LA POLITICA DEL CARBONO ROY SCRANTON Aprender a vivir y a morir en el Antropoceno Errata Naturae, 2021
ECOLOGIES OF THE ARTIFICIAL MEDIA archive MA-BA TRANSVERSAL WORKSHOP ETSAM-UPM
UDD 24 SORIANO SPRING TERM 2021-2022 P6-7-8 + MHAB
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«De abajo arriba asciende la disolución, y de arriba abajo se hunde, siguiendo una escala de espantosas notas, cuya armonía no ha de fallar». William Wordsworth, «Mutability». Cuando una colonia de abejas tiene que encontrar un nuevo hogar, envía una oleada tras otra de exploradoras en busca de otro sitio en el que instalar su colmena. A su vuelta, las exploradoras bailan para las otras abejas. El baile de cada una de ellas comunica un posible emplazamiento para el futuro de la colonia. Conforme regresan, las nuevas oleadas de exploradoras se van sumando a un baile o a otro, según lo que hayan encontrado. Enseguida, en una asamblea juguetona y concurrida, se ven masas de abejas bailando con una variedad de ritmos bien diferenciados, en la que cada danza ofrece una visión distinta del mañana. Una puede representar un roble cercano, y otra, un olmo remoto; una ofrece un viaje ambicioso, y otras es más conservadora. Con el tiempo, una danza va ganando cada vez más seguidoras, hasta que hay una mayoría de abejas ejecutándola. El enjambre ha tomado una decisión y levanta el vuelo. La política, ya sea para las abejas o para los humanos, es la distribución activa de cuerpos en sistemas. Aquí es donde los conceptos de votación, pleno en el ayuntamiento y debate público obtienen su poder: los humanos se reúnen para resonar en una u otra frecuencia. Las disposiciones de los cuerpos en sistemas no surgen de nociones ideales sobre cómo debería funcionar la gobernanza, sino que emergen de los propios cuerpos que vibran, de los sistemas que habitan y de las interacciones entre ambos. La clave es la energía: la producción de energía y la energía social. Igual que una colmena se estructura en torno a la producción de miel, las sociedades humanas se estructuran en torno al trabajo, los caballos, el trigo, el carbón y el petróleo. La manera que tienen los cuerpos de cosechar, producir, organizar y distribuir la energía determina cómo discurre a través de ellos el poder, lo que configura las disposiciones políticas de un organismo colectivo determinado que hay tras las ideologías que las clases dominantes utilizan para fabricar consensos, disimular los mecanismos de control o convencerse a sí mismas de su infalible omnisciencia. La humanidad ha pasado por tres grandes revoluciones de las estructuras políticas de la producción de energía en los últimos doscientos mil años: la Revolución
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Agrícola, la Revolución Industrial y la Gran Aceleración (la transición del carbón a la mezcla de combustibles fósiles). La Revolución Agrícola cambió la organización social humana de la manada al rebaño, de la vida nómada a la vida sedentaria, lo que inauguró la política tal como la conocemos (es decir, la vida de la polis, la ciudad, la existencia urbana, la «civilización»). Con la aparición de las granjas y las ciudades, los humanos dejaron de ir tras las reservas de energía migratorias y las manadas de ungulados que recorrían el terreno y que en el pasado fueron su fuente principal de alimento, y, en lugar de ello, se dedicaron a criar y cultivar esas reservar in situ: ovejas, trigo, escanda, dátiles. La distribución de los cuerpos en campos, pastizales, canales y ciudades dio lugar a nuevas formas de energía social que se impusieron a las tribus y confederaciones tribales. En el antiguo Uruk, surgieron el despotismo y el imperio como tecnologías políticas para lidiar con las complejas exigencias del riego por inundación: los agricultores o clanes no podían encargarse por separado de la ingente labor necesaria para dragar canales y cosechar los cereales en momentos cruciales de la temporada de cultivo, por lo que se crearon sistemas e ideologías centralizados y absolutistas para controlar la producción. En otros lugares, al irse extendiendo las tecnologías agrícolas a zonas fértiles menos dependientes de inundaciones anuales y complejos sistemas de riego, surgieron tecnologías políticas menos centralizadas (como el feudalismo). Unos doce mil años después de la invención de la agricultura, la Revolución Industrial cambió la organización social humana de reservas fotosintéticas a reservas de carbón fosilizado. Esto nos liberó de nuestra dependencia de la energía vegetal y animal, y abrió unos flujos de poder nuevos y hasta entonces increíbles, al tiempo que la organización de los cuerpos en torno a las minas de carbón, los ferrocarriles y las abarrotadas conurbaciones en los siglos XIX y XX dieron pie a la democracia social de masas, el nacionalismo de Estado y el capitalismo industrial. Como sostiene Timothy Mitchell en su libro Carbon Democracy, la capacidad de unos mineros del carbón tenaces y muy organizados para interrumpir los flujos de energía les dio una importantísima capacidad de influencia en lo que antes habían sido sistemas esencialmente feudales y absolutistas. Los gobernantes se vieron obligados a escuchar a los trabajadores, porque los mineros del carbón que estaban en primera línea del movimiento obrero podían interrumpir el funcionamiento de todo un país. Por medio de sindicatos, huelgas generales y sabotajes, sustentados en la capacidad de los mineros del carbón, los ferroviarios, los camioneros y los estibadores para paralizar las economías nacionales, «la gente trabajadora del Occidente industrializado obtuvo un poder que había parecido imposible antes de finales del siglo XX». Escribe Mitchell:
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Los trabajores fueron uniéndose de manera gradual, gracias no tanto a los débiles lazos de una cultura de clase, una ideología colectiva o una organización política, sino a las cantidades de energía de carbono, cada vez mayores y muy concentradas, que extraían, cargaban, transportaban, avivaban y ponían en marcha. Las acciones coordinadas de interrupción, ralentización o desvío de su movimiento crearon una maquinaria social decisiva, una nueva capacidad colectiva conformada a partir de las minas de carbón, los ferrocarriles, las centrales eléctricas y sus operarios. Esa capacidad colectiva decayó con la gran aceleración a mediados del siglo XX, cuando la sociedad industrial pasó de la dependencia del carbón al uso combinado de carbón, petróleo y gas natural. A diferencia de las economías basadas en el carbón, que dependen de un trabajo manual ingente, la producción de petróleo y gas precisa de pocos obreros, en comparación. El trabajo manual conservó un poder residual durante varias décadas, pero la reorganización de los flujos de energía desde el carbón, sólido, hacia el petróleo y el gas natural, líquidos, debilitó gravemente el poder político efectivo que podían ejercer los mineros y sus aliados, lo que socavó de manera sustancial la democracia social de masas como tecnología de poder. Las reservas de carbono líquidas nos llegan a través de redes descentralizadas que gestionan pequeños equipos de técnicos muy especializados y están en manos de un puñado de corporaciones, países y personas. El carbón debe extraerse físicamente de la tierra y transportarse por vías férreas fijas hasta los centros de distribución, pero el petróleo y el gas se bombean por medios mecánicos a través de tuberías, desde pozos remotos hasta los puertos, donde los fluidos se cargan en barcos cisterna y redirigirse con facilidad durante el trayecto. Como explica Mitchell, «mientras que el movimiento del carbón tendía a seguir redes dendríticas, con ramificaciones en cada extremo pero un solo tronco principal, lo que creaba posibles cuellos de botella en distintos puntos de unión, el petróleo fluye a través de redes que a menudo funcionan de manera similar a una red eléctrica, en la que hay más de una ruta posible y el flujo de energía puede cambiar fácilmente para evitar los bloqueos o sobreponerse a las averías». Los movimientos populistas que antes podían organizarse en torno a los flujos centralizados de la civilización del carbón se revelan casi por entero impotentes a la hora de interrumpir los flujos de petróleo y gas, mucho más flexibles (a pesar de casos notorios, aunque aislados, como del oleoducto Keystone XL). Nuestras organizaciones políticas actuales, que surgen de los flujos de poder material que las sustentan y siguen sus ritmos, son organismos colectivos de cuerpos que consumen en sistemas descentralizados gestionados por técnicos para beneficio
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de unos pocos. En la cúspide hay una oligarquía de propietarios que controla la parte del león de la producción energética mundial. Gobiernan valiéndose de una clase administrativa y tecnocrática de operarios y políticos que organizan elecciones desarrolladas en los medios de comunicación de masas para competir por el control entre ellos mismos y para fabricar consensos rituales. La mayoría de la gente participa en ellas, si acaso, como consumidora, observa los juegos electorales y vota a uno de entre el puñado de candidatos que cuentan con la aprobación oficial. Los pocos activistas que intentan aplicar reformas se ven frenados por las limitaciones del sistema. La protesta como acción política y el enfado en las redes sociales pueden enviar señales a las élites que gobiernan, pero estas estrategias no ejercen ninguna presión real. Da igual cuántas personas tomen las calles en manifestaciones masivas o en acciones directas: no pueden poner las manos en los auténticos flujos de energía, porque no ayudan a producirla. Solo la consumen. Pensemos en la primera Marcha por el Clima. Una mañana de domingo apacible y nublada, más de trescientas mil personas se congregaron en el lateral oeste de Central Park, en Nueva York, para lo que se vendió como «la mayor marcha por el clima de la historia». La manifestación se celebraba antes de una Cumbre sobre el Clima organizada por el Secretario General de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, en la que más de cien jefes de Estado pretendían alcanzar compromisos públicos para invertir en energías renovables, apoyar el desarrollo ecológico en el Sur global, elaborar normativas jurídicamente vinculantes sobre el carbono y colaborar para ayudar a que los países más amenazados del mundo se adapten a los riegos relacionados con el clima. Yo estuve allí en calidad de periodista independiente, para hablar con los manifestantes y tomarle pulso al evento, pero también en calidad de participante, de ciudadano global concienciado, de estadounidense atribulado por la preocupación y la culpa. Ya me había manifestado antes por Nueva York, contra la Guerra de Irak, en el Día de los Veteranos, en el del Orgullo Gay, en Halloween y en el Día de las Indias Occidentales, y este, como aquellos, fue un acto cuidadosamente dirigido. De hecho, la Marcha por el Clima era un monstruo logístico de más de mil quinientas organizaciones, cada una con sus propios intereses y preocupaciones. Para mantener unidas esas organizaciones tan diversas, los grupos que lideraban la marcha, Avaaz y 350.org, optaron por renunciar a la cohesión de los mensajes, a exigencias concretas y a un objetivo claro: el mensaje principal de la manifestación era la manifestación en sí. Sin embargo, el mensaje que la manifestación había de encarnar no quedó claro nunca. Si la intención era despertar conciencias, haríamos bien en preguntar qué es eso que al parecer sí puede conseguir una manifestación pero que una
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preponderancia de datos científicos, décadas de investigación, artículos casi a diario en grandes medios de todo el mundo y diecinueve cumbres de las Naciones Unidas sobre el tema, desde la primera reunión de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (Berlín, 1995), no habían podido lograr. Si el plan era convencer a los estadounidenses conservadores y ligados al pensamiento convencional de que han de prestar atención al cambio climático, resulta difícil creer que un grupo de ecologistas manifestándose en una ciudad que la mayoría de estadounidenses considera un bastión de los progresistas ricos pueda cumplir ese cometido. Si la intención era demostrar el poder político que las organizaciones paraguas podrían tener en términos de votantes, haríamos bien en preguntar qué votantes, de dónde son, qué suelen votar y cuántos había. No se recopiló ninguno de esos datos, así que lo único que cabe preguntarnos es qué tipo de presión concreta tenía que ejercer supuestamente esta manifestación en el proceso político de Estados Unidos o, ya que estamos, en cualquier proceso político. La manifestación se vio limitada por vallas policiales, dirigida por calles de poco tráfico, lejos de esa misma sede de las Naciones Unidas, sobre la que en teoría tenía que influir, y vertida hacia las manzanas vacías que bordean el río Hudson, al oeste del centro. Sin acto de cierre para unificar a los manifestantes, la marcha terminó con un gemido incoherente, mientras miles de individuos atomizados se dispersaban en busca de sus metros, sus coches y sus vidas conectadas en lo digital pero aisladas en lo político. En realidad, la Marcha por el Clima fue poco más que una orgía de emoción democrática, un festival callejero de temática activista, el equivalente en el mundo real a las campañas con hashtag de Twitter: algo que te hace sentir bien, te dice que perteneces a un grupo concreto y está totalmente desligado de la legislación y la gobernanza reales. Dadas las tremendas debilidades que la marcha traía aparejadas, lo mejor a lo que podíamos aspirar era a que no lograra nada. Sin embargo, es más probable que tirara por el desagüe una energía organizativa que podría haber sido más útil en otros sitios, que sirviera de demostración pública de la impotencia política del activismo por el clima y que tranquilizara a cientos de miles de personas con una falsa sensación de esperanza. En la Cumbre sobre el Clima de las Naciones Unidas, celebrada dos días después de la manifestación, los asistentes no recibieron siquiera ese elixir espurio; la única medicina que se sirvió fue un anestésico burocrático. Yo conseguí llegar al palco superior de la Asamblea General justo a tiempo de pillar los últimos minutos del melifluo discurso inaugural de Leonardo DiCaprio, y pasé gran parte del día con otros periodistas y observadores en los asientos del gallinero, observando la aburrida puesta en escena de los jefes de Estado que tenía lugar muy abajo. Aunque se pre-
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sentó una panoplia de programas de desarrollo y subvenciones a modo de solución, la cumbre se redujo a un desalentador ritual de callejones sin salida, como si los dirigentes mundiales estuvieran atrapados en una versión de lujo del Final de Partida de Samual Beckett. Uno tras otro, fueron subiendo al estrado para articular vaguedades y comprometerse a aplicar reducciones de las emisiones, voluntarias e ineficaces, que llegan demasiado tarde y resultan insuficientes. Los jefes de Estado de Rusia, Australia, Alemania, India y China ni siquiera se molestaron en aparecer. Barack Obama pronunció un emocionante discurso sobre la necesidad de que todo el mundo colaborara, en el que reprendía a China y ensalzaba los nimios recortes en las emisiones de Estados Unidos, sin mencionar el papel que desempeñan el carbón y el consumismo del país como acicates para el crecimiento de China. El presidente de Tanzania, Jakaya Kikwete, se quejó de lo poco que los países africanos habían contribuido al problema y los mucho que les tocaba sufrir, y habló, de manera estremecedora, sobre la desaparición de los glaciares del Kilimanjaro. Baron Waqa, presidente de Nauru y de la Alianza de Pequeños Estados Insulares, defendió con pasión el aumento de las inversiones para ayudar a adaptarse a aquellos países cuya pervivenvia está amenazada, como el suyo. El vicepresidente chino, Zhang Gaoli, se dirigió a las Naciones Unidas con un discurso envarado y a la defensiva en el que prometió que China alcanzaría el pico de sus emisiones de carbono «lo antes posible» y reduciría sus emisiones per cápita cuando se decidiera a hacerlo (una postura que solo se suavizó en el plano teórico con el posterior acuerdo sobre el clima entre Estados Unidos y China). Entre la manifestación de protesta del domingo y la cumbre de la ONU del martes, me pasé todo el lunes corriendo de una punta a otra de Manhattan, alternando entre otros dos eventos que parecían prometer unos resultados más concretos: en el angosto extremo meridional de la isla, unos cuantos centenares de activistas acérrimos ponían su vida en riesgo para «inundar» Wall Street («Flood Wall Street»), mientras que en el Harvard Club, en el centro, un grupo de altos cargos de distintos gobiernos, representantes de corporaciones, banqueros y economistas, se reunía para elaborar un mecanismo de tarificación global del carbono en la International Emissions Trading Association [Asociación Internacional de Comercio de Derechos de Emisiones]. En «Flood Wall Street», que empezó con un pasacalles, bailes y discursos de Naomi Klein, Chris Hedges, Mamadou Goïta, Elisa Estronioli, etc,. el mensaje, la misión y el enemigo estaban perfectamente identificados. Los manifestantes iban hacia Wall Street en una acción directa no violenta contra lo que consideraban el
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auténtico problema que subyace al cambio climático: el capitalismo. En las pancartas se mencionaba a los sospechosos habituales: los malvados hermanos Koch, ExxonMobil y Shell. El desfile de anarquistas, ecologistas y veteranos de «Occupy» cortó el tráfico alrededor del Toro de Wall Street durante varias horas, y luego continuó hasta el cruce de Broadway y Wall Street. La policía de Nueva York mantuvo control drástico de la situación en todo momento y rodeó a los manifestantes con un cordón desde el principio hasta el final. Los helicópteros zumbaban a poca altura sobre sus cabezas, mientras que un emperifollado inspector de enlace con la comunidad observaba la situación de cerca. La propia Wall Street se había cortado con vallas y policía montada mucho antes de que empezara la manifestación; los asistentes no tuvieron nunca la oportunidad de saltarse el cordón. En términos de objetivo que ellos mismos se habían fijado, la acción fue un fracaso antes incluso de empezar. Pero los manifestantes no se rindieron: ocuparon el cruce de Broadway y Wall Street, bajo la aguja de la iglesia de la Trinidad, durante toda la tarde. Cuando el sol se puso, los policías irrumpieron y ordenador a los manifestantes a que se dispersaran. Ciento cuatro irredentos se negaron a marcharse y terminaron detenidos; entre ellos, un sudoroso activista disfrazado de oso polar. Mientras la muchedumbre se enfrentaba a la policía en el centro de la ciudad, las élites del sector de la energía discutían, en el Harvard Club, cómo comerciar con los residuos de forma rentable. En el primer grupo de expertos de la International Emissions Trading Assocaition (IETA), los representantes gubernamentales hablaron de que los programas de tarificación de las emisiones de carbono estaban sirviendo para reducir dichas emisiones en California y Europa, y Tang Jie, vicealcalde de Shenzhen (China), describió el mercado del carbono de su país y los planes de desarrollo a largo plazo de Shenzhen. A diferencia del discurso envarado y casi hostil de Zhang Gaoli en las Naciones Unidas, Tang Jie resultó autocrítico, efusivo y agradable. Pero, aunque el lenguaje corporal y el tono del discurso de Tang Jie fueron tan obsequiosos como beligerantes los de Zhang Gaoli, el contenido semántico de los dos discursos fue el mismo: China quiere ser rica y no piensa frenar por nadie. Después de Tang Jie, Robert Stavins, economista de Harvard, expuso un breve resumen del estudio sobre tarificación de las emisiones del carbono que había dirigido, «Facilitating Linkage of Heterogeneous Regional, National, and Sub-National Climate Policies Through a Future International Agreement». Según Stavins, el mejor resultado que cabría esperar de la siguiente reunión de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático sería un acuerdo sobre el mercado del carbono que vinculara de manera laxa distintos sistemas nacionales, regionales, locales y corporativos de regulación y tarificación de las emisiones de carbono
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mediante un sistema de control unificado en el que los países «especificarían sus propios objetivos, acciones y políticas (o una combinación de estos) para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero». Esto sonaba inquietantemente vago; no tardaría en darme cuenta de lo vacío que estaba en realidad su discurso. En el último grupo de expertos participaron representantes de Statoil, del Environmental Defense Fund [Fondo para la Defensa del Medio Ambiente], de GDF Suez y de Barclay´s... todos los cuales ofrecieron perspectivas más o menos esperanzadoras sobre las maravillosas posibilidades del comercio de derechos de emisiones, si bien el mensaje clave pareció ser el que profirió David Hone, asesor principal sobre cambio climático de Shell, que tradujo el «burocratés» de Stavin al argumento, mucho más sincero, de que el único tipo de acuerdo de tarificación de las emisiones de carbono que tenía alguna posibilidad de firmarse tendría que ser no vinculante por completo; es decir, inaplicable por completo. Al igual que los manifestantes del centro, todos los congregados en la sala parecían estar de acuerdo en que alguien tenía que hacer algo con respecto al cambio climático, y pronto. Pero, a diferencia de los manifestantes de «Flood Wall Street», que consideraban el capitalismo como el problema subyacente, la gente del Harvard Club consideraba el capitalismo como el único marco posible para buscar las soluciones. Según la IETA, los acuerdos jurídicos internacionales, la gestión empresarial y los mecanismos basados en el mercado eran la única maquinaria funcional para elaborar una respuesta global a una crisis global. El que esta maquinaria fuera limitada, lenta y problemática no significaba que formara parte del problema; al contrario, tales limitaciones se aceptaban como las condiciones en las que la gente concienciada tenía que trabajar. Reconocer el fracaso no era una opción admisible, aunque los pomposos discursos de las Naciones Unidas y la ambigüedad tecnocrática de la IETA ofrecieran pruebas directas de lo que sostiene Thomas Schelling: que la posibilidad de que los casi doscientos países del planeta tracen un plan vinculante de reducción de emisiones es casi inexistente. Lo único que tiene visos de producirse es más de lo mismo, lo que supone, como mucho, un acuerdo voluntario y, por lo tanto, vacío de significado en la práctica. Mientras tanto, justo el mismo día en que partía aquella primera Marcha por el Clima, Global Carbon Project publicaba un nuevo informe en el que se indicaba que las emisiones globales de gases de efecto invernadero habían subido un 2,3%; las de China, un 4,2%; las de India, un 5,1%, y las de Estados Unidos, un 2,9%. Se acabó la oratoria de Obama. Esta parece ser la situación en la que estamos inmersos. En la izquierda y la derecha, entre diplomáticos, ejecutivos de compañías eléctricas, inversores, científicos, anarquistas, el clero y los activistas, hay gente seria a la que le preocupa el ca-
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lentamiento global y siente una necesidad urgente de hacer algo al respecto. En todo el espectro, sin embago, nadie parece tener las herramientas, la influencia ni el marco conceptual que necesitamos para arreglarlo, o ni siquiera para proponer un buen plan que nos proteja de los peligros más graves. La civilización no tiene un botón de reinicio, como tampoco un plan viable para transformar las infraestructuras, la agricultura y las redes de energía globales entre los próximos diez y veinte años. Y, mientras que gente inteligente, entregada y honesta trastabilla en el seno de una maquinaria política que no funciona, como los mercados de tarificación de las emisiones de carbono, las manifestaciones y las Naciones Unidas, aquí, en el Norte global, todos seguimos a los nuestro, moviéndonos en coche y en avión, dejando las luces encendidas, usando la calefacción y el aire acondicionado, comiendo carne, cargando dispositivos, llevando unas vidas insostenibles que se basan en el consumo fácil. En una perversa ironía, uno de los principales elementos que unían a los dispares participantes de las Naciones Unidas, «Flood Wall Street», el IETA y la Marcha por el Clima era un sistema de tecnología cultural que está quemando en silencio unas cantidades ingentes de carbono mientras desvía la indignación de los activistas hacía inútiles bucles sin fin. La imagen más frecuente en todos los eventos de aquella semana fue la de la gente con sus móviles consultando el correo electrónico, tuiteando y sacando fotos. Ahora mismo se calcula que el ecosistema global de información y comunicaciones al que estaban conectados consume alrededor del 10% de la electricidad mundial. Ese ecosistema se basa en el carbón. Cada vez que consultamos el correo electrónico, estamos calentando el planeta. Lo hacemos a diario. No podemos parar. No sabemos parar. No queremos parar. El problema de aquella primera Marcha por el Clima no era, en realidad, que careciera de objetivo, que distrajera la atención de lo importante ni que fuera superficial y vacua. El problema de las Naciones Unidas no es que sus políticos sean personas ignorantes, obcecadas, egoístas o corruptas. El problema de nuestra respuesta al cambio climático no es que cueste aprobar las leyes pertinentes, determinar el precio justo de las emisiones de carbono, cambiar la opinión de la gente ni despertar conciencias. Todo el mundo es ya consciente. El problema es que el problema es demasiado grande. El problema es que hay gente distinta que quiere cosas distintas. El problema es que nadie tiene respuestas de verdad. El problema es que el problema somos nosotros.
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