Me parece superfluo repetir aquí todos los reproches con los cuales es legítimo abrumar al cristianismo, desde el desasimiento del pensamiento hasta la explotación innoble del dolor y de la miseria. Es necesario llevar más lejos la acusación —o bien ir más lejos que la acusación— para interrogar las condiciones de posibilidad de una dominación religiosa tan potente y duradera, ejercida sobre un mundo que al mismo tiempo apenas deja de quebrantar y deponer esa misma dominación, y que encontró en ella las armas contra ella misma (la libertad, el individuo, la razón misma). No se trata de esto aquí. Por el momento, basta un señalamiento, aunque esencial. El cristianismo no designa, esencialmente, más que la exigencia de abrir en este mundo una alteridad o una alienación incondicional. Pero "incondicional" quiere decir: no indeconstruible, y debe designar la carga, de derecho infinita, del movimiento mismo de la deconstrucción y de la declosión.