Ud24_T23_"Words without thoughts never to heaven go" de Kersten Geers

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UNIVERSIDAD POLITÉCNICA DE MADRID ESCUELA TÉCNICA SUPERIOR DE ARQUITECTURA

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federico soriano Textos 2016-2017

23 Words without thoughts never to heaven go GEERS, Kersten. Revista 2G N.63 OFFICE Kersten Geers David Van Severen. Barcelona, ES: Editorial Gustavo Gili, 2012.

1. Las discusiones contemporáneas sobre la autonomía de la arquitectura tienen sentido solo cuando se produce arquitectura. La arquitectura, que puede ser cualquier cosa, solo adquiere su autonomía cuando se manifiesta. La arquitectura trata de la producción de artefactos: un dibujo, una maqueta, una planta, un edificio, una perspectiva. En esto consiste el proyecto de arquitectura. El artefacto -la obra- siempre está ligada a su creador, el autor de la obra. En tanto que forma de producción cultural, la arquitectura gira alrededor de la idea de autoría. Su canon cultural se hace de la suma de todos los autores. Cada autor (no necesariamente un individuo) se posiciona, defiende su posición a través de su obra y asume, de alguna manera, responsabilidad por su obra. Reconocer que la arquitectura, o una parte de ella, es una producción cultural imposibilita una discusión directa sobre sus herramientas y objetivos, pues puede verse en la obra. El autor puede describir sus deseos, señalar unas fascinaciones particulares e identificar unos temas de discusión. Como mucho, puede hablarse alrededor del artefacto. El artefacto no cambia el mundo y no puede reivindicar un valor político inmediato por sí mismo. Sin embargo, el autor si tiene derecho a reivindicarlo. La ambivalencia entre reivindicación y realidad presenta el conflicto fértil y central de toda producción cultural que medra sobre suposiciones más que sobre soluciones. La arquitectura como forma de producción cultural exige una radicalidad que constituye la última consecuencia de la responsabilidad implícita en la 1


autoría. La autoría implica decisiones conscientes. Para decirlo en palabras de Etienne-Louis Boullee: “Il faut concevoir pour effectuer” [“Hay que concebir para poder obrar”). La simetría, la proporción, el tamaño relativo y la medida son premeditados. Todos ellos se desarrollan con una idea preconcebida del producto final -la obra como tal- sin realmente saber cómo llegar allí. Están los principios, la idea de un objetivo, un producto, pero todavía no una idea clara de cómo llegar allí. Sin embargo, pensar la arquitectura antes de producirla no debería dar como resultado una retórica congelada, pues reduciría la producción cultural a mera propaganda. Pensar y concebir antes de hacer no significa que el producto final tenga que ser leído como una traducción directa del pensamiento. La propaganda es la encarnación literal de palabras en obras. Elimina por completo la fricción necesaria entre la idea y la obra. La obra no puede cargar con el peso de las intenciones. Despoja a la arquitectura de su principal activo: la capacidad de poder reivindicar sin consecuencias. El proyecto de arquitectura se desarrolla en una ambigüedad radical en la que, por definición, las intenciones son contradictorias e incompletas. El autor supone; el proyecto es una conjetura. Se establecen hipótesis. La esencia de la obra solo se vuelve clara mediante infinitas reformulaciones. Un proyecto es complejo por definición. Un buen proyecto de arquitectura no permite una lectura fácil. Por tanto, en última instancia, la reivindicación de la autonomía de la arquitectura supone unas obras como declaración de la libertad personal. 2. La formulación de un “proyecto” define el núcleo de la arquitectura. El proyecto es la encarnación de las intenciones del arquitecto, o del autor. No puede descomponerse en proposiciones simples, sino que es complejo por definición, lo que le da al proyecto su razón de ser. En un mundo cada vez mas urbanizado, el proyecto de un arquitecto solo puede producirse en un entorno urbano. Incluso en el improbable caso de una completa ausencia de tejido urbano, es precisamente la escasez de construcciones aquello que se convierte en el tema o el contexto del proyecto. El entono urbano no es un buen soporte de la ideología; la realidad hallada está en marcado contraste con ella. Sin embargo, toda realidad es la suma de lo existente y de su futuro en función de lo que añada el proyecto del arquitecto. La dócil aceptación de una realidad dada, en un intento de que algo encaje en una idea preconcebida, elude toda responsabilidad social y política. El proyecto del arquitecto debe posicionarse en el contexto en el que se produce, sea cual fuere. Posicionarse es un acto público y, al hacerlo, se introduce a la ciudadanía en el tejido urbano; un pretexto de responsabilidad compartida. Al buscar el equilibrio entre pragmatismo e ideología, el proyecto se posiciona como un ancla para los malentendidos colectivos. 2


En el núcleo del proyecto yace un argumento acerca de los principios de la arquitectura, unos principios que no pueden reducirse a un manual y que no constituyen una colección cerrada de conocimiento arquitectónico. Sin embargo, sí parece posible describirlos de manera retroactiva. Por ejemplo, en su ensayo de 1966, “Arquitectura de los museos”,1 Aldo Rossi cita a Adolf Loos, quien afirma que toda buena arquitectura puede ser descrita, sirviéndose para ello del Panteón como ejemplo. El ejemplo muestra la ambivalencia. Lo que no estaba claro o lo que no fue dicho antes de realizar el proyecto, puede aclararse retroactivamente. El proyecto muestra (de una manera indirecta y confusa) sus intenciones subyacentes, sus principios. Sin embargo, no transforma una serie de principios en realidad. La arquitectura se produce a través del proyecto y no existe fuera de él. Solo mediante la acumulación de proyectos - en forma de serie - puede llevarse a cabo una afirmación especifica sobre la arquitectura y sus principios. En nuestro universo cuantificado contemporáneo, el proyecto ha pasado a ser el último recurso de la ambigüedad. Esta ambigüedad lo hace poco fiable desde el punto de vista económico. El proyecto no explica, es, existe. El proyecto actúa como un obstáculo, como una obstrucción. Su existencia formal tiene que ser aceptada (o no) por la comodidad, fuerza a posicionarse. Es precisamente ahí donde el proyecto encuentra su necesidad. ¿Cómo es posible, pues, distinguir un proyecto bueno de uno malo? El principal criterio para reconocer un buen proyecto es su coherencia interna. La complejidad no excluye, y no debería excluir, la consistencia. Es parte del contexto real al tiempo que está en su contra. Es su espejo y su transformador. Un proyecto correcto fracasa, pues fracasa todo intento de hacer consistente la complejidad. Y es en este fracaso cuando escapa de la realidad económica a la que se enfrenta; no porque el proyecto eluda la lógica de la realidad económica. Su compromiso con la realidad existente le fuerza a tomar los asuntos económicos seriamente. A través de su composición, de la exposición de sus intenciones, pone toda realidad hallada bajo presión. 3. Hoy en día muchos edificios no requieren una planta sofisticada para ser viables socialmente o interesantes económicamente. Si la planta y su complejidad potencial fueron una inspiración (o, incluso, una coartada) para muchos proyectos de arquitectura, parece que tan pronto como la planta y su complejidad de uso se vuelven irrelevantes, desaparece la palanca que permitía defender la arquitectura. La batalla por la arquitectura y su necesidad se libra en los campos de la vivienda y la obra pública: es ahí donde la planta es relevante. Por el contrario, 1 Rossi, Aldo. “Architettura per i musei” (1966), en Canella. Guido et al., Teoria de Ia progettazione architettonica, Dedalo, Bari, 1968: también en: Rossi, Aldo, y Bonicalzi. Rosaldo (eds.), Scritti scelti sull’architettura e Ia citt: 1956-1972, CLUP, Milán, 1975 (versión castellana: “Arquitectura de los museos’”, en Para una arquitectura de tendencia. Escritos: 1956-1972. Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1977, páigs. 201-210).

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buena parte de la producción actual de edificios tiene lugar en los bordes de este universo. Muchos edificios no son más que un vestido pragmático para un contenido no muy definido. En numerosas ocasiones, cualquier intento de hacer arquitectura partiendo del más absoluto pragmatismo de este contenido se convierte en un deseo imposible. Sin embargo, cuando la escala del edificio es suficientemente importante con relación a su contexto, hay demasiado en juego como para abandonar. En este caso, la arquitectura no puede ser demasiado ambigua, pero sí astuta; no puede ser demasiado sofisticada, pero si inteligente; no debe intentar ser una arquitectura completa, pero sí posicionarse. Por un lado, debe estar al servicio de un contenido que no comprende y, por otro, debe ser suficientemente fundamental para que se la pueda tener en cuenta y para que tenga sentido por sí misma. No obstante, es más importante saber cuál debe ser su marco de referencia, cual debe ser su ambición. ¿Cuáles son los principios que definen una arquitectura sin contenido? A inicios de la década de 1970, y en la mejor parte de su segunda etapa de producción arquitectónica, Robert Venturi experimentó con una serie de principios gráficos disfrazados de respuesta pragmática a la fenomenología del ser visto (y ser reconocido). A pesar de su pseudoironía (inspirada en el arte pop) y de sus juegos de representación, muchas de las estrategias y principios implícitos en su propuesta parecen tener valor todavía. Esto no debería sorprendernos, pues en la continuación de una arquitectura de complejidad y contradicción, la clave es la idea de continuación o, hasta un cierto punto, la idea de una arquitectura separada de su función. La arquitectura sin contenido utiliza la función o el contenido de un edificio como coartada para su existencia. La función contenido es el catalizador, pero no su quintaesencia. La categorización venturiana de las “cajas” en patios y cobertizos decorados se nos presenta como anticuada en una sociedad sobreconectada, donde el contexto y la localización se definen a través del GPS y espacio web. De manera todavía más inquietante, establece una conexión innecesaria entre el contenedor y el contenido. Sorprendentemente, en momentos de la propia obra de Venturi (como, por ejemplo, en los laboratorios Lewis Thomas) entrevemos lo que podría conseguirse cuando se deja de lado este forzado argumento: vemos un edificio que busca unos principios que no tiene que comunicar, un ejercicio sobre la arquitectura del perímetro. La arquitectura sin contenido quiere explorar las posibles estrategias arquitectónicas que nos quedan si aceptamos los límites de nuestro campo de operaciones. Esta arquitectura pragmática no es una nueva arquitectura y podría probablemente encontrar sus raíces tanto en la arquitectura europea anterior al funcionalismo ortodoxo (cobertizos, salones y palacios) como en la arquitectura pragmática de los grandes contenedores, tal y como se desarrollo en los edificios corporativos norteamericanos de las décadas de 1960 y 1970. En 4


un intento de destilar posibles estrategias para una arquitectura del perímetro, debería ignorarse tanto el interior como el exterior y centrarnos en el potencial del umbral intermedio. La historia del proyecto de arquitectura está llena de ambivalencias, puesto que desde su mismo origen la arquitectura se empeñó en representar aquello que era incapaz de hacer. El perímetro no es ninguna excepción; al contrario, el perímetro es precisamente donde se hacen presentes las intenciones: una delgada línea donde las intenciones se hacen arquitectura. La astuta posición de las columnas en las esquinas de los templos griegos, la farsa de los muros romanos enlucidos con yeso, los órdenes añadidos de Mies van der Rohe..., todos ellos forman parte de una historia fundamental de estas intenciones. Estos microformalismos tienden un puente entre las intenciones y la realidad, y se encuentran en el núcleo del proyecto de arquitectura. La arquitectura sin contenido puede superar las limitaciones impuestas por la realidad, por el programa o por los requerimientos de uso, porque su esencia sigue siendo indescriptible. El proyecto se hace tangible a través de infinitas reformulaciones. El principal activo de la producción cultural es su capacidad de evocar aquello que no puede ser descrito por completo. Se posiciona entre el interior y la realidad exterior. Y, en tanto que divisoria, ignora su supuesto comportamiento; existe, literalmente, sin contenido. En más de un sentido, Ed Ruscha parece haberlo resumido con precisión cuando dijo: “Me gusta la idea de alguien haciendo una afirmación sobre algo de lo que no se hacen afirmaciones”.

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