Guia riva aguero

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Rutas literarias




LA RUTA RIVA-AGÜERO. Rutas literarias. Una publicación de la Comisión de Promoción para la Exportación y el Turismo - Promperú. Calle Uno Oeste 050, piso 14, Urb. Córpac, San Isidro, Lima-Perú. Teléfono: (51-1) 616-7300 Fax: (51-1) 421-3938 postmaster@promperu.gob.pe www.promperu.gob.pe © Promperú. Todos los derechos reservados. Créditos Edición e investigación: Tres mitades Ideas & Contenidos. Diseño y diagramación: Ma+go. Cuidado de estilo y edición: Juan Carlos Bondy. Fotografías: Promperú: Marco Gamarra / Guadalupe Pardo / Juan Puelles / GihanTubbeh / Carlos Sala / Luis Gamero / Aníbal Solimano / César Vega / Renzo Tasso / Heinz Plenge Pardo. Archivo Histórico del Instituto Riva-Agüero: Carátula, pp. 1, 2-3, 7. Marco Gamarra Galindo: pp. 13 y 15. Luis Bacigalupo: pp. 8, 12, 22-23, 25, 30, 31, 34-35, 36-37, 55, 60-61. Guadalupe Pardo - PUCP: pp. 28 y 29. Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2014-17788 Impresor: Comunica2 S. A. C (Los Negocios 219, Surquillo). Lima, noviembre de 2014 Distribución gratuita.Prohibida su venta.


ÍNDICE. José de la Riva-Agüero La salida de Cusco ·El corazón y el símbolo del Perú El Complejo Arqueológico de Vilcashuamán ·Los restos de un naufragio histórico Iglesias y casas de Ayacucho ·La ciudad de Ayacucho Excursión a Quinua y al campo de batalla ·Una concordia distinta El convento de Santa Rosa de Ocopa ·De Huancayo a Concepción

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José de la Riva-Agüero (26 de febrero de 188525 de octubre de 1944) Fue uno de los grandes intelectuales peruanos del siglo XX, un aristócrata erudito de formación conservadora que introdujo el pensamiento moderno en nuestra historia. Firme representante de la cultura virreinal española, Riva-Agüero defendió siempre los dos patrimonios más importantes en la identidad peruana: por un lado, la herencia hispana –el castellano, la religión católica y las tradiciones ibéricas–, y por el otro, la incaica, esencial en nuestra sangre e historia. Por sus orígenes familiares, Riva-Agüero pertenecía a la aristocracia de origen virreinal. Fue dueño de una gran fortuna, constituida sobre todo por propiedades inmuebles heredadas de sus antepasados. Asimismo, fue una persona de gran inteligencia y de vastísima cultura. Siempre defendió de modo rotundo sus convicciones, tanto en su etapa juvenil, en la que se adhirió a las visiones filosóficas positivistas, como en su etapa de madurez, en la que abrazó de modo militante el catolicismo y respaldó posiciones políticas muy conservadoras. Las características personales mencionadas, y la firmeza de su temperamento, le generaron numerosas críticas, e incluso fue blanco de ataques y sátiras. Pero la mayor parte de sus ideas y preocupaciones sobre el Perú se mantienen vigentes hasta el día de hoy, cien años después del viaje que realizó por las entrañas de nuestra geografía y de nuestra historia, y que plasmó en uno de los textos más importantes de nuestra literatura, Paisajes peruanos. Riva-Agüero fue hijo único del matrimonio de dos familias aristocráticas. Su abuelo paterno fue ministro de Relaciones Exteriores durante el gobierno de Manuel Pardo, y fue pariente cercano de Pedro de Osma, el célebre fundador del diario La Prensa. Asimismo, su bisabuelo fue José de la Riva-Agüero y Sánchez Boquete, el primer presidente del Perú y de quien heredó el título de marqués de Montealegre y Aulestia. Sus estudios empezaron en el colegio Recoleta,

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donde conoció a algunos de los miembros de la Generación del 900, grupo de intelectuales del que él mismo formaría parte junto con Víctor Andrés Belaunde y Julio C. Tello, y que promovía la restauración nacional en manos de una nueva clase dirigente, educada y comprometida con el Perú. Sus estudios continuaron en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde siguió Filosofía, Historia y Letras. En 1912, con solo 27 años, Riva-Agüero decidió emprender un viaje distinto al que hacía la mayoría de jóvenes intelectuales de clase alta. Lo usual era navegar hacia Europa para respirar la vida cosmopolita en ciudades como París y Londres, y descubrir, de primera mano, la cultura occidental. Así lo hicieron ideólogos como José Carlos Mariátegui y Manuel González Prada, conocidos por promover activamente el socialismo y la descentralización en el Perú. Riva-Agüero, en cambio, prefirió viajar en ferrocarril y a lomo de mula por la sierra del Perú, y conocer profundamente el país al que tanto quería ver enrumbado. La fuerte impresión que le causó esa expedición quedó registrada en Paisajes peruanos (edición póstuma de 1956), el primer libro de viajes escrito por un peruano: un espléndido y singular testimonio, que propicia la edición de esta guía, y que nos sirve de base para recorrer el Perú de una manera apasionante y distinta. En Paisajes peruanos Riva-Agüero describe con erudición y distinguida prosa su recorrido, el entorno natural y la vida de los peruanos del Ande. Y el texto sorprende por varias razones. En primer lugar, resulta premonitorio cuando propone, a lo largo de los 18 capítulos, la mejor utilización del medio ambiente, además de realizar un inventario de la flora típica de la zona en aquellos tiempos. Como bien expuso Fernando Roca Alcázar en el homenaje a Riva-Agüero que se realizó en 2012: “Conceptos como desarrollo sostenible, servicios socioambientales, ecología o servicios ecosistémicos aparecen en ciernes en la obra, anticipando lo que será la investigación, el trabajo y la preocupación por el medio ambiente en nuestros días”. Pero el asombro mayor surge de los pasajes más introspectivos, aquellos donde el autor viaja mentalmente entre pasado y presente para elaborar una reflexión histórica y social sobre quiénes somos como país. La vigencia de esas cavilaciones, producto de su genuino interés por el Perú, quizás sea la única pieza que permanezca intacta en esos paisajes peruanos. Como menciona José de la Puente Brunke, director del Instituto Riva-Agüero, “Paisajes peruanos sigue siendo un permanente reclamo de integración”.

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Paisaje nevado cerca de Acoria, Huancavelica.

“Ha concluido mi peregrinación por las provincias verdaderamente características de nuestra sierra. Antes de que las vías férreas y el comercio moderno realicen la obra necesaria y salvadora de vulgarizarlas y desfigurarlas, he contemplado en su aislamiento y su enternecedora miseria las comarcas que fueron el solar del Perú incaico, la entraña del Perú español, el campo principal y el corazón de la historia patria hasta la mitad de la centuria XIX y que algún día han de volver a serlo. ¿Qué impresiones dominantes me dejan? La de su importancia pasada, la de su decadencia presente, y la del perpetuo contraste entre sus diversas zonas, no menores que las que hay entre toda la misma sierra y las otras dos grandes regiones del país” (José de la Riva-Agüero, Paisajes peruanos, Biblioteca Imprescindibles Peruanos, Empresa Editora El Comercio, 2010, p. 180). En adelante, todas las referencias al libro se remitirán a esta edición.

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La salida de Cusco

Hatum Rumiyoc, una de las callejuelas que suben hacia el cĂŠlebre barrio de San Blas.

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Cusipata, concurrida plazoleta cusqueña, ubicada a solo 20 metros de la plaza de Armas.

El corazón y el símbolo del Perú El inicio del viaje es una partida. Es el autor alejándose de la ciudad símbolo del Perú para admirarla luego desde arriba, porque esa ciudad quiere ser vista “con reverencia, de alto y de lejos” (p. 29). Pero todo empieza abajo, junto al convento de Santa Teresa, una mañana soleada que Riva-Agüero encuentra “alegre y radiante, de aporcelanada limpidez” (p. 21). El ánimo de la ciudad se describe como festivo antes de que su cabalgata se ponga en marcha cuesta arriba y recorra la calle de Plateros, que antiguamente se llamó de los Conquistadores, por haber

“Me he iniciado en el encanto fúnebre de sus monumentos caducos, y he aquilatado y enriquecido mis sentimientos de nacionalidad con las imágenes de su magnífica desolación” (p. 25). 12


Hoy la ciudad de Cusco está diseñada para el viajero y la mayoría de sus negocios gira en torno al turismo.

alojado las viviendas de muchos de ellos. La calle Plateros es hoy un punto de encuentro para turistas y viajeros. Nace en la plaza de Armas y entre sus atractivos están los restos de palacios incas. Sobre la base de estas construcciones se levantaron edificios virreinales que acogen hoy distintos comercios, cafés, agencias de turismo, restaurantes y bares. En su recorrido, RivaAgüero deja atrás la casa Astete y las callejuelas de casas blancas y puertas verdes que suben hacia las arboledas de Qolqanpata, y los vetustos caserones de puertas labradas y aldabas

“El Cusco es el corazón y el símbolo del Perú. ¿Consistirá acaso la esencia de nuestra ciudad representativa en la tiránica pesadumbre, la tragedia horrenda y el irremediable abatimiento?” (p. 29). 13


Riva-Agüero describe detalladamente las viviendas cusqueñas, sus balcones y fachadas.

virreinales. El palacio de Qolqanpata, ubicado en las faldas de Sacsayhuamán, rodeado de un bosque de eucaliptos, ofrece al viajero actual un muro inca de casi noventa metros de largo por tres y medio de alto. Algunos estudiosos están convencidos de que fue ahí donde Manco Cápac construyó su primer palacio y que ese muro es el único resto que sigue en pie. Esa zona de la ciudad es considerada como uno de los barrios más antiguos del Cusco, porque fue ahí donde se instalaron los primeros pobladores. Riva-Agüero describe detalladamente las viviendas, plazuelas, iglesias y el monasterio que deja a su paso. Pero también se detiene en los cusqueños que los habitan, a través de un divertido y detallado repaso, no del todo elogioso, sobre algunas de las familias más aristocráticas de la ciudad. Hay que resaltar que el Cusco que visitó Riva-Agüero en 1912 no es la ciudad que conocemos hoy. En ese entonces la población no pasaba de los 20 mil habitantes y la mitad de ella era solo quechuahablante. La ciudad no contaba con servicios públicos, no había electricidad (sus calles principales eran alumbradas con farolas), tampoco agua ni desagüe. Sus estrechas callejuelas eran compartidas por carrozas, jinetes y peatones. La ciudad de hoy está diseñada para el viajero y la mayoría de sus negocios gira en torno al turismo. La oferta gastronómica es vasta y sofisticada, y vale la pena saborear sus platos tradicionales, como el t’impu, que es una deliciosa sopa que combina garbanzos, duraznos, peras, camote, carne de cordero y yuca. También se recomienda probar el kapchi, un guiso de habas con papas, leche, huevo y queso, y la infaltable chicha de jora, bebida ancestral preparada sobre la base de maíz fermentado. 14


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El viaje continúa por callejas de escalones solitarios y terrenos rústicos, y por una cuesta empedrada por la que se llega a lo que fuera la famosa huaca o adoratorio de Urcos Callan, donde los antiguos peruanos se detenían para volver a ver la ciudad desde lo alto, y para adorarla antes de partir por el Chinchaysuyo o calzada del norte. Allí también se detiene RivaAgüero, lleno de optimismo y amor hacia el Perú, y se despide de la que llama “emperatriz destronada de infaustos destinos” (p. 25). Desde esa altura, escribe, el Cusco es bello, “con belleza viviente y enérgica” (p. 26). Cien años después, el Cusco también se luce desde abajo, y ofrece al turista una surtida lista de actividades y visitas ineludibles. Ahí está el barrio de San Blas, que cuenta con la parroquia más antigua de la ciudad, construida en 1563. En sus pendientes angostas se concentran los artesanos de la ciudad en sus talleres y tiendas. También se encuentra el convento e iglesia de la Merced, fundado en 1536, con sus claustros de estilo barroco y renacentista, sus pinturas

Los españoles que llegaron al Cusco se hospedaron en palacios incaicos ubicados alrededor de la zona que después se convertiría en la plaza de Armas. Luego construyeron casonas virreinales, templos y capillas sobre aquellos palacios incas.

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virreinales y tallas de madera. La iglesia de la Compañía, construida por los jesuitas en 1576 sobre el palacio del inca Huayna Cápac, es una de las mejores muestras del estilo barroco virreinal de toda América. Finalmente, el Qorikancha, el santuario más importante para los incas, cuyos muros fueron recubiertos con láminas de oro y sobre los cuales se construyó el convento de Santo Domingo, de estilo renacentista, que cuenta con una importante colección de pinturas de la escuela cusqueña.

“Visto de esta altura y a esta hora, el panorama del Cusco, lejos de ser lúgubre, es de una grave y fuerte serenidad casi gozosa, de una clara robustez, comparable a un acorde rico y viril” (p. 25).

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Imperdibles • • • • • •

El monasterio de Santa Teresa. Primera edificación que evoca una reflexión en RivaAgüero, con su galería de arcos y una arquería que sugieren clausura y misterio. La exuberante fachada de la iglesia de la Compañía y la portada de la universidad, donde, según el autor, el barroco nos dejó “sus más finos encajes de piedra”. La iglesia de Santa Ana, visitada por sus pinturas, en especial por un cuadro que representa una procesión de antaño con trajes y personajes característicos de la época. Las vistas de la ciudad desde los campanarios de Santo Domingo y la Compañía, la plaza de Qolqanpata, la cumbre de Sacsayhuamán o la cuesta de Carmenca. El cielo del Cusco, con esa luz que brilla en sus paredes de cal y que cubre con toques dorados todo el paisaje. No se puede dejar el Cusco sin antes haber visitado sus populares chicherías y picanterías y probado platos como el puchero, o el pepián de conejo o cuy.

La iglesia de la Compañía, construida por los jesuitas en 1576 sobre el palacio del inca Huayna Cápac, es una de las mejores muestras del estilo barroco virreinal de toda América.

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Vía y llegada Riva-Agüero navegó desde el puerto del Callao hacia el de Mollendo. Es en Mollendo donde inicia el recorrido hacia la ciudad de Arequipa, desde la que viaja a Puno, atravesando los Andes, para luego cruzar la frontera hacia La Paz. Desde Bolivia regresa al Perú por vía terrestre, lacustre y férrea, para llegar al Cusco. Parte del Cusco con dirección a Abancay a lomo de mula y a pie. Hoy se puede llegar desde Lima en avión (una hora de viaje) o en auto u ómnibus (en un promedio de 21 horas por la carretera Interoceánica Sur y 26 horas si es que el bus toma la ruta de Arequipa-Puno).

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Celebración del Inti Raymi en la fortaleza de Sacsayhuamán.

“El Cusco quiere ser visto con reverencia, de alto y de lejos. Entonces se reanima orgulloso; y en la luz incomparable resplandece milagrosamente la anciana dominadora, la madre de los incas, la bélica ciudad blanca y bermeja, que sigue produciendo los mejores soldados del Perú” (p. 29).

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Garganta de Mollepata, en Abancay: una de las rutas de trekking mĂĄs celebradas por sus majestuosas montaĂąas.

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El Complejo Arqueolรณgico de Vilcashuamรกn

Vista de Vilcashuamรกn, centro administrativo de los incas, luego de que conquistaran a los chancas y a los pocras.

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Ushnu de Vilcashuamán, construcción en forma de pirámide desde la cual el inca presidía las ceremonias más importantes.

Los restos de un naufragio histórico aborigen, un famoso templo del Sol y una imponente fortaleza. Ahí también se erigieron los sagrarios del Sol y la Luna, que fueron decorados con piedras traídas desde el Cusco y Quito, “el torreón con escaleras y tronos reales; los depósitos y cuarteles para 30 000 soldados que guarnecían el lugar, y la nivelación de la gran plaza, cegando un pantano mediante el acueducto cuyos vestigios todavía existen” (p. 82). Riva-Agüero calcula que esta importante ciudad tuvo una población de más de 40 mil habitantes. Además, al ser atravesada por tres o cuatro grandes vías del camino inca o Qhapaq Ñan, Vilcashuamán contaba con setecientos almacenes que servían para provisionar a los empleados imperiales que pasaban por ella.

La llegada al pueblo de Vilcas se da durante una tarde soleada y ventosa, en la que el paisaje más deslumbrante lo conforma el cielo ayacuchano, de un intenso “azul de ultramar” (p. 86). Riva-Agüero recuerda de inmediato el monumental pasado del primer centro administrativo inca en la región norte del imperio, conocida como Chinchaysuyo, y empieza por revelarnos el significado de su nombre: Vilcas es Vilcashuamán, del quechua Huillca Huamán, que significa “halcón sagrado”. Esta metrópoli religiosa, uno de los curacazgos más importantes del Imperio incaico, fue conquistada por Inca Roca, y posteriormente recuperada por los incas Huiracocha y Pachacútec, quien construyó, junto al adoratorio del halcón

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Una antigua capilla se mantiene en pie y deja traslucir la luz del cielo ayacuchano, considerado por Riva-Agüero como uno de los más hermosos del mundo.

Hoy, el viajero puede llegar al Complejo Arqueológico de Vilcashuamán luego de un viaje de tres horas en bus, por la ruta que va de la ciudad de Ayacucho a Vischongo y visitar los restos de la ciudad que, en los tiempos de los últimos incas, fue considerada el centro geográfico del imperio, “más exactamente que el mismo Cusco” (p. 83). Las fiestas más importantes que se celebran son la Bajada de Reyes, en enero; el carnaval, en febrero o marzo; la Semana Santa, entre marzo y abril; la Semana Jubilar de la creación de la provincia de Vilcashuamán, entre el 19 y el 24 de setiembre; y, sobre todo, el Vilcas Raymi, el 28 de julio, una de las fiestas populares más importantes de Ayacucho.

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La laguna de Pomacocha fue un lugar de descanso para el inca y otros personajes influyentes del Tahuantinsuyo.

“¿Qué les importa a estos infelices aldeanos el recuerdo de los divinizados reyes de sus progenitores, ni qué saben de ellos? Nunca he sentido más punzante y desgarradora la sensación de decadencia” (p. 86).

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En los primeros años del Virreinato, se inició la decadencia de los vilcas, acelerada por la fundación de Huamanga. En sus monumentos y paisajes se lee el tránsito de lo prehispánico a la República. Riva-Agüero, como en muchos otros fragmentos de Paisajes peruanos, reflexiona sobre el abandono e ignorancia que encontró en su visita, en comparación con el glorioso pasado inca del que hablan los cronistas. El texto termina con el relato supersticioso de la muerte anunciada de Francisco Pizarro, luego de que un cóndor se le pusiera enfrente durante una furiosa tempestad mientras subían por la cuesta de Vilcas con destino a Lima. Una cita devastadora cierra ese capítulo del libro: “El Perú ha sido siempre el país de las vicisitudes trágicas” (p. 93).

Sincretismo religioso: la iglesia de San Juan Bautista, erigida sobre una construcción incaica, es uno de los puntos de visita obligada en Vilcashuamán.

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Imperdibles • • • •

El Complejo Arqueológico de Pumacocha, también llamado Intihuatana, ubicado en los alrededores del pueblo de Vischongo, a la orilla de la laguna Pomacocha. La iglesia de San Juan Bautista, ubicada en la plaza principal y que se asoma imponente sobre los restos de construcciones incas con impresionantes piedras talladas. La pirámide o ushnu, típica construcción incaica, que se halla en inmejorables condiciones. Del otro lado de la pirámide se puede apreciar una puerta inca en perfecto estado y los restos del palacio.

La laguna de Pomacocha es parte del Complejo Arqueológico de Pumacocha, ubicado a 98 km al sur de Ayacucho.

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con los largos prendedores de redondelas llamados tupus, asentados ambos, como dioses coruscantes, en la tiana de piedra, bajo la achigua, palio de plumería de mil colores, sostenido por varas de oro que llevaban doce príncipes ancianos; delantero y en alto el cetro (túpaj yauri); a los lados, la sacra insignia del Súntur Páucar, hecha de plumas y con tres puntas erguidas, y el estandarte real, orlado en rojo, con las figuras del arco iris, las serpientes enlazadas y el cóndor explayante; y en derredor del trono, la turba de los dignatarios, los sacerdotes y amautas, las concubinas y ñustas, los bufones (yactujruna), juglares y enanos contrahechos (cjumillu), los músicos y los polícromos danzantes de Chumbivilcas; los cargadores y literatos de Lucanas, vestidos de túnicas azules; y los jefes vencidos postrados en tierra, a quienes el inca pisaba, caminando al fin sobre la viviente alfombra de sus cuerpos, en señal de triunfo” (p. 87).

“En este ambiente melancólico, propicio a las evocaciones, la imaginación reconstruye sin dificultad el cuadro que la relación geográfica y los cronistas sugieren: la calzada limpia de guijarros y regada de flores; el ejército de 30 000 guerreros indios, con lanzas, hachas macanas, patenas y armaduras de metal; los escuadrones de honderos y arqueros, con gorros, llautos, tocados y divisas diferentes; los lujosos vestidos de cumpi y los penachos de los capitanes en magnífico tremolar; los champis de cobre, las adargas y las camisetas de hilo de oro de la privilegiada milicia incaica, ‘que relucían extrañamente’, según frase de Pedro Pizarro; las andas de los ídolos; las hamacas de los mayores caciques; y en el hoy desmoronado torreón, el inca con los collares de perlas y esmeraldas y la recamada yacolla o manto regio, ceñida la frente por la suelta y sangrienta mascapaycha, dorada y bermeja, y el listado turbante (cjápaj llautu), y la coya, con la huincha (diadema femenil) y constelada

Vilcashuamán fue una metrópoli religiosa y uno de los curacazgos más importantes del Imperio incaico.

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“Los indios de toda esa región, apellidados Morochucos (o sean los de bonetes multicolores) por sus sombreros tradicionales, han heredado la belicosidad de sus abuelos chancas. Son pastores dados al merodeo, muy atrevidos y crueles. Jinetes eximios en caballejos peludos e infatigables, manejan con singular destreza el lazo y las bolas de plomo. Son los gauchos y los cosacos del Perú. Buenas pruebas de bravura dieron en la guerra de la Independencia” (p. 87).

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Laguna de Pomacocha, que alberga restos de edificaciones incas.

Vía y llegada Riva-Agüero llegó a Vilcas luego de una larga jornada en la que recorrió unos 56 kilómetros a lomo de mula y a pie, ascendiendo las punas situadas al este de Huancapi y Cangallo, por estrechos caminos que bordean los cerros de esa zona. La noche anterior había caído enfermo en el pueblecito de Carhuanca, luego de visitar el valle del Pampas. En la actualidad, para llegar a Vilcashuamán se debe viajar en combi desde la ciudad de Ayacucho. Se recomienda empezar el recorrido temprano por la mañana (las combis salen desde las 4 a.m.), porque el viaje dura alrededor de tres horas.

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Quebrada del Pampas. En este paisaje quieto y solitario, Riva-Agüero lee el tránsito de lo prehispánico a la República y reflexiona sobre el abandono e ignorancia que encontró en su visita.

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Iglesias y casas de Ayacucho

Construido en 1548, el templo de Santo Domingo se luce con su doble fachada. Sus tres arcos sostienen un corredor que habrĂ­a servido como capilla abierta.

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El Arco del Triunfo, ubicado al sur de la plaza Mayor de Ayacucho, fue construido en 1910 para conmemorar la victoria en el combate del 2 de mayo de 1866.

La ciudad de Ayacucho El cielo de Ayacucho es un espectáculo. En palabras de Riva-Agüero, es “uno de los más hermosos del mundo” (p. 110). Un ambiente tibio, de primavera, y una atmósfera azulada le dan a la ciudad un aire encantador. Nuestro autor ofrece una mención inicial del paisaje natural. La increíble cantidad de agaves y tunales que crecen en los límites urbanos le parece una floresta de lanzas de bronce. Pero esa es solo la bienvenida a una ciudad que es prácticamente un museo vivo de edificaciones religiosas. En el corazón de la ciudad –en plena plaza de Armas– destaca la catedral, con su sobria fachada de piedra que contrasta con su esplendoroso interior, compuesto por unos enormes retablos dorados, entre los más impresionantes del barroco virreinal peruano.

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Ubicada en el centro de la ciudad de Ayacucho y rodeada de edificios de los siglos XVI y XVII, la plaza de Armas es una de las más grandes y valiosas del Perú.

“En este aire tan seco, en esta completa calma, cualquier sonido se destaca con inusitada claridad cristalina. Es fascinadora la asociación de colores fundamentales: el azul sobre la blancura de las casas, y muchos toques rojos y verdes” (p. 120).

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Iglesia de la Compañía de Jesús, Ayacucho. Fue construida en 1605 y para su fachada se utilizaron piedras de color rosa y plomo. Se encuentra en la primera cuadra del jirón 28 de Julio.

Las transformaciones ocurridas a través de los siglos han dejado una singular huella en Ayacucho, y aún se pueden observar antiguas casonas, grandes patios y otros restos arquitectónicos de una ciudad que llegó a tener, según el cronista Cieza de León, las mejores casas del Perú del siglo XVI. El Ayacucho que conoció Riva-Agüero poseía ciertas reminiscencias musulmanas, con los duraznos y naranjos creciendo entre las tapias de las quintas y algunos balcones moriscos. Era una ciudad mestiza y españolizada, que se había despoblado y empobrecido desde mediados del siglo XVIII, cuando muchos mayorazgos se mudaron a Lima. El Ayacucho de hoy, en cambio, resurge como un destino asombroso, con 33 iglesias que resplandecen como joyas, y entre las que destacan San Cristóbal, San Francisco de Asís, Santo Domingo, la Compañía de Jesús o el monasterio de Santa Clara. Para Riva-Agüero Ayacucho fue un oasis –abrigado, blando y oculto– entre la aspereza de la puna, y fue también el recinto (o la huella) de parte importante del esplendor del Virreinato. Hoy, en cada calle de Ayacucho, se puede sentir el eco de esa historia. En la plaza de Armas basta visitar, por ejemplo, la casa Velarde Álvarez, que es un monumento de estilo arquitectónico único, con portada neoinca. A solo 22 kilómetros del centro de Ayacucho –media hora en auto– surge otro destino imperdible: el Complejo Arqueológico Wari, uno de los centros urbanos más grandes del antiguo Perú, y una especie de testimonio del poderío y de la presencia del primer imperio prehispánico.

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Altar de la Inmaculada, catedral de Ayacucho. De estilo barroco, tallado y bañado en oro, consta de tres cuerpos y cinco calles, y luce un diseño simétrico y ordenado, rico en columnas salomónicas, espejos y cresterías.

“Las iglesias ayacuchanas son menores que las de Cusco; pero de decorado igualmente característico y castizo: con dorados y columnas salmónicas, altares de ángeles rollizos y lámparas parpadeantes ante los disformes retablos tallados y estofados” (p. 120). Riva-Agüero describió Ayacucho como una ciudad en la que se puede observar, por ejemplo, el emocionante e inquietante paso de una comparsa de devotas tras la imagen del Santísimo, entre las torres de sus vistosas iglesias. Pero también como una ciudad que ha sido testigo y escenario de combates célebres y crímenes históricos. Una ciudad de misterio, bella y decadente, de colores hermosos bajo cierta luz.

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Imperdibles • • • • • •

La catedral. Riva-Agüero se detiene especialmente en la belleza de sus altares barrocos y sus adornos jesuíticos y alhajas. El monasterio de Santa Clara: recinto legendario donde se refugió Catalina de Erauso, la Monja Alférez, personaje que maravilló a las Indias y a la España del siglo XVIII. La iglesia de la Compañía, una de las mejores de la ciudad. Riva-Agüero señala los retablos y crucifijos de su altar mayor, obras mestizas de belleza incomparable. La iglesia de Santo Domingo, cuyo interior entremezcla la opulencia castiza de colores dorados con la ternura y sencillez de la piedra de Huamanga. En barrios como Santa Ana o Belén se pueden encontrar los talleres de los mejores artistas populares de la zona. No se puede dejar Ayacucho si no se ha probado algo de su comida típica; platos como el mondongo ayacuchano o la puca picante son imprescindibles.

Fachada del templo de Santa Teresa, construido en el siglo XVII. A diferencia de muchas iglesias ayacuchanas, posee solo una nave.

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Vía y llegada Riva-Agüero llegó a la ciudad de Ayacucho –antes llamada Huamanga– procedente de las llanuras de Chupas, campo que fuera sepulcro de muchos conquistadores y guerreros, a través de un camino de “tres leguas cortas”, algo así como 15 kilómetros, a lomo de mula y a pie. Hoy se puede llegar desde Lima en avión (en 40 minutos) o en auto u ómnibus (en un promedio de ocho horas).

“Ayacucho es la rancia mestiza españolizada de la Colonia, que mantiene inmutables entre sus cerros las creencias y las costumbres que le enseñaron sus padres los conquistadores” (p. 121).

Arcos en la casona Boza y Solís, mansión virreinal del siglo XVII. Destaca la escalera de acceso al segundo piso, revestida con azulejos.

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CampiĂąa de Ayacucho. El mejor lugar para contemplar el cielo ayacuchano y admirar la increĂ­ble cantidad de agaves y tunales que impresionaron tanto a nuestro viajero autor.

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Excursi贸n a Quinua y al campo de batalla

Vista desde uno de los campanarios de la iglesia de Quinua, dedicada a la Virgen de Cocharcas.

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Una concordia distinta Riva-Agüero sale de Ayacucho una mañana, muy temprano, a visitar el campo de batalla de 1824, uno de los escenarios clave de nuestra historia. El recorrido le toma algunas horas, y cuando cruza la parte alta del camino consigue observar las bellas huertas de verano de los vecinos de la ciudad. Hacia el mediodía llega al pueblo de Quinua y todo empieza a cambiar: el pueblo le parece uno de los más decaídos y lastimosos de todo su trayecto. Entonces recurre a la imagen desoladora del escenario para plantear una reflexión notable –dura y lúcida, pero no exenta de esperanza– sobre el destino del Perú como república. En la pampa, donde se libró la batalla final por nuestra independencia, Riva-Agüero recuerda que el de Ayacucho fue un enfrentamiento entre peruanos: “No hay por qué desfigurar la historia: Ayacucho, en nuestra conciencia nacional, es un combate civil entre dos bandos,

Los pobladores de Quinua suelen colocar pequeñas iglesias de cerámica sobre los tejados para proteger las viviendas de los malos espíritus.

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asistidos cada uno por auxiliares forasteros” (p. 126). La pampa de Ayacucho, para Riva-Agüero, representa la lucha entre dos formas de concebir el Perú: una, juvenil y briosa, que cree en una vida nueva; y otra, conservadora, que intentó preservar las tradiciones y la herencia española. Desde 1980 la pampa de Ayacucho es reconocida oficialmente como un santuario histórico: en el centro de su vasto espacio abierto se puede observar ahora un obelisco de 44 metros, cuya “El Perú es obra de los incas, tanto o más que de los conquistadores; y así lo inculcan, de manera tácita pero irrefrenable, sus tradiciones y sus gentes, sus ruinas y su territorio” (p. 132).

Ubicado a unos 50 minutos de la ciudad de Ayacucho, Quinua es un hermoso pueblo de calles empedradas y techos de tejas.

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“Mi sentimiento patrio, que se exaltó con las visiones del Cusco y las orillas del Apurímac, no sacó del campo de Ayacucho, tan celebrado en la literatura americana, sino una perplejidad inquieta y triste” (p. 125).

generación: retablos, candelabros y figuras de una belleza extraordinaria, que representan con honestidad, profundidad y sencillez la vida, la historia y las fantasías del pueblo. Pero volvamos a nuestro viajero. Lo trascendente del discurso que ofrece Riva-Agüero luego de visitar el Santuario Histórico de la Pampa de Ayacucho es que se trata de un reclamo de integración y ponderación. Riva-Agüero afirma que el Virreinato es parte de nuestra historia y de nuestro patrimonio moral, pero sostiene que el verdadero espíritu nacional estuvo con los patriotas. Su conclusión es transparente: el Perú requiere una concordia distinta para superar el duelo de la batalla; requiere la armonía de las dos herencias, “la viva síntesis del sentimiento y la conciencia de las dos razas históricas, la española y la incaica” (p. 129).

altura conmemora los años transcurridos desde el primer movimiento libertador, encabezado por Túpac Amaru II, hasta la firma del acta que definió la independencia de Hispanoamérica. El Santuario Histórico de la Pampa de Ayacucho es también un encantador mirador natural, desde el que se puede ver un conmovedor paisaje de toda la ciudad de Ayacucho y las montañas que la rodean. El pueblo de Quinua también ha cambiado mucho desde los tiempos de nuestro viajero. Hoy el setenta por ciento de la población se dedica a la alfarería; y el pueblo resplandece y recibe con los brazos abiertos a todos los turistas interesados en las variadas y fascinantes tradiciones de arte popular que las familias conservan de generación en

El Santuario Histórico de la Pampa de Ayacucho es un importante legado de la historia de la independencia del Perú. Fue en esta pampa donde se llevó a cabo la batalla de Ayacucho en el año 1824.

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Obelisco en la pampa de Ayacucho, de 44 metros de altura, que conmemora la victoria de 1824 que consolidó la independencia americana y la expulsión de las tropas españolas.

Imperdibles • • • • •

En el Santuario Histórico de la Pampa de Ayacucho se puede alquilar caballos para hacer un breve recorrido por los alrededores y disfrutar de la inmejorable vista. Durante la semana del 9 de diciembre, en el Santuario Histórico de la Pampa de Ayacucho se suelen escenificar representaciones de la batalla de Ayacucho. El obelisco fue edificado durante el gobierno de Juan Velasco Alvarado. Dice la inscripción: “La Nación, a los vencedores de Ayacucho”. Muy cerca de Quinua está el yacimiento arqueológico de Pikimachay, que atesora los restos de presencia humana más antigua del Perú y de toda Sudamérica. En el Museo de Sitio del pueblo de Quinua se pueden encontrar diversos elementos vinculados a este importante momento de nuestra historia.

En la pampa, donde se libró la batalla final por nuestra independencia, Riva-Agüero recuerda que el de Ayacucho fue un enfrentamiento entre peruanos.

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Vía y llegada El camino hacia el Santuario Histórico de la Pampa de Ayacucho resulta de lo más estimulante para Riva-Agüero. Nuestro viajero relata que se trata de una ruta muy bien conservada, gracias al dinero de la alcabala de la coca de Huanta. Dice que por aquella época el camino estaba enmarcado por molinos de trigo, árboles frutales y viñedos. RivaAgüero llegó a pie, desde Ayacucho, luego de un promedio de cinco horas de recorrido. Hoy se puede llegar al Santuario Histórico de la Pampa de Ayacucho por la carretera Ayacucho-Quinua, en un promedio de 50 minutos de recorrido.

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Quinua está situado a 3 248 msnm, a 50 minutos vía terrestre del centro de Ayacucho. Su campiña es una de las más hermosas de Ayacucho, con una fauna y flora muy complejas.

“En la quieta y larga gestación de la Colonia, el proceso de nuestra unidad fue el callado efecto de la convivencia y el cruce de razas; pero, realizada la emancipación, se imponía, como deber imperiosísimo, acelerar aquel ritmo, apresurar la amalgama de costumbres y sentimientos, extenderla de lo mecánico e irreflexivo a lo mental y consciente, y darle intensidad, relieve y resonancia en el seno de una clase directiva, compuesta por amplia y juiciosa selección” (p. 132).

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Puente de Izcuchaca, Huancavelica; histórico puente de cal que deriva de dos palabras quechuas: izcu (“cal”) y chaca (“puente”).

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El convento de Santa Rosa de Ocopa

Riva-Agüero se refirió al convento de Santa Rosa de Ocopa como un auténtico “relicario del Perú”.

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“La cúpula encalada y la cruz que la corona resaltan fulgurantes sobre el fondo de los cerros, que ofrecen tintes ocres y reflejos azulinos de pavón entre los toques verdosos y amarillentos de la hierba agostada” (p. 172).

De Huancayo a Concepción En el tiempo de Riva-Agüero solo se podía llegar de Huancayo a la provincia de Concepción en tren, a través de campos de trigo y maíz, entre “caseríos alegres y onduladas colinas” (p. 172). Incluso desde esa época, la joya mayor de la provincia, por diversos motivos, era el convento de Santa Rosa de Ocopa, un lugar clave para nuestra historia y nuestra cultura. Riva-Agüero llega al lugar un mediodía, y lo primero que ve es una ermita, previa a la construcción del convento, dedicada a Santa Rosa de Lima. Nuestro viajero cuenta que el convento fue bautizado con ese nombre precisamente como un homenaje a la pequeña capilla. Pocos metros más allá, entre un prado de altísimos eucaliptos, se encuentra la iglesia, que Riva-Agüero describe como un edificio “albo”, con dos “gallardas torres y la imagen del Cristo Salvador que bendice el valle” (p. 172).

Vista del convento de Santa Rosa de Ocopa, ubicado a unos 25 kilómetros al noreste de Huancayo.

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“Un claustrillo estrecho que, según creo, designan con el muy castizo nombre de La Obrería, se conserva intacto como lo edificó fray Francisco de San José, a principios del siglo decimoctavo: con rechonchas pilastras en vez de arcadas, corredores hondos y lóbregos, piso central de piedras toscas, sin jardín ni viviendas altas y techado con tejas de un color granate sombrío, cárdeno, que avanzan en fuerte declive, achatando aún más la rústica severidad del recinto” (p. 179).

En la biblioteca del convento de Ocopa Riva-Agüero se maravilla con la primera edición de la Crónica del Perú, de Cieza de León, importante registro de la fundación de la historia de nuestro país.

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El convento de Santa Rosa de Ocopa fue construido entre 1724 y 1744 por fray Francisco de San José, un valiente religioso que de joven había servido al rey Carlos II de España como soldado, y que había decidido poblar las misiones franciscanas en esa zona estratégica, que era la mejor entrada a la región de la montaña. Así, luego de años de sublevaciones indígenas y epidemias, los franciscanos de Ocopa recuperaron vastas zonas de la selva para la evangelización, y llegaron hasta Maynas y el Huallaga, fundaron muchos pueblos, descubrieron rutas de navegación fluvial y se expandieron hasta lugares tan remotos como Chiloé, en Chile. A lo largo de esos años el convento de Santa Rosa de Ocopa fue ganando prestigio y adquirió, además de una considerable pinacoteca, una de las bibliotecas más importantes del país. La pinacoteca, restaurada en 1970 por el padre Lorenzo Pelossi, quien además era pintor, ofrece hasta el día de hoy interesantes colecciones de la escuela cusqueña y de la escuela flamenca. Pero Riva-Agüero se detiene especialmente en los libros del convento; repasa las encuadernaciones de pergamino de algunos incunables y se maravilla con la primera edición

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de la Crónica del Perú, de Cieza de León, uno de los trabajos más importantes de la fundación de la historia de nuestro país. Para Riva-Agüero el convento de Santa Rosa de Ocopa es mucho más que un recinto que conserva heroicamente un impresionante legado bibliográfico y plástico. Nuestro viajero considera que se trata, sobre todo, de un símbolo: “Ocopa, la casa madre de nuestras misiones, significa para el Perú el vivo recuerdo de lo que tuvo de mejor la Colonia: el afán catequista y civilizador, el celo apostólico que animó a sus religiosos, y que sucedió a los empeños bélicos cuando se desvanecieron los espejismos del Paititi y del Dorado” (p. 178). Según Riva-Agüero, la organización misionera de Ocopa fue verdaderamente franciscana: “individualista, libre y suave, de candor, desinterés, martirios y lírica poesía errabunda” (p. 178). Todo lo cual puede comprobar el visitante, entre los pasillos y los claustros, a través de la amabilidad de los padres que hasta el día de hoy cuidan el templo.

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“Al pie de la ermita de Santa Rosa, y en campos que donó el curaca, principiaron a construirse las iglesias y las celdas del monasterio y el hospicio, en 1724. Se emplearon veinte años en la obra. El fundador y director de ella no pudo verla concluida: falleció muy anciano en 1736, según consta por el epitafio de su sepulcro” (p. 175).

El convento de Santa Rosa de Ocopa fue construido entre 1724 y 1744 por fray Francisco de San José, un valiente religioso que de joven había servido al rey Carlos II de España como soldado.

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Imperdibles • • • •

La biblioteca, una de las más importantes del país. Son cerca de 25 mil títulos de asombrosa antigüedad y de diversos temas. La pinacoteca ofrece una singular colección de pinturas de las escuelas cusqueña y flamenca. Detalle del interior del convento de Santa Rosa de Ocopa, con pinturas de Josué Sánchez, que representan las misiones franciscanas en la Amazonía. El Claustro del Olivo, en el cual se conserva un retoño del olivo plantado por el fundador del convento, hace más de doscientos años.

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Detalle del interior del convento de Santa Rosa de Ocopa, con pinturas de Josué Sánchez, que representan las misiones franciscanas en la Amazonía.

Vía y llegada Un camino de altas y apretadas arboledas acompaña a Riva-Agüero en su ruta hacia la provincia de Concepción, por vía férrea, desde Huancayo. Desde ahí hasta Ocopa –el pueblo del convento–, nuestro viajero recorre unos cinco kilómetros más, a pie, por un camino llano y ameno, orillado por sauces, alisos y saucos. Hoy se puede llegar al convento de Santa Rosa de Ocopa, que se encuentra a unos 30 kilómetros al noreste de Huancayo, en auto u ómnibus, en un promedio de 45 minutos.

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Un viaje memorable por los paisajes peruanos. La guía que tiene usted en sus manos es la cuarta entrega de la colección de rutas literarias que Promperú ofrece para acompañar el recorrido que en 1912 realizó José de la Riva-Agüero por los departamentos de Cusco, Apurímac, Ayacucho, Huancavelica y Junín. Una oportunidad para reencontrarnos con nuestras raíces, acercarnos a la cultura viva en sus diversas manifestaciones, deleitarnos con la gastronomía o disfrutar de la naturaleza, motivos suficientes para recorrer el Perú no faltan. ¡Déjate sorprender por los paisajes peruanos y su gente!

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