ICH: LIBRO DE VIAJES

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JES LIBRO DE VIA


Saracino, Luciano ICH : libro de viajes / Luciano Saracino ; Ariel Olivetti. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Utopía Editorial, 2016. 48 p. ; 24 x 17 cm. ISBN 978-987-4068-04-0 1. Historietas. I. Olivetti, Ariel II. Título CDD 863.0222

ISBN 978-987-4068-04-0 © Luciano Saracino - Ariel Olivetti © Utopía Editorial por la presente edición Editor responsable: Alejandro Viktorín Diseño Gráfico: Javier Hildebrandt ICH: libro de viajes es una publicación de Utopía Editorial Impreso en GALT PRINTING - Julio de 2016. NOVEDADES Y CONTACTO utopiaeditorial.blogspot.com Utopía editorial

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ES J A I V E D O LIBR Notas de LUCIANO SARACINO Fotos, ilustraciones y anexos de ARIEL OLIVETTI



N Ó I C C U D O R T N I



Ni uno ni otro podríamos referir con exactitud el motivo de nuestra obsesión ni cómo la misma se presentó en ambas vidas. Pero cierto es que, entre 2011 y 2016, con Ariel Olivetti tuvimos una quimera. Un Santo Grial. Un Zahir. Dice un tal Borges, refiriéndose al Zahir, que son “los seres o cosas que tienen la terrible virtud de ser inolvidables y cuya imagen acaba por enloquecer a la gente”. Pues bien, nosotros estábamos enloqueciéndonos tras los rastros (esquivos, como ratas de viento) de una leyenda. La leyenda en cuestión remitía a cierto grupo de antiguas máscaras mágicas que tenían la cualidad de volver a su portador aquello que la máscara representaba. Las diferentes naciones de la América precolombina (o Abya Yala, si queremos mencionarla en lenguaje Kuna) supieron de estas máscaras y existen, aún, códices que mencionan el poder real que las mismas ofrecían a sus dueños. El rastro que lleva a las mismas, ya lo dije, es inasible.

En alguna sobremesa Ariel dejó caer, como si se tratara de un detalle, el interés hacia dichos prodigios. Observamos, incrédulos, que los dos compartíamos la misma fiebre y el mismo Objeto de Deseo. Comparamos rápidamente notas y versiones al respecto. Notamos que algunas se contradecían pero que muchas otras se reafirmaban, complementaban o encajaban. Y ya nunca más volvimos a hablar de otra cosa. Al igual que los antiguos expedicionarios enfermos de demencia que persiguieron Eldorado, La Ciudad del César, La Fuente de la Juventud o La Mujer más Hermosa del Mundo, nosotros fuimos a buscar unas máscaras (o, al menos, algún dato que nos sugiriera que aquello que teníamos como rumor pudiese llegar a ser cierto). Recorrimos miles de quilómetros para encontrarnos, en los más de los casos, con el olvido difuso de algunos relieves en piedras enmohecidas en selvas hostiles. Anduvimos páramos infinitos para descubrir que el dato que traíamos era falso o inexacto. Discutimos


durante noches enteras con antropólogos, sacerdotes, historiadores y coleccionistas que intentaron hacernos entrar en razón sobre lo evidente: el zahir nos estaba llevando a la locura como si se tratara del peor de los ajenjos. Nunca encontraríamos esas máscaras porque, simplemente, esas máscaras existían sólo en nuestro interior. En el desván más oculto de nuestros delirios. En el laberinto insondable de nuestro infierno.

Y fue así, cuando estábamos a punto de decidirnos a abandonar la búsqueda, que se abrieron un par de puertas inesperadas. Lo que sigue es una breve descripción de lo que encontramos en los últimos dos o tres años de ardua e incansable labor. Esperamos que nunca nadie tenga que leer estas notas. Si alguna vez eso sucediera...



PPAKKINA Entre enero y febrero de 2013 fui invitado a la Feria Internacional del Libro de Taipei (Taiwán), a dar una serie de conferencias acerca de mis últimas publicaciones. Como suele suceder en estos convites, los encargados del área de cultura de la embajada1 llevan a los artistas invitados a recorrer los lugares de interés de la ciudad en cuestión. En Taipei, naturalmente, caminamos mercados (degusté platos cuyo aspecto no pudo ser soñado siquiera por Poe), visitamos templos, rendimos nuestro respeto a la tumba de Chiang Kai-shek y realizamos la obligatoria visita al Museo Nacional del Palacio. En el mismo uno se maravilla, aunque no vaya predispuesto, con las salas de caligrafía, con las porcelanas, las miniaturas y, claro, las máscaras allí expuestas.

Me dediqué con especial interés a esta última galería. Había una máscara humana de bronce fechada en el año 1200 A.C, perteneciente a la dinastía Shang. También, una serie de reliquias gigantescas (una de ellas medía más de un metro y medio de alto y otras me resultaron tan perturbadoras que no pude observarlas fijamente durante mucho tiempo), halladas en la provincia China de Sichuan, más precisamente en el pueblo Sanxingdui, y que casualmente en aquellos momentos se hallaban expuestas en Taipei para mi solaz. Pero había una pieza que se encontraba separada del resto, iluminada con una luz que parecía ocultar más que enseñar. Como si no debiera ser vista. Como si su presencia allí fuese un error que el visitante debiera dejar pasar.

1 En este caso, y debido a que Taiwán -o la isla de Formosa- no tiene status de Nación, existe una entidad llamada Oficina Comercial y Cultural que suplanta a la Embajada tradicional y que tiene las mismas funciones fácticas que la mencionada.


Me acerqué. Sin dudas, aquella pieza nada tenía que ver con las otras que engalanaban la sala. Estaba elaborada con algún tipo de tierra arcillosa y no con oro o bronce, como la mayoría allí. De la boca parecían salir dos pares de quelíceros. Y, en su mirada, habitaba el mal. Hacía algunos varios años, en el 2005, había tenido el agrado de perderme en la mirada de Pazuzu, en el museo del Louvre (París). Puedo dar fe que el Rey de los Demonios del Viento, hijo de Hanbi, a la vera de lo que estaba observando yo en ese instante, era un bebé de pecho. Aquella máscara desubicada entre las otras me miraba a mí, que fingía estar observándola. Tuve que apartarme para no ser devorado por aquel aterrador juego de espejos. A falta de cualquier placa que explicase el origen de aquella máscara tan inusual y fuera de

contexto, pregunté a los que me guiaban. Ninguno supo qué responder. Parecía como si no la hubieran visto nunca o como si no la pudiese ver ni siquiera ahora, y el dato no me extrañó en lo más mínimo. Los encargados del museo, por otro lado, me respondieron en mandarín (idioma que, por cuestiones de distancia, no he llegado a naturalizar aún). Nada en concreto pude sacar, en síntesis, sobre aquella aparición. Esa noche intenté indagar desde mi ordenador (en el séptimo piso del Shangri-La’s Far Eastern Plaza Hotel), sin dar con ningún resultado concreto. Le escribí un mail a Ariel Olivetti, que por entonces estaba en una convención de comics en San Diego (Estados Unidos), explicándole sobre el asunto y recibí casi al instante una respuesta de su parte. “¿Era algo así?”, decía el asunto. No había texto en el cuerpo de su


PPAKKINA

mail. Adjunta, una foto de una servilleta en la que, velozmente y a trazo de lápiz, Olivetti había dibujado con increíble precisión la criatura que yo había vislumbrado hacía unas horas en el Museo. Respondí que sí sin esperar lo que vendría a continuación. “Miraste de frente una de las máscaras que nos aseguraron que no existían, amigo. Acabás de dar con Ppakkina, el destructor”2. Sabía que, del otro lado

del mundo, Olivetti estaba tan emocionado como yo. Qué hacía aquella máscara precolombina en Taipei es algo que todavía no hemos podido responder, a pesar de la extensa correspondencia que mantuvimos con los encargados del Museo Nacional del Palacio. Lo único que supimos era lo que más necesitábamos saber: las máscaras existían. Debíamos ponernos en marcha para dar con sus paraderos y comprobar, de ser posible, su poder.

2 Cuando dimos con la existencia del rumor de estas máscaras supimos también que las mismas nunca habían sido nombradas por sus reales dueños (quizás por aquel axioma que dice que aquello que no se nombra no existe y, si no existe, no hay motivo para buscarlo). Fue idea de Ariel Olivetti la de tener una nomenclatura con la que poder definirlas cada vez que las mencionábamos. Y fue también idea de Olivetti el hecho de que las máscaras fueran nombradas en quichua y no en otra lengua americana. El motivo de aquello es, simplemente, que Olivetti ha estudiado más esta lengua que el resto.



machu El seis de abril de 2013 recibí una serie de llamados a horas inapropiadas. Saben, los que tienen mi número telefónico, que no soy una criatura matinal, por lo que aquellos llamados a las 07 A.M. no podían ser otra cosa que una muy buena o una muy mala noticia. Supe, luego de unos días, que se trataba de las dos. -¿Qué pasa? –atendí dejando en claro mi humor y mis intenciones de seguir durmiendo. -Acaba de llamarme José Antonio Vilca –habló Olivetti del otro lado de la línea, tan concreto como yo.- Mencionó la aparición de una máscara que estaría viajando ahora mismo a su laboratorio. Aparentemente, los datos coinciden. Yo, por entonces, no sabía a qué datos se refería mi compañero ni de qué máscara me hablaba ni, mucho menos, del laboratorio que mencionaba. Sí sabía, aún a aquellas horas, que quien me estaba hablando era Ariel y sabía también que el tal José Antonio Vilca no vive en el mismo país que nosotros. -Hay un vuelo directo a Lima a las 10.15. Estaríamos llegando a las 13 horas (horario de allá). Tendríamos casi todo el día para investigar de qué se trata el asunto.

-Casi no dormí –dije como si aquello sirviera de algo, llegados a este punto. -Ya compré los pasajes –hizo Ariel su parte en el plan, que es no escucharme en estos casos.- Paso por tu casa en media hora. No prepares valija. Volvemos mañana. Llegamos en un vuelo directo de Avianca al Aeropuerto Internacional Jorge Chavez a la hora señalada. Por entonces, yo sabía un poco más, aunque no tanto, acerca del asunto que me había quitado de la cama y me estaba haciendo atravesar medio continente. La madre del investigador y coleccionista José Antonio Vilca, la Dra. Gladys Ocharan, es una de las científicas más importantes del mundo forense. Especialista en microevidencias por microscopía electrónica, entre otras muchas y apasionantes materias, tiene en su laboratorio uno de los microscopios electrónicos por barrido (también conocidos como SEM – Scanning Electronic Microscopy-) más precisos del mundo. Se trata de un Quanta 200 con el que se puede trabajar con diferentes presiones, lo cual permite la investigación con líquidos y con materiales no conductores como lo son las muestras orgánicas, por citar solo una de sus funciones. Tanto Olivetti como Vilca suponían que la máscara que estaba siendo tratada en aquellos momentos por el


Quanta 200 tenía propiedades mágicas3. Yo no tenía otra tarea más que seguirlos en sus conjeturas y dormitar de a ratos. De ser cierto el pálpito, podríamos no sólo llegar a localizar la fecha estimada en la que estas máscaras fueron realizadas sino que, quizás, podríamos dar con algún dato de quien las haya usado. Sólo pensar en aquello hacía que mi corazón se desbocara. Entre el Aeropuerto Internacional Jorge Chavez y el residencial barrio Rinconada del Lago (Distrito de La Molina, en Lima) hay dos horas de automóvil. Durante el trayecto, Vilca nos aseguraba que aquella máscara que se estaba estudiando debería ser especial. Que nunca hubo tanto cuidado con ningún otro descubrimiento arqueológico realizado en las últimas décadas. Que, desde que se rumoreó su aparición en unos yacimientos no declarados, todo lo que envolvió al asunto fueron los susurros, los entredichos y las declaraciones prontamente desmentidas. El asunto, de más está que lo explique, había llegado a despertar mi atención.

Al llegar al laboratorio, dos coches del Federal Bureau of Investigation estacionados frente a las instalaciones no hicieron más que corroborar las conjeturas de nuestro amigo. Nadie podía acceder a la sala en la que se emplazaba el Quanta 200 y en donde, aparentemente, se hallaba la máscara. Por lo que pudimos sacar en limpio de los agentes que custodiaban el acceso, la Dra. Gladys Ocharan estaba trabajando sobre un objeto no declarado, acompañada por el Director del Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia de Perú, dos de sus ayudantes y un número no determinado de científicos del FBI. Desahuciado por la situación en la que nos hallábamos, me dispuse a disfrutar de una de las virtudes más reconocidas de nuestro amigo peruano: el mejor pisco sour del mundo. Olivetti, en cambio, se puso a dibujar. Quisiera hacer, a continuación, una breve aclaración: cientos de veces he visto dibujar a Ariel Olivetti, en los más diversos lugares y las más

3 Ariel Olivetti y José Antonio Vilca coincidieron en diversas convenciones a lo largo y ancho del mundo. En varias de las trasnoches que compartieron, el dibujante le habló al investigador sobre su Zahir. El investigador, desde entonces, le envía cuanta información de importancia le llega, al respecto. El dibujante considera de vital importancia cada uno de los datos ofrecidos por su informante. Este es uno de esos casos.


MACHU

variadas situaciones. Nunca, sin embargo, le percibí tanta fiebre en la mirada. Parecía emitir, con el pensamiento, un rugido. Rayaba hoja tras hoja, indiferente a los manjares que le ofrecíamos. Eran las tres de la mañana cuando la Dra. Ocharan llegó, exhausta, a la sala en la que nos encontrábamos. Olivetti hizo las presentaciones del caso debido a que la ingesta ininterrumpida de pisco sour me impedía realizar aquella labor e, incluso, cualquier otra. -¿Podemos ver la máscara? –preguntó, con la misma fiebre que tenía cuando estaba dibujando. -Ya no –dijo la Dra., dejándose caer sobre uno de los sillones.-Se la llevaron ellos. -¿Los del Museo? –preguntó Vilca. -Los del FBI –completó Ocharan, abatida como nosotros. -¿Pueden hacer eso? –balbuceé. El gesto de la científica, apenas perceptible, nos dio a entender que algunas cosas superan las líneas de lo que se puede o no hacer de este lado de las cosas.

-¿Qué resultado dio el SEM? –preguntó Vilca. -¿Se puede hablar de la antigüedad de la máscara? -No –dijo ella, simplemente.- Si tuviéramos que tomar como ciertos los valores a los que hemos accedido, aquella máscara es más antigua que la tierra misma. No hay datos de nada encontrado en el mundo que haya arrojado los valores que acabamos de tener ante nuestros ojos. -Eso significa que... -intenté pronunciar. -Significa que ya no podemos hablar sobre este asunto –volvió a ponerse de pie la Dra.- Sea lo que sea que acabo de analizar, ya no existe. Olivetti le ofreció las hojas que había dibujado hacía unas horas. La Dra. Gladys Ocharan observó cada una de ellas con detenimiento y señaló una en particular antes de retirarse. Ariel me mostró, a su vez, la hoja señalada. En ella, en lápiz, un dibujo de Machu. Quizás la más poderosa de todas las máscaras a las que les seguíamos el rastro.



PHAUANA Entre las notas que teníamos, Ariel y yo habíamos llenado decenas de cuartillas con información, datos y rumores que llevaban a un misterioso sitio denominado como Cueva de los Tayos, en Ecuador. Mucho de lo que él tenía anotado (seguía el recorrido de un explorador húngaro y de otro escocés –Juan Moricz y Stanley Hall- que se habían internado en ella hacía varias décadas y habían hallado unos objetos nunca declarados por la arqueología tradicional) no coincidía con mis investigaciones (que seguían, en cambio, el derrotero de un tal Padre Crespi, que en su senilidad dio con centenares de placas de oro –robadas todas, actualmente- donde no sólo se contaba un pasado absolutamente distinto al que nos cuentan los libros de historia sino que, además, aparentemente se hacía mención a las máscaras y su extravagante poder). Todos los martes Ariel y yo solemos juntarnos (hasta el día en

que escribo estas notas aún lo hacemos) para hablar de nuestros proyectos, compartir información, comer opíparamente y beber lo que haya. Quizás fue esto último lo que nos llevó a decidirnos a visitar Ecuador y ver con nuestros propios ojos lo que ocultaba aquella misteriosa región. Relatar aquí cómo llegamos a Plaza Gutiérrez sería aburrir a un posible lector con un recorrido plagado de esperas en aeropuertos, accidentes menores en la carretera y camas de hoteles llenos de chinches y gritos en la noche. Debido a aquello, simplemente puedo decir que finalmente llegamos a aquella región en Limón, sobre las faldas septentoriales de la Cordillera del Cóndor, entre los ríos Coangos y Santiago. Visitamos la antigua iglesia que otrora hubiera sido administrada por el Padre Crespi y recibimos como información un laberinto en el que todo parecía contradecir-


se y corroborarse a la vez. Las planchuelas de oro habrían existido, pero su contenido es materia de diversas elucubraciones. Hay quien sostiene y defiende el rumor de las maravillas que allí se encontraban y hay, naturalmente, quien recuerda al Padre como un delirante con buena fe que vio en aquellos grabados lo que quiso (y pudo ver). Lo cierto es que las planchas no están por ningún lado. Como buen misterio, tras la muerte del párroco han desaparecido para siempre. Nos internamos, entonces, en la selva. La Cueva de los Tayos está emplazada en una región habitada por un grupo de nativos conocidos anteriormente bajo el nombre de jíbaros (o shuar, para ser más concretos). Caminar aquella zona, por lo tanto, le trae a uno reminiscencias de mil lecturas juveniles donde los investigadores como nosotros terminaban indefectiblemente con la cabeza muy chi-

quita, colgada en la entrada de alguna choza y con los ojos y la boca cocidos. A pesar de que sean denominadas como “cuevas”, Los Tayos son un conjunto de formaciones dentro y bajo la montaña que aún no han sido explorados en su totalidad (y hay quien sugiere que se trata de una de las puertas a un mundo intraterrestre que no es motivo de nuestro estudio). Para poder llegar al sitio en el que el húngaro Moricz y el escocés Hall encontraron vestigios de culturas ancestrales hay que descender con sogas y poleas, ascender por paredes de piedra y cascadas y caminar en las oscuridades más absolutas del interior de nuestro planeta. Guiados por expertos en la zona, llegamos al sitio al que habían accedido, décadas atrás, los otros investigadores. Fue por eso que decidimos continuar, ante la mirada dubitativa de nuestros acompañantes: más allá habitaba el miste-


PHAUANA

rio. De misterio está hecha esta historia. Llegados a donde nunca nadie antes había llegado, sólo restaba dar el siguiente paso.

y, yo, con una fiebre que me hacía delirar y ver antiguos demonios donde solo se encontraba la piedra.

Quién sabe con qué nos hubiésemos encontrado si, dos días después de seguir recorriendo las cuevas, no me hubiese picado aquella extraña especie de alacrán. Quizás, de no haber tenido que retroceder con mi vida pendiendo de un hilo, hubiésemos encontrado el secreto mejor guardado de la humanidad. Quizás... sólo hay fantasía para continuar aquella frase.

Lo único que pudimos traer con nosotros (y que nos fue sustraído por el ejército en el aeropuerto, a nuestro regreso) fue un fragmento de metal que bien podría haber formado parte del pico de Phahuana, la máscara que convierte en ave a aquel que la posea.

Pedí a Ariel Olivetti que continuara la expedición por su cuenta. Que una vez pasada la fiebre yo encontraría sus rastros y los seguiría, planeta adentro. Que me dejaran tan solo un poco de agua, comida, y el arma. Pero aquello no pudo ser: volvimos sobre nuestros pasos. Masticando nuestra derrota

Extraño que un alacrán proteja aquello a lo que no se debe acceder.

Extraño que un ave repose en lo más profundo de la tierra.

Regresamos al país prácticamente en silencio. Mi herida sanaba lentamente. La fiebre, no.



CHUNCHU - KUSKALLA

A Chunchu (el Dios Salvaje) nunca lo he visto. Fue Ariel Olivetti quien dio con él, o uno de sus rastros, casi de manera casual.

Luego de visitar, en las cercanías, el Chan Chan (la ciudad de barro más extensa del mundo antiguo)y los menhires de Queneto, en el valle de Virú, se decidió a recorrer el complejo arqueológico denominado como El Brujo, descubierto recién en el 2006 y del que tanto habíamos oído hablar.

rrer una pirámide mochica en la que se hacían sacrificios dedicados a un extraño dios que aparentemente habita en el mar (recuerda que estamos en la costa). También me enseñaron una momia de quien que fuera Ama y Señora de estas gentes durante su apogeo y he visto más de una pintura rupestre que habría espantado al mismísimo Lovecraft. Me mostraron, también, fotografías de los objetos encontrados en la tumba de la Señora de Cao (tal el nombre de la momia). Entre ellos estaba la máscara de oso que denominé en mis notas como Chunchu. ¿La recuerdas? Pregunté sobre su paradero actual pero nadie supo responder. Parecía como si aquellos expertos estuvieran viendo la máscara por primera vez. Prometieron darme pistas de su paradero en tanto supieran algo al respecto, aunque no guardo esperanzas de que aquello suceda”.

“Deberías ver esto –me escribió Olivetti desde la zona-. Los arqueólogos me han llevado a reco-

El primer martes de su regreso nos juntamos, como usualmente lo hacemos.

Se encontraba, en agosto de 2014, realizando una serie de conferencias a lo largo y ancho del Perú. Uno de los puntos a visitar era Trujillo (sitio reconocido por la cantidad de emplazamientos arqueológicos y por la ausencia casi total del afluente turista que agobia las zonas del Cusco – sin ir más lejos-).


Durante aquella larga sobremesa, Olivetti depositó sobre la mesa un trozo de barro común y, a simple vista, sin mayor interés. Lo observé. Me observó. Pregunté acerca de su nivel de alcohol en sangre. Me respondió que aquel pedazo de barro era el fragmento de algo superior. Algo que alguna vez había sido pero que ya no era. Ariel, entonces, me mostró una hoja donde había dibujado el trozo de barro que yo tenía ahora en

mi mano y una proyección de lo que aquello podría haber sido. -Kuskalla –me dijo.- La máscara que se hizo trizas para unir a los pueblos durante su lucha contra el invasor. Encontré el fragmento en la costa. En una zona poco explorada por los arqueólogos de El Brujo. Cerré mi puño sobre aquel fragmento de historia. Cerré los ojos intentando aferrar su energía. Intenté no llorar.



MOTUMBO Cierta vez Ariel Olivetti me abrió generosamente aunque no sin cierto recelo los cajones de sus archivos. Entre cientos de cuadernos repletos de notas, bocetos y antiguas fotografías de lugares remotos, se hallaba la correspondencia que había mantenido durante décadas con un tal “padre perez breglia”, radicado en un pequeño pueblito en el límite de las provincias de Córdoba y Santa Fe (Argentina). -Quiero que me des tu opinión acerca de esto –me dijo. Por lo que dispuse mi atención en los papeles que me ofrecía. En las primeras cartas, fechadas a inicios de los noventas, PEREZ BREGLIA Marco parecía referirse (aunque siempre con parábolas complejas y, en los más de los casos, ridículas) a las máscaras ya referidas diversas veces en estas notas. Ariel me explicó que un día, haciendo sus quehaceres cotidianos, se encontró en el buzón

de su vivienda un sobre con su nombre y dirección y que, aunque nunca había oído hablar del religioso aquel que le enviaba la misiva, supo que el destino los había puesto en contacto y que aquellas rebuscadas metáforas que se dibujaban entre líneas deberían referir, indudablemente, a las máscaras y su poder. ¿Por qué, si no, le escribiría a Olivetti un cura desde los confines de la patria? -El diablo sabe más por diablo que porque amanezca más temprano- leí en voz alta. -Esa es una de las más complejas – respondió Ariel-. Todavía no pude asir su significado. Las cartas, estudié, estaban escritas hasta en los bordes de las cuartillas, de un lado y del otro, con una letra diminuta que la mayoría de las veces parece ondas más que representación de alfabeto


MOTUMBO

alguno. Sólo la mente de un genio presa de sus febriles ensoñaciones o de un completo idiota podría llegar a realizar aquellas extrañas obras maestras del arte postal. Horas estuvimos intentando descifrar los intrincados galimatías y demás retos gramaticales que nos proponía PEREZ BREGLIA, pero con el suceder de las esquelas no sólo no encontrábamos respuesta alguna a lo ya planteado por él mismo sino que el fraile fue dejando poco a poco de escribir sus herméticas frases para dedicarse a dibujar espirales, palotes y frases de propagandas radiales4. Sin dudas, si deseábamos llegar al meollo del asunto teníamos que ir al encuentro del Padre PEREZ BREGLIA Varias eran las preguntas que se nos presentaban:

¿Por qué le enviaba estas cartas a Ariel? ¿Sabía acaso de la obsesión oculta de mi socio y amigo respecto de las milenarias y mágicas máscaras? ¿Por qué las cartas se interrumpieron, del día a la noche? ¿Dónde quedaba exactamente Morrison? Esperando encontrarnos con una mente superior a la del fray Guillermo de Baskerville e, incluso, a la del propio padre J. Brown, nos movilizamos casi sin dilaciones al encuentro del misterioso ser. La posibilidad de que el padre ya no estuviese entre nosotros hizo que el viaje estuviera teñido de un sepulcral silencio, que se acrecentó debido a una pasajera crisis que sufrió mi acompañante

4 En una de las cartas, cito a modo de ejemplo, escribió tan sólo Bardall. La carta tenía veinte carillas. Casi todas con la letra L.


en la que no reconocía ninguna palabra dicha en español ni ningún otro idioma que yo le mencionase y que se le pasó en el instante mismo que entramos en el pueblo5.

nombres no se mencionan hace décadas están dispuestos de modo aleatorio en la superficie de un parque que tiene cuarenta metros de ancho e infinito de profundidad6.

Entre sus muchos atractivos, Morrison tiene el galardón de poseer la cruz más alta de todo el pueblo y un parque de atracciones que podría ser la envidia de cualquier otro pueblo de las cercanías, si los hubiera.

Ariel, ya recuperada su capacidad de comprender idiomas propios y ajenos, decidió bajar del auto e investigar estas criaturas. Mucho esperaba poder entrevistarse con el padre PEREZ BREGLIA; pero su mirada de artista plástico pudo más. Observó un Topo Giggio como quien observa el David. Yo no me animé a interrumpirle rompiendo el silencio y fue una lástima, ya que el mate lo tenía él.

En dicho parque hay reproducciones de los personajes emblemáticos de una infancia que hoy ronda los cincuenta años, eternizados por un artista de mente genial aunque no apta. Así, Largirucho, La Pantera Rosa, Pajarito Zaguri, Piluso, Mundialito y otros muchos cuyos

-¿Es piel humana? –me preguntó en determinado momento, señalando una membrana que cubría levemente la figura.

5 Afortunadamente, este caso de afasia de Wernicke temporal no fue completo ya que Olivetti (conductor del vehículo que nos transportaba a Morrison) comprendía perfectamente los carteles de la ruta, seguía con fluidez las canciones que emitían en la radio e, incluso, comentaba en perfecto español las noticias que allí se emitían. 6 Morrison termina en dicho parque. Detrás del mismo, aún no se ha cartografiado.


MOTUMBO

-Es –respondió un vecino que pasaba por allí.- Las figuras son de lata, y los niños se acercan a ellas para que sus padres les saquen fotos. A veces apoyan sus cachetes en las esculturas. Luego de culminó:

un

teatral

inicialmente creímos temor por ser atrapado por algún organismo de inteligencia fue, finalmente, diversión. El padre se nos escapaba porque, simplemente, le encantaba jugar a las carreras y las escondidillas.

silencio,

-En verano, en Morrison puede hacer cincuenta grados a la fresca. Luego, fuimos a la casa del padre PEREZ BREGLIA. Si las cartas susurraban la posibilidad de algún desorden mental, el interior de su hogar lo gritaba. Describir aquello sería obligar a algún posible lector de estas notas a inmiscuirse en un infierno que no le corresponde, por lo que iré al grano sin detenerme en descripciones. PEREZ BREGLIA era un señor ya mayor, a pesar de su velocidad. Nos costó atraparlo un cuarto de hora, furtivo como era. Lo que

Cuando pudimos dar con él –Ariel jugó varios años al rugby y no llegó a la profesionalidad por un asunto que no viene al caso, en este momento- vino la tos. Una hora y media de tos, para ser específicos. -Hemos venido hasta aquí por sus cartas, padre –explicó Olivetti mientras colocaba sobre una moqueta algunos ejemplos de las mismas. El padre pareció observarlas, mas no lo hizo. Lo que sí hizo fue tomar un lápiz y comenzar a marcar, sobre una hoja, palotes. Tomé a cargo la tarea de quitar la hoja llena y poner, bajo el grafito, una nueva para que PEREZ BREGLIA siguiera escribiendo.


-¿Es cuneiforme? –preguntó Ariel, experto en idiomas como el acadio, el elamita, el hitita y el luvita (todos escritos en cuneiforme) y conocedor a tiempo parcial de los alfabetos ugártico y persa antiguo (derivados del mismo). -Creo que son más bien rayitas –sugerí. Y mi socio se vio desilusionado al comprobar que, sí, eran rayitas. Aparentemente, el padre PEREZ BREGLIA no era un genio y sí todo lo contrario. Cuando estábamos por irnos, fatigados y con nueve horas de nueva afasia de Wernicke por delante, le oímos decir las únicas cinco palabras que nos dijo en la vida: -La más difícil es Motumbo –y ya no volvimos a verlo porque regresó a sus corridas y, dados los sonidos, posiblemente tropezó. Algo había, en aquel conjuro.

Era una llave. Una señal. El inicio de un nuevo camino a recorrer. ¿Era Motumbo el nombre de una de las máscaras que buscábamos? ¿Sería la pista hacia una de las hurañas pesadillas que no nos dejaban dormir hacía años? Tuvimos que salir del pueblo para tener señal de wi-fi, por lo que sin dilaciones y estacionando el auto en una cuneta, investigamos en nuestros ordenadores con la esperanza de que en la frase del religioso se ocultara alguna lúcida verdad. Así era. Motumbo, efectivamente, era la figurita más difícil en el álbum del Mundial 78. Volvimos a casa.



O G O L Í EP



Existen dos máscaras de las que hace tiempo ya hemos perdido las esperanzas de encontrar.

la salida de nuestro vuelo. Debo guardar el archivo y ponerme en marcha.

Una de ellas es la que se ha mencionado brevemente como Rostro de Adán (de la que, si se nos es permitido, alguna vez trataremos de mencionar en alguna de nuestras historias). La otra es la famosa máscara de Quetzalcóatl. Quien se colocara aquella máscara se volvería dios, serpiente emplumada o leyenda.

Hemos dejado expreso a nuestro editor y agente, Alejandro Viktorin, que si no regresamos del viaje que estamos a punto de emprender en el término de un mes, publicara el presente libro con estas notas a modo de explicación final. No tememos, a pesar de que el fin posiblemente esté a unos días de distancia, ya que tenemos a La Verdad de nuestro lado.

Pues bien... acaba de llegarnos un dato con el paradero de dicha máscara.

Esperamos, sin embargo, que nadie haya llegado hasta este tramo de la historia.

Sabemos que seguir el pálpito nos puede llevar a un nuevo desencanto o a la verdad. Sabemos, también, que la verdad ha quemado al entrometido de Ícaro. Pero tenemos en claro, sobre todas las cosas, que no podemos echarnos atrás. No tengo más tiempo para escribir estas líneas. Los altoparlantes del aeropuerto mencionan

Luciano Saracino / Ariel Olivetti. Aeropuerto Internacional de Ezeiza Ministro Pistarini. Buenos Aires. 11 de agosto de 2016.



s o t n e docum s o c i f รก r g o t o f


Muchas veces nos hemos ad entrado en aventuras si n saber a ci encia cierta qué nos depa rarían. Mi vi aj e a Borneo (o Kalimantan , tal su verd adero nombre en idioma in donesio) fue, sin dudas, una de aquell as ocasiones. Desde que ll egué a sus co stas hasta que las aban doné –no sin pesar- pasaron sólo cuat ro días. Sufi ci entes, sin embargo, para asimilar la cultura de aquella agra dable tribu dayak y hace rme carne en ellos. Fui recibido con infinito cariño y respeto por Jürgen (un fo go so recolector de ar Pawuan) que roz de las co me llevó a co stas del río nocer las ex tensas redes (nunca olvida de cavernas ré la Clearw de la isla at er Ca ve, con uno más largos de de los ríos l mundo, ni su bt la erráneos Deer Cave, qu de cueva más e se cree qu grande del mu e es el pasadizo ndo, con más y donde se ha de tres mill n acumulado ones de murc mo ntañas de gu iélagos en los que no ano de más de s hemos revo 100 metros de lcado, travie alto sos). Mis investig aciones me ha bían llevado los nativos hasta allí lu de aquellas ego de leer zo na s tenían cier que Ich. Sin emba tos conocimi rgo, durante en to s ac lo erca de s extensos pa me explicó ca seos bajo la riñosamente montaña, Jürg qu e el lo en s le dicen “I y danzas ritu ch” a cierta ales, que no s prácticas tardó en ejem a mano. ¡Qué plificar con graciosas co lo que más te nfusiones no nía Babel que es s depara, a el mundo! veces, esta Torre de Nada pude su mar, al volv er, a mis es Pero con Jürg tudios sobre en aún nos es las máscaras . cribimos, ca da tanto.

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ant un elef Esto es


venes, muchas investigacio as tr es nu los lujos Al realizar modidades y co s la r na abando vir. ces debemos mbrados a vi tamos acostu es e qu el no cuentan del mundo en sitios que en o ad tr en ni mos ad carreteras Así, nos he wi fi es ectricidad, el e, nt la señal de ie o, rr us co cl ua in ag s, con gunos paraje salud. En al servicios de muy débil. ción y expedi entre expedi po em ti el or r pe e pasa en el convertirse as con las qu ento suele Buscar técnic mi ri mos a ur ab El lo que tene tarea fácil. os casos, a es en ción no es , os Recurrim s enemigos. e. de todos lo e nos alcanc nce o al qu nuestro alca


A veces hemo s estado ta n cerca de nuestros obje tos buscados ... que los mismos nos ha n pasado desa percibidos. En esta foto puede verse (luego de una ex haustiva inve st igación realizada po r Ariel Oliv et ti ) cómo en una de la s paredes de la cueva de los Tayos se encuentra in crustada una de la s máscaras bu sc adas. Ni nosotros ni ninguno de lo s ex ploradores que no su presencia s acompañaba al examinar n pe el rcibimos lugar. Sin em un fantasma bargo, como que sólo se si se tratar hace visible a de estaba. ¡Ima al revelarse ginen nuestr la fotografía a sorpresa cu , allí pamos con es ando, ya en ta maravilla! Buenos Aires, nos toIntentamos vo lver al siti o, años más rrumbe había tarde, pero vuelto la zo un misterioso na un área in deaccesible pa ra humano al guno.

rsos dición por dive ar nuestra expe iz al re s mo di nes no pu En otras ocasio que os. ra, impidiendo factores extern a vez en cont un de s má do ha juga manipulación El clima nos tenciones. La in as tr es nu to ar a buen puer n. pudiéramos llev trabajo, tambié de as herramient fallida de las


S O T E C BO





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