¿UN “EXPERTO” RECOMENDABLE EN MATERIA DE SATANISMO? Un artículo firmado por Massimo Introvigne, que se titula “Harry Potter no tiene nada de demoníaco”, se publicó en el n° 17/2006 de Famiglia Cristiana. Ostenta un título harto expresivo, pero antes de efectuar comentario alguno sintetizaremos los argumentos que desarrolla en él su autor (al cual, por cierto, nos lo quieren vender por perito en teología, como que se le presenta en el seno de una sección denominada “El teólogo”). A) UN SILOGISMO INCORRECTO Introvigne comienza por realizar un distingo de posiciones, que atribuye al Papa Benedicto XVI (aunque no cita ningún texto de éste), en respuesta a la carta de una lectora que preguntaba, en resumidas cuentas, cómo juzgar la posición de quien considera que algunas obras (libros o películas) “no han de verse ni leerse porque se vinculan al satanismo y conducen a lo diabólico de un modo u otro”: 1) la posición laicista (separación total de la cultura y la fe); 2) la posición fundamentalista (para la cual “es ilegítima y demoníaca toda cultura que no se infiera directamente de la fe”); 3) la posición de la sana laicidad (“que acepta la distinción entre la fe y la cultura, así como la autonomía de las realidades temporales, mas defiende el derecho de la fe a emitir su opinión en todos los campos”). Como veremos, esta distinción inicial es particularmente importante porque constituye, en cierto sentido, la premisa mayor del silogismo aparente que Introvigne se apresta a desarrollar. En efecto, a la vista de la manera en que formula sus premisas el autor, hasta un niño entendería a dónde quiere ir a parar éste: para él la única posición correcta es, obviamente, la de la “sana laicidad”; de ahí que etiquete de entrada como “fundamentalista” a cualquier católico que pretenda juzgar o condenar elementos culturales profanos a la luz de la fe o de principios deducibles de la doctrina católica, con lo que lo descalifica y lo nimba de un aura de indignidad moral. Ahora bien, quien conozca la amplia tradición filosófica consagrada al estudio del silogismo y de sus condiciones de validez –a partir de Aristóteles, que lo descubrió– sabe que, en general, la validez de un silogismo (abstracción hecha aquí de los tecnicismos ligados a la posición del término medio en la premisa mayor y en la menor, etc.) deriva de la de sus premisas: de premisas correctas y verdaderas se siguen proposiciones válidas y concluyentes; de premisas erróneas o inapropiadas dimanan conclusiones absolutamente inválidas y erróneas. En el caso que estamos examinando, el de Introvigne, el error estriba en que éste piensa que sus tres casillas clasificatorias son exhaustivas y que, por tanto, no puede darse ninguna posición al margen de las mismas, con lo que incurre en el imperdonable error de confundir la pertenencia en abstracto a una familia sociológica determinada con la verdad o la falsedad de un juicio referido a cuestiones de hecho. Hablando en plata: Introvigne construye primero sus categorías clasificatorias (más que discutibles, según se verá), y luego infiere de la pertenencia a esta o aquella categoría de la persona que profiere un juicio si dicho juicio es válido o no: si una afirmación la sostiene un “malandrón fundamentalista”, pongamos por caso, nuestro autor considera que su posición casi no merece que se la tome en cuenta. La mente de nuestro sociólogo adolece así de una singular miopía, que podríamos calificar de “profesional”: habituado a clasificar, lo único que cuenta para él no es lo que se dice, sino quién lo dice; no importan los hechos y el juicio objetivo sobre éstos, sino tan sólo quién profiere tal juicio. Así se crea en la mente de nuestro autor (y en la de quienes, seguro que de buena fe, prestan atención a sus numerosos artículos), bajo la apariencia de una cientificidad fría e impersonal, una fantástica realidad paralela, donde quimeras sociológicas cada vez más numerosas y tranquilizadoras suplantan a la realidad, llegando a alterarla o cancelarla por completo, o incluso a darle la vuelta por entero y trocarla en su contrario. ¿Cómo mostrar la increíble debilidad y miopía intelectuales de tamaño enfoque? Probemos a hacerlo valiéndonos de una analogía: si un “fundamentalista” protestante americano escribiera un libro contra el aborto, aduciendo una serie de razones teológicas, jurídicas y morales, a ningún abortista en quien no campee una absoluta mala fe se le ocurriría refutar ese libro poniendo de relieve, ante todo, que se trata de un texto escrito por un fundamentalista, mucho menos haciendo notar, exclusivamente, la pertenencia de su autor a dicha categoría. Es evidente que si el libro se basa en argumentaciones, habré de procurar refutar su validez si soy proabortista; y viceversa, si soy católico, el hecho de que el libro esté escrito por un protestante “fundamentalista” no me impedirá apreciarlo caso de que las argumentaciones
que desarrolle sean válidas y correctas en el ámbito doctrinal y se hallen ayunas de peligrosos puntos de arranque heterodoxos. Razonar de otro modo significa moverse en el interior de un marco que no sólo no tiene nada de científico, sino que se caracteriza en el fondo –salta a la vista– por una desaforada, bien que latente, violencia intelectual. B) UN “CIRCITERISMO” SOSPECHOSO Encontramos la siguiente frase, bastante sibilina, en el segundo párrafo del texto de Introvigne: “Algunos elementos tomados de los fundamentalistas protestantes se difundieron en ciertos ambientes católicos, a partir de la década de los noventa, al juzgar la cultura popular” (el subrayado es nuestro). Ese “ciertos”, que el autor deja caer ahí con aparente descuido, causa un efecto de tipo vagamente intimidatorio (esperemos que no sea adrede): el autor da a entender que podría definir con precisión dichos “ambientes” de católicos fundamentalistas y exponerlos así a la vergüenza pública, pero se abstiene de hacerlo; además, él sumirlo todo en la vaguedad tiene asimismo el efecto de culpabilizar a categorías más amplias que aquellas en las cuales quizás esté pensando el autor (nótese que el autor ni siquiera habla de grupos, sino que menciona ambientes: una etiqueta sociológica entre lo ecológico y lo topográfico, que recuerda expresiones como “ambientes de vida airada”; la persona que acaso forme parte de ellos ha perdido ya toda dignidad, no merece respeto, ante todo porque no se puede elegir la pertenencia a un ambiente: uno se halla en un ambiente por casualidad, o, si el ambiente tiene connotaciones negativas, en virtud de alguna tara personal o de alguna mancha de la historia familiar). ¡Imagínense ustedes la ansiedad de un padre de familia frente al “ciertos” de Introvigne, que le haya desaconsejado o prohibido a su hijo que lea un libro o vea una película, o la del redactor de una hoja parroquial que haya escrito un artículo contra “Harry Potter”! Un autor famoso y célebre ha sentenciado que quien está contra una determinada cultura popular pertenece a “ciertos ambientes católicos” afines a los fundamentalistas protestantes: siente uno que le han colgado ya un sambenito infamante. Tampoco el modo excesivamente sutil en que Introvigne usa el lenguaje es propio de un investigador desinteresado. Además, aparte las observaciones que hemos realizado más arriba, nos preguntamos por qué el articulista no dice con claridad cuáles son los “ambientes católicos” de que habla; puesto que quiere instruir a los lectores, un poco de claridad seguro que no les perjudicaría, sino que, por el contrario, ayudaría a los bienintencionados a defenderse mejor de “ambientes” tan indignos, de tan execrables grupos de fanáticos. A decir verdad, no hay ninguna razón práctica o metodológica que justifique el silencio de Introvigne. ¿Por qué, pues, no los nombra? La respuesta que avanzo es muy sencilla y harto probable: si hubiera citado los famosos “ambientes” por su nombre y apellidos, el autor del artículo no habría tenido más remedio que citar también artículos y ensayos precisos sobre el asunto controvertido; o, en caso contrario, los grupos incriminados podrían haberle invitado a que lo hiciera. Pero, en tal caso, se habría. encontrado ante razones, argumentaciones y observaciones críticas muy concretas y compartibles, por lo que no habría podido efectuar sus afirmaciones en perfecta soledad, sin tener que examinar las razones de los demás, sino que habría tenido que tomarse la molestia de encararse con los hechos, con la realidad; en otras palabras, habría tenido que realizar lo que Hegel denominaba “trabajo conceptual”. Naturalmente, no podemos suponer ni por pienso que Introvigne calle los nombres de los “ambientes católicos” que tiene en mente porque, habida cuenta de su calidad de escritor y periodista de éxito, correría el riesgo de malquistarse con buena parte de los movimientos católicos más cercanos a una sensibilidad protestante pentecostal o carismática; de ahí que le invitemos a que precise los nombres de los grupos o ambientes a los que alude de una manera tan superficial, preferentemente citando, con su bien conocida acribología filológica, artículos y ensayos de los mismos. C) OTRAS DEFICIENCIAS ARGUMENTATIVAS Prosigamos con la lectura del artículo, que va a llegar a su punto álgido en el plano demostrativo: “La cultura popular se ha empleado en gran medida, a lo largo de los últimos siglos, en prescindir de la Iglesia y de la comunidad cristiana, en tanto que cultura que no se orienta a la formación, sino al consumo. Rechazar a priori toda la cultura popular moderna en cuanto que sus modos de producción no son religiosos es una conclusión a la que no puede sustraerse el fundamentalismo. Pero se trata de una actitud que encierra al creyente fundamentalista en un ghetto cultural”. Aquí hay multitud de errores, pero tienen todos una única raíz: Introvigne parece que quiere hacernos creer que no hay otras opciones sino la de “rechazar a priori toda la cultura popular moderna”, en tanto
que cultura de matriz acristiana, o la de aceptarla en su totalidad; en resumen: o es uno fundamentalista, o bien se muestra tolerante y abierto en sentido laicista, aunque sea uno cristiano, a toda la cultura moderna. Lástima que al sociólogo se le escape una constatación banalísima, a saber, que hay una posición intermedia entre las dos susomentadas: sin ser fundamentalista, sino tan sólo un católico honesto, puede uno (mejor dicho, debe) juzgar con prudencia y atención los productos de la cultura popular, así como discernir a la luz de la fe también (si es que no sobre todo) qué puede aceptarse de dichos productos y qué no, qué vale y qué no vale. En efecto, no todos los productos de la cultura profana son equivalentes, ni expresan idénticos mensajes, ni es lo mismo valorar un producto para un público adulto y consciente y otro para niños y adolescentes. En esta tercera opción, que es la única correcta, se podrá muy bien condenar las novelas de Harry Potter y aceptar (o, por lo menos, no atacar con la misma dureza) una película de dibujos animados de Paperino; condenar la serie Streghe [Embrujadas] o los programas, pornográficos de hecho, del concurso Il Grande Fratello [Gran Hermano] y considerar aceptable, incluso para una familia católica, Torna a casa [Vuelve a casa], Lassie o la novela Il cucciolo [El cachorro]. A todo padre católico le corre el deber gravísimo de valorar cuanto proponga la cultura profana y excluir con severidad y firmeza cuanto constituya un peligro para su fe y para la de sus hijos, o cuanto tenga contenidos directa o indirectamente contrarios a la moral cristiana; y ello sin ser fundamentalista, sino, sencillamente, una persona de sentido común. Las observaciones recién hechas bastan por sí solas, nos parece, para mostrar la absoluta carencia de fundamento y la superficialidad de la tentativa de Introvigne de aplastar toda crítica que se haga a Harry Potter desde posiciones fundamentalistas. El punto relevante es otro ahora: estimar concretamente si los contenidos de un libro, de una película o de cualquier otro producto le cuadran bien o no a un cristiano que quiera seguir siendo tal, máxime si se trata de un niño o de un adolescente, es decir, si son adecuados para él o no. Este firme discernimiento, esta capacidad de ir contracorriente (que postula, conviene decirlo, la carencia de televisión en las familias cristianas o un atentísimo control de ella por parte de los padres, habida cuenta de que no es raro ya toparse, incluso en pleno mediodía, con contenidos televisivos decididamente inmorales e inadecuados para niños), no sólo no encierra en ningún ghetto cultural, sino que posibilita a los jóvenes precisamente para lo opuesto, esto es, para abrirse a lo que es cultura auténtica y a una vida espiritual más profunda. Además, Introvigne evidencia, al pretender impedir tanto a los padres cuanto a cualquier institución (la propia Iglesia inclusive, al menos implícitamente) que tomen partido con firmeza contra un producto literario y lo condenen decididamente, que ignora sobremanera la historia de la Iglesia, la cual instituyó después del concilio de Trento, para frenar la propagación de la herejía protestante, el índice de los Libros Prohibidos, que, con su elenco puesto al día sin cesar, defendió gloriosamente durante cinco siglos la ortodoxia de los países católicos. El Índice de los Libros Prohibidos es la demostración histórica y teológica más evidente –aunque no es la única, obviamente– de que entra de lleno en los derechos de la Iglesia el prohibir ciertas lecturas (so pena de pecado mortal, entre otras cosas: era menester la dispensa del obispo y fuertes justificaciones para acceder a los textos integrantes del índice), y, por analogía, de que ello entra también en los derechos de toda autoridad, inclusive la de los padres, a la que la mueva el deseo católico de una realeza social plena de Nuestro Señor Jesucristo (a menos de que Introvigne piense que la Iglesia se equivocó durante cinco siglos, o peor aún, a menos de que piense que se encerró en un ghetto cultural al obrar así; si pensara una de ambas cosas, entonces nos veríamos constreñidos a decirle, con Sto. Tomás: principia negantibus non est disputandum, es decir, no hay que discutir con quien niega los principios). CONCLUSIONES ABSURDAS Si es que se quiere otra prueba, de tipo exclusivamente lógico, de la debilidad del razonamiento del abogado Introvigne, pondremos de relieve que se siguen conclusiones absurdas de sus principios. Reduciendo su pensamiento a esquema, lo que él afirma es lo siguiente: no puedo prohibir un producto que carezca de inspiración cristiana; en caso contrario, me encierro en un ghetto cultural. Debo limitarme a ayudar a mis hijos a efectuar una interpretación crítica del producto en cuestión. Veamos algunas objeciones fundamentales. PRIMERA OBJECIÓN
a) Suponiendo que vedar ciertas lecturas o productos de la industria del entretenimiento “encierre en un ghetto cultural”, el caso es que el fin de un cristiano no debe ser evitar los ghettos culturales, sino salvar el alma. b) Si una lectura puede atentar contra mi fe o contra la de los pequeños que me están confiados y hace peligrar, por ende, mi salvación eterna o la suya, es preferible evitarla y permanecer en un ghetto cultural. c) La magia, el satanismo, la brujería, aun en forma de novela, hacen peligrar la fe con toda seguridad –no importa la magnitud estadística de dicho riesgo, pues está escrito: “no tentarás al Señor tu Dios” –; de ahí que se deba considerar preferible el ghetto cultural a la asunción voluntaria del riesgo, por pequeño que éste sea, de condenarse eternamente. SEGUNDA OBJECIÓN a) Suponiendo que prohibir ciertas lecturas o productos de la industria del entretenimiento “encierre en un ghetto cultural”, se plantea el problema de definir los límites dentro de los cuales es preferible, para uno mismo o para sus hijos, arrostrar toda clase de riesgos, inclusive el extremo de perder la fe, a correr el albur de encerrarse en un ghetto cultural. b) Si se asume el esquema de Introvigne se echa de ver que sus premisas lo constriñen a no erigir límite alguno. Con efecto, puesto que de sus palabras se desprende que el peor de los males es encerrarse en un ghetto cultural, está claro que se hace muy difícil, si es que no imposible, establecer lindes que no se han de traspasar. c) Un ejemplo lo aclarará: toda la cultura popular de hoy (música, películas, novelas, programas televisivos, revistas, etc.) está embebida de erotismo en mayor o menor grado, según una gradación que llega hasta la pornografía más dura. Muchos intelectuales han defendido ya el erotismo, ya la pornografía, y han reputado por signo de imperdonable aislamiento y atraso la negativa a abrirse a dichas manifestaciones en tanto que auténticas formas de arte postmoderno. Si seguimos el esquema de Introvigne, tampoco en este campo podría un padre establecer lindes o erigir límites, no debería prohibirles a su hijo o a su hija adolescentes, p. ej., que leyeran una novela de puro contenido pornográfico, como Petrolio, de Pasolini, o algunos textos de Moravia, sino que debería ceñirse a sugerirles una lectura crítica de ellos. TERCERA OBJECIÓN a) La teología moral enseña que el momento central de la lucha contra el pecado estriba en evitar las ocasiones próximas de éste, es decir, en evitar todo contacto, buscado conscientemente, con situaciones, personas, lecturas, imágenes, pensamientos, etc., que puedan favorecer la caída en el pecado sea venial, sea mortal (la promesa de evitar las ocasiones próximas de pecado no figura por casualidad en el acto de contrición que se recita durante la confesión). b) Es cierto que el darse a la magia, la brujería, la adivinación, el satanismo, etc., constituye pecado, igual que es cierto que leer (o ver) asiduamente obras de contenido mágico-satanista puede favorecer una adhesión formal a las prácticas descritas, o habituar de alguna manera a una curiosidad culpable respecto de las mismas. c) En consecuencia, es lícito y obligado prohibir el consumo de tales productos a las personas de las que somos responsables (Dios, en efecto, les pedirá cuentas a los padres hasta de lo que permitieron ver o leer a sus hijos si redundó de tales experiencias un daño para las almas de éstos). d) Dicha prohibición constituye una obligación, porque sea cual fuere la ayuda que le brinde uno a sus hijos para que efectúen una lectura crítica de obras inmundas como “Harry Potter”, no será nunca suficiente para cerciorarse de que de la lectura misma no resulte un daño moral o espiritual para el adolescente o el niño (ante la seducción que ejercerán sobre él millares de páginas, que leerá en solitario durante decenas de horas y lo sumirán en los ambientes más oscuros y cautivadores, más sugerentes y espantosos, ¿qué incidencia emotiva e intelectual podrá tener en el niño de ocho o nueve años de edad el sermón de media hora con que su padre le explique que “Harry Potter” ha de leerse con cautela? Pruebe Introvigne a respondernos tocante a este punto específico). En defecto de la certeza de que no se producirá un daño moral (certeza que ningún hombre puede tener en absoluto), el principio de la prudencia, que debe guiar a los padres igual que a cualquier otra autoridad, sugiere la necesidad de la prohibición.
CUARTA OBJECIÓN a) El fin del hombre es glorificar a Dios y, en consecuencia, toda acción suya debe tender, al menos implícitamente, a la mayor gloria de Aquél. b) Obviamente, la teología moral contempla la positividad y la necesidad de la recreación de las fuerzas físicas y psíquicas también mediante el juego o la diversión, o, en el caso que nos incumbe, por medio de la lectura o visión de obras literarias y artísticas. c) El recreo, sin embargo, no debe tener por contenido fenómenos culturales o prácticas diametralmente opuestos a la fe cristiana, como es el caso de textos que invitan a la magia o a prácticas satanistas –aunque bajo la máscara de la ficción literaria. En efecto, la naturaleza recreativa del acto (“leo Harry Potter sólo por matar el tiempo”) no elimina en tal caso el riesgo de contraer una culpa incluso grave por las mismas razones vistas en los puntos precedentes. D) EL SOFISMA DE FONDO Al referirse luego a las campañas nacidas en el ámbito protestante contra algunas series televisivas o novelas (como Harry Potter) que celebran la magia, el esoterismo y el satanismo, Introvigne pone de relieve que dichas campañas se fundan en la imputación que se hace a tales productos “de difundir una ideología mágica contraria al cristianismo y preparar la adhesión a movimientos mágico-esotéricos o satanistas. Pero las estadísticas relativas a los que se adhieren a estos movimientos (que siguen siendo cuatro gatos comparados con los entusiastas de los productos literarios y televisivos citados) no confirman los temores de los fundamentalistas”. He aquí enunciado al fin el gran teorema del sociólogo-“teólogo” Introvigne (un teorema que habrá utilizado ya en decenas de artículos, intervenciones y conferencias): es inútil atacar y condenar la propagación de la magia y el satanismo (implícito al menos) de los productos de la cultura popular porque dicho fenómeno no incrementa el número de los que se adhieren a los grupos formal y oficialmente mágicos y satanistas. Por mucho que se esfuerce uno, es imposible imaginar un pseudorazonamiento peor. En efecto, Introvigne pretende inferir, según parece, la apeligrosidad de los libros o de las películas que celebran la magia del hecho de que las estadísticas nos dicen que no se ha incrementado el número de los que se adhieren a los círculos mágicos oficiales (por cierto, ¿de qué estadísticas habla, si puede saberse? ¿Y con qué fiabilidad se puede censar la participación de la gente en grupos que hacen de lo oculto su materia prima?). ¡Algo así como si alguien dijera que no hay que condenar el incremento exponencial del consumo de la pornografía infantil porque no ha aumentado el número de denuncias de episodios pedófilos! Evidencia aquí nuestro sociólogo, mejor que en cualquier otro pasaje, que no mira las cosas con un corazón y una mente iluminados por la fe; nos hallamos ante una manera de sentir que no es católica, por lo que reputamos gravísimo que un semanario que, como Famiglia Cristiana, se difunde en las parroquias y entre las familias cristianas, convenga en dar crédito a tamañas posiciones. Con efecto, el simple sentido común, la razón natural, la mera pulsación en nuestro corazón de la ley natural, bastan para comprender el gravísimo error de Introvigne: el daño que le infligen al armonioso desarrollo moral y espiritual de un adolescente (o de un niño) ciertos productos de fondo mágico-satanista es, evidentemente, un fenómeno que va mucho más allá de los datos estadísticos relativos a la adhesión a los círculos satanistas oficiales. Por lo demás, ¿qué sentido tiene recurrir a tales estadísticas cuando estamos hablando de, p. ej., libros como Harry Potter, que atañen a una población de lectores constituida en su mayor parte por niños y preadolescentes, unas personas que, obviamente, no corren a inscribirse en los Niños de Satanás, o en alguna otra extraña secta esotérica, tres días después de haber leído una novela de la saga Potter, entre otras cosas por la mera dificultad logística y organizativa del asunto? Además, puesto que estamos hablando de libros o películas que cuentan con decenas o centenares de millones de lectores y admiradores, ¿qué sentido tiene hacer notar que, si se le compara con cifras de tal magnitud, es irrelevante el “porcentaje” de los que se adhieren a los movimientos satanistas? ¿Hemos de pensar que es necesario tener iglesias satanistas oficiales con centenares de millones de adherentes para empezar a preocuparnos? ¡Eso es claramente absurdo! Como es obvio que resultan irrelevantes los datos sobre las adhesiones a tales círculos a efectos de valorar los contenidos sobre los que se disputa, será en éstos donde habremos de centrar nuestra atención dentro de poco, es decir, precisamente en los contenidos que Introvigne evita cuidadosamente encarar.
E) UNA MINUSCULA E INSUFICIENTE CONCESIÓN A LOS “PAPAÍTOS” QUE, PESE A TODO, SIGAN RECELANDO DEL VALOR Y LOS CONTENIDOS DE HARRY POTTER Puesto que algo había que conceder, con todo, a los muchos que justamente recelan de tales productos, nuestro sociólogo concluye así su artículo: “Esto no obsta para que, guiado por su fe, pueda el creyente criticar este o aquel aspecto de Harry Potter o de Streghe [Embrujadas], ayudando así a los niños a efectuar una lectura crítica. Pero es falso sostener que dichos productos de la cultura conduzcan al ocultismo o al satanismo”. Empecemos por observar que Introvigne escribe en Famiglia Cristiana, una revista católica (al menos en teoría); así que se está hablando presumiblemente a católicos y presentándose a su vez como “teólogo” católico: ¿no habría sido más apropiada la expresión “guiado por la fe” que la que usa él: “guiado por tu fe”? ¿O piensa Introvigne que puede haber más de una fe (verdadera)? Cierto, se trata sólo de un pequeño lapsus calami, pero que denota cierto modo de ver y sentir las cosas, cierta visión relativista, acaso inconsciente, de la fe. Así, pues, el sociólogo concede –¡cuánta bondad por su parte! – que un padre católico ayude a sus hijos a efectuar una “lectura crítica” de textos o películas impregnados de magia y referencias satanistas. Mas, nos preguntamos, ¿por qué no da otro paso adelante y admite que, frente a determinados productos, sería lícito y obligado también prohibir ciertas lecturas? Con efecto, son los padres quienes tienen la suprema responsabilidad de educar a sus hijos, y su obligación más grave es, precisamente, la de educarlos en la fe cristiana y favorecer su camino de santificación, pues, según la doctrina católica, la prole se procrea para el bien de la Iglesia y para poblar el cielo de santos. En esta perspectiva, unos padres conscientes del abismo de degeneración en que se debate hoy objetivamente el mundo, donde fuertes poderes anticristianos procuran demoler, con toda clase de instrumentos y enormes recursos financieros, la moral católica y los valores religiosos que han regido Occidente por dos mil años, unos padres –repito– que posean fe de verdad, tendrán, con razón más que sobrada, una visión militante de su relación con la “cultura profana”, por lo que deberán más bien extremar la prudencia y criticar muy atentamente los productos mágicos o satanistas de cuya falta de peligrosidad pretende convencernos Introvigne (aunque no se limitarán sólo a éstos). Obrar de otro modo significa pensar que es posible una síntesis pacífica y serena entre el cristianismo y la cultura profana anticristiana, y forjarse la ilusión de que esta última no constituye una asechanza para la vida de la fe. F) EL VERDADERO PROBLEMA: HACIA UNA INICIACIÓN DE MASAS EN EL SATANISMO Es menester formular otra observación: los productos de la industria cultural de fondo mágico, satanista o esoterista en sentido lato se han incrementado desmesuradamente en los últimos cinco-diez años y lo han invadido todo: desde el tebeo para niños (recientemente, también Il Giornalino, de la editora católica San Pablo, introdujo historias a base de hadas y brujas más o menos buenas) a los dibujos animados, películas y series televisivas más difundidas; desde las colecciones de muñecos a la música rock, y desde las novelas a los juegos de rol, pasando por las revistas para niños y adolescentes –que ya en el título traen el sugerente término “Winx” – y por la imparable difusión de la absurda fiesta de Hallowen, la cual coincide precisamente con una de las mayores fiestas católicas. Nos hallamos ante una auténtica estrategia cultural (habida cuenta, entre otras cosas, del control casi monopolista del mundo editorial y televisivo) que apunta a la realización de un “cambio de paradigma” decisivo en los países de tradición cristiana. El problema no estriba, como acaso piense ingenuamente Introvigne, en que se incremente o no el número de los que se adhieren a las sectas satánicas, sino en que se está creando un ambiente cultural de psicosis étnica, una auténtica patología espiritual colectiva, en la que contenidos y un modo de sentir mágicos y esotéricos se asumen lentamente, y cada vez más, como “normales”, como no extraños o no repugnantes, como coherentes con una vida burguesa y ordinaria, o, peor aún, como algo que estaría mal dejar de lado o ignorar. En otras palabras, nos hallamos frente a un proceso a gran escala de iniciación de masas a una sensibilidad cultural de tipo mágico y, por ende, satanista (al menos implícitamente). Me atrevo a imaginar, con tristeza, que, cuando se haya consumado este proceso, los miembros de los grupos satanistas de que habla Introvigne se habrán reducido a cero, precisamente porque no tendría sentido que existiera una secta satanista cuando toda la sociedad, con pocas excepciones, se hubiera transformado en una enorme secta de sujetos ayunos de toda fe y caridad, convencidos de rendir culto a Satanás como a verdadero dios.
Daré sólo dos ejemplos de cómo el enervamiento moral de nuestra sociedad va aumentando vertiginosamente merced, entre otras cosas (si es que no sobre todo), a la espantosa difusión de usos y conocimientos de tipo esotérico y mágico: En el mostrador de una librería Feltrinelli de una ciudad capital de provincia de Italia central, que estaba ubicado al lado de la caja registradora (es decir, en la posición más visible y de mayor venta), hallé un libro-agenda para mujeres que brindaba recursos mágicos para cada día y para cualquier problema: pociones, guisos, hechizos, formularios para conquistar a una persona, para la sexualidad, para obtener dinero, etc. Hago notar que, hasta hace algunos años, las librerías Feltrinelli daban un aire de librerías serias y comprometidas, bien que de izquierdas: impresiona sobremanera verlas vender material del género susomentado. El segundo ejemplo lo proporciona un sondeo que evidencia que la categoría de los empresarios y funcionarios de Hacienda es una de las que recurren con más frecuencia a hechiceras y magos de varias clases para afrontar problemas ligados a sus carreras y trabajos: algo que hace sólo treinta años habría sido inimaginable. El no ver, o fingir no hacerlo, esta deriva colectiva hacia una sub-cultura mágica y esotérica, el no denunciar esta degeneración parasatanista que se difunde cada vez más entre las masas (que parece otro triste preludio de la era del Anticristo), constituye la culpa más grave de Introvigne, quien parece que pone a contribución todas sus energías para tranquilizar a los que, por el contrario, debería poner en guardia: los padres ante todo, y después los sacerdotes, los docentes, los políticos y todos los hombres de buena voluntad. G) INTERLUDIO: RECHAZAR EL ECUMENISMO SIGNIFICA SER FUNDAMENTALISTA Hagamos un inciso una vez llegados a este punto: un recuadro titulado “Diccionario mínimo” figura a título de complemento del artículo que comentamos. Se explican en él algunas palabras clave, entre ellas la voz “fundamentalismo”. Leamos su instructiva definición: “Actitud presente en varias religiones y que tiénde a interpretar los textos sagrados al pie de la letra, negando toda mediación cultural y cualquier diálogo ecuménico, y que llega hasta la intolerancia para con las demás fes”. Concentrémonos en un punto de esta definición (que, obviamente, podría impugnarse en todas y cada una de sus partes): al fundamentalista lo caracteriza, entre otras cosas, al decir del redactor de la definición (que probablemente sea el propio Introvigne), el hecho de que niega “todo diálogo ecuménico”. Se trata de un punto de gran interés porque, sea que se tome la voz “ecumenismo” en su sentido propio y estricto de diálogo entre la Iglesia católica y otras confesiones acatólicas, sea que se le tome en su significado lato de diálogo interreligioso, nos hallamos ante un principio que choca frontalmente con toda la tradición de la Iglesia (el de un diálogo paritético entre la Iglesia católica y otras confesiones o religiones, que postula a su vez la indiferencia de los Estados en materia de credo religioso y el derecho a la “libertad de religión”). Limitándonos tan sólo, en gracia a la brevedad, a un pontífice del siglo XX, a Pío XI en concreto (por no arrancar de la perentoria sentencia de las Escrituras: “¡Todos los dioses de los paganos son demonios!”), que en la encíclica Mortalium Animos les vedó formalmente a los católicos que participaran en reuniones o encuentros ecuménicos con los acatólicos, resultaría que incluso dicho pontífice fue fundamentalista si hemos de dar crédito a la breve definición de fundamentalismo que brinda Introvigne (tampoco puede olvidarse que el ecumenismo se inventó y lanzó precisamente en ambientes protestantes, entre finales del siglo XIX y principios del XX). H) BREVE NOTICIA RELATIVA A LOS CONTENIDOS DE HARRY POTTER Se han escrito centenares de artículos y ensayos sobre las novelas de Harry Potter, por lo que no nos pararemos a analizar por menudo los innumerables detalles y contenidos que prueban ad abundantiam no sólo la fortísima presencia de elementos mágicos en ellas (cosa obvia de suyo), sino, además, la presencia de referencias específicas a la magia negra en sentido estricto (es decir, a la magia consagrada a infligir males a las cosas o a las personas, la muerte inclusive) y la de alusiones más o menos veladas al satanismo. Aconsejamos a quien lo dude que pruebe a emprender búsquedas con Google, o con cualquier otro buscador, y teclee la orden de búsqueda “Harry Potter y la magia”, o mejor todavía, “Harry Potter y satanismo”: hallará decenas de investigaciones, algunas de una calidad realmente buena, que demuestran tales nexos con claridad meridiana. Le aconsejamos tal búsqueda a nuestro Introvigne ante todo, pues se trata de una investigación que le permitiría incluso al católico más dubitativo, liberal y abierto a la cultura
profana que darse pueda comprender de inmediato que hay que huir de dichas novelas como de la peste, así como excluirlas, por ende, de las lecturas de los propios hijos. Extractamos ahora algunas observaciones de los artículos más valiosos sobre el asunto que estamos considerando, disponibles asimismo en Internet (entre los cuales señalamos el de don Lorenzo Biselx, que se publicó en el número 49 de la revista La Tradizione Cattolica): 1) Harry es un rapazuelo, huérfano de padre y madre, que vive con dos tíos suyos a los que desprecia profundamente. Sus padres eran un mago y una bruja. 2) Harry descubre que es un mago y se traslada al colegio Hogwarts a estudiar magia (podríamos llamarla también “brujería”), donde los docentes (todos magos y brujas) enseñan toda clase de sortilegios y técnicas mágicas. El argumento de fondo estriba en el retorno de Voldemort (o Tusai-chi), auténtico Señor de las tinieblas, y en el duelo que, tarde o temprano, Harry deberá librar algún día con él (el cual, por cierto, ya antes había matado a sus padres). Sin embargo, no estamos frente al argumento habitual de la lucha del “bien contra el mal” (aunque los libros de Harry Potter procuran ocultar hábilmente ese hecho tras tal máscara), porque los medios que Harry usa contra Voldemort son exactamente los mismos que su adversario: magia negra contra magia negra. 3) En los textos en cuestión no se habla sino de magia: cada página está embebida de ella y la rezuma. Quien esto escribe ha leído sólo un volumen de la saga, y lo que le impresionó ante todo fue lo siguiente: es un texto casi monomaníaco (y, en este sentido, resulta también aburridísimo en el fondo). Mientras que en todas las fábulas aparece al menos un elemento, o episodio, o personaje de carácter mágico, aunque se halla inserto en un contexto que no es sólo de magia, aquí, en cambio, todo, lo que se dice todo, se centra en prácticas mágicas, ya más ligeras, ora decididamente aberrantes. 4) La religión cristiana está ausente por completo de las novelas de Harry Potter, o figura en ellas tan sólo para ser parodiada y ridiculizada. Es demasiado evidente en los textos de Harry Potter que a los jóvenes lectores se les inicia, volumen tras volumen, en un auténtico culto mágico absolutamente anticristiano. Eso aparte, hay entrevistas a la autora de la saga que prueban la intención explícitamente anticristiana con que escribe sus novelas (no deja de hallarse material muy bueno tecleando en Google el nombre de la autora, sólo o en unión de alguna palabra clave como “magia”, “satanismo”, “cristianismo”...). 5) La monodimensionalidad mágica de los libros la agrava el hecho de que dichos textos son un himno al principio según el cual “el fin justifica los medios”, en el sentido de que Harry y sus amigos recurren a las mimas armas y a las mismas técnicas de magia negra que sus adversarios, lo cual es de lo más deseducativo y anticristiano que pueda imaginarse, visto que constituye un punto esencial de la moral católica la prohibición firmísima de recurrir a medios que sean intrínsecamente malos, es decir, que comporten la violación de un absoluto moral, por más bueno y santo que sea el fin que se pretenda alcanzar con ellos. Además, no puede echarse en olvido que la Iglesia ha condenado siempre del modo más duro cualquier práctica mágica como diametralmente opuesta al primer mandamiento. Por citar un texto entre muchos, el catecismo tridentino afirma que pecan contra el primer mandamiento (“No tendrás otro Dios fuera de mí”) “...quienes prestan fe a los sueños, a los presagios y a todas las demás fantasías...”: fórmula extremadamente sintética, que los intérpretes explican muy bien como relativa a todo lo que se entiende por magia y adivinación en general, unas actividades perversas que la sagrada teología ha equiparado siempre, en el plano moral, a la idolatría. En efecto, la superstición (que puede dividirse teológicamente en dos tipos: la adivinación, que aspira a obtener conocimientos de cosas ocultas o futuras, y la vana observancia, cuyo objeto estriba en obtener efectos prácticos de varias clases), la superstición, decíamos, entraña siempre una invocación al demonio (explícita o implícita, consciente o en parte inconsciente) por el mero hecho de que los efectos que se persiguen trascienden las fuerzas naturales del hombre y no pueden provenir ni de Dios ni de los ángeles buenos (cf. el artículo citado de don Lorenzo Biselx). Innumerables son también los pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento que condenan con una dureza absoluta toda práctica mágica, toda brujería. Es interesante advertir, a este respecto, que el mensaje revelado por la Santísima Virgen en La Salette a los dos videntes, Maximinio y Melania, el 19 de septiembre de 1846, comprende en un decisivo pasaje suyo ni más ni menos que una referencia a los malos libros que se difundirán en los últimos tiempos, unos tiempos de ruina y apostasía para la Iglesia; he aquí el pasaje en cuestión: “Los malos libros abundarán en la tierra, y los espíritus de las tinieblas difundirán por todas partes una relajación universal tocante a todo lo atinente al servicio divino; dichos espíritus tendrán un poder muy grande sobre la naturaleza, y habrá
iglesias para servirles”. Por lo demás, ya los grandes pontífices decimonónicos así como San Pío X en el siglo pasado, esclarecidos por la fe, no cesaron un instante de poner en guardia al pueblo católico contra los peligros que encerraban las publicaciones laicistas y anticristianas, que con toda clase de artificios procuraban desarraigar la fe del corazón de los fieles. Y San Juan Bosco consagró muchas páginas, en la multitud de volúmenes que escribió de su puño y letra para guiar a sus jóvenes en el camino de la santificación, a ponerlos en guardia precisamente contra las malas publicaciones: ¡no los invitaba a efectuar una lectura crítica de ellas! CONCLUSIÓN Sabemos que los veinte años de actividad publicista de Introvigne le han granjeado fama de sociólogo informado, pero no es menos cierto que, con el tiempo, parece haber adoptado una extraña visión laicista, propia de un católico “hiperliberal”, de la cultura y de las relaciones entre la Iglesia católica y el mundo moderno, en cuanto que sus escritos inducen al lector a creer que es posible una coexistencia no problemática o verdaderamente pacífica entre la doctrina y la moral católicas y la mayor parte de los productos de la cultura profana, incluso los de inspiración esotérica o, peor aún, satanista. Y viceversa, es evidente de toda evidencia que un celo sincero por Nuestro Señor y un amor no menos sincero al prójimo no pueden dejar de acompañarse de un odio absoluto hacia el mal, hacia el pecado en todas sus formas, aun las más sutiles y enmascaradas, o las mejor disimuladas, y también hacia todo lo que, aunque no sea pecado en sí, pueda volverse ocasión de pecar; un católico no puede ser sólo un científico, sino que ha de ser un científico católico, esto es, ha de pasarlo todo por el tamiz de la verdad revelada y de las enseñanzas de la Iglesia, esclareciendo con la luz sobrenatural de la fe incluso lo que descubre en el curso de sus investigaciones, cribando severamente, criticando y condenado sin cincurloquios lo que de malo emerge de ellas, mostrando al menos el contraste que se da entre ciertos fenómenos y la moral católica o la fe cristiana. A nuestro juicio, Introvigne no puede limitarse a describir sólo el satanismo o una misa negra, sino que debe también, de manera particular, cuando se dirige a católicos, dar la alarma, invitar a la prudencia, recordar de qué manera ha visto siempre la Iglesia ciertos fenómenos, qué juicio ha formulado sobre ellos. En caso contrario, la gélida y neutral presentación de semejantes realidades puede hacer más daño que bien, suscitar una curiosidad morbosa, empujar hacia lo que se debería evitar y combatir en lugar de alejar de ello. Comenzamos preguntándonos si era acertado o erróneo prestar fe a Introvigne como especialista de satanismo y asuntos afines. Después de este breve camino exploratorio, hemos de llegar a la conclusión, por desgracia, de que sería más prudente para los obispos y fieles católicos que asumieran una línea de desconfianza respecto de los análisis tranquilizadores que hace de estos trágicos fenómenos; en efecto, se revela como débil y sospechoso todo el enfoque interpretativo que desarrolla, de sabor acatólico, poco o nada respetuoso de la doctrina católica, peligroso para las familias y las personas menos preparadas, capaz de abrir las puertas a consumos y prácticas peligrosas con toda seguridad para la fe, que la moral cristiana condena sin ningún género de dudas. Además, los argumentos de Introvigne no son concluyentes ruina y apostasía para la Iglesia; como hemos procurado demostrar, aunque sólo sea de una manera esquemática ruina y apostasía para la Iglesia;, no sólo en el plano lógico, filosófico, teológico, histórico y moral, sino también en el del puro sentido común y de la razón natural, y no pueden dejar de repugnar hasta al más sencillo de los creyentes. Bueno será que con suavidad, pero con firmeza, obispos, sacerdotes, directores de revistas y fieles de a pie comiencen a valorar muy severamente el “teorema Introvigne”, el cual podemos sintetizar en la fórmula siguiente (absurda a más no poder, según hemos probado): “no está creciendo el número de los satanistas públicos y formales; así, pues, el pueblo cristiano no debe inquietarse por el incremento de los productos satanistas, ni vedarlos o combatirlos”. AMICUS
RECIBIMOS Y PUBLICAMOS Estimado Si Si No No: «Me entero, por una noticia de La Repubblica del 25 de septiembre del 2006 (que adjunto en fotocopia), de que el empresario umbro Brunello Cucinelli regaló a sus 400 empleados una copia del Alcorán traducido al italiano. El empresario de marras explicó su decisión de la siguiente manera: “Los musulmanes son nuestros vecinos, y hemos de conocer también su religión para aprender a convivir con ellos. Leer el Alcorán no puede dejar de beneficiarnos”; y proseguía elogiando la cultura árabe (*). No obstante, me gustaría hacerle la siguiente pregunta al señor Cucinelli, que se autodefine como “un católico cultivador de la espiritualidad”: ¿Ha pensado alguna vez en regalarles a sus empleados una copia de la Biblia, o al menos del Nuevo Testamento? Si no lo ha hecho, dese prisa en hacerlo: ¡sólo así sus empleados podrán efectuar el “cotejo” que él mismo reclama! ¡Verá entonces que, después de tal “cotejo”, no necesitarán ya el Alcorán!
Carta firmada(*) Nota del traductor: La cultura árabe no tiene nada de elogioso; más aún ni siquiera existe, fuera del reducido campo de la poesía, pues en todas partes los árabes se han mostrado feroces enemigos de la cultura y la civilización (hablamos de los árabes mahometanos, no de los paganos ni de los cristianos): «Para todo buen mahometano el Corán contiene toda la verdad. Es una revelación tan completa, que toda adición es o superflua, o impía. El Dios del islam es un autócrata, cuya sola regla es su capricho. Los premios ó castigos de la otra vida no responden á los méritos contraídos en ésta, puesto que, según Benjaldún, uno de los más autorizados maestros del islam, “Dios ha implantado el bien y el mal en la naturaleza humana, según lo ha dicho Él mismo en el Corán: la perversidad y la virtud llegan al alma por inspiración de Dios” (Proleg., Notices et extraits, vol. XIX, pág. 268). Y el historiador de la Filosofía, G. H. Lewis, se expresa en la siguiente forma: “Jamás hubo una ciencia árabe, estrictamente hablando. En primer lugar, toda la filosofía y ciencia de los mahometanos era griega, judía, persa, etc. En realidad significaba una reacción contra el islamismo, reacción que surgía en las regiones más apartadas del foco del islam: en Samarcanda, en Bojara, en Córdoba. La lengua era árabe, pero no las ideas ni el espíritu” (History of Philosophy, l. II, págs. 34-36). El califa Omar, que, á pesar de los argumentos de Gibbon, de Kehl y de Matter, fue quien devastó las bibliotecas de Alejandría, representaba perfectamente el espíritu mahometano en su carácter peculiar y primitivo. No es ya sólo Albufarach en su Historia Compendiosa Dynastiarum; es Abdolatif, escritor autorizadísimo anterior a aquél, que dice lo siguiente: “Aquí (en el Serapio) estaba la biblioteca que Amrú Benalás quemó con el asentimiento de Omar”; es Benjaldún -al que llamó Mdhl “el Montesquieu del islam”, quien, aunque tunecino de nacimiento, residió largo tiempo en España, ejerciendo en 1362 el cargo de Gran Visir en el reino moro de Granada, varón de ortodoxia acreditada, profundo conocedor de la historia, de erudición extensísima, adquirida en sus viajes, en sus estudios y en sus funciones- quien escribe, acerca de este punto, en estos términos: “¿Dónde está la literatura de los persas? Su literatura fue destruida por orden de Omar cuando los árabes conquistaron el país”, y añade que la misma suerte cupo a la literatura de los Caldeos, de los Asirios y de los Babilonios, y a una literatura aún más antigua, a la de los Coptos. Más explícito todavía respecto al carácter de los conquistadores árabes es Benjaldún en las siguientes líneas: “Sabemos que los muslimes cuando conquistaron la Persia encontraron una innumerable cantidad de libros y de tratados científicos, y que su general Saad Benabinacás preguntó por carta al califa Omar si le autorizaba a distribuir aquellos libros entre los verdaderos creyentes como parte del botín. Omar contestó en la siguiente forma: -Arrojadlos al agua. Si contienen algo que pueda guiar a los hombres a la verdad, nosotros hemos recibido de Dios lo que mejor puede guiarnos. Y si contienen errores debemos deshacernos pronto de ellos, dando gracias a Dios. A consecuencia de esta orden los libros fueron arrojados al agua y al fuego, y la literatura y la ciencia de los persas desapareció” (Proleg., Notices et extraits, vol. XXI, págs. 78, 124 y 125).
En España los conquistadores eran relativamente poco numerosos. Su civilización fue obra de los cristianos y judíos, que formaban la masa de la población. Esta vivía siempre expuesta a los ultrajes y las matanzas. Se ha dicho con fundamento que varios pasajes de la obra de Dozy (Historia de los musulmanes de España) se asemejan extraordinariamente a los informes consulares de Armenia y de Bulgaria antes de su emancipación. La más pequeña expresión de descontento se consideraba como rebeldía. En una ocasión en que los cristianos y renegados de Córdoba exteriorizaron su desagrado contra un visir impopular, el castigo fue cruelísimo. Trescientas personas de distinción fueron empaladas en los paseos, a orillas del río, y el resto de los cristianos de Córdoba, en número de unos cien mil, recibieron la orden de salir de España, so pena de crucifixión, en el término de tres días. En España, como en todas partes, el espíritu del islam produjo la anarquía, la impotencia para organizar y administrar y la opresión, y tengo para mí que gran parte de nuestras más hondas dolencias de índole social son la herencia tardía de la dominación de los árabes. El credo musulmán lleva consigo un germen de descomposición que anula las nobles cualidades de la raza árabe. El destino de las regiones dominadas por el islam es siempre idéntico. Los países más fértiles, más populosos y más florecientes, bajo su dominio se truecan en desiertos, donde la ignorancia, la crueldad, la desolación y la barbarie reinan sin límites. La Sogdiana, que se llamó el Paraíso del Asia, aquellas florecientes ciudades Juarizm, Bojara, Samarcanda, son hoy agrestes soledades. Al comenzar el siglo XIII, y a pesar de los grandes daños producidos por las Cruzadas y de que la parte principal del Asia Menor, con sus ricas y populosas ciudades, había caído en poder de los musulmanes, las rentas anuales del imperio bizantino ascendían a 2.800 millones de pesetas. ¿Qué se ha hecho de aquellas riquezas? En ninguna parte de nuestro planeta, escribe Ubicini en sus cartas sobre Turquía, ha derramado Dios la riqueza con mayor variedad y abundancia. Todos los climas, todas las producciones, se dan en sus fértiles y dilatados dominios. En ninguna parte la asolación y el abandono ha llegado a iguales extremos. Y la culpa no es de las razas que allí habitan; es del espíritu de los dominadores. Pues en cuanto los países oprimidos alcanzan la libertad del yugo islámico, Grecia, Servia, Rumania, Bulgaria, afirman su personalidad y contribuyen a la obra de la civilización. Los principios de piedad, de justicia y de amor, que constituyen la esencia del cristianismo, encierran una fecundidad social que las pasiones de los hombres y la obcecación de los pueblos podrá retardar, pero que no destruirán jamás. Por eso el cristianismo es la verdad y el mahometismo un funesto error. Por eso, si no alcanza el islamismo a degradar a los individuos, con seguridad produce la decadencia, el atraso y la ruina de los pueblos. Por eso no hay filósofos en el islam, por eso no hay verdaderos hombres de ciencia [...]» (Discurso de contestación del Excmo. Señor D. Eduardo Sanz y Escartín al discurso de recepción del Señor D. Miguel Asín Palacios en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, leído en la junta pública del 29 de marzo del 1914, pp. 247-250).
LA HUMILLACIÓN DE LA “IGLESIA CONCILIAR” «Estimadísimo Sr. Dr.: Estoy consternado, es lo menos que puedo decir, por la prudencia y la actitud contemporizadora, completamente humanas, que exhibe el Santo Padre ante la insolencia de los mahometanos. ¿Dónde está el coraje y la bravura del discípulo de Cristo, quien nos dijo: “ (...) en el mundo habéis de tener tribulación; pero confiad: yo he vencido al mundo”? (Jn 16, 33) ¡Cuánta diferencia con la actitud de Pío XI y la del Papa Pacelli ante el comunismo! Yo estaba en la plaza de San Pedro cuando Pío XII apostrofó a los fieles que llenaban la plaza preguntándoles: “¿Puede callar el Papa?”. ¡Cuánta vileza han mostrado Europa y nuestros gobernantes! Hipócritas y apóstatas. Aquí, adjunto a estas palabras mías llenas de dolor y lástima, le remito un artículo de Ida Magli, publicado por Il Giornale, el 18 de septiembre del 2006, con el título El islam le echa la mordaza incluso al Papa, algunos de cuyos pasajes más significativos merece la pena reproducir. El articulista se pregunta: “¿Cómo se puede pensar que los musulmanes, tan fieles como son a su credo, profesen alguna estima a quienes, con tal de instaurar el famoso „diálogo‟, renunciaron a defender lo más precioso que poseían: Jesús?”. Luego, redescubriendo las raíces profundamente cristianas de la civilización occidental, declara abiertamente: “Yo sé que si en este momento estoy escribiendo lo que estoy escribiendo, se lo debo a Jesús (...) los derechos de las mujeres no se deben al iluminismo, al descubrimiento del sujeto, porque Jesús fue quien les dio a las mujeres la libertad, la paridad, la voz con que fueron las primeras en dar testimonio de Él, en encaminarse al patíbulo alabándolo por haberlas hecho dignas de „morir por Él como los varones‟”. Y, por último, reprende así la miopía de los gobiernos occidentales: “La humillación infligida hoy al jefe de la Iglesia es el último aviso para Occidente: o deja enseguida de querer parecer estúpidamente „bueno‟, o bien pronto tendrá que volverse musulmán o defenderse con las armas en la mano”.Espero que la vergüenza que sientan por su propia vileza sacuda las conciencias de muchos curas (cardenales inclusive) y haga nacer en muchos corazones el orgullo de ser cristianos para que, abandonando el inútil y peligroso „diálogo‟, se ponga de nuevo en práctica el mandamiento de Jesús: „Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura‟”. ¡Amén! ¡Amén! Les deseo un buen apostolado. Carta firmada por un sacerdote