Un país de hippies

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10 VIAJES

EL MUNDO. MARTES 29 DE ABRIL DE 2014

IIIIIIIIIII AMÉRICA INDÓMITA IIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII

AVENTURA. Las casas

de Cabo Polonio, uno de los últimos refugios salvajes de Uruguay, no tienen luz eléctrica ni gas ni agua. Pero eso es precisamente lo que buscan los viajeros

Las casas bajas de Cabo Polonio, perteneciente al departamento de Rocha, se despliegan de forma aleatoria pero siempre mirando al mar. REPORTAJE FOTOGRÁFICO: MIKA MORENO

URUGUAY

De la anarquía colorista de Cabo Polonio, inmerso entre las dunas de un parque nacional, a los chiringuitos de Punta del Diablo o las playas agrestes de La Paloma. Así es la costa bohemia del estado latino

UN PAÍS PARA ‘HIPPIES’ ISABEL GARCÍA

Nada de luz eléctrica. Ni de agua corriente. Salvo en algún que otro hostal multicolor desperdigado anárquicamente por las esquinas. Porque de asfaltado o alumbrado en las calles —que tampoco existen como tal— ni hablamos. Y de wifi, menos. ¿Los coches? Prohibidísimos. Así que la opción más socorrida para llegar hasta aquí, hasta Cabo Polonio, uno de los últimos refugios salvajes (de verdad) de Uruguay —y si nos ponemos, de América Latina—, es tirar de los limitados camiones de 24 plazas y techo al descubierto autorizados por el Gobierno local, el del departamento costero de Rocha. Lo recorremos casi entero —y tiene unos 150 kilómetros de playa hasta la frontera con Brasil—desde

este pintoresco punto de partida. Hay otra alternativa para entrar en Cabo Polonio: los carros de caballos. No en vano, hasta hace no tanto, era la única. Si no, uno también puede recorrer a pie los ocho kilómetros de bosques e impresionantes dunas de arena —a tanto llegan que han sido declaradas Monumento Nacional del país— que lo separan de la playa de Valizas. Una vez en el pueblo, inmerso en el parque nacional homónimo —de ahí la protección y los límites de acceso—, lo dicho: la civilización pura y dura se queda atrás. En el tiempo y en el espacio. Lo que aquí se estila es lo agreste, lo salvaje, lo bohemio. Se nota en las casas de madera (aquí, ranchos) levantadas a mano y rematadas en amarillo chillón, en verde fosforito, en azul

potente, en rojo fuego... Y con jardines donde lo que se cultiva son «pensamientos», como reza uno de tantos carteles improvisados. Justo al lado de un gallinero igual de colorista que las casas. O más. Y de aquellos caballos que campan a sus anchas entre la arena, ésa que aquí hace las veces de asfalto.

Buñuelos de algas La estampa bohemia se completa con el único aseo público, ubicado en el centro del pueblo, justo al lado de donde te dejan los camiones. Y siguen con los puestos de artesanías. Y con los chiringuitos a pie de playa que te resuelven el futuro a golpe de tarot (o reiki, yoga, masaje ayurvédico...) mientras suena un grupo de rock en vivo. De acompañamiento, buñuelos de algas, em-

panadas, chivitos (típico bocata de ternera con bacon, queso, lechuga...) o un sándwich de lenguado frito. O de corvina, cazón, gambas, rabas de calamar... Será por pescado fresco. De postre, alfajor o dulce de leche. Y de beber, mate. Mucho. Alguno de estos locales ofrece alojamiento a la luz de las candelas. Porque ya lo decíamos también: sólo alguna casa que hace las veces de hostal (no llegan a 10) o taberna hippy dispone de agua (la trae un camión cisterna), gas o luz, ya sea con paneles solares o energía eólica. Y eso es lo que quieren tanto los viajeros (almas jóvenes y mochileras, en su mayoría) como los habitantes, apenas 70. Pero tienen hasta escuela (con cuatro niños, eso sí) y misa todos los sábados a las 16.30 en casa de Gloria, la mulata.

No es que no les importe vivir así: es que no quieren otra cosa. Son los hijos de los hijos de aquellos osados que llegaron en los años 60 para trabajar en las loberas. Porque ésa es otra: Cabo Polonio custodia una de las mayores reservas de lobos marinos del mundo, ahora protegidos, pero antaño carne de suculento lucro mediante la venta de su aceite para cosmética. Pero pasó el tiempo y el negocio fue muriendo. Muchas familias se quedaron, reciclándose en pescadores, artesanos u hosteleros. Y aquí siguen, en sus excéntricas casas de madera. La construcción está ahora prohibida—el terreno es del estado de Uruguay—, lo que no impide que, de vez en cuando, surja una morada nueva de un día para otro, obra de algún avispado que ha actuado con nocturnidad, alevosía y mucha rapidez. Las autoridades están pendientes, sí, pero entre que llegan, detectan al infractor y ordenan el derribo... Y es que los aires rebeldes de Cabo Polonio vienen de lejos. De los tiempos de la conquista española, cuando naufragó el barco Nuestra Señora del Rosario (1753), comandado por un ibérico, Joseph Pollo-


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