La Paloma: Cómo encontrar una amiga en Uruguay

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diario de viajes tragedia. El primer faro Cabo Santa María fue destruido por un rayo. Murieron 30 personas que trabajaban en su construcción.

LA PALOMA:

Cómo encontrar una amiga en

Uruguay En el último tiempo, el balneario uruguayo de La Paloma, en Rocha, antes pueblo de pescadores, se ha convertido en uno de los más visitados del país. Una periodista de Domingo, que vivió parte de su niñez allí, viajó para ver cuánto había cambiado el lugar en treinta años, pero en el camino sumó otro objetivo: encontrar a alguien especial. TEXTO Y FOTOS:

Magdalena Andrade N., DESDE URUGUAY.

Domingo, 17:00 horas

Un faro, una amiga y una tragedia

101, 102, 103, 104. Miro para abajo y pienso que ya he subido más de 100 escalones, de-

masiados como para deshacer lo avanzado. Miro hacia arriba, hacia el espiral que forma la escalera sinuosa y sin luz; entonces sé que me faltan aún varios pisos para llegar a la meta. Sigo avanzando, pero me siento encerrada, como en una pesadilla, y no por la falta de aire ni porque el corazón se me está saliendo por la boca, sino por este camino oscuro y estrecho, incómodo y húmedo, tedioso e interminable. 140, 141, 142, 143. Ya no hay más que la punta del faro Cabo Santa María, desde donde se puede ver en 360 grados La Paloma, el pequeño balneario del sureste uruguayo, en el departamento de Rocha, donde pasaré los siguientes tres días. Recupero el aire e intento mirar sin marearme las olas que rompen con fuerza contra el roquerío. Los rayos del sol de las cinco y media iluminan el pueblo, que tiene sólo casas y apenas un par de edificios. Más tarde sabré que aquí, en los últimos tiempos, se han levantado más construcciones que en los casi 140 años desde que se fundó la ciudad. Pero ahora sólo veo techos rojos, dorados por la luz. “Yo esta escalera la subo en un minuto y medio, corriendo”, dice Daniel Hernández, el cuidador del

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faro, un hombre joven y fornido que se ríe de mi esfuerzo por hablar de corrido sin ahogarme. Hoy es el Día del Patrimonio en Uruguay, y el faro está abierto para todo quien quiera subir. Arriba, Daniel espera a los visitantes para contarles la historia de su edificación. Un relato que combina modernidad y desgracia, luz y oscuridad. Conozco ya algo de esa historia. Hace casi tres décadas, en 1986, mi familia se vino de Chile a vivir a La Paloma por un año. En ese entonces yo tenía cinco, y mis recuerdos del pueblo, con el tiempo, se fueron convirtiendo en un álbum de imágenes sueltas e inconexas. Pero si hay algo que nunca olvidé fue la tragedia del faro. Un día, Graciela, la niñera que me cuidaba, me llevó hasta la playa y me contó la historia del pequeño muro de piedras que está al lado del faro: bajo ellas, dijo, estaban atrapados los cuerpos de varios trabajadores que habían muerto luego de que la construcción se derrumbara durante una tormenta. Ahora escucho a Daniel volver a contarla: 1872 y un grupo de trabajadores y sus familias trabajan en la construcción del faro Cabo Santa María. Trabajan de día y por la noche acampan en el mismo lugar. Una de esas noches se desata una tormenta, cae un rayo sobre el faro en construcción y lo derriba. Mueren 30 personas. El pueblo se sumerge en un luto profundo. Sólo tiempo después se atreven a construirlo de nuevo.

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A mi lado, un matrimonio mayor escucha también la historia. “No empecés...” dice él, mientras ella recita al aire una lista de prohibiciones: “No te acerques. No mires para abajo. No te agarres de la baranda”. El faro es bello, pero hasta hoy no puede sacarse el estigma de la tragedia. “Hasta ahora hay gente que no quiere subir. Les da miedo que pase lo mismo. Hay que explicarles que éste es un faro nuevo”, dice Daniel. Intento cambiar el tema. Le cuento que hace 27 años viví en La Paloma, pero que hoy no recuerdo nada del lugar salvo el faro, la escuela y a Natalia, la hija de Alba, otra niñera que tuvimos mi hermano y yo durante nuestro año viviendo allí. Natalia era otro de esos recuerdos imborrables: fue mi única amiga en Uruguay, con la que pasábamos tardes enteras chapoteando en el agua y jugando con barro en el patio de mi casa. Después de volver a Chile, cuando las dos aprendimos a leer y escribir, estuvimos trece años enviándonos cartas. Pero cuando el correo dejó de ser un medio de comunicación importante, la tradición se terminó, y con ella, las noticias que venían de Natalia y de Uruguay. Le comento todo lo que sé de Natalia (que se apellida Pereyra, que es maciza, rubia y –al menos como yo la recuerdo– tiene la cabeza llena de rizos; que Alba, su madre, murió hace un par de años; que está separada del marido con el que se casó a los 19, y que debe tener por lo menos dos hijos). Daniel me mira con cara de no tener idea de quién estoy hablando. Le devuelvo una mirada de impotencia: como si fuera un pecado que en un pueblo que apenas sobrepasa los 4 mil habitantes sean incapaces de conocer todas las caras. Un par de horas antes, cuando venía en camino desde Montevideo a La Paloma –una ruta de 210 kilómetros que atraviesa montes con vacas pastando y varios pueblitos rurales– siempre pensé que encontrar a Natalia sería una tarea fácil. Que preguntaría en cualquier parte y sabrían quién era y dónde vivía. Ahora bajo las escaleras del faro pensando que la tarea de encontrarla es más difícil de lo que creía. Desde arriba, Daniel, convertido ahora en un punto azul, se despide haciendo señas con sus brazos.

Lunes, 9:00 horas Una mujer sin rastros

El día parte con la idea que me dio una de las mucamas del hotel Proa Sur. Si hay un lugar donde me pueden ayudar a encontrar a Natalia es en la comisaría. Allí seguro que la conocen o pueden darme alguna pista sobre dónde vive, o por lo menos cómo puedo ubicarla, me alienta.

Salgo a la calle Nicolás Solari (la única calle grande de La Paloma) a tomar un taxi y aprovecho de mirar el camino: las casas, con los techos de quincho típicos de los balnearios uruguayos, se ven vacías igual que todo el pueblo. Es lunes, es temprano y es octubre: temporada baja de playa. En el hotel me habían dicho que en el verano puede haber más de 30 mil personas caminando por aquí. Antes de seguir paso por un locutorio hoy la telefónico para ver si encuentro paloma es muy alguna pista de Natalia en la guía apetecido de teléfonos, pero el local está por muchos oscuro y tiene un cartel en la puerta. Me acerco a leerlo: “Si europeos que está cerrado es porque no he buscan una llegado”, dice. casa en la En el camino, el taxista coplaya. menta cuánto ha cambiado La Paloma en los últimos veinte años. De ser un balneario casi rural, habitado por familias que vivían de la pesca –por esos años aquí funcionaba la pesquera industral Astra– pasó a ser algo así como un oasis para cientos de uruguayos que han llegado a comprarse una casa en la playa, y también para franceses, alemanes y otros europeos que han venido a vivir aquí buscando todo lo que puede ofrecer un pueblo pequeño con mar. “Buscan la naturaleza. La Paloma es natural: puedes oler el mar, oler los bosques de pino. Es un lugar tranquilo. Hay algunos borrachos, sobre todo en las fiestas, pero es tranquilo”, dice el taxista. Cuando llegamos a la comisaría, un vecino está denunciando un hurto.“Una garrafa de 13 kilos... Un calefactor James... Sí, forzaron la puerta...”, escucho, mientras el policía

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Domingo

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llena el registro con caligrafía lenta y calmada. Después de un rato, cuando se desocupa, le cuento por qué estoy allí. El hombre se para y busca el nombre de Natalia en un libro grueso escrito a mano; le pregunta a otro policía que entra por la puerta. Intenta marcar un número de teléfono que traigo desde Chile y que fue alguna vez de Alba, la mamá de Natalia. Número vacante, dice la grabación. Si mi amiga tiene hijos, me dice, donde deben conocerla con seguridad es en la escuela básica. Sigo mis pasos hacia la Escuela número 52 de La Paloma. Estuve aquí hace 27 años. En una de estas salas hice el kínder, pero ahora que veo el edificio se me vienen a la cabeza más sensaciones que recuerdos: la ansiedad en la fila del kiosco para comprar el bizcocho con dulce de membrillo para la merienda; el sabor de las manzanas verdes que mi mamá ponía en mi mochila todos los días; lo extraño que era que ninguno de mis compañeros me llamara por mi nombre, sino que me dijeran:“la chilena” o “la chilena de la mochila de tortuga” (y la rabia que me daba que nadie entendiera que lo de mi bolso no era una tortuga, sino ET). Ahora veo a los niños salir por la puerta y es como si la escena se hubiera congelado en el tiempo: escolares con sus delantales blancos –lisos, los niños; tableados, las niñas– y su rosetón azul, caminando por la calle de la mano de sus madres o solos, todos camino a casa. Entro por la puerta principal a la oficina de la directora: una mujer joven que, me cuenta, llegó hace tres años a trabajar allí. No puede ayudarme, pero me lleva donde otra profesora que hace más de 30 está en la escuela. Se llama Teresa Fernández. A Teresa le cuento que hace un tiempo yo estuve aquí. Le doy mi nombre, va hacia la estantería y saca un gran libro con las fichas de los alumnos de 1986. “Ah, sí. ¡Te recuerdo! Eras movidita, movidita”, dice mientras hojea mi ficha escolar donde se lee: “Alumna que viene de Chile, 8 inasistencias, no vuelve al año escolar 1987”. Le cuento que no recuerdo nada del pueblo. Que para mí venir aquí es como volver a llenar una hoja que se quedó en blanco. “Ha cambiado tanto La Paloma. Ha crecido mucho. Crece y es inestable. Hoy tenemos 100, 110 alumnos, pero siempre varía el número. Y es que hoy la gente trabaja en turismo, como antes lo hacía de la pesca. Pero también tenemos a muchos extranjeros que vienen a matricular a sus hijos aquí: franceses, americanos, suizos. ¿Has escuchado eso de encontrar tu lugar en el mundo? Quizás eso es lo que están haciendo ellos, recogiéndose hacia lo natural al final del mundo. Aquí no hay shopping, no hay multitudes que agredan la naturaleza como en las otras playas uruguayas. Un día yo sobrevolé La Paloma y me quedé encantada, es una maravilla” dice, como si hablar de las virtudes del pueblo fuera un trabajo paralelo al que ya tiene como profesora. Teresa –una mujer rubia, alta, llamativa, que hace rato dejó de ser joven– parece no querer que me vaya. Quiere seguir alimentando mis y sus propios recuerdos. “Yo me vine aquí a La Paloma hace 31 años.Y no me fui más. Me casé, pero no tuve hijos y me separé. Mi madre murió, mi familia vive en Canadá y Australia. Estoy sola en este lugar.

Pero yo no me voy de acá”, dice. Le pregunto entonces por Natalia. Pero Teresa no la conoce. Nunca ha escuchado hablar de ella, ni tampoco de sus hijos, ni de su madre, ni de nadie de su familia. “Si algún día quieres venir, puedes venir a mi casa”, ofrece cuando me despido.

A Óscar Jeffrey –ojos azules, modales rudos– lo conocí la noche anterior en La Ballena, después de un rato intentando encontrar un restaurante abierto. Me llamó la atención porque, cuando llegué, estaba reprendiendo a una de sus meseras por no haber puesto los cubiertos correctamente a una familia –mamá, papá, dos hijos– que ocupaban una mesa entera, cada uno con sus laptops abiertos en frente. Y en el local éramos sólo ellos y yo. “La preparo para la temporada alta”, se excusó luego. De vez en cuando, los cuatro integrantes de la familia tecnológica sacaban sus ojos de los computadores para mirar la pantalla del televisor, que estaba transmitiendo el partido de Boca-River en mute. Sólo la madre rompió el silencio en un momento para preguntarle a la mesera cuánto se demorarían en traer los platos que habían pedido. Unos 15 minutos, responde la mesera. “Ah, es que el chico no quiere apagar la compu todavía. Dice que si la apaga se le mueren sus mascotas virtuales”, dijo la madre. Ahora Óscar está solo. Son las cinco de la tarde y el restaurante está vacío. Comentamos la escena de la noche anterior. en el verano “Esa familia era argentina. es posible Tenemos muchos argentinos acá, aunque este año han baver ballenas jado bastante, por el tema de francas la crisis”, dice. australes Óscar Jeffrey cumplió, hace frente a las tres años, su sueño palomeño. costas de la Cuenta que llegó aquí hace paloma. más de diez años, desde Rocha, como garzón de un restaurante del pueblo. Y le fue bien, tan bien, que pudo independizarse y poner su propio local: La Ballena, un restaurante que se vanagloria de estar abierto los 365 días del año. Incluso en temporada baja, como hoy. La Ballena es una fuente de soda sin mayores pretensiones, pero se ha convertido en un emblema de La Paloma. Se llama así porque aquí, en este pequeño balneario con algo más de siete kilómetros de playa, en el verano se ven ballenas francas australes. En 2003, una de ellas varó en la playa. Entonces los vecinos limpiaron sus huesos y reconstruyeron su esqueleto, que ahora se ve en la calle principal como un pequeño museo al aire libre. Le pregunto entonces qué tiene La Paloma que no tengan sus tan de moda balnearios vecinos:, La Pedrera y Cabo Polonio. “Andar a 50, 60 kilómetros por hora y que nadie

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17:00 horas

Un sueño palomeño


secreto. La Paloma está a 210 kilómetros de Montevideo, en el estado de Rocha, cuyas playas aún se mantienen ajenas al gran turismo.

te toque la bocina”, dice Óscar. Y agrega: “Aquí viene el que quiere descansar. El que no, se va a Punta del Este”.

Martes, 10:00

Un taxista, una pista y un encuentro

Hoy es la última oportunidad que tengo para encontrar a Natalia. Ayer, cuando le pregunté

a Óscar Jeffrey por ella (sabía que tanto Natalia como su mamá habían trabajado en un restaurante), tampoco tuve buenas noticias. Esta vez, aunque tenga que ir casa por casa preguntando por ella, intentaré encontrar su rastro de alguna forma. Llamo a un taxi y le cuento mi búsqueda. El taxista replica la historia por la radio: Natalia Pereyra, rubia, muchos rizos, maciza, mayor de 30 años, dos hijos por lo menos, separada. “Creo que es la ex mujer de Negro Carrera”, contesta alguien por la radio. “Parece que ya sé dónde es”, me dice el taxista. Vamos entonces al sector de La Aguada, un barrio residencial con su propia y tranquila playa de aguas celestes y arena blanca. Nos bajamos los dos y gritamos en una de las casas por su nombre. Aparece una mujer alta, de polera verde y jeans negros, con un niño rubio, de unos cuatro años, vestido para ir a la escuela. “¿Natalia?”, pregunto. La mujer tiene el pelo negro y largo. Es delgada. Luce cansada. “¿Natalia Pereyra?”. Un abrazo largo respondió luego a todas mis preguntas. Prometo ir a verla en la tarde para conversar. Entre medio, voy a dar una última vuelta por las playas de La Paloma. Recorro La Balconada, Bahía Chica y Bahía Grande, veo matrimonios paseando sus perros y parejas que juegan con sus hijos, y siento, por primera vez en todo el viaje, la sensación de haber estado allí antes, de haberme bañado en esas mismas aguas y de haber jugado en esa misma arena. Cuando vuelvo a la casa de Natalia lo hago con una bolsa llena de facturas dulces, que comemos lentamente junto a un mate amargo.


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