Ud24_T05_''Del espacio absoluto al espacio abstracto'' de Henri Lefebvre

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UNIVERSIDAD POLITÉCNICA DE MADRID ESCUELA TÉCNICA SUPERIOR DE ARQUITECTURA

udd

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federico soriano Textos 2017-2018

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Del espacio absoluto al espacio abstracto

LEFEBVRE, Henri. “La producción del espacio”, Capitán Swing,

Madrid, 2013.

El conocimiento cae en una trampa cuando parte de las representaciones del espacio para estudiar la «vida» reduciendo lo vivido. La conexión, fragmentada e insegura, entre las representaciones elaboradas del espacio y el espacio de las representaciones es el objeto del conocimiento, «objeto» que implica-explica un sujeto, aquel en quien lo vivido, lo percibido y lo concebido (lo sabido) se encuentran en una práctica espacial. «Nuestro» espacio queda así cualificado (y es cualificador) bajo los sedimentos de la historia, de la acumulación, de la cuantificación. Se trata de cualidades del espacio, no de las cualidades alojadas en el espacio, según una representación tardía. ¿Cualidades que constituyen una «cultura» o «modelos culturales»? Esas palabras añaden poco al análisis. Esas cualidades, que tienen sus propias génesis y datación, reposan sobre una cierta base espacial (el paraje, la iglesia, el templo, la fortaleza, etc.) sin la cual habrían desaparecido. La naturaleza, incluso apartada, quebrada o localizada, queda como el fundamento último, irreductiblemente, aunque difícilmente definible en tanto que absoluto en el seno y en el fondo de lo relativo. De Roma y de los romanos, la tradición cristiana hereda y arrastra hasta la modernidad un espacio repleto de entidades mágico-religiosas, deidades maléficas o benéficas, femeninas o masculinas, unidas a la tierra y al mundo 1


subterráneo (los muertos), pero sometidas los formalismos de los ritos y rituales. Las antiguas representaciones del espacio han periclitado: el Firmamento, las esferas celestes, el Mediterráneo como centro de la tierra habitada. Sin embargo, sus espacios de representación han sobrevivido: la tierra de los muertos, las potencias crónicas o telúricas, las profundidades o las alturas. El arte —pintura, escultura o arquitectura— ha encontrado ahí, y todavía lo hace, recursos considerables. La alta cultura de la Edad Media (la baja cultura moderna) posee un espacio épico —el de los Romanceros, el de la Tabla Redonda— mezcla de sueño y realidad, espacio de cabalgatas, cruzadas, torneos, donde se mezclan la guerra y la fiesta. Este espacio, que apela sin cesar a las pequeñas deidades locales, se distingue mal del espacio jurídico y organizativo heredado del mundo romano (aunque no se confunde con él). En cuanto al espacio lírico de las leyendas y mitos, bosques, lagos, océanos y cosas por el estilo, rivaliza con el espacio burocrático y político definido a partir del siglo XVII por los Estados-nación. Este espacio también lo completa, es su reverso «cultural». Este romántico espacio de representación proviene, con el Romanticismo, de los bárbaros germánicos que trastornan la romanidad y llevan a cabo la primera gran reforma agraria de Occidente. La referencia de la forma actual a la inmediatez a través de las mediaciones «históricas» reproduce la formalización, pero invirtiéndola. No son raros los conflictos entre los espacios de representación y los simbolismos que los engloban, principalmente entre el imaginario proveniente de la tradición grecorromana (o judeocristiana) y el imaginario romántico de la naturaleza. Esto se añade a los conflictos entre lo racional y lo simbólico. Hasta el espacio urbano actual aparece con una doble fuerza: de un lado, está repleto de lugares sagrados-malditos, consagrados a la virilidad o a la feminidad, colmado de fantasías o de fantasmagorías; pero de otro lado, es también racional, estatal, burocrático, su monumentalidad está degradada y recubierta por circulaciones de todo tipo, incluyendo informaciones multiformes. Se impone una doble lectura: lo absoluto (aparente) en lo relativo (real). ¿En qué consiste la fantasía del arte? Se trata de remitir lo actual, lo próximo, las representaciones del espacio, a lo más lejano, a la naturaleza, a los símbolos, a los espacios de representación. Gaudí hizo pasar la Arquitectura por la experiencia del delirio, como hizo Lautréamont con la poesía. Gaudí impulsó el barroco hasta el extremo, pero no según las doctrinas y clasificaciones admitidas. Como lugar de una sacralización burlesca (tomando a broma lo sagrado) la «Sagrada Familia» corroe, el uno por el otro, el espacio moderno y el espacio arcaico de la naturaleza. La ruptura voluntaria de las codificaciones del espacio, la irrupción de la fecundidad natural y cósmica, engendra una extraordinaria «infinitud» del sentido, un auténtico vértigo. Por un lado, los simbolismos aceptados; por otro, las significaciones corrientes. Se ejerce una potencia sacralizante que ni es la dei Estado ni la de la Iglesia, ni la del artista ni la de la divinidad teológica, 2


sino la de la naturalidad, identificada atrevidamente con la trascendencia divina. La Sagrada Familia encarna una herejía modernizada que descompone las representaciones del espacio y las metamorfosea en espacio de representación donde las palmeras y las frondosidades expresan lo divino. De ahí una virtual erotización ligada a la sacralización de un goce cruel, erótico-místico, verso y reverso de la alegría. Lo obsceno es la «realidad» moderna, designada como tal por la escenificación del arquitecto y escenógrafo Gaudí. En las expansiones y proliferaciones de la ciudad, el hábitat asegura la reproducción potencial (biológica, social, política). La sociedad (capitalista) ha dejado de totalizar a sus elementos o ha dejado de intentar esta integración total en torno a los monumentos. Intenta incorporarla en los edificios. Sustituto de la antigua monumentalidad, bajo el control del Estado vigilante y bajo la producción y reproducción, el hábitat remite a una naturalidad cósmica (aire, agua, sol, «espacios verdes»), a la vez estéril y ficticia, a la genitalidad —a la familia, a la célula familiar, a la reproducción biológica—. Conmutables, permutables e intercambiables, los espacios difieren por su «participación» en la naturaleza (que al mismo tiempo alejan y destruyen). El espacio familiar, ligado a la naturalidad por la genitalidad, garantiza la significación al mismo tiempo que la práctica social (espacial). Rota por múltiples separaciones y segregaciones, la unidad social se reconstituye al nivel de la célula familiar, por y para la reproducción generalizada. La reproducción de las relaciones de producción funciona de lleno en y por la quiebra de los vínculos sociales, hasta el punto que el espacio simbólico de la familiaridad (familia y vida cotidiana), el único espacio «apropiado», prevalece. Esto no es posible sino por la referencia perpetua de las representaciones del espacio (los planos y mapas, los transportes y comunicaciones, las informaciones mediante imágenes o por signos) al espacio de representación (la naturaleza, la fecundidad) en una práctica cotidiana familiar. La remisión de uno a otro, la oscilación, desempeña un rol ideológico, sustituyendo cualquier ideología distintiva. El espacio es tramposo, y tanto más cuando escapa a la conciencia inmediata. De ahí quizás la pasividad de los «usuarios». Sólo una pequeña élite distingue la trampa y evita caer en ella. El carácter elitista de los movimientos opositores y de las críticas sociales puede comprenderse en este sentido. Mientras tanto, sin embargo, el control social del espacio pesa fuertemente sobre los usuarios que no rechazan la familiaridad de lo cotidiano. Sin embargo, esta familiaridad se disocia. Lo absoluto y lo relativo tienden asimismo a separarse. Desviada y/o fetichizada, sacralizada y profanada, coartada del poder e impotencia, lugar ficticio del disfrute, la familiaridad resiste mal esas contradicciones. Así pues, las persistencias en el espacio no permiten solamente las ilusiones ideológicas dobles (opacidad-transparencia) sino referencias y sustituciones 3


mucho más complejas. Y es de ese modo como el espacio social se expone o se explica parcialmente mediante un proceso significante intencional, una serie o superposición de códigos, una implicación de formas. Los movimientos dialécticos superclasifican y supercodifican las clasificaciones y codificaciones ajustadas, las implicaciones lógicas. Se trata aquí de movimientos: inmediatezmediación y/o relativo-absoluto. Se habla mucho y mal de los símbolos y de los simbolismos. Se olvida a menudo que ciertos símbolos, si no todos, han tenido una existencia material y concreta antes de simbolizar. El laberinto fue en principio una construcción militar y política destinada a desorientar a los enemigos en un dédalo inextricable. Palacio, fortificación, refugio, protección, el laberinto toma más tarde una existencia simbólica (uterina); y más tarde aún, adquiere el sentido de una modulación de la dicotomía «presencia-ausencia». En cuanto al Zodiaco, representa el horizonte del pastor en la inmensidad de los pastos, la señalización y orientación figuradas. Inicial y fundamentalmente, el espacio absoluto tiene algo de relativo. Por su parte, los espacios relativos envuelven un absoluto...

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