11er domingo de Adviento 27 de noviembre de 2016 Isaías 2.1-5 Quien espera no desespera Dr. Justo L. González, ministro jubilado Iglesia Metodista
El calendario cristiano no empieza el primero de enero, sino este primer domingo de Adviento. Pero esa no es la única diferencia que hay entre el calendario común y el de la iglesia. En el calendario común, al terminar un año repasamos lo que hicimos y lo que aconteció el año que termina, y hacemos resoluciones acerca de nuestra conducta en el que empieza – resoluciones que secretamente sabemos no hemos de cumplir. En contraste, cuando la iglesia comienza un nuevo año en este primer domingo de Adviento, no centramos nuestra atención en el año que termina, ni tampoco en lo que haremos durante el que ahora empieza. Más bien, durante toda esta estación de Adviento nos preparamos para el futuro; pero para un futuro que no está en nuestras manos, sino en las de Dios, y que es por tanto más seguro que cualquier futuro que podamos imaginar. Es por eso que el tema de este primer domingo de Adviento es la esperanza escatológica – es decir, la esperanza de la consumación final de los propósitos de Dios al fin de nuestros tiempos. El pasaje de Isaías que sirve de base para nuestra meditación de hoy es precisamente un pasaje de esperanza. Para notarlo, basta con tomar nota de los tiempos verbales que aparecen en él. En el primer versículo, se habla en pasado, de lo que vio Isaías. En los versículos que siguen, del dos al cuatro, abunda el futuro: acontecerá, será, correrán, vendrán, dirán, enseñará, caminaremos, saldrá, juzgará, reprenderá, convertirán, alzará, adiestrarán. Por último, el versículo cinco, que cierra el pasaje, incluye un presente de indicativo y un futuro: “venid… Y caminaremos”. Lo que Isaías anuncia no es un deseo, sino una promesa que se fundamenta en su propia experiencia, en lo que Isaías “vio”. Pero la promesa no se queda en eso, sino que incluye un mandato: “venid”; y de ese mandato surge una promesa última: “caminaremos a la luz de Jehová”. La esperanza que Isaías proclama y que Adviento celebra tiene tres características esenciales: su carácter, su contenido y sus consecuencias. En cuanto al carácter de esta esperanza, hay que decir que, a diferencia de todas nuestras otras esperanzas, es segura. No tiene nada que ver con el deseo disfrazado de esperanza de quien dice “espero que no llueva mañana”; ni tampoco con quien hace de la esperanza una duda, como quien dice “espero que tengas razón”; ni siquiera con la esperanza de quien espera lograr algo, como quien dice “espero terminar este trabajo mañana”. Al contrario, se trata de una esperanza cierta y segura; tan cierta, segura e ineludible como el pasado que no podemos cambiar. La esperanza de Isaías se basa en ese pasado, cuando tuvo su visión; y lo que Isaías promete lo anuncia con la misma certeza con que habla del pasado que ya vivió. Esas otras formas de esperanza que acabamos de mencionar frecuentemente llevan a la desesperanza, o son manifestación de ella. Cuando digo que espero que no llueva mañana, o que espero
que alguien tenga razón, estoy expresando duda e incertidumbre. Puesto que lo que espero es dudoso, me resulta fácil caer en la desesperanza. Pero si lo que espero es tan ineludible como el pasado que recuerdo, mi esperanza se vuelve ancla de seguridad. Por eso, bien podemos decir que al referirnos a la esperanza de Isaías y de Adviento estamos afirmando que, contrariamente al dicho popular, quien verdaderamente espera no desespera. Ese es el carácter de la esperanza cristiana. Se trata de una esperanza que no está en duda ni nos atemoriza, porque el que esperamos al final de los tiempos es el mismo que vino en aquella primera Navidad. En cuanto al contenido, la esperanza cristiana se centra en un nuevo orden glorioso en el cual Dios “juzgará entre las naciones y reprenderá a muchos pueblos. Convertirán sus espadas en rejas de arado y sus lanzas en hoces; no alzará espada nación contra nación ni se adiestrarán para la guerra.” En otras palabras, la esperanza de Isaías, la esperanza de Adviento, nuestra esperanza, es esperanza de paz. Y no se trata de una paz como la que establecen los dictadores y los explotadores, sino de una paz con justicia. El profeta Miqueas lo aclara en una visión que prácticamente dice lo mismo que la de Isaías, pero le añade el hecho de que “Se sentará cada uno debajo de su vid y debajo de su higuera, y no habrá quien les infunda temor” (Mq 4.4). En cuanto a sus consecuencias, la esperanza cristiana requiere que quien de veras deposita su fe y su confianza en ella comience a actuar ahora mismo sobre la base de esa experiencia. Decir que esperamos un día en que no alzará espada nación contra nación, y al mismo tiempo dedicarnos a la violencia, ya sea entre las naciones o ya en el hogar, es una contradicción. De igual manera, decir que esperamos que en ese día se sentará cada cual debajo de su higuera, y al mismo tiempo dedicarnos a acumular riquezas a expensas de los menos afortunados, es también una contradicción. Este tiempo de Adviento que hoy comenzamos es tiempo de esperanza. No es tiempo para la esperanza pueril del niño que espera que llegue el día de Navidad o el Día de Reyes para abrir sus regalos, sino para la esperanza de quien tajantemente apuesta su vida toda al futuro de Dios. Es por eso que este nuevo año que hoy comenzamos no es tiempo de repasar el pasado y de recriminaciones, ni tampoco de hacer resoluciones acerca de lo que haremos en el futuro, sabiendo secretamente que no lo haremos. Es tiempo más bien de descansar en las promesas del Omnipotente y celebrar el futuro que los profetas anunciaron y que se manifestó en la primera Navidad. Es a eso que nos invita del profeta: “Venid, casa de Jacob, y caminaremos a la luz de Jehová.” ¡Si así esperas, no desesperarás!
1er domingo de Adviento 27 de noviembre de 2017 Mateo 24.36-44 La incertidumbre del tiempo Dr. Pedro Castelao Universidad Pontificia Comillas, Madrid (España) Tradición: católica
De aquel día y hora nadie sabe nada, ni los ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino sólo el Padre. Como en tiempo de Noé, así será la venida del Hijo del hombre: porque como en los días que precedieron al diluvio comían, bebían, casaban y se casaban hasta el día en que entró Noé en el arca, y no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos, así será también la venida del Hijo del hombre. Entonces estarán dos en el campo: uno será tomado y el otro dejado; dos moliendo en el molino: una será tomada y la otra dejada. ¡Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor! Entendedlo bien: ¡si el dueño de la casa supiera a qué hora de la noche iba a venir el ladrón, se quedaría en vela y no le dejaría abrir un boquete en su casa! Por eso, también vosotros estad en preparados, porque ¡en el momento que no penséis vendrá el Hijo del hombre! (Mt 24,36-44) La incertidumbre del tiempo Nuestra vivencia ordinaria del tiempo es paradójica: sabemos que tenemos un tiempo limitado, pero vivimos como si nuestro tiempo no fuese a terminar nunca. Es curioso, porque nadie puede decir que no lo sabe. Y, sin embargo, todos vivimos inercialmente como si lo ignorásemos. Sabemos perfectamente que nuestra vida puede finalizar hoy mismo, por ejemplo, al regresar a casa del trabajo. Un reventón en una rueda. Un desliz en una curva. Un animal en la calzada. De hecho, en algún lugar del planeta esta misma tarde alguna mujer o algún marido, mientras preparan la cena y los niños juegan, recibirán esa trágica llamada de la policía. Y sabemos que es así, porque nadie ignora que nuestro tiempo es exiguo, pero nuestro saber, en este caso, es siempre un saber ajeno, frío, extraño y calculador. «Eso le sucede a mucha gente», pensamos. Pero esa gente nunca somos nosotros. Lo que finaliza es siempre el tiempo de los otros. El nuestro no. En el nuestro siempre caben planes para mañana. Nuevas citas en nuestra agenda. Nuevos proyectos que realizar. Y es que siempre tenemos tiempo porque ignoramos el día y la hora de la venida del Señor. Pero lo más extraño de todo esto y lo más sorprendente es que, sabiendo —como sabemos— que nuestro tiempo es limitado y viviendo —como vivimos— como si no lo fuese, en realidad, nunca tenemos tiempo para nada, excepto para nosotros mismos. En lugar de experimentar que tenemos tiempo de sobra, puesto que vivimos con el futuro siempre abierto, sentimos lo contrario. En vez de sentir que podemos regalarlo gratis, porque gratis lo hemos recibido, lo vendemos caro y sólo si nos beneficia. Las rutinas nos marcan el inexorable sendero que cotidiana y necesariamente recorremos. Despertador, ducha, café, coche, trabajo, comida, trabajo, coche, casa, cena, cama, despertador, ducha, café… y vuelta a empezar. Día tras día. Mes tras mes. Año tras año. Esta vivencia cíclica del tiempo reproduce un automatismo mecánico que nos encorseta de tal manera que, más que vivir nosotros el tiempo, pareciera que somos vividos y hasta devorados por él. Tiempo ajeno, tiempo extraño, tiempo muerto, pero tiempo nuestro al que nos aferramos
infantilmente como si pudiéramos dominarlo y disponer de él. Cuando lo cierto es que es él el que dispone de nosotros y nos consume haciéndonos vivir de prisa, agobiados, sin tiempo para nada. Sin embargo, hoy, aquí y ahora, escuchamos una palabra poderosa que nos dice: «Velad, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor» (Mt 24, 42). A nosotros, a los que lo tenemos todo previsto, todo planificado, ordenado y concertado, a quienes no disponemos de tiempo extra para nadie más, porque tenemos nuestra agenda ya cubierta, a nosotros, se nos dice que ignoramos el día de la venida de nuestro Señor y que, por tanto, nos conviene estar en vela. Y tan es así que esa exhortación a estar en vela parece que nos despierta. ¿Pero es que no velábamos hasta ahora? ¿Pero es que no vivíamos despiertos atentos a nuestro tiempo? ¿No será que, más que velar, dormíamos dulcemente soñando con nosotros mismos siendo mecidos acompasadamente por la cadencia inflexible de nuestra cómoda rutina? Pero ahora se nos despierta para que no retornemos ya más al sueño de nuestra vida horizontal. Y es que en nuestra previsible vida horizontal nos apropiamos del tiempo como si fuese, por naturaleza, verdaderamente nuestro y no tuviese otro sentido si no el de ser para nosotros. Y sólo para nosotros. Mi tiempo. Mi espacio. Mi vida. Todo gira a nuestro alrededor y todo parece tener que estar en función de nuestras necesidades o de nuestros deseos para que pueda tener cabida en «mi tiempo». Ese y sólo ese parece ser el criterio con el que discernimos tener tiempo para algo o carecer de él. Pero la vivencia evangélica del tiempo es otra cosa. «Velad, porque no sabéis ni el día ni la hora» (Mt 25, 13). El Evangelio de Mateo es diáfano al respecto. Sólo Dios Padre es Señor del tiempo. Sólo a Él le pertenece. Y Dios nunca es dominado por el egoísmo, ni abatido ni por la pereza, ni por el sueño. Su amor incondicional hace de Él un Señor solícito siempre alerta ante las necesidades de su creación. Y así nos quiere a nosotros. No cómodamente adormecidos, sino alerta, en vela, atentos a los que nos necesitan. A los que necesitan de nuestro tiempo. No nos debe desconcertar que sólo Dios Padre conozca el día y la hora de la venida del Hijo. Y que el propio Hijo lo ignore. La asunción de la humanidad de Jesús es una verdadera asunción de nuestra humanidad de criatura a la que le está vedada el acceso a los designios del Padre. Y puesto que la encarnación es una encarnación real y no doceta, nada hay de extraño, pues, en que sólo el Padre conozca el día y la hora de la parusía del Hijo. Una parusía tan imprevisible como el rayo que, en la tormenta, une el cielo con la tierra. «Parusía» era, precisamente, el término griego empleado para nombrar la «venida» o la «llegada», pomposa y relumbrante, de los reyes helenísticos. La llegada que, en el Nuevo Testamento en general, y en el Evangelio de Mateo en particular, se describe con ese nombre es la del Hijo del hombre, envuelta ahora en clave apocalíptica como colapso completo de toda la creación: «el sol se oscurecerá, y la luna no dará su esplendor; las estrellas caerán del cielo, y las fuerzas de los cielos se tambalearán» (Mt 24, 29). ¿Busca Mateo amedrentar a sus lectores cuando, con ese tono apocalíptico —«como en tiempo de Noé así será la venida del Hijo del Hombre» (Mt 24, 37)— compara la parusía del Hijo con la devastadora irrupción del diluvio? No parece que sea así, ya que su interés es claramente parenético. Y la parénesis es positiva. Mueve a buen fin por buenos medios. Mateo busca exhortar a la vigilancia, a la expectación, a la atención máxima para con el tiempo que nos ha sido dado a fin de que, a diferencia del insensato que enterró sus talentos (Mt 25, 14ss), no lo malgastemos. Y malgastarlo es para Mateo vivir distraídamente, centrado en uno mismo, sin tener ojos para ver, ni manos para socorrer al hambriento, al sediento, al desnudo, al enfermo, al forastero o al encarcelado (Mt 25, 31ss). Lo que le pasará a los que estaban juntos en el campo —que a uno lo dejan y a otro se lo llevan— o lo que le pasará a las que estaban juntas en el
molino, nos puede pasar a todos. Aquí y ahora. O esta misma noche al regresar del trabajo en coche a casa. Porque lo decisivo de este relato de Mateo no es lo que describe, sino aquello a lo que nos invita. «Por eso también vosotros —nos invita Mateo— estad preparados, porque a la hora que no pensáis vendrá el Hijo del hombre» (Mt 24, 44). ¿Estamos preparados para su venida? ¿Vivimos nuestro tiempo limitado buscando su presencia en los pobres y necesitados? ¡Despertemos de nuestro sueño infantil y egoísta en el que nos creemos dueños de nuestro tiempo! Sólo Dios es Señor. Sólo el Padre conoce el día y la hora. Sólo Él es Señor absoluto del tiempo. Y si creemos tener tiempo propio es porque nos ha sido dado, porque se nos ha regalado para que lo hagamos fructificar entregándolo. Nuestro tiempo no es nuestro. O, por lo menos, no es sólo para nosotros. Por eso, es momento de vigilar, de orar, de permanecer atentos y en vela para disponer bien de él. Pues es Cristo quien llega y debemos estar, como las vírgenes sensatas (Mt 25, 1ss) y a diferencia de la necias, siempre preparados para recibirle y entregarle lo que hemos hecho con nuestro tiempo. «Velad, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor» (Mt 24, 42). Que así sea.