alborada revista literaria universitaria
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/ OTOテ前 2015
Desde ALBORADA invitamos a todos los estudiantes universitarios a que participéis en esta revista enviándonos vuestros textos, junto a vuestros datos personales, a la siguiente dirección: alborada@unav.es Se aceptan poemas y relatos breves sin límite de extensión. También nos gustaría recibir vuestras ilustraciones de tema libre, preferiblemente en blanco y negro.
Os esperamos.
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Ilustraciones Sara Labalestra (portada y página 11) Licenciada en Publicidad y Relaciones Públicas. Universidad de Navarra
Aaron Peñaranda (pie de página y contraportada) Grado en Teología. Universidad de Navarra
María José Rosales (página 17) Grado en Publicidad y Relaciones Públicas. Universidad de Navarra
Laura Bustamante (página 19) Historia de la Arquitectura y Bellas Artes. Chile
Depósito legal: NA 1867-2012
Diseño y maquetación: Calle Mayor (www.callemayor.es)
María Arévalo Grado en Filosofía y Derecho Universidad de Navarra
A los vivos Todos están vivos, sí. pero algunos están más vivos. Los que temieron a los dioses están vivos, los que devoraron sus entrañas están vivos, los que arriesgaron las manos están vivos, a quienes serpenteó el agua entre los labios están vivos, los que fueron arrullados por la seda están vivos, los que fueron latigados por el viento están vivos. Pero quienes fueron arrojados del caballo y cegados brutalmente por un ángel, a quienes paró el corazón y despertaron en los hondos abismos del Infierno, quienes bebieron de las aguas celestiales y alojaron un mar en su costado, quienes vieron el rostro de Dios, esos, están más vivos.
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Irene Zurera Grado en Filología Hispánica Universidad de Navarra
Prisa A Elena
-¿Y de qué te habló? -De muchas cosas. De sus estudios, de unos amigos, del equipo de fútbol, de perros, de México, de los colores y la vida, de lo que allí comen por Navidad, de cómo 4
los niños sonríen cuando les das un beso, del tiempo, de su hermana, de la falda tan bonita que ella llevaba el día que cogió el avión para venir a España, cómo con cada salto que ella daba se le movía y parecía volar, cómo se balanceaba su cintura en la espuma blanca, de su trenza oscura, de los besos que le dio y de su carita rosa y mojada, de las ganas que tiene de volver a verla, de que le apetece ir a la playa, que me invita, que le encantaría hacer unas fotos de la costa española y que yo, con ojos de artista, podría ayudarle, de que nunca le ha dado miedo el mar, de que le encantan los animales y los barcos, de que algún día tendrá uno tan grande con el que podrá dar la vuelta al mundo y llevar consigo a su hermana, que es como de anémona, y a mí, si quiero, de que nunca había sentido prisa por nada en la vida y de que nunca se había cansado de esperar. Y se calló.
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Laura Molina Grado en Historia del Arte Universidad de Granada
Risa Unos músculos de la cara se activan, estiran una zona rosácea y la “deforman” de forma bonita. Otras veces una sensación parecida ha hecho al vecino de abajo quejarse de tus saltos contra el suelo y tus gritos que traspasan las paredes. Pero esta vez no es euforia lo que te embriaga, esta vez, esa zona rosácea se abre para dar paso a un blanco roto, que asimismo se abre para dar lugar a una cavidad oscura de la cual parece salir un sonido curioso, al mismo tiempo que tu pecho merma y tus costillas presionan tus pulmones, para abrirse nuevamente y dejar entrar el aire en ellos mientras tu barriga decide que debe dar saltitos justo en ese momento. Es una risa apacible, tranquila, en la cual tarda poco en irse el sonido pero mucho en destensarse los labios. Es la sensación que sentiste cuando por vez primera leíste su “te amo”.
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Natalia León Grado en Publicidad y Relaciones Públicas Universidad de Navarra
Cicatrices
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Aparcaré las sonrisas para contarte que hay niños que duermen despiertos, desnudos, y muertos (si tienen suerte, solo de frío.) Que a nadie le importa que no tengan madre, que coman con la boca cerrada, y que duerman con los ojos abiertos. Ignoraré al reloj durante un rato para que sepas Que a nadie le importa que los hospitales
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no quieran curarles, que lloren ya sin lágrimas o que muerdan solo porque tienen hambre. Escribiré a l t o, y CLARO para contarte que las quemaduras de tercer grado ya no les rasgan el corazón solo el bolsillo. Que allí un niño cuando es huérfano deja de ser. y de ser niño. Que alguien debería decirles que las banderas no servirán de nada cuando ya no quede nadie ni nada
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orgulloso para mirarlas.
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Y desgastaré esta noche las letras de mi abecedario para decirte para gritarte y para contarte Que mi impotencia por fin ha dejado de llorar que se ha levantado del suelo, que se ha lavado la cara, que se ha puesto las zapatillas y (por fin) se ha echado a andar.
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Beatriz Jiménez Grado en Historia y Periodismo Universidad de Navarra
Barro Me dijo la locura que no tuviera miedo de mí. Me dijo que aguardara. Me replegué sobre mis rodillas y me puse a la altura del niño. Él se acercó, tenía las manos sucias de jugar con barro, aguardé con mis ojos a la altura de sus ojos. Cara a cara, enfrente y reflejo, sonreía sin cesar. Me enternecí, resplandecían sus labios. Resplandecía yo. Y tras el silencio le susurré que los 18 son años de extrema soledad, de progresiva pérdida. Arrugó la nariz. Después restregó su mano sobre mi cara, resonó su risa inocente. Repitió sin entender, entonando la palabra soledad sin miedo y con juego. Permanecí y permanezco fascinada cara a cara, replegada de rodillas contemplándolo.
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Óscar Santos Grado en Filología Hispánica y Comunicación Audiovisual Universidad de Navarra
Arbor
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Pues es la copa del árbol lugar agradable para el cansado que al subir raspándose por las ramas el viento le mece de uno a otro lado. y de Y como todos, carece de alas y de estandarte. el muy intrépido muchacho corona. Mas subido sí que posee y prefiere usar sus patas Contándose cada cuál las banderas de hojas grandes bajando cuentos de cordericos que copas susurrándole toda la brisa escalan y se clavan clavitos siseando los vendavales Por el corazón por querer alcanzar la aureola se encuentra tan a gusto del gran de la cima del arbóreo coloso. que no existe, y lo sabe, árbol Con quella altura asombrosa alguien que sin un susto si cruje o corta el peligro haga que baje cae cualquier cosa El muchacho quiere bajarse pero saltar no osa. Es el tronco el camino más seguro que conozco. Es bien duro, más vigoroso y robusto. Al chiquillo le queda poco. Ahora puede saltar y por fin toca el suelo. Pero tiene que ser precavido con las entrañas del gran árbol pues tropieza en ellas si no tiene cuidado. El niño ya se va tranquilo y olvida que sin raíz no habría cima.
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Víctor Pereira Graduado en Medicina Universidad de Navarra
Ascuas de Modín Aún después de que el hombre inventara mil formas de romper todas las barreras del mundo para globalizar su estupidez, después de que las máquinas casi tomaran el control de la tierra y nuestro planeta comenzara a estallar en pedazos radiactivos, y después de que toda llama de amor y esperanza quedara extinguida bajo los escombros de la civilización, y el sol brillara más poderoso y rojo que nunca, aún no se acabó nuestra Historia. Cierto que casi toda forma de vida compleja comenzó a sucumbir por las inclemencias de un aire pútrido y tóxico, pero nuestros ancestros supieron cómo afrontarlo. El ingenio y la tecnología salvaron 12
nuestra especie, una vez más. Nada cambió en nuestra psicología, no obstante. Podían ambicionar más, odiar más; y así fue. Primero surgieron más líderes y caudillos con promesas de un futuro halagador. Se encumbraron a despecho de sangre y cayeron más tarde, uno por uno, por manos de sus propias masas. Después, como en cualquier época, surgieron profetas para anunciar el desastre final. Como los mayas, centurias atrás, también ellos erraron en su conciencia —o más bien deseo— de poner fin a nuestra existencia. Todos se creían los últimos de esa raza de anacoretas barbudos que predicen desastres. Olvidaron que incluso Jonás fracasó en Nínive, y no eran ellos mayores que Jonás. Aún al ocaso de todo progreso, el mundo debía continuar. Hubo más guerras y catástrofes. Parece que la capa de ozono desapareció por entonces. También sé que abandonaron todo plan de traslado a otro planeta, aunque ignoro si fue al constatar su incapacidad para la conjunción de fuerzas o porque, a fin de cuentas, Marte o Venus serían tan inhóspitos como esto. Ningún gran esfuerzo podía valer ya la pena.
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He oído hablar de naciones e ideales. Parece que antaño construían baluartes y enarbolaban banderas para marcar y proteger aquello que más apreciaban. Quizá no hayamos perdido del todo esos arquetipos. Recuerdo bien la tarde de anteayer, cuando la primavera aún iluminaba los campos de patata de Modín. Su propietario, un hombre rudo y silencioso, se había hecho con el dominio de las tierras que circundaban nuestro pueblo y había edificado un granero y un vallado para delimitarlas y quizá protegerlas. Cientos de kilómetros cuadrados de arados cenicientos y frutos en ascuas desde los últimos disturbios. Sobre los campos, un firmamento aterciopelado. Un par de urracas surcaron el entorno a vuelo raso y desaparecieron hacia el este a contraviento para buscar comida en cualquier otro lugar. Erró en el tiro un ballestero apresurado, que permaneció durante unos minutos enfrentado al horizonte, para después clavar su único ojo en mí. —¿Qué miras, zorra? Un motor rugió a lo lejos en el camino. Allá se intuía una cortina de polvo acompañada de música metálica del siglo XX. Del polvo emergió un vehículo a cuatro ruedas, casi seguro de la misma época. Derraparon junto a mí y tres hombres repeinados se asomaron a las ventanas para llamarme. —¡A Modín, nena! ¡La fiesta está a punto de empezar! —¿Fiesta? —¡Es Navidad, dicen! ¡Navidad en Modín! Sube. El viaje me fue incómodo, encogida sobre un cojín húmedo entre aquellos jóvenes que cantaban la música en un inglés carcunda. El vehículo botaba entre escollos y badenes. —¡Calma! —Grité al conductor—. Nos estamos perdiendo las vistas. —Tiene razón, Maino —chilló otro—. Para un poco, que nos bajamos. Aún tenemos tiempo.
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Maino detuvo el trasto a mitad de la cuesta que ascendía la colina de Modín. Bajo nosotros, una cuenca de tierras yermas iluminadas de cobre. —Me llamo Age —dijo el que había sugerido la parada, extendiéndome la mano—. Vengo de la costa. —Soy Funesta, encantada. Creo que soy de este pueblo. Disfrutaréis las fiestas. Continuamos el viaje. A la entrada del pueblo, unos androides revestidos de cuero regulaban el tránsito y nos ordenaron aparcar junto a la iglesia, adornada de luces de neón y ultravioleta. En la plaza principal se agolpaba una gran muchedumbre. Músicos amenizaban la velada con viento y cuerda. Más androides para servir canapés y parejas en baile. Un anciano de torso desnudo me tomó del brazo y me recibió en la plaza. —Bella muchacha nos visita hoy. ¡Feliz Navidad! —¡Feliz Navidad, buen hombre! 14
Cuando trataba de alejarme, el hombre me asió con más fuerza y dijo: —No siempre es fiesta en este pueblo. Aquí comenzó todo. Ésta es tierra de caudillos y rebeldes. Aquí nos levantamos contra los reyes impíos una y otra vez, desde tiempos de Matatías. Mucha sangre se derramó aquí. Esos dibujos en la pared describen toda nuestra historia.
Sobre la pared que señalaba, en efecto, se admiraba en relieve la historia de hombres fornidos de todas las épocas, armados en orden de batalla. Parecía vivo el fuego que asolaba las ciudades que asediaban. Muchos intentaban huir, pero caían presos de una fuerza que emergía de entre las nubes y los destruía. Desde Judas Macabeo hasta Némesis V, caído unos doscientos años atrás. Sobre ellos, palabras hebreas y latinas esculpidas en bronce: Dios y Libertad. —Es la historia de nuestras hazañas. Feliz Navidad, Funesta.
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Detrás de mí, un hombre calvo y de cuidado bigote me ofreció una copa. Debía ser un amigo de la infancia. —Gracias, feliz Navidad. —Me alegra que hayas vuelto. Corren tiempos de paz. Quizá podamos estar más juntos estos días —dijo acariciando mis hombros. —Bailemos. Sobre nosotros, una luna enorme, resplandeciente y perforada de ensayos nucleares en medio de un cielo de negro carbón. En una de las esquinas de la plaza, androides expulsaban a un hombre de tonsura, saco y ceniza, que trataba de imponer su oráculo sobre la música y la muchedumbre. Melodía de vals y unos pasos suaves. El hombre me arrullaba al oído y pasaba sus manos por mi espalda. Y de pronto, una sensación bien conocida en mi vientre. Siempre anunciaba presagios funestos. —Debo irme. Pronto nos veremos. El hombre no tuvo tiempo de contestar. Atravesé la plaza con la vista en el cielo. Comencé a apresurar más el paso. —¿Dónde vas, linda? —me detuvieron los jóvenes del coche. —Hay que irse ya —repuse sin mirarlos. Entonces pudimos oír bien los reactores que sobrevolaban Modín. La música se detuvo y todos comenzaron a chillar. —¡Rápido, al vehículo! El primer proyectil impactó en el centro de la plaza y escupió sobre nosotros pedazos de piedra y carne. Atravesamos el pueblo pisoteando chatarra. Age y yo alcanzamos el coche antes de que estallaran dos bombas más. A través del retrovisor sólo vi fuego. El vehículo vaciló en la carretera y cerca estuvimos de despeñarnos. Al fin alcanzamos la llanura y pude contemplar bien el tambaleo de las incandescentes edificaciones de Modín. Entre los últimos gemidos del pueblo en llamas, me pareció oír al anciano clamar por la liberación.
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Las naves bombarderas abandonaron el pueblo y cayeron sobre otra parte de la llanura, lejos de nosotros, para incendiar con napalm los campos de patata. Después, emprendieron altura y desaparecieron hacia el este. Age y yo no hablamos ni nos miramos durante el viaje. La aurora nos sorprendió entre una caravana de vehículos con la misma dirección. Delante de nosotros, un semirrodado láser. Detrás, un carruaje de bueyes, a riendas de un ballestero dormido. —Aquí me bajo —murmuré—. Gracias y buena suerte, Age. Él me contemplo silencioso durante unos segundos. Besé su mejilla y me bajé del coche. La caravana era larga y se hallaba inmóvil. Mientras me alejaba, volví a oír la música metálica de la tarde anterior, hasta que el viento la arrebató para siempre. Caminé hacia el alba durante varias horas y encontré como refugio un granero ruinoso en medio de unos maizales. La tarde me sorprendió a media milla del granero, contemplando el fruto agosta16
do de la siembra. Volvieron las urracas a tantear la superficie y se posaron sobre un poste para gustar una pequeña recompensa. Anochecía. Creí ver una nube de polvareda en el camino, y apareció entonces el carruaje de bueyes. Cuando se detuvo junto a mí, el ballestero me contempló conmiserado. —Sube, mujer. Mi esposa y yo vamos a Betel. Allí es Navidad, dicen. Me negué con una sonrisa y el carruaje se desvaneció frente a la luz del ocaso. Amanecí sobre unas pajas, despertada por unos pasos. En el camino, unos hombres de mantos púrpuras marchaban junto a sus siervos, también al este, a lomos de camello. A Betel iban los reyes, al resplandor de la aurora. Y lo mismo todos los peregrinos que atravesaron el maizal en estos días, contables por millares. “Es Navidad”, decían. Unos días después llegaba el olor a sangre y napalm, y por el horizonte, pobres siluetas de los refugiados de Betel. “Es Navidad”, decían. Y la historia se repite.
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Daniel Rivera Arte dramático Chile
En el principio (La Creación) Al sexto día éramos el paraíso de donde nadie nos expulsó. Ni Caín ni Abel, 18
ni las tierras de Nod, ni pecado original. Fuimos la Creación, tu costilla y la mía. Fuimos la tentación Divina, la pureza de la piel cubriéndonos el alma.
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Isabel García Grado en Filología y Comunicación Audiovisual Universidad de Navarra
Pondré el mundo a tus pies - Pondré el mundo a tus pies- le susurró al oído. Sus palabras eran caramelo, como aquel que se puede arrebatar a los niños sin mucho esfuerzo-. Haré todo por ti, más de lo que nunca antes te han hecho soñar…
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Y al mirarle lo pudo imaginar
-El cielo, ahí arriba, lo pondré bajo tus suelas, haré que baje solo para ti. No lo tendrás entero, lo siento, de momento solo puedo prometerte un cachito, pero será tuyo, todo tuyo… - ella se imaginó el azul estampado del asfalto, las nubes colándose entre las piedras, la acera brillando inexplicablemente, el sol con su reflejo bajo ella. Y quiso pensar que podía ser cierto, que en este mundo podía tener un cachito de cielo. Así que dijo “sí”.
Al ver los días pasar bajo sus pies, pudo ver la progresión de la vida: de vez en cuando aparecían pájaros despistados extraviados en su migración a África en primavera, que le tiraban de los calcetines para preguntar por el camino, y ella les indicaba como mejor podía hacia dónde volar. Otros días, amanecía todo tan gris, el cielo azul tan encapotado, que, al mirar hacia abajo, creía solo ver el asfalto de
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nuevo, y el corazón le daba un vuelco. Y, con más frecuencia, andaba descalza por la calle, porque aquel sol rutilante ardía y le calentaba los dedos de los pies.
Con el tiempo, solo unos metros de aquel color sobre el burdo suelo humano no le bastaban, se le iban quedando pequeños y él le iba dando más cachos de cielo. Incluso cuando él se fue, iba encontrado pequeños trocitos azules tras la cómoda, entre los cojines de los sillones, en el lavavajillas o encima del cabecero de su cama. Iba observando por la calle, mirando hacia las farolas o los balcones a ver si descubría más trozos escondidos, hasta que un día, por fin, recopiló tanto cielo azul que este cubrió más que el suelo. Todo era azul y, en medio de este color, lo encontró a él, ofreciéndole, como había dicho hacía tiempo, el mundo bajo sus pies.
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alboroto Día 157
Día 157 (Pamplona). Medición climatológica: imprevisible. Lugar de aterrizaje: 42.801564, -1.657530. 19:56 (Facultad de Comunicación). Es mi tercera tarde en la universidad. Todos los 22
días se reúnen aquí los espudiantes y trofesores (humanos asiduos a esta zona). Tienen costumbres muy arraigadas, a las que no puedo encontrar el sentido. A partir de las 08:00, cada 45 minutos (medición terrestre), los espudiantes salen al exterior de los recintos y comienzan a inhalar y exhalar un humo gris hasta que llega la hora de entrar de nuevo. Por la dedicación que ponen en este hábito diría que se trata de algún mecanismo terapéutico, pero no puedo confirmarlo todavía. También he observado una costumbre que se da solamente en unos pocos humanos. Es una actividad que realizan en cualquier lugar, sin importar la hora que sea. Por lo general no tienen un horario establecido: la llevan a cabo antes de entrar en sus reuniones, entre clase y clase, después de comer, o mientras esperan, aunque el bedel (humano encargado de permitir o denegar el acceso al recinto y que no es trofesor ni espudiante) me ha informado de que la mayoría suele emplearla como paso previo a la fase de sueño (los humanos duermen una media de ocho horas diarias, medición terrestre).
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Además, se les puede observar ejecutarla tanto en un autobús como en el césped (este tiene que estar seco), en una silla (de color naranja o amarillo), en un banco o en el suelo. Mientras la llevan a cabo también inhalan o exhalan el humo gris, sujetan un vaso con un líquido oscuro dentro, ingieren lo que ellos llaman “pucherías” (confirmar término), o miran su peléfono. Hoy mismo he podido experimentarla. Creo que la he desarrollado de manera correcta, sentado y sujetando un vaso con una de mis extremidades (no tengo un peléfono todavía). He retenido nuevos términos (confirmar: “pijoaparte”, “elfo”) y alguna tarde me gustaría conocer a ciertas personas (guardar “señor Linh”, “Lazarillo”, “Heathcliff”, “Caulfield”, “Karénina”, “Buttercup”). Le preguntaré al bedel. 20:17 (Facultad de Comunicación). El bedel me ha informado de que no se puede conocer a las personas que le he enumerado. 20:21 (Facultad de Comunicación). Confirmo que el hábito del que estoy hablando lleva el nombre de “leptura”.
20:29. (Facultad de Comunicación). Le he preguntado al bedel por qué no todos los humanos hacen la “leptura”. Estamos de acuerdo en que es fácil y entretiene. Parece que tiene que ver con los peléfonos.
Eva Sacristán González, Alborada
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