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alborada revista literaria universitaria

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/ INVIERNO 2015


Desde ALBORADA invitamos a todos los estudiantes universitarios a que participéis en esta revista enviándonos vuestros textos, junto a vuestros datos personales, a la siguiente dirección: alborada@unav.es Se aceptan poemas y relatos breves sin límite de extensión. También nos gustaría recibir vuestras ilustraciones de tema libre, preferiblemente en blanco y negro.

Os esperamos.

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@alboradaunav

Ilustraciones Sergio Helguera Izquierdo (portada) Grado en Arquitectura, Universidad de Navarra

Pablo Callejo Goena (página 9) Ingeniería en Telecomunicación 2004, Universidad de Navarra

Íñigo Saldaña Gil (página 19) Grado en Biología, Universidad de Navarra

Alejandro Martín González (contraportada) Grado en Comunicación Audiovisual, Universidad de Extremadura

Depósito legal: NA 1867-2012

Diseño y maquetación: Calle Mayor (www.callemayor.es)


Fátima Vicente Cordero Grado en Filosofía Universidad de Navarra

Cargas emocionales Balas de aire. Suspiros de metralla. Marcos de madera corrompida. Todas las fotografías en llamas. Las cenizas en completa suspensión, entre las nubes y las corrientes. Ya nada nos sostiene. Ya nada nos abarca. Miles de páginas de tinta se amontonan en nuestra historia. Y no son los libros que dejábamos al lado de la cama. Las notas en la nevera van cayendo poco a poco, como si notasen que se acerca el otoño. La calefacción ya no funciona. Vivimos en un invierno infinito. La escarcha sube por las paredes, enredándose con las cuerdas que nos envuelven. Las agujas de reloj ya no tienen el mismo sentido; la gravedad se ha ido. Decidimos cerrar la puerta. Dejar fuera los aires nuevos que querían estar dentro. Acumulamos motas de polvo en forma de soledades. Y sin embargo, aquí seguimos. Hiriéndonos. Mutuamente. Como quien no quiere la cosa. Y lo peor es que lo hacemos de manera inconsciente. Ya nos hemos acostumbrado a eso de dolernos. A sentirnos pesados cuando nos tenemos cerca. Aquello de latir es ahora una costumbre. Nos pesa el corazón; nos pesa el alma. Los llevamos como cargas emocionales que nosotros mismos nos hemos buscado. Y nuestras espaldas ya no pueden con tanto peso. ¿En qué herida diremos basta? El tiempo ya se está agotando. No quiero meterme más en esas sábanas frías de una cama que ahora me es desconocida.

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Isabel Regalado Artamendi Grado en Medicina Universidad de Navarra

----- Líneas ----Líneas entre las que buscamos vida. Garabatos incontenibles en un arrebato apasionado. Otras, sucesiones correctamente ordenadas, pero irrevocablemente vacías. Líneas delimitan los espacios que habitamos y entre líneas tratamos de liberarnos de los mismos. 4

Líneas que empiezan pero no encuentran final, y líneas que condenamos antes de haber siquiera nacido, al decidir que no abandonarán nunca nuestras mentes. Líneas que desearíamos no haber cruzado. Líneas componen las fronteras, las barreras y los desfiles oficiales pero líneas son también los atardeceres, un pentagrama en blanco o el irrepetible perfil de cada rostro. A veces se insinúan, sutiles, repletas de posibilidades en una invitación más que tentadora. Otras, en cambio, nos oprimen al transformarse en cuerdas a nuestro alrededor dejándonos presos, reducidos, ridículos títeres ciegos de su naturaleza. Eso sí, bien ordenados. A las líneas acudimos en busca de refugio, esperanza y desahogo pero también como expresión de alegría, de vitalidad, de fuerza. En líneas se han formulado grandes declaraciones de amor, aunque también de guerra.

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Líneas han formado las más bellas noticias o el más temido de los mensajes, a veces incluso simultáneamente, dependiendo de quién sostuviera el papel. Qué versatilidad la de las líneas… Todo tipo de miradas las han recorrido. Miradas ansiosas que se comen las palabras, curiosas, deseosas de más, incombustibles. O miradas atentas, reflexivas, lógicas, repitiendo una y otra vez el mismo camino. Otras en cambio se habrán visto obligadas a apartarse por dolor, por pena, o por miedo quizás. Secretos revelados, crímenes descubiertos, o una verdad demasiado cierta. Ante las líneas lloramos y sonreímos. Nos transportamos a lugares lejanos o a lo más profundo de nuestra propia historia Nos estremecemos, nos asustamos, nos sorprendemos. Nos entendemos, nos desconcertamos, conciliamos el sueño o lo dejamos de lado. Ante las líneas nos desnudamos, nos hacemos daño, establecemos promesas, gritamos callados. Nos enamoramos, nos sentimos reflejados, Nos atrevemos; nos hacemos más humanos.

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Iago Larrondo Pérez-Izaguirre Global Management and Law Double Degree Universidad de Navarra

Hasta siempre, compañero Llegué al restaurante minutos antes de la hora acordada, pero ella ya se encontraba allí. La avisté al fondo de la sala, en su mesa preferida, y enfilé su dirección mientras intentaba acallar la maraña de pensamientos que se había entretejido en mi cabeza a lo largo de la tarde. ¿Cómo debía comportarme? ¿Qué debería decir? Y, sobre todo, ¿qué cabía esperar de aquella noche? No albergaba respuesta para ninguno de los interrogantes, y probablemente ni todo el tiempo del mundo me 6

hubiese ayudado a hallarlas, así que sencillamente me rendí a la incertidumbre y avancé a lo desconocido. Al aproximarme hasta su asiento ella se puso en pie y me dedicó una sonrisa entre azorada y triste; dudó entonces, y yo con ella, si acompañar el saludo que acabábamos de intercambiarnos con un gesto más cercano, pero tras unos segundos de incómoda y evidente duda desvió la mirada y volvió a tomar asiento. Imité su movimiento y quedamos ambos sentados, frente a frente, sin saber bien qué decir o a dónde enfocar la vista. Aquel silencio pesado que acababa de echársenos encima solo fue aliviado por el empleado que acudió a tomar nota de nuestros platos; después, volvió a enroscarse en torno a nosotros como una serpiente hambrienta. Comenzamos entonces a arrojar palabras al aire, impelidos a llenar el vacío que nos separaba aunque sin demasiado éxito, pues las frases morían sin remedio una detrás de otra. Tras regresar el camarero con los platos, y tal vez instigados por lo incómodo del primer contacto, logramos entonces entablar una conversación más o menos distendida.

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Al principio solo hilábamos banalidades, como lo harían dos extraños en aras de la cortesía. Sin embargo, a medida que avanzaba la noche comenzamos a recordarnos, o quizás a permitírnoslo, arañando aquella herrumbre que nos cubría para hablarnos como los amigos que una vez habíamos sido. Al rubor embarazoso sucedió la risa, y como si la vida no hubiese pasado volvimos a compartir sintonía. Llegó la sobremesa, y tal vez movidos por la calidez del hartazgo y toda la charla previa nos miramos, ahora ya serenos, para abordar la razón de aquella cena. Sus labios confesaron que me extrañaban, y al sonido de su propia voz se colorearon sus mejillas y encendió su mirada, tristemente brillante. Aquella muestra de afecto revolvió en mí el pasado como si fuese agua turbia estancada en el fondo de un pozo: se desasió mi voz de toda cautela y correspondí sus palabras diciendo que yo también la añoraba, al tiempo que mi mano, también liberada, se posaba sobre la suya. Cabizbaja ella, detuvo la mirada en aquel gesto, rozándome la piel levemente con los dedos. Pero de pronto su expresión se torció y retiró el brazo, para ocultar las manos sobre el regazo. Quise entonces replicar, salvar aquel desliz, pero de mi boca no salió palabra; comprendí que me había aventurado en un envite arriesgado y la conciencia del error descargó su peso sobre mis hombros. De nuevo el silencio, el recuerdo y el remordimiento. La contemplé en toda su tristeza, y los recuerdos se me abalanzaron como una jauría salvaje; se decantó en mí esa sensación repetitiva de vivir lo ya sucedido, de regresar a la piedra del tropiezo. Supongo que a veces nos traiciona el tiempo, estafando su pacto de no volver jamás atrás para rescatar la amargura del pasado. Ignoro cuántos golpes de reloj esperaron expectantes a que volviésemos a hablarnos, o a mirarnos al menos, y para cuando me di cuenta apenas acerté a mascullar algunas palabras descreídas. Pues habíamos caído en el lamento del juglar y su amor medieval truncado, canción de suspiros y lágrimas desconsoladas. Recordé el momento en que me confesó que me quería, así como el frío que nos sobrevino

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cuando descubrió que no era correspondida: aquel frío extraño que se nos adhería al corazón y se acentuaba cada vez que nos veíamos. Tras aquellas palabras mías que ni el silencio había oído se le cerraron los ojos, como si fuesen de plomo sus párpados, y una lágrima escapó de ellos para arrastrase por su rostro en penitencia. Salió a su encuentro una mano temblorosa y se frotó la mejilla, como para borrar la trayectoria de la vergüenza; su mirada ascendió entonces lentamente hasta la mía, como si mil vidas pesase, buscando un descanso que allí no residía. Si la tristeza tuviese rostro, sin duda me hallaba yo observándolo entonces. Una nueva lágrima surcó su piel, sin que esta vez intentara ocultar su pena. Y sin dejar de mirarme tomó mi mano, de la que antes había buscado librarse, para aferrarla con languidez; contemplé aquel gesto que dolía con tan solo verlo y dibujé una sonrisa triste que de antemano sabía que no supondría consuelo. Despacio, dolorosamente despacio, retiro sus dedos de entre los míos; se puso en pie, tomó 8

su abrigo, y mientras el reloj tocaba la medianoche me besó en la frente, para después regalarme una mirada hueca y una sonrisa herida a modo de despedida.

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Miquel Rossy Sesé Grado en Humanidades Universidad de Navarra

Heráclito, el elefante Para ir de Barcelona a Sant Cugat del Vallès sirven tanto la línea uno como la dos de los Ferrocarrils de la Generalitat; de hecho, forman una misma línea hasta que se bifurcan pasado Sant Cugat. Como es obvio, resulta irrelevante cuál de las dos cogí. Además, llevaba ya siete horas de viaje en autobús desde Pamplona y no estaba para fijarme en estupideces de tal calibre. La incansable vocecita catalana que anuncia estación tras estación cuál será la siguiente volvió a cumplir su cometido según lo establecido y sin que aquello sorprendiese a nadie. “Próxima estació: Baixador de Vallvidrera” Me acordé de él. El barrendero. El de Baixador de Vallvidrera. En la mayoría de estaciones no suele verse a nadie limpiar. Quizás lo hacen a primera hora de la mañana, quizás de noche, quizás no limpian. Pero, en Baixador de Vallvidrera, una estación que cae en medio de la montaña que separa Barcelona de la comarca del Vallès Occidental, una estación en la que apenas se bajan un par de ciclistas que no se han dignado a rematar el Tibidabo desde el pie, hay un hombre que está allí, de día, barriendo. Él es el culpable de que en Baixador de Vallvidrera suela haber más gente barriendo que esperando al tren. Y, verán, es difícil de explicar, pero en aquel momento no deseaba nada más que

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asomarme por la ventanilla y comprobar que el barrendero seguía ahí, cumpliendo con su cometido, fuese este útil o no. El tren, como siempre, paró, aunque nadie sepa para qué. Le vi. Y supe que estaba en casa. Podría haberme encontrado con todas las personas que conocía de antes y nunca me habría sentido tan en casa como cuando vi al barrendero barriendo en Baixador de Vallbidrera, pendiente de que todo siguiera en su sitio, desde las últimas hojas del otoño caídas sobre el andén hasta cada una de las calles de mi ciudad y las personas que las transitaban, entre ellas el pequeño porcentaje que me eran familiares y a las que estaba deseoso de ver. Volví a asomar la cabeza por la ventanilla para sentir de nuevo el placer que produce saber dónde está uno —porque a ustedes quizás les resulte muy sencillo, pero yo llevaba ya un tiempo sin estar muy convencido de encontrarme en algún sitio concreto—. Lo que mi tranquilidad no aventuraba era que todo fuese a des10

moronarse esta vez. Pueden o no creerse lo que les diré, pero les aseguro que no tengo interés alguno en mentir; es más, el primer interesado en que las cosas no sucediesen como a continuación les contaré era yo. El tren seguía parado y yo, como les decía, volví a dirigir mi mirada hacia el exterior. Esta vez, el barrendero seguía barriendo con igual gesto de sus brazos, pero su rostro no era en absoluto el mismo. Lo que ahora había sobre su cuello se asemejaba más bien a la cabeza de un elefante. Sí, de un elefante. Se servía de su trompa para agrupar las hojas antes de barrerlas. Quizás a él le resultaba práctico, pero a mí aquello me indignó, ¿cómo se atrevía a destruir de ese modo la única certeza que tenía de mi llegada Barcelona? Miré a los otros pasajeros, pero ninguno parecía haber reparado en el nuevo look del funcionario. “Quizás ya están acostumbrados —me dije—, quizás esto es normal aquí. En cualquier caso, esto está dejando de ser Barcelona”. Necesitaba comprobarlo, así que me levanté de un salto y salí corriendo del tren justo antes de que se cerrara la puerta.

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–Pero bueno, ¿qué demonios hace usted? ¡Aquí nunca se baja nadie!– La paquidérmica cabeza tenía los ojos puestos en mí, si es que aquello eran sus ojos. –Eso mismo digo yo, ¿se puede saber qué hace? ¿Cree que puede ir por ahí con esa cabeza de elefante atentando contra la integridad mental de los pasajeros? –Ya le he dicho que aquí nunca se baja nadie, ¿qué necesidad hay entonces de que mi cabeza sea como la suya? No tuve tiempo de responderle —ni se me hubiese ocurrido respuesta alguna—. Sin previo aviso, todo empezó a moverse en dirección opuesta a la del tren, que seguía quieto. Cualquiera hubiese dicho que era el tren el que avanzaba, y no el universo entero el que se movía para atrás; pero, créanme, el tren permanecía quieto, dejando que las vías se deslizasen por debajo de sus ruedas. Así estuvimos alejándonos del tren hasta que lo perdimos de vista; y ya no parecía que nos alejásemos de nada, pero algo hacía evidente que nos movíamos a mayor velocidad cada vez. Me acordé entonces de que no había bajado las maletas conmigo y eso, como comprenderán, no contribuyó a aliviar mi genio. Por si fuera poco, la maldita cabeza de elefante parecía ser ajena al desplazamiento que estábamos sufriendo y seguía con su tarea, acompañándose con total parsimonia de esa trompa que con tanto orgullo lucía. –Oiga, deje de hacer eso. ¿No ve que no se encuentra en situación de ponerse a barrer? Todo se está moviendo y usted lleva la cabeza de un elefante. Además, por esta estación no pasa nunca nadie, ¿por qué demonios la barre? –Tiene usted una forma muy peculiar de hacer preguntas, ¿qué importa si pasa o no alguien? ¿Acaso debo barrer a los pasajeros? Que por aquí nunca pase nadie solo facilita mi trabajo. Y le pido por favor que deje de tener a menos mi cabeza por no ser tan pequeña e inútil como a la suya. Aquí no tiene morralla con la que compararme, su cabeza es tan peculiar como la mía. Y si, como dice usted, todo

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se está moviendo, no veo por qué debemos preocuparnos por algo tan estable como son nuestras cabezas –dijo todo esto sin dejar de barrer y sin que aquello menguase mi desconcierto. En aquel instante yo solo pensaba en volver al tren, único punto quieto del universo. Pensé que si seguíamos avanzando alcanzaríamos algún otro tren parado en la vía, pero ya debíamos movernos a tal velocidad que de seguro ni lo veríamos. Y fue entonces cuando reparé en lo extraño que resultaba que pudiese comunicarme con alguien que solo podía emitir sonidos de elefante, y me pregunté si no sería que me había convertido yo también en uno. Pero no colgaba trompa alguna de mi nariz. No sé si aquello me alegró o me preocupó aún más, porque las cosas por lo menos hubiesen tenido un mínimo de sentido si ambos hubiésemos sido elefantes, pero en ese caso era evidente que algo estaba fuera de lugar. Así que pensé que ya era suficiente raro que un hombre luciese la cabeza de un paqui12

dermo como para que yo me estuviese comunicando con él, y opté por ignorarle. Agarrándome a todo lo que podía para evitar salir volando, decidí abandonar la estación e ir andando a Sant Cugat, con la esperanza de que mi ciudad se hubiese movido a la misma velocidad que el resto y no hubiese quedado desplazada. Y, en efecto, ahí estaba. Todo en su sitio. Cada una de las personas con las que me cruzaba seguía con las tareas que llevaban a cabo cuando me fui por primera vez de allí. Los árboles estaban ciertamente desnudos, pero por lo menos se parecían a los del invierno anterior. Alguna calle habría cambiado de nombre, aunque yo nunca me los he sabido, así que no importaba. Todo, en principio, seguía en orden. Pero yo, gracias al barrendero, no estaba en absoluto convencido de estar ahí. Y, me crean o no, sigo sin estarlo.

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David Conroy English Literature Degree University College Dublin

Bus Journey Pure chance brought together two men who got on a bus in the night, heading east on the outskirts of the city. The bus halted at a designated spot at different times, until there remained three passengers on board, and the driver. One person was dressed in business attire, a beige suit defining him, cufflinks undone and palms resting on the metal frame of the seat in front of him. Another was taller and sat with head down and feet together, knees out. A third figure gesticulated intermittently at the back, muttering unheard echoes to no one and nothing in particular. The phosphorescent evening glow through the windows changed between a regal blue and a darkened turquoise. Both men observed the change with different thoughts, coupled by a visible shift in each man’s outward demeanour. The figure cackled fervently at the two shifts in the physical disposition of the men. Anticipating that the journey would be better spent in conversation rather than attempting to suppress the noise in the back, the two men began talking. “There’s a grand stretch in the evening,” the taller man whose knees were now apart said. “Ah, yes. It’s always nice to be able to have a look out when you’re on the bus,” the businessman responded with a hastened chuckle. “Do you have far to go?” asked the taller man. “Far to go, he says!” the figure in the back slipped in. “Far to go!?” he repeated to himself, and ended his aside with a twisted laughter that sounded like one of the

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creaky bus windows being torn open. The men had subconsciously made a covenant not to acknowledge the existence of this presence. “Shouldn’t take more than an hour, if we’re lucky. Although, there’s something to be said for reflectin’ on a long journey”. “I couldn’t agree more”. The bus drifted away from the city and towards the fleeting daylight. Night had fallen and the two men and thing in the back remained on the bus. The men had engaged in frivolous conversation to ‘whittle’ away the minutes, discussing the state, a state, or the state of something. The figure in the back continued to contort his limbs without reason and laud the two commuters, all the while muttering his ironic caveats into the seat before him “You oughtn’t to do that, chum. You ought not”. Some time had passed and the bus continued along its path. The businessman had just finished the telling of a story of how he had recently passed over going 14

out for his birthday dinner, as he didn’t like to make a fuss of it. The taller man had replied, but could not be heard. A sneering, scornful voice pervaded the interior of the bus and echoed off the windows “Presently you passed over into the future. Presently you pasta into the snooker. Future presents you and pasta passes you. Pressing ”. The windows shuttered. The bus passed into a tunnel and the light evaporated. The two men sat in silence and listened to the wind. The maniac laugh emanating from the presence escaped into the night. To the relief of each man, the ceaseless wind engulfed the noise of the laughter, affording them a transient respite from this insidious and unremitting being. The taller man had remarked on the surprisingly strong force of the wind, considering that they were in a tunnel. The businessman assented, without voicing his opinion, thinking that it would go unheard by a deafening barrage of mock laughter. The businessman’s eyebrows lifted themselves up from his brow and directed him towards the figure in the back. Why isn’t he saying anything? The figure seemed to have taken no notice at all of either two passengers as he was busy reading a newspaper.

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“Y-yes, rather strange...” he eventually said in reply to the taller man. The two men shared a look of confusion and each innocuously floated into a distant reverie, coaxed by the smooth soothing of the wind, now brought down to a light breeze. The bus coughed and sent its inhabitants lurching forward. The men tore themselves away from their fantasies and the businessman, rather embarrassedly, directed his gaze to a window. They had apparently passed out of the tunnel, and were now looking out at a brown expanse. A jaundiced yellow sky hung limply across parched grassland, pierced by rotting trees which were scattered around every half mile. Both men were not accustomed to seeing this particular landscape, yet refrained from asking each other about it because they now doubted their own memories. The shuffling of a newspaper could be heard behind them. The businessman’s ears

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were burning red, with embarrassment, anger, both, neither, or some feeling altogether different. He hid his face in his paperwork until he felt sure that any visible trace of emotion on his face would be gone. The other man saw this through the window reflection and decided not to talk to the businessman out of pity until he recollected himself. The taller man didn’t know why the businessman was embarrassed, but preferred not to ask why, contenting himself, too, to look down at whatever object he had with him. Strange shapes passed by the windows with increasing abnormality, all of which went unremarked by the two passengers. The taller man happened to notice that he did not know the businessman’s name, but shrugged it out of his mind. We’ll be getting off soon, anyway. Then I’ll never see him again. The shadow man let out a hallowing wail as the taller man finished his thought. For the first time, the shadow spoke directly to both of the men. Casting off the guise of a snivelling cynic, the shadow now spoke with a horrifying eloquence and directness. His crystalline eyes bore into both men, offering no sympathy, no 16

hope, and expressing with the utmost clarity the knowledge that no man could have “Swindlers! You cheat life its merit. Murmurs and pockets of air and gold. Leather hearts of polished gold.” Both men, oblivious to the outburst, shuffled their papers and their feet and their hands, preparing to depart. The bus approached the terminus and powered down. The doors opened and the driver exited. The taller man looked about him and felt relief at the familiar surroundings. He must have been dreaming when he saw that strange land. He exchanged further pleasantries with the other, so as to have something to say to him before they both walked down the length of the bus and went their separate ways. The businessman became aware that he too, did not know the man’s name. He contemplated asking him, but then thought it ill-fitting to ask a man’s name who he had just met on a bus. He folded up his papers and shuffled off. The taller man collected his thoughts and walked opposite, westward.

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Enrique Ortega Cabello Grado en Comunicación Audiovisual Universidad de Navarra

¿Sabes? No sé qué decirte; ni siquiera sé si quieres escucharme, si quieres verme, leerme, si me dejarías quererte, si podría cantarte… Si el papel o el aire, o la luz, o mis manos

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o mis ojos podrían, si quisieran y quisieras, decirte y hablarte, y contarte lo que me cuentan las entrañas, lo que no sé si se puede o se debe contar…

No sé cuándo volveré a verte, ni dónde; no sé que qué dirás, no sé qué pensarás, ni si será lo mismo; ni si después de eso tu voz será igual.

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Tu voz… [Joder], tu voz… No sé si me arrepentiré de no poder escucharla nunca más igual que antes, no sé si dejará de sonar a música, a viento frío, a nubes y verde hierba y a cielo azul, a mañana y a Rocío…

No sé, nunca sé si lo estoy haciendo bien, si mi voz te suena a fuego, 18

o a tierra o a rayo, si te tranquiliza o te da miedo; si te suena a rugido sordo o a cielo nublado, si no te suena a nada, si te suena a algo… No saber me está matando.

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Consejo editorial: Pilar Bravo • Miguel Bueno • Pablo Mª de la Barrera José Fanjul • Valentine Hilaire • Guillermo Mislata Sergio Navarro • Teodoro Peñarroja • Marta Revuelta Eva Sacristán • Fátima Vicente • Irene Zurera

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