentro de la vida de la universidad y en el país «y en medio de las inquietudes del mundo» (OC 15: 98). Tal afirmación, que parece circunscrita o encerrada en los límites de una ideología comunista, en realidad rebasa con mucho tales fronteras. No obstante las significaciones distintas y las áreas filosóficas donde se emplean los conceptos, praxis y acontecimiento implican la ocurrencia de un algo insólito hasta su entrada en el mundo (del sentido y de las cosas). Ese algo es el conocimiento. La autonomía, la inmunidad o la libertad (cabe emplear estos términos como equiparables) propician justamente la incondi­cionalidad de la universidad frente al conocimiento y el espacio extra­territorial donde se puede pensar democráticamente, es decir, donde la universidad no se cierra ni reconstruye el «fantasma abstracto de su soberanía», sino, al contrario, donde todas la posi­ bilidades del pensamiento quedan convocadas «para oponer una contraofensiva inventiva a cualquiera de los «intentos de reapro­ 2 Las citas procedentes de Jaques Derrida están en La universidad sin condición, traducción de Cristina Peretti y Paco Vidarte, Madrid, Trotta, 2002


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De la serie Challenger Dulce Chacón

piación» (2002: 76) que a corto más que a largo plazo muestran su tendencia dominadora. No es sólo el escritor comunista quien apela a otras topologías: el teórico francés también observa que «la universi­dad sin condición no se sitúa necesaria ni exclusivamente en el recinto de lo que se denomina hoy la universidad» ni está representada «ejemplarmente» tampoco «en la figura del profesor». Para quien escribe ahora intentando tener lugar en la libertad universitaria, y en esto creo seguir a Revueltas, la universidad propicia la incorporación del sujeto en el mundo en tanto estudiante, sea dentro o fuera del campus, pero siempre dentro de la universidad como espacio sin condiciones para que el conocimiento ocurra. Durante el movimiento de 1968, Revueltas sugería «proseguir los cursos», no abandonar el estudio y «no lanzarnos a la calle hasta que

la hayamos conquistado en la política» (OC 15: 38); proponía también que en la Universidad los cursos deben seguir de acuerdo con «los planes» de estudio, pero también «fuera de ellos» (OC 15: 38) y apelaba a la potencialidad crítica de la controversia como principio para «una verdadera democracia del conocimiento que la Universidad debe encabezar y extender a todos los centros de enseñanza superior» (OC 15: 39); tomando en cuenta tales proposiciones, me parece que Revueltas habría estado de acuerdo con Derrida en que el ejercicio crítico y deconstructivo es una forma de «desobediencia civil» e incluso de «disidencia» (2002: 19). Estudiar, aunque no lo parezca, es de hecho la forma universitaria de ocupar el espacio público y de propiciar que la reflexión, la oralidad y la escritura verbalicen el interés que tenemos en conseguir que el mundo sea otro mundo.

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El apando I Juan Pablo de la Colina

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José Revueltas guionista: de Tierra y libertad a El apando Alessandro Rocco

Objeto de este artículo es un aspecto del trabajo literario del escritor mexicano José Revueltas, su actividad de guionista, entendido en el marco de su obra en general. Para ello, el autor centra su atención en dos textos: el guion que lleva por título Tierra y libertad, publicado por Ediciones era como tomo 23 de las Obras completas del autor1, y la novela El apando, que fue adaptada para el cine por el mismo Revueltas, José Agustín y el director Felipe Cazals, y cuyo guion fue publicado en 19952

Tierra y libertad 12 En general, el guion cinematográfico se puede examinar desde dos distintas perspectivas: como fase de la realización de una película, o como texto escrito. En el primer caso, es común que el guion se considere como el proyecto de un film, dirigido principalmente a un director que normalmente puede modificarlo libremente. Por lo tanto, resulta ser un texto inestable, siempre dispuesto a recibir cambios. La otra perspectiva es considerar el guion como texto autónomo, que puede ser publicado para dirigirse así a los lectores en general. En este caso, el acto de recepción que demanda el guion ya no es la puesta en escena y la filmación, sino la lectura. En esta perspectiva, un guion es un texto escrito en el que el lector puede leer una 1 José Revueltas, Tierra y libertad, México, era, 1981. En una Nota que precede el texto del guion, Andrea Revueltas y Philippe Cheron suponen que el libreto fue escrito por Revueltas en 1960. También existe otra edición del guion, con otro título: José Revueltas, Zapata, México, Plaza y Valdés, 1995 2 José Revueltas y José Agustín, El apando, México, Plaza y Valdés, 1995

historia como si la estuviera viendo en una película. De esta forma tenemos una definición básica del guion: un texto donde se cuenta una historia fílmica, es decir, donde se escribe únicamente lo que puede ser visto y oído en un film3. Se trata de una limitación de las facultades del lenguaje verbal cuyo objetivo es realizar la narración en forma audio-visual. No intentaré aquí un análisis formal del guion4. Me limitaré más bien a una reflexión sobre el texto de Revueltas como expresión de su visión de la vida de Emiliano Zapata. Empezaré notando que, con respecto a gran parte de su producción literaria, el guion Tierra y libertad resulta inmediatamente interesante porque propone la figura de un héroe histórico externo al paradigma del realismo socialista, 3 Esta definición mínima se debe sobre todo a las reflexiones de: Bela Balázs, Der film. Werden und wesen einer neuen kunst, Wien, Globus Verlag, 1949 (El film: evolución y esencia de un nuevo arte, Barcelona, Gustavo Gili, 1978) 4 Sobre el estudio de un corpus de guiones hispanoamericanos de autor publicados véase: Alessandro Rocco, La scrittura imaginifica: il film scritto nella narrativa ispanoamericana del novecento, Roma, Aracne, 2009

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con el que Revueltas se enfrentó gran parte de su vida1. Trabajando la figura de Zapata, Revueltas reconoce la posibilidad de crear un personaje positivo, y esto define un aspecto de su visión histórica de la revolución mexicana: la identificación de la experiencia zapatista con el momento más importante de la revolución, casi, podríamos decir, con su esencia auténtica. En este sentido, creo que el análisis del guion podría evidenciar dos aspectos: lo que llamaría la construcción retórica del personaje de Zapata y de su acción histórica, y en segundo lugar, la representación artística del sentido y del valor que Revueltas le asigna al zapatismo. Llamo construcción retórica a la construcción dramática mediante la cual Revueltas resuelve algunos nudos problemáticos del debate sobre la revolución: básicamente el problema de la violencia y de la justicia durante la guerra revolucionaria, y el del conflicto político entre Madero y Zapata. En las primeras secuencias del guion, Revueltas muestra a un Zapata preocupado por evitar la violencia, convencido de que la verdad y la justicia son fuerzas que siempre acaban por triunfar, y decidido a agotar todas las vías pacíficas en la lucha por la tierra. Después, cuando Zapata es empujado por los acontecimientos a participar en la guerra, el guion nos muestra que las crueldades más inhumanas proceden de los oficiales del ejército federal, y que sólo como respuesta a esas violencias los revolucionarios realizan a su vez actos violentos y ejecuciones, que se configuran por lo tanto más como «justicia» necesaria, que como «venganzas» o «violencias» gratuitas. A propósito de la evaluación del maderismo y de la ruptura ente Zapata y Madero, Revueltas desarrolla la imagen de un Madero dema­siado preocupado por mantener en el poder a algunos sectores del antiguo régimen, en especial militares, que terminarán por traicionarlo; y sobre todo, la imagen de un Madero incapaz de compren­der cabalmente la importancia y la urgencia de la reforma agraria y de la repartición de tierras. Pero, como estos errores de 1 Como observa Philippe Cheron: «El Informe secreto [la destalinización comenzada por Krushov en la Unión Soviética en 1956] vino a comprobar lo que sólo era una duda en Revueltas 20 años antes –pero que no había dejado de ampliarse antes de ser reprimida cuando acató las órdenes del realismo socialista a raíz de la condena en 1950 de Los días terrenales–, a confirmarle que el extraviado no era él». Cheron Philippe, El arbol de oro, José Revueltas y el pesimismo ardiente, Ciudad Juárez, Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, 2003, p. 87-88

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Madero son los de un hombre que actúa de buena fe y sin malicia, el personaje adquiere cierta dimensión trágica. La ruptura con Zapata constituye el clímax de la segunda parte del guion, y la muerte de Madero aparece como una resolución inevitable, después de la redacción del Plan de Ayala zapatista, cuando ya Madero no goza de la protección del Ejercito Libertador del Sur. Consecuencia de esto es la representación de Zapata y de su Ejercito Libertador como baluar­tes del sentido original y auténtico de la revolución y de las aspiraciones populares. Pero lo anterior es tan solo una premisa, pues la visión del zapatismo que emerge en Tierra y libertad es bastante más compleja. Para profundizar en este aspecto, lo primero que hay que tomar en cuenta es que el guion empieza con la exposición del cadáver de Zapata en la plaza de Cuautla, episodio en el que se expresa un hecho importante: que Zapata ha muerto, pero que su muerte no es reconocida por el pueblo. Es decir que el pueblo cree que «Zapata vive». Esto tiene mucho que ver también con la imagen de un Zapata predestinado para una misión. La misión de Zapata, guiar a su pueblo en la lucha por la tierra, se comprende plenamente sólo en el marco de la cultura indígena. Las autoridades del pueblo de Anenecuilco son autoridades tradicionales, los ancianos, aún nombrados con su antigua denominación nahuatl, Tlacatecuhtli, y que conservan la memoria de los tiempos prehispánicos, de la conquista y de los tiempos coloniales, cuando se les otorgaron los títulos de propiedad que guardan como objetos sagrados. El valor de estos títulos no radica únicamente en su importancia jurídica, por ser documentos de propiedad comunitaria de la tierra, sino porque son un símbolo de la tierra, cuyo valor para las culturas indígenas nunca es puramente económico, es decir, no puede reducirse al concepto de mercancía. Antes de empezar a luchar, Emiliano Zapata debe ser autorizado por los ancianos, e incluso es nombrado tlacatecuhtli. Luego, también vive algunos días en retiro espiritual, estudiando los títulos, y de este modo asimila su misión y el vínculo indisoluble con la tierra y la comunidad. Para Revueltas, queda claro que es de esta fuente indígena que surgen los principios políticos más importantes del zapatismo, los que definen su posición frente a Madero y al poder en general. Frente a las reiteradas insistencias de Madero para que Zapata ordene el desar­me


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de sus hombres, Zapata responde que su tarea no es mandar, sino cumplir lo que su pueblo le manda a él. Refiriéndose a un desfile de tropas zapatistas, Madero inicia el siguiente diálogo con Zapata: Madero: Licenciarlos, Emiliano, licenciarlos... Emiliano: Es lo que miro difícil señor... Vea usté nomás que contentos se miran: son ellos los que no van a querer... Madero: Lo van a querer Emiliano... Lo van a querer, porque para eso eres tú su jefe, para que les ordenes lo que deben hacer... Emiliano [lento, con aire nostálgico, como si arrastrara melancólicamente las palabras]: ¡Ahí está lo malo señor... que más bien yo no soy su jefe, sino ellos los míos... y el que tiene que obedecerlos soy yo... !1 Es interesante la indicación de la manera en que Zapata pronuncia las últimas frases del diálogo citado: «lento, con aire nostálgico, como si arrastrara melancólicamente las palabras» porque sugiere una relación muy intensa con su sentido, como algo que le llega desde una región muy profunda de su ser. De esta forma, Revueltas señala el «mandar obedeciendo» (uno de los principios más importantes del Ejercito de Liberación Nacional, EZLN, del estado de Chiapas) como la clave de la filosofía política del zapatismo, y la muestra en la espontaneidad de su ideación y aplicación. Para continuar el análisis de este aspecto, debemos detenernos en el significado de la estructura temporal del guion. Como se ha dicho, la segunda parte del relato termina con la muerte de Madero, y luego el texto presenta una elipsis de seis años hasta la muerte de Zapata. Entonces, para Revueltas, el desencuentro trágico entre Madero y Zapata puede ser visto como uno de los momentos de mayor trascendencia de la revolución, y por lo tanto parece resumir su problema esencial: el desencuentro entre las aspiraciones populares y las esferas del poder político nacional o estatal. En el proceso de este desencuentro el zapatismo se define como el principio del poder comunitario, donde la esfera del poder no se separa de las exigencias y aspiraciones de la colectividad. Por el contrario, ésta mantiene siempre mecanismos de control sobre las autoridades, y entiende el 1 José Revueltas, Tierra y libertad, cit., p. 139

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poder como servicio y no como algo que está por encima de la comunidad misma. Es sobre esta base que Revueltas puede realmente concebir al personaje de Zapata como héroe positivo de la revolución, representándolo en su dimensión de mito popular. Para concluir, es necesario analizar la representación de la muer­ te del héroe propuesta por Revueltas en su guion, donde no insiste sobre los aspectos relacionados con el asesinato y la traición de Zapata, sino sugiere la idea de su muerte como sacrificio. Antes de dirigirse al encuentro con el traidor Guajardo, Zapata tiene un sueño donde se mezclan algunos símbolos de la visión mesoamericana del mundo con elementos que representan el progreso industrial en el campo: En lugar de las cargas de caballería a que está tan acostumbrado Emiliano ve una cosa extraña: aquellos caballos se transforman en monstruos nunca vistos, algo parecido a auto­móviles desnudos, pero con ruedas gigantescas. [...] Entonces aquellos caballos mecánicos no son monstruos enemigos, sino igualmente camaradas. Porque tiran de cuchilladas afiladas que se hunden en la tierra, que forman paralelas infinitas de surcos que se pierden en el horizonte. [...] Y de los inmensos surcos infinitos se elevan infinitas praderas de trigo ondulante. [...] Los monumentos que conocía Emiliano, se transforman de un modo fantástico: el Hemiciclo a Juárez, que tanto asombro le causara a Eufemio, ahora está a mitad de las grandes extensiones sembradas; pero de pronto se transforma: ahora es como un cerro de piedra, recto, geométrico, limpio, en cuyo seno se contiene una gran masa de agua que forma una laguna. Y de ese monumento salen canales de agua que corren espejeantes y reidores en toda la extensión.2 La imagen del cerro lleno de agua y de la tierra surcada por canale­s espejeantes son claras referencias a los símbolos de la montaña originaria (que es lo que evoca la forma de la pirámide truncada pre-hispánica) y del mito del Tamoanchán3, el «paraíso» de la fertilidad de la 2 Ibíd., p. 175-176 3 «Don Evelino: [...] Los antepasados nuestros le decían a esta tierra que era el Tamoanchán, palabra que quiere decir el paraíso en la antigua lengua de nuestros padres...» Ibíd., p. 31

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tierra. Podría decirse que, de este modo, el sueño representa la imagen de un deseo, de un proyecto de futuro en el que el desa­rrollo y la prosperidad económica moderna no conllevan necesariamente la exclusión o destrucción de lo indígena. Se puede considera­r, entonces, como una representación simbólica del ideal zapatista. La muchacha que acompaña a Zapata, en cambio, ha visto en sueños la muerte del héroe, y por lo tanto trata de conven­cerlo para que no vaya a la cita con Guajardo en Chinameca. Entonce­s Zapata entiende que lo que se le está ofreciendo es una posibilidad de sacrificio, el cumplimiento del ideal a cambio de la vida: Cirila: ¡Te matan, Miliano... ! ¡Ora sí lo sé de cierto...! Emiliano [en un tono enigmático, premonitorio]: Ha de ser nomás un cambio de sueños, Cirila... y si me matan como lo soñastes... entonces eso quedrá decir que mi sueño también se convertirá en realidad tarde o temprano... ¡Y si ansina es, Cirila, una sola vida que uno tiene sería muy poco para dar! ¡Voy pues en busca de tu sueño y del mío! ¡Adiós Cirila!1 Se entiende que aquí la idea del sacrificio no tiene que ver con la aceptación de la muerte como riesgo y consecuencia de una lucha. Lo que se establece es una relación mágica y premonitoria entre un evento (la muerte de Zapata) y sus posibles efectos (el futuro próspero), de manera semejante a la idea de sacrificio en la cultura mesoamericana como mediación y pacto entre los hombres y las fuerzas cósmicas2. La idea del sacrificio surge de la reacción de Zapata frente a la muerte, de la decisión de entregarse a un destino. Pero el guion nos presenta también la reacción de otros personajes, que producen otras interpretaciones del acontecimiento. Como ya hemos visto, el pueblo de Morelos entiende enseguida que, de alguna manera, Zapata no puede morir. El personaje de la Güera Reséndiz es la que tiene la intuición inicial que origina este discurso, cuando, no encontrando en el cadáver de Zapata la marca en el pecho que indicaba su misión, concluye que ha de tratarse de otro 1 Ibíd., p. 178 2 Sobre el tema de las concepciones cosmológicas mesoamericanas proponemos: Enrique Florescano, El mito de Quetzalcóatl, México, FCE, 1993

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hombre: «Güera Reséndiz: ¡No es Emiliano Zapata, Emiliano Zapata no ha muerto!»3. La «no muerte» de Zapata constituye el núcleo de múltiples discursos en los que la afirmación «Zapata vive» no es una simple metáfora, sino ha de entenderse como un hecho real; discursos que se producen, en primera instancia, en la memoria colectiva que se basa en la comunicación oral en el contexto local del estado de Morelos4, y que continúan produciéndose hoy en día en otros ámbitos también5. Una reacción diferente es la de la militante zapatista Dolores Muro, basada en la función pedagógica y política de la conmemoración pública de la vida de un hombre ejemplar, y de su causa: Dolores: [...] ¡Niños! Tienen ustedes que guardar una fecha en su memoria: diez de abril de 1919... En ese día, los niños de los años venideros conmemorarán la muerte de un hombre grande, generoso y puro, cuyo nombre es Emiliano... Entonces esos niños sabrán que Emiliano Zapata no ha muerto... y que tampoco morirá... porque Emiliano no ha sido solamente un hombre... y un hombre verdadero, sino una Causa... Y esa causa florecerá en una tierra que a todos pertenezca [...]6 3 José Revueltas, Tierra y libertad, cit., p. 179 4 Muy interesante, en este sentido, es el film Los últimos zapatistas, héroes olvidados, de Francesco Taboada (México, 2002) que recoge recuerdos y relatos orales de hombres y mujeres del Estado de Morelos que lucharon en el Ejercito Libertador del Sur. 5 Por ejemplo, en los discursos del EZLN y del subcomandante Marcos sobre el renacer del «espíritu» zapatista en las montañas del sureste mexicano: «Como no pudieron comprarlo con dinero y halagos, ni amedrentarlo con amenazas y persecuciones, engaño le hicieron los poderosos para así matarle el cuerpo y desatarle el alma al general Zapata. Pero el jefe del Ejército Libertador del Sur, calificado en su tiempo como ‘trans­ gresor de la ley’ y rebelde contra ‘el estado de derecho’, se nació de nuevo muchas veces y en noches distintas del campo mexicano. En todos los suelos enseñó a no dejarse engañar del que dice que gobierna y sólo destruye, del que soberbio atropella y humilla, del que no oye, del que sólo habla solo. En las montañas del sureste mexicano el general Emiliano Zapata tomó voz, paso y rostro del votán, del guardián y corazón del pueblo, y se hizo votán-Zapata, camino y paso de los más pequeños. 80 años ha caminado Zapata cuando parecía que ya no caminaba. 80 años naciéndose cuando parecía que lo habían matado. 80 años luchando y siguen pendientes las mismas cuentas y siguen las mismas traiciones. Y esta es la historia 80 años después del 10 de abril en Chinameca.» Comunicado del EZLN del 10 de abril de 1999. Consultado en el cd-rom El fuego y la palabra, realizado por la Revista Rebeldía, México, 2004 6 José Revueltas, Tierra y libertad, cit., p. 180


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El apando II Juan Pablo de la Colina

Estas reacciones a la muerte de Zapata, incluyendo la de él mis­ mo, muestran la interpretación del evento en relación con códigos culturales distintos. Pero todas tienen en común la proyección hacia el futuro, y el intento de neutralizar y superar el significado de la muerte como punto final o interrupción de una experiencia. Con respecto a la función narrativa, la muerte de Zapata y los dos episodios siguientes se encuentran en la posición de «conclusión» del relato, y por ello también determinan el «cumplimiento» de la historia, según la alternativa realización/no realización de los objetivos del héroe. La muerte de Zapata concluye su trayectoria histórica, y si pensamos en objetivos tales como el triunfo militar sobre el ejerci­to carrancista o la instauración del Plan de Ayala, nos encontra­mos frente a una no realización, que implica la muerte como derrot­a. Pero el triple discurso brevemente analizado apunta a modificar este significado, asignándole a la muerte de Zapata el sentido del cumplimiento de una experiencia cuya realización principal es su existencia misma, es decir, su constitución como fundamento de posibilidades futuras. Esto quiere decir que la perspectiva desde la que se narra la vida y

la muerte de Zapata en el guion de Revueltas está orientada, esencialmente, a proyectar la importancia y la vigencia del zapatismo más allá de sus límites históricos. El apando Con El apando, pasamos a lo que podríamos llamar el polo negativo del imaginario de José Revueltas, quien escribió esta famosa novela mientras se encontraba preso en la cárcel de Lecumberri en ciudad de México, acusado de ser uno de los autores intelectuales de los «disturbios» del ’68, poco tiempo después de la masacre de Tlatelolco. En este relato Revueltas ofrece un muy crudo retrato de la prisión, lejos de cualquier cliché sobre el tema, donde los personajes no son simplemente víctimas de un sistema, ni se puede reducir el relato a un simple intento de denuncia. Más bien, en mi opinión, la idea de Revueltas era retratar la alienación de la sociedad contemporánea, y sobre todo lo que el escritor llamaba la síntesis negativa, es decir la plena

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realización de la imposibilidad de lo humano como realidad histórica1. Revueltas veía en los personajes del lumpen prole­tariado el ejemplo más claro de la expropiación total de la facultad de «ser humanos», razón por la cual éstos se convierten en sus héroes negativos. Como ya se ha recordado arriba, la novela fue adaptada para el cine, y una versión del guion fue publicada, aunque veinte años más tarde, valorándose así la importancia del trabajo del escritor como guionista. Podemos afirmar, entonces, que el saber de Revueltas guionista, su profundo conocimiento del lenguaje fílmico, juega un papel central en la composición de la novela El apando, en la que se puede descubrir una importante afinidad con la estructura de un guion. Los elementos que permiten determinar la semejanza con un guion son, básicamente, la sólida estructuración dramática de la historia, y el recurso a una modalidad narrativa que en ocasiones muestra una clara tendencia a la figuración, con el fin de inducir en el lector la representación audio-visual de lo narrado. Recordemos brevemente que, según Revueltas «los principios fundamentales de la cinematografía radican en el montaje y en la construcción dramática»2. En la construcción dramática, la acció­n se define como «serie de movimientos dirigidos a un fin», y la acción dramática es el centro «a cuyo servicio está el conjunt­o de la película». Además, la integración de «las acciones dentro de un acontecer dramático determinado, es lo que constituye el ritmo de una película, su ritmo cinematográfico, su fluencia expresiva»3. La acción dramática de El apando está perfectamente definida en el plan de Polonio y Albino de introducir droga en la cárcel utilizando al personaje de el Carajo y a su madre. El plan entra en pleno conocimiento del lector cuando Polonio le expone su propuesta a la madre de el Carajo4, y a partir de ese momento toda la atención narrativa se concentra en su realización y en los obstáculos que encuentra. 1 Una amplia explicación de estos conceptos se encuentra en Evodio Escalante, José Revueltas, una literatura del «lado moridor» [1979], México, Universidad Autónoma de Zacatecas, 2 Ed. 1990 2 José Revueltas, El conocimiento cinematográfico y sus problemas, México, UNAM, 1965, p. 78 3 Ibíd., p. 83-84 4 José Revueltas, El apando y otros relatos, Madrid, era-Alianza, 1985, p. 30-31

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El apando III Juan Pablo de la Colina

Con respecto al análisis de la capacidad de la narración de mostrar los acontecimientos de la historia, hay que advertir que el estilo literario de la novela está fuertemente caracterizado por el recurso a procedimientos poéticos, y también es muy relevante la presencia del discurso del narrador, que propone y desarrolla temas teóricos y filosó­ficos; elementos, éstos, que se alejan de lo que normalmente ocurre en la escritura de guiones. Pero a pesar de esto, la narración está construida de manera tal que el proceso de lectura se dirige también hacia la reconstrucción de la trama del relato en forma audio-visual, es decir, estableciendo claramente las relaciones espaciales y las acciones, aunque no en la misma medida en todo el relato. Tratemos de esclarecer el asunto examinando el texto. En las primeras páginas de la novela, el narrador desarrolla un sofisticado discurso sobre la alienación de los celadores del penal, por medio de una imagen metafórica en la que se propone la identificación «celador=mono». La imagen se construye con un movimiento de lo concreto a lo abstracto: en un primer momento se nos proporciona una referencia concreta, unos «monos» detrás de unas rejas, y después se ofrecen nuevos elementos que aclaran que la referencia concreta son en realidad los «celadores», que resultan de


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este modo connotados metafóricamente. Más adelante el narrador ofrece su explicación de la imagen: los celadores son monos porque su evolución hacia lo humano ha sido bloqueada por la enajenación del trabajo. La metáfora también es utilizada en el discurso directo de uno de los personajes; parece surgir espontáneamente como insulto, cuando Polonio exclama: «esos putos monos hijos de su pinche madre». Este doble registro de la misma imagen nos permite evidenciar la relación existente entre los momentos en que el discurso narrativo se configura más como creación poética y argumentación conceptual, y aquellos en los que tiende más a la estructuración escénica: la metáfora, cuyo funcionamiento y explicación se da en el nivel del discurso del narrador, también es un elemento significativo fundamental de la situación dramática, en el nivel de la representación mimética. Como elemento del discurso del narrador, desempeñ­a una función importante de dramatización, ya que participa en la construcción de la acción y de la tensión dramática. La acción que se narra en estas primeras páginas es claramente visible1: un preso saca la cabeza de la ventanilla del apando y mira oblicuamente hacia el cajón, donde ve a dos celadores que caminan de un lado a otro, entrando y saliendo de su campo visual, y luego los «animaliza» con su insulto. Hay que notar que, de este modo, la figuración «audiovisual» que la narración induce en el lector, implica también una diferente configuración de los significados narrativos, en la que el significado «mono = producto de la alienación del trabajo», preeminente en el discurso del narrador, se disuelve en la escena detrás de la expresión de una tensión más concreta: el encierro de los prisioneros y el odio hacia los celadores. En algunos puntos del texto la preeminencia del discurso del narrador es muy clara. En estos casos, se podría decir que el texto presenta un bajo índice de figuración escénica. Por lo tanto, se trata de pasajes que requieren, en un proceso de adaptación, de mayores ampliacio1 Puede notarse, además, la referencia no sólo a la visión del personaje, sino pre­ cisamente a la toma subjetiva que de ella deriva: «los dos monos vistos, tomados desde arriba del segundo piso por aquella cabeza que no podía disponer sino de un solo ojo para mirarlos». Ibíd.: 26. Partiendo de una definición de escritura cinematográfica como estilo narrativo que imita los procedimientos de la narración fílmica, el crítico norteamericano J. P. Duffey identifica en El apando dos procedimientos cinematográficos: el punto de vista como visión subjetiva («la cámara subjetiva») y el pasaje entre secuencias narrativas en forma de sobreimpresión. Duffey J. Patrick, De la pantalla al texto. La influencia del cine en la narrativa mexicana del siglo veinte, UNAM, México, 1996 : 57-61

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nes y cambios. Veamos uno de ellos, y comparémoslo con la adaptación publicada. Se trata de un fragmento que se refiere a la vida privada y familiar de los celadores del penal, donde se reproducen las mismas condiciones de encierro y alienación ya explicadas: decían y pensaban ellos que para comer y para que comieran en su hogares donde la familia de monos bailaba, chillaba, los niños y las niñas y la mujer, peludos por dentro, con las veinticuatro horas largas de tener ahí al mono en casa, después de las veinticuatro horas de su turno en la preventiva, tirado en la cama, sucio y pegajoso, con los billetes de los ínfimos sobornos, llenos de mugre, encima de la mesita de noche, que tampoco salían nunca de la cárcel, infames, presos dentro de una circulación sin fin, billetes de mono, que la mujer restiraba y planchaba en la palma largamente, terriblemente sin darse cuenta. Todo era un no darse cuenta de nada.2 El narrador refiere, sintetizándolos, los pensamientos de los celadores y la situación que se presenta en sus casas, y construye el sentido del fragmento con metáforas y comentarios: los billetes «presos de una circulación sin fin» y sobre todo ese «sin darse cuenta. Todo era un no darse cuenta de nada». En cambio, si nos esforzamos por construir mentalmente una escena a partir del discurso, los únicos elementos útiles son los gestos del celador y de su mujer con el billete arrugado de los sobornos. No sorprende, por lo tanto, que los autores de la adaptación hayan propuesto una notable ampliación del fragmento, convirtiéndolo en una larga secuencia en el texto del guion. Veamos cómo se estructura sintagmáticamente3: El policía uno recibe dinero de un preso «limpio, de tez blanca, con uniforme muy atildado, alto, de aire activo, muy seguro se sí mismo, incluso autoritario»4. Luego le abre al preso la puerta del cajón a cambio de un billete arrugado. Inmediatamente después, el policía uno tropieza con un superior, quien lo insulta. Al terminar su turno el po2 José Revueltas, El apando y otros relatos, cit., p. 27 3 José Revueltas y J. Agustín, El apando, cit. El resumen que proponemos se refiere a las páginas 24-35 4 Ibíd., p. 26

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licía uno se queja por la afrenta sufrida, conversando con el policía dos. Al salir del penal vestido de civil, el policía uno toma un transporte público con dificultad y llega a su casa, que se encuentra en una zona muy humilde de la periferia urbana. El interior de su casa es pobre también, pero salta a la vista una «televisión nuevecita» que transmite un partido de fútbol. El policía uno se sienta a ver la televisión, mientras su mujer «joven, morena, vestida pobremente» plancha ropa. Después de haberle ordenado a su hijo que salga a comprarle unas cervezas, el policía uno le pasa algunos billetes arrugados a su mujer, quien «recoge los billetes, en silencio. Los ve. Los coloca sobre el burro y después, con lentitud, con el mismo aire ausente, triste, de su marido al vigilar en la prisión, los extiende.»1 Sobre las imágenes del partido de fútbol aparecen los créditos del film. Luego la imagen muestra nuevamente la cabeza de Polonio en el penal, en el momento en que insulta a los celadores. Podemos observar que la figuración propuesta por el guion evidencia las mortificaciones en el trabajo del policía uno y su condición humilde. Para insistir sobre el tema de la alienación, recurre a la imagen del televisor como objeto símbolo de la sociedad de consumo, que representa una forma de enajenación de las aspiraciones de las clases populares. También están representadas las típicas relaciones enajenadas de la familia: la mujer en la casa, el hombre que manda, la transmisión de valores machistas al niño. Por último, los gestos con los billetes arrugados se enriquecen con el detalle de la mujer que los plancha, casi como signo de un «lavado» simbólico del «dinero sucio» de los sobornos. En general, el sentido de la alienación social está presentado de una manera más concreta, cotidiana y familiar. Como resultado de este breve análisis comparativo entre la nove­ la y el guion, y entre las distintas modalidades narrativas en la novela, nos encontramos con un hecho no muy sorprendente: que el discurso del narrador comunica directamente significados y conceptos abstractos, mientras que el guion y el «mostrar» de la novela se estructuran a partir de elementos de naturaleza concreta. Ahora bien, si profundizamos un poco más en el pensamiento de Revueltas sobre la forma del film, encontramos que el funcionamiento del montaje, que es el principio fundamental del lenguaje cinema1 Ibíd., p. 33

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tográfico, corresponde a las etapas del proceso de abstracción del conocimiento. Refiriéndose al montaje, escribe Revueltas, basándose en las reflexiones de Eisenstein: Este ordenamiento del montaje está presidido, a su vez, por la forma que reviste el proceso de evocación (o en un sentido más amplio, de ideación) en el ser humano, desde la percepción cognoscitiva, también simple, que continúa con las representaciones como resultado de las percepcio­nes combinadas entre sí y finaliza con «la más complet­a imagen del tema», sobre la base de unir y combinar las representaciones.2 En este sentido, el proceso de abstracción cognoscitiva, la posibilidad del lenguaje fílmico de evocar nociones y conceptos, es un resultado del montaje en su momento de integración más alto, que Revueltas llama «combinación de secuencias dentro del todo de la película»3. Según estas premisas, entonces, el nivel de lo «mostrado» en la narración de la novela El apando debería ir adquiriendo una dimensión cada vez más significativa (con capacidad de evocar generalizaciones y abstracciones), conforme avanza el relato y la integración del montaje. Suponemos que el punto más alto debería estar situado en la conclusión, cuando, además, el resultado del proceso del montaje coincide con el de la estructuración dramática del relato, o sea en el momento del clímax dramático y del desenlace. Veamos, entonces, qué ocurre en el final de la novela. Recordemos brevemente que, en la trama de la novela, el plan de los presos fracasa, lo que les impide paliar su encierro con la droga. Por eso, en los momentos conclusivos del relato, los personajes se encuentran en un estado de exasperación total. La acción se ha desarrollado de manera muy intensa (con la protesta de las muchachas y su lucha con los celadores) y cuando un oficial abre la celda del apando, supuestamente para calmar las cosas, Albino y Polonio, con una decisión fulmínea, se lanzan dentro del cajón establecido en la primera escena y se encierran en él junto con el Carajo y cuatro celadores, listos a jugarse el todo por el todo, 2 José Revueltas, El conocimiento cinematográfico..., cit., p. 76 3 Ibíd., p. 77


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a desahogar su rabia con una pelea feroz. En efecto, esta acción se percibe inmediatamente como la explosión de una rabia ya incontenible, pero en un sentido más profundo revela ser una implosión, ya que se dirige aún más hacia un encierro. De hecho en todo el relato los movimientos siempre son hacia adentro: los presos no piensan en salir, sino en meter droga, la madre tiene que introducir la droga en su cuerpo para llevarla dentro del penal, uno de los obstáculos al plan es la costumbre de las celadoras de «meterles el dedo» a las muchachas. Este constante «meter» e «ir hacia adentro» parece conformar un movimiento de compensación enajenada de un imposible acto positivo de libertad. Por eso la rebelión de Albino y Polonio resulta ser más bien un acto de negación y autodestrucción. Para someter a los presos que pelean como fieras, los policías aplican un sistema científico: el de introducir tubos de un lado a otro del cajón, hasta atrapar y aplastar a los presos con ellos. Este proceso crea una imagen narrativa que revela la naturaleza de la represión: un método científico de negación de lo humano, hasta el límite del cuerpo como existencia física. Paulatina pero inexorablemente, los tubos van seccionando el espacio del cajón, «levantando barreras sucesivas a lo largo y alto del rectángulo, en los más diversos e imprevistos planos y niveles»1 y produciendo un encierro total, donde el hombre ya no tiene ningún espacio: [...] un diabólico sucederse de mutilaciones del espacio, triángulos, trapecios, paralelas, segmentos oblicuos o perpendiculares, líneas y más líneas, rejas y más rejas, hasta impedir cualquier movimiento de los gladiadores y dejarlos crucificados sobre el esquema monstruoso de una gigantesca derrota de la libertad a manos de la geometría2. En este caso, el discurso del narrador sigue induciendo la figuración, la activación del código audio-visual. La distancia entre la image­n y el concepto no parece muy relevante, y el discurso no rom­pe la continuidad escénica. En otro texto, Revueltas «explica» con más detalles la «tesis» del discurso: 1 José Revueltas, El apando y otros relatos, cit., p. 50 2 Ibíd., p. 50

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Finalmente, cuando atraviesan los tubos, digo la «geometría enajenada» y remato la imagen que venía elaborando. El problema es un tanto filosófico, ontológico. La geometría es una de las conquistas del pensamiento humano, una de las más elevadas en su desarrollo. Entonces, hablar de geometría enajenada es hablar de la enajenación suprema de la esencia del hombre. No es el ser enajenado desde el punto de vista de la pura libertad sino del pensamiento y del conocimiento. Ésa es la tesis, si hay alguna.3 3 Jorge Ruffinelli et al. Conversaciones con José Revueltas, México, Universidad Veracruzana, 1977, p. 43

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Pero esta explicación es ya otro discurso, y confirma que, tanto en la novela como en el guion, el concepto de la alienación, tema del relato, encuentra su expresión más adecuada en la imagen de los presos definitivamente subyugados por los tubos, por el sistema geométrico y científico de represión, imagen que es producto de una modalidad narrativa en que la figuración y lo audio-visual juegan un papel importante1. El último gesto de el Carajo, la delación de su propia madre, cierra de manera aún más sorprendente el relato, mientras el narrador parece no tener palabras para comentarlo. De cualquier forma lo interpretemos, como «acto profundo» de una «tanatogenealogía» que lleva a el Carajo a conquistar su libertad, como explica Evodio Escalante2, o como manifestación de la quintaesencia de lo negativo, en todo caso lo que no puede negarse es que se trata de un gesto revelador, que concentra en sí mismo enormes potencialidades significantes, sin necesidad de comentarios adicionales. Lo que tal vez pueda considerarse la prueba de que la completa realización del montaje y de la construcción dramática del relato, principios fundamentales de la estructura fílmica en los términos en que la entendía el mismo Revueltas, constituyen la base de la creación del texto El apando y de su riqueza significante, tanto a nivel emotivo como a nivel conceptual.

1 También podemos dejarnos llevar por una sugestión. Según Christopher Do­ mínguez (en Tiros en el concierto. Literatura mexicana del siglo V, México, era, 1997, p. 417), El apando es la novela del ’68 precisamente porque en ella nunca se menciona el ’68. De este modo podemos descubrir una referencia al ’68, realizada en forma de evocación, de analogía, en la imagen final de la novela: los tubos que desgarran a los presos hasta aplastarlos, evocan dramáticamente las balas que desgarraban a los estudiantes en la plaza de Tlatelolco, como forma de recordar un trauma histórico que por varias razones no podía ser nombrado directamente. 2 E. Escalante, Metáforas de la crítica, México, Joaquín Mortiz, 1998, p. 132-145. Escribe Escalante: «La historia B [de El apando] es la historia de una conquista individual de la libertad por parte del Carajo. Esta libertad que puede parecer ab­ surda, anacrónica, injustificada (tiene todos los visos, en efecto, de ser un acto «gratuito»), se consigue con una delación que puede resultar poco comprensible si no se toma en cuenta que tiene aquellas características que el propio Revueltas, en otro texto, atribuye a lo que él llama un acto profundo. [...] A la eficacia represiva de una sociedad confinatoria, que pone a su servicio las fuerzas invencibles de una geometría enajenada, José Revueltas opone la naturaleza libertaria de un acto inmemorial, que surge de lo profundo, sin razón aparente. Me gustaría que el nombre de Revueltas se asociara siempre, entre otras cosas, a este acto inmemorial intrínsecamente afirmativo», p. 144-145

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Bibliografía Duffey J, Patrick, De la pantalla al texto. La influencia del cine en la narrativa mexicana del siglo veinte, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1996 Escalante, Evodio, José Revueltas, una literatura del «lado moridor», México, Universidad Autónoma de Zacatecas, 1990 ____, Metáforas de la crítica, México, Joaquín Mortiz, 1998 Florescano, Enrique, El mito de Quetzalcóatl, México, fce, 1993 Revueltas, José, El conocimiento cinematográfico y sus problemas, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1965 ____, Tierra y libertad, México, Ediciones era, 1981 ____, Zapata, México, Plaza y Valdés, 1995 ____, El apando y otros relatos, Madrid, Ediciones era-Alianza, 1985 Revueltas, José y José Agustín, El apando, México, Plaza y Valdés, 1995 Rocco, Alessandro, La scrittura imaginifica: il film scritto nella narrativa ispanoamericana del novecento, Roma, Aracne, 2009 Ruffinelli Jorge et al., Conversaciones con José Revueltas, México, Universidad Veracruzana, 1977


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Revueltas I Juan Pablo de la Colina

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José Revueltas vivo en el barrio de Tepito Diego Cornejo Choperena

Escritor, fotógrafo, guinosta, promotor cultural en el barrio de Tepito, el autor perfila en estas líneas una situación cotidiana y dramática: la relectura de la novela El luto humano, la evocación de la obra entera de Revueltas, y la violencia brutal ejercida en contra de Yakiri, una muchacha de la ciudad de México de nuestros días

Sábado. Amanecer lluvioso y tibio, propicio para continuar siguiendo los pasos del personaje llamado José Revueltas, aquel viejo que desde la pubertad unió praxis y compromiso, literatura y compromiso, palabra y acción. Nunca le dio la vuelta a nada ni a nadie, ni a las Islas Marías ni a Lecumberri, ni a la derecha ni a la izquierda recalcitrantes. Por eso resulta tan entrañable. En el barrio, confío, y en todo rincón del país tiene un lugar preponderante, tanto o más que cualquier premio Nobel de literatura reconocido y citado hasta el cansancio por los «cultos» afiliados a Televisa. Sábado por la tarde. Un regalo, una herencia de mi querida ausen­ te: una habitación iluminada por una tarde soleada y la buena soledad en la que puedo pasar horas plenas de lectura («Tesis sociocrític­a de El luto humano, cita tres vertientes —Edmond Cros, Pierre V. Zima y Claude Duchet, más la propuesta del autor, José Manuel Guzmán—: demasiados vericuetos y elaboración para simples lectores de El luto humano; así es como la ‘crítica’ se vuelve un instrumento sólo para iniciados, para unos cuantos», mi primera impresión), a la vez que

puedo escuchar Serenata claro de luna o a Agustín Lara, por Natalia Lafourcade, o a Lorde... Sin embargo, lo disfrutable, lo principal, fueron las largas y escurri­ dizas horas de lectura, sin cortes ni comerciales, hasta el agotamiento, bien entrada la noche. Justo en ese momento, al final, cuando había entablado una con­ versación con el personaje responsable de mis lecturas, como des­ pedida de buenas noches, le hice un comentario, para hala­garlo. Le dije, recordando, parodiando la frase aquella del 68: «Don José, ¡cuántas revueltas nos hacen falta! Y él nada más me miró y se carcajeó, sarcástico. Ni una palabra me dijo. ¡Uta, yo lo consi­ deraba más serio, al cabrón! Y no. ¡Se divirtió con mi dicho! Cerré la compu y me fui a dormir. Ahí lo dejé, al socarrón, al viejo y sabio Revueltas. Los domingos siempre han sido exquisitos. Cada ocho días visito, por su amable invitación, a alguna de mis hermanas. Son magníficas anfitrionas.

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José Revueltas vivo en el barrio de Tepito

Diego Cornejo Choperena

Y, bueno, para no dar vueltas, lo exquisito surge cuando nos sentamos a comer. Ana María prepara banquetes deliciosos, «de rechupete», dirían los clásicos. Disfruto hasta la última migaja. No describo las delicias para no causar antojos. Una vez que hemos dado cuenta del agasajo, pasamos a la sala. Sorbos de un café veracruzano, chiapaneco o colombiano, acompañan la plática. Además, en particular, este día, saboreamos unos sabrosos pastelitos, «cupcakes», elaborados por una especialista, mi hermana Eva. Otra delicia. Un ambiente calmo, chido, nos envuelve cada ocho días. Si conver­ samos de política, nomás lo hacemos de pasada, pa’ no polemiza­r (sobre todo con mi tío Diego que de repente entra en esos temas y uno mismo se tiene que contener) y así la llevamos bien. Para mí, digo, es ley, en casa; en nuestro hogar nunca pretenderemos «arre­glar» al desmadrado país donde habitamos, por más que polemi­cemos. Salir a la calle, participar en marchas, es otra cosa. De la misma manera, involucrarme en las cuestiones culturales y sociales en Tepito, es decisión personal. Así, cada uno por su lado, intenta llevar sus utopías a buen fin. Entretanto, encontrarme con mis hermanas y hermanos es cobijarse nuevamente con los buenos sucesos del pasado. Y por ello, también, quise aprovechar esta visita a la casa de mi hermana. Pues, como ando en lecturas del tema, se me ocurrió que en alguna parte de su enorme librero debía encontrarse El luto humano de José Revueltas. Esta novela me la prestó Ana María cuando estudiaba en el CCH de aquellos tiempos y yo andaba trabajando en fábricas o litografías. Ella, para mi fortuna, durante esos años, me surtió de lecturas. No sólo de Revueltas, también de José Agustín, Salvador Elizondo (¡su horrendo Farabeuf!), Carlos Fuentes, Neruda y otros más, y, de igual manera, de Marx y Engels, Lenin, Mao, Gramsci, etcétera, lecturas que han significado, influido, mucho en mi vida y me han llevado, para mi bien, a avizorar ideas y lugares insospechados; incluso, me salvaron, mental e ideológicamente, de la monótona tristeza y el estruendo tiznado y aceitoso de las factorías, de sus obreros alienados, agobiados por la pobreza, explotados hasta el agotamiento. Tal vez por esas atmósferas febriles y fabriles que había experimentado, me impactó tanto la lectura de El luto humano. Encontré mucho de lo inadvertidamente mórbido de aquellos obreros con los

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que me interrelacioné, en los personajes de la novela de Revueltas. Y quizá por eso, de inmediato, me entusiasmó escribir sobre José Revueltas, desde mi punto de vista, como lo ofrecí cuando me invitó a hacerlo Juan José Reyes, director de la revista Cultura Urbana. Así fue como empecé a elucubrar que para escribir de don Revueltas debía releer esa novela, tan entrañable para mí. Y todavía sería mejor, concluí, si lo hacía sosteniendo en mis manos el mismo libro en el que la había leído por primera vez. Sin embargo, cuando el martes siguiente regresé a «echarme un clavado» en su librero, como Ana María me propuso, me entristeció no encontrar el libro de Revueltas alineado en alguno de los entrepaños. Hallé otras primeras y satisfactorias lecturas (memorables por las admirables y gratas impresiones que me causaron sus temas y personajes, no por algún pasaje que hoy recuerde en particular): La muerte de Artemio Cruz, La sombra del caudillo, El lobo estepario, Aura, De perfil, La tumba y otros más que también me entu­ siasmaron y permanecieron en mi memoria; sin embargo, a pesar de que revisé, libro por libro, repetidas veces, no hallé el que buscaba. Hubiera sido chingón releer esa misma novela, esas mismas letras, que en mi primigenia lectura me absorbieron y perturbaron. Lo único que pudo haberme consolado de esa ausencia que resultó irreparable para mí (un objeto que no me pertenecía pero que era mío, ¿cómo ven?, fue lo que a continuación sucedió: volver a disfrutar las delicias que el domingo pasado había preparado mi querida hermana. ¡Y todavía me dio itacate para llevar! Otro consuelo: Sara, una más de mis queridas hermanas, ¡ya me invitó a su casa para el próximo domingo! Como todavía no pode­ mos reiniciar el documental sobre Yakiri Rubio, aún puedo darme ese lujo. Por cierto, Byron, nuestro comprometido camarógrafo (muy recomendado por la Tunita), se encuentra hospitalizado desde aquel domingo negro en que no supimos de él y, encabronados, debimos suspender el inicio del documental. Comparto con la Tunita, mis mejores deseos para que pronto logre una recuperación plena, sin secuelas. Viernes de cielo nublado, húmedo. Las tardes y noches de estos días han continuado lluviosas, propias para seguir sumergido en la lectura de notas, referencias biográficas, tesis y críticas... Lo que me


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ha llevado a decirme, de repente, en lo personal y en plano mamón pasado de lanza (agregándole a este calificativo ese parti­cular matiz sarcástico y moralino del chisme tepiteño) que don José, nacido en 1914, fue un reverendo cabrón mujeriego sin remedio. Digo, tuvo tres esposas y otra más que no fue su esposa oficial. Su primer casamiento, en 1937, fue a los 23 años, con Olivia Peralta, con quien procreo 4 hijos: Andrés, Fermín, Pablo y Olivia. El segundo matrimonio, en 1947, fue con María Retes, con quien procreó un hijo. Su tercero matrimonio, en 1973, lo contrajo con Emma Barrón Licona, tres años antes de fallecer, en 1976. En el ínterin, en 1961, Revueltas habría tenido un hijo con Omega Agüero. Ahora, en serio, —neta, dejando aparte temas moralinos tepiteños, dignos de la inmaculada vela perpetúa antimarxista de aquellos años—, a Pepe Revueltas, desde antes, de chiquillo, se le debió conocer por ser, de verás, un cabroncito hecho y derecho (agregándole a este calificativo un matiz de pura admiración barrial). En 1929, a los 15 años de edad, fue internado en el reformatorio para menores por haber participado en una manifestación en la plaza mayor, en el Zócalo de la ciudad de México, en contra del traidor gobierno postrevolucionario. Acusado de rebelión, sedición y motín, fue sentenciado a un año y un mes de prisión. Alcanzó su libertad luego de participar, por primera vez, en una huelga de hambre. El joven Revueltas, al salir a la calle, de inmediato se afilió a las Juventudes Comunistas, proscritas entonces. Tres años después, en 1932, a los 18 años de edad, fue hecho prisionero y llevado a las Islas Marías, también por motivos políticos, de organizaciones sindicales y huelgas. Es liberado seis meses después debido a su corta edad. Se dice que por esa experiencia, Jose Revueltas escribió Los muros de agua. Pasados dos años, en 1934, es comisionado por el Partido Comunista para organizar la huelga de peones agrícolas en Camarón, Nuevo León. De nuevo es detenido, esta vez, en compañía de tres activistas. Los llevan a la ciudad de Mazatlán y, a continuación, son remitidos a las Islas Marías. Es la segunda vez que Revueltas, sin ningún pinche deseo de su parte, visita las Islas Marías. Al siguiente año, en febrero de 1935, sale en libertad por el viraje político que en ese año aplica el entonces presidente de la República Mexicana, el general Lázaro Cárdenas. Tal vez por haber participado en la

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huelga de obreros agrícolas, en Revueltas germina la idea que lo lle­vará a escribir la novela que titulará El luto humano. La última vez que José Revueltas estuvo metido en una celda, fue en Lecumberri, en el Palacio Negro, por causa de su participación en la rebelión estudiantil de 1968. Dos años después, en 1970, junto con otros presos políticos, se puso en huelga de hambre. Ese mismo año es juzgado. En 1971 lo liberan bajo palabra. Por su experiencia en esa prisión escribe la novela El apando. Don José Revueltas, se puede decir, según mis particulares pre­ ferencias, todavía fue más recabrón (le agrego a este calificativo ese extraño, inhabitual, matiz de demasiada admiración tepiteña, barrial) por sus escritos literarios, teóricos y políticos. Y crece más la admiración, si uno se entera que el Revueltas niño abandonó la escuela secundaria a los 12 años de edad para hundirse entre los abundantes anaqueles y libros de la Biblioteca Nacional. Parecería, según mi personal apreciación, que la escuela oficial le quedó chica a las ansias de conocimiento del recabronsísimo estudiante. Desde luego, con el paso de los años, esas lecturas insaciables llevaron a Revueltas, a la par de su muy intenso activismo político y teórico, a madurar su magistral escritura, a la creación de las novelas: Los muros de agua, El luto humano, Los días terre­nales, En algún valle de lágrimas, Los motivos de Caín, Los errores, El apando. A los libros de cuentos: Dios en la tierra, Dormir en tierra, Material de los sueños. A abundantes ensayos políticos: Cuestionamientos e intenciones, Dialéctica de la conciencia, Ensa­ yo sobre un proletariado sin cabeza, Ensayos sobre México, Escritos políticos 1, 2 y 3, México: una democracia bárbara, México 68: juventud y revolución. Y a otros temas afines al escritor de origen duranguense nacido el 20 de noviembre de 1914: El conocimiento cinematográfico, El cuadrante de la soledad (tea­ tro), Las cenizas (obra póstuma), Las evocaciones requeridas, Tierra y libertad (guion cinematográfico), Zapata (guion cinematográfico), Visión del Paricutín y otras crónicas y reseñas. Don José Revueltas, entre otros reconocimientos, recibió el Premio Nacional de Literatura (1943), por la novela El luto humano, y

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Revueltas II Juan Pablo De la Colina

el premio Xavier Villaurrutia (1967) por el conjunto de su obra. Este premio, por lo demás, fue suspendido en 1968 como protesta por el encarcelamiento de Revueltas. Miércoles. Tarde agradable, soleada antes de que caiga la lluvia. Llegué con anticipación al Museo de la Mujer; la cita era a las 4 de la tarde, en la calle de República de Bolivia. La intención es escuchar una conferencia, entre feministas, acerca del feminicidio. La Tunita, que viene desde Puebla, me invitó. El motivo es reunir más información que nos pueda nutrir en la realización del documental que tenemos pendiente acerca de Yakiri Rubí Rubio Aupart, joven lesbia­ na, tepiteña, víctima de secuestro, violación e intento de homicidio cometidos en su contra por dos hermanos. Yakiri, al anochecer del 9 de diciembre del 2013, cerca de la sali­ da de la estación del metro Doctores, amenazada con arma blanca,

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fue subida a una motoneta y llevada en contra de su voluntad a un cuarto de hotel de mala muerte, en la colonia Doctores. En esa habi­ tación, mancillada, golpeada, con sus últimas fuerza, se defendió del criminal. Logró herirlo en la yugular al desviar la misma arma que empuñaba su victimario, quien, después de la violación, intentaba asesinarla. La bestia huyó al sentirse malherido. Murió desangrado en un lugar cercano. Yakiri, sin conocer ese desenlace, acudió a poner su demanda (acompañada por dos policías que en la calle, en busca de ayuda, la habían auxiliado) a la cercana agencia 50 del ministerio público, en el búnker de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal. Llegó con múltiples golpes y heridas en pecho, espalda, brazos, manos y piernas. Sobre todo con una profunda herida en el antebrazo izquierdo. Fue mal atendida, mal «cosida» en la insalubre agencia, por un paramédico que había llegado en


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su ruidosa ambulancia. Poco después de que Yakiri puso su demanda, arribó al lugar el hermano cómplice del secuestro, la violación y el intento de feminicidio. Ante todos los presentes, ame­naza a Yakiri de muerte, intenta agredirla. Él había conducido la moto­neta en que montaron a Yakiri para llevarla al hotel Alcázar y había presenciado, fumando un churro de mota, la violación cometida por su bestial hermano. En un momento dado, abandona la habitación. Deja solos al violador y a su víctima. Cuando este criminal entró a la agencia 50 del ministerio public­o, se complicó, se retorció aún más la situación de la joven lesbiana. Comen­zaron a evidenciarse las complicidades y corrupciones que abundan dentro de las instituciones de justicia del gobierno de la ciudad de México: jueces, secretarios de juzgado, médicos legistas, policías, judiciales, peritos, parecerían unidos, atados, a una cínica red de criminales carentes de escrúpulos, de moral pública. Yakiri es acusada de asesinato, de despiadada, de inhumana, de prostituta, de amante; pasa, de ser víctima evidente, a ser asesina desalmada... Al amanecer del nuevo día, sus padres, Marina y José Luis, son ente­rados de que, en unas cuantas horas, su hija será enviada al reclusorio femenil de Santa Marta Acatitla. No les notifican que es acusada de asesinar a su «desvalido» novio y amante. En ese momen­to dan inicio a la incansable lucha por la libertad y por la reivindicación de Yakiri, su hija querida. Lo malo fue que la Tunita se había equivocado. La conferencia sería el jueves, el día siguiente, no este miércoles. Cuando ella, acompañada de su muy apreciada amiga Emilia, llegó al museo, le comenté y se percató de su confusión. Ni modo, vámonos a tomar un café, propuso. Sugerí que fuéramos a la calle de Donceles. Ahí yo había visto una librería de usados con cafetería. No la hallamos, pero en esa misma calle entramos a otra librería sin cafetería; El Laberinto, se llama. Mi intención era preguntar por El luto humano, de José Revueltas. Lo pedí. El dependiente inmediatamente fue atrás del mostrador. ¡Como portando un tesoro, me trajo una prime­ra edición de esta novela! ¡Chíngale! Me pareció un precio justo pero elevado para mi bolsillo. No, dije. Es primera edición, insistió el dependiente. Sí, es parecida a la que leí por primera vez, respondí. Ajustaba apenas para pagar el precio y me sobraban algunos bille­ tes, pero no. No, volví a decir. Si quiere le puedo conseguir otra

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edición, me sugirió el dependiente antes de que saliéramos a la calle. Le respondí que sí. Llamó por teléfono a otra sucursal, en Puen­te de Alvarado. Le informaron que tenían una edición de era y otra de la que no alcance a oír el nombre que pronunció el dependiente. Esa, esa, le indiqué, me parece perfecta. Esa edición también la había leido. Su precio era mucho más bajo. Debimos esperar media hora a que la trajeran. Cuando la tuve en la manos, al hojearla, me di cuenta de que tenía subrayados y, en las últimas páginas, un escrito de su antiguo dueño. Mira, ya lo marcaron por mí, bromeé con la Tunita. Nos fuimos a tomar un café, aunque en realidad fue un capuchino. Conversamos. Aspiré el agradable olor del establecimiento. Ahí estuvimos un buen rato. Salimos cuando caía una ligera llovizna. En la esquina de Donceles y Brasil nos despedimos. La Tunita y Emilia se dirigieron a la estación del metro Zócalo. Yo me encaminé, por República de Brasil, hacia el Eje Uno Norte, con dirección a Tepito. Ansiaba llegar a mi solitaria habitación en la que, por fin, me dedicaría leer El luto humano. Durante tres o cuatro días de la agradable temporada de fuertes lluvias, con amaneceres, tardes y noches húmedas, dentro de una tibia habitación, volví a encontrarme con el omnipresente cadáver de Chonita y con los otros presuntos despojos condenados, apenas, a sobrevivir: son sus padres, Úrsulo y Cecilia; y con los otros personajes patéticos que empezaron a compartir esa misma condición a partir de la muerte de su líder y del decaimiento de la huelga. Al parecer, nunca acabarían de morir durante la huida provocada por la inundación que amenazaba ahogarlos a ellos, a sus pertenencias, a sus casas y su mínimo poblado. Ese éxodo no los llevará a ninguna parte, sólo los regresará, en medio de la espesa penumbra de la noche, a trepar al techo de la casa de Úrsulo, punto en donde habían iniciado su intento de salvación; lugar donde, se intuye, su carroña será picoteada por los buitres de la escena final. Entre aquellos también me encontré con Adán, el pistolero del gobierno, y su mujer, la Borrada, y al sacerdote que lo asesinaría en venganza por las atrocidades que había cometido en contra de los cristeros, los mismos que, en ese sentido, lo igualaban sin ningún titubeo; y a Calixto, que dejó huir a su horrenda mujer atemorizada, en pleno inicio de la tormenta; a Marcela y a su ebrio marido,

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Jerónimo, quien habría de fallecer y sería abandonado en medio de la inundación; también encontré a Natividad (álter ego de José Revueltas, literariamente hablando, según considero), el líder animoso, positivo, con ideas socialistas, que llegó a organizar la huelga de los trabajadores del Sistema de Riego y que les propuso organizarse en cooperativas. Esa fue la razón de que Adán, obedeciendo órdenes de su patrón, el gobierno, lo asesinara a traición mientras dormía. Natividad, al igual que Chonita, recorre, omnipresente, cada página de El luto humano. Así fue como volví a repasar la que muchos consideran la principal novela de José Revueltas. Con esta relectura ha renacido en mí aquel sentimiento que he deseado compartir ahora, al iniciar la escritura de estas líneas; aquel sentimiento que alguna vez, años atrás, me había llevado a apreciar la literatu­ra mexi­cana en general y, en particular, la entrañable literatura del José Revueltas comprometido con su entorno histórico, social, económico y cultural; comprometido, digo, inclusive hoy (aunque halla falleci­do el 14 de abril de 1976), con el ser humano marginad­o, menos­preciado, ignorado, condenado a la mise-

ria, por complicidades políticas y económicas; convertido, hoy, en un simple númer­o, sólo presente en las estadísticas oficiales que difunden públicamente, dándose golpes de pecho, los voceros de las oligarquías y los gobiernos de las plutocracias postrevolucionarias, las que, de igual manera, por aquellos años, Revueltas padeció en carne propia (por eso su lucha de militante comunista). Por otro lado, y para concluir, con la relectura de El luto humano y con la rememoración de José Revueltas, por el aniversario de los 100 años de su natalicio, he querido compartir la idea de que la lectura de este poderoso autor puede hacerse de manera visceral, intui­ tiva, impulsiva y, a la vez, inteligente, aprovechando la gran capacidad que poseen los escritos de José Revueltas para inquietar el espíritu y la razón de un simple lector, primerizo o no, al que, quizás, el duranguense es capaz de arrebatar de la modorra y de inducirlo a tomar una posición y llevar a cabo una praxis revueltiana. Principalmente aquella que no evita, ni soslaya, ni le da la vuelta, a ningún tema de la realidad mexicana, por más peliagudo que sea, político, económico o social, y lo enfrenta con imaginación e ingenio.

LA ACERA DE ENFRENTE La cultura como campo de batalla Héctor Manjarrez La redención: nada menos que una revolución puede salvarnos. Revueltas, el irredento, nos lo dice. La revolución es imaginable e impensable, y la vivimos en su deseo y falta de realidad: con el material de esos sueños Revueltas echó durante tres décadas algunas de las bases de una manera alternativa de vivir y crear la cultura. Todos estos años Revueltas fue un condenado, y ahí están sus cárceles para probarlo. Ante la enajenación de todo un país y el sectarismo de un partido revolucionario, Revueltas, como Gregorio en Los días terrenales, se condena. Esa fue su servidumbre, esa fue su libertad. Revueltas, como ningún otro escritor mexicano, fue un protagonista. Fue el más libre de todos —o el que más libres nos hace a los lectores— porque procuró ser libre dentro de la desdicha de la historia. En un país en que la cultura sólo ha sabido unirse a la política para corromperse, en un país donde tantos creadores culturales honrados rehúyen la política como una peste, Revueltas asumió libremente el drama, a veces grotesco, siempre trágico, en ocasiones ejemplar, de vivir la cultura como campo de batalla privilegiado de la política, y la política como expresión paradigmática de la cultura.

En «Inadaptable Revueltas», en Nocturno en que todo se oye. José Revueltas ante la crítica, selección y prólogo de Edith Negrín, Ediciones era, México, 1999

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Revueltas III Juan Pablo de la Colina

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GALERÍA DE AUTOR

Jorge Ermilo Espinosa Torre

Realidad y contundencia

Para hablar sobre un pintor joven de valía, hay que destacar sus virtudes y reconocer sus potencialidades, los compromisos que establece con su arte, las cosas que promete. Las cosas que Jorge Ermilo Espinosa Torre muestra contundentemente son muchas, muestra las profundidades de la piel, perfora con paciencia diminutos huecos y cincela al óleo la realidad. Dentro de su inquietud creativa se encuentra el desafío de expresar la furia, la impotencia ante la violencia, el desamparo y la injusticia. Un artista no puede ser ajeno a esa inquietud. El arte por el arte no existe, una obra debe ser motor del cambio, y por tanto, debe ser útil, productivo, debe conmover y cimbrar a tal grado a su observador que consiga crear en él un deseo de transformación. Retratar la realidad hasta sus más crudas consecuencias es el fin. Nuestro joven pintor explora, arroja pinceladas toscas sobre un lienzo pintado al más puro hiperrealismo, tanto así que cuesta saber si no se trata de algún truco fotográfico. Así, su arte, fiel, pierde su carácter hiperreal para hablarnos del absurdo y el terror. Pinta las manos arrugadas, nos adentra en cada zurco sobre el rostro y deja los dedos de la mano derecha desdibujados, borrosos... fotografía a finas pinceladas la expresión de una niña y luego la mancha, coloca la hermosa cabeza de una mujer sobre un cuerpo de maniquí. También hay cabida en la obra de Espinosa para la esperanza, incluso para la diversión y la alegría, para el rostro bello de la muchacha, para la piel tersa de un bebé que sonríe, para la joven catrina juguetona. Para mostrar la realidad contundente también es necesario representar sus bondades (RB).

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OBRAS

Otro espejo más

Jorge Ermilo Espinosa Torre

Sueños del maniquí I

No sé qué decir

Ermilo Sueños del maniquí II David

Silencio Sueños del maniquí III

Aquí te espero

Aquí todo está

Corazón de juguete La ventana

Imágenes del más allá El despertar

Sólo vine a decir adiós

Plástica yucateca

La cirugía

A un paso

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De la serie Caníbal Dulce Chacón

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José Revueltas, un poeta que escribía narrativa José Ángel Leyva

Revueltas es una mente activa y constructora, moral; es palabra y es acción, malicia y pureza; es pasión y es comedimiento, mesura intensa para moldear la forma breve del relato o para trazar el andamiaje arquitectónico de la novela. Hoy no puede escatimársele ya a este gran escritor su maestría en los cuentos y en las novelas. En ambos géneros se desenvuelve implacable e impecablemente, sin concesiones

A propósito del centenario de uno de los escritores mexicanos más queridos y admirados, respetados, José Revueltas, fui al estado de Chiapas a dar una conferencia sobre el autor y su familia. Al final unos chicos, porque la juventud mexicana sigue atenta al autor de Los días terrenales, me preguntaron qué opinaba de Revueltas como poeta. Con displicencia, o quizá con arrogancia, respondí que era muy mal poeta, uno de los oficios que nunca dominó entre los muchos que ejerció como un virtuoso. Algo no me sonó bien, algo se me clavó en el costado que me dejó un tajo de duda. Comencé mi relectura de la obra narrativa de Revueltas con su primer libro Los muros de agua, y luego con El luto humano, El apando, Los errores, y continúo. Me doy cuenta de que las afirmaciones absolutas son malignas. Siempre he sostenido que la lectura tiene y corresponde a edades, no es lo mismo leer a Shakespeare a los 18 que a los 40 años de edad, por poner un ejemplo. Revueltas es un poeta, su prosa es poética, su apuesta se halla del lado de la poesía. Si su narrativa sobrevive y se actualiza no lo es sólo en el contexto pos-

moderno, en la enajenación social, sino sobre todo en el lenguaje. Es allí donde se extiende el manto que la protege de la caducidad. La hipersensibilidad que solía mencionar el escritor nacido en Durango como parte intrínseca de su existencia, de su persona, es, sin duda, más que una expresión o una manera de describir su naturaleza y personalidad, la propia esencia de su escritura y la mirada que conduce y guía su pluma, el mito donde construye realidades literarias que, como él mismo expresara, no son más que la sombra, el reflejo de la bárbara, terrible realidad. José Revueltas, como sus hermanos, es parte del mito de sus obras, es él mismo personaje y espectador de lo que narra, de lo que cuenta a través de la novela, el cuento, el teatro, el guion cinematográfico, la crónica, el reportaje, y es él mismo con quien dialoga y rompe el diálogo a la hora de revisar su trabajo y sus ideas. Él es el hombre y es el concepto, es el ojo y es la imagen, es el camino y el explorador que examina sus pasos, el inventor y el filósofo que reflexiona sobre el descubrimiento y los procesos del hallazgo, también de los errores y los alejamientos del

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José Revueltas, un poeta que escribía narrativa

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deseo, de los objetivos iniciales. Revueltas es una mente activa y constructora, moral, es palabra y es acción, es malicia y es pureza, es pasión y es comedimiento, mesura intensa para moldear la forma breve del relato o para el andamiaje arquitectónic­o de la novela. Hoy, ya no puede escatimársele a este gran escritor la maestría en los cuentos y en las novelas, en ambos géneros se desen­vuelve implacablemente, impecablemente, sin concesiones. Por su forma y por su fondo es la narrativa revueltiana. Es cierto, como afirma José Joaquín Blanco, uno de los estudiosos más exhaustivos de su obra literaria (junto con Evodio Escalante), que fue un juicio común el alabar su cuentística para desacreditar su novela, a la que solía restársele méritos, ya por razones ideológicas como fue el caso de Neruda y sus compañeros del Partido Comunista, que veían en Los días terrenales y en Los errores juicios lapidarios contra el estalinismo de la época, contra la militancia de la obediencia ciega, contra el sacrificio inútil de los seguidores de una idea y una promesa, cuasi religiosa, de cambio social, o para quienes Revueltas era un recreador de la fealdad, de lo grotesco, lo monstruoso de un medio envilecido hasta la bestialidad, de tan humano. La vida carcelaria, sí, pero no sólo, el bajo mundo de la miseria, del crimen, de la ignorancia, de la injusticia, de los excluidos por su condición económica o por sus ideas. Octavio Paz se equivocó al calificar a Los muros de agua (1941) como una pieza insuficiente que poco auguraba sobre el crecimiento del escritor. Revueltas fue el autor y el emblema intelectual de los jóvenes rebeldes de 1968, pero no deja de serlo para quienes vivimos desde la infancia, o desde la memoria, el significado de ese graffiti en las inmediaciones de Ciudad Universitaria durante el movimiento del CEU: «Ay José, como nos acordamos de ti en estas Revueltas». Pero Revueltas es, además de ícono de la rebelión y de la inconformidad, una presencia indeleble en sus letras. Es un cable de alta tensión en cada historia que narra, en cada situación que crea y devela en esa esfera donde alguna vez pensó en colocar toda su obra: Los días terrenales. El humor y el pesimismo se amalgaman de la misma manera en cada una de sus obras narrativas. No obstante, aún me sigue pareciendo que en los cuentos la escritura revueltiana alcanza mayor claridad y eficacia. El apando es, ni duda cabe, la cumbre entre esas dos grandes placas tectónicas que empujan una a favor de la otra. Es la

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pieza del genio revuelteano donde encontramos la sustancia de ese lado «moridor» de su escritura y, por qué no, de su misma vida. De los narradores mexicanos nacidos en la primera mitad del siglo, José Revueltas (1914) me resulta el más audaz, el más corrosivo y certero cuando de economía del discurso se trata. A pesar de los límites que demanda el género breve, busca construir complejos andamiajes estilísticos y existenciales. Sus relatos y sus personajes son de una sustancia espesa y ácida que a veces se resuelve en formas ágiles y planos definidos, pero en otros momentos se mueve con ritmo de lava, con ánimo incendiario ante todo lo que se mueve a su paso, para luego acabar en río petrificado. En otros momentos esa misma materia se transforma en silueta que se desplaza como llamarada sobre la gravedad de la prosa. A veces gana el acento rotundo, el impacto de percusiones muy graves que nos abren una rendija hacia atmósferas trágicas. Su intención es que el lector avance sintiendo que no le es posible penetrar en ese mundo, no obstante que ya desde la primera línea ha traspasado el umbral. Las palabras caen como baldes de tierra, como masas de aire que nos aprisionan junto con los personajes. Así ocurre con su cuento Dios en la tierra. Desde el epígrafe sabemos por dónde camina el desenlace, Dostoievski y Nietzsche lo guían. Pero esto no se alteraba, este odio venía de lo más lejano y lo más bárbaro. Era el odio de Dios. Dios mismo estaba allí apretando en su puño la vida, agarrando la tierra entre sus dedos gruesos, entre sus descomunales dedos de encina y de rabia. Hasta un descreído no puede dejar de pensar en Dios. Porque, ¿quién sino Él? ¿Quién sino una cosa sin forma, sin principio ni fin, sin medida, puede cerrar las puertas de tal manera? Todas las puertas cerradas en nombre de Dios. Toda la locura y la terquedad del mundo en nombre de Dios. Al abrir el relato nos encontramos ante un muro de emociones y de sentencias: La población estaba cerrada con odio y con piedras. Cerrada completamente como si sobre sus puertas y ventanas se hubieran colocado lápidas enormes, sin dimensión de tan


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profundas, de tan gruesas, de tan de Dios. Jamás un empecinamiento semejante, hecho de entidades incomprensibles, inabarcables, que venía... ¿de dónde? De la Biblia, del Génesis, de las tinieblas, antes de la luz. Poco a poco se va abriendo esa cortina de elementos secos y sin rostro para dar cauce a las fuerzas telúricas que se agazapan detrás de esos tabiques de silencio. Un ¡viva Cristo Rey! suelta el castigo, la venganza, la ira, el fin. En una estaca, nada menos que en un palo afilado, es montada la piedad, la débil convicción de justicia que decidió negar el agua a los federales. La ira del pueblo es infinita, su crueldad no tiene límites. Fuente Ovejuna es apenas una insinuación de justicia colectiva al lado de este acto que trae consigo la frase de César Vallejo: «Como del odio de Dios». Edmundo Valadés escribió en su antología Cuentos mexicanos inol­ vidables: En esos cuentos (los de Dios en la tierra, 1944) afloraba un aliento creador de gran densidad dramática, con una prosa como bisturí implacable para hender simas torturadas o alucinadas, de seres en conflicto con divinidades infamantes. Prosa distinta en la narrativa mexicana, al imponerle una respiración dilatadamente angustiosa, con un retumbar bíblico, eco de la voz de profetas que eternizaron maldiciones, tósigo que doblega a sus personajes. (Asociación Nacional de Libreros, México, 1993, p. 13) Para Valadés, Revueltas afina sus maestrías de cuentista al escribir y publicar Dormir en tierra (1960). José Joaquín Blanco comenta al respecto que en general los relatos de Revueltas establecen la trayectoria de un personaje desde el nudo de su conflicto hasta «el final más trágico posible que lo redima al revés, devolviéndolo al caos, a la monstruosidad, la suciedad o la atrocidad de la vida: una condena radical transfigurada en una fascinante e insoportable salvación». (José Revueltas, CREA/Tierra Nueva, México, 1985). El personaje niño de ese cuento, «Dormir en tierra», es el equivalente de Antelmo, el protagonista de «Resurrección sin vida». Ambos son puestos a salvo por seres a la deriva, por otros náufragos igual que

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ellos, que el autor salva mediante ese sacrificio en la situación límite en que los coloca. La prostituta y el contramaestre del Tritón que naufraga son hermanos de la misma calamidad, sombras o manchas de esas estampas goyescas con que plasma Revueltas con acidez, sin melodrama, al descarnado. Sus personajes y sus anécdotas pueden semejarse entre una novela y cuento, entre un cuento y una obra de teatro. Por ejemplo, Hegel, el compañero de celda del personaje narrador del cuento «Hegel y yo» es equivalente al Carajo de El apando. En su deformidad física y en su degeneración moral hay expresiones clave que iluminan el espacio donde los coloca el autor, y que de algún modo expresan su propio sentir, su propio pensamiento: Hegel sonríe, pues, cuando pongo objeción a la oscuridad de sus ideas y lo contradictorio de sus términos. Replica que no hay una sola idea verdadera que no sea oscura, ni una sola palabra, tampoco, que pueda tener un sentido único, todo depende del tiempo y la colocación: de lo que se comprometan a decir y a suscitar las palabras y las ideas. Para él, el lenguaje es un rodeo, un extravío pernicioso. No es la metáfora, es el oxímoron lo que lo atrae, lo que cultiva en cada acto humano. Lo contradictorio de la vida humana y su conciencia. Lo contradictorio que se resuelve en una afirmación. Edith Negrín trabaja dicho aspecto y señala como Paul Ricour la verdad que se quiere mostrar mediante esta lucha aparente de contradicciones. Aparte de la paradoja, Revueltas utiliza la ambigüedad como una vía central para alcanzar la duda y el desenlace de la tragedia, que no deja lugar a dudas sino a preguntas que emergen de una certeza soberbia. En Material de los sueños, sobre todo en «Virgo», la pureza alcanza un grado de capricho y de ingenuidad bajo la malicia del autor. La prostituta no cobra porque está embarazada. Ese hecho, animal y humano, la gestación de otro ser, purifica a la mujer al margen de las circunstancias. Ella, la prostituta, hace el amor, la caridad sexual que necesita el hombre, el macho, pero ella en ese momento es una madre que reconoce lo divino que tiene la vida. En «El sino del escorpión» sucede algo similar con dicha criatura que ignora su letalidad, su naturaleza venenosa, su nombre, su estirpe, su hambre, su propia

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capacidad de amar matando. «Resurrección sin vida» es el cuento en el que Antelmo es salvado por una prostituta y él en gratitud la ama. Frank O´Connor (Teorías del cuento I, Teorías de los cuentistas, UNAM, 1993) comenta, lo mismo que Cortázar, que el cuento es lo más cercano a la poesía; esto lo descubrió cuando se dio cuenta de que el camino de la lírica le estaba negado. Le resultaba familiar porque ambos géneros tomaban distancia de las circunstancias, él se preocupaba por el diseño del cuento y no por el tratamiento. Cuando era capaz de concentrar el tema en cuatro líneas sabía que tenía una fábula, un asunto reducido a su máxima simplicidad, el tratamiento dependía después de otras consideraciones anímicas o circunstanciales, teóricas o de experimentación. O’Connor revela que el cuento es lo más cercano al arte moderno, que representa, más que el drama o la poesía, nuestra actitud ante la vida, como una evolución de un arte privado en el que el autor buscaba satisfacer sus propias exigencias de crítico, individual y solitario. Tal vez por eso funcionen tan bien los talleres de cuento, donde se leen siempre los textos pero casi nunca salvan la vida o por lo menos no salen maltrechos frente a los pelotones de fusilamiento y los francotiradores. Los cuentistas pueden salir o surgir de los talleres, pero casi nunca los buenos cuentos. Estos nacen bajo la responsabilidad y el oficio del escritor sin testigos ni jurados, aunque después deba enfrentarlos. O’Connor recuerda una cosa muy importante, la frase de Turguéniev de que: «Todos salimos de El abrigo (El capote) de Gogol». Sí, de ese relato del escritor ruso en el que nos narra la historia de un burócrata, Akaki Akakievich, en el que el autor emplea el recurso del cómico heroico, la figura de los hombres de cuyas vidas no importa nada, salvo ese instante que el narrador consagra como un gesto patético, caricaturesco, esperpéntico o simplemente absurdo por el valor que se le otorga a su mediocridad. El personaje de Gogol nos mueve a la lástima y al mismo tiempo a la risa, al deseo de que se resuelvan sus males y simultáneamente de que continúen debido a que él mismo es un ser mezquino y vacío. Es el humor negro en el que el propio lector termina burlándose de sí mismo, incómodo en el sillón en el que lo ha colocado el relato. De esta misma factura son los escritores del Cono Sur, como Roberto Arlt, Felisberto Hernández o el mismo Cortázar, quienes recogen la mirada y el oficio de Quiroga, pero le inyectan la ironía y la paradoja, la ambigüedad del mundo cotidiano que se vuel-

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ve fortuito. Sin duda la economía de los recursos narrativos, los aciertos del lenguaje poético, los ritmos y la plasticidad de sus formas dan como resultado piezas muy finas de inteligencia y habilidad verbal. Cuando O’Connor refiere esos cuatro renglones de la fábula es porque sabe que ha encontrado la sustancia activa con la cual podrá elaborar un producto al gusto o de acuerdo a la necesidad; su proceso dependerá de técnicas y de oficios. Adquiriría la forma moderna que busca la sensibilidad del escritor. En ese sentido me parecen escuchar las palabras despiadadas pero ciertas de un amigo: «cuando un relato nace muerto, no hay nada que pueda devolverle una vida que no tuvo. Es mejor echarlo al olvido». En su Antología personal, publicada por el Fondo de Cultura Eco­ nómica en 1975, Revueltas sienta su posición personal frente al papel de la escritura y selecciona siete relatos que dan fe de esa intención de agrupar su obra narrativa en la novela que escoge para publicar un fragmento: Los días terrenales. Allí escribe: Lo trágico de nuestro tiempo reside en que esta conciencia lúcida, que se expresa por un signo negativo, sea precisamente la única conciencia humana real, auténtica, indiscutible. Esto quiere decir que la enajenación humana ha llegado a un extremo tan radical que lo humano verdadero sólo puede realizarse con la muerte. Y más adelante afirma: Esa racionalidad que somos nosotros mismos, como la otredad de aquellos que existen en alguna parte. Revueltas ensaya sobre este complejo tópico de la otredad, del otro, al tiempo que lo convierte en materia literaria, cuentística con fuertes tonos poéticos, para apartarlo justamente de su dimensión teórica, reflexiva y liberarlo en el horizonte del mito, donde no hay respuestas, sino espacios que se abren a otros territorios abiertos, como sucede en cuentos del corte de «El reojo del yo (Géminis)» o «Cama 11 (relato autobiográfico)», en el que el humor es literalmente infecto: La llevaba metida entre ceja y ceja, goteante e incurable como las antiguas gonorreas anteriores a la penicilina.


José Revueltas, un poeta que escribía narrativa

José Ángel Leyva

De la serie Caníbal Dulce Chacón

En Material de los sueños el humor escatológico es recurrente y puede jugar con la situación dramática de los enfermos, que es, de algún modo, similar a la que vive cualquier colectivo humano donde la convivencia es forzada y cotidiana, donde el contacto reduce la privaci­dad en las personas y los hechos triviales se convierten en acontecimientos relevantes. El autor mira con una sonrisa el ritual de los pacientes que esperan su turno para ser intervenidos quirúrgicamente: —Sí gracias a Dios —responde Moctezuma II satisfecho—, acabo de obrar muy bien y sin hacer hartas fuerzas, con todo y los días que llevaba yo de no ir al excusado —pero su informe aún es incompleto: el señor V. desea más precisiones. —Moctezuma II sacude la cabeza y mira reflexivamente hacia el suelo. —Pos ora hice blandito; yo crioque por ser la primera vez. Cuando Toño sea devuelto del quirófano y regrese a la sala (lo han tenido que operar una segunda vez), alguno de nosotros dos lo recibirá con la buena nueva. —El señor don Ángel ya fue al excusado. Obró blandito.

Por otro lado, Revueltas nos conduce a ciertos episodios líricos donde podemos advertir su atormentado existencialismo, su debate interior, como sucede en cuentos del tipo de «Géminis», en donde el narrador se enfrasca en una discusión con su alter ego, con su otro, con su yo: «Porque estoy solo, siempre he estado solo, y Él no existe ni ha existido jamás, me repito. Me repito me repito me repito me repito...: me procreo». En Dormir en tierra, en el cuento «La frontera increíble», la atmósfera de espiritualidad y de solemnidad fúnebre se transforma en un guiño sarcástico del escritor ante la escena que describe —que bien podría ser la de su hermano Silvestre en su agonía—, como para dejar que respire el lector, como una travesura en medio del sufrimiento y la presencia implacable de la muerte: Recibe, Dios inmenso, esos espíritus en tu seno. Los hilos de oro mugroso de la estola, al inclinarse el sacerdote, se metieron en la bacinica infecta que estaba a un lado de la cama, en el suelo. [...] Entonces el cura miró hacia el recipiente y su asco y su vergüenza fueron horribles por ser él mismo un

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De la serie Caníbal Dulce Chacón

hombre capaz de pudrirse, de tener pus y arrojar deyecciones [...] Un grito de bestia sin fronteras para el sufrimiento salió de las entrañas de la madre. [...] El hermano, de rodillas, llorando como un niño, hundió el rostro entre los pies del muerto. Aquellos eran unos pies que ardían, llenos de una gran lumbre misteriosa. Un cuento que podría tener esa misma carga biográfica puede ser «Lo que sólo uno escucha», en el que el protagonista evoca la admiración de José por su hermano músico y quizás la identificación que hay entre ambos en el proceso creativo, en el trance de un lenguaje que sólo vive quien lo crea y lo recrea, quien lo invoca. Los cuentos de Revueltas parece que salieron en buena medid­a de El abrigo de Gogol. Los personajes sufren la condena, padecen los filos de su ironía bañados en un clima de piedad palpable, como si se riera de sí mismo. Como un dios que no se perdona haber hecho mal el mundo y padece su propio escarnio con sus criaturas. Como la prostituta solidaria o la otra puta que está embarazada. En el lodo, esos seres se baten en la pureza. Son víctimas no victimarios. El mundo huele mal y es necesario, como dijera María Zambrano, inten-

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tar estar lo más cómodo posible, o por lo menos no tan jodido. Ese humor es el de Revueltas, que en la cárcel encuentra efectos positivos, pues se dedica a escribir y a leer, gana tiempo y concentración, una beca del estado, como él mismo decía. El humor revueltiano de la novela en la que el héroe fármaco, el sacrificado, el Cristo que busca la redención no tiene salida, no es el que predomina en sus relatos ya que choca contra fuerzas que buscan el humor involuntario, la risa frente a la tragedia, la desolemnización del drama, que no deja de ser tal. La fatalidad es infalible y casi un letimotiv. Cuando se habla de estos valores intrínsecos al cuento o al relato breve no podemos imaginar a un mal escritor, son demasiadas las exigencias estilísticas y las cualidades personales como para tropezarse con una mala prosa. Por eso es que el cuento es lo más cercano a la poesía, a la buena poesía. A José Revueltas se le pueden hallar deficiencias o excesos en algunas novelas, se puede o no estar de acuerdo con sus tendencias morales e ideológicas, con sus devaneos literarios en la política, pero en sus relatos domina el carácter del buen pugilista que se sube al ring en extraordinarias condiciones físicas y mentales, bien entrenado para soltar movimientos de cintura y cabecear los golpes del contrincante, hacer fintas sobre las puntas


José Revueltas, un poeta que escribía narrativa

de los pies como una bailarina y deslizarse como sombra al lado del rival para descargarle barrenos en los puntos más sensibles, sin hacer concesiones de ningún tipo. El proceso se gana de manera contundente, por la vía corta. Revueltas tiene en este género a sus mejores exponentes, sabe que no puede alargar el discurso con explicaciones ni adornos discursivos, con disertaciones filosóficas, políticas o morales, simplemente la historia sucede en medio de todas las emociones que puedan acusar al autor o que delaten su experiencia propia. Revueltas es capaz en ese ejercicio de verticalidad que es el cuento de salirse de lo local y meterse en las calles de una ciudad europea cualquiera para montar su escenografía y como un magistral tramoyista mover a capricho los tiempos y los espacios para luego conjugarlos en el punto donde la serpiente se toca la cola con la cabeza. Manipula los módulos con precisión de relojero para que podamos ver y sentir el golpe seco de la ironía. En «Noche de epifanía» o en «Los hombres en el pantano», por citar dos ejemplos, rea-

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liza un montaje casi cinematográfico. Podemos, en el primer relato, respirar el aire de guerra, la devastación masiva de las bombas y sin embargo allí coloca los cuatro renglones de la condición humana, la fábula donde los celos se amasan con la desesperanza y el amor y el brillo de la mirada acaban siendo apagados por quien recibe el sacrificio, la ofrenda. La suerte, la fatalidad, el malestar social, el espíritu destructivo que anida en los personajes que habitan en la guerra, no lo sabemos, tampoco al autor le preocupó aclararlo. Allí están las situaciones para que cada uno las digiera como pueda. En el segundo cuento, los personajes de la guerra de Estados Unidos contra Japón, los personajes son soldados de origen mexicano y afroamericano, son las víctimas y los victimarios, son los chivos expiatorios de sus otras historias, y el escenario es, simplemente la guerra, la lucha por vivir o matar para vivir, el grado donde la enajenación nos determina como depredadores y presas, simples objetos y números que la literatura salva, que los coloca en la tragedia.

LA ACERA DE ENFRENTE Revueltas: más allá del héroe, el mártir Héctor Manjarrez Los elogios y condolencias del régimen no nos harán olvidar la represión que toda su vida sufrió Revueltas porque quiso, porque escogió la lucha no como héroe ni mártir, sino como individuo consciente; del mismo modo, lo que cada cual pueda apreciar como los errores de Revueltas no sólo no justifican en absoluto al sistema, sino que son una de las tajadas más ricas del legado político y cultural que él nos deja. Si alguien ha de recuperar y hacer propias tanto las moralidades como las equivocaciones de José Revueltas, es solamente la izquierda; si lo puede. Por otro lado, sin embargo, las alabanzas del PCM [Partido Comunista Mexicano] no nos harán olvidar las páginas admirables, extraordinariamente lúcidas, que Revueltas escribió sobre el síndrome llamado estalinismo y que, junto con tantas otras, hacen de él uno de los pocos grandes escritores comunistas de este siglo [el siglo XX]. Y, finalmente, nuestra propia mala conciencia, tan palpable en el conmovedor entierro, en el estrujante aplauso tributado a sus despojos en CU, no nos hará olvidar que toda nuestra admiración por el escritor Revueltas, todo nuestro respeto por el humano Revueltas, todo nuestro pasmo por el revolucionario Revueltas, no nos ‘absuelven’ de nada, ni tan siquiera de ni escribir líneas como estas cuando él todavía hubiera podido leerlas. En «Inadaptable Revueltas», en Nocturno en que todo se oye. José Revueltas ante la crítica, selección y prólogo de Edith Negrín, Ediciones era, México, 1999

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Sin título Cosme Rada

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Los errores, metáfora y política

Carlos López

La mirada precisa de Carlos López atiende los recursos principales del estilo del narrador duranguense José Revueltas, a partir de una puntual lectura de su obra mayor, Los errores, novela de corte político y filosófico en la que brillan sin falta los mejores atributos del escritor para dar cuenta de los trasfondos de la realidad y la conciencia, así como de la realidad política e histórica

Una de las características más notables de Los errores, considerada la mejor novela de José Revueltas (1914-1976), es la fuerza en la construcción de metáforas, imágenes y símiles. El nivel lingüístico que expresa las tesis filosóficas y políticas del autor alcanza dimensiones líricas. Concebida a principios de los sesenta, tras quince años de silencio político1, en plena madurez intelectual, con la Revolución Cuba1 Jorge Ruffinelli en José Revueltas, al referirse a este silencio autoimpuesto, dice: «Siguió un silencio de siete años (o de quince, si se considera que sus tres libros publicados en ese tiempo —En algún valle de lágrimas, 1956; Los motivos de Caín, 1957; Dormir en tierra, 1960— no tienen un tema político predominante o bien lo ocultan tras espesa metáfora). En 1964, de todos modos, Revueltas publicó Los erro­ res, su novela más severa en las críticas al PC y reivindicó su antigua posición llevándola a extremos» (p. 17). Las causas del silencio de José Revueltas se deben buscar en el terror ideológico que desde la cúpula del Partido Comunista Mexicano (PCM) se lanzó contra él a raíz de la publicación de su novela preferida Los días terrenales, en 1949 («Yo hubiera querido denominar a toda mi obra Los días terrenales», confesó cuatro años de su muerte a Margarita García Flores en entrevista para Diorama de la Cultura, Excelsior, el 16 de abril de 1972). La virulencia con que se le ataca, los recla­ mos de sus compañeros de lucha se pueden observar en los siguientes párrafos. El primero de ellos es de Raúl González García: «Entre el pequeño grupo de intelectuales decadentes que existen en México y que sin tapujos proclaman al «existencialismo» como la única doctrina capaz de tomarse en cuenta en la época contemporánea, esta discutidísima obra de Revueltas recibió el más cálido de los aplausos. Para nosotros que sustentamos una concepción dialéctica de la vida y el mundo, y por lo tanto completamente diferente de los discípulos de Sartre, una concepción optimista y dinámica del destino del hombre más cerca de la auténtica realidad que se nutre de los datos de la experiencia, de los resultados de la ciencia y de la historia, la lectura completa

na en ascenso y dogmatizada en extremo2, «Revueltas escribe las páginas definitivas de Los errores vagando entre hoteles, perdido entre la borrachera y las reuniones de secta» y luego de su «desastre conyugal»3. Reducir el análisis de la obra sólo al campo de las ideas políticas sería desperdiciar lo mejor que el narrador aportó la estética, pero, a la inversa, desdeñar la parte ontológica empobrecería y haría superficial cualquier estudio sobre el escritor. En Los de este libro del novelista mexicano nos desencantó de veras. Revueltas aprovechó Los días terrenales para presentarnos sus recién importadas disquisiciones filosóficas que, en un trabajo novelístico verdadero, resultan por lo insistentes, inadecuadas, monótonas y tediosas, máxime cuando tales disquisiciones resultan fuertemente emparentadas con la prédica existencialista, intrascendente y vacua» (El Nacional, 28 de mayo de 1950). Rodríguez, por su parte, con tono moralista, paternalista, matiza su reclamo al escritor: «Tus obras, Pepe, digas lo que quieras, son la negación de nuestros principios; son la negación de nuestra forma de concebir la vida; son incluso la negación de nuestros conceptos sobre el arte. Nosotros —tus antiguos compañeros— hemos visto al hombre en su trabajo, en la vida, en la lucha, en el sufrimiento y en el triunfo. Por eso confiamos en él. Y por eso, a la vez, detestamos la falsa e inmunda corriente estética, en la cual coincides con Sartre, que sólo ve en el hombre miseria moral y podredumbre...» (El Nacional, 14 de junio de 1950). 2 Christopher Domínguez Michael, en la p. 24 del ensayo «Lepra y utopía», publicado en Vuelta, núm. 199, afirma que Revueltas falló en su intento de irse a vivir a Cuba, sin explicar las causas. No es muy difícil inferir que, habiendo sido expulsado como militante del Partido Comunista Mexicano en 1960, éste le hubiera bloqueado cualquier posibilidad en la Isla. 3 ibid., p. 24

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Los errores, metáfora y política

Carlos López

errore­s, además de estudiar los principales conceptos vertidos en la novela, a través de las «imágenes visionarias»1 de José Revueltas, se debe abrir la lectura a las múltiples posibilidades que presenta en su afán omniabarcante como casi toda la obra revueltiana. El uso de metáforas El trabajo lingüístico de Revueltas refuerza, enfatiza, confiere energía a su discurso. Para ello se vale de la metáfora. Según Helena Beristáin, la metáfora: (y también los demás tropos) se ha considerado un ins­ trumento cognoscitivo (Vico), de naturaleza asociativa (Midleton Murray), nacido de la necesidad y de la capacidad humana de raciocinio, que parece ser el modo fundamental como correlacionamos nuestra experiencia y nuestro saber y parece estar en la génesis misma del pensamiento, pero que se opone al pensamiento lógico y que produce un cambio de sentido o un sentido figurado opuesto al sentido literal o recto: que ofrece una connotación discursiva diferente de la denotación que los términos implicados poseen, cada uno, en el diccionario2. En el caso de Revueltas, es empleada de manera copulativa, no sólo con el fin de transgredir el razonamiento formal o como recurso retórico. Algunos símiles son descarnados, otros sólo cierran, 1 Seguiré aquí la definición de Carlos Bousoño: «Los tratadistas han diferenciado siempre a la imagen de la metáfora, y ambas, de la comparación o símil. Empie­zo por declarar que nosotros no haremos esos distingos por aparecérsenos como puramente cuantitativos, al basarse en la mayor o menor intensidad de la transposición. Usaremos aquí esos términos como sinónimos, lo cual quiere decir que entre la metáfora, la imagen y el símil ha de mediar alguna fundamental coincidencia. Y en efecto, es así: lo que tienen en común [...] es que todas ellas suponen una comparación; […] dentro de la literatura de nuestro tiempo el fenómeno imaginativo se escinde, efectivamente, en tres especies de metáforas que se diferencian por su configuración: son las que podemos llamar «imágenes visionarias», «visiones» y «símbolos» (Teoría de la expresión poética, t. I, Gredos, Madrid, 1970, p. 139-140). 2 Helena Beristáin, Diccionario de retórica y poética, Editorial Porrúa, México, l985, p. 310

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de modo natural, ideas o descripciones («La noche había caído de golpe como una cuchilla negra y profunda», p. 51)3. Las imágenes que crea con el espejo siempre tienen un refe­ rente contextual, pero no como el plano que refleja sino cóncavo, generador de espacios habitables. El libro abre con la imagen inicial del protagonista de la novela, Mario Cobián, viéndose en el espe­ jo y reflejando a sus espaldas a Elena. Y a su otro yo, que se resistía a aceptar («Hizo algunos gestos estúpidos e infantiles como si espera­ra una milagrosa desobediencia del espejo, una inopinada rebelión de aquella imagen esclava; pero la imagen estaba ahí, estricta y fatal, esclavizándolo a su vez a estas nuevas relaciones con su propia persona y dentro de las que debía moverse», p. 13-14). De modo simultáneo, en la imagen que lo ata está el cambio que opera de El Muñeco a Mario Cobián; de pachuco, padrote, proxeneta, a agente viajero, aspirante a una vida mejor mediante el asalto del dueño de un hotel y prestamista, que es asesinado por el enano (Elena), convertido súbitamente en redentor de los pobres y quien sufre y se pierde por el amor de Cobián. La máscara, el disfraz y el juego de papeles que estos personajes desempeñan es sólo una muestra de la degradación social relatada en la novela. Dos párrafos ilustran a la vez varias imágenes que se yuxtaponen y que son aterradoras, cuestionadoras de la metamorfosis que el hombre opera frente al espejo para mentirse, para engañar. Son dos escenas que suceden en países distintos, en los Estados Unidos Mexicanos y en los Estados Unidos de América, hiladas por el raro amor que viven Lucrecia y Mario Cobián y que es el pretexto temático de José Revueltas para construir su historia. En el primer párrafo, la imagen remite a una escena teatral y a algunos textos bíblicos, si bien la parodia del autor es evidente como casi todas las referencias de este tipo. En ella se cuenta el encuentro del protagonista del relato con la mujer que le inspira todas sus acciones: Cerró la ventana y luego se detuvo ante el espejo del tocador, en la recámara. Un ángulo del espejo recogía la imagen del obrero suspendido en el aire como sin sostén alguno, 3 Salvo indicación en contrario, cuando sólo se señale entre paréntesis el número de página, se hará referencia a Los errores, de José Revueltas. Ediciones era, México, 1992. Las cursivas de las citas están transcritas de manera literal.


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aéreo y mágico cual un ángel en vuelo. No podría advertir que Lucrecia lo miraba larga e impunemente, con una fascinación amorosa y melancólica. Un ángel que se le aparecía, manchado de pintura celeste. Sonrió con tristeza. —Un ángel sucio —dijo casi en alta voz (p. 138). En el segundo párrafo se halla Mario Cobián frente a su otro yo. El hombre errático frente al análisis de sus acciones erradas. La novela no podía tener otro título; la historia se construye de error en error, al grado de que un error hace que cambie su vida para siempre y que al final se convierta en colaborador de la policía y que él, inge­ nuo, piense que ha dejado de ser nadie: Miró su figura, su actitud, su rostro, rodeado de gente desconocida dentro del inmenso cuadro del espejo inclinado, en un sitio desconocido y él mismo un extraño ser: más bien un tipo desolado, aterrado, que había perdido sus propósito (sic). El mismo tipo por el que habían pasado tantas cosas en tan poco tiempo, apenas desde que dejó de ser Mario Cobián, apenas desde que salió a la calle con el disfraz de agente viajero. No se cansaba de mirarse y de sorprenderse. Se llevó a los labios, con inmensa lentitud, la copa de tequila doble: el agente viajero lo imitaba en el espejo punto por punto, riguroso, estricto, con obediencia ciega, servil. El mismo hombre —pensó Mario Cobián—, el mismo hombre y ya el tequila le mojaba la lengua, la copa se inclinaba y se veía por fuera el paso del aguardiente a través de la garganta, el sobresalto de la piel, su contracción al contacto bárbaro del alcohol casi puro de la bebida —el mismo hombre— y no apartaría la vista del espejo por nada del mundo, pues miraba de pronto las cosas en todos sus detalles, de un modo alucinante, aterrador, fascinador: el mismo hombre, el mismo hombre, increíblemente el mismo que había asesinado a Lucrecia poco menos antes de una hora, acaso, de haber entrado en la cantina, a ese espejo, antes de estarse mirando ahí, sin apartar los ojos, unidos, encadenado para siempre al criminal y su crimen, ese agente viajero asesino, ese disfraz de Mario Co-

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bián, ese estar viviendo dentro de un espejo, ese crimen, ese asesinato horrible —que él no había querido, pero que ocurrió—, esa muerte cometida desde el espejo donde estaba preso desde que se convirtió en agente viajero. ¡Dios! ¡Había matado a Lucrecia!, la había matado, la había matado. Terminó de tornarse la copa de tequila y pidió otra más. Después de llenar la copa, el cantinero miró a los ojos de Mario Cobián para retirar enseguida la mirada, incómodo, con una imprecisa sensación de peligro, como quien adivina que en alguna parte —ahí mismo, en algún punto que ignora— hay una pistola que le apunta, una pistola con pensamientos y deseos, pero que no maneja nadie. Esta actitud del cantinero, se dijo Mario Cobián con una especie de instinto cómplice y la vaga idea de haberse mirado el cantinero en él como en otro espejo, un espejo, un espejo de los espejos: el asesinato del mirar, del mirarse. Lo hizo pensar en el ángel. El ángel sucio (p. 173-174). He repetido de manera intencional que Mario Cobián es el protagonista de Los errores para oponerlo a la idea de Jorge Ruffinelli, quien advierte que ésta: «no es una «novela de personaje» y si bien algunos parecen destacarse por el énfasis o la extensión, en realidad su personaje central es el conjunto, la unidad que rige a todos colocándolos en una diversidad dialéctica, como términos, formas de un pensamien­ to global, o como frases musicales de una sinfonía». Aunque los personajes creados por Revueltas tienen mucha fuerza cada uno, lo que les confiere cierta autonomía dentro del relato, y, además, es, como pocas, una novela de ideas, toda la trama gira alrededor de Cobián. Él abre y cierra el libro. Su mujer, que aparece mencionada pocas veces, juega un papel muy importante también, pues la historia no se explicaría sin su presencia, así sea sólo como musa. De los 27 capítulos que componen la novela sólo el viii y el xxv no tienen el nombre de algún personaje; tampoco el epílogo. Tal vez esto es lo que hace afirmar a Ruffinelli lo anterior. Lo que pasa es que la caracteri­zación del personaje central en esta novela es lo menos importante, pero es la que sostiene el hilo conductor del relato. La contraposición de Mario Cobián respecto a los demás perso­ najes es perfecta en la forma. Un lumpenproletario bisexual, sin ningu­

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na conciencia social y varios proletarios concientizados y militantes, a los que se suman diversos personajes marginados. La parodia de la trama está en la relación amorosa que se establece entre Mario Cobián y Elena, quien vive como apéndice de su amante, pero tiene la conciencia de clase —una clase social que no es la suya, si tomamos en cuenta que es un lumpen— ausente en aquél. Mientras Cobián lo que quiere es asaltar al prestamista para tener dinero e irse a la frontera a poner un negocio con la prostituta, su amante, el enano mata al usurero para vengar —en clara alusión a Crimen y castigo— la injusticia. En ambas actitudes está presente la redención como fin último: Elena […] temblaba […] de indignación, de odio violento y puro, al escuchar lo que ocurría entre don Victorino y el indígena. El desgraciado, el infeliz, el hijo de toda su desdichada madre del viejo usurero, [...] el maldito usurero del demonio debía recibir su castigo; hay cosas que no deben dejarse pasar así nomás en la vida, cosas que no son para tolerarse ni por el más mendigo de los hombres (p. 54-55). Otros temas que son tratados en la novela de manera metafórica son la libertad, la existencia humana, Dios. Con humor apenas perceptible, producto del error, Revueltas imprime frescura al relato y le quita el tono de tragedia que adquiere por momentos. La mayor metáfora, la que impone el referente realista por el reflejo, es, sin duda, el espejo. Este recurso aparece una y otra vez en su obra teórica, política y literaria. En Los días terrenales, por ejemplo, aparece una reflexión sobre el espejo: Mas el hecho de que suprimamos el espejo —pensó de pronto— no quiere decir que suprimamos el hecho de la reflexión de nuestra imagen como un fenómeno en sí, independiente de nosotros. Tampoco el problema radica en la sustitución del espejo convexo por uno plano. Sustancialmente las figuras que uno y otro reproducen continúan siendo fieles al original y dependientes de él en absoluto. O sea, que tanto la imagen distorsionada como la que no es, existen tan sólo y exclusivamente mientras haya un

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cuerpo, un ser del que ellas se proyectan de igual modo en que ese ser sólo existe en tanto que tiene la propiedad de reflejarse, de comprobarse fuera, al otro lado del mismo. Aquí nace y se explica el problema del hombre y de su condición. Si el hombre tiene frente a sí un espejo que lo distorsiona, comprende desde luego que aquello no es sino el resultado de un acontecimiento peculiar del espejo, en las ondulaciones de cuya superficie está el origen de tal distorsión. Pero si el espejo no lo distorsiona sino reproduce algo que él cree o está convencido firmemente que sea su imagen verdadera, las cosas cambian del todo, se subvierten. Ahora la imagen que está dentro del espejo se mira en mí, a su vez, como una imagen distorsionada1. Las imágenes que Revueltas crea con el enano metido en el veliz son memorables y sin precedentes en la literatura mexicana. Ilustra otro de los temas que siempre está presente en su obra, la cárcel, el encierro. Paradójicamente, la libertad absoluta sólo la respira Elena cuando está dentro de la maleta: El enano experimentaba la plena sensación de una libertad feliz, irrestricta, que podía expresar al modo que le viniera en gana. […] Libertad absoluta, agresiva, sin mácula. […] Estaban en la calle, claro, esto no era de dudarse, ni aun por Elena. Pero Elena no; Elena no estaba en la calle, su reino no era de este mundo. Ascendió nuevamente —ascendía por sí mismo; al margen de que El Muñeco lo condujera dentro del veliz de aquí para allá, era libre, el enano más libre del universo—. Y Mario Cobián está en sus manos, no Elena en las suyas, aunque lo llevase metido en el veliz. Ascendió nuevamente dentro de su reino, otra vez el balance adormecedor y suave, otra vez la caricia unánime del vuelo en las tinieblas, la libertad que lo envolvía, que lo besaba por cada poro (p. 181-182). La imposibilidad de la libertad la expresa Revueltas de manera contundente, escatológica, cuando tres páginas adelante manda al enano 1 Los días terrenales, Ediciones era, México, 1990, p. 129-130


Los errores, metáfora y política

más feliz del mundo al fondo de un canal de desagüe con todo y su cómoda mansión. O cuando los judiciales exone­ran a Mario Cobián del crimen que por error había confesado y lo convierten en colaborador. La sentencia del comandante (aunque suena inverosímil) es lapidaria: «Estás en libertad. Tienes la ciudad por cárcel» (p. 267), un oxímoron hiperbólico crudo por contundente, pero bello por real. Jorge Ruffinelli cuenta el estado de ánimo que tenía José Revueltas luego de que fue liberado del penal de Islas Marías en 1932 (que estará siempre presente en la idea de libertad del escritor): «Enfermo, afiebrado, solo, llega a Mazatlán (no sabe de qué modo) rogando auxilio al mismo tiempo que debe convencer a la gente, impresiona­ da por su aspecto, de que él no es un ratero»1: «Es por la mañana, bajo un sol tórrido. Me han soltado libre, pero esto no me causa la menor alegría: casi es lo mismo haber salido en libertad que quedarse allá; o es peor. Me siento vacío, sin fuerzas, sin nada por dentro, con la maldita fiebre del paludismo que no me deja otro deseo que el de echarme en cualquier sitio, como sea, del modo que sea». La vieja discusión sobre la división persona-escritor parece quedar superada en la vida y obra de Revueltas. También la afirmación de que toda obra literaria tiene mucho de autobiográfica queda comprobada en el texto que nos ocupa. La política Revueltas mete de lleno la discusión política al terreno de la novela. En Los errores se distinguen dos voces narrativas: la de un narrador omnisciente y la del teórico politicosocial, José Revueltas. El grado máximo de esta interpolación de voces sucede cuando toma la pala­ bra de sus personajes y cuando se autocita: «Había olvidado el español casi por completo y para identificarse invocó el nombre de algunos mexicanos que lo conocían e incluso alguien, como Revueltas, a quien había visto en Moscú y con quien estuvo preso en el penal de las Islas Marías» (p. 214). También, cuando subraya dentro del texto, que él ha metido entre paréntesis, sus ideas fundamentales sobre el rumbo que ha tomado la revolución socialista soviética de 1917 y su reflejo americano, la cubana de 1959: 1 Jorge Ruffinelli, op. cit., p. 22

Carlos López

(No se puede eludir la necesidad de una reflexión libre, hete­ rodoxa, acerca de lo que significan los procesos de Moscú y el lugar que ocupan en la definición de nuestra época, de nuestro siglo xx, pues sobre nosotros, los comunistas verdaderos —miembros o no del partido— descansará, terrible, la abrumadora tarea de ser los que coloquen a la historia frente a la disyuntiva de decidir si esta época, este siglo lleno de perplejidades, será designado como el siglo de los procesos de Moscú o como el siglo de la revolución de octubre.) (p. 222-223) La toma de conciencia que manifiesta Revueltas y su pronunciamiento en esta disyuntiva rayan en lo mesiánico. Pero dan idea del grado de compromiso que el hombre había asumido con el tiempo que le tocó vivir. Esto lo reflejará el escritor en toda su obra. Desde Los muros de agua (1941) hasta El apando (1969) su literatura estará fuertemente impregnada por lo político. Y es que él siempre se asu­mió como un revolucionario «[y los comunis­tas] siempre traemos sobre las espaldas el peso de la historia, del proceso histórico» (p. 97). Quizá ésta es la causa por la que la obra de Revueltas ha sido criticada bajo esta óptica y muy pocos son los que han valorado su aporte estético y su incuestionable dimensión artística. También llama la atención que su obra irrite por igual a la burguesía, a la que siempre combatió, que a la izquierda con la que no fue complaciente ni mucho menos. La raíz de este fenómeno hay que ubicarla en el discurso demoledor que utiliza Revueltas contra todo autoritarismo y dogma de cualquier signo. Revueltas fue, como pocos, un hombre consecuente con sus ideas y aunque hay ligeros traspiés en su vida, éstos no empañan la grandeza de su trabajo creador. Uno de éstos lo da cuando acepta la crítica en contra que recibe por Los días terrenales y por El cuadrante de la soledad; el 15 de junio de 1950 publicó su decisión de retirar de la venta su novela y de quitar la puesta en escena de su obra de teatro. A pedido de él, de manera espontánea, tuvo lugar durante los primeros días de junio con la participación de mis compañeros y amigos a quienes antes aludí —Vicente Lombardo Toledano y Enrique Ramírez y

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Los errores, metáfora y política

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Ramírez entre ellos— y se desarrolló en un ambiente de clara objetividad, de rigor crítico y de seria preocupación por esclarecer los problemas relativos a la naturaleza de la actividad cultural creadora, en nuestro país y en nuestro tiempo. En el curso de esta discusión he tenido oportunidad de examinar mi trabajo a la luz del pensa­miento crítico por excelencia que es el de los grandes maestros universales del marxismo, y de cotejar mi producción literaria con las enseñanzas y los anuncios de la realidad. Como consecuencia de este examen, he llegado a la firme conclusión de que las objeciones, que en forma sistemática y objetiva fueron hechas a Los días terrenales y a El cuadrante de la soledad, se apoyan en razones fundamentales y ameritan la necesidad de que proceda yo inmediatamente a una revisión radical y exhaustiva de mi obra como escritor1. Para fortuna de las letras mexicanas, la decisión de Revueltas fue revisada sin la presión que ejerció siempre sobre su vida el Partido Comunista Mexicano, organización a la que fue leal y de la que fue expulsado dos veces y readmitido. Esta revisión es congruente con las leyes y categorías de la dialéctica y con los principios del materia­lismo histórico: es decir, Revueltas sí llevó a la práctica lo que sus críticos sólo conocían en teoría. La aceptación de revisar su obra debe verse como un acto de extrema humildad y de disciplina partidaria, no como claudicación. La otra actitud criticable en Revueltas fue cuando al recibir el Premio Villaurrutia, en 1967, de manos de otro escritor, éste sí usufructuario de las mieles del poder, Agustín Yáñez, secreta­ rio de Educación Pública del gobierno despótico de Gustavo Díaz Ordaz, dijo: «Señor secretario, ruego a usted que sea el digno conducto para hacer llegar al señor presidente mi saludo respetuoso y mi agradecimiento sincero. Premios de esta índole no hacen sino poner al descubierto el carácter humanista del presente régimen»2. Nueve meses después de haber pronunciado estas palabras, la 1 ibid., p. 16 2 «Revueltas, Premio Villaurrutia, expresa su optimismo sobre el futuro de las letras nacionales», El Día, México, df., 22 de diciembre de 1967 (citado por Jorge Ruffinelli, op. cit., p. 128).

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vida sería una vez más irónica con Revueltas. El 2 de octubre de 1968 el sistema mostraría su verdadero carácter bestial. Y él sería una de sus víctimas. Acusado de 10 delitos (incitación a la rebelión, asociación delictuosa, sedición, daño en propiedad ajena, ataques a las vías de comunicación, robo de uso, despojo, acopio de armas, homicidio y lesiones, estos últimos cometidos contra agentes de la autoridad)3, fue sentenciado a 16 años de prisión y confinado en El Palacio Negro de Lecumberri, desde donde escribiría El apando y Material de los sueños. El sistema político objeto de sus críticas y que lo había premiado se encargaba ahora de castigarlo. Los errores narra, con una visión certera, lo que ocurrió con los sistemas socialistas mucho tiempo después. La intuición del escritor se adelantó a los acontecimientos que los científicos sociales sólo pudieron ver ya que se habían consumado. Las críticas que hace Revueltas en 1964 tendrían otro escenario y otro tiempo: la peres­troika impulsada por Gorbachov en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas veinte años después y la transformación del Partido Comunis­ta Mexicano y su posterior desaparición, le darían la razón. En esta novela, como en ninguna otra, Revueltas plasmó —casi en forma de ensayo— ideas como la siguiente: Para medir, pues, nuestro destino, nos queda todavía algo que no debemos olvidar: cuando los comunistas callan —callamos— ante la injusticia propia, ante los crímenes sacer­dotales de los que han hecho del partido una iglesia y una inquisición, cuando guardamos silencio precisamente en este tiempo que es el que menos lo merece entre cuales­quiera otros tiempos de la historia, no es nadie sobre la superficie de la tierra, sino el hombre, quien junto a nosotros ha también enmudecido (p. 124). Si bien aquí manifiesta todavía alguna esperanza y cree en la posibilidad de la palabra, también en muchas cuestiona la existencia del hombre («sentirse vivo era lo peor de todo. Un asco, una porque­ría» 3 José Revueltas, Cuestionamientos e intenciones, Ediciones era, México, 1990, p. 337


Los errores, metáfora y política

p. 108), y lo ve como un «ser erróneo». Hay dos niveles para manifestarlo; el de escritor, que se apoya en la metáfora para transgredir la realidad, y el del ensayista, que adopta el discurso lineal. Para el primero se vale de Dios y para el segundo de la religión («La voz del partido es la voz de Dios. [...] No porque Dios exista; eso está descartado. Sino porque nosotros representamos la única verdad, la verdad histórica» p. 269). La siguiente cita refuerza el escepticismo de José Revueltas. Al exponerla está planteando un problema ontológico. La dicotomía idealis­mo-materialismo está en el centro de la relación relativoabsoluto:

Carlos López

a lo denso de las reflexiones políticas frecuentes en algunos capítulos y que no son los mejores de la obra. Sin embargo, lo memorable de Los errores está en sus imágenes. Por eso ha resistido el paso de los años. Por eso es una de las grandes novelas de América Latina.

¿O acaso los caminos del hombre —como los de Dios— serían también inescrutables? [...] La respuesta de los sacer­dotes era como besar un hierro candente. La historia sería siempre una deidad cruel, objetiva. [...] ¿Qué es la verdad? La pregunta de Poncio Pilatos encarna la más alta y serena sabiduría, y para los que sabemos la mentira de Cristo, la única verdad es la falta de verdad: verdades concretas, transitorias, tangibles. Pirámides, cruces, sangre (p. 71). La idea de «verdad concreta» fue el cuchillo con que se degolló a miles de militantes comunistas en todo el mundo, a quienes se apartaron del rebaño, los que decidieron tener rostro; los que quedaron vivos fueron «hombres y mujeres con el alma rota para el resto de su existencia, locos y suicidas, misántropos y desesperados, gente irremediablemente triste y sin horizonte, por el lado de las víctimas; y de la otra parte, oportunistas y arribistas y poetas y «compañeros de ruta» y burócratas y clérigos y paranoicos y gendarmes del espíritu, endiosados y triunfantes todos en la cúspide de la pirámide construida con los cráneos de los verdaderos comunistas del mundo» (p. 235). El tono de amargura, de reproche, de frustración, que prevale­ ce en ciertos pasajes de la novela, es superado con las pince­ ladas poéticas del autor. También, con la ironía y el humor casi imperceptible que se presenta en la trama, no en su lugar natural, fácil, el diálogo. El vértigo de las acciones sirven de paliativo

Sin título Cosme Rada

Bibliografía Domínguez Michael, Christopher, «Lepra y utopía», Vuelta, núm. 199, México, jun., 1993 López González, Aralia, «Relaciones entre el sistema expresivo y las ideas contenidas en el capítulo vii de la novela Los errores de José Revueltas» (inédito), Centro de Estudios Literarios de El Colegio de México, México, 1979 Negrin, Edith, Ente la paradoja y la dialéctica. Una lectura de la narrativa de José Revueltas, unam/Colmex, México, 1995 Revueltas, José, Los errores, Ediciones era, México, 1992 ____, Los días terrenales, Ediciones era, México, 1990 Ruffinelli, Jorge, José Revueltas, Universidad Veracruzana, México, 1977 Varios, Revueltas en la mira, Universidad Autónoma Metropolitana, México, 1984

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De la serie Caníbal Dulce Chacón

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José Revueltas: origen y destino Daniel Rodríguez Barrón

La obra de Revueltas ilumina al lector con una epifanía donde los personajes son predicadores de su palabra. Ladrones, prostitutas, ideólogos, curas, renegados, luchadores, descubren por sí mismos el dolor, el bien o la comunión con los otros. Lo que nos pide, en tiempos de egoísmo, resulta difícil de lograr: padecer nuestras convicciones

«La novela es, sin duda, la forma literaria que le da más poder al autor sobre sus lectores», escribe Roger Picard en su ensayo El romanticismo social, y subraya «en la soledad en que le absorbe, el lector, cuya sensibilidad habrá sido previamente conquistada, tendrá tendencia a ceder la palabra al narrador, y así podrán serle comunicadas muchas ideas a favor de la ficción, a las que no había prestado atención o de las que habría esquivado la exposición, si se hubiera pretendido ofrecérselas en una forma directa». Probablemente, en la narrativa mexicana nadie intentó deslizar tantas ideas sobre el mundo, sobre la condición humana, sobre la fe y la desesperanza, sobre la muerte y la religiosidad, como José Revueltas. «Es el primero» escribe Octavio Paz en la revista Sur, en julio de 1943, «que intenta entre nosotros crear una obra profun­ da, lejos del costumbrismo, la superficialidad y la barata psicología reinantes». A veces, es precisamente esa intención de novela de tesis, lo que fomenta el rechazo de algunos lectores, lo que entorpece su propia narrativa y la dificulta. Pero también la vuelve única. Al leer nove-

las como Los días terrenales, El luto humano o Los muros de agua, somos testigos de cómo una y otra vez, Revueltas arrebata la palabra a sus personajes para dar cauce a sus propias dudas, a sus intuiciones religiosas y simbólicas, más de una vez lo vemos a punto de chocar su narrativa contra los muros del aburrimiento, del excesivo patetismo y de los intentos de sociología; más de una vez parece estar más inclinado a convencerse a sí mismo de lo que dicen saber sus personajes que a convencer al lector de que se trata de un mundo propio, un mundo narrativo donde lo que sucede no puede ser reemplazado por ningún otro acontecimiento sin que ese universo se vea desequilibrado. Y sin embargo, hay que ver cómo se levanta de estos traspiés y de pronto ilumina al lector con una verdadera epifanía donde los personajes descubren por sí mismos el dolor, el bien o la comunión con los otros. Y es allí donde Revueltas interesa. En Los muros de agua escribe: «La memoria del sexo —y todavía más, la memoria del sexo perdido— es peor en la viveza y en la tangibilidad, en los sentidos y en el espíritu, que el sexo mismo». ¡Qué cerca está de la idea de los celos

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José Revueltas: origen y destino

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y el sexo proustianos! (por increíble que parezca, Revueltas admiraba más a Proust que a Dostoievski), qué dura su idea del compañerismo sexual. Lo que siente por las «camaradas» —así llama a la Rosario de Los muros de agua— o por las prostitutas de Los errores y El cuadrante de la soledad no es amor, que a Revueltas debió haberle parecido una comodidad burguesa, sino una comunión dolorosa donde el hombre se reconcilia con su animalidad sin dejar de mantener la conciencia de su intercambio profundamente humano, se diría religioso. No sé quién fue el primer crítico en notar la profunda religiosidad en la narrativa de Revueltas, pero ya en 1971, Paz señalaba: «Revueltas vivió el marxismo como cristianismo y por eso lo vivió, en el sentido unamunesco, como agonía, duda y negación […] La condición de posibilidad del marxismo es la misma que la del cristianismo: la acción sobre este mundo». Es lícito, entonces, preguntarnos, ¿cuál fue la acción en este mundo de Revueltas? Su labor no era evangélica, es decir, no se contentaba con difundir la buena nueva (el paraíso del proletariado); sino exegética, su labor era de interpretación. Por eso fue expulsado una y otra vez del partido —no se apegaba al dogma— y una y otra vez era necesario que volviera —sabía adaptar la Palabra a los nuevos tiempos. Y por ello jamás fue un ideólogo, jamás quiso liberar al hombre de su propia libertad para sumirlo en la Verdad revelada. Sin embargo, no hay religiosidad posible sin al menos una pregunta sobre el Mal. Y Revueltas formula todas: la sexualidad como terror y prostitución, la posesión de los ideólogos que buscan aniquilar a sus opositores, la delación en la cárcel, el pitazo entre los bajos fondos, pero sobre todo la violencia como sacrificio, la muerte como inmolación. Todos estos elementos podrían ser correlatos de la idea del pecado: la lujuria, la soberbia, y sin embargo no hay demonio que los estimule ni un dios que los deponga. El hombre y la mujer están solos, terriblemente a solas con sus propias obsesiones. Los adictos de El apando, el cura cristero en El luto humano, la banda de raterillos, homosexuales y prostitutas enmarcados entre Los muros de agua, no buscan la redención a su pecado, sino como los gnósticos, quieren ejercerlo hasta agotarlo. «¡Acaben con la muerte!», decía el gnóstico Valentín.

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«La vida comienza del otro lado de la desesperación», escribió Sartre —a quien, por cierto, Revueltas escribió una carta abierta que no obtuvo respuesta— hay que pasar por todas las pruebas a las que nos somete la convivencia con los hombres y las mujeres para poder acceder ¿a qué? ¿Dónde terminan los personajes de Revueltas? ¿Torturados como Gregorio en Los días terrenales, crucificados entre los barrotes de El apando? Pareciera como si la vida vivida no valiera la pena sino como perdición. Fernando Savater escribe en La tarea del héroe: «Vivir es aferrars­e implacablemente a algo propio, nombrarlo, proyectarlo, sostenerlo y perseguirlo hasta la perdición». Cuando alcanzamos la perdición, es decir, cuando todo se ha perdido, se comprende al fin que no se ha perdido otra cosa que la posibilidad de tener dueño: dios, el amor, la ideología, incluso la comunión social ya no son verdades posibles, porque la perdición es una forma de «ganarse una identidad que nos permitirá trazarnos una vida propia pero por la cual seremos sin duda reclamados por y para la muerte […] Definirse es aceptar ser reconocibles por nuestro acabamiento», concluye Savater. Cierto, todos por igual somos reclamados por la muerte, pero no todos trazan un signo irrepetible que incluso la muerte no puede borrar. Lo que Revueltas parece pedirnos es algo que, en épocas del egoísmo absoluto, resulta cada vez más difícil de lograr: padecer nuestras convicciones como si con ello se pudiera salvar al mundo, aunque no podamos salvarnos a nosotros mismos. Por ello, el Gregorio de Los días terrenales, dice frente a sus torturadores: «El destino no significa sino la consumación de la propia vida de acuerdo con algo a lo que uno desea llegar, aunque las formas de esa consumación resulten inesperadas y sorprendentes no sólo para los otros, sino para uno mismo en primer término». Para Revueltas el marxismo y el cristianismo no son asunto de iglesias ni partidos, sino de bajos fondos. Son ideas esenciales cuyas catacumbas se comunican y cuyos predicadores son, alternativamente, ladronzuelos y prostitutas, ideólogos y curas, criadas y renegados, estos hombres y mujeres viven una realidad más profunda que la que ocurre en el presídium del partido y en el altar del templo, es una realidad procaz, sucia —basta recordar al rentista de En algún valle de lágrimas que se pone a reflexionar sobre el mundo sentado en el «W.C.» como un hombre que «ya está de re-


José Revueltas: origen y destino

greso de todos los caminos y no se rinde a la seducción de las sirenas»— donde se alterna la «dulce paz intestinal» que se siente después de defecar, con las formas más rudimentarias de la compasión y el reconocimiento de los otros en la perdición. Para Revueltas, a través del sacerdote en El luto humano, la religión tenía un sentido estricto y literal: «re-ligare, ligarse, atarse, volver a ser, regresar al origen o arribar a un destino; aunque lo trágico era que origen y destino se habían perdido, no se encontraban ya». Pero entonces ¿a qué podemos religarnos? Sólo a la pérdida.

Daniel Rodríguez Barrón

Es allí donde vemos al prójimo como hermano o hermana, es justo allí donde nos reconocemos en toda nuestra humanidad que no es otra que «el sufrimiento de la verdad», como dice Gregorio, y aún se da tiempo para ir mas allá y comprende que nuestra humanidad está fundada en aprender a «soportar la verdad, pero también la carencia de cualquier verdad». Y ahora sí, desnudo de ideologías, y antes de que lo conduzcan «a otro sitio, sin duda para torturarlo. Para crucificarlo», el hombre de Revueltas entra en la nada con los ojos abiertos.

De la serie Caníbal Dulce Chacón

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Un vistazo a la obra de José Revueltas José Alvarado

Compañero y amigo de autores imprescindibles en las letras de lengua española como Efraín Huerta y Octavio Paz, excepcional prosista y periodista él mismo, José Alvarado saludó en la prensa la aparición en 1967 de las novelas y cuentos reunidos de otro de sus amigos, el incomparable narrador, ensayista, dramaturgo y guionista José Revueltas. Estas son las líneas aparecidas en diciembre de aquel año en un diario mexicano

Acaban de llegar a las librerías dos tomos robustos, de más de seiscientas páginas cada uno, con la obra literaria de José Revueltas, escrita desde 1940, fecha de su primer libro, hasta 1965, cuando publica su cuento más reciente. Veinticinco años de trabajo de un hombre con cincuenta y tres de edad, seguido sin pausa y muchas veces en condiciones adversas y duras. La vida de José Revueltas es la más accidentada de todos los escritores mexicanos contemporáneos. Conoce la miseria y, en horas fugaces, la opulencia; pasa, adolescente, por las cárceles correccionales, víctima de la persecución política y, joven, por toda clase de prisiones, debido a idénticos motivos, desde la sucia celda en un poblacho hasta las más siniestras clausuras de las penitenciarias. Sufre dos veces confinamiento en las Islas Marías, acusado de subversión. Habita en barrios miserables y es huésped en arrabales de hampa y de vicio. Milita varios años en el Partido Comunista y es expulsado por sus puntos de vista. Se le arroja de instituciones fundadas por él mismo. Viaja por todo el país en vagones de segun-

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da, a pie o en ómnibus paupérrimo. En una estación de ferrocarril le roban la maleta con el original de su primer libro, El quebranto, perdido acaso para siempre. Es proscrito y vilipendiado, recibe ofensas y humillaciones. Recorre el mundo, en parte como pasajero clandestino, en parte como escritor aventurero. Penetra en el mundo del cine, ofrece lecciones, pronuncia discursos, desempeña humildes tareas burocráticas. Escribe, escribe, escribe. Durante algunos años sus libros son menospreciados y su nombre cae en el olvido. Ahora, hace unos días, le ha sido otorgado el premio Xavier Villaurrutia y los nuevos escritores más exigentes hacen el elogio de su obra. José Agustín ha hecho un puntual e inteligente estudio sobre las novelas y los cuentos de Revuetas, incluido como epílogo en el segundo volumen de la Obra literaria. Es impar el alma de José Revueltas, anhelante siempre de armonía y júbilo, castigada a todas horas por la angustia y el caos, amorosa y terca, viajera por las transfiguraciones de la música y detenida a veces en la gracia de las formas y los colores. Hermano del músico


Un vistazo a la obra de José Revueltas

Silvestre y del pintor Fermín, es amigo de los pintores y los músicos, socio de los poetas. Una ráfaga mesiánica estremece su espíritu y un delgado aire de ironía cruza por su palabra. Pero las inquietudes fundamentales de Revueltas no son estéticas sino filosóficas. Su mente busca el orden, el sentido de la existencia del hombre y del universo, indaga en el problema del conocimiento y llega hasta las soluciones éticas. Con todo este equipaje arriba, desde niño casi, a la actividad política, llevado por el impulso de redimir miserables y concertar asambleas libertarias. Sus personajes no son sino esos miserables y sus novelas no son sino esas asambleas. Luchador empecinado contra la sombra, hace surgir luz de las palabras más ásperas y de las frases más rudas. Enemigo de la fealdad como elemento de desorden, halla en lo degradado y en lo obsceno su germen de violenta belleza. En la pocilga más oscura, en el alma más triste, Revueltas halla siempre un trémulo fulgor. La obra de Revueltas no puede disociarse de su vida y de su alma, ni éstas de su tiempo. Es la expresión de un hombre metido en las contradicciones de una época, sus ilusiones y sus desencantos, sus lutos y sus esperanzas. Vigorosa y fulgurante, poética y ruda, se desarrolla constante y fluida, en un infatigable hacer de mundos con

José Alvarado

ternura e impiedad. El llanto es muchas veces el protagonista definitivo en cuyo torno se forman y se desbaratan, chocan o se rompen las situaciones. Hombre con singular dominio de la palabra, no la acaricia ni la seduce, sino la castiga para servicio de una sensibilidad donde todos los poros son ojos y oídos, todo es tacto y olfato. En cada cosa hay un dato y una seña. No es pareja la obra de Revueltas como no es pareja su vida. En casi todas sus novelas hay caídas y su afán dialéctico a veces entorpece la acción. Pero un cálido vigor, siempre sostenido, funde los errores a lo largo de la totalidad. Algunos de sus cuentos, como señala José Agustín, son los mejores en la literatura hispanoamericana. José Revueltas produce la primera expresión narrativa original y distinta, después de las obras de Mariano Azuela y Martín Luis Guzmán y en sus libros hay ya muchos elementos de los actuales cuentos y novelas hispanoamericanos. No ha concluido, sin duda, su obra; pero las semillas de sus futuras novelas están ya en las páginas de las recién reunidas en los dos obesos volúmenes. José Revueltas y Octavio Paz son los dos grandes de su generación. Ambos nacieron en 1914 y también Paz es el primer signo poético distinto después de los Contemporáneos.

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Sin título Cosme Rada

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El agonizante Zazil Collins

Para José Revueltas la escritura era una forma de encontrar abismos, llantos, miserias, de reiterar una y otra vez las mismas obsesiones, fue además el instrumento de la ironía que se desplomó sobre el agonizante aparato político mexicano

Es preciso, es preciso, es preciso que se caigan los muros, escribió en 1938 José Revueltas en uno de sus poemas. Hoy, en 2014, los mexicanos seguimos presos tras esos muros, agonizantes. Durante 1943, se sabe que José Revueltas leyó Mientras agonizo, del estadunidense William Faulkner, una novela donde prima la decadencia, al igual que en la prosa de Revueltas, una prosa pla­ gada por figuras y metáforas obsesivas, que de una novela a otra se repiten: ríos, piedras, caciques, tuertos, los apandados de sí mismos, la madre, la ceguera, lo putrefacto. José Revueltas, consciente de que escribir es una forma de llora­r, encontró en las palabras la vestidura de su ser. Un agonizante, escribió en En algún valle de lágrimas, carece de su auténtica vestidura, aquella que dota de acción y poder a los sujetos. En su poética, escribir no es desnudarse; escribir es arar senderos, trazar caudales, grises, donde abismarse, allí donde haya muerte y vida, movimiento y quietud, revolución y contradicción. Somos contingentes, sostenía Revueltas. Estos principios también dan origen a su estética ecfrástica, forjada entre lenguajes verbales y visuales. Sus poemas apelan a la sucesión de imágenes; en sus novelas, como en sus guiones cine­

matográficos y en sus argumentos teatrales, encontramos citas, intertextos, parodias e ironía. En Los días terrenales, la más madura de sus novelas (según él mismo, y que en palabras de Salvador Novo debió ser un best-seller), encontramos con claridad representaciones de objetos no textuales, como los tonos de voz o la música, de la que Revueltas cita versos populares de «El caimán», un guiño, además, al reptil-cacique que desencadena parte de la trama: El cacique cedió suavemente, y entonces Ventura, que estaba en cuclillas, se puso a dibujar sobre la tierra figuras sin sentido que después hizo desaparecer con la palma. Levantó la mirada hacia Gregorio. —Ora lo verás —dijo en un susurro, y en seguida se puso a entonar un huapango de la región. Se salieron a bailar la rosa con el clavel… La rosa tiraba flores y el clavel las recogía…

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El agonizante

Zazil Collins

«Ora lo verás», se repitió Gregorio al advertir nuevamente cómo las expresiones de Ventura trastocaban el uso de los sentidos. Ver por oír. Oír por ver. … La rosa tiraba flores y el clavel las recogía… O, dado que los sonidos evocan imágenes, una que otra canción de la intervención francesa, como «Las torres de Puebla»: Sólo hasta ese momento fue cuando pudo escuchar los acordes de una guitarra que acompañaba, tal vez desde hacía algunos minutos, la canción doliente y triste de una voz. Sólo hasta este momento, como si antes hubiera estado sordo. El hecho le causó una desazón inexplicable.

Dónde están esas torres de Puebla, dónde están esos templos dorados, dónde están esos vasos sagrados, con la guerra, ay, todo se acabó… Así como códigos iconotextuales, referentes a los colores y la pintura: Quiso tan solo fijar los colores, únicamente atarlos antes de que lo traicionaran. Gris, malva, sepia, azul, rojo, negro, naranja, rosa, otra vez azul, un malva desconocido, blanco, otra vez todos, gris, sepia, rojo […]— Se me figura —dijo uno de ellos— que el compañero Gregorio puede prestarnos un servicio muy grande —Gregorio alzó los ojos—. ¿Quieres dárnosle una manita de color a la Santísima Virgen

Sin título Cosme Rada

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El agonizante

y al Señor San José, que se nos están despintando? —dijo finalmente el campesino. Gregorio aceptó con gusto. Pero, sin duda, la descripción fundamental que hace Revueltas, en voz de Gregorio, gira sobre el Entierro del conde de Orgaz, de El Greco: Gregorio pensó en la figura, de izquierda a derecha, del segundo monje que se encuentra en el cuadro de El Greco, ese capuchino que con la palma vuelta hacia un cielo donde tanto sucede y donde la suprema anacronía del Más Allá resume todas las dimensiones del Tiempo, señala hacia el difunto con una expresión singularísima, en la que su resignada e inteligente tristeza no es obstáculo para que al mismo tiempo lance un reproche hacia nadie, impersonal y lleno de admiración discretamente dolorosa, en la que parece cifrar la más tranquila y elocuente conciencia de lo perecedero y transitorio de la vida. Gregorio apretó los dientes. El Entierro del conde de Orgaz. La misma mezcla secreta e impúdica de reprimido goce, de disimulada hipocresía, de miedo a la muerte y de tranquilidad por no tratarse de la muerte propia, y que también él experimentaba, pues desde un principio —a pesar de que trató de engañarse al respecto— sabía el nombre del cadáver. El interés por la representación verbal de un objeto plástico se justifica en tanto el personaje de Gregorio fue un estudiante de pintura en la Academia de San Carlos, como su hermano Fermín Revueltas, y alrededor de las variaciones de un instante: la contemplación, el goce, la búsqueda de Dios. Se trata de relaciones de transferencia, un recurso para acercar lo real a los conflictos internos de los personajes. A lo largo de la historia, seguiremos traspasando los límites de lo verbal, a través de la lectura/escritura de citas (a la Internacional, a Manuel Rodríguez Lozano, la Revista de la Universidad, etcétera), y alusiones que, al mismo tiempo, se recrean en un nuevo objeto multi-temporal. Nada es fortuito en la escritura de Revueltas, rasgo que distingue su verdadero compromiso. Él dispuso las palabras como si se tratasen de pinceladas, notas musicales o secuencias cinematográfi-

Zazil Collins

cas; las palabras son pistas y revelación para los lectores, para que decodifiquen lo que él vio, escuchó y vivió, como el «13-74» que fue en las Islas Marías y como José Revueltas. Pistas también para cuestionar e ironizar las contradicciones humanas que pretenden justificar militancias anacrónicas y comunismos de escapulario, lo que Revueltas llamó abiertamente la podredumbre de la ideología, de las relaciones políticas y sociales, allí donde reside lo agonizante del aparato político mexicano y, sobre todo, de la izquierda que desde entonces se resguarda tras sus charolas. Para que caigan los muros, hay que «soportar la verdad […] pero también la carencia de cualquier verdad». La atroz vida humana y su egoísmo histórico que, en algunos momentos, es capaz de arrastrarnos en su tirisia, esa nostalgia que sólo se cura en los ríos o a través del arte. Me gusta especular que, quizás, en el momento en que Revueltas decidió suspender la distribución de Los días terrenales y guardar distancia política de los tantos lectores acríticos que le dejaron solo, sanó su tirisia a través de la música que, como la litera­ tura, también es capaz de empoderar a los sujetos, tal como lo demuestra la pieza musical que Carlos Jiménez Mabarak —quien fuera alumno de su hermano Silvestre— le dedicó en Sala de retratos; una pieza que en tres minutos representa planos emotivos en torno a lo acechante (agonizante) y la redención (liberación), lo mismo que tópicos musicales propios de una suite para orquesta, en orden ascendente y que tras un puente de silencio prosiguen su ritmo estoico, hasta el final. Tal es la esencia de la inconforme obra de José Revueltas, la que, dada su inquietud y experimentación literarias (de la poesía y el cuento a la novela y el guion cinematográfico o las obras teatrales, del periodismo al ensayo político) debería habitar en los espacios públicos, como el vuelo de un pájaro, tan solo porque el autor buscó siempre la interacción democrática con sus lectores desde lenguajes cinéticos. Nos quedan El apando, Tierra y libertad y Zapata. Nos quedan sus Cuestionamientos e intenciones, también sus Errores. Si Blanco, de Octavio Paz, llegó a la voz de Marisa Monte, la poesía de Villaurrutia a Jaime López o el Gazapo, de Gustavo Sáinz, a Belafonte Sensacional, ¿por qué no comenzamos a cantar, para derribar los muros, Los días terrenales de José Revueltas?

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La moda

José Vasconcelos

José Revueltas Conciencia y apocalipsis Felipe Vázquez

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José Revueltas. Conciencia y apocalipsis

Felipe Vázquez

Ser radical es atacar el problema por la raíz. Y la raíz, para el hombre, es el hombre mismo. Karl Marx

Introducción «Yo soy lo que escribo», ha dicho de modo explícito casi todo escritor desde los albores del Romanticismo. Esto no significa, por supuesto, que confunda el yo literario con el yo autoral ni que la obra carezca de independencia y vida propia. Sólo quiero decir que, valga el lugar común, cada libro es como el fruto de un árbol. Fruto cuya opacidad o transparencia nos revela el rostro y los avatares de un espíritu frente a su tiempo. Digo esto a propósito de José Revueltas (México, 19141976), un escritor que estableció como pocos la identidad entre su vida y su obra, y con mayor precisión: Revueltas proyectó su yo agónico en la creación literaria. Acaso porque privilegiaba la pureza a través del infortunio —en detrimento a veces del canon estético— cada libro suyo muestra una desgarradura metafísica que, no obstante su fijeza en la desesperan­ za, está sedienta de comunión. La escritura muestra un carácter agónico, los personajes están poseídos por una pena insondable, y el autor se mira a sí mismo como un dios vencido por su propia crea­ ción. Raras veces fue el protagonista o un personaje de sus textos. De algún modo, sin embargo, él fue sus personajes. Fue Legión, pero no sólo para exorcizar sus demonios, como sucede con muchos novelis­ tas, sino para ahondar en su propia conciencia y para incidir en las contradicciones de algún hecho cotidiano o histórico.

Uno es todos sus personajes —dice Revueltas en una entrevista—, hasta los femeninos. [...] Yo soy un escritor que se da el lujo de ser personaje de sus novelas. Porque las he vivido. [Pues] tú no viniste a este mundo nada más para ver, sino para transfigurarte. Y te transfiguras con la historia, con el contacto, con la gente. Yo transfiguro todo en un sentido realista, de aquí que resulte una literatura un poco agria: escéptica, pero llena de un terrible amor, aun en los peores casos de mi emoción literaria. Su literatura, de modo oblicuo, puede concebirse como su bio­ grafía más profunda, pues no sólo da testimonio de una era convulsa, muestra las vicisitudes de un hombre en búsqueda perpetu­a. ¿Búsqueda de qué? De la incierta redención humana, del ser como vaso comunicante, de la palabra que le devuelva al hombre su perdida unidad e infinitud. Búsqueda del gozne donde libertad y destino, amor y muerte, orfandad y comunión, arte y vida, expiación y dolor, revolución e historia, se plieguen y desplieguen. Búsqueda de ser, en suma, pues Revueltas concibe al hombre como carencia de sí, como un salto mortal hacia sí mismo. Pero dicha búsqueda exige una entrega casi religiosa, un método y una brújula histórica.

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José Revueltas. Conciencia y apocalipsis

Felipe Vázquez

Una praxis literaria Revueltas ingresa desde muy joven al Partido Comunista Mexicano e integra, a su militancia política y después a su creación literaria, la disciplina del materialismo dialéctico; pues afirma que tal método de conocimiento nos permite descubrir el impulso interno y la «dirección fundamental» de la realidad. Realidad que «obedece a un devenir sujeto a leyes, en que los elementos contrarios se interpenetran y la acumulación cuantitativa se transforma cualitativamente». Y aun: «El método es el movimiento de las cosas, su oculta, su secreta determinación, su no-azar. Movimiento que lo abarca, lo comprende todo —incluso, por supuesto el hombre y su alma, sus relaciones y también su casualidad, su azarosidad dentro de las determinaciones a que está sujeto, o si se quiere, “condenado”». Por medio del método adquirimos, según él, una «verdadera histo­ ricidad», esto es «saber comprender y descubrir la verdad absoluta de una época dada». Y nos conduce incluso hacia cierta condición última del hombre y nos revela las diversas aristas de su conciencia. Remontarse a dichos límites hará, dado el caso, que podamos «soportar la verdad, pero también la carencia de cualquier verdad». De ahí que en su literatura opte por el realismo crítico dialéctico —y no por el realis­ mo socialista, que en la práctica fue sólo una forma degradada del naturalismo—, el cual le impide sucumbir en ese caos aparente que nos muestra la realidad de manera inmediata, o ceder a esa ingenua visión del mundo donde los buenos proletarios —enfermos de optimismo hasta la ignominia— conspiran contra la malvada sociedad burguesa y sueñan con establecer un mundo que recuerda el mito de la Edad de Oro recuperado por los utopistas del siglo XVI y de principios del XIX, o bien, caer en mistificaciones ideológicas que hicieron del socialismo real una irrealidad histórica y del arte un apéndice risi­ ble de la política. Para Revueltas, el realismo crítico demanda que el artista «sea, a la vez, un gran perturbador de conciencias, un destructor de estructuras cristalizadas e inertes y un destructor de los espíritus engendrados por el consenso general de la sociedad presente y de aquella otra que, sin duda, está por venir». El arte es una subversión creadora, lejos de una posible estética «mediatizada por el utilitarismo y la razón de estado». Si Marx, al medi­ tar sobre el arte griego, advierte que los valores estéticos van más

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allá de las condiciones socioeconómicas en que surgieron, admite que tales valores son transhistóricos y que no pueden ser reducidos a mero producto ideológico de una época determinada, como lo quisie­ ron ver los preceptores del realismo socialista al degradar el arte a simple reflejo de la realidad. Así, aunque Marx reconoce la autonomía de la obra de arte respecto de sus condicionamientos históricos, no deja de considerarla como una creación histórico-social, un ente que dialoga —muchas veces de modo excluyente— con su tiempo. Parece advertir ya, al escribir sobre Balzac, que el arte moderno existe como una crítica contra esa misma modernidad. Revueltas, heredero de la tradición crítica más radical, asume esta premisa y la lleva a ciertas últimas consecuencias. Así lo expresa, de algún modo, en una nota a propósito de la puesta en escena de El cuadrante de la soledad. En esta obra de teatro, dice, «el autor se propone denunciar»: Lo insoportable del mundo en que vivimos, el asco absoluto. Afirmar, entonces, la conciencia sangrante de que es imposible vivir así; la conciencia de que todos nuestros actos están impregnados de esa corrupción —en fin de cuentas, de esa soledad indigna y maldita—. Convencer a todos de ello, hacerles saber que tal cosa es la locura y el hundimiento, y hacércelos saber hasta la desespe­ ración y hasta las lágrimas. Si hay alguna tarea para el arte, ninguna mejor que ésta, quizá la única, hoy, en este lado del mundo. Si el arte la cumple, entonces el ciudadano acudirá a los jueces, a los sacerdotes, a los maestros, a los gobernantes, para preguntarles qué han hecho del hijo del Hombre. En su literatura, Revueltas suscribe una de las tesis de Marx sobre Ludwig Feuerbach según la cual una interpretación del mundo debe implicar ya su transformación. Y dicha praxis se cumple incluso a expensas del empozamiento abyecto de la realidad novelada. Pues debido a su carácter esencialmente subversivo, el arte encarna una conciencia crítica, una libertad puesta en juego, lo cual implica, en cierto modo, transformar esa misma realidad: «el arte —escribe— es revo­ lucionario ante cualesquiera que sean las sociedades en que ha de comparecer».


José Revueltas. Conciencia y apocalipsis

Aunque Revueltas se inicia en la preceptiva estalinista, en la década de los cincuenta evoluciona, dice Adolfo Sánchez Vázquez, hacia «un marxismo heterodoxo —valga la expresión— crítico y abierto». Dicha evolución aparece de modo explícito muy pronto en su literatura, de ahí el escándalo que provocara en los círculos de izquierda la publicación de Los días terrenales en 1949, novela que muestra a una serie de «comunistas deformados, con una mente deformada por su concepción dogmática del ser de un comunista», lo que evidenciaba a un partido irreal desde el punto de vista histórico. Escándalo que acentúa la publicación de Los errores (1964), donde reflexiona sobre «el problema del poder y la verdad histórica», y nos pone en la disyuntiva de si el siglo XX será «designado como el siglo de los procesos de Moscú o como el siglo de la revolución de octubre»1. Su concepción estético-dialéctica, pues, casi a partir de su segunda novela (El luto humano, 1943) se despoja de todo carácter positivista, progresivo, piadoso, y comprende todas las contradicciones de una realidad concreta, asume la síntesis que de ellas se deriva, no importando si tal síntesis resulta una negación alotrópica (que cambia de forma pero no de contenido), o un exacerbamiento en lo insoportable: Los marxistas vulgares consideran que la dialéctica es progresiva, que va de lo menos a lo más, de lo atrasado a lo avanzado. Eso es falso, porque la síntesis puede ser absolutamente negativa, como en el caso de El apando. La síntesis dialéctica que sigue a la interpenetración de contrarios no da un más o un avance, nos da una cosa sombría y totalmente negadora del ser humano, y afirmativa dentro de la negación. Si aunamos a esta cita su convicción de que «el arte es por excelencia la crítica de la realidad» y de que «ante todo tenemos que colocar a la estética en el sitio que le corresponde como libertad», se comprende por qué se negó a aceptar: 1 La «revolución de octubre» se refiere a la Revolución Rusa de 1917; y «los procesos de Moscú», a los juicios y sentencias de muerte contra miles de dirigentes soviéticos a fines de la década de 1930. Entonces, designar al siglo XX como el de los procesos de Moscú significaría el fracaso y la condena histórica del sistema socialista; por el contrario, señalarlo como el de la revolución de octubre simbolizaría el triunfo del marxismo en la práctica.

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esa monstruosa falsificación de la estética del materialis­ mo dialéctico, que llegó a convertirse en odiosa bajo el nombre de «realismo socialista»: alegría, optimismo, puritanismo, fe, buenos sentimientos, esperanza, héroe positivo, medallas, condecoraciones, rosicleres y todo el resto de la quincallería subjetiva y pragmática del estalinismo en materia de arte. Esto explica por qué su literatura, comparada con la de otros escritores comunistas, da una visión más amplia y profunda de su tiempo, por qué sus novelas «se adelantan» políticamente a la historia, y por qué fue incomprendido y condenado por sus propios compañeros de ideología. La complejidad de su método creativo explica también por qué los límites de su realismo crítico se diluyen casi siempre en los límites de la crueldad; pues el movimiento de los hechos que intenta describir es, por lo común, terrible y sin salida; atroz como la existencia misma, según la doctrina cristiana. Y este paralelismo no es gratuito: responde a la religiosidad atormentada de Revueltas. Octavio Paz advirtió que el nexo entre la visión cristiana y la marxista es la historia, una y otra «son doctrinas que se identifican con el proceso histórico», y agrega: «La revelación divina no sólo se despliega en la historia sino que ella es el lugar de prueba de los cristianos: las almas se ganan y se pierden aquí, en este mundo. El marxista Revueltas asume con todas sus consecuencias la herencia cristiana: el peso de la historia de los hombres». Aunque de signo opuesto, cristianismo y marxismo parten del mismo hecho: la esencia enajenada o caída del hombre, y buscan el mismo fin: la salvación o la libertad de los hombres. La diferencia radi­ ca en la forma de acceder a sus objetivos. Para el primero, la historia es una virtualidad predeterminada e incierta, una encarnación culpable y expiatoria, un espacio cuyas posibilidades «verdaderas» están en función de un Más Allá. Para el marxista, la historia es una maquinaria ciega y enemiga que, si la desenajenamos, si la volvemos consciente de sí, puede transformarse en el motor que haga recuperarnos a nosotros mismos como agentes creadores de los procesos históricos: al crear la historia, ella recíprocamente nos crea. Si la historia tiene leyes —según afirmaban—, ser conscientes de ellas implicaría dise-

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ñar nuestro tiempo y nuestra existencia, entonces habremos dado «el salto —diría Engels— del reino de la necesidad al reino de la libertad». Si en la obra revueltiana la concepción religiosa y la comunista se interpenetran y se conjugan, se debe no sólo a que así es la naturaleza de la realidad novelada, sino al temperamento de José Revueltas. Al hablar de su religiosidad, Octavio Paz mostró su carácter paradójico: «Una visión del cristianismo dentro de su ateísmo marxista». Y agrega: «Revueltas vivió el marxismo como cristiano y por eso lo vivió, en el sentido unamunesco, como agonía, duda y negación». En efecto, el autor de Dialéctica de la conciencia nunca fue, usando el calificativo de uno de sus personajes, una «máquina de creer», una «horrible máquina sin dudas». Era un ateo irreconciliable y un marxista que ponía en tela de juicio su propia doctrina: propugnaba no sólo por una crítica radical de todo lo existente, como decía Marx, sino por un marxismo

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crítico también de sí mismo. Y pocos, en su tiempo, hicieron una crítica marxista a la práctica marxista. En vez de asumir las falacias instituidas por el estalinismo, en vez de legitimar un estado no menos maquiavélico que el estado capitalista, Revueltas denunció las mentiras de los «curas rojos» y los crímenes y la represión de un sistema que exigía para sí «las más altas virtudes humanas». De ahí que haya sido expulsado del Partido Comunista y de otras organizaciones con las que era afín ideológicamente. Revueltas nunca transigió con su mundo. Hizo de la conciencia un devenir dialéctico, un discurso que no sólo debía transformar las diversas realidades sino ser la causa, el sentido y la finalidad de estas mismas realidades. Pues la problemática fundamental de nuestro tiempo, dice Revueltas, es la problemática de la conciencia, o de la anticonciencia (esa inercia apocalíptica). Este es el tema de toda su obra, la columna vertebral de su visión del mundo.


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La orfandad militante Al hablar de Revueltas, Max Aub afirma que «es de los pocos escritores mexicanos en quienes la literatura bíblica ha dejado su sello». Su temperamento religioso es innegable. Sin abusar demasiado, vemos en él aquello que Cioran dice acerca de sí mismo: «la pasión de lo absoluto en una alma escéptica». Se comprende, así, que su conciencia crítica marxista haya tomado muchas veces la forma de un examen de conciencia cristiano. Y que planteara incluso el problema del mal como un problema ontológico. Sólo que, a diferencia de la filosofía cristiana o de los dramaturgos de los siglos de oro, y a semejanza de los existencialistas, José Revueltas lo hizo sin esquemas teóricos reductores, sin juicios a priori y sin falsas esperanzas. Él sospecha que, aunque los hombres busquen redimirse y aun cuando esto sea posible, ellos optarán al cabo por no salvarse. La causa de ello quizá no sea sólo la enajenación —que se cuela incluso en los intersticios de la conciencia más lúcida— sino debido a la naturaleza caída del hombre. Aunque considera que somos el «acontecimiento revolucionario supremo», o por eso mismo, Revueltas sabe que al hombre le fascina el precipicio. Sabe que la caída nos da ser, que la incertidumbre (o la culpa) nos da la retorcida certeza de estar vivos. Más que el bien, al hombre lo define el mal: lo revela. El bien es anodino y frívolo. El mal, en cambio, significa iniciarse en la conciencia de uno mismo: saberse. Sabernos: aquí radica nuestra condena y el principio fundamental de nuestra libertad. Desde este punto de vista y al contrario de la concepción cristiana, el mal nos da ser. Sólo que dicho ser, cuando desemboca en un cambio cualitativo (individual, social, histórico) contrario a una supuesta espiral progresiva, enajena, produce monstruos, se vuelve apocalíptico. Y esta es, particularmente, la materia prima del discurso literario de Revueltas. En contradicción aparente con los principios marxistas, él parece decirnos que en el fondo de todo hay un gran desamparo, un dolor oculto detrás de máscaras piadosas. Pero llegar a los límites de tal sos­pecha, en un país «de demonios», entraña para el autor de Dios en la tierra un drama que oscila entre lo religioso y lo revolucionario, y más: entre el asco y la ironía. Para José Revueltas, dice Ruiz Abreu,

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«México es un país desgarrado social y espiritualmente; una nación donde el agravio histórico se impuso y la voz del mexicano es un grito inaudible, perdido en la tormenta de la historia. El hombre ha nacido de las piedras, de los animales, y su paso por el mundo está marcado por el infortunio cósmico». Consciente del sentido fatalista del mexicano, de su soledad, de sus máscaras, de su miseria festiva, de la llaga incurable en el centro mismo de su ser, Revueltas asume la reivindicación de su pueblo y lo hace con la entrega de un mártir cristiano. En su lucha por una sociedad más justa, padece encarcelamientos, persecución, hambre, descalabros ideológicos y familiares y, al final, una profunda desesperanza crítica: se somete a un implacable examen de conciencia que lo hace oscilar entre el desengaño y la teorización de una praxis marxista acorde con la complejidad social e histórica de fines de los sesenta y principios de los setent­a. La certeza de que el Partido Comunista Mexicano es una «superchería ideológica», de que el socialismo en general ha fracasado y de que tal sistema parece dirigirse hacia un callejón sin salida, a veces lo lleva a cierto extremo pesimismo. «Tal vez —dice en tono profético ya en 1950— la vida humana no sea sino una larga, ininterrumpida equivocación». No olvidemos que era un marxista desgarrado por la duda y que se mantuvo en disputa siempre consigo mismo, pero ¿de dónde surge su pesimismo, presente en toda su obra literaria y que sólo al final reconoce de modo explícito, ya libre de toda presión ideológica ortodoxa?1 Su pesimismo, aclaremos, es dialéctico. Aunque sería más justo decir, de acuerdo con sus teorizaciones últimas, que la dialécti

1 En la literatura revueltiana «cada descenso, cada grado que se suma a la tabla de la degradación», dice Evodio Escalante, «no puede entenderse sólo como decadencia o empozamiento en el infierno», es también «un paso adelante hacia el rebasamiento de este infierno». No advertir esto, continúa, da pie al «dogma laico y la falsedad del supuesto ‘pesimismo’ de Revueltas». Escalante es, sin duda, el mejor crítico de Revueltas, pero en este punto no estoy de acuerdo. Digamos que como ideólogo marxista, Revueltas hubiera aceptado el razonamiento de Evodio Escalante, pero como hombre desgarrado por sus contradicciones y poseído por una cosmovi­sión esencialmente órfica (en disputa con la prometeica), no hubiera comprendido por qué ese «paso adelante» debe abolir mecánicamente su desesperanza. Cuando el análisis dialéctico de una obra privilegia la trascendencia cualitativa de la misma en detrimento del carácter del autor, en contra de su temperamento, asistimos a una curiosa forma de piedad teórica, a una caridad que va incluso en contra de lo que Revueltas decía acerca de sí: «Fundamentalmente, esencialmente soy pesimista; en el fondo de mí hay una profunda desesperanza, sin remedio».

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ca comprende al pesimismo, y más: lo toma como el espacio y el marco de su desarrollo. Éste, a diferencia del existencialista o del cioraniano, no se consume en el círculo vicioso de la angustia, ni desemboca en un callejón sin salida, ni se petrifica en la no-acción, ni presupone el descrédito del marxismo. Es, contra lo que supuso la dogmática estalinista, la adrenalina del ente revolucionario. Para Revueltas, ateo cristiano y marxista cismático, vivir en la conciencia de la conciencia significa vivir en la angustia, en la incertidumbre, en la desesperación de ser y, por ello mismo, en la búsqueda de un posible fundamento. El pesimismo es la respiración natural de la conciencia consciente de sí misma. Revueltas asume con lucidez e ironía el drama metafísico de la conciencia. A lo largo de sus textos y su vida, parece decirnos que el nombre del hombre es Orfandad; y si consideramos que para Octavio Paz el hombre se llama Deseo, podemos decir que, en efecto, orfandad y deseo es el binomio dialéctico del suceder humano. Pues el hombre, extranjero de sí mismo y sin razón de ser, está abandonado en el mundo, abandonado en el tiempo. No tiene asideros, y no existe para él ningún camino: «El hombre es un ser erróneo», escribe en Los errores, «un ser que nunca terminará por establecerse del todo en ninguna parte: aquí radica precisamente su condición revolucionaria y trágica, inapacible». El hombre es un ser en vilo y, no obstante, se halla preso. Encarcelado en la tierra, en el tiempo, en sí mismo. Se sabe cautivo en lo absurdo de una condena tan ignota como inexorable. Asumir entonces de modo radical nuestra esencia equívoca, nuestra conciencia de la escisión, nuestro naufragio, implica ya un deseo: librarnos de la Cárcel, o como dice Octavio Paz: trascender nuestra soledad. De esta manera, sin negar su condición errónea, el hombre se vuelve un ir hacia los otros, pues en ellos se descubre a sí mismo y en ellos se rea­liza. Encuentra en los otros su verdadero significado: el hombre es hombre sólo si es conciencia del hombre. Pero luchar para que el hombre enajenado se recupere a sí mismo implica un riesgo: no debe ser agente de osificación, ni antes de la sociedad revolucionaria ni en ella (como sucedió en los países socialistas de aquella época), ni debemos concebirlo como «un cerdo feliz» y utópico. Liberarlo significa hacer que adquiera la conciencia última de su ser, educarlo en la orfandad militante. La desesperanza es revolucionaria:

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¿Por qué quieres rebajarlo entonces a la condición de un hermoso cerdo feliz? El hombre es la materia que pien­ sa. ¿Comprendes? La materia consciente de que existe, es decir, consciente también de que dejará de existir. [...] En esto, en la conciencia de esta extinción y de este acabamiento, radica la verdadera dignidad del hombre, quiere decir, su verdadero dolor, su desesperanza y su soledad más puras. Pues lo que pretendemos crear en última instancia es un mundo de hombres desesperanzados y solitarios. [...] Ninguna creencia en absolutos. ¡A la chingada cualquier creen­cia en absolutos! Los hombres se inventan absolutos, Dios, Justicia, Liber­tad, Amor, etcétera, porque necesitan un asidero para defenderse del Infinito, porque tienen miedo de descubrir la inutilidad intrínseca del hombre. [...] Hay que decirlo a voz en cuello: el hombre no tiene ninguna finalidad, ninguna «razón» de vivir. Debe vivir en la conciencia de esto para que merezca llamarse hombre. En cuanto descubre asideros, esperanzas, ya no es un hombre sino un pobre diablo empavorecido [...] ¡Luchemos por una sociedad sin clases! ¡Enhorabuena! ¡Pero no, no para hacer felices a los hombres, sino para hacerlos libremente desdichados, para arrebatarles toda esperanza, para hacerlos hombres! Sólo un hombre obsesionado por la pureza y por lo absoluto, puede comprender la miseria infinita de los hombres y convocar a la destrucción de cualquier absoluto. Si al hombre le da miedo vivir a la intemperie, si aún respira en la caverna, Revueltas, como un santo demoniaco, le quita las certezas que fundan su buena conciencia, le destruye sus dioses y sus dogmas. Él recupera el concepto cristiano de renuncia, de dolor, de orfandad, pero sin dios; y apóstol de la desdicha, predica una suerte de exilio interior cuya tierra prometida es el hombre mismo. Tal vez así el hombre halle su nombre legítimo, la palabra que le devuelva el ser. Pues Revueltas parece decirnos que el aislamiento cotidiano del hombre entre los hombres no es producto de una tara sino un proble­ ma de lenguaje. Sus personajes, aunque hablan entre ellos el mismo idioma, no se comunican entre sí, o interpretan de modo equívoco el mensaje. De igual modo, cada sociedad se obstina en su monólogo, ya sea para negar a las otras o para someterlas. Los actuales po-


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deres ins­tituidos han hallado en el mito de Babel el paradigma de su perpetua­ción. Los mass media, más que comunicar, usurpan y enaje­ nan las palabras: inculcan el lenguaje de la exclusión. Luchar entonces por una sociedad revolucionaria significa, por principio, la creación de un lenguaje inteligible incluso para aquellos que no hablan el mismo idioma. A su modo, cabe atribuirle la misión de «darle un sentido más puro a las palabras de la tribu». Aquí Revueltas funda su responsabilidad como escritor: sus textos pueden verse también como una lucha por desmontar los diversos discursos del poder, por desenmascarar­ los, pues quizá de este modo las palabras recuperen sus antiguos poderes de subversión y de reconocimiento. La dialéctica terrenal de Revueltas supone que, si la salvación exis­ te, no es individual sino colectiva, ni se alcanza en otro mundo sino en éste. Aquí se nace y aquí se muere: la vida es nuestra única posibilidad de ser, es el espacio de la trascendencia. Sin embargo vivimos como muertos, presos en el féretro de nuestra anticonciencia. Tenemos la conciencia anestesiada y todo lo que nos enajena se vuelve nuestra tumba. Hemos hecho de la historia una máquina que, sin saber cómo, se ha vuelto contra nosotros y ya nos tritura. La revolución marxista nos daba, según sus teóricos, la oportunidad de resucitar de nosotros mismos, y hacer de los días terrenales no una fatalidad histórica sino el territorio de la posibilidad consciente. Pero esta especie de redención no era hacia la vida fácil y vulgar de quien se engaña adquiriendo cuotas de libertad, certeza, placidez y buena conciencia. Al contrario: «Huir de la muerte es un fariseísmo. Amar la vida es una canallada. [...] Tú eres un vaso de vida que es dialéctica y que es muerte», dice en una entrevista; y en Los días terrenales escribe: El hombre había nacido de las tinieblas y comenzó a exis­tir a causa de su estar dentro de ellas, recibiéndolas como su primera percepción, su primera idea: todo es oscuro, todo es solitario, los eslabones de una cadena de infinita soledad. [...] El círculo inacabable de la noche humana, desde la del vientre materno hasta la del cosmos; la incertidumbre, la desazón, la tristeza, la desesperanza del hombre, como fruto de ese origen terrible de tinieblas, de ese dardo primero con que lo hirió la vida consciente, y, después, esa insensata y torpe lucha, ese loco combate contra algo de

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que el hombre no podrá despojarse jamás, pues lo lleva dentro de sí como su signo y su definición: la muerte. ¿Por qué entonces no reconocerla, no amarla como parte que es nuestra, en lugar de engañarnos y mentirnos acerca de ella? ¿Por qué no aceptar la incertidumbre, el desasosiego eterno y sin fin como la verdadera e inalienable condición humana, la única heroica y valiente? ¿La única capaz de darnos la auténtica dignidad? Si el hombre es un oscuro animal obstinado en la pérdida de sí mismo, un ser llamado a equivocarse siempre —y siempre a reincidir en sus errores—, un ser enajenado por la religión y el sistema social en que vive, alcanzará entonces la dignidad de su nombre sólo si asume de modo crítico su condición trágica y errátil. Sólo un ser que se despoja de sus esperanzas, absolutos y asideros, puede disponerse a vivir de verdad, con la pasión del náufrago asido a sus incertidumbres o, parafraseando a Octavio Paz, con la intrepidez del salto mortal sobre el vacío que nada lo sustenta sino su propio impulso. Los hombres, en suma, como un vértigo anudado que tensa el arco de la historia. La redención del hombre mediante el comunismo no se resuelve en un final feliz, como lo quisieron ver los marxistas dogmáticos de su época. Según Revueltas, el «hombre nació para la santidad, para el sufrimiento horrible de sí mismo». Su actividad como escritor y militante fue dar fe de esta premisa. Sus cuentos y novelas, y su vida misma, son un testimonio de la atroz pero deslumbrante vida humana. Para ello no le importó descender a los límites del hombre, a las simas de la existencia, a las cloacas del espíritu, pues sabía, como Barbusse, que «no hay más infierno que el furor de vivir». Dicho infierno, sin embargo, tiene un sentido: el deseo de libertad, el deseo de ser, la búsqueda de las verdades últimas del hombre. Para el autor de Los motivos de Caín, el demonio es el prototipo del revolucionario. De ahí que su obra sea, al mismo tiempo, una conciencia subversiva y una suerte de auto de fe, el testimonio de un ser caído y una expiación, una escritura en disputa continua con la historia y un evangelio que denuncia nuestra condición apocalíptica. Y es en su última novela, precisamente, donde Revueltas logra sintetizar esta visión límite del mundo. En efecto, El apando (1969) puede verse como una condensación alquímica de sus obsesiones tanto literarias como políticas.

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José Revueltas. Conciencia y apocalipsis

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La cárcel cósmica y la cárcel metafísica Iniciado en la ideología marxista, Revueltas impugna, en teoría y práctica, la legitimidad del sistema político mexicano. El gobierno nacido de la revolución de 1910 usurpa, según él, nuestra verdadera historia, pues se ha erigido mediante la traición, el despojo y el empleo de métodos perversos de control social. Pero hacer la crítica de un sistema donde impera la ilegalidad constitucional y el despotismo, de un estado corrupto y enamorado de su propio poder, implica un riesgo donde se pone en juego la libertad o la propia vida. El autor de Los muros de agua se adentra desde muy joven, y no por su gusto, en el sórdido e impune sistema carcelario de México. (Entre sus varias reclusiones, dos veces lo deportan al penal de las Islas Marías en el Pacífico). Ahí convive con gente degradada, vil, abyecta, pero también conoce la solidaridad más pura. Hacia el final de su vida, vive preso dos años y medio en la cárcel de Lecumberri debido a su participación activa en el movimiento de 1968 (se le considera incluso el líder moral de los estudiantes). Y aunque después de la matanza de Tlatelolco ya sólo era posible continuar la lucha política merced a una mezcla de escepticismo y desesperación, de compromiso y desencanto, Revueltas aumenta en Lecumberri su combatividad crítica. Hizo de la prisión una suerte de cuartel revolucionario. Y desde ahí, como un profeta del Antiguo Testamento, da uno de los testimonios más estremecedores de la condición humana: escribe la más bella pero también la más acerba de sus novelas: El apando. Texto que puede leerse como una paradoja de la libertad, y acaso la más siniestra de las paradojas. Preso político, se esperaba de él una obra como Los días terre­ nales o Los errores, o mejor: una novela sobre el movimiento del 68. En El apando, sin embargo, no hay ninguna alusión a la cosa política. La hay, sí, en el sustrato de la obra, en su contexto y en un plano metanarrativo. Pero no olvidemos que la cárcel es uno de los ejes del sistema político, la excusa que legitima al estado y, sin duda, el personaje principal de la novela. Así, El apando encierra un discurso político tan brutal como químicamente puro. El mismo Revueltas lo sugiere de modo indirecto cuando, en Dialéctica de la conciencia, opone los conceptos «arquitectura enajenada» y «conciencia arquitectónica»:

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El ser social que no participa de la riqueza está obligado, en todos los tipos de sociedad enajenada, a vivir en las condiciones de un habitat infrahumano, determinación de ningún modo voluntaria. De tal suerte, el carácter compulsivo del extrañamiento social que sufre, no sólo no desaparece con el desarrollo de la sociedad, sino que se acentúa y llega a tomar sus formas antihumanas más perfectas y radicales, por ejemplo en esa penuria suprema que es la cárcel, grado máximo de la enajenación de la conciencia arquitectónica. (No importa que la cárcel repre­sente, desde el ángulo del Estado, la más alta expresión de la compulsión organizada, el aislamiento de los individuos a los que se considera «antisociales»: la cárcel es y ha sido siempre una cárcel política —inserta en la polis enajenada— que amenaza en todos los tiempos y en todas las sociedades a los adversarios políticos, religiosos o filosóficos del poder existente. ¿Quién recuerda los nombres de los desvalidos presos comunes? La cárcel tiene el nombre de Giordiano Bruno, de Raimundo Lulio, prisioneros políticos que le han dado su denominación ese­ncial). La conciencia arquitectónica se coloca así, fren­ te a la cárcel, desde el punto de vista de la arqueología: esta cárcel, estas cárceles desaparecerán, estos muros, estas rejas, estas celdas se convertirán en polvo arqueo­ lógico y pedazos idos. La cárcel expresa la enajenación máxima de un sistema social. Y para una mayor comprensión de la propuesta novelística de Revueltas, hagamos un paréntesis mínimo sobre la función de la cárcel en nuestra sociedad. En su libro Vigilar y castigar, Foucault argumenta que el sistema carcelario ha fracasado en su intento por reeducar a los reclusos para, así, reintegrarlos a la vida civil, pues su oculta finalidad ha sido la de mantener y producir delincuencia: el delito legitima el poder del Estado. La cárcel es un sistema autosuficiente, ella misma crea su materia prima e incluso recicla sus propios productos. Fabri­ ca delincuentes o los profesionaliza y luego los pone a su servicio; al servicio del Estado, pues asimila esta fuerza potencialmente represiva y, sin dejar de mantenerla como un trauma social, la emplea en el


José Revueltas. Conciencia y apocalipsis La moda José Felipe Vasconcelos Vázquez

manteni­miento de su poder. El maridaje o la procreación mutua entre la delincuencia y el Estado es ordinaria ya desde el siglo XIX. La utilidad económica del binomio cárcel-delincuencia no es menos decisiva que la política. Y no hablemos ya de la actual narcopolítica, donde la mafia y el Estado son indisolubles. En México, la corrupción laberíntica del Estado hace de él una forma institucionalizada de la delincuencia. Pero la delincuencia no institucionalizada tiene también un poder definitivo en nuestra sociedad. El Estado que surgió de la revolución de 1910 ha afirmado su dominio casi siempre merced a crímenes y traiciones; y para ello no pocas veces se ha servido de delincuentes y presidiarios: el gobierno los emplea para que realicen el trabajo sucio de la policía, cuando pretende «establecer el orden»

por medio de la fuerza. Aunque en México, ya se sabe, también la policía es una forma legal de la delincuencia; pues según las estadísticas del propio gobierno, ella produce la mayoría de los delitos. Y aún: se erige como un Estado al margen del Estado. Nuestro sistema político-policiaco, se dice, es kafkiano. Y como funda su impunidad en el temor, la corrupción y el compadrazgo, hace que la sociedad no nada más lo soporte sino que sea su cómplice. El autor de México: una democracia bárbara no sólo sabía todo esto sino que se negó a ser un cómplice más. Desde su temprana juventud hasta su muerte (se le llevaba un proceso judicial aún) sufrió los embates de la institución carcelaria. Y acaso de modo más grave que si hubiera sido un delincuente, pues la sufrió como preso político,

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es decir, como conciencia, como agente libertario. En efecto, el preso político se niega a jugar un papel en los requerimientos del Estado, y más: le hace la guerra. La capacidad de mimesis que posee la máquina del Estado, sin embargo, hace del preso político una pieza más en el juego de su autopreservación, pues lo mantiene como una válvula de escape, lo margina de la sociedad, lo neutraliza por medio de la vigilancia y, en contubernio con los medios masivos de información, lo muestra ante la opinión pública como un delincuente social. Además, la vigilancia del Estado penetra el discurso alternativo del preso político, lo recluye en una especie de cárcel panóptica, lo esteriliza y lo usurpa: lo emplea como uno de sus mecanismos de funcionamiento. La maquinaria estatal no destruye el discurso que la intenta destruir, lo enajena y lo homologa al suyo. Así, al despojar de su lenguaje al preso político, el Estado se fortalece, desconcierta y desmoraliza a la sociedad, desacredita al revolucionario (su discurso), justifica su orden social y mantiene al sistema penitenciario como uno de los ejes de su legitimidad. Gracias a su virtud camaleónica (es decir cínica), gana siempre la partida. Se erige, así, como la versión abstracta y totalitaria del policía delincuente. Consciente de que luchaba contra un Estado mafioso, Revuel­ tas deseaba mostrar en su novela la desnudez lacerante de la cárcel, sin sus máscaras de mediatización social, sin su discurso político, sino como un engrane absoluto, engrane que sugiere una maquina­ria apocalíptica. Esto nos permite transferir El apando hacia un plano simbólico, y nos lleva a contemplar la magnitud cósmica y metafísica de la cárcel. Conocedor de su profunda significación social y psicológica, Revueltas eleva la cárcel a una potencia aterradora. En unas cuantas páginas y merced a un discurso novelístico sin tregua, a una escritura sinuosa de alta tensión, en El apando crea un universo cerrado, asfixiante, grotesco, cuyos personajes —bestias enloquecidas en un laberinto circular y sin salida—, por su misma degradación espiritual y social, adquieren la consistencia de un símbolo histórico y metafísico, un símbolo que encierra el drama de la libertad imposible. Pero a pesar de su lacerante crudeza, el discurso de la novela no es del todo explícito; al contrario, siempre sugiere, siempre insinúa. Revueltas echa mano de una especie de ganchos semánticos que, al bordear la realidad narrativa, se crispan en ella, la destejen y, así, hacen que ella

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muestre sus entrañas. Las palabras, de modo incesante y perverso, aluden siempre a otra realidad, una realidad más turbadora y despiadada, son como una mirada oblicua que nos plantara en el centro del desasosiego. La acción, por otro lado, se desarrolla en un espacio mínimo: el apando, la cárcel. Y su argumento es muy simple: tres delincuentes adictos (Albino, Polonio y El Carajo) se las ingenian para introducir droga al penal. Para ello se valen de la madre de El Carajo (una vieja semejante a «una mole de piedra, apenas esculpida por el hacha de pedernal del periodo neolítico, vasta, pesada, espantosa y solemne») quien, exenta del registro vaginal debido a su vejez y ayudada por Meche y La Chata (mujeres de Albino y Polonio), introduce la droga sin sospecha alguna. Ya en la crujía, las mujeres arman un lío frente al apando (celda de castigo para los reclusos, cárcel dentro de la Cárcel) y al cabo desapandan a sus hombres. Pero al cruzar una especie de jaula que divide la crujía de la torre de vigilancia, caen en una trampa y los tres apandados se descubren de pronto enjaulados junto con el comandante y tres celadores. Se inicia un combate brutal. Llegan entonces veinte o más monos e introducen tubos de lado a lado de la jaula para inmovilizar a los presos. Mientras tanto, El Carajo se desliza hasta los pies del oficial y denuncia a su madre. Este argumento, dentro de la estructura narrativa de la novela, es aparentemente lineal. Sin embargo, el recurso de imágenes-bisagra le permite a Revueltas yuxtaponer de modo casi imperceptible varia­s analepsis, como cuando Apolonio se recuerda con La Chata en un hotel de Tampico; o alguna digresión, digamos erótica, como cuando habla de ciertas líneas impalpables y equívocas que atan a Meche, la celadora y Albino en una suerte de triángulo amoroso; o bien, definir la geometría panóptica de la cárcel, o un personaje según el leitmotiv de la trama. Es decir, imágenes-bisagra de tiempo y acción que, al desdoblarse sobre sí, hacen múltiple el espacio narrativo. Lo cual hace que la estructura discursiva de El apando nos parezca, al final, una suerte de laberinto panóptico, en donde la mirada nos descubre la forma simultánea, radial, de las diversas líneas diegéticas. La supues­ta sencillez gana así en hondura y nos otorga una visión de conjunto tanto de la historia narrada como de la causalidad anímica de los personajes. Estos procedimientos narrativos le permiten a Revueltas dosificar el pathos que, en la crucifixión geométrica de Albino


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y Polonio, alcanza su clímax, y su máximo poder significativo. Veamos de cerca este crescendo. Los monos (carceleros) estaban de tal modo presos, dice el narra­ dor (omnisciente: panóptico), que ni ellos mismos se daban cuenta de tal cosa. «Se sabían hechos para vigilar» y sin embargo «tenían una malla de ojos por todo el cuerpo», estaban «presos en cualquier sentido que se los mirara». La mirada de los presos encarcela. El sistema carcelario es, de modo paradójico, víctima de sí mismo. Quien prohíbe la libertad de alguien, prohíbe su propia libertad, se vuelve esclavo de quien esclaviza. La mirada encarcela, su poder radica no sólo en vigilar sino en saber vigilada su vigilancia. De ahí que el narrador afirme que los monos «estaban presos. Más presos que Polonio, más presos que Albino, más presos que El Carajo». Y si El Carajo, suma aberrante de la abyección humana, está todavía «apandado ahí dentro de su madre», «metido en el saco placentario, en la celda, rodeado de rejas, de monos, él también otro mono», entonces los carceleros (y el régimen judiciario y la maquinaria del poder) están más apandados que el más envilecido de los hombres, no pertenecen a nuestra especie taxonómica, son «monos detenidos en una escala de la zoología». La cárcel efectúa en carceleros y presos una suerte de metamorfosis regresiva, animaliza, es una maquinaria productora de no-ser humano. Exagerando un poco, es la madre que «sobreproteje» e impide que sus «hijos» nazcan a la libertad. La madre satúrnica que devora a sus vástagos con el único afán de mantener su reinado. Visto como un curioso complejo de Edipo, El apando alcanza cierto grado límite y así adquiere una magnitud mítica, es decir, trágica, pues define por oposición nuestra condena: la conciencia de la libertad. El hombre existe si es libre. ¿Existimos? ¿Podemos desarticular esta suerte de maquinaria panóptica que incluso se devora a sí misma? ¿Hay escapatoria? ¿Es posible desenajenarnos y no seguir siendo pura inercia apocalíptica? ¿Podemos ser libres en un mundo que, ya sin control de sí, se despeña de modo irremediable y sin esperanza? ¿Ser la conciencia encarnada de nuestro tiempo tiene algún sentido en esta gran síntesis negativa de la historia? En su «Diario de Lecumberri», José Revueltas apunta que «quien no puede soportar la desesperación de la cárcel es que tampoco puede soportar la desesperación de la libertad». Para los personajes de El

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apando entonces no hay escapatoria, sucumben. El Carajo renuncia a la libertad ilusoria de la droga y es finalmente parido cuando delata a su madre; el acto más ruin lo libera, pero esta condición significa para él una orfandad absoluta —la muerte, sin duda—. Por otro lado, Albino y Polonio son liberados del apando (cárcel de los presos) sólo para caer en el «cajón» (cárcel de los carceleros), y no hay piedad para ellos: «Un diabólico sucederse de mutilaciones del espacio, triángulos, trapecios, paralelas, segmentos oblicuos o perpendiculares, líneas y más líneas, rejas y más rejas, hasta impedir cualquier movimiento de los gladiadores y dejarlos crucificados sobre el esquema monstruoso de esta gigantesca derrota de la libertad a manos de la geometría». En este pasaje El apando cifra su dimensión simbólica, pues encie­ rra diversas lecturas. Lo que inició con dos argumentos (la mirada es la cárcel y la cárcel es la madre satúrnica) alcanza ahora una magnitud cósmica y metafísica. El ser está concebido como una cárcel pa­ nóptica, un juego de espejos caníbales del cual no podemos escapar pues somos parte de esta maquinaria: un signo en su discurso. Para el autor de Dialéctica de la conciencia, el término «geometría enajenada» es «probablemente el eje metafísico, el eje cognoscitivo de toda la novela». Pues para él: «La geometría es una de las conquistas del pensamiento humano, una de las más elevadas en su desarro­llo. Entonces hablar de geometría enajenada es hablar de la enajena­ ción suprema de la esencia del hombre. No el ser enajenado desde el punto de vista de la pura libertad sino del pensamiento y del conocimiento». Al hablar de la novela moderna como una «síntesis del hombre disgregado», Ernesto Sabato la define como un vasto «poema metafísico». Definición que, como hemos visto, hubiera formulado Revueltas. Lo sugiere de modo indirecto cuando, a pocos días de haber escrito El apando, anota en su diario: «Ya estamos apostando a la Nada, en el mundo contemporáneo. Una red invisible de ficciones nos rodea y luchamos prisioneros dentro de ella como quien trata de desembarazar­ se de una tela de araña de la que no puede escapar. Todo comienza a ser desesperación pura y de todos se adueña [...] una inconsciente conciencia suicida». La cárcel (esa geometría enajenada) bestializa de modo exponencial tanto a sus víctimas como a quienes la sostienen. En un segun-

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do movimiento, los crucifica. Liberarse nos lleva entonces no sólo a destruir una maquinaria política, una máquina productora de no-ser humano, sino a eliminar los carceleros que tenemos dentro, descrucificar nuestra conciencia. En suma: desapandarnos, recuperarnos a nosotros mismos, «hacernos hombres», diría Revueltas desde el punto de vista histórico y ontológico. Liberarse, en última instancia y según Marx, significa pasar de la prehistoria a la historia. Esto es, no ser víctimas de los hechos, sino ser nosotros mismos el principio generador de nuestras circunstancias. Pero ¿es realmente posible la libertad? La visión de Revueltas de ningún modo es optimista. En uno de sus diarios, citando a Dostoievs­ ki, afirma que «el hombre verdadero», el que es consciente de sí en la historia, «jamás renunciará al verdadero sufrimiento, es decir, a la destrucción y al caos». La imagen, pues, que nos da de la condición humana en El apando es apocalíptica. Toda fuga es imposible. Incluso nuestro conocimiento nos encarcela. En nuestra sociedad aprende­ mos no para liberarnos sino para ser esclavos de nuestro saber. Somos al cabo un engrane de cierta maquinaria social y económica. Un engrane del todo prescindible. Potencialmente, somos basura de la historia, e incluso propensos a ser basura de nosotros mismos. Si para los gnósticos el cuerpo era la cárcel del alma, algo muy semejante sucede para el hombre de la era cibernética. Hemos levantad­o un universo geométrico, dentro y fuera de nosotros, y esa telaraña nos ahorca, nos aparta de nuestro ser. Somos reos de nosotros mismos. Estamos apandados en nuestro interior, y somos también el carcelero que nos vigila. Ahora bien, si concebimos a la sociedad como una cárcel, que es­tá en la cárcel del Estado, que está en la cárcel de la economía mundial, que está en la cárcel de la historia enajenada, que está en la cárcel del mundo, que está en la cárcel del sistema solar, que está en la cárcel de la Vía Láctea, que está en la cárcel del universo, que está en la cárcel del tiempo, y si además la vida y nuestro pensa­miento son una cárcel, llegamos a la irónica conclusión de que El Carajo viene a ser la imagen del hombre. Cada ser humano es un Carajo apandado dentro de sí y, como él, edípicos y no paridos. Un Carajo preso cuya ilusoria libertad es una droga, la idiotez, la complicidad con cierta policía de la maquinaria del poder, o la muerte. Un Carajo cuya cárcel está en otra cárcel, y así ad nauseam. Esta es acaso nuestra verdad última.

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Es grotesca, cierto, pero el ser humano es esencialmente grotesco (incluso por el simple hecho de haberse marginado del reino animal). Dirán que recurro a la ironía debido a tan ridícula conclusión. Sí y no. No porque tal vez lo ridículo no sea mi conclusión sino la realidad que de ella se desprende. Sí porque, parafraseando a Octavio Paz, el discurso de la cárcel no sabe reír y no tiene armas contra la risa. Sin embargo la risa no destruye los muros, entonces ¿no hay salida, no hay salvación? ¿Cómo trascender las diversas cárceles cuya summa forma una Cárcel absoluta? La conciencia crítica de la cárcel —diría Revueltas— significa abolir la Cárcel: hace de ella no una fatalidad ni una condena histórica sino una condición de nuestra posible libertad. Es, diría Evodio Escalante, «un paso adelante hacia el rebasamiento de este infierno». Conocer todo esto, asumir dialécticamente esta verdad e ir más allá de lo apocalíptico, implica asumir nuestra «condición revolucionaria y trágica, inapacible». Coda Revueltas concibe el arte como una forma de conciencia, una mirada que exorciza nuestra condición apocalíptica y, por ello, pode­ mos acceder una libertad posible. El arte revela, y rebela, nuestros límites. Desenajena, desencarcela. Dejamos de sentirnos como seres separados de nosotros mismos. Nos lanza al encuentro y al fin de nosotros mismos. Nos hace reconocer el mundo y reconocernos en él. Y al tiempo que nos hace tomar conciencia de nuestra orfandad irreductible, nos reconcilia. En un grado último, y sin contradecir la especificidad revolucionaria que Revueltas le atribuye, el arte es una ontofanía, una revelación del ser, del ser en su totalidad. En este sentido, nos hace ser en el mundo, nos fundamenta. La revelación del ser nos da ser. Si la poesía es una revelación del ser, y si el hombre es un ser para la muerte —como dice Heidegger—, de El apando, ese poema metafísico, podemos decir lo que el mismo Revueltas escribe a cerca de la poesía de Octavio Paz: «Hemos aprendido desde entonces que la única verdad, por encima y en contra de todas las miserables y pequeñas verdades de partidos, de héroes, de banderas, de piedras, de dioses, que la única verdad, la única libertad es la poesía, ese canto lóbrego, ese canto luminoso».


La moda

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José Revueltas y la angustia de la palabra Pável Granados

En su angustia, en las luchas sostenidas para demoler la invencible contradicción, Revueltas supo crear palabras que estuvieran en continuo renacimiento mientras estaban en pugna y sostenían nuevas y revolucionarias ideas. Así lo ve, con agudeza, el autor de estas líneas penetrantes y punzantes

Revisando la obra de José Revueltas —pero sólo la de tema político— encuentro una constante angustia por hallar interlocutor. Una angustia «extratextual», pero que en muchos casos se manifiesta abier­tamente. Un no saber acerca del destino de cada texto. Muchos fueron rescatados del bote de basura, otros de viejos montones de legajos, porque la gran mayoría no fueron publicados. «Reproducido del original mecanuscrito», dice gran parte de las notas al pie. Rechazado por revistas a veces, tal vez el escritor ya ni siquiera se deci­día a enviar varios de sus extensos textos. Y se resignaba a compartir sus ideas en los cafés, en las conferencias, en las discusiones teóricas. Aunque quién sabe si su publicación en revistas clandestinas era mejor destino para sus textos. Dije antes: textos sólo de tema político. Pero tampoco sé si el aspecto literario tenía mejor suerte. Me imagino que no. Era un continuo trabajo de hablar y dirigirse a un público incapacitado, o tal vez desinteresado. La lucidez cocinándose en su propio jugo, todo el tiempo. Mientras las

ideas no se hagan públicas y no se discutan, uno las trae arras­ trando consigo como una condena. Más desesperante si se trata de ideas que en gran medida no quieren escucharse. Y mientras, las ideas de Revueltas maduran, se nutren de la realidad, de la filosofía alemana, de la experiencia política, del trabajo de partido. Ahora bien, el método dialéctico no es cualquier cosa. Aparentemente habla de temas que nos interesan a todos, pero cuando la argumentación da un rodeo para situar el problema en lo universal, la voz del autor se va tan lejos que el lector piensa: qué pequeño se ve, ha perdido su pertinencia, cuando en realidad el autor intenta conectar la circuns­tancia con la totalidad para que pierda su condición de aparente. Y ocurre ese ir y venir, en cuyo transcurso las ideas se transforman. Lo que hace del ideario de Revueltas una masa casi intratable porque no se queda quieta, es una especie de voz que se escucha, ya que si no es escuchada se convierte en su propia interlocutora. Esa corona de palabras que se deposita sobre la ca-

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José Revueltas y la angustia de la palabra

Pável Granados

beza de la realidad y la alumbra. José Revueltas en la cárcel, 1968, 1969, las autoridades carcelarias permiten que los presos comunes entren a las crujías de los presos políticos y los agredan, y en plena desespera­ción el autor de Los muros de agua escribe larga­mente a Arthur Miller, buscando un agujero en la pared, para intentar ver algo más allá, verse a sí mismo, conceptualizarse. Quién sabe si estará destinado a ser leído. Pero está destinado a hablar y a develar su propio pensamiento. Porque no siempre el pensa­miento se revela con las palabras. Generalmente, se oculta a sí mismo. Y Revueltas decidió liberarse a sí mismo mientras algo mejor no ocurriera. Nada bueno ocurrió después. Este escritor fue expulsado una vez. Y luego otra vez. Hasta que fue a caer con los estudiantes del movimiento del 68, quienes a su vez estaban expulsados de la mecánica de la Historia, puesto que el Partido Comunista no los apoyó cuando

debió hacerlo. Al caer, el pensamiento de Revueltas se fue despojando de sucesivas capas. Siempre en esa relativa soledad de la que ya hablé. Primero, hablando de la necesidad de terminar con la idea de los dogmas en el proceso revolucionario. Es decir, que el Partido formule el pensamiento que conduzca a los obreros a la revolución, pero sin que se independice como un poder libre de la crítica. Basta de ese pensamiento transmitido por revelación. Y luego, los años de crisis. El exilio del Partido Comunista, la esperanza de volver. La acusación: diversas herejías –revisionismo, existencialismo– de las que sintió gran culpa –una culpa alimentada por la mayor herejía de todas: su inherente catolicismo, cultivado desde su infancia. Siempre, el mártir. El que se dejaba herir para salvar a los estudiantes. Después de intentar definir la noción de Partido como liberador del proletariado, como cabeza de la revolución, para declararlo inexis-

LA ACERA DE ENFRENTE «¿Cómo me regreso al cielo?» Carlos Monsiváis En la sala de Selma Beraud [la actriz mexicana, el 13 de septiembre de 1968, mientras se prepara la Manifestación del Silencio], Revueltas inicia un largo monólogo. Cosas como las de hoy me recuerdan el día en que mi ángel de la guarda perdió sus alas. Ustedes saben que Dios le había dicho a mi ángel de la guarda: «Cuida a Pepe, y acompáñalo si me mete en un lío». Y lo tomó al pie de la letra. Fuimos a una cantina y empezamos a beber y en eso estábamos cuando me llamaron diciendo que me necesitaban para una reunión del partido. Me salí, fui al local y allí se me pasaron las horas discutiendo. Ya me había olvidado del ángel cuando llega un compañero y me dice: «Camarada Revueltas, ahí lo busca un tipo raro». ¡Mi ángel de la guarda! Lo veo y lo noto algo extraño: «¿Oye, qué le pasó a tus alas?». Responde cabizbajo: «Mira, Pepe, me quedé en la cantina, y como los ángeles no tenemos costumbre de beber, me seguí emborrachando y descubrí que no tenía para pagar. De modo que empeñé mis alas y me vine a buscarte». El compañero ángel estaba sincera y vindicativamente afligido. Le dije: «No te preocupes, ahora consigo dinero y te acompaño». Como pude, junté unos pesos y me fui con el ángel. Y nada que dábamos con la cantina. A los dos se nos había olvidado el sitio. Vueltas y vueltas y el ángel pálido, como una mala reproducción de un cuadro de Fra Angélico. Nomás suspiraba y decía: «¿Y así cómo me regreso al cielo? Para empezar, no puedo volar, y luego de un ángel se burlan todos. El regaño y el choteo me esperan. ¿Tú crees, Pepe, que me podré nacionalizar terrestre?» En eso estaba cuando hallamos la cantina. El ángel, loco de gusto. Entramos, pagué, le devolvieron las alas, se las puso y se fue. Por desgracia, no lo volví a ver. Le pidió a Dios que lo relevara de mi cuidado para no volverse alcohólico. En Amor perdido, Ediciones era, 1977

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De la serie Caníbal Dulce Chacón

tente. Es decir: de existencia aparente (como lo formuló en diversas ocasiones, siguiendo a Hegel). Pero se debía de construir, de erigir teóricamente para que luego la realidad pudiera vestirse con esta idea. Pero su desilusión lo fue alimentando. Quizá después, a finales de los 60, se centró en otra idea. Una idea, qué les diré, ingenua… no… algo así como dotada de excesiva confianza. Bueno, la diré y ustedes le colocan un adjetivo pertinente. La idea de la universidad autogestiva como instrumento de conocimiento. Es decir, la concepción de la Universidad como una comunidad formada por interesados en el conocimiento como instrumento de la liberación. La universidad sin académicos interesados sólo en sus puntos académicos, sin alumnos enfocados sólo en subir los peldaños de la burocracia. Nuestros congresos, nuestras constancias, y luego, disculpe, ¿ya tiene su boleto para la comida?, será en la Casa Club del Académico. La connotada doctora hablará y se otorgará cons­ tancia. Luego, es natural, usted podrá hablar, y podrá ser debida­

mente citado para a su vez volver a citar a sus colegas, y de esa entusias­ta proliferación de sentencias brotará un puntaje que organizará por categorías a los investigadores. Ese gran Leviatán que camina sin rumbo es el gran temor de Revueltas. ¿Qué se pretende con esa Universidad entretenida en sus procesos burocráticos sino una de-socialización del conocimiento? Esa concepción de la Universidad requirió de un cambio teórico en Revueltas, ya que la palabra «autogestión» es opuesta al funcionamiento del Partido. Es un rompimiento con el leninismo. Es una palabra de la que no sé su alcance en su momento histórico. Pero proyectada al futuro, es una respuesta distinta y poco atendida sobre el papel de la izquierda. Es una manera de decir: hablar por uno mismo, sin estructuras que pretendan asumirse como liberadoras. Una palabra que comenzaba a replantear políticamente la realidad. Revueltas murió antes que su palabra. Bueno, eso se debe a que su palabra está continuamente naciendo.

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Cigoto

Capítulo I Devoto y conservador Rowena Bali

Estoy completamente solo y esta historia será un monólogo, o si bien se ve, un diálogo prolongado con ustedes, que ahora tienen las bocas amordazadas por la distancia. Permanezcan con la mirada atenta y la boca cerrada. No inten­ ten asumir papeles críticos. Me ocurre que en el comienzo mismo de esta historia, todavía no sé muy bien si pertenez­ co al género masculino o femenino. Esta sensación de ambigüedad genérica me es del todo conocida. La acción de escribir sobre esta ambiguedad me pare­ ce extrañamente repetida. Decir que no sé si soy hombre o soy mujer porque Mi Dios me creó —en un principio— hombre y mujer, me es familiar. Lo que puedo decirles ahora, en este momento en que ustedes tienen en sus manos estas líneas inscritas en la superficie flexible que conforma mi vestidura, sólo un manojo de papeles, y empiezan a leerme, es que soy un cigoto. Los cigotos somos capaces de recordarlo todo, tenemos una eternidad para recordar. El problema es que en esta lengua que uste­des comprenden, el género neutro no existe, o, para decirlo con mayor precisión, ha sido aniquilado por el masculino. Me referiré a mí mismo en géne-

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ro neutro, pues, porque soy apenas un cigoto. Les advierto que es muy probable que en las siguientes páginas venga a mi recuerdo algún pasaje de mi futuro y entonces desvele mi género. Yo, Cigoto, como quizá diría el célebre vampiro en aquella película de los noventas que vieron mis padres, «He cruzado océanos de tiempo para encontrarlos». Así que lean con atención todos mis regaños, que serán muchos y repetitivos. Imaginen que soy un abuelo milenario y asexuado que los castiga. Soy un maestro en el arte del vapuleo, y ustedes se han ganado mi furia. Este es mi momento y lo aprovecharé para darles una azotaina hasta sangrarles las nalgas. Pronto todo este conocimiento único em­ pezará a dividirse, a desmoronarse y en­ tonces empezaré a parecerme más a us­ te­des, más tarde alguno de ustedes me dará una paliza. Desde el principio el camino está lleno de encrucijadas y cada vez que uno topa con una tiene que elegir. Es un juego simple, mu­chas veces uno elige sin pensar, porque no hay tiempo. Ciertas circunstancias se dan tan estrepitosamente que uno no sabe ni en qué momento decidió; la encrucijada se presentó como un rayo ramificado.

Si en el primer momento hubiera ele­ gido rezagarme o distraerme con la pre­ sencia de los demás competidores no e­staría aquí para contarlo. Todos eran más o menos parecidos a mí, o al menos así es como nos habrían visto ustedes, que creen que los espermatozoides son todos iguales. Entre nosotros había diferencias notables para mí e imperceptibles para ustedes. Ustedes son exactamente iguales a lo que yo, Cigoto, quiero ser. Mi deseo esencial es llegar a nacer como todos. Paradógicamente este deseo es la causa de mi vergüenza. Yo quiero innovar, quiero nacer para ser un perdedor, pese a todo, a estas alturas llevo el pri­mer lugar de la carrera, por lo tanto, desde hoy, puedo conside­rarme un fracasado. Si me dicen que vivir para matar animales y devorarlos, para frustrar la esforzada carrera de los espermatozoides, para controlar todo lo vivo, vivir pa­ra comprarse cosas, es triunfar, entonces que me cargue el diablo cuando nazca. Uste­des que recibieron tanto; la vida y todo un mundo para disfrutarla, no son un buen ejemplo para mí. Ese mundo mal adminis­trado, esa vida preciosa y desperdiciad­a, no debió pertenecerle a


Cigoto

unos locos como ustedes. Ustedes, verdad de Mi Dios, me­recen que les caiga una peste, y eso les va a pasar, de eso hablan mis ancestros desde hace mucho tiempo. Mi Dios es testigo de todo lo que hacen y tendr­á a bien maltratarlos como a los pollos, los cerdos y vacas que crían y luego se comen. Luego Mi Dios los va a pulverizar y luego los convertirá en uno y luego en dos, y luego en muchos, y otra vez, hasta que se co­ rrompan y vuelvan a merecer el castigo

divino que nuevamente los convertirá en uno, en dos y así hasta el infinito. Es un momento precipitado para de­cir­ lo, y más a ustedes, que viven en el mun­ do secular, pero yo soy un cigoto devoto y fue quizá mi fe la que me trajo hasta aquí. Cuando estaba en la recta final una luz cayó velozmente sobre mi cabeza, se expandió sobre mí, cuando esa luz se apagó me vi frente a la pared viscosa del triunfo. Fui un espermatozoi­de iluminado. La pre­ sencia asfixiante de los demás me llenó de

Capítulo I

Devoto y conservador

Rowena Bali

una rabia tal que avancé y avancé, imprimí toda la bravura que heredé de mis ancestros; gallardos caballeros dispuestos a superar los ínfimos instantes que el destino esencial les tenía deparados. Cuando llegué hasta la pared y la atra­ vesé, supe todo lo que un gran esper­ matozoide puede hacer en esta vida. Mi alma, el alma de mi padre, del padre de mi padre, de mi bisabuelo, y así hasta la incierta eternidad del pasado, confluye­ron en ese momento de triunfal arrojo.

Cigoto Juan Pablo De la Colina

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La estación violenta de Octavio Paz José Emilio Pacheco

Muy joven —no alcanzaba aún los 19 años—, José Emilio Pacheco formaba parte ya de la redacción de la revista Estaciones que editaban Elías Nandino y Andrés Henestrosa y que tenía una dirección colectiva (Chumacero, Moreno de Tagle, Pellicer, Reyes Nevares y Sánchez Mayans). En aquellas páginas publicó, en 1958, la nota que reproducimos a continuación, reveladora de las búsquedas y los encuentros del poeta joven y de su admiración por Octavio Paz, poeta ya consagrado desde entonces

La estación violenta reúne nueve poemas que Octavio Paz ha trabajado junto con otros libros anteriores. Así el primero, Himno entre ruinas a—presumiblemente uno de los mejores del poeta— que data de 1948, ya figuraba en Libertad bajo palabra. Otros anteceden, son paralelos o posteriores a Águila o sol, Semillas para un himno, y a los libros de ensayos que han mostrado, aparte de un pensador y un erudito, a uno de nuestros mayores prosistas. Mucho antes de su último libro, Octavio Paz tenía ya un sitio distinguido entre los poetas que han llevado la lirica española a un renovado Siglo de Oro; pero La estación violenta resulta la obra madura y luminosa del gran poeta que se anunciaba en Raíz del hombre, viene a ser una suerte de resumen, de magnífico extracto de la temática y sentido de la poesía de Paz. Los poemas que integran el volumen fueron escritos en Europa y Asia, en las ciudades que Paz visitó como diplomático de 1948 a 1954. El verso, afilado e invicto, explora en nuestro tiempo. En un

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siglo regido por la ambición, el odio, la catástrofe, el himno invulnerable se levanta sobre las ruinas que antes aposentaron al hombre devastado. Paz deja la orilla del mundo y penetra al vasto imperio de la vida; al hacerlo, nos otorga la comunión de su experiencia, de su dolor y de su aliento. La imprecación y la denuncia no faltan en esta poesía rotunda, inobjetable que, aparte de sus méritos estéticos, se reviste de la humanidad del compromiso con el hombre que Paz había emplazado en sus primeras composiciones. Aquí no se resigna, ni acaba el bestial ordenamiento de nuestra era; por el contrario, inquiere, incita, lucha, y al final del combate deja su testimonio de verdad, su huella de esperanza. La técnica de Paz no deja resquicios para el rechazo y la censura. Paz —quien ha venido a ser la última guía para los poetas de mi generación, que intentan un sano repudio a los mellados cartabones—, sigue un proceso inverso al de otros poetas suerrealistas; en él la metáfora no tiene el deliberado, único objeto de crear una realidad que


La estación violenta de Octavio Paz

José Emilio Pacheco

De la serie Caníbal Dulce Chacón

nunca alcanzaremos (y aquí recuerdo al Creacionismo, a Huidobro y a Diego), o sea, dotar de existencia a un objeto verbal de suyo hueco e inservible (para fines divergentes al mero escarceo estético), en su poesía la metáfora cumple un orden lúcido y estricto, sin despojarse de hallazgo, de belleza, transporta siempre una idea, un mensaje, al menos una clara analogía. No es simplemente el pensamiento, el fin, el centro, es la piel de la idea, su armadura y camino. Destacar uno u otro de los poemas de este libro es verazmente imposible. Son un todo, un río de nueve llamas encadenadas a un sonido. Cada uno resguarda su hermosura particular, su contenido propio. Y están «Máscaras del alba», insomne viaje a un imperio de gárgolas y bruma. «La fuente», «Mutra», «Repaso nocturno», «El cántaro roto», donde el poeta se enfrenta a la historia de infamias de su patria, y «Piedra de sol», que concilia al Paz de ayer y de hoy, que es la suma de su obra poética y sin duda el poema más hermoso, más compacto y completo que ha escrito en México, después de la «Muerte sin fin».

«Piedra de sol» consta de 584 endecasílabos, es un poema perpetuo, interminable; los seis últimos versos son renovadamente los primeros, el poema sigue y no termina nunca. Es la defensa del amor al que sofoca y escinde el mundo que hemos creado. Aparte de una hermosísima letanía —en la que se entreveran el ayer y el presente, la desdicha y el gozo, la muerte y la resurrección— es el toque de alarma contra un orden de cosas que se despeña y destruye. Pero el mundo puede desplomarse en el caos, navegar en el polvo: sobre el recuerdo de lo creado, el amor hará nacer otro universo, recobrará la herencia arrebatada por ladrones de vida hace mil siglos, defenderá nuestra porción eterna, nuestra ración de tiempo y paraíso. Contra la noche y el silencio, contra la pequeñez y la ceguera, Octavio Paz despliega su poesía en un festín de vida, de sonidos. La perfección del canto, su fidelidad a la condición humana, hacen que La estación violenta sea un espejo donde podemos conocernos, tomar nuestra verdad y hacerla inmensa.

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De las imaginativas propuestas de Armando Bartra Claudio Albertani

Los textos que siguen constituyen una lectura puntual y crítica de las ricas ideas de Armando Bartra, ensambladas de modo admirable y fundadas en una visión imaginativa de grandes conceptos en debate en la hora final del capitalismo. Ensayos brillantes acerca de dos libros bartreanos de lectura y discusión inaplazables

No sacrifiquéis la felicidad de hoy a la felicidad futura. Disfrutad del momento, evitad toda unión de matrimonio o de interés que no satisfaga vuestras pasiones desde el mismo instante. ¿Por qué ibais a luchar por la felicidad futura, si ella sobrepasará vuestros deseos, y no tendréis en el orden combinado más que un solo displacer, el de no poder doblar la longitud de los días, a fin de dar abasto al inmenso círculo de goces que deberéis recorrer? Charles Fourier, Aviso a los civilizados respecto a la próxima metamorfosis social1

En la UACM sabemos de carnavales. Sabemos de fiestas que hacen temblar poderes; hemos experimentado esa misteriosa irrupción de la individualidad genuina de todos y todas, cuando se desmorona la servidumbre voluntaria y se trastoca la pasividad cotidian­a. Hace no mucho, en esa misma ágora, Armando Bartra presentó sus primeras reflexiones sobre el tema que nos ocupa: Tiempos de mitos y carnaval. Indios, campesinos, revoluciones. De Felipe Carrillo Puerto a Evo Morales.2 Ahora nosotros ya no somos los mismos: nos hemos templado al calor de una lucha áspera contra una administración corrupta y despótica. Durante 101 días hemos tenido nuestro propio «carnaval» y ahora vemos en su

1 Presentación del libro de Armando Bartra, Hambre y carnaval. Dos miradas a la crisis de la modernidad, UAM Xochimilco, México, 2013. Ágora del plantel San Lorenzo Tezonco de la UACM, 31 de mayo de 2013

2 Armando Bartra, Tiempos de mitos y carnaval. Indios, campesinos, revoluciones. De Felipe Carrillo Puerto a Evo Morales, Ítaca, México, 2012

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De las imaginativas propuestas de Armando Bartra

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libro el espejo de nuestra propia experiencia. Comprobamos que se puede acabar con las jerarquías, aunque sea un rato; hemos vivido ese calor humano, sensible y material, que sólo brota en las fiestas populares y en las revoluciones sociales. De manera que Bartra encuentra en nosotros lectores atentos. Gran estudioso de las sociedades agrarias, ya nos había contado historias de indios insumisos que echan a andar revoluciones excéntricas. Repensando el «zapatismo con vista al mar» de Yucatán, el autor había destacado el imaginario del socialismo maya, en donde se mezclaba la cultura indígena local con el campesinismo comunitario de Morelos, el feminismo norteamericano con el marxismo ruso y el anarquismo español. Y había tomado nota de que, casi un siglo después, el mismo paisaje variopinto y desafiante se vuelve a presentar en la rebelión indígena de Chiapas y en los movimientos andinos de Bolivia y Ecuador. Ahora como entonces, voces a la vez modernas y ancestrales se fusionan en mitos, utopías y formas de resistencia que el autor llama «grotescas». En Hambre y carnaval. Dos miradas a la crisis de la modernidad, Bartra vuelve a acercarse al «grotesco social» enfatizando el lado subversivo de la risa, la sátira y la parodia. Se trata de un libro completamente inusual desde su estructura misma, diseño, encuadernación, pero sobre todo la abundante y originalísima iconografía. Un libro intencionalmente no concluido que puede leerse de forma tradicional o al revés. Aunque sus referentes son múltiples, destacaré tres. El primero es el famoso estudio de Mijaíl Bajtin sobre La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, en donde el gran crítico literario soviético describe el carnaval como la irrupción de un mundo turbulento y subversivo que existe al margen de la iglesia y las jerarquías feudales.1 Un mundo irreverente que tiene raíces en una mítica edad de oro, cuyo recuerdo fue barrido por las clases dominantes, pero que persiste bajo diferentes disfraces y que emerge precisamente en las fiestas populares. En el carnaval, desaparece el orden existente y el pueblo pone en escena la abolición provisional de privilegios, reglas y tabúes. Al menos por un momento, se extingue toda distinción entre dirigentes y ejecutantes, entre actores y espectado-

res. Todos amanecen iguales y reina una forma especial de contacto libre entre individuos que en la vida cotidiana se encuentran separados por las barreras infranqueables. He aquí el núcleo del mundo carnavalesco que nos presenta Bartra. Un mundo que niega el orden social vigente y que se sitúa en las fronteras entre el arte y la vida o, mejor dicho, es la vida misma, representada con los elementos característicos del teatro, el juego y la burla. Para Bajtin —y para Bartra— el carnaval se caracteriza principalmente por la lógica de la inversión constante de lo alto y lo bajo y por las diversas formas de parodias, profanaciones, coronamientos y derrocamientos bufonescos. Esta segunda vida se construye como un mundo al revés, pero está muy alejada de la parodia puramente negativa ya que, al negar el orden establecido, renueva utopías antiguas. A través de la fiesta —señala James C. Scott, otro de los autores favoritos de Bartra— los grupos subordinados pueden imaginar —y lo han hecho— la ausencia de una sociedad jerárquica. Y es que la mayor parte de las creencias utópicas tradicionales puede entenderse como una negación más o menos sistemática del mecanismo vigente de explotación y degradación de las condiciones de vida que experimentan las clases explotadas, pero también como la afirmación de un orden otro. Si el campesinado sufre el acoso de agentes recolectores de impuestos, señores que reclaman cosechas y tributos laborales, sacerdotes que piden diezmos, y si además tiene malas cosechas, lo más probable es que su utopía imaginará una vida sin impuestos, sin tributos y sin diezmos, quizá sin agentes del gobierno, sin señores, sin sacerdotes, y con una naturaleza abundante y generosa. Recordemos la pregunta tejida en el estandarte de los campesinos rebeldes de Inglaterra en 1381: «Cuando Adán araba y Eva tejía, ¿dónde estaba el noble?»2.

1 Mijaíl Bajtin, La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. El contexto de François Rabelais, Alianza Universidad, Madrid, 1987, p. 7-57

2 William Morris, The dream of John Ball, Longmans, Green and Co., Nueva York, Calcuta, 1910, p. 27

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No está por demás preguntarse hasta qué punto la tradición carnavalesca del mundo al revés mantiene un significado político. Algunos, como Umberto Eco, piensan que el carnaval no es más que una válvula de escape que deja salir inofensivamente las tensiones que podrían ser peligrosas para el orden social. La opinión de James Scott es opuesta: «La concepción de que el carnaval es un mecanis-


De las imaginativas propuestas de Armando Bartra

mo de control social autorizado por las élites no está completamente equivocada; pero sí es, creo yo, profundamente engañosa. Se corre el riesgo de confundir las intenciones de las élites con los resultados que logran obtener».1 En realidad, el carnaval permite que se digan ciertas cosas y se practiquen ciertas formas de poder social que, fuera de esa esfera ritual, se reprimen o suprimen. Y esto constituye una amenaza permanente al orden social establecido. Scott señala asimismo que la importancia del carnaval no se limita al mundo europeo; es más bien un estado peculiar que se encuentra en los muchos mundos que contiene nuestro mundo. En su renacimiento y su renovación participan todas y todos, en todas partes. El espíritu que Bajtin encuentra en la cultura popular de la Edad Media europea existe, por ejemplo, en las fiestas de Krishna en la India y en los festivales budistas del sureste asiático. Bartra lo rastrea en el «grotesco social americano», en las los mitos andinos y en las fiestas de los indios mesoamericanos, pero también en los movimientos revolucionarios del nuevo milenio. Y es que, a diferencia de Bajtin y Scott, que son intelectuales eruditos, Bartra —además de ser también un intelectual erudito— es en primer lugar un luchador social y sabe, con Mariátegui, que «los pueblos capaces de la victoria son los pueblos capaces de un mito multitudinario», sabe que el mito mueve a los seres humanos en la historia y que, sin un mito, la existencia no tiene ningún sentido histórico.2 En el caso de México el mito y la fiesta están presentes en todas las rebeliones indígenas. ¿Vano arcaísmo? No. El tiempo cíclico basado en el mito —señala nuestro autor citando a Alicia Barabás— no supone una vuelta al pasado, una regresión o arcaísmo, sino una forma específica de representación de la duración y la sucesión que es […] subversiva, porque reinstaura una noción propia de temporalidad quebrada por la situación colonial.3 Bartra, catalán de nacimiento, mexicano por vocación y mestizo cultural por necesidad es un ciudadano universal. Uno de los aspectos más interesantes de su libro es que enchufa las rebeliones indígenas del pasado y del presente americano con lo mejor de la tradición rebelde de Occidente. 1 J. C. Scott, Los dominados y el arte de la resistencia. Discurso oculto, Ediciones era, México, 2000, p. 211 2 José Carlos Mariategui, Obras completas cronológicas, Volumen 15. El alma matinal, p. 45 3 A. Bartra, Hambre y carnaval, op. cit., p. 55

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En la senda del neozapatismo descubre una nueva contemporaneidad entre los aquelarres mexicanos y las revoluciones traicionadas de los siglos XIX y XX (la Comuna de París, Kronstadt rebelde, Rosa y Karl, la Ucrania anarca, Barcelona roja y negra), el 68 europeo y norteamericano, el rock, las historietas y, en la actualidad, los indignados, los okupas y las múltiples insurgencias sociales —entre ellas las recientes insurgencias del Medio Oriente— que atraviesan esa fábrica de la infelicidad que es el mundo actual. En el camino nos revela verdaderas perlas literarias como el duen­ de de García Lorca, ese «poder misterioso que todos sienten y ningún filósofo explica», «el espíritu de la sierra que abrazó el corazón de Nietzsche, que lo buscaba sin encontrarlo»; el duende que viste con un traje verde de saltimbanqui el cuerpo delicado de Rimbaud, o pone ojos de pez muerto al conde Lautréamont en la madrugada del boulevard.4 Y nos recuerda, con Bolívar Echeverría, que el barroco —especialmente el barroco mexicano— es transgresor y encierra «un éxtasis utópico que se consume en su propio fuego». Aquí la refe­rencia de rigor es Sor Juana que «simpatizaba con quien no debía y gustaba de lo prohibido». Sor Juana, en quien, directa o indirectamente se reflejan todas las desgarraduras coloniales: indios sometidos, negros esclavizados, criollos despreciados por los peninsulares, mestizos desubicados, mujeres excluidas y arrinconadas, razón subordinada a la fe dogmática, sexualidad reprimida, cuerpo castigado…5 No es, insisto, erudición anodina. Bartra sabe que restituir el juego a su vocación subversiva es una tarea política. Y es la tarea que asume con alegría y dedicación retomando algunas de las reflexiones —y es la tercera veta teórica que me interesa enfatizar— del filósofo italiano Giorgio Agamben, especialmente en el libro Profanaciones. Agamben establece una diferencia entre secularización y profanación. La secularización es una forma de remoción que deja intactas las fuerzas jerárquicas, limitándose a desplazarlas de un lugar a otro. Así, la secularización política de conceptos teológicos (la trascendencia de Dios como paradigma del poder soberano) no hace otra cosa que trocar una monarquía celeste por otra terrenal, pero deja intacto el poder. 4 «Teoría y juego del duende», en Obras completas de Federico García Lorca. 5 A. Bartra, Hambre y carnaval, op. cit., p. 104

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La profanación implica, en cambio, una neutralización de aquello que profana. Una vez profanado, lo que era indisponible y separado pierde su aura y es restituido al uso humano. Ambas son operaciones políticas: pero la primera tiene que ver con el ejercicio del poder, garantizándolo mediante la referencia a un modelo sagrado; la segunda desactiva los dispositivos del poder y restituye al uso común los espacios que el poder había confiscado.1 Profano —escribe Agamben— se dice en sentido propio de aquello que, habiendo sido sagrado o religioso, es restituido al uso y a la propiedad de los hombres. El uso, sin embargo, no regresa como algo natural; se accede a él solamente a través de una profanación. Agamben define la religión como aquello que sustrae cosas, lugares, animales o personas del uso común y los transfiere a una esfera separada. No sólo no hay religión sin separación, sino que toda separación contiene o conserva en sí un núcleo auténticamente religioso. Lo que ha sido ritualmente separado puede ser restituido por el rito a la esfera profana. Hay un contagio profano, un tocar que desencanta y restituye al uso lo que lo sagrado había separado y petrificado. El término religio —sigue Agamben— no deriva, según una etimología tan insípida como inexacta, de religare (lo que liga y une lo humano y lo divino), sino de relegere, que indica la actitud de escrúpulo y de atención que debe imprimirse a las relaciones con los dioses, la inquieta vacilación ante las formas que es preciso observar para reproducir la separación entre lo sagrado y lo profano. De manera que religio no es lo que une a los hombres y a los dioses, sino lo que vela para mantenerlos separados. A la religión no se oponen la incredulidad y la indiferencia respecto de lo divino, sino la «negligencia» —esa actitud libre, distraída, pero sobre todo desligada de la religio y de las normas— frente a las cosas y a su uso, a las formas de la separación y a su sentido. Profanar significa abrir la posibilidad de una forma especial de negligencia, que ignora la separación o hace de ella un uso lúdico y festivo. Y llegamos al núcleo de la propuesta de Bartra que, parafraseando a Spinoza, podría resumirse en el lema: transformar las revoluciones tristes en revoluciones alegres. Y es que las revoluciones crean lo imposible porque emanan del poder de la imagi1 Giorgio Agamben, Profanaciones, Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, p. 101-2

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nación y de los deseos, no del deber y de las normas. No es una broma. En una sociedad como la nuestra, en donde los consumidores son infelices, en donde las formas tradicionales de hacer política están muertas y la devastación capitalista del medio natural es un hecho consumado, la única estrategia política viable es precisamente la profanación y la creación de situaciones de ruptura o, para decirlo como Bartra, la politización del carnaval y la carnavalización de la política. Parece una provocación y lo es, pero la verdad es que estamos en guerra y nadie puede ganar una guerra sin el elemento festivo, sin la carcajada social que sola puede derribar la fortaleza del poder. El tema del carnaval no agota el libro que nos ocupa. Aparentemente desligada de la primera, la segunda parte —sobre el hambre— se le opone, ya que, como señalé, comienza al final y va al revés yuxtaponiéndose a la primera de una manera que, viniendo de Bartra, no puede ser más que provocadora. Aquí el registro de escritura cambia y nos encontramos ante la trágica realidad de mil millones de personas en el mundo tienen el «estómago vacío» debido a la crisis alimentaria, eufemismo del hambre, flagelo que la modernidad prometió desterrar, nunca erradicó y que en el tercer milenio amenaza con incrementar la cifra. «Trato de abordar la crisis de la modernidad desde dos ángulos», explica nuestro autor en una entrevista reciente. «Uno es el mundo externo, el mundo objetivo, el mundo material, y allí sería el concepto de hambre, la crisis alimentaria. Y el otro es la perspectiva más interna, más subjetiva, más espiritual, más de nuestros sentimientos y pensamientos, que es el concepto de carnaval. El hambre es quizá la expresión más dramática de la crisis que afecta el mundo objetivo. La escasez es el resultado de la humanidad y no el horizonte de la humanidad, y la falta de alimentos es la más dramática expresión de la crisis, porque pone en riesgo nuestra supervivencia biológica».2 Aquí ingresamos en el realismo pesadillesco de la agroindustria, los pesticidas, los transgénicos, el cambio climático y un largo etcétera de desastres artificiales creados por la civilización capitalista. La actual producción agrícola industrial causa severos y crecientes daños ambientales, que para preservar los ecosistemas sólo puede 2 La Jornada, 7 de mayo de 2013


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sustituirse por otras tecnologías para no enfrentar una abrupta caída en las cosechas que agravaría la escasez, comenta Bartra. En el fondo de la crisis alimentaria, enfatiza, está la erosión histórica de la sociedad y la naturaleza por un sistema no sólo económicamente expoliador y socialmente injusto, sino tecnológicamente insostenible. Concluyo señalando que encuentro en Bartra una visión de México y del mundo que no es optimista ni pesimista. Es una visión trágic­a o, mejor dicho, dionisiaca, en el sentido de Nietzsche. Pero mientras el autor de Así habló Zaratustra quiso curar la enfermedad de Occi-

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dente reviviendo el mundo de los griegos, Bartra, como Benjamin, le apuesta al estado de excepción utópico que está prefigurado en todas las rebeliones y carnavales que interrumpen, aunque sea durante un momento, el cortejo triunfal de los poderosos.1 La solución del problema tremendamente serio del hambre se encuentra entonces en la rica tradición de ayuda mutua que duerme en el alma narcotizada de todos los pueblos del mundo. ¿Demasiada imaginación? Tal vez. Pero la historia les da siempre la razón a los hombres imaginativos. Como Bartra. 1 Michael Lowy, Aviso de Incendio, FCE, p. 100

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El hombre de hierro no vencerá1

El capitalismo es malo para la salud: a veces te adelgaza hasta los huesos y a veces te engorda hasta la obesidad, pero siempre te mata; rápido o despacio, pero te mata. Armando Bartra Armando Bartra es un autor prolífico. Ha publicado unos treinta libros, ha coordinado un sinnúmero de obras colectivas y ha escrito cientos de artículos, siempre vinculados a la urgencia apremiante de «suprimir el estado de cosas presente». Detecto en esta obra extensa y generosa, por lo menos tres grandes vetas, cuyo eje común es un insaciable apetito de conocimiento aunado a una inquebrantable pasión de transformación social. Está, en primer lugar, un filón histórico en el que caben sus estudios sobre el magonismo, los zapatismos con y sin «vista al mar», las monterías, el café, el carnaval y las historietas; luego hay una serie de textos de actualidad sobre el movimiento social en México, las organizaciones campesinas, el neozapatismo, el desarrollo rural y la izquierda dentro y fuera de los partidos políticos.

Hay, por último, un tercer filón, más bien teórico, en el que podemos situar sus estudios sobre la cuestión agraria y el capitalismo moderno. Es aquí donde se ubica El hombre de hierro. Los límites sociales y naturales del capital, para mi gusto la aportación más profunda de nuestro autor. Publicado por primera vez en 2008 —pero redactado en 2006-2007— El hombre de hierro es una denuncia rigurosa y vehemente de la catástrofe capitalista en México y en el mundo entero. Es, entre otras cosas, un libro profético pues, a las pocas semanas de publicarse, estalló la crisis financiera más destructiva desde 1929, la que todavía no ha concluido su ciclo mortífero. Bartra, sin embargo, no habla únicamente de crisis económica. La catástrofe que describe lo abarca todo: la economía, sin duda, pero también la política y la geopolítica, la sociedad y la cultura, la salud y el ambiente, la ciudad y el campo, la familia, la vida cotidiana y un largo etcétera. Estamos metidos en «una gran crisis civilizatoria», insiste, y su diagnóstico es implacable: «la humanidad no aguanta otro siglo como el anterior» (p. 29). ¿Perspectiva apocalíptica? Posiblemente, pero Bartra no improvisa. Sus denuncias se anclan en amplios conocimientos multidisciplinarios afianzados en la ecología radical y en el arma secreta del viejo Marx: la crítica de la economía política. Comencemos por el título. El hombre de hierro es una metáfo-

1 Armando Bartra, El hombre de hierro. Límites sociales y naturales del capital en la perspectiva de la gran crisis, Editorial Ítaca/UACM/UAM, México, 2014, segunda edición aumentada. Texto leído en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, 5 de agosto de 2014

ra que el autor de El capital emplea en sus cuadernos de apuntes. En uno de ellos —que Bolívar Echeverría publicó con el título de La tecnología del capital— compara el capitalismo con un autóma-

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De las imaginativas propuestas de Armando Bartra

Claudio Albertani

ta global con «accesorios dotados de movimiento y servidores de éste». Más adelante abunda: «aquí, en el autómata y en la maquinaria movida por él, el trabajo del pasado se muestra en apariencia como activo por sí mismo, independientemente del trabajo vivo, subordinándolo y no subordinado a él: el hombre de hierro contra el hombre de carne y hueso».1 En los mismos cuadernos, Marx describe el luddismo —el movimiento contra los despidos y los bajos salarios ocasionados por la introducción de las máquinas— como una lucha precursora contra la «fuerza productiva» específica del capitalismo, «la primera declaración de guerra contra el medio de producción y el modo de producción desarrollados por la producción capitalista».2 Es aquí —señala Bartra— donde encontramos lo mejor de la crítica de la economía política y teoría crítica del gran dinero que ubica el huevo de la serpiente en la propia tecnología desarrollada por el capital (p. 54-55). La producción capitalista tiene, desde el principio, no una sino varias bombas de tiempo en sus entrañas: el trabajo muerto en oposición al trabajo vivo; el hombre de hierro en oposición al hombre de carne y hueso, o sea el proletariado (en la actualidad, la gran parte de nosotros, los humanos). Uno de los escenarios persistentes del conflicto —no previsto por Marx, aunque sí por los anarquistas— es el campo. Bartra evoca, con razón, la experiencia de los ejércitos de Emiliano Zapata y Francisco Villa, aplastados por Obregón y Carranza, y la de los campesinos ucranianos, aniquilados por el gobierno bolchevique. En el trayecto, Bartra arremete —y con sobrada razón— contra el mito del desarrollo científico-tecnológico, con el cual, día tras día, se encubren los peores crímenes. «Los esfuerzos por crear una naturaleza a imagen y semejanza del capital —explica— continuarán en las dos últimas décadas del siglo XX a través de los transgénicos y la nanotecnología, pero con la Revolución Verde se consuma en lo fundamental la subordinación material de la agricultura al capital en lo tocante al trabajador» (p. 136). El autor lo repite una y otra vez: la ciencia no es neutral; las máquinas, tal como nosotros las conocemos, son el fruto de una tec1 Karl Marx, La tecnología del capital. Subsunción formal y subsunción real del proceso de trabajo al proceso de valorización (extracto del manuscrito 1861-63), selección y traducción de Bolívar Echeverría, Ítaca, México, 2005, p. 47 y 57 2 Ibídem, p. 50

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nología producida por el capital, a su medida, sobre el presupuesto del trabajo enajenado. De manera que, para acabar con el conflicto entre hombre de hierro y hombre de carne y hueso, es preciso no solamente «expropiar los expropiadores», sino transformar el pro­ ceso de trabajo mismo y producir otras máquinas a partir de otros conocimientos y para otra producción (p. 112-13). Vale la pena detenerse en este Marx releído por Bartra. Desde mi punto de vista, una parte de su obra es hoy obsoleta, si es que alguna vez tuvo validez. Me refiero, especialmente, a cierto determinismo mecanicista anclado en la dialéctica hegeliana, al espejismo de que la humanidad transita de un modo de producción al otro según leyes inmutables y a la ficción de que el país industrialmente más avanzado muestra al menos desarrollado la imagen de su propio futuro. Si esto fuera así los campesinos ya habrían desaparecido, pero —como observa Bartra— ahí siguen en el capitalismo metropolitano y en el periférico (p. 57). A pesar de esto, hay algo más vigente que nunca en la obra de Marx, y es, justamente, la crítica de la economía política, el trabajo tenaz, riguroso y al mismo tiempo profético, que hizo Marx para deconstruir con la paciencia y la escrupulosidad de un «obrero del pensamiento» (así definían a los intelectuales en la Asociación Internacional de los Trabajadores) el discurso pretendidamente científico de los economistas clásicos y, ante litteram, de los neoclásicos o, a fortiori, de los actuales neoliberales, estos últimos pálidas sombras de los anteriores. Recordemos que El capital empieza con una frase que sólo ahora está haciéndose realidad: «La riqueza de las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista se presenta como un enorme cúmulo de mercancías». ¿Alguien se atreve a negarlo? ¿Quién duda de que esa «pasión inextinguible por la ganancia» o «la maldita hambre de oro», fustigadas por Marx hace más de 150 años, guían a los poderosas del mundo hoy más que nunca? Y a quienes esto no les parece, que visiten Carrizalillo, en las inmediaciones del río Balsas, Estado de Guerrero, donde la empresa canadiense Goldcorp, sedienta de oro, es responsable de devastar el medio ambiente y la salud de los vecinos, además de ocultar la información al respecto. No es un caso aislado. La Jornada del Campo —otro de los esfuerzos editoriales de Bartra— informa que en los últimos veinte años se ha extraído


De las imaginativas propuestas de Armando Bartra

del territorio mexicano ¡cuatro veces el oro! y casi el ¡doble de plata! de lo que se extrajo durante los tres siglos que duró la Colonia.1 Si lo anterior es verdad –¡y lo es!-, entonces lo que nos presenta Armando Bartra es, precisamente, un inventario de los desastres de la actividad humana reducida a mercancía, en este que es el nuevo «tiempo de los asesinos» (Rimbaud). Sigamos con el libro. Entre sus riquezas, encuentro la recurrencia a la literatura, un campo de batalla donde se dirimen asuntos nada triviales. Bartra sabe que El capital puede leerse como un gran poema dramático cargado de metáforas, símbolos y alegorías que sirven a un solo propósito: la emancipación de los trabajadores. El capital, dice Marx, viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies, mientras que la clase burguesa chupa literalmente la sangre de la clase obrera. El capital —insiste— es trabajo muerto que sólo se reanima, a la manera de un vampiro, al chupar trabajo vivo, y que vive tanto más cuanto más trabajo vivo chupa. Y ese vampiro no se desprende de él mientras quede por explotar un músculo, un tendón, una gota de sangre.2 Las metáforas terroríficas son típicas del romanticismo revolucionario que, entre otras cosas, es un grito contra el industrialismo naciente. En el poema La nueva Jerusalén, por ejemplo, William Blake habla de unos «molinos satánicos» y los historiadores Peter Linebaugh y Marcus Rudiger aclaran que dichos molinos son en realidad los Albion Mills, la primera fábrica con máquinas a vapor que se instaló en Londres. En 1791, el mismo año en que fue construida, esta fábrica de harina quedó destruida por un incendio provocado por la resistencia directa y anónima a la revolución industrial.3 Hoy el capital sigue chorreando sangre y los vampiros se llaman fondos buitres en Argentina, chupacabras en el México de Salinas y reforma energética en el de Peña Nieto. Es en este sentido que Armando Bartra trae a cuento Frankenstein o el moderno Prometeo, el famoso libro de Mary Shelley. No sobra re1 Violeta R. Núñez Rodríguez, «Minería en el capitalismo del siglo XXI: despojo de territorios rurales», La Jornada del Campo, 19 de julio de 2014 2 Marx, El Capital. Tomo I, op. cit., p. 195 y 693. Sobre el tema de los vampiros, encontré un interesantísimo artículo de Marcos Neocleous, «La metáfora cognitiva de los vampiros en Marx». 3 Peter Linebaugh y Marcus Rudiger, La hidra de la revolución. Marineros, es­ clavos y campesinos en la historia oculta del Atlántico, Editorial Crítica, Barcelona, 2004, p. 289

Claudio Albertani

cordar que Mary Godwin —mejor conocida como Mary Shelley— era hija del filósofo libertario William Godwin —«propiedad casi exclusiva del proletariado», dice Engels— y de la feminista radical Mary Wollstonecraft, además de ser la esposa de Percy Bysshe Shelley. Ateo místico como Blake, el genial y profético Shelley (otra vez Engels4) era anarquista en su crítica de la sociedad y en sus propuestas reformadoras.5 El monstruo que plasma Mary Shelley es un símbolo del proletariado que se rebela contra la injusticia. «Decidí —cuenta el doctor Frankenstein— hacer un ser de dimensiones gigantescas; que tendría alrededor de dos metros con cuarenta centímetros de estatura y [una] corpulencia proporcionada». Esa talla descomunal evoca la potencia del proletariado, que sólo necesita tomar conciencia de su fuerza para ganar la batalla. Más adelante el monstruo, por el cual el lector no puede menos que guardar simpatía, lanza una amenaza: «¿acaso no he sufrido bastante que quieres aumentar mi desgracia? Aunque sea sólo un cúmulo de infelicidad, la vida me es querida y la defenderé. Recuerda que me has hecho más fuerte que tú, que te aventajo en estatura y agilidad».6 Otro concepto fundamental desarrollado por Marx y retomado por Bartra es el fetichismo de la mercancía. Según el Diccionario de la Real Academia, fetiche quiere decir «ídolo u objeto de culto al que se atribuye poderes sobrenaturales, especialmente entre los pueblos primitivos», mientras que el fetichismo es el «culto de los fetiches, una forma de idolatría o veneración excesiva». El carácter mítico de la mercancía, dice Marx, no deriva de su valor de uso; la forma fantasmagórica radica en que una relación social entre hombres se encuentra mistificada por las cosas.7 En la actualidad, la mercancía ha llegado a la ocupación total de la vida social. Ahora, no solamente la relación con la mercancía es visible sino que no se ve más que ella: el mundo que se ve es su mundo, dijo otro profeta que responde al nombre de Guy Debord.8 4 Frederich Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra, p. 329 5 Percy Bysshe Shelley, La necesidad del ateísmo y otros ensayos filosóficos, Cultura libre– Ediciones Al margen, México, 2011 6 Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo, Universidad Veracruzana, Xalapa, Veracruz, 2010, p. 77-77 y 128 7 De este famoso texto que se encuentra al final del primer capítulo del tomo I del capital existe una nueva edición en separata: Karl Marx. El fetichismo de la mercancía (y su secreto), prólogo de Anselm Jappe, Pepitas de Calabaza, Logroño (España), 2014 8 Guy Debord, La sociedad del espectáculo, varias ediciones, tesis no. 42

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LA ACERA DE ENFRENTE Revueltas y Musil: una turbadora afinidad Octavio Paz En el segundo número [de la revista Taller, en 1938] José Revueltas publicó el primer capítulo de El quebranto, una novela corta que no llegó a editarse: su autor perdió el manuscrito en un viaje. Pude leerla antes del extravío. Me impresionó tanto que me apresuré a proponerla, sin éxito, a un would-be publisher. Años más tarde descubrí que este pequeño escrito de juventud —intenso, confuso y relampagueante, como casi todo lo que escribió Revueltas— tenía más de una turbadora afinidad con El alumno Törless, de Musil. El tema es el mismo, un internado de adolescentes y la humillación de la virilidad. Por supuesto, en aquellos años Revueltas no había leído al novelista austríaco. En Seis vistas de la poesía mexicana / Antevíspera: Taller

Quisiera señalar una posible carencia del libro: hace falta un análisis profundo del narcotráfico, fenómeno devastador que afecta tanto al campo como a la ciudad. Y es que la Gran Crisis fortalece, más que debilitar, las economías criminales operando como poderosa contratendencia. En libro reciente, Roberto Saviano señala que el mundo actual empieza precisamente en ese Big Bang moderno, origen de los flujos financieros inmediatos. «Quien ignora a México —precisa— no encuentra el camino que distingue el olor del dinero, no sabe cómo el olor del dinero criminal puede convertirse en un olor ganador que poco tiene que ver con el tufo de muerte, miseria, barbarie, corrupción».1 En este sentido, el hombre triple cero del investigador italiano sería el último avatar del hombre de hierro. 1 Roberto Saviano, CeroCeroCero. Cómo la cocaína gobierna el mundo, Anagrama, Barcelona 2014, p. 52 y 57

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Al final del recorrido surge una pregunta: ¿estamos derrotados? Bartra dice que no. La ilusión del valor que se valoriza a sí mismo, la utopía capitalista de un mundo de autómatas dóciles se infringe constantemente contra los deseos, las esperanzas y las pasiones de hombres y mujeres de carne y hueso. Me seducen dos de sus propuestas: carnavalizar la política y pasar del luddismo utópico al luddismo científico, aunque no me queda clara su puesta en escena. Menos atractiva —aunque respetable— me resulta su opción política: el Movimiento Regeneración Nacional, Morena (p. 295). Me cuesta imaginar a Martí Batres o a Andrés Manuel López Obrador en traje de luddistas y no entiendo qué cabida tienen en el discurso anterior. En cuanto a mí, no tengo dudas: estoy con los modernos luddistas. Utópicos o científicos, me da igual.


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Nuestros colaboradores

Juan José Reyes. Es crítico literario. Su libro más reciente es acerca de dos filósofos mexicanos del siglo XX: El péndulo y el pozo. Ha publicado un incontable número de ensayos y textos críticos en los medios más importantes del país. Pável Granados. Es ensayista y editor. Es autor de los libros XEW. 70 años en el aire. Conduce en Radio Red el programa Amor perdido. El FCE publicó su libro El ocaso del Porfiriato. Antología histórica de la poesía en México. Recibió el Premio Pagés Llergo de Comunicación. Rowena Bali. Publicó las novelas Amazon Party, El Ejército de Sodoma, El agente morboso y el libro de cuentos La herida en el cielo, entre otros. Es conductora de radio en las estaciones Ibero 90.9 y Código CDMX. José Revueltas. Uno de los autores más influyentes y revolucionarios de nuestro país. Autor de los libros de narrativa: Los errores, Los muros de agua, El luto humano, Dormir en tierra y El apando, entre muchos otros. Entre su obra ensayística destacan: Dialéctica de la conciencia, Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, México: una democracia bárbara y México 68: juventud y revolución. Obras suyas han sido antologadas por el FCE, la UNAM, Cal y Arena y Nitropress, entre otros. Diego Cornejo Choperena. Fotógrafo y narrador. Ha publicado cuentos en revistas como Tierra Adentro, Cultura Urbana, La hija de la Palan-

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José Revueltas

Utopía y disidencia

ca, Desde el Zaguán; en libros colectivos como Ahora las palabras, Los siete pecados capitales y Toma textos. Es autor de la novela El Chirlo, milagros de vida y muerte y de la colección de cuentos Juantenebras. Ha expuesto fotografías en distintas galerías. José Emilio Pacheco. Una de las figuras más destacadas del ámbito literario mexicano. Su poema «Alta traición» adquirió gran celebridad entre nuestros jóvenes. Obtuvo todos los premios de mayor importancia en lengua española. Entre su obra poética se encuentran los libros: Los elementos de la noche, No me preguntes cómo pasa el tiempo, Los trabajos del mar, La arena errante y Como la lluvia, Entre su obra narrativa se encuentran Morirás lejos, El principio del placer y Las batallas en el desierto. Felipe Vázquez. Ha publicado dos libros de poesía: Tokonoma (1997) y Signo a-signo (2001), y cuatro de crítica literaria: Archipiélago de sig­ nos. Ensayos de literatura mexicana (1999), Juan José Arreola: la tragedia de lo imposible (2003), Rulfo y Arreola: desde los márgenes del texto (2010) y Cazadores de invisible (2014). Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Gilberto Owen en 1999 y el Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas en 2002. Claudio Albertani. Es autor de: El espejo de México. Crónicas de barbarie y resistencia, entre otros. Es miembro de la Comisión Civil Internacional de Observación por los Derechos Huma-

nos, corresponsal de la emisora independiente Radio Onda d’urto y colaborador de los diarios italiano Il Manifesto y Liberazione y de las fundaciones Andrés Nin y Victor Serge. Actualmente es profesor de tiempo completo en la Academia de Historia de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Daniel Rodríguez Barrón. Periodista, dramaturgo, narrador, ensayista y conductor de televisión. Es autor del libro de cuentos, Incidentes y de la novela La soledad de los animales. Edith Negrín. Autora de libros sobre Ignacio Ma­ nuel Altamirano, Renato Leduc, José Revueltas y José Emilio Pacheco, así como de diversos ensayos en revistas especializadas y libros colectivos sobre textos de escritores mexicanos. Sus libros más recientes: Los frutos de Luisa Josefina Hernández y Pasión por la palabra. Homenaje a José Emilio Pacheco. Elena Poniatowska. Es una de las escritoras mexicanas más reconocidas. Ha sido un referente vital y permanente durante décadas en nuestro país con más de cuarenta obras publicadas y un sin número de premios y reconocimientos en México y en el extranjero. José Manuel Mateo. Es autor de libros infantiles, antologías de divulgación de la poesía y cua­ dernos de poemas. Autor de artículos y ensa­ yos sobre lírica tradicional y poesía mexicana contemporánea, especialmente sobre la obra


de José Revueltas. Dirige el sello editorial IdeaZapato. Sus obras obtuvieron, entre otros, el VII Premio Internacional de Ensayo de Siglo XXI Edi­tores, y el Premio Internacional del Libro Ilustrado de la FILIJ. Alessandro Rocco. Académico e investigador en la Universidad de Nápoles. Es especialista en temas latinoamericanos. Es autor entre otros libros de: Gabriel García Márquez and the Cinema, Il cinema di Gabriel García Márquez y La scrittura immaginifica. Il film-scritto nella narrativa ispanoamericana del novecento. Ha dedicado una buena parte de su investigación a la vida y obra de José Revueltas. Carlos López. Ha ejercido la docencia por más de cuatro décadas. Ha escrito más de 30 libros, entre poesía, ensayos y gramática. Es fundador y director de editorial Praxis, ha editado centenas de libros y cuidado la edición de un sinnúmero de revistas y publicaciones varias. José Ángel Leyva. Nació en Durango. Poeta, na­ rrador, editor y periodista. Ha sido director de la revista Información Científica y Tecnológica; director y jefe de redacción de la revista Nuestro Ambiente; director editorial de la revista Mundo (culturas y gente); director editorial de Memoria; director de la revista Fundación Rosenblueth, y codirector de Alforja, revista de poesía. Obtuvo, entre otros, el Premio Nacional de Poesía Olga Arias, por Entresueños. Evodio Escalante. Nació en Durango. Ensa­ yista, antólogo, crítico y poeta. Es profesor e investigador de tiempo completo en el Departamento de Filosofía de la UAM-Iztapalapa. Ha colaborado en Casa del Tiempo, La Cultura en México, suplemento de Siempre!, Gaceta del FCE, La Jornada Semanal, Proce-

so, y Sábado. Coordinó la edición crítica de José Revueltas, Los días terre­nales. Obtuvo el Premio de Poesía Ibero­americana Ramón López Velarde.

El Nacional, El Popular, Excélsior, Futuro y Romance, Partido, Revista Mexicana de Literatura, Siempre! y Taller. Premio de Periodismo 1929 otorgado por el Centro Libanés.

José Alvarado. Narrador y ensayista. Estudió derecho, filosofía e historia en la UNAM. Fue rector de la Universidad Autónoma de Nuevo León. Perteneció a la Asociación Estudiantil Revolucionaria y al Consejo Universitario. Colaboró en Barandal, Claridad, Cuadernos Americanos, El Día,

Zazil Collins. Colaboró en el consejo editorial de Lenguaraz. Ha publicado en medios como El Universal, Metapolítica, FETA, Casa del Tiempo. Es autora del libro Junkie de nada y del poemario inédito Valva maresia, entre otros proyectos.

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Librario

Alejandra García Ensayo

Novela

Poesía

Fabio Morábito. El idioma materno. Ed. Sexto Piso. Colección Ensayo. México, 2014

Florencia Addiechi. La fundación de la UACM: entre la descalificación y el silencio. UACM. México, 2014

Thomas Sankara. La libertad se conquista. Los grandes discursos de Thomas Sankara. Presentación de Koulsy Lamko. UACM. México, 2007

Una colección de honestas, profundas, íntimas reflexiones en torno al lenguaje, la palabra, la escritura, el habla. Escritas en una prosa que hace honor al oficio del escritor nacido en Alejandría, que creció en México y fue adoptado por nuestra lengua para convertirse en uno de sus más brillantes creadores.

En una ciudad, en un país en el cual hacía muchos años no se fundaba una universidad autónoma, sólo universidades privadas, la UACM se creó como una idea incómoda para aquellos cuyos intereses privatizadores consumen aún a nuestra sociedad. Una joven universidad que ha sido descalificada, una institución donde los grandes logros no aparecen en los grandes medios. Fundadora, Florencia Addiechi, da cuenta clara de nuestra historia.

En un sistema fincado en la injusticia y ante la insensibilidad del mundo, donde madres ven a sus hijos morir por enfermedades cuyas curas han sido hace siglos superadas en las sociedades desarrolladas, donde los colonizadores hacen del hombre, su semejante, una bestia, se escucha la voz de Tho­ mas Sankara, en sus diversas y libertarias tonalidades.

Novela

Antología

Poesía

Daniel Rodríguez Barrón. La soledad de los animales. Ed. La Cifra. México, 2014

Óscar González. Al paso de los días. Ed. Fondo Editorial Estado de México. México, 2014

Erika Mergruen. El último espejo. Ed. Hormiga Iracunda. México, 2013

En una sociedad en la que todos están solos, donde la desi­ gualdad y la crueldad son caras del poliedro de la corrupción, esta novela nos lanza una cubetada de agua fría y nos concien­tiza sobre la falta de comprensión que la humanidad tiene hacia los animales, e incluso hacia sí misma.

Una selección de textos facturados en distintas etapas y géneros donde el autor nos muestra las obsesiones múltiples que lo llevan a la profundidad serena e intensa que caracteriza su obra. Con ánimo de provocar placer al lector, Óscar González se interna en su propia aventura con el lenguaje.

Partiendo de Alicia y Lewis Caroll, la autora nos guía hacia una prosa poetizada de los arcanos del tarot, donde desarrolla un juego de cartas delicioso, lleno de trucos y buen oficio litera­ rio, donde la imaginación se deja lucir constantemente, en palabras breves y concisas.

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Sin título Cosme Rada

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Invita a los miembros de la comunidad de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México y a los lectores en general a enviar a la redacción colaboraciones y comentarios.

Coordinación de Difusión Cultural y Extensión Universitaria: Dr. García Diego, 170, col. Doctores, del. Cuauhtémoc, México, D.F., c.p. 06720 y rowenabalip@gmail.com



números anteriores nÚmero 19-20 Ciudades utópicas y ciudades en Caos

nÚmero 21 68, memoria viva

nÚmero 22-23 En el rincón de una cantina

teXtos: richard rogers, raúl renán, óscar de la borbolla, ana garcía bergua, david huerta, fabrizio mejía madrid, pablo boullosa, armando gonzález torres, Roberto Mesta ilustraciones: obra de siete artistas gráficos

teXtos: carlos monsiváis, concepción ruiz funes, luis villoro, mathilde gerard, elena poniatowska, lorenzo gutiérrez, medardo maza, javier moro, juan santiago paz, eve gil, leo mendoza ilustraciones: daniel alva, imágenes de la gráfica del 68, fotografías del Memorial del 68

teXtos: josé Kozer, darío armenta, jair cortés, daniel fragoso, ernesto lumbreras, leo mendoza, gonzalo lizardo, alberto chimal, salvador beltrán ilustraciones: eko de la garza y otros artistas

teXtos: guillermo samperio, mónica lavín, ana garcía bergua, ernesto lumbreras, mariano del cueto, sergio raúl arroyo, magali tercero, josé amozurrutia, gerardo guízar ilustraciones: fotografía de sharenii guzmán y otros fotógrafos

nÚmero 26-27 Oficio: Periodista

teXtos: carlos monsiváis, josé Kozer, miguel ángel granados chapa, vicente leñero, antonio helguera, norman mailer, yevgueni yevtushenko, javier campos, luis humberto crosthwaite, ryzard Kapuscinski, tanius Karam ilustraciones: fotografía de siete fotógrafos periodísticos

nÚmero 28-29 ¡Amárrate las agujetas! La niñez y sus mundos teXtos: jorge lópez páez, josé de la colina, francisco hinojosa, guillermo samperio, agustín monsreal, hugo gutiérrez vega, ricardo castillo, blanca luz pulido, Magali tercero ilustraciones: jozé daniel y armando haro, entre otros

nÚmero 30 Agua

teXtos: vicente leñero, torgny lindgren, josé hernández vázquez, pablo raphael, jaime vilchis, francisco magaña, paola jauffred gorostiza ilustraciones: armando haro márquez y armando haro rodríguez, entre otros

nÚmero 31-32 Sexualidad diversa

nÚmero 33-34 Laicismo: La fe no mueve montañas

nÚmero 35-36 Modos de ser chilango

nÚmero 37-38 Elena Poniatowska: Creación y compromiso

nÚmero 24-25 Edificios, paisajes emblemáticos

teXtos: luis zapata, carlos monsiváis, david miklos, gonzalo lizardo, mauricio molina, sergio téllez-pon, paola tinoco, guty, adriana gonzález mateos ilustraciones: mónica ae, lulú barrera, agente arte hormiga, florentino fuentes

teXtos: miguel concha malo, tedi lópez mills, myriam moscona, carla faesler, bernardo fernández bef, alberto chimal, ana garcía bergua bernardo esquinca ilustraciones: gustavo abascal, josé manuel bañuelos ledesma, ignacio vera ponce

teXtos: armando gonzález torres, fabio morábito, magali tercero, fabrizio mejía, ana garcía bergua, benjamín muratalla, julio patán, gilma luque, josé javier villareal ilustraciones: colectivo arte por la paz, diego cornejo choperena

teXtos: elena poniatowska, nadia villafuerte, salvador castañeda, adriana gonzález mateos, edgar Krauss, mauricio bares, alejandro magallanes, fabio morábito, jorge alberto gudiño hernández ilustraciones: juan carlos guarneros, manuel delaflor, juan pablo de la colina

nÚmero 39 Voces y texturas de la gran ciudad

nÚmero 40-41 Barrio de La Merced

nÚmero 42-43 Milpa Alta. Raíces y defensa de la tierra

nÚmero 44 Efraín Huerta. Amores absolutos

teXtos: bárbara jacobs, claudio albertani, armando gonzález torres, ernesto lumbreras, paola jauffred gorostiza, rocío cerón ilustraciones: eko de la garza, santiago corral, andrea dueñas

teXtos: marcela dávalos, ezequiel martínez estrada, adriana gonzález mateos, david pastor vico, jack Kerouac (versión de sergio raúl arroyo) leilanny navarro franco, ainhoa ruiz verdugo ilustraciones: tanya huntington, silvia carbajal huerta, tanya rojo, ariel yaotalalli morales gonzález

teXtos: abigael bohórquez, efraín huerta, iván gomezcésar, juana reyes, verónica briseño benítez, miguel ángel farfán caudillo, juan carlos loza jurado, josé c. flores arce (Xochime) ilustraciones: gabriela tolentino, milton martínez meza, colectivo teuhtli, fotos de galdino lópez flores

teXtos: efraín huerta, david huerta, lázaro tello pedro, juan josé reyes, francisco trejo, rosa albina garavito, mauricio molina, ana clavel ilustraciones: iván bautista, eko de la garza, power azamar, deniol


U NIVERSIDAD A UTÓNOMA DE LA C IUDAD DE M É X ICO A Ñ O 1 0 • INVIERNO 2 0 1 4 • N Ú M . 4 5 - 4 6

Portada: fotografía del archivo personal de Pável Granados.

José Revueltas

Utopía y disidencia

CULTURA URBANA

45-46

AÑO 10 • INVIERNO 2014 • NÚM. 45-46

$ 60.00

José Revueltas • Elena Poniatowska • evodio escalante • edith negrín josé manuel mateo • alessandro rocco • josé ángel leyva felipe vázquez • claudio albertani • carlos lópez • josé emilio pacheco


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