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PRESENTE CONTRA FUTURO
por David Gaitán
¿Qué hace que una obra de teatro sea ‘trascendente’?
¿Qué significa esto para los espectadores, actores y directores? La histórica puesta en escena del Mahabharata de Peter Brook en los ochenta, ofrece algunas lecciones del poder social del teatro y la importancia del presente para ganarse un lugar en el futuro.
Imaginemos una obra de teatro sobre la Biblia No algún pasaje, el libro completo. ¿Qué clase de monstruo escénico sería ese? ¿Cuánto tiempo tardaría en montarse? ¿Cuánto duraría la función? ¿Le interesaría al público?
En 1985, Peter Brook —el mítico director inglés que nació en 1925 — llevó a escena, con texto de Jean-Claude Carrière, el Mahabharata. Si la fantasía de hacer una obra sobre la Biblia resulta inabarcable, aquí algunos datos para entender por qué ese montaje es —a la fecha— un hito de las artes escénicas:
El Mahabharata es un poema épico fundacional de la India que tiene más de 200 mil versos (cuatro veces más que la Biblia, ocho más que la Ilíada y la Odisea juntas). Esto lo convierte en la segunda obra literaria más extensa del mundo, sólo después de Los Cuentos Tibetanos de Gesar. Se cree que el proceso de escritura del Mahabharata duró cerca de mil años. Escribir, ensayar y estrenar la obra de teatro implicó diez.
El montaje original de Peter Brook duraba nueve horas. Se podía ver en tres sesiones o de un tirón, comenzando en la noche y culminando al amanecer. Imposible que no se haya convertido en uno de los referentes obligados en el imaginario colectivo al asociar los conceptos trascendencia y teatro. Pero, además de su cualidad monumental, ¿qué es lo que le otorga el calificativo de trascendente a una obra de teatro? La respuesta atraviesa el ángulo técnico, pero, sobre todo, el filosófico.
Las artes escénicas se deben al presente; si una obra no tiene sentido para la persona en la butaca, difícil justificar su pertinencia. Así, una puesta en escena que se eleva a la categoría de trascendental es aquella que dialoga íntimamente con la realidad que le circunda: a veces, como en el ejemplo citado, multitudes de espectadores a lo largo y ancho de las grandes capitales del mundo, pero otras —quizá— la infancia de una comunidad marginada.
El gesto de la teatralidad está atravesado tanto por la pregunta ¿qué quiero decir en escena? como por ¿a quiénes me interesa decírselo? y ¿cuándo debo hacerlo? El equilibrio entre estas respuestas tendría que ser una guía para resolver otro laberinto fundamental: ¿cómo?
La alineación óptima de estas decisiones terminan por hacer del teatro ese espacio soñado por sus creadores en el que la escena se convierte en un resorte para que el espectador, por medio de su propia imaginación, sensibilidad e intelecto, sea partícipe de una odisea que lo modifica profundamente; ya sea porque se le revela algo del mundo que insistía en permanecer oculto, o porque entiende que eso que le sucede tiene nombre y sus heridas son compartidas; o quizá porque experimentó un espacio de libertad al que —en la realidad— resulta complicado acceder. Esas obras se vuelven trascendentes. Eternas. Se convierten en experiencias que modifican, a veces radicalmente, la vida de quien las observó.
Si bien como espectadores no es complicado reconocer la experiencia de lo trascendental, la ecuación cambia para quien está del otro lado de la escena. La pretensión de hacer una obra de teatro que deje una huella de esas dimensiones es una que, al tiempo que motiva, puede convertirse en una obsesión paralizante.
El arte, en la mayoría de los casos, tiene una aspiración pública. Entender la propia disciplina como un servicio social ordena las ideas y otorga dimensión en el mundo; sin embargo, el escrutinio derivado activa un laberinto de paradojas al que uno debe enfrentarse con serenidad para identificar motivaciones edificantes. Peter Brook no se embarcó en la aventura del Mahabharata con la pretensión de hacer una obra histórica; su intención —dicho por él en innumerables entrevistas— radicaba en acercar a Occidente lo que le parecía una sabiduría poderosa y prácticamente desconocida. El objetivo de esos diez años de ensayos estaba en imaginar el pensamiento de quienes ocuparían la butaca, no en ese peligroso y seductor horizonte que la palabra trascendencia arrastra consigo.
El teatro —paradójico y fascinante— sugiere que, para conquistar el futuro, hay que ignorarlo.
David Gaitán egresó de la Escuela de Arte Teatral. Se ha especializado como actor, dramaturgo, director de escena y docente. Su trabajo se ha presentado en distintos países del mundo y ha sido reconocido en repetidas ocasiones con los principales premios nacionales. Actualmente es miembro del Sistema Nacional de www.levyarchive.bam.org | www.bouffesdunord.com