Espiritualidad

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2 ESPIRITUALIDAD: LA TRANSFORMACIÓN INTERIOR


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podemos hacer ya directamente la pregunta: ¿qué es la espiritualidad? En cierta ocasión le hicieron esta pregunta al Dalai Lama, el cual dio una respuesta extremadamente sencilla: «La espiritualidad es aquello que produce en el ser humano una transformación interior». Alguien que no había entendido la respuesta hizo otra pregunta: - Pero si yo practico la religión y observo las tradiciones, ¿no es eso espiritualidad? Y el Dalai Lama respondió: - Puede que sea espiritualidad; pero si no produce en usted una transformación, entonces no es espiritualidad. Y añadió: - Una manta que no da calor deja de ser manta. Volvió a preguntar el otro: - ¿Pero la espiritualidad cambia o es siempre igual? Y el Dalai Lama repuso: - Como decían los antiguos, los tiempos cambian, y las personas con ellos. Lo que en otro tiempo fue espiritualidad no tiene por qué seguir siénHORA

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dolo hoy. Lo que en general se llama «espiritualidad» no es más que el recuerdo de antiguos caminos y métodos religiosos . Y concluyó: - El manto debe ser cortado para ajustarse a la persona; no es la persona la que debe ser cortada para ajustarse al manto. En mi opinión, lo que ante todo debemos retener de este pequeño diálogo con el Dalai Lama es que la espiritualidad es aquello que produce en nuestro interior una transformación. El ser humano es un ser de transformaciones, pues nunca está · acabado, sino que está siempre haciéndose, física, psíquica, social y culturalmente. Pero hay transformaciones... y transformaciones. Hay transformaciones que no modifican nuestra estructura fundamental, sino que son transformaciones superficiales y exteriores, o meramente cuantitativas. Pero hay transformaciones que son interiores, que son verdaderas transformaciones alquímicas, capaces de dar un nuevo sentido a la vida o de abrir nuevos campos de experiencia y de profundidad rumbo al propio corazón y al misterio de todas las cosas. Y no es raro que tales transformaciones se produzcan en el ámbito de la religión. Pero no siempre es así. Hoy día, la singularidad de nuestro tiempo reside en el hecho de que la espiritualidad está siendo descubierta como una dimensión profunda del ser humano, como el momento necesario para la plena eclosión de nuestra individuación y como espacio de paz en medio de los conflictos y desolaciones sociales y existenciales .

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5 LA ESPIRITUALIDAD DE JESÚS: MíSTICA y POLÍTICA


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mi modo de ver, Jesucristo tuvo dos experiencias fundamentales, verdaderos pilares sobre los que hasta hoy se ha sustentado el cristianismo como camino espiritual y como Iglesia: una experiencia mística y una experiencia política. La primera, la mística, es la experiencia de sentirse Hijo de Dios y se expresa en la palabra Abbá, que nos ha llegado directamente del Jesús histórico. Abbá, perteneciente al lenguaje que los niños emplean para dirigirse a sus padres y abuelos, revela confianza, entrega, ternura y absoluta cercanía. Abbá significa, simplemente, «mi querido papá». Pues bien, ese Abbá-papá al que se dirige Jesús tiene todas las características de la madre, de la mamá, porque está lleno de infinita misericordia y porque perdona a los ingratos y a los malos. Él es el padre del hijo pródigo que escudriña incansable la curva del camino por ver si regresa el hijo y, cuando lo ve, corre a su encuentro y lo cubre de besos. No es sólo el hijo quien se convierte al padre; es también el padre quien se convierte al hijo. Aquí radica la originalidad de la experiencia espiritual de Jesús. Se trata, por tanto, de un Dios que tiene entrañas y que, por eso mismo, se trans35


forma interiormente y se conmueve; un Dios más padre que madre, y a la vez más madre que padre. O, mejor dicho, se trata de una Madre paternal o, si se prefiere, un Padre maternal. Ahora bien, todo aquel que se dirige a Dios llamándole Abbá se siente como hijo querido suyo. Ésta es la conciencia de Jesús: la de ser Hijo del Padre. Podemos discutir cuanto queramos, como hacen los estudiosos del Nuevo Testamento, acerca del tipo de conciencia que Jesús tenía de sí: ¿cómo se consideraba a sí mismo? Muchas son las respuestas a esta pregunta, y todas ellas polémicas.· ¿Se sentía como un profeta escatológico? ¿Cómo un Mesías liberador? ¿Cómo el Hijo del Hombre? ... Sobre todo ello podemos discutir. Pero lo que es indiscutible es el hecho cierto de que Jesús llamó «padre querido» a Dios y se llamó a sí mismo Hijo en un sentido absoluto. Entre Padre e Hijo hay una natural correspondencia. Quien dice «Padre» dice también «Hijo». Y quien dice «Hijo» dice también «Padre». Es una cuestión de lógica, que en Jesús, sin embargo, no era lógica, sino una experiencia de afecto, de «amorosidad» y de intimidad extrema. Dado que Jesús es nuestro hermano, dado que comparte nuestra misma humanidad, su conciencia significa una puerta abierta para cada uno de nosotros. Él nos abrió la posibilidad de tener también nosotros esa misma experiencia de Dios como Padre y de sentirnos sus hijos e hijas queridos. He ahí nuestra suprema dignidad: ser miembros de la familia de Dios, llevar a Dios dentro de nosotros y ser llevados por Dios dentro de Él. Hasta hoy, sin 36


embargo, el cristianismo no ha conseguido universalizar esta experiencia y extenderla a todos los seres humanos, por más diferentes y humildes que sean: todos hijos e hijas queridos del Padre y la Madre celestiales. ¡Qué distinta sería la conciencia de la humanidad, y qué preñada estaría de positivas consecuencias prácticas, si todos los seres humanos se supieran y fueran acogidos y respetados como hijos e hijas de Dios ... ! Gandhi, por ejemplo, vivió de este sueño político-religioso, del que sacaba fuerzas para su no-violencia activa y para su compromiso de liberar a la India del dominio inglés y conseguir la dignificación de los parias, considerados como no-personas. La segunda experiencia de Jesús es de naturaleza político-religiosa y se expresa en su predicación. Jesús no predicó la Iglesia, ni tampoco se predicó a sí mismo ni las tradiciones de sus antepasados. Lo que Jesús anunció fue la inminencia del Reino de Dios, que se encuentra ya en medio de nosotros. «Reino de Dios» significa la política que el Padre lleva a cabo en la historia y en Su creación. El Reino de Dios es la presencia activa y revolucionaria de Dios dentro del universo: presencia cósmica, comunitaria, social, personal; presencia íntima a cada persona humana, porque es dentro de cada persona donde se encuentra el Reino de Dios, y es a partir del interior de cada ser humano desde donde el mismo Dios produce transformaciones. El Reino de Dios es la presencia transformadora de un Dios que se ha acercado a nosotros y ha venido a buscar lo que es suyo, sus hijos e hijas, para rescatarlos, purificarlos y, de ese modo, transfigurarlos a 37


ellos y todo cuanto les rodea, la naturaleza y el universo entero. Jesús anuncia esta enorme utopía, esta revolución absoluta, que es alegría para todo el pueblo, como dice Lucas en su evangelio. La conversión que Jesús obtiene es la transformación espiritual. Lo que él quiere es que hagamos realidad la esencia de la espiritualidad tal como la definía el Dalai Lama: aquello que produce una transformación en nuestro interior. Pero esa transformación no comienza y termina en el interior de cada ser, sino que, a partir de ese interior, desencadena toda una red de transformaciones en la comunidad, en la sociedad, en las relaciones con la naturaleza y con el universo entero. Para Jesús, esa transformación debe iniciarse por los últimos de los últimos, que son los pobres y los condenados de la Tierra. Es por ellos por quienes comienza el Reino de Dios: «Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino ... ». Jesús tuvo su experiencia espiritual en estas dos esferas, la de su intimidad y la de la política, y se transformó: dejó a su familia y se puso a predicar por los caminos, a curar a los enfermos, a consolar a los afligidos, a perdonar los pecados y a resucitar a los muertos. Pero, por encima de todo, a provocar en las personas un encuentro amoroso e íntimo con el Abbá y a inaugurar una ética de amor incondicional, de perdón ilimitado y de confianza absoluta en los designios del Abbá-Padre.

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6 JESÚS PREDICÓ EL REINO, Y EN SU LUGAR VINO LA IGLESIA


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es la espiritualidad de Jesús y la base sobre la cual se construyó el edificio histórico del cristianismo. En primer lugar se efectuó una «traducción» de la experiencia de Jesús que quedó consignada en los cuatro evangelios. A continuación se crearon comunidades que tomaron a Jesús como referente de vida y de sentido, y nacieron las iglesias, y con ellas surgieron los primeros himnos celebrativos, ritos sacramentales, credos de doctrina y códigos de conducta ética y moral. Poco a poco, fue constituyéndose el cristianismo como cuerpo histórico. Pero fijémonos bien en que Jesús no anunció ninguna Iglesia. Lo que anunció fue el Reino de Dios y la transformación interior (conversión). Posteriormente, sin embargo, en lugar de ello surgió la Iglesia como comunidad de fieles que creían en Jesús. Pero el producto de esta evolución, casi inevitable, es algo distinto y que no puede en modo alguno ser identificado con la experiencia original de Jesús; es algo que subyace a la Iglesia y sus instituciones, pero que no se identifica con ellas. Una cosa es la fuente de agua cristalina, y otra su canaSTA

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lización para ser aprovechada por los seres humanos. El caño por donde fluye el agua no es el agua. Desgraciadamente, los cristianos han identificado a menudo el Reino de Dios con la Iglesia, y a Jesús con el Papa, con el obispo o con el sacerdote. Esta identificación representa una patología y una degeneración: el medio se transforma en fin. En lugar de presentarse como camino de salvación, la Iglesia se presenta, erróneamente, como la propia salvación, como si la imagen del pan fuese el mismo pan. En lugar de ser representantes de Dios y del pueblo religioso, las autoridades eclesiásticas ocupan el lugar del mismo Dios, dada la reverencia y la obediencia absoluta que exigen. La Iglesia, en cambio, debe ser como la vela encendida: lo que ilumina es la llama, no la vela; ésta no es más que el soporte para que arda la llama, irradiando luz y calor. La vela es la Iglesia, y la llama es Jesús y su experiencia fundante. Lo verdaderamente fundamental en las múltiples iglesias cristianas es la experiencia singular de Jesús de Nazaret. No seremos herederos de Jesús por el hecho de habitar una institución cristiana y seguir sus preceptos, sino tan sólo si tratamos constantemente de rehacer la experiencia de Jesús, si entramos en el movimiento de Jesús, si nos sentimos hijos e hijas de Dios, a la vez que vemos también a los demás como hijos e hijas del mismo Dios, tratándolos con sumo respeto, como quien contempla con reverencia cómo nace Dios dentro de cada uno y cómo hace de cada hombre y de cada mujer su hijo y su hija, nuestro hermano y nuestra hermana. 42


Si la religión cristiana, en sus diversas formas eclesiales e institucionales, produce continuamente esta experiencia, entonces se transforma en camino espiritual y representa la espiritualidad en su más pura esencia. Pero si no transforma nuestra interioridad, si se limita a seguir siendo una mera religión consoladora que promete la salvación apelando al miedo a la perdición, entonces se transmuta en opio. Si permite que se use y se abuse de sus ritos y sus símbolos en el mercado religioso para suscitar simple conmoción y no esa transformación interior que se desprende de la experiencia del Dios ivo y del compromiso por la justicia, la paz y la integridad de la Creación, entonces se transforma en un mero fetiche. Con la religión podemos incluso pecar contra Dios y ahogar la espiritualidad. Por eso es sumamente sabio el Decálogo cuando, en su segundo mandamiento, prohíbe usar el santo nombre de Dios en vano. Tal vez sea éste el mandamiento contra el que más pecan las religiones, y especialmente las iglesias mediáticas, que en sus programas de radio y de televisión traen y llevan a Jesús de acá para allá sin ningún sentido de la reverencia ni de la moderación. Se banaliza lo sagrado, como si Dios, Jesús y la Escritura fuesen moneda de curso legal, válida para cualesquiera fi nalidades. Se utiliza el nombre de Dios en favor de los intereses de los hombres, no de los del propio Dios, en flagrante contradicción con la naturaleza de lo sagrado y de lo espiritual.

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