Pensarnos juntos
La libertad es necesaria y natural en la experiencia humana y encontrarnos en la palabra un camino para comprendernos y nutrir el espíritu. Por ello, pensarnos juntos para revisar las derivas del presente es una tarea diaria e impostergable de la Universidad Pública. ¿Cómo leer los signos de la época que vivimos? ¿Cómo atrevernos a explorar visiones e interpretaciones para comprender las múltiples realidades, tantas veces sinuosas e insospechadas?
La Universidad como morada compartida es contenido y a la vez, contenedor, ella encarna las dolencias de la sociedad y también sus aspiraciones. Como ágora de cualificación permite las honduras del lenguaje, elevar la capacidad de discutir y debatir para ampliar la mirada del mundo. El diálogo adquiere en ella el estatus superior, ése que necesitamos para acicalar las prácticas de relación, el intercambio de las ideas, el respeto a la diferencia desde una herramienta poderosa: La palabra.
Pulir, decantar, no traduce precariamente anteponerse a los otros. El agregado histórico, el trasegar en el tiempo, la hacen un referente por la fuerza colectiva que propone, por la raigambre social que posee, llevándola a superar el ruido, la informalidad, los lenguajes empobrecidos y la animadversión por las razones, las ideas o los argumentos.
En medio de las tribulaciones como institución cohesionadora del cambio, puede ser fructífero hacer una pausa en el camino e invitar a pensarnos formas de labrar nuevas sendas colectivas por las cuales podemos enfrentar la incertidumbre.
Ofrecemos, con ánimo desprovisto de certeza, pero sí, desde la pregunta, esta serie de textos que nos ofrecen docentes e investigadores a quienes el llamado a la escritura fue de buen recibo proviniendo de la Casa, es decir la Universidad como un espacio que expande el pensamiento y provee con amabilidad los cauces del espíritu, un volver la cabeza -ese llamado de atención- para acercarnos a la Universidad y a su devenir con autocrítica y vitalidad.
Gisela Sofía Posada Mejía Periodista- Líder Programa Cultura Centro Coordinadora Grupo Gestor 220 años UdeA
La investigación social cualitativa: una alternativa para comprender y transformar.
Por: María Eumelia Galeano Marín, Facultad de Ciencias Sociales y Humanas.
La investigación cualitativa no constituye solamente una manera de aproximarse a las realidades sociales para indagar sobre ellas pues sus propósitos se inscriben también en un esfuerzo de naturaleza metodológica y teórica, producto de un cambio paradigmático de amplia significación que resultó de una polémica muy productiva sobre los soportes en los cuales se había sostenido hasta entonces la investigación empírica; “giro en la mirada” que puso en cuestión los universalismos y los enfoques estructurales para situar la mirada en el sujeto de la acción, en sus contextos particulares con sus determinaciones históricas, sus singularidades culturales, sus diferencias y las distintas maneras de pensar sobre los grandes y los pequeños acontecimientos y situaciones por las que han cruzado las historias particulares. (Uribe de H., 2004: 11.)
El mundo globalizado que hoy vivimos nos enfrenta, como seres humanos que habitamos el planeta y como responsables de su conservación y transformación, a hacer parte de un cambio permanente y en muchas ocasiones inesperado, doloroso y abrupto.
Y como investigadores sociales nos invita a comprender las realidades inéditas, complejas, desafiantes, que vivimos hoy. Ello ha implicado construir enfoques de investigación que permitan aprehender la sociedad en movimiento, y con ella comprender a los seres humanos que en su diversidad enfrentan los retos del mundo hoy, transforman sus visiones, sus sentimientos, sus formas de ver y vivir la vida, de relacionarse con otros seres humanos y con la naturaleza.
La imagen del investigador social, que cada día toma relevancia, nos lleva a verlo como un ser humano, inserto en el mundo de la vida, en interacción, como sujeto, con actores sociales, que aportan sus conocimientos y experiencias para entender desde sus complejos y cambiantes mundos interiores, las relaciones con el universo circundante y construirlo día a día.
Un investigador en diálogo con actores sociales diversos en sus formas de ser, pensar y visionar el mundo, invita a reconocer que la realidad la construimos quienes habitamos este planeta y lo hacemos no solo desde el HACER sino también y fundamentalmente desde EL SER: desde el reconocimiento de lo que somos y queremos ser, desde la comprensión de los otros y de las realidades humanas históricas y sociales.
Porque la investigación social se inscribe en el mundo de la vida, involucra nuestra propia vida, y la vida de los seres que día a día construyen la realidad.
Desde esta perspectiva, el conocimiento es el resultado de la interacción entre múltiples actores: el investigador, los participantes, en sus diversas dimensiones. Todos estos actores hacen parte del mundo vivido, lo construyen, interaccionan con él y a partir de las lógicas de pensamiento que guían las acciones sociales, construyen comprensiones sobre las situaciones que viven. Es una relación entre sujetos y de éstos con su realidad histórica, relativa y cambiante.
El momento que vivimos demanda estudiar las realidades sociales en su complejidad, múltiples relaciones y cambio constante mediante enfoques investigativos que permitan enfrentar la incertidumbre que acompaña los procesos sociales, económicos y políticos; paradigmas basados en el diálogo de saberes, la interdisciplinariedad; en la relación entre los hombres y de estos con la naturaleza.
Nuestra sociedad, marcada por los conflictos, reclama enfoques de investigación basados las múltiples verdades subjetivas (interpretaciones, verosimilitudes) que los heterogéneos sujetos sociales construyen según su contexto y condiciones. La sociedad es diversa en sus actores, sus condiciones, historias, cultura, visiones, percepciones, imaginarios, y por ello cada actor o grupo social construye su verdad y el investigador da cuenta en sus comprensiones de esas múltiples verdades. Esta forma de conocimiento reconoce y respeta las diferencias y permite aportar a la construcción de una sociedad incluyente donde recobremos la confianza y el valor del otro y contribuyamos a mejorar la calidad relacional y material de la vida.
Estos enfoques de investigación aportan a la comprensión de las situaciones y orientan procesos de intervención social (planeación, programas, proyectos, diseño e implementación de políticas públicas) en armonía con las necesidades y posibilidades de las personas a quienes se dirigen. Y a un nivel micro, potencian las capacidades de organización y trabajo comunitario, de auto reconocimiento de potencialidades y limitaciones y apoyan la realización de programas que tienen como propósito mejorar la vida.
La manera de conocernos, conocer al otro, conocer la naturaleza es relacionándonos, estableciendo lazos con aquello que queremos conocer. Por ello, la investigación cualitativa requiere de la interacción permanente, de crear vínculos con los actores y contextos para poder adentrarse en el mundo de la interioridad de los sujetos y de las particularidades de los contextos que ellos habitan para comprenderlos.
Conocer al otro en su contexto implica reconocerlo como fuente de conocimiento,
con capacidades de reflexión, de transformarse y trasformar su entorno. Es considerarlo como SUJETO de investigación. La investigación social cualitativa es humana, tiene rostros, permite conocer la condición humana, nos acerca a los seres humanos de carne y hueso en sus limitaciones y posibilidades, sus sueños y derrotas, sus alegrías y tristezas sus esperanzas y desesperanzas. Interactuar con ellos en el fluir de la vida nos posibilita ver su rostro y a veces, acercarnos a su corazón y a su alma, a lo más íntimo de su ser y de esta forma, como en un espejo, vernos a nosotros mismos, enfrentarnos a nuestro propio ser.
La investigación social motiva procesos reflexivos que pueden conducir a transformar algunas visiones sobre la vida y sus condiciones y en ocasiones a cambiar el rumbo de la propia vida, las relaciones con los otros y con el entorno. Permite, a los participantes de la investigación, reconocer su potencial, entender que su conocimiento es válido y de esta forma contribuye a dignificar su existencia.
La investigación social reconoce en todos los seres humanos desde sus condiciones particulares, su contribución al conocimiento y a la construcción de la realidad social que analizamos, reconoce su diversidad, le da un lugar a cada uno de ellos.
El investigador, como sujeto de los procesos investigativos es un ser humano dotado de valores, de visiones, concepciones que guían, nutren y dotan de sentido a su ejercicio humano y profesional. Estos valores, experiencias, vivencias y concepciones están presentes en la selección del tema, la formulación de la pregunta, la construcción del objeto y por supuesto en todo el proceso de realización de la investigación. Preguntarse: ¿Qué hay de mí en este proyecto de investigación?, ¿a cuál pregunta vital estoy respondiendo? permite identificar las motivaciones internas del investigador, tomar conciencia de ellas, sustentar la justificación desde la dimensión personal y construir identidad con el proyecto de investigación, que, al fin y al cabo, hace parte de su propio proyecto de vida.
El investigador tiene un patrimonio construido a partir de su formación académica, de sus vivencias y de sus experiencias, que las comparte en el proceso investigativo. Por tanto, todo su ser espiritual, emocional, intelectual está presente en la investigación. De igual manera, el patrimonio de los participantes es puesto al servicio de la investigación mediante consentimiento informado y libre de aportar a la misma
A través de los procesos cualitativos nos enfrentamos a realidades cambiantes marcadas por la incertidumbre: “lo que es hoy puede no ser mañana”, la sociedad cambia, se mueve, se transforman las visiones, los sentimientos, las formas de ver y vivir la vida llevando a asumir la relatividad del conocimiento, su incompletud y a
entender nuestros propios límites y los límites del conocimiento que contribuimos a generar. A veces, sin darnos cuenta, en un proceso lento nos vamos transformando en seres un poco más tolerantes, humildes. “Nadie sale igual de un proceso de investigación " De cada uno de ellos aprendemos de nosotros mismos y de los otros. En ese trasegar de la investigación nuestra propia vida queda marcada con huellas indelebles, con aprendizajes, con rostros y vivencias que hacen parte de nuestra vida, con preguntas inagotables, que siguen pendientes de ser resueltas y que nos invitan a continuar investigando.
La investigación social nos enfrenta al difícil reto de conocernos a nosotros mismos. Y como hemos dicho que la sociedad cambia de manera permanente y a veces abrupta, los investigadores nos vemos abocados a idear nuevas formas de investigación que sean pertinentes a las realidades que tratamos de estudiar. Ello implica búsquedas de caminos alternos, a veces impensados para realidades también impredecibles que nos asombran y sorprenden.
Este camino investigativo es una propuesta interdisciplinar, ya validada en diferentes contextos y que cobra especial vigencia en el mundo globalizado de hoy marcado, entre otras situaciones, por guerras, migraciones, desplazamientos, inequidades, desigualdades, violencias. Esta forma de comprendernos a nosotros mismos, a los seres humanos y a la naturaleza, se plantea como una posibilidad de reconocernos en nuestra diversidad y diferencias, comprendernos en nuestras heterogéneas formas de pensar y actuar y desde ahí acordar formas de construir realidades donde todos tengamos un lugar. Y es así como la investigación social con enfoque humanista, comprensivo y transformador toma sentido. Referencias bibliográficas:
Uribe de H., 2004. En: Galeano, Eumelia, Estrategias de investigación social cualitativa. El Giro en la mirada, Fondo Editorial Facultad de Ciencias Sociales y Humanas, Universidad de Antioquia, 2ed, 2018, p11
Leer O sobre el bello trabajo del pensamiento
Por: Andrés Esteban Acosta Zapata, filósofo, docente del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia.
El lugar
El lugar es sorpresa, rompe con una visión del mundo. El lugar es permanencia, prolongación en el tiempo, como quienes aman y descubren el sentido inagotable de su acto, se llenan de razones nuevas para insistir, casi al modo de un combate, de un triunfo contra la derrota. El lugar funda un nuevo comienzo, una nueva rutina, construye nuevos ritos, transforma la mirada. El lugar se intensifica en el afecto y deja de ser ideal para convertirse en patria, en tierra que pisamos para volver con gratitud.
A eso le damos un nombre: Universidad. Todo tendrá que ser repatriado, un retorno a cada una de las preguntas que fundan un estilo, una forma de habitar, un tono de voz, palabras que nombran y cuentan, vínculos que transitan y se hunden en la carne. Es la vida nueva. Hay que descubrir las preguntas: el saber, la amistad, el amor, la verdad, la duda, la escucha, la dignidad, la utopía, el fracaso.
Ante los ojos los pequeños universos: la biblioteca, las ceibas, la fuente, una totalidad que complejiza la sensación del tiempo, la concepción de la aventura y el proyecto, la inminencia de un deber de un compromiso con el acto de pensar. El lugar se particulariza, surgen pequeños territorios que solo tienen sentido si se habitan en la tensión entre soledad y comunidad. Se intuye un impulso que tendrá que ser pulido para alcanzar lo propio, lo que emana naturalmente luego de largas jornadas de búsquedas, cuestionamientos y ensayos. Y en el camino el error. De otra forma no será posible que el saber se identifique con la vida.
La Universidad es una invitación, una extensión de la mano para descubrir un tacto. ¡Eso! Un cuerpo común, la sumatoria de ideas, esfuerzos y rebeldías. Se entiende el vértigo primero, la sensación inicial que advierte la inmensidad del nuevo paisaje.
Mucho más, la Universidad mira el afuera, que no lo es de forma definitiva. Mira la ciudad y las montañas. También es la ciudad y las montañas. Afuera y adentro en comunión. Adentro el mundo exige ser el refugio, en medio de la hostilidad, de la violencia. Una de tantas tareas: cuidar todo refugio, sanar las grietas que corrompen sus mejores deseos. Afuera hay una demanda, una exigencia de pertinencia.
La Universidad seduce, se acerca y causa una tensión inevitable. ¿Cómo responder? Habrá que participar de un saber y crear, servir a una alternativa que no es el presente del éxito, la venta de sí, la conversión de cada vida en objeto de cambio. Habrá que crear en el vacío, en la duda, en la ambigüedad; saber sin el olvido de sí, sin el desprendimiento de las razones colectivas.
En medio de la multiplicidad de saberes, una actividad noble, que emparenta con la historia, sitúa en el presente y proyecta: leer. Hay una frase de Juan José Hoyos que premia el acto de la lectura en su dimensión más vital: “Dicen que la vida es un libro que ya está escrito, y que vivir significa aprender a leerlo, aunque tenga líneas torcidas” (2023, p. 119). Leer es aprender a mirar.
El acto fundamental
Atreverse a un esfuerzo desconocido. En la Universidad nace otra lectura. El mundo se renueva. Todo es motivo para la mirada. Leer el afuera, leer la intimidad, leer los territorios, pero, con especial dedicación, leer los libros. Primero, la mirada. Allí está en potencia el pensamiento.
En parte, en la lectura está en juego la felicidad, sin embargo, no solo la lectura es esto, porque pocas veces la felicidad puebla nuestro mundo. También está en juego el desencanto, la renuncia, el cansancio. Para leer hay que cuestionar, ser buscador incansable. La lectura empieza en el deseo desinteresado por hallar otros caminos, por abrir el mundo a nuevas formas, por ahondar en el alma individual y en el alma compartida, por darle una nueva posibilidad al pasado, por renunciar a la dictadura del consumo y el éxito, por ver que las hojas que caen de la ceiba son también las hojas que tienen lugar en el poema o que el sonido de la guitarra en un pasillo suena también en el relato, por asimilar que la existencia crece debajo de la piel y puede ser expresada a través de las palabras.
No se debe olvidar el descubrimiento del deseo, que es el instante cuando en un libro aparece el corazón humano en sus múltiples formas de decir. Una vez palpita el deseo, lo siguiente es la responsabilidad del trabajo. La lectura es trabajo, uno que pretende la libertad, que desata nudos de incomprensión y apacigua una cotidianidad sin maravilla. La maravilla que es la definición de lo poético. Esta frase de Víctor Gaviria lo dice mejor: “Esta alegría es la poesía, pensé” (2022, p58).
Trabajar por la maravilla, por el momento de comprensión, vincularse con la historia y hacer la historia propia. Este trabajo reta a ir más allá, compensar el deseo con más deseo, no para saciarlo, sino para que permanezca en la misma medida en que ofrece luz.
En la lectura está el intento constante por rechazar la nada, la eliminación de la utopía, el destierro de los afectos. Cuando las páginas de un libro llevan al placer, afirmamos el instante: vale la pena estar vivo. En otras ocasiones, en el libro está la advertencia sobre la dureza del mundo: sobre el lado terrible de la condición humana. Para aprender lo uno y lo otro, para integrarlo a la estructura vivencial, hay que volver a las líneas, anotar, contrastar ideas, transformar las opiniones y retomar el impacto ante lo leído. Leer es persistir, esta es una característica del trabajo por la libertad. Comparto una idea de Aura López, un llamado a la persistencia y al placer:
Requiere para su plenitud, la persistencia. Y quien se sumerge en el encanto de esa persistencia, ya no querrá salir de ahí porque cada experiencia placentera será un paso que nos hace desear nuevas experiencias y que nos abre nuevas puertas. Y nuevas miradas. Y siempre, una posibilidad nueva de más placer. La lectura es un ejercicio progresivo que se amplía y se enriquece en el camino de su práctica (1992, p. 59).
La belleza del pensamiento
Persistencia concuerda con valentía. Quien es valiente no teme mirar su realidad, desnudarse, describirse y narrarse, llegar hasta el pensamiento. No hay pensamiento sin esfuerzo, sin la entrega meticulosa a una causa que confiere dignidad. De allí que la Universidad deba transmitir pasión por la lectura, leer las grandes obras que convocan la energía íntima para entender el movimiento de la vida y su posibilidad -a veces en desuso- de ser mejor.
Quiero entonces afirmar que la pasión es la dirección del deseo hacia el trabajo, es decir, hacia la libertad. Siento que la Universidad está encargada de esta tarea. En la lectura que emana de la pasión y el esfuerzo está la potencia del pensamiento. Quizá un maestro o una maestra solo pueden llegar hasta este límite, hasta la apertura de los caminos. Lo otro será la autonomía, el planteamiento de la crítica, la lucha contra la injusticia, el reproche a la minimización de la vida a una lógica del consumo, el amor a los ideales nobles, la ampliación de las fronteras creativas (crearse, crear las relaciones, crear el mundo).
Leer es el bello trabajo del pensamiento, es comenzar otra vez, renovar la fragilidad y la vulnerabilidad sin tener que proclamar la seguridad o la posesión de la verdad. Entre más sea el trabajo, se percibirá más la belleza. Lo bello se mide en la capacidad de advertir matices, de entender las variaciones mínimas de un alma, lo mínimo que compone los grandes propósitos.
Entiendo por Universidad una nueva posibilidad para la lectura, el aprendizaje excepcional que comunica que un libro alienta el mundo, que una novela, un poema o un cuento contienen una descripción excepcional de la vida, que buscar los
fundamentos propios es procurar entender la totalidad que componemos como humanidad. Cierro con las palabras de Héctor Abad Gómez, que son una buena muestra de la belleza del pensamiento:
Pero no quiero ser trascendental, en el sentido peculiar del término. Soy demasiado humano para caer en la estupidez del frío y calculado intelectualismo. Sin ser ni un escritor, ni un científico, ni un literato, ni un poeta, soy un hombre que siente y que tiene interés y necesidad de expresar sus ideas. Soy un hombre que busca (2017, p.140).
Referencias bibliográficas:
Gaviria, V. (). El campo al fin de cuentas no es tan verde.
Abad, H. (2017). Manual de la tolerancia.
Hoyos, J. (2023). El libro de la vida.
López, A. (1992). La lectura, un placer sensual. Revista Interamericana de Bibliotecología.
Por una universidad decente
Por: Mario Yepes Londoño, Maestro en arte dramático, docente de cátedra en las Facultades de Educación, y de Comunicaciones y Filología de la Universidad de Antioquia.
Carlos Gaviria Díaz promulgó, como lema de su campaña a la Presidencia de la República, el propósito “por un país decente”. Por desgracia, no fue él quien alcanzó entonces la Primera Magistratura sino Álvaro Uribe, el mismo que lo llamó “guerrillero de civil” y que ya sabemos qué otros lemas y propósitos buscaba con su insaciable voracidad de poder, y las consecuencias sangrientas de sus acciones y omisiones. Gaviria se retiró de la competencia por cargos públicos después de haber desempeñado con suficiencia otras magistraturas: la Corte Constitucional, el Senado y, para su explícito orgullo cuando decía que ese título era el más alto que había tenido, la condición de Profesor que cumplió principalmente en nuestra Universidad de Antioquia y en otras ilustres.
Veamos la definición etimológica de decente formulada por Coromines: “…del latín decens,-ntis, principio activo de decere ‘convenir, estar bien (algo a alguien), ser honesto’”. Honesto, a su vez, se asimila con honrado y honorable. Una Universidad decente sería entonces aquella que convenga a quien se debe, a la sociedad, y de una condición honrada y honorable. Una que honra el compromiso con sus propios ordenamientos, sus estatutos y normas (como la nación y el Estado que la rige deben honrar su Constitución y sus leyes), para merecer la autonomía universitaria tan necesaria, pero que tanto se reclama con frecuencia de manera oportunista y para defender lo indefendible: la extraterritorialidad del campus que es aprovechada para la violencia dentro del claustro, la parálisis y la anomia académicas, la violación de las normas para reivindicar una virtual y única norma: las decisiones de asambleas antidemocráticas míreselas por donde se las mire.
A 220 años de su fundación en el claustro de San Francisco, ubicado en la plazuela que devendría en la de San Ignacio, con todas las implicaciones que esos nombres tuvieron en su andadura inicial y durante décadas, atravesando las olas contrarias que a toda la nación conmovieron durante todo el siglo XIX de la República y las guerras civiles, finalmente la Universidad llegó a un siglo XX de la urbanización, la industrialización acelerada con sus nuevos conflictos sociales y los de la Violencia liberal – conservadora, y los posteriores del conflicto que aún perdura desde la Guerra Fría, las guerrillas y las incontenibles migraciones internas. En el camino, a la dirección inicial y constante de la inspiración católica y conservadora, a la Universidad la
conmovieron las disensiones que se produjeron como reacción a la República Liberal hasta el punto de que el Alma Máter vio partir a hijos suyos a engendrar otras universidades de signo confesional, las cuales a su vez engendraron a otras más, diversas, dentro de la misma región antioqueña. La lucha incesante de los círculos ilustrados, especialmente desde el Radicalismo (finalmente derrotado por desgracia), por la separación de la Iglesia y el Estado y por la educación laica, finalmente fueron propósitos alcanzados en la Constitución de 1991. Pero no se libró por ello nuestra Universidad ni el resto de las universidades públicas nacionales y regionales, del espíritu dogmático y de secta ni del afán -tan imbuido en la mentalidad colombianade imponer por el miedo la ideología y los proyectos de poder, incluso de hacerla cuartel de encontrados grupos violentos que durante sesenta años se han hecho voceros de sus alineaciones internacionales; en cualquier país se vería con sorpresa lo que entre nosotros es cuotidiano hoy mismo: grupos que insisten en recetarnos el maoísmo o la alineación (alienación) con el ELN.
Si volvemos al comienzo, a la noción de institución o persona decente que “conviene” a algo o alguien y que en nuestro caso es la conveniencia de la Universidad con la sociedad, debemos preguntarnos cuál es esa conveniencia; de una manera general y sin entrar en la minucia y la complejidad de ese predicado, podemos referirnos, para cuestionarla, a esa afirmación tan comúnmente aceptada: “la Universidad es el reflejo de la sociedad”. Una mentalidad interesada en los protervos propósitos dichos arriba (la violencia, la imposición ideológica), la anomia que promueve la anarquía y la parálisis académica, la comodidad de algunos, la ignorancia de los más, la connivencia interesada de algunos incluidos ciertos dirigentes, requiere la supuesta validez de esa afirmación para justificarlo todo: los aciertos y los fracasos, las virtudes y los vicios del ser de nuestra sociedad y de sus culturas, las prácticas políticas pacíficas y las violentas, todo ello como algo que simplemente se da, se produce espontáneamente y, rasgo de la cultura, debe ser respetado o, visto de otra manera, como un destino ineludible que es mejor aceptar, llamándolo tolerancia y obligación de la Universidad acogerlo.
De esta manera la Universidad, convertida en simple reflejo pasivo de lo mejor y lo peor de la sociedad, renuncia a un deber que le es imperativo convenir con la sociedad: ser la crítica de ella. Estudiarla en todos sus aspectos, reconocerla en todas sus manifestaciones y en sus componentes ocultos para diagnosticarla tras los análisis científicos, proponer soluciones sin posiciones ideológicas o banderizas; para ello, estimular el debate sobre la sociedad y sobre la Universidad sin censuras de ninguna clase, como las que derivan de lo que se considera políticamente correcto, y esto tanto desde posiciones del poder formal como del fáctico que se ha impuesto. No me cansaré de afirmar que, si la Universidad renuncia a ese papel de crítica de la sociedad, sobra la Universidad.
Sueño con una Universidad de Antioquia que en su tercer centenario ponga como paradigmas a los innumerables docentes y estudiantes que han enaltecido a la Institución con investigaciones y prácticas académicas, científicas, artísticas, humanísticas y de servicio a la sociedad. Que lo haga de una manera tal que toda su comunidad las conozca y reconozca hasta el punto de compararlas superiores a las de la anarquía, la parálisis, la ignorancia satisfecha que es la mejor definición de la mediocridad; que rechace y suprima de los claustros, sin posiciones de falsa moral, el mercado de los vicios y los intereses económicos que han inundado al campus de negocios privados; éstos, los que ocupan y estorban el espacio público, no apuntan auténticamente a resolver problemas sociales de los estudiantes sino a favorecer a monopolios bien sustentados y apoyados por los grupos violentos, todo lo cual ha convertido al campus principal en un lugar carnavalesco y boicoteador de la calma indispensable para la vida académica.
Sueño con una Universidad que cada vez más reivindique el valor y la urgencia de una formación científica que no excluya, sino que incorpore con suficiencia las humanidades y las artes. Que reconozca y enmiende los inmensos vacíos que en este campo traen los estudiantes que llegan desde el ciclo básico de la educación, una responsabilidad que harto le toca desde hace décadas; en esto debe reconocer las carencias de la formación de los docentes. Frente a ello, se impone una reflexión: la Universidad pública de las últimas décadas se ha plegado sin mayores objeciones (los resultados lo demuestran) a las imposiciones de una burocracia oficial de distintos gobiernos nacionales, compuesta a su vez precisamente por universitarios de formación deficiente y acatadores de otras imposiciones de orden internacional conducentes a la desigualdad del acceso al conocimiento según el origen, y a su vez a la aceptación de todas las desigualdades. La consecuencia peor es el detrimento de una seria educación política, de cuya carencia son manifestaciones claras la violencia, el rechazo a la norma necesaria en la vida académica y la imposibilidad de formar a ciudadanos con pensamiento autónomo que contribuyan a la transformación de la sociedad.
Una Universidad más que bicentenaria no puede seguir, para obtener el reconocimiento de sus Programas y de su posición en la sociedad, acatando sumisamente esas imposiciones por parte de instituciones oficiales que le son inferiores en el orden académico. De esta manera, la Universidad establecería plenamente su condición “honrada y honorable”. Decente.
Preservar la universidad
Por: Pablo Montoya Campuzano, escritor, docente de la Facultad de Comunicaciones y Filología de la Universidad de Antioquia.
Son tiempos difíciles los que atravesamos ahora. El planeta está sumergido en una crisis climática como nunca antes la había tenido, al menos desde que el hombre irrumpió en él creyéndose el dueño de su destino. Hay un lobby armamentístico que nos aplasta y nos somete porque es el motor máximo las economías imperialistas. Existen unas democracias, endebles por el nivel de corrupción en que se mueven, que intentan sobrevivir en medio de los ramalazos provocados por los extremismos de la izquierda y la derecha. El desequilibrio entre los que viven bien y los que padecen la precariedad cotidiana es tan desproporcionado que suscita un repudio absoluto. Y el fantasma de una guerra nuclear, más destructiva y arrasadora que todas las guerras del pasado, nos acecha.
Asistimos a la evidencia de un mundo que declina aparatosamente y que avizora el futuro con esperanzas manipuladas por la publicidad, el populismo y las diferentes religiones. La fábula de las ranas que adoran un ídolo levantado en el charco donde habitan e ignoran que ese ídolo es una bestia que las devorará más tarde, resuena con inquietud en nuestra comprensión. No es fácil, entonces, enseñar y aprender y trabajar en las universidades públicas de hoy porque a ellas, reflejos tremendos de las sociedades que las han ideado y materializado, las rodean dificultades y escepticismos continuos.
Soy profesor de la Universidad de Antioquia desde hace más de veinte años y ahora más que antes, debido a esta crisis extrema y generalizada, soy consciente de los grandes retos que ella debe asumir en aquella dimensión precaria –así cada día la vayamos modelando– que llamamos futuro. Dos de esos retos –que son en realidad luchas– me parecen primordiales y quisiera abordarlos aquí con la brevedad que estas líneas exigen.
En primer lugar, debemos preservar este espacio, en cierta medida utópico, donde los procesos de la enseñanza y el aprendizaje se abrazan. Y preservarlo como lo que ha sido él desde que surgió como tal, es decir, como una institución pública de educación superior. Hay que apuntalar nuestro quehacer diario con la convicción de que la Universidad de Antioquia no puede inclinarse ante las presiones del capitalismo neoliberal que concibe la educación como una mercancía y el ámbito del intercambio
cognitivo como una empresa. No somos eso, nunca lo hemos sido y debemos luchar para que jamás lo seamos.
Esta lucha, sin embargo, debe ir acompañada de otra, igualmente ardua y definitiva. No podemos enfrentar a lo que atente contra el carácter público de la universidad con mecanismos violentos. Nuestra lucha ha de ser, en todas sus múltiples facetas, pacífica. Sin duda, beligerante, segura y fuerte, pero jamás armada. Porque nosotros no somos ni un batallón, ni una iglesia, ni un partido político, ni mucho menos el bastión de grupúsculos facciosos. Todos estos organismos, que han tenido su razón de ser en las armas y que han intentado siempre penetrar en los ámbitos de nuestra academia, no son modelos apropiados para nosotros.
La Universidad de Antioquia, esa que debemos amar cada día con renovado entusiasmo, debe seguir siendo el lugar de los descubrimientos científicos; el de los polémicos debates humanísticos; el de las altas emociones que suscitan las artes, la danza y el teatro; el de la práctica de los deportes vitales; el del cuidado del cuerpo y la mente no solo de los seres humanos, sino de nuestros hermanos vegetales y animales; el de la fiesta del abrazo con el otro, con ese otro que es diferente a nosotros y también bastante parecido; y el de las marchas de protesta contra todas las injusticias del mundo.
Pero lo que ha de seguir siendo la Universidad de Antioquia, nuestra Alma Mater, nuestra más profunda razón del ser y el hacer ha de desarrollarse en medio de una atmósfera en la que debe predominar, como divisa esencial, el respeto, la tolerancia y la capacidad de asombro que prodiga todo conocimiento.
Educación
Por: Hilda Mar Rodríguez Gómez, Magister en Educación, docente e investigadora de la Facultad de Educación de la Universidad de Antioquia.
El futuro tiene muchos nombres. Para referirnos a él, optamos por decir progreso, avance, mirar hacia adelante, cambio y transformación. Casi siempre, el futuro se presenta como una esperanza de algo distinto, como una promesa de radical transformación, una oferta de algo que no teníamos y no sabíamos que necesitábamos. A veces adopta la forma de algunos artefactos que totalizan su sentido y se sumerge en un universo que todavía no existe, pero que la palabra hace posible. Otras veces, se disfraza de profecía y decreta la muerte o la desaparición de objetos, mundos y relaciones.
Leer las estrellas, interpretar el tarot, escuchar a las personas mayores, derivar leyes científicas de las observaciones sistemáticas, producir interpretaciones sobre los hechos sociales, análisis y proyección de patrones y modas, usar la inteligencia artificial y el juego de algoritmos e imaginar, son algunos de los métodos que hemos empleado para adivinar, intuir, predecir, calcular, comprender y prepararnos para los cambios venideros que, como promesa, se instalan en el deseo y se pregonan en los discursos de todo tipo.
Sin embargo, parece que funcionamos mejor hacia atrás; esto es, mirando lo que ya ocurrió e intentando analizar, criticar, contextualizar eso que ya pasó. Y ello es posible gracias a ese cúmulo de saberes que la humanidad ha legado y que sirven de zancos para ver más y mejor. Ya lo dijeron Bernardo de Chartres (“pararse sobre los hombros de gigantes”) y Newton (“Si he logrado ver más lejos ha sido porque he subido a hombros de gigantes”) en dos momentos distintos de la historia para reconocer que sus teorías, pioneras, son deudoras de formulaciones previas. Por ello, en un tiempo en el que la innovación impone un ritmo desenfrenado para el cambio, la actualización, la pertinencia o la creación, volver la mirada a la tradición puede ser una fórmula para resistir, para afirmar el rumbo o corregir su ruta. Porque, como dice Margaret Atwood, “Lo que sí podemos hacer es zambullirnos en el presente, que contiene las semillas de lo que quizá acabe siendo el futuro”.
Y hacer esto no es abdicar del futuro; sino mirarlo desde lo que tenemos, que a veces es poco, inútil, innecesario, insuficiente o inadecuado; y otras veces resulta adecuado,
pertinente, suficiente. En ocasiones se lee como una distopía, otras cuántas como una bella utopía. Algunas más, permite leerlo como una novela; esto es, como una ficción; o como un ensayo; es decir, como una relación de hechos, acciones e historias que se articulan en nuestro devenir para darle sentido a la vida, al bien común. El futuro permite una lectura múltiple, diversa y dispersa que tomará cuerpo en un relato de principios compartidos, búsquedas conjuntas y hallazgos inesperados que nos ponen de frente a lo que somos, sabeos y podemos saber.
II
¿De que estará hecho el futuro? De momentos efímeros, de presente continuo, de un pretérito imperfecto. El futuro se contará en horas mínimas, de detalles que hacen resistencia a las pretensiones totalizantes, a las demandas excesivas de ajuste y pertinencia, del mercado o los rankings (“Que entiende de posibilidades históricas, /Pero carece, en esencia, de un futuro.”, dice el poeta Charles Simic, pág. 41); se medirá en tiempo que se intercambia por enseñanza, investigación, extensión. El futuro estará compuesto de esa cotidianidad que ya vivimos, de muchos campus que bullen de risas, sueños, conocimientos, de puntos de vista que permiten que lo vivido sea puesto bajo otra luz, preguntas que hacen reverberar el saber, que animan y alientan la Universidad. El futuro, siguiendo a Bloom (2005) deberá, como ahora, contener "esplendor estético, poder cognitivo y sabiduría", junto a esos tres ejes misionales que han sido eje y brújula de las acciones y reflexiones.
El futuro de la Universidad estará compuesto, también, de los éxitos que se acumularán durante estos años, éxitos que hablan de las elaboraciones en los distintos campos: descubrimientos, invenciones, patentes, relaciones, proyecciones y otras formas de comprensión y aplicación del conocimiento a la vida que tenemos. Queremos que también incluya los errores, sea porque se han convertido en fracasos o porque fueron base de otras elaboraciones. Dice Manguel que “(…) para “fracasar mejor” debemos ser capaces de reconocer, a través de la imaginación, los errores e incongruencias. Debemos poder ver qué tal y tal camino no nos lleva en la dirección deseada, o que tal combinación de palabras, colores o números no se aproxima a la visión intuida en nuestra mente” (pág. 15). Un futuro que tiene una cartografía del error como una ética ontológica que permite seguir por la senda de los inventores, esos que Vives (2004), el pedagogo español que vivió entre 1492 y 1540, definió como “cuantos reúnen hechos dispersos, desmenuzan los confusos, explican los complicados y ponen en claro los oscuros.” (pág. 11). Porque, como en la pintura y sus pentimentos, en la Universidad los errores son memoria de los cambios de época, de ideas, de curso, de orientación o perspectiva.
I II
En el presente, como en el pasado, a la educación le sobra (ganas, tiempo, saberes), le
falta (calidad, precisión, utilidad), necesita (reformas, intervenciones, alianzas) requiere (recursos, espacios, resultados). Será lo mismo en el futuro, cualquiera que sea. En él, en ese espacio-tiempo conjugado, la educación también será deficiente, generará sospechas, será depositaria de esperanzas, requerirá nuevas orientaciones, saberes y prácticas. Para hablar de ella, quizás usemos metáforas conocidas ahora: puerta, cárcel, control, domesticación; y algunas otras que el futuro propondrá y que la literatura nos ha donado: programación, teleformación, pantallas, plataformas y otras más. Esperemos que en ese futuro brillante no sea necesario ser meros espectadores de la acción, beber pócimas mágicas para mejorar el aprendizaje o instalar chips, u otros dispositivos, para aprender aquello que es menester.
En ese futuro, también la educación será tradición, anclaje, entrega o donación de pasados (gloriosos o deslucidos) que se verán, esperamos, como necesarios y precisos, útiles y adecuados para enfrentar la tradición, seguirla, recuperarla, contrastarla. Y allí, en el futuro, también la tradición será anacrónica, estará banalizada, podrá ser incómoda. Esa tradición que llega al futuro contará que en la Universidad se abrieron, no sin dificultades y limitaciones, espacios a otros mundos y lenguajes, se escucharon voces que provenían de otros entornos y territorios y que nos enseñaron que el mercado no era todo, que había otras formas de relación que no son la explotación, que había otros centros, muchos otros, que servían de eje para las rotaciones vitales y epistemológicas.
En el futuro también habrá preguntas relacionadas con la necesidad/urgencia de aprender tal o cual cosa, de la utilidad de esos conocimientos (sean la programación, la tabla periódica, las guerras civiles en el mundo, los conflictos étnicos o la literatura). El poeta polaco Adam Zagajewski (2019) se pregunta “¿quién ha dicho que haya que dejarse arrastrar por las tendencias de la época?” (pág. 11); y esta debe ser una pregunta para atender, de manera crítica, la avalancha de peticiones y demandas sobre el deber ser de la Universidad.
En el futuro, como ahora, seguramente se dirá que es mejor enseñar por proyectos, de manera interdisciplinaria o con aplicación a la práctica, como ya proponía Comenio en La pampedia (1992), hace más de 350 años, cuando indica que la mejor manera de aprender era “(…) por medio de la teoría, de la práctica y de la utilización.” (pág. 150). Entonces, diremos que esos métodos beben de las tradiciones pedagógicas (solo por poner un ejemplo, el método de proyectos -que cuenta con muchas variaciones, nombres y siglas- data de 1916, sí, ¡1916!). Así, la invención de los métodos de enseñanza en el futuro necesitara que volvamos la vista atrás. Porque las razones de la innovación, las urgencias del cambio y las demandas de la transformación son tantas,
que resulta difícil ser original al hablar de los cambios, las innovaciones y las transformaciones.
Las respuestas que hemos dado en el presente a estas inquietudes están relacionadas con el método, la formación, el espíritu investigativo y la necesidad de una formación crítica para enfrentar un mundo cambiante (tecnologías, población, formas de gobierno, discursos, invenciones, fabulaciones, creaciones y descubrimiento) que requiere algo más que información. Por ello, en el futuro, como se ha pregonado desde hace más de 500 años la educación seguirá teniendo como eje la vida misma, el deseo de bienestar y dignidad. Así, la educación se comprenderá como un espíritu de época, como proyecto político de libezrtad y comunidad.
III
La esperanza es este instante, dice Clarice Lispector (2007, pág. 117). Y con base en ella diré que el nuevo rumbo es este, el de ahora, el que la Universidad ha construido durante 220 años, con diversos instrumentos (intelectuales, sociales, culturales, políticos). El nuevo rumbo es múltiple en acciones, gestos y gestas, participaciones, hechuras, labores y presencias. Un rumbo con múltiples caminos: académicos, escolares, investigativos, políticos, burocráticos, estratégicos, poéticos y uno especular que nos permite contemplarnos y comprender, como dice el poeta “(…) yo soy del tamaño de lo que veo, / y no del tamaño de mi estatura”. Quiere esto decir que tenemos un rumbo propio, interno, íntimo, desplegado en un conjunto de logros humanos y vitales que, a veces, son esquivos a los indicadores y mediciones que aprecian otras materialidades. Porque la Universidad ve las regiones, la desigualdad, los problemas sociales, los avances técnicos y tecnológicos, la formación. La Universidad puede, como lo ha hecho hasta ahora, percibir lo mínimo, lo diminuto, lo minúsculo y también lo macro, aquello que está cerca y hace parte de nuestra historia y todo aquello que viene de lejos y, como líneas secantes, cruza lo propio. Observa el pasado reciente, asiste al presente con asombro y decisión de comprensión y avizora el futuro como quien otea el horizonte. La Universidad, en el futuro, seguirá siendo artilugio generador de ideas, proyectos, propuestas, miradas, problemas, respuestas y preguntas que como dice Manguel (2015) sobre los signos de interrogación “curvado sobre sí mismo en oposición al orgullo dogmático”, son la vía para evitar el solipsismo. V
“Otro tiempo vendrá distinto a éste. / Y alguien dirá: / «Hablaste mal. Debiste haber contado / otras historias: / violines estirándose indolentes / en una noche densa de perfumes, / bellas palabras calificativas / para expresar amor ilimitado, / amor al fin sobre las cosas / todas”. Dice el poeta Ángel González. Otro tiempo vendrá y allí el pasado, este hoy que ya vivimos y seguimos construyendo, aparecerá como una
marca, una huella, un punto de referencia para inquirir, interpelar, criticar, complementar. El futuro nos mirará, esperemos que con indulgencia, y probará nuestra estatura intelectual; pues, esa biografía institucional que harán en el futuro de la U de A, de la De Antioquia (La elisión es parte del rumbo, hace mucho somos La de Antioquia, y este nombre es ya una marca), estará menos en los certificados de acreditación institucional y en las crónicas de las aventuras, y más en el estilo de acción, en los espacios conquistados, en la diversidad expresada en la cotidianidad. Porque, como dice Nieto Caballero (1979) “la escuela es ante toto un ambiente” (pág. 127), una atmósfera que traduce un espíritu y una visión para que su propósito sea, además de instruir “(…) la formación del carácter, la rectitud de conciencia, la lealtad, el valor, el sentimiento del deber” (pág. 128).
Esperemos que esas historias, relatos, investigaciones, viajes al pasado que se harán incite y motive a la revisión de lo que ya tenemos, de lo que hemos hecho. Y que sea posible releer el pasado y reinterpretarlo para seguir en la ruta de la formación.
Referencias bibliográficas:
Atwood, Margaret. Cuestiones candentes: Una mirada crítica a la realidad actual, desde el feminismo hasta el cambio climático. Salamandra.
Bloom, H. (2005) ¿Dónde se encuentra la sabiduría? Taurus. Trad. Damián Alou.
Comenio, J.A. (1992). Pampedia (Educación universal). Madrid, UNED. Traducción de Federico Gómez T. de Castro.
Manguel, A. (2015). Curiosidad. Una historia natural. Almadía. Traducción de Eduardo Hojman.
Nieto Caballero, A. (1979). Mensaje a los maestros, en Nieto Caballero, A. (1979). La escuela y la vida. Instituto Colombiano de Cultura, pp. 127-130
Simic, Ch. (2014). Hacha. Mil novecientos treinta y ocho. Antología poética. Valparaíso. Trad. Nieves García Prados.
Vives, J.L. (2004). Tratado de la enseñanza. Porrúa.
Zagajewski, A. (2019). Una leve exageración. Acantilado. Traducción de Anna Rubió y Jerzy Sławomirski.
La Universidad de Antioquia es rica y jugosa
Por: Luis Germán Sierra Jaramillo, escritor y poeta, Sistema de Bibliotecas de la Universidad de Antioquia.
No tiene sentido ser nostálgico cuando vienen recuerdos de la UdeA. Todos esos años allí, muchas veces de día y de noche. Casi no tiene sentido, en general, ser nostálgico. Es como llorar sobre la leche derramada. Añorar lo que ya pasó, negar daños irreparables. Lo que pasó no son daños, para empezar, y debe evocarse más como memoria, como aquello de lo cual seguimos aprendiendo (no prendidos) y, por qué no, festejando.
La Universidad son muchas cosas. Libre albedrío, libertad, autonomía, lecturas, exposiciones, biblioteca grande, obras de teatro, cine formador, amigos, gente que manda sin soberbia ni amenazas, conciencia, rebeldía, ganas de cambiar el mundo. Muchas cosas que no teníamos antes. Y que vamos asumiendo poco a poco. Cuando salimos de la U somos otra persona. La misma, pero muy distinta a la que entró. La Universidad, paulatinamente, ha producido cambios definitivos en nosotros. Siempre salimos transformados. Casi siempre mejores, aunque, sabemos, es muy difícil hablar de calificaciones morales. Hablar de mejores y peores es, cuando menos, arbitrario.
En 1984, como empleado de la denominada en esos momentos Biblioteca Central (Biblioteca Carlos Gaviria Díaz desde 2015), vi los comienzos de El Águila Descalza con Carlos Mario Aguirre y su Sueño del pibe, su La cantante calva, su Médico a palos en el patio exterior de la Biblioteca, y después en el Teatro Camilo Torres con Cristina Toro. También vi nacer Frivolidad, esa revista maravillosa, de las plumas de Carlos Mario Gallego y Sergio Valencia, estudiantes de literatura y periodismo, respectivamente. Sus chistes y habladurías en Tronquitos (y tome tinto), su séquito de seguidores. Ese fue el preámbulo indiscutido de Tola y Maruja, también de los dos, y aún vigente por Carlos Mario Gallego.
Poesía, cuento, novela, arte, historia, antropología por José Manuel Arango, Luis Fernando Vélez, Juan José Hoyos, Ana Cristina Vélez, Hernán Botero, Natalia Pikouch, Óscar Castro, Elkin Restrepo, Jaime Alberto Vélez, Luis Fernando Macías, Carlos Arturo Fernández, Javier Domínguez, Óscar Jaramillo, Pablo Montoya, entre otros. Todos profesores de la U. Libros premiados y reconocidos. Libros en los que también aprendimos a querer la Universidad. Y a sentirnos orgullosos de ella. Y pintores, muchos pintores y escultores en la Universidad de Antioquia.
La cultura en la Universidad de Antioquia es rica y jugosa. Vimos y oímos a Gonzalo Rojas, a Eugenio Montejo, a Totó la Momposina, a Pablo Milanés, a Sara González, a Teresita Gómez, a Álvaro Mutis, a Juan Gustavo Cobo Borda, a Rogelio Echavarría, a Juan Manuel Roca, a Fernando Charry Lara, a José Emilio Pacheco, a Jorge Volpi, a Juan Villoro. Oímos a García Márquez en los 200 años de la Universidad. Vimos y oímos a…
La Universidad de Antioquia está llamada a recuperar su liderazgo cultural en Antioquia. No puede convertirse, por nada del mundo, en una mera fábrica de egresados. En mis últimos años como empleado de la U (salí en 2022), oí estudiantes a los cuales les interesaba solo egresar. A como diera lugar: egresar para trabajar. Era notorio, igualmente, un gran desinterés por la lectura y por la biblioteca. Allí se iba solo, mayoritariamente, a hacer tareas. La biblioteca, en más de una ocasión, era asociada con el bullicio que se escucha en una plaza de mercado. Ninguna campaña servía. Los lectores no iban y las quejas arreciaban.
¿Los tiempos cambian? ¿Hay muchas necesidades económicas en la gente nueva, y todo empeoró después de la pandemia? ¿Hace falta más imaginación para atraer como, creemos, antes a los públicos y que llenen los escenarios, entusiasmados y dispuestos? Preguntas. Habría que ser un permanente inconforme. Porque para los conformes todo está muy bien como está. Y no.
La buena calidad se impone y atrae, sin necesidad de presiones. Esa debe ser la mayor consigna de la Universidad de Antioquia. Y de buena calidad está llena.
La universidad y las utopías
Por: Eufrasio Guzmán Mesa, filósofo, docente del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia.
Quizás George Simenon tenía buena parte de la razón cuando afirmó que la vocación de la escritura no es otra cosa que la aceptación de la infelicidad como único destino posible, eso es algo mayor que el deber autoimpuesto de no dejar pasar un solo día sin escribir una página. Cuando se toma como opción vital la escritura hay un deseo innegable de comprender, pero en algunas vocaciones literarias el deseo de imitar es fuerte como en el caso de Faulkner, fascinado con las ideas de Simenon de caminar todo el día, hablar con personas sencillas, dormir en un burdel, ingerir una pinta de whisky y amanecer escribiendo. Pero, en el caso de la universidad y su relación con las utopías el asunto no es tanto encarnar, expresar, como sí lo es comprender, investigar, difundir y, siempre en un ambiente crítico, examinar, estudiar y revisar los fundamentos y las pretensiones de las utopías. Y no obstante ha resultado que por épocas la universidad, desde un observador cuidadoso interno o externo, parece fascinada con algunas utopías en particular. Se plasman en sus muros y se terminan de aceptar como dogmas. Veamos.
Las utopías han sido presentadas, paradójicamente por significativos escritores como Víctor Hugo, como “la verdad del mañana”. Son expresión de la capacidad humana de imaginar, así sea desde el hambre y la necesidad insatisfecha, como es el caso de algunas de la Edad Media, el País de Jauja o de Cucaña, con ríos de leche, miel o vino y alimentos sin restricción y ausencia de necesidad de trabajar. Brueghel ilustró de manera precisa esas fantasías. Las utopías de mayor fuerza, y posible realización, aparecen con la modernidad. Y es que buena cantidad de las utopías que el mundo occidental ha adoptado tienen puntos en común; al depender o estar relacionadas con la capacidad de imaginar, en ellas toman asiento elementos comunes como la supresión de la propiedad privada, considerada la creadora de profundas injusticias si están asociadas, además, a los derechos de herencia y sucesión; proponen algunas una comunidad de bienes y una rotación de oficios tal como en algún momento se intentó en Cuba, con la zafra de los 10 millones de toneladas de azúcar, que llevó a intelectuales, profesionales de todo tipo a ir a cortar caña de azúcar. Estas utopías están a contrapelo de la que planteó Platón en La Republica donde el rey debe ser un filósofo.
En cuanto al derecho a la propiedad, desde Virgilio en sus Geórgicas hasta Marx o los kibutz de Israel, se plantea una tierra sin vallas o alambrados; en el caso de Tomas
Moro se simplifica el aparato de estado, unas pocas leyes, que podamos memorizar, además de unos pocos objetos durables y útiles, muy a tono con la oposición actual a la obsolescencia programada que inunda la tierra de artículos banalizados, con poco uso, montañas de ropas, chatarra que inunda caminos y poblados y detritus de todo tipo que forman islas en los mares e impiden la llegada de aguas al mar. Vasco de Quiroga, traductor de Moro, pensaba como él que eso solo se daría más fácilmente en comunidades de máximo 2.000 habitantes y un ambiente de comunicación y planeación conjunta.
A pesar de su diversidad en las utopías también encontramos como elemento común la dura crítica a las clases dominantes y sus excesos, la recomendación de austeridad a los políticos, la propuesta de poner a la comunidad por encima de los individuos y algo que las universidades del planeta no dudarían en suscribir: la confianza en la ciencia y la racionalidad y una nítida expectativa en el progreso. A utopías muy vigorosas y actuales, como las de los socialistas del siglo XIX, debemos el deseo de la perfección humana, la introducción de los derechos económicos y políticos, la libertad de elección o participación en la conducción de los asuntos públicos y hasta el derecho a la rebelión o el regicidio (John Locke). Y no olvidamos que un tema tan debatido con algidez desde el siglo XX como el de la eugenesia, la justicia social y la posibilidad de un salario básico o renta universal (Henri de Saint-Simon o Thomas Pogge) tienen un sesgo utópico de marcada claridad y pertinencia histórica.
El actual gobierno colombiano ha puesto sobre el tapete, por ejemplo, que sobre el derecho a la movilidad por autopistas y vías muy desarrolladas se debe poner el derecho a la salud, la educación y la cultura. Utopías duras, que han liderado procesos radicales del siglo XX, sobre todo en Asia, proponen eliminación del estado, abolición de las clases sociales y preeminencia o dictadura del proletariado que permita muchas cosas como la disminución de las horas de trabajo y, por encima de todo, el abandono del pacifismo, la destrucción de la burguesía y los terratenientes; estas utopías que llamo duras se oponen a los cooperativistas y otros que considera demasiado espirituales y poco realistas, pero se han encarnado en proyectos políticos que han tenido genocidios descomunales como macabro resultado (Stalin y Mao).
Y somos conscientes de que sobre los puntos enunciados anteriormente de manera optimista o simplemente propositiva se ciernen las severas críticas de las Antiutopías y las Distopías (George Orwell o Stanislaw Lem) que expresan una honda crítica a la fe en el conocimiento, una duda en la razón como motor intelectual y una desconfianza en el progreso y hasta el fin de la historia (Fukuyama). ¿Qué hace la universidad frente a todos estos temas, o mejor, qué debe hacer frente a la imposición de utopías? Y la respuesta, por supuesto, no debe ser imaginaria, como la dominación en la sociedad
de quienes proponen el amor libre, la destrucción de la familia o la dominación y el control de la sociedad a partir del género, como se intentó ya en Colonia Cecilia de Brasil. Lo primero es que no puede una institución como la universitaria caer en el camuflaje o la adopción irrestricta de una tal o cual utopía, como alguna que se plasma en muros centrales del campus. En el futuro las universidades deben tener la posibilidad de estudiar las utopías, evaluar su capacidad prospectiva y proponer a la sociedad que se alimente críticamente de los valiosos elementos que muchas de ellas tienen.
¿Nuevos dioses o nuevos peligros?
Por: Julio González Zapata, abogado, docente de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Antioquia.
Siendo un poco aguafiestas, quisiera hablar sobre los peligros de la tecnología de la informática. Y digo que aguafiestas porque con toda razón se me podrá decir que esa tecnología ha logrado hacer del mundo una verdadera aldea global, que se ha vuelto imprescindible en nuestra cotidianidad, que los servicios de los que nos valemos a toda hora serían imposibles sin ella y que, además, los avances que puede obtener la humanidad en la ciencia, otras tecnologías, y, en general el conocimiento, son incalculables y posiblemente, todavía se pueden esperar mucho más. Es decir, que se ha vuelto imprescindible. Sería necio discutirlo. Pero que igual de evidentes son los daños que se vienen causando sobre todo en dos asuntos de suma importancia: la democracia tal como la entendíamos, es decir, que deben gobernar los que libremente elijan las mayorías, supuestamente bien informadas y el deterioro notablemente de la discusión pública que han generado las redes sociales.
Sobre esto no tengo nada original que decir. Apenas recordar un autor y apoyarme en una autora contemporánea.
El recuerdo proviene de Edwin Sutherland que escribió hace más setenta años un libro que lo hizo famoso: El delito de cuello. Terminado de escribir en 1949 apenas se pudo publicar completo en 1983, más de treinta años después de la muerte del autor. Esa demora en su publicación se debió a que la obra documentaba que las setenta grandes corporaciones de EE.UU. y sus directores, actuaban como verdaderos criminales profesionales porque violaban sistemáticamente la ley, se burlaban del público, menospreciaban al gobierno y jamás alcanzaban el reproche social ni las sanciones penales ni el estigma social que recibían los delincuentes de pequeña monta, y en muchos casos, su prestigio aumentaba porque simplemente se les consideraba empresas y empresarios exitosos. El autor en su momento no encontró editor por el temor a represalias.
Guardando algunas similitudes, Shoshana Zuboff ha escrito, sesenta años después de Sutherland, sobre las grandes compañías informáticas y la conducta de estas las encuentra bastante similares a aquellas que estudió Sutherland. Su prepotencia se ejerce contra todos los Estados, al punto que los han convertido en sus clientes. Apple, Amazon, Microsoft y Facebook especialmente, definen la suerte de la población
y que por ende del mundo. Algunos de sus ejecutivos y dueños, súbitamente handevenido en los opinadores de lo divino y lo humano. Ya no son esas terribles organizaciones como la CIA, la KBG y nuestro desaparecido DAS, quienes nos vigilan sino esos gigantes de la informática. Nos vigilan y pretenden orientarnos nuestros gustos y nuestras opiniones. Su inmenso poder, ha dejado a la democracia convertida en un cascarón sin contenido.
Cierto uso de las redes explica que personajes que en otras condiciones los hubiéramos considerado como especímenes exóticos, haya podido ganar la presidencia en varios países. Hoy un político con aspiraciones no se rodea de expertos en los diversos temas que cuando ocupe el cargo debería enfrentar, sino que acude a expertos en el manejo de las redes que le permitan ganar adeptos mediante mensajes sencillos, generalmente engañosos, pero que apelan a las emociones de los destinatarios, para generar amores u odios irracionales. Cualquier opinión sin sustento, y en algunos casos delirante, puede generalizarse y su autor se puede convertir en un personaje reconocido.
¿Qué podríamos hacer frente a estos desafíos en una institución como la Universidad de Antioquia?
Como básicamente vivo del pasado las claves intento buscarlas allí. Cuando hace más o menos tres siglos la humanidad derrotó a la fe con la razón, se trataba básicamente de una batalla contra los representantes de Dios en la tierra. Hoy esos dioses están entre nosotros y operan con una lógica parecida: todo es natural y no podemos hacer nada porque “el mundo es así”.
Me aferro a la esperanza de que algo pueda cambiar y en las universidades algo se puede hacer: por lo menos apelar al conocimiento serio y no a la charlatanería y sobre todo recuperar aquella vieja enseña de que debemos pensar por nosotros mismos y no dejamos arrastrar de las emociones. Retomar a Kant, no para salir de la minoría de edad, sino para des-sujetarnos de un mundo que nos presenta como natural pero que fue construido por quienes ya no ocultan sus rostros. No es renunciar a la tecnología sino denunciar e intentar modificar sus malos usos. La universidad cuyo patrimonio es el conocimiento, debe levantar la voz ante un mundo reducido a chips. Y del que, por desgracia, nos vanagloriamos.
Referencias bibliográficas:
Zuboff, S. (2021). La era del capitalismo de la vigilancia. La lucha por un futuro humano frente a las nuevas fronteras del poder. Bogotá: Paidós. Sutherland, E. (1999). El delito de cuelllo blanco. Madrid: La piqueta.
La sociedad del conocimiento y la universidad
Por: Francisco Cortés Rodas, filósofo, docente del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia.
El sistema de educación superior colombiano se enfrenta a nuevos problemas y realidades determinadas por los cambios producidos por la globalización económica y las transformaciones en el orden internacional, que inciden en las instituciones de educación superior y provocan modificaciones en su forma y misión. Lo que impuso el neoliberalismo, incorporado y consolidado en muchas universidades públicas del país, es que la universidad debe actuar como una empresa manejada estratégicamente buscando el éxito en la competencia por fondos, profesores y estudiantes y debe abandonar la idea de la comunidad científica como una institución básica de la producción colaborativa del conocimiento como un bien público global, y avanzar hacia la producción de un conocimiento competitivo como un bien privado para obtener rentas monopólicas en la competencia global para la innovación económica, escribió Richard Münch. (ver: https://bit.ly/3crvpKL).
En la época del despliegue de la cultura de la sociedad neoliberal, la universidad se ha orientado básicamente por el valor de mercado del conocimiento y se distancia de la formación de los ciudadanos en las disciplinas humanísticas. “Actualmente, el estado de la educación humanista se ve deteriorado por todos sus flancos: los valores culturales la desdeñan, el capital no está interesado en ella, las familias llenas de deudas y ansiosas por el futuro no la exigen, la racionalidad neoliberal no la indexa y, por supuesto, los Estados ya no invierten en ella”, dice Wendy Brown. (ver: https://issuu.com/anthropos-editorial/docs/conflicto_facultades_issuu).
Frente a estas situaciones es necesario proponer una nueva idea de universidad, ya que estamos ante el momento de decidir entre una concepción de universidad centrada en el conocimiento científico, la innovación, la renta y el crecimiento económico, y otra en la que se articulen la ciencia y la investigación con el cultivo de las humanidades, las ciencias sociales y las artes.
Quienes conciben la universidad como el lugar fundamental para el conocimiento científico, la innovación, la renta y el crecimiento económico se basan en el denominado paradigma de la “sociedad del conocimiento” en el cual se plantea como problema fundamental: ¿cómo incrementar en las universidades e institutos de investigación el capital científico? “En primer lugar debemos contar”, escribe Vannevar Bush, “con muchos hombres y mujeres formados en la ciencia, porque de ellos
depende tanto la creación de nuevo conocimiento como su aplicación a finalidades prácticas. Segundo, debemos fortalecer los centros de investigación básica que son principalmente las facultades, escuelas e institutos de investigación. […] Sólo ellas dedican casi todos sus esfuerzos a expandir las fronteras del conocimiento” (1945: 7).
Esta radical transformación de la relación entre ciencia y técnica o tecnología que ha conducido a que la ciencia básica se haya transformado en un generador de descubrimientos científicos inspirados en muchos casos por consideraciones de uso, ha tenido un profundo efecto en la estructura de la universidad. La sociedad basada en el conocimiento y su economía determinan que la universidad se oriente hacia la creación de un conocimiento en el que los procesos científicos estén relacionados con aplicaciones técnicas y con procesos de innovación tecnológica. Tales investigaciones han producido el conocimiento fundamental para dar respuesta a determinados problemas sociales; y no solamente son importantes por sí mismas, sino que crean la oportunidad de que el apoyo público para este tipo de investigación sea aceptable para los políticos y los contribuyentes.
En la “sociedad del conocimiento” se requieren instituciones del conocimiento que sean capaces de articular investigación científica, aplicación, distribución e innovación en un amplio contexto social. El conocimiento en esta sociedad es un recurso que debe ser orientado al crecimiento económico, la productividad, y la universidad debe articular sus tradicionales objetivos relacionados con la formación, la docencia y la investigación con una visión pragmática y utilitaria del conocimiento.
En la propuesta del modelo de la “sociedad del conocimiento”, que está en la base de lo que se ha denominado “universidad de investigación”, las ciencias sociales y las humanidades no son concebidas desde su específica racionalidad. Están insertas en la propuesta no como saberes independientes con su propia historia y tradición ni como disciplinas de investigación que tienen cada una su particularidad, sus formas de comunicación, de publicación y racionalidad. Las ciencias sociales y las humanidades son definidas de forma subordinada frente las otras ciencias, como disciplinas que darán un apoyo del conocimiento a estas universidades para plantear los paradigmas del desarrollo en el país. Se concibe que las primeras deben servirles de apoyo, de adorno a las segundas para hacerlas más “culturales”. En este sentido, se puede afirmar que las ciencias sociales y las humanidades están incluidas en el planteamiento desde una visión unilateral del conocimiento científico, la universidad y el país.
Para algunos científicos y filósofos de la ciencia, es una opinión fuertemente arraigada desde los siglos XIX y XX que la ciencia ha hecho el mundo moderno y que es ella la que ha formado su cultura. Consideran que la ciencia dirige la economía, la política, la cultura, y que la práctica científica ha sido la fuerza determinante en el
desarrollo y la expansión de la globalización. El hombre moderno piensa en términos científicos, y pensar de otra manera, afirman los científicos, es pensar de forma inadecuada, absurda: “Para bien o para mal, la ciencia está en el centro de cada dimensión de la vida moderna. Ella ha formado la mayoría de las categorías en términos de las cuales pensamos” (Shapin, 2008: 10). Para estos autores, “el progreso social depende de la creación de puestos de trabajo, estos de las empresas y el comercio, que dependen a su vez de la invención de nuevos productos y por tanto de las innovaciones tecnológicas, las cuales sólo surgen si hay investigación científica aplicada y, como fundamento de ella, investigación básica” (Echeverría, 2003: 211).
Pero la sociedad no se apoya únicamente en el dominio de la naturaleza, en el descubrimiento de nuevos métodos de producción, en la construcción de máquinas, en los importantes avances de la medicina o en la dirección de la economía; la sociedad se basa en todo esto, tanto como en la creación de aquellas prácticas que permiten una comprensión de la historia, las culturas, la ordenación normativa de las relaciones entre los hombres, la dominación de unos hombres por otros. El surgimiento de las ciencias sociales y humanas en la modernidad no se produjo con los métodos que los investigadores de la naturaleza habían utilizado para descubrir unas leyes en el mundo natural.
Las áreas de ciencias sociales y humanidades, que se desarrollaron desde el inicio de la modernidad, no siguieron el progresivo camino de las ciencias. Frente a la afirmación triunfalista de que la ciencia ha hecho el mundo moderno y ha creado la cultura moderna, la filosofía y las ciencias sociales han sido críticas de los procesos de modernización. Desde Rousseau y Marx, hasta Lukács, Durkheim, Adorno, Horkheimer, Arendt y Freud, las ciencias sociales y humanas se han ocupado de develar las profundas patologías de la sociedad moderna y de señalar el camino de la emancipación social y política de las sociedades.
En suma, el modelo de “universidad de investigación” tiene un problema central: se basa en una política de Estado que define que la financiación debe ser casi exclusivamente para “ciencia, tecnología e innovación”. Esta política pone en un segundo lugar la orientación sobre la universidad basada en “sociedad”, propiciando así solamente la competitividad y la productividad y olvidándose de la formación de la persona, del ciudadano y del individuo racional. Al dejar que la política educativa sea diseñada exclusivamente por científicos y empresarios, ella queda supeditada a los cálculos de los beneficios empresariales.
Este modelo de “universidad de investigación” se preocupa básicamente de la especialización y la orientación hacia la investigación doctoral y deja de lado la educación de las personas, la formación en los asuntos básicos de las culturas,
las grandes civilizaciones y las humanidades. Indiscutiblemente, la especialización y la formación investigativa deben realizarse, pero a partir de unos conocimientos generales sobre la historia, la política y el arte; sin ellos, como decía Ortega y Gasset, la educación es barbarie. “Debido a la fragmentación predominante en los estudios, la mente de los estudiantes no recibe ninguna estimulación para conseguir una visión integral del mundo: la universidad se ha transformado en un politécnico” (Oakeshott, 2009: 147). La universidad debe investigar, pero también tiene como tarea fundamental la formación; una universidad que no enseñe no es una universidad, del mismo modo que una universidad que no promueva por igual el desarrollo de todos los saberes, tampoco lo es.
Pensar que la investigación en ciencias naturales e ingenierías se opone a las humanidades no es más que un argumento falaz de una visión muy ideologizada de la ciencia, pues hay elementos inevitablemente humanos en la investigación en cualquier campo. Esto se puede apreciar en la obra de cualquier gran científico, no solo como reflexiones aisladas sino como constitutivas de sus prácticas investigativas (Newton, Darwin, Einstein). Pensar que la investigación natural no es humana y social es una idea equivocada y una de las falacias que circulan con naturalidad en el mundo de la ciencia.
El poder político de la universidad pública
Por: Germán Valencia, economista y doctor en Estudios Políticos, docente del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia
La política tiene el poder de convertir un asunto privado en un problema público. En su mundo, un tema personal, que se desenvuelve en el espacio de lo íntimo y que aparentemente le puede interesar a tan solo un número reducido de sujetos, se puede transformar en pocos días en una cuestión que le interesa a muchos y en el que es conveniente que todos nos vinculemos en su discusión (Warren, 2003, p. 21).
Este poder transformativo de la política opera todos los días. Ocurre, por ejemplo, cuando a un líder social o a un periodista se le hace un atentado o se le asesina. Ante estos hechos trágicos, la política lo convierte en un tema de interés nacional o internacional. En pocas horas, luego de los acontecimientos, alzamos la voz para solidarizarnos con aquel que sufrió la agresión —como ocurrió con el semanario satírico francés de izquierda Charlie Hebdo, donde todos, luego de los atentados terroristas de enero de 2015, comenzaron a llamarse Charlie (Rotger, 2025).
Es decir, la política tiene en sus manos el potente mecanismo de, si se lo propone, lanzar a la esfera pública todos aquellos problemas que acontecen en el mundo de lo privado. De llevar los problemas del espacio íntimo —de la habitación matrimonial en una casa o de las oficinas— a la plaza pública. Convierte un asunto marginal —como el maltrato que un miembro de una pareja le da al otro o el acoso laboral que sufre un trabajador de una empresa cualquiera— en tema que todos sentimos y donde es necesario que todos nos involucremos en su tratamiento.
Este mismo poder transformador lo posee la universidad pública. En estas organizaciones de educación superior se logra que, en tiempos relativamente cortos, se metamorfoseen asuntos cuasi-privados —que ocurre en un aula, una oficina o un pasillo— en problemas colectivos. Incluso, tiene el poder de traer a sus ágoras de discusión —una asamblea estudiantil o un claustro de profesores— asuntos que ocurren en barrios marginales de la ciudad, en las lejanas veredas del departamento o en los apartados rincones del mundo.
Este poder transformador de la universidad pública le viene dado, no por la fuente de sus recursos —que, en su mayoría, provienen del Estado y que lo único que hace es convertir a estas organizaciones en entidades estatales (Valencia, 2010, p. 39)—, sino
por el poder político que tienen para transmutar los problemas. O en palabras de David Easton (1999) o Harrod Lasswell (1936), en el siglo XX: por la fuerza social que posee de “asignar valores como autoridad” pública. Como el respeto por la diferencia, la importancia del conocimiento, el desprecio por la mala distribución y las injusticias sociales y el cuidado y compromiso que debemos tener con los peores favorecidos en la escala social.
La universidad pública tiene el poder de ayudarnos como sociedad a que logremos clarificar nuestros intereses normativos en el mundo de la política (Warren, 2003, p. 21). Nos ayuda a convertir esos asuntos cotidianos —que ocurren y se desenvuelven en sus aulas, pasillos y oficinas o en los espacios íntimos y cotidianos de la sociedad— y llevarlos al lugar donde estamos todos. Convierte temas como el maltrato animal, la violencia feminicida o la destrucción criminal de un río o una montaña en un asunto en el que debe involucrarse toda la sociedad.
En los 220 años de la Universidad de Antioquia —los mismos que cumplió en octubre de 2023—, está organización educativa ha logrado construirse y mantenerse como una institución que ha estado presente en la mayoría de los debates públicos de la ciudad, del departamento y del país. La sensibilidad que ha manifestado siempre frente a las problemáticas humanas y sociales de su entorno, le han permitido convertir asuntos cuasi-individuales y transformarlos en asuntos colectivos.
En su historia, el Alma Mater de los antioqueños ha servido de espacio para que se discutan importantes temas. Así ocurrió a comienzos del siglo XIX, donde se configuró como “el proyecto intelectual de la independencia” (Uribe, 1998, pp. 1-84). Un siglo después, cuando está institución educativa se convirtió en el proyecto social del nuevo siglo, con las ideas republicanas de Carlos E. Restrepo (pp. 197-330). O con los aportes que hizo desde mediados del siglo XX hasta hoy, cuando realizó el “pacto universitario” por la autonomía partidista, la modernización científica y la diversificación académica (pp. 467-654).
Durante todo este tiempo la Universidad ha sabido leer las demandas y necesidades de la población, del sector empresarial y del mundo globalizado, y transformarlo en nuevos y variados programas académicos de pre y posgrado. Espacios formativos con lo que ha sabido moldear las mentes inquietas y comprometidas de miles de profesionales que con sus conocimientos han sido capaces de transformar espacios y formas de vida, proponiendo y ejecutando políticas y programas para promover la responsabilidad social empresarial, el bienestar comunitario y el reconocimiento cultural.
También, como centro de pensamiento ha logrado configurar unos programas de investigación y de extensión, con agendas construidas colectivamente y desde las regiones que le vienen permitiendo atender las necesidades de las comunidades agobiadas por el conflicto armado, el cambio climático y la pobreza y desigualdad territorial. Sus grupos de investigación, atentos a las condiciones sociales, vienen realizando estudios sobre las causas, la naturaleza y las consecuencias de fenómenos como la violencia y el crimen organizado, el subdesarrollo económico y social, y los vacíos democráticos e institucionales.
Está dinámica de trabajo desde la docencia, la investigación y la extensión le ha permitido a la Universidad de Antioquia aportar con evidencia a los proyectos colectivos nacionales. Por ejemplo, desde hace varias décadas se viene trabajando para que la educación terciaria se convierta en un derecho ciudadano y no en un servicio que se presta a cambio del pago de una matrícula. También, en la importancia de avanzar en el destierro de todos los espacios públicos y privados de la violencia basada en el género. O en asumir con responsabilidad, el cuidado del medio ambiente y la transición energética.
De allí que la propuesta para la Universidad de Antioquia —que somos todos: estudiantes, profesores, administrativos, egresados y visitantes— en sus 221 años de vida es continuar con esta dinámica transformadora. Se le propone seguir siendo un espacio abierto, receptivo y comprometido con la realidad social. Abierto a la escucha, a la conversación, al debate y a la aparición de nuevos temas. Receptivo, para que las demandas individuales y colectivas se les dé un lugar en la discusión pública, que es su naturaleza. Finalmente, comprometido con la transformación social, para mejorar la vida de las millones de personas que tienen la esperanza puesta en la labor universitaria.
De esta manera la Universidad de Antioquia estará siempre vigente: como organización educativa, como proyecto colectivo y como espacio político. Una universidad que sabe leer las necesidades humanas —los sentires, que generalmente se dan en los espacios privados— y que se apresta para convertirlos en asuntos de todos. Una universidad pública a la que le interesa el cuidado que todos debemos tener con el cuerpo de un niño o niña en la casa, el respeto que debemos guardar con la apariencia física o el vestir de un compañero de trabajo, el valor sagrado que debemos darle al agua y la naturaleza, y, en especial, la defensa permanente del bienestar colectivo y planetario.
Una Universidad de Antioquia que contribuye con sus debates y opiniones —razonables y razonadas— a mejorar las condiciones de vida individual y colectiva, a aportar a la reducción de las violencias y defender los valores democráticos y la buena
convivencia. Una universidad que con su espíritu abierto, deliberativo, crítico y creativo está siempre atenta a proponer variadas formas de atender esos agravios, esas injusticias y esas vidas anuladas que se gestan en el mundo privado y traerlos al espacio de lo público para convertirlo en un asunto de todos.
Finalmente, una universidad pública vinculada con la realidad, que se ofrece como escenario para que aparezcan y fluyan las ideas, para escuchar y ser escuchada, para ella cambiar y también transformar. Para que siga siendo —como lo sugieren los padres de la ciencia política— un actor que guíe nuestros intereses normativos en la esfera pública. Así, nuestra Alma Mater nunca pasará de moda, pues sabe llevar a la escena pública nuestras mayores necesidades.
Referencias bibliográficas:
Easton, David. (1999). Esquema para el análisis político. Amorrortu. Lasswell, Haroll. (1936). Politics: Who gets What, When, How. Whittlesey House. Rotger, Francesc. (15 de enero de 2015). Todos nos llamamos Charlie Hebdo. Diario de Mallorca. https://www.diariodemallorca.es/bellver/2015/01/15/llamamos-charlie-hebdo-3772771.html
Uribe de Hincapié, María Teresa (coord.). (1998). Universidad de Antioquia. Historia y presencia. Universidad de Antioquia.
Valencia, Germán. (2010). Sobre lo público de la universidad pública. En Universidad y coyuntura. Una ocasión para decir. Pp. 39-42. Claustro de profesores, Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia.
Warren, Mark. (2003). ¿Qué es la política? En: Arteta, Aurelio; García, Elena; Máiz, Ramón (2003). Teoría Política: poder, moral, democracia. Pp. 21-48, Alianza Editorial.
Por: Juan Esteban Villegas Restrepo, egresado del Doctorado en Literatura de la Universidad de Antioquia. Universidad, activismo y saber literario
Merecedores de admiración, respeto y solidaridad serán siempre los diferentes tipos de activismos que florezcan en la universidad. No encuentro lógico que alguien que se precie de amar el proyecto científico, social y cultural más importante del departamento, y uno de los más importantes del país, no celebrase los aportes que estos, en tanto espacios para la producción de teoría y praxis, así como para el ejercicio libre y comprometido de la ciudadanía, le hacen de manera constante a la cultura universitaria. A lo anterior debe añadirse que la intervención participativa que en muchos casos les vertebra, promueve sin duda alguna un diálogo más dinámico y menos paternalista con la sociedad.
¿Pero qué pasa cuando el activismo académico comienza a desplegarse en el marco de un modelo de educación superior como el actual, construido mayoritariamente sobre la base de un capitalismo cognitivo? ¿Bajo qué criterios verdaderamente vinculados a los procesos formativos y disciplinares de nuestros estudiantes debemos acercarnos al diálogo de la praxis con la teoría? ¿Cómo pensar una integración que no vaya en perjuicio de los cimientos epistemológicos del conocimiento científico que se produce en la universidad, pero también de las bases epistemológicas, metodológicas, organizacionales y hasta incluso afectivas del activismo? ¿Cómo velar por que estos (los activismos) no se conviertan en espacios para la domesticación de la acción y el pensamiento?
II
Frente a estas preguntas, cargadas de reservas y temores, no faltará quién diagnostique nerviosismo academicista y nostalgia profesoral por el desmoronamiento tanto físico como simbólico de los vestigios últimos de esa ciudad letrada de la cual soy en efecto parte. O quien, parado en la orilla de la pedagogía, sostenga que mis dudas ignoran el hecho de que la inserción curricular del activismo, además de encontrar legitimidad en los lineamientos curriculares del país (diseñados hoy con base en los criterios, a veces irresponsables, de una supuesta “flexibilidad académica” y un “currículo innovador”), es también una oportunidad para acentuar la responsabilidad y el compromiso de la universidad para con la sociedad. No faltará, finalmente, quien vea en este reclamo de antiguos fueros un gesto reaccionario.
Pero más reaccionario y contrario al espíritu de justicia social sería ignorar la trampa que el discurso del universalismo universitario de la identidad y la diferencia supone para los activismos que allí se gestan. El mismo que de un tiempo para acá se ha materializado en la imagen de la universidad políticamente comprometida y crítica, que promueve el activismo, pero que al mismo tiempo pareciera contentarse, solamente contentarse, con enfatizar la exclusión o violencia a la que están sometidos ciertos grupos sociales[1]
III
“Vacuna” es la palabra que usa Roland Barthes en su libro Mitologías (1957) para señalar el proceso a través del cual se inmuniza “lo imaginario colectivo mediante una pequeña inoculación de la enfermedad reconocida” para posteriormente defenderlo “contra el riesgo de una subversión generalizada”[2].
Por lo menos en las humanidades, y sobre todo en los estudios literarios, los efectos de esta vacuna son ya constatables en muchos de los procesos de docencia e investigación del país y la región. Inoculación que, por ejemplo, ha posibilitado a nivel pedagógico y curricular la permeación acrítica, sustancial e irónicamente conservadora y jerarquizada de retóricas, posturas y formas de leer que, guiadas por un supuesto anhelo de reivindicación, convierten al lector en un simple y pasivo ventrílocuo de reclamos y denuncias, y a la literatura en un simple “texto” que, si se me permite el juego cacofónico, no es más que un pretexto para hablar de todo, menos del texto.
En la base mesocurricular de este universalismo universitario de la identidad y la diferencia está, entre muchos otros, el paradigma neohistoricista estadounidense de los años 80 al que tanto se enfrentaron críticos literarios como Harold Bloom e historiadores como Dominick LaCapra. Inicialmente aplicado al estudio de la episteme renacentista por críticos como Stephen Greenblatt, Catherine Gallagher, Gilles Gunn, entre otros, dicho paradigma surge entonces como respuesta a la inmensa brecha entre “mundo” y “texto” que se había ido formando a manos del inmanentismo formalista de escuelas o paradigmas anteriores (el formalismo ruso, el new criticism estadounidense, la estilística, el estructuralismo francés y checo, entre otros).
Su incorporación en los predios de la crítica y la teoría literaria se da, como muchos podrán haberse percatado ya, de manera paralela y para nada casual a la desintegración de la Unión Soviética (hecho que además coincide con la institucionalización hegemónica de los estudios culturales angloamericanos, para ese momento en su tercera fase) , y por la vía, siempre rentable, del discurso redentor con tintes sociologistas que, ufanándose de su espíritu emancipador, deriva sin embargo en neutralizaciones o regresiones no sólo políticas, sino también científicas y estéticas:
-Políticas, porque fiel a su sustrato ingenuamente culturalista, este acentúa, por ejemplo, el fenómeno de las guerras o diferencias culturales para de ese modo esquivar, vía el próspero mercado capitalista de identidades e identificaciones siempre instagrameables, cualquier tipo de reflexión crítica con perspectiva económica y/o política[4];
-Científicas, porque en virtud de su espíritu “aperturista”, “interdisciplinar” e “innovador”, este termina tarde o temprano volatilizando o desechando de manera irresponsable propuestas crítico-teóricas y/o metodológicas previas, para así facilitar el aterrizaje masivo y económicamente rentable de handbooks y manuales teóricos Made in USA que, aunque ajenos a nuestras realidades, deben no obstante citarse. A lo que habría que añadir que, por lo menos en el contexto de los estudios literarios latinoamericanos y caribeños, estamos hablando de aportes que, en su momento, encarnaron, con férrea convicción, un anhelo genuino de soberanía intelectual, haciendo de todo algo más deleznable todavía. De ahí lo atractiva que resulta para muchos en el aula esa hermenéutica de la sospecha, con sosos matices foucaultianos, en la que el desmantelamiento de las relaciones de poder en términos de raza, clase, sexo, género y, de un tiempo para acá, naturaleza y medioambiente (vía la llamada “ecocrítica”), se convierte en la única, aburrida y autocomplaciente variable de análisis. Hecho que no fuera del todo problemático tampoco si no fuera porque lleva a que el crítico y teórico literario en formación llegue, y sin sonrojarse, a las mismas benditas conclusiones a las que, con todo respeto, probablemente llegaría también un sociólogo o antropólogo en formación[5];
-Y estéticas, por cuanto la obra literaria pasa de ser producto estético de creación verbal, a ser un simple “texto” o documento social del cual se sirve el crítico para “reproducir un saber ya sabido”[6].
IV
Estamos ante un borramiento irresponsable de la radical alteridad del activismo; un paulatino debilitamiento del rol social, político y cultural que debe cumplir la universidad; una peligrosa regresión en términos de formación disciplinar; y, no menos importante, una penosa complicidad institucional con una estrategia de mercadeo académico que apela a la emancipación social y política para hacerse más rentable.
Es por ello por lo que, hoy más que nunca, la pregunta por el diálogo entre activismo y academia debe ser, antes que nada, una pregunta por los lenguajes, marcos epistémicos y apuestas curriculares que empleamos para formular dicha pregunta y, en esa misma vía, una pregunta por nuestra capacidad para dar respuesta a nuestros propios interrogantes.
Cierro con estas palabras de Rafael Gutiérrez Girardot: “Esto no es otra cosa que una invitación y un desafío a que la Universidad hispanoamericana deje de ser negocio diverso y se convierta en el alma mater de nuestra historia”[7]
Referencias bibliográficas:
[1] Escobar Chacón, J. D. (2018). Universalismo, identidad y discurso académico en el contexto de la globalización. Literatura: teoría, historia, crítica 20(2), p. 157. Énfasis mío.
[2] Barthes, R. (1980). Mitologías, trad. Héctor Schmucler. Siglo veintiuno editores, p. 134.
[3] Castro-Gómez, S. (2000). Althusser, los estudios culturales y el concepto de ideología. Revista Iberoamericana, LXVI(193), 737-751.
[4] Sánchez Parga, J. (2006). El culturalismo: atrofia o devastación de lo social. Perfiles latinoamericanos, 13(27), p. 195.
[5] Pozuelo Yvancos, J. M. (2023). Prefacio. Los desafíos de la teoría literaria. En: Norma Angelica Cuevas Velasco y Raquel Velasco (Coord.), Escrituras desbordadas. Variaciones sobre el pensamiento literario. Universidad Veracruzana, p. 13.
[6] Garayalde, N. (2023). ¿A dónde va la enseñanza literaria? Káñina - Revista de Artes y Letras, XLVII(3), p. 236.
[7] Gutiérrez Girardot, R. (1989). Temas y problemas de una historia social de la literatura hispanoamericana. Ediciones Cave Canem.
Palabras para un nuevo rumbo
Por: Gloria Patricia Peláez Jaramillo, psicóloga, psicoanalista, docente e investigadora de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad de Antioquia.
La universidad es un cuerpo vivo con una larga historia. Seguramente sus pasos prematuros, y sus balbuceos fueron acogidos por la época que la abrazó e insufló aliento. Hoy, después de 220 años, nos interroga su efeméride, porque la vemos vulnerable y acosada por la desarticulación de su cuerpo. Sus miembros no la asumen en su integridad misional, y pasmados, quienes deseamos que perviva, apreciamos la irrupción e imposición de la pulsión mortífera que recrea la experiencia angustiante de su desintegración esquizoide. Observamos una anciana que apenas logra sostenerse; trastabilla a cada paso; nos duele su lenta y dudosa marcha y experimentamos la extrañeza cuando nuestra mirada se posa sobre la desfiguración de su presencia, la transformación de su cuerpo, de su campus; la distorsión que producen los olores que emanan de los corredores y espacios diseñados para estudiar. Contemplamos con tristeza la ocupación de sus rincones, y el abuso de su cuerpo maltrecho conquistado sin respeto. Nos extrañamos del ruido que acompañan en su conquista estos mercenarios del micro mercado que amordazan la voz de este cuerpo materno con parlantes y gritos.
Experimentamos la impotencia del desplazamiento; padecemos el malestar que nos produce el destierro a causa de los estímulos distorsionados que brotan de esta lógica que se impone cada vez con más fuerza, modificando el equilibrio y dinámica de la vida universitaria. Sentimos que apenas la Universidad logra sobrevivir en su marcha que parece trashumar por una trocha o desvío, con el irrumpir atiborrado de mesas de mercado, fritangas, juegos de cartas y cerveza como si fuera un gran bar. Al ingresar a este campo la pregunta se impone ¿en qué campo, campus nos encontramos? ¿acaso hemos perdido el rumbo? ¿A dónde han sido desplazados los estudiantes y profesores? ¿Qué pasó con el silencio para la escritura, la meditación, la lectura y el estudio? ¿A dónde se fue el campus universitario donde podríamos nuevamente recrearnos para el pensamiento crítico, analítico, político y reflexivo? ¿quién nos robó la universidad que era el refugio, donde los hijos del pueblo encontraban el abrazo, la calma, el lugar apropiado para cuidar el alma y el espíritu y cultivar su pensamiento?
La Universidad de Antioquia con sus 220 años alberga un legado, entre sus cicatrices y su piel ajada, está la escritura, el saber, una historia de producción, un cúmulo de razones para amarla y cuidarla y velar porque su unidad de cuerpo se restituya como
subversión a la lógica externa de la ciudad que quiere reflejarse en ella. Es posible la refracción, ese corte que parece imaginario es el efecto del saber, de la presencia de lo simbólico que nos permite corregir el desvío y reorientar el curso mediante la reconstrucción de los lazos solidarios universitarios. La solidaridad nace de una causa, y la causa es la universidad como territorio de todos. Si sustituimos estos lazos que nos unen a este Otro que es la Universidad y a los otros que en su cuerpo habitamos, podremos encontrar y retomar el rumbo. Podemos construir un nuevo contrato social educativo interno en la universidad para transmitir y extender esa conquista afuera, a la ciudad. Podemos subvertir el interés pragmático de la ideología de masas de mercado, ruido ensordecedor de estribillos que convocan al consumo de objetos insaciables, entre ellos el cuerpo de la mujer.
Podemos encontrar también por esa vía imaginaria del cuerpo espacial de la universidad, las escalas de lo simbólico, para nuevamente dibujar y repasar sus fronteras físicas y simbólicas que la reconfiguren y renueven sus sentidos: las jardineras para el café y el comentario sobre la realidad social; de auditorios y aulas colmados de personas ávidas de saber y habitados por los ecos del discurso, de la palabra aguda y de pensamientos audaces.
Podemos volver a experimentar las sensaciones de la carrera sin tropiezos en los corredores para llegar a clase sin retraso y no perder el encuentro con el diálogo, con la palabra que abre las ventanas al mundo, al debate de ideas y cultiva la reflexión. Requerimos que las oficinas estén al servicio de la investigación y la docencia; que las cafeterías propicien el descanso entre clases y las canchas cultiven el cuerpo para abrir muchos postigos mentales; que podamos volver a apreciar la fragancia de la flora y escuchar la fauna que nos rodea y despertar al saber con el canto de los pájaros que estimulen las alas de las ideas...
Este rumbo y sentido de la universidad es la apuesta vital por recobrar para recrear y regresar a la casa, a ese campus universitario como cuerpo articulado y armónico, como unidad vital cuyo centro simbólico se reconozca y nos ubique como imaginariamente logra hacerlo en el campus, la biblioteca que está adornada por la fuente como latido del alma que fluye. Nos percatamos que esta madre guarda en sus entrañas los cuerpos desnudos de quienes desean alcanzar el “firmamento”, buscar la luz del saber y del conocimiento. La universidad es madre de vida humana digna, razón para amarla y velar porque mantenga su rumbo y empuje. Urge velar por su causa solidaria que consiste en cuidar sus entrañas donde jóvenes, muchos aún niños, son acunados para que crezcan y activamente se formen como ciudadanos éticos y políticos capaces de pensar y transformar el lazo social.
Empecemos ya el porvenir
Por: Eduardo Domínguez Gómez, historiador, docente e investigador de la Facultad de Comunicaciones y Filología de la Universidad de Antioquia.
Este escrito indica un modo de entender el pasado, inaugurado en el siglo XX: ya la investigación histórica no es reflexión sobre lo ocurrido para analizar cómo pasó, cómo pudiera haberse evitado o la mejor manera de hacerles homenajes a las personas decisivas en las actividades económicas, políticas o sociales, merecedoras de consagrarlas en la memoria colectiva.
Es posible que lo afirmado en el título invite a la vía fácil de olvidarse del pasado, pero es lo contrario: examinarlo para buscar alternativas a lo que se está viviendo, gracias al balance (estado de pérdidas y ganancias) evaluador de lo hecho y los planes por realizar.
El examen de lo ocurrido en las experiencias educativas y militares desde que el edificio de los franciscanos se inauguró en 1803, pasando por los inicios de la república y continuado por la declaratoria fundacional como Universidad en 1822, en el gobierno del general Francisco de Paula Santander, hasta la consolidación de la ciudad universitaria a partir de su inauguración en 1968, nos permite afirmar que fue el proyecto cultural más destacado y sigue siendo el alma nutricia de la región que le ha permitido el diálogo con el país, el continente y el mundo.
Pero los problemas de desfinanciación, infiltraciones políticas, militares, guerrilleras y paramilitares, burocratización, monotonía y temor a lo distinto, han impedido la búsqueda de nuevos horizontes. Todo se achiquita cuando la creatividad no tiene espacio.
Para pensar hacia dónde debe dirigirse la universidad en los próximos años, es necesario observar sus aciertos y deudas con la formación profesional que requiere el país. Un examen a medio siglo de opiniones sobre su desempeño, expuestas en distintos medios, nos da buenas pistas para evaluar en qué condiciones nos hallamos.
Entre los miles de llamados de atención que se encuentran en la prensa y en las memorias institucionales, seleccionamos tres que apuntaron al meollo mismo del quehacer universitario. Dos fueron expuestos en la década de los 70 del siglo pasado; otro acaba de salir en el boletín de la Asociación de Profesores de nuestra alma mater.
El primero, contundente, lo hizo el arquitecto Antonio Mesa Jaramillo en su artículo “La Universidad como respaldo al pensamiento del gobierno”[1], donde afirmó que es propio de la universidad despertar y desarrollar la capacidad de innovación, entendida como creatividad e inventiva, como visión amplia de futuro, de las posibilidades, los medios y los fines. Y que para lograr tal propósito habría que comenzar por cambiar sustancialmente la orientación y la práctica de los métodos pedagógicos empleados, porque estos contribuyen sobre todo a limitar el empleo de los talentos genuinos y naturales, a suprimir la confianza en nosotros mismos, a dudar de lo nuestro y nos hace embelesar ante lo foráneo, impidiendo que busquemos soluciones propias y apropiadas para nuestros problemas auténticamente nuestros. Los métodos didácticos corrientes que se emplean en Colombia no desarrollan la inteligencia, porque ni siquiera la tienen en cuenta.
El segundo llamado lo hizo el Dr. Luis Carlos Pérez, ex -rector de la Universidad Nacional de Colombia, en su conferencia “La Universidad, traidora del pueblo y de la vida”[2]. Allí afirmó que la universidad había defraudado los cuatro atributos básicos del hombre: “el trabajo, la organización social, el lenguaje y la conciencia”. El primero, porque sus egresados salen a insertarse en un mercado laboral injusto y opresor, sin mediar crítica; la segunda porque no hace claridad a la sociedad sobre las opciones organizativas para forjar unas relaciones de cooperación solidaria que permitan a los pueblos mejorar sus condiciones de vida; el tercero porque termina diluido en tecnicismos abstractos que impiden la comunicación oportuna y clara de los avances del conocimiento y la técnica para que el conjunto social pueda apropiárselos; y la cuarta, la conciencia, porque la universidad no incide en su transformación para identificar la procedencia y características de lo que la oprime.
Otro llamado queda claro en el artículo “Ley estatutaria de educación en Colombia; una deuda histórica”, del profesor John Mario Muñoz, donde afirma que el proyecto que marcha en el Congreso plantea que el gobierno y la gestión de la educación deberán ser democráticos, participativos, pluralistas, y directos, acordes con la regulación aplicable. Los establecimientos educativos e instituciones de educación superior garantizarán la participación real vinculante y efectiva de los sujetos integrantes de la comunidad educativa para la toma de decisiones[3]
Todo indica que debemos barajar de nuevo en la educación universitaria, presa del más temeroso conservatismo, y carcomida con la figura arribista de una meritocracia mal entendida y empleada: los títulos reemplazando al ser humano, fortaleciendo las apariencias y sustituyendo el desempeño cooperativo y social por una carrera individual en pos del éxito personal.
Hay que acabar con las monarquías de las aulas y con el individualismo egocéntrico. Es un trabajo arduo porque se debe buscar el cambio psico-social de cada componente de las comunidades educativas (que nada tienen de comunidad), a la vez que se debate el rol de los gremios y movimientos en su interior. La tenaza infernal hoy en Colombia está compuesta por esas dos condiciones: monarquía o autarquía en las aulas, y gremialismo frente a las condiciones laborales, que no permite evaluar la calidad del proceso educativo: los contenidos, los maestros, los métodos, los modelos pedagógicos ni cognitivos, las locaciones, los desarrollos tecnológicos, etc.
Y la transformación la hacemos desde ya o los nuevos desafíos científicos y cognitivos ayudarán a clausurar, más temprano que tarde, el modelo universitario que mantenemos vivo pero agonizante.
La sociedad ve que todavía las universidades le deben mucho. En esta tercera década del siglo XXI, a pesar de los avances en investigación y de la ampliación de los servicios a la sociedad, las ciencias de la complejidad (teorías de sistemas, de juegos, del caos, de redes, cibernética, etc.) y el pensamiento complejo no han llegado a las aulas para resolver los problemas metodológicos que nos agobian: en general, las clases todavía se “dictan”, predominan el memorismo y la verticalidad; toda la autoridad del saber se centra en el docente, las calificaciones están orientadas a descalificar, no para formar y fortalecer al estudiante; los trabajos de grado, tesis de maestría y doctorado parecen carreras de obstáculos que el aspirante debe superar de manera agonal, semejante a juegos de eliminatorias. Los títulos se entregan para generar valor de competencia en la vida laboral en vez de certificar las calidades humanas y profesionales del egresado.
Es tarea inaplazable de la universidad convocar a las instituciones educativas para restaurar la dimensión humana de la educación, en todos sus niveles. Estamos sumergidos en las aguas del individualismo, la lucha por el prestigio personal, la candidez de buscar grandeza en lo inmediato de la imagen, de la apariencia, y una negra noche que nos impide ver cómo la gracia de lo humano se diluye en la seducción de lo técnico, rápido y eficaz, sin apreciar las consecuencias de esa eficacia misma.
Necesitamos reorientar los anhelos de la exitomanía y la meritocracia, esos eufemismos para camuflar la rivalidad y el entrenamiento que busca anular al otro. El comportamiento diario de los docentes tiene que convertirse en ejemplo, “espejo” en el
que se miren estudiantes y administradores para tomar decisiones. La docencia no puede seguir cautiva del prestigio, debe comprobar su aptitud (capacidad) y su actitud (voluntad) para tratar los temas científicos a la vez que organiza su proceder cotidiano.
La universidad debe provocar una reconsideración epistémica: el pensamiento lineal, sucesivo, aislacionista, especializado y exclusivamente racional, necesita dar el paso hacia comprender que el mundo actual es complejo, sistémico, computacional, combinatorio, relacional y conmutativo. Que la racionalidad es emotiva y la emotividad tiene sustento racional.
Se requiere nuevo espacio para que las “habilidades blandas” terminen siendo las verdaderamente fuertes: lenguaje, sociabilidad, historicidad, afinidad, solidaridad, creatividad. Las ecuaciones son una forma de lenguaje matemático pero la exactitud no es una dotación humana ni una constante del diario acontecer; la imperfección y el error tienen tanta presencia y validez como las verdades y los axiomas.
Hoy que se califica de Smart a las ciudades, las fábricas, los domicilios, la telefonía, el turismo y la diversión diaria, debemos combinar la Inteligencia Artificial con la inteligencia humana. Los planes de estudio tienen que convertirse en la oportunidad de diálogos generadores de alternativas, para ganar tiempo en los procedimientos operativos y darle mayor espacio al trabajo intelectual. La universidad debe dejar de ser una fábrica de egresados para el trabajo y la resignación ante una sociedad jerarquizada y discriminatoria. Quienes ingresen allí deben tener la posibilidad de enriquecer sus ideologías, su imaginación, sus modos de ver el mundo para vivir en carne propia la belleza de la plasticidad humana.
El advenimiento de la era digital pronto cambió su anhelo de emancipación social y cultural por una nueva forma de capitalismo: el de vigilancia[4] que ha derivado en lo que los tratadistas actuales llaman “guerra cognitiva”, modo silencioso de controlar las percepciones colectivas a través de los medios de comunicación masiva y las redes sociales, aupados por lo que les entusiasma de verdad: el negocio de acumular renta, y mantener el orden de los poderosos. Ahora, más que nunca, la universidad tiene el desafío de promover la gestión autónoma del conocimiento entre los públicos que a ella acceden y la obligación ética de entusiasmar la autonomía intelectual en los diferentes sectores sociales. Urge el fomento de la conciencia crítica.
Finalmente, una recomendación de historiador: reorientar la forma y la función de los archivos, de modo tal que permitan seguir las pistas de los procedimientos en el tiempo, única garantía de no permanecer en círculos viciosos. Saber qué se tiene, cómo y dónde, es la brújula ¨la cuerda”, “el polo a tierra” que nos ayudará a no perdernos en la nebulosa.
Referencias bibliográficas:
[1] Publicado en El Colombiano Medellín, 4 de septiembre de 1970. Siete años antes, el autor fue vicepresidente de la junta directiva de “Futuro para la niñez”, fundación que presidía el médico salubrista Héctor Abad Gómez.
[2] Pronunciada en “El martes del Paraninfo”, Medellín, 11 de abril de 1978.
[3] En: Co-Respondencia. Boletín digital. Asociación de profesores de la Universidad de Antioquia. Semana 15 al 20 de abril de 2024, Nro. 519
[4] Shoshana, Z. (2020). La era del capitalismo de la vigilancia. La lucha de un futuro humano frente a las nuevas fronteras del poder. Barcelona: Paidós, 1.975 pp.