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BIBLIA Y MISIÓN

La gloria de Dios... ¡que el hombre viva!

Leía el relato de la conmovedora ceremonia de los primeros doce bautismos en 1913, en Omach, la primera misión que los combonianos abrieron en Uganda, luego de llegar del sur de Sudán, y afloró en mi memoria la conocida afirmación de san Ireneo de Lyon: «Gloria Dei, vivens homo», la gloria de Dios consiste en que el hombre viva.

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Por: Mons. Vittorino GIRARDI, mccj, obispo emérito de Tilarán-Liberia

1. Dios ha querido comunicarnos su vida eterna, y por eso, nos llama a «renacer del agua y del Espíritu» con el bautismo (cf Jn 3,5), que nos hace así «nueva creatura». Por eso, nos atrevemos a llamarle Padre. «No hemos recibido un espíritu de esclavos para caer en el temor –nos declara, sorprendido y agradecido, san Pablo– sino un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar Abba, Padre. El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rom 8,15-16). El Espíritu no sólo es en nosotros el «maestro interior», sino el principio o fuente de vida divina. ¡Él nos diviniza! Y esta realidad hace que para Dios no seamos «menos que Dios». La prueba de esta afrmación nos la da Jesús mismo: con el amor con que Dios Padre ama a su Hijo eterno, Jesús, es el mismo con que nos ama a nosotros, hijos en el Hijo (Jn 15,9). Se trata de un amor que ha llegado al extremo, dar su vida por nosotros (cf Jn 13,1).

San Bernardo de Claraval nos pregunta: ¿de qué te quejas cuando eres el tesoro de Dios?, haciéndose así eco de la siempre sorprendente afrmación de la primera carta de san Pedro: «no fueron comprados con oro o plata, sino, con la sangre preciosa de Cristo, como de cordero sin defecto ni mancha» (1Pe 1,18-19).

Durante el tiempo de Cuaresma, la Liturgia de las Horas nos propone una página de las Disertaciones de san Gregorio de Nacianzo, para impulsarnos a amar y hacer el bien a los necesitados. Él nos propone la benignidad de Dios: «Reconoce de dónde te viene [...] la esperanza del Reino de los Cielos, el ser hijo de Dios, el ser coheredero de Cristo, y, para decirlo con toda audacia, el haber sido incluso hecho dios. ¿De dónde y de quién te vino todo esto?». De los autores cristianos antiguos, no ha sido san Gregorio de Nacianzo, el primero en afrmar, con toda audacia, que «somos dios para Dios». Entre los que le habían precedido, recordamos a san Hipólito Romano, sacerdote mártir del año 250, quien había escrito: «¿crees que Dios sea tan mezquino para que no te hiciera dios?» Convencido de todo esto, san León Magno, Papa, exclamaba: «¡Reconoce, oh cristiano, tu dignidad!».

Guillermo Aguiñaga

2. Volvamos ahora al relato de los primeros doce bautismos, allá, al norte de Uganda: «El 6 de junio de 1913 (después de tres años de catecumenado) los doce admitidos al bautismo, se presentaron jubilosos y vestidos de blanco para la celebración. La capilla, adornada lo mejor posible, no podía albergar a los 250 catecúmenos que habían acudido para tan extraordinaria ocasión. Estaban presentes también el jefe local Omach, con su séquito y algunos familiares. El celebrante era el padre Albino Colombaroli, quien bien merecía este honor, por todas las fatigas y perseverancia con que había logrado abrir y construir la misión de Omach. Este día quedará imborrable para todos nosotros. Era el primer triunfo del Sagrado Corazón, la primera derrota de Satanás en esta tierra del pueblo de los Alur. Nosotros nos sentíamos tan invadidos por tanto consuelo, que cada uno de nosotros –escribía el padre Fornasa– de muy buena gana hubiera entonado el “Ahora Señor, puedes dejar ir en paz a tu siervo”. Otros catecúmenos, que antes titubeaban

Victor Hugo García

un poco, ahora muestran verdadero entusiasmo y piden el bautismo».

3. Tertuliano, docto presbítero de África del Norte, quien murió alrededor del año 250, lanzó aquella afrmación: «la sangre de los mártires es semilla de cristianos». Sin embargo, no nos equivocamos, si decimos que lo son también los primeros bautizados... Aquel primer grupo de doce, entre adolescentes y jóvenes, fue como un «grano de mostaza» que pronto germinó, fue creciendo rápidamente, haciéndose una «gran planta» (cf Lc 13,19)... Actualmente, no sólo los Alur son casi todos católicos, sino también otras etnias del norte de Uganda. Crece una Iglesia viva, con numerosas vocaciones para el servicio sacerdotal y para las distintas formas de vida consagrada, y con laicos comprometidos en los distintos grupos apostólicos. Es una Iglesia joven, aunque sufcientemente organizada en Provincia eclesiástica, con la ciudad de Gulu como sede arzobispal y sus cinco diócesis sufragáneas.

No han faltado ejemplos de heroica santidad, reconocidos por la autoridad eclesiástica. Hace dos años el sacerdote médico, padre José Ambrosoli, misionero comboniano que logró hacer del hospital de Kalongo, el centro médico de mayor importancia de aquella región, ha sido declarado beato por el papa Francisco. Hace pocos meses, el Papa reconoció ofcialmente las «virtudes heroicas» del padre Bernardo Sartori, otro misionero comboniano ya considerado «santo» por quienes lo conocimos.

Motivo de inspiración y esperanza también son los dos jóvenes catequistas de Paimol, a unos 100 kilómetros de Kitgum, al norte de Uganda. Gildo Irwa y Dauid Okelo, murieron mártires en 1918; Dauid con 16 años y Gildo con 13. No quisieron abandonar Paimol, a donde los habían enviado los misioneros de Kitgum, a pesar de las graves amenazas de algunos habitantes de ese pueblo. Fueron beatifcados por san Juan Pablo II el 20 de octubre de 2002. Se han unido, vivos para siempre con los más de 70 millones de mártires de la Iglesia que han sabido permanecer feles al don de la «vida nueva» recibida en el bautismo. Santa Josefna Bakhita, la esclava santa de Sudán, un día escribió: «Nadie durante los diez años de esclavitud me había hablado de Dios. Cuando lo conocí supe que Dios, Señor de señores, me ha creado, me conoce, me ama y me espera». Es otro modo de hacer propia la afrmación de san Ireneo: «La gloria de Dios consiste en que el hombre viva y la gloria del hombre es la visión de Dios».

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