Camino cerrado - Paula Ilabaca

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Lom

palabra de la lengua yámana que significa Sol

Ilabaca Núñez, Paula Andrea

Camino cerrado [texto impreso] / Paula Andrea Ilabaca Núñez. — 1ª ed. – Santiago: LOM ediciones, 2022. 156 p.: 14 x 21,5 cm. (Colección Narrativa).

isbn: 978-956-00-1514-3

1. Novelas chilenas I. Título. II. Serie

Dewey: Ch863c.-- cdd 21

Cu er : IL27c

fuente: Agencia Catalográfica Chilena

© LOM ediciones

Primera edición, abril 2022

Impreso en 1000 ejemplares

isbn: 978-956-00-1514-3

rpi: 2022-a-2308

imagen de portada: Cristóbal Valenzuela B. «Octubre 2013»

diseño, edición y composición

LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

teléfono: (56–2) 2860 68 00

lom@lom.cl | www.lom.cl

Tipografía: Karmina

impreso en los talleres de gráfica lom

Miguel de Atero 2888, Quinta Normal

Impreso en Santiago de Chile

Camino cerrado

Por otra parte, nada está claro. Por ejemplo: ¿quién eres tú? Y si crees que lo sabes, ¿por qué insistes en mentir al respecto?

Paul Auster

Sé que nunca estuve aquí, o es que quizás visité este lugar en sueños, tengo un exacto recuerdo de aquella vez…

Los Encargados

A todas esas bocas y voces que enmudecieron en un camino cerrado.

La autora comparte una playlist para la lectura de Camino cerrado:

Siempre dijeron que yo era la mejor. Quizás sí, quizás me destaqué, resolví lo que me pidieron, hice lo que me dijeron. Tuve en mis manos la verdad y la justicia y las apliqué; tuve el dolor y la muerte muy de cerca y me adentré en ellos. Con las manos empuñadas o abiertas, ahí estuve. Esta puede ser mi historia y no. Esta puede ser la historia de tres amigos y de su juventud, y de mí cayendo al más profundo encuentro con las imágenes de una espiral que no cesa de moverse. Me veo a mí misma, joven, ingresando en lo que se me sugería y ordenaba, en la vida de otras personas, en sus lamentos y silencios, en sus dificultades. Me veo a mí misma en un eco de cuencas y calabozos, en orificios que llamé recuerdos. Me miro en un espejo que no para de doblarse, en un espejo que es mi rostro. Miento, sueño mucho, diciéndome: es tarde, es tarde, Leiva, y llegarás al trabajo corriendo y lo verás, sí, lo verás de nuevo ante ti, como esa madrugada, pero ya no estará quemado; lo verás vivo y lo tendrás ante ti, Leiva, y no sabrás qué hacer.

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Fui su mejor detective. Lo imagino mirando los documentos sobre su escritorio, con el celular en la mano. No para de llamarme. Veo prenderse y apagarse la luz anaranjada de mi celular una, dos, tres, cuatro, nueve llamadas perdidas. Seguro está fumando otro cigarro. Al salir de su oficina le preguntarán si necesita que lo vayan a dejar a su casa. Lo conozco, prefiere manejar. Se devuelve a su oficina, se sienta en su silla de jefe y mira la fotografía de su brigada, al lado izquierdo de su escritorio. Nos mira uno a uno, pensando: ella fue mi mejor detective. Imagino que arruga algún papel, el documento de mi situación, lo tira al papelero con rabia. Mira después al tincudo de Urquiza; lo mira de arriba abajo. En qué momento se le ocurrió recibirlo en su Brigada, pagando así un viejo favor. Por qué aceptó mezclarlo con los hombres y mujeres que había formado por años. Urquiza, ubicado en la esquina del grupo, con la mano en la cintura. Urquiza diciendo con su cuerpo que él se coloca ahí porque es más alto. Sonrisa cínica, pelo rubio engominado, serio, pero con los ojos verde pardo mirando fijo a la cámara, dejando ver levemente la sobaquera y su arma de servicio. Yo también estoy en la foto, sentada a la derecha del jefe, lejos de Urquiza, con mi pelo negro hacia atrás en un moño tirante, el rostro limpio, mis ojos oscuros delineados y en mis labios un brillo suave. No sonrío, no sonrío casi nunca; es mi estilo, mi forma de decir que conmigo no se meten. Yo fui su mejor detective, y esta vez, subprefecto Cuevas, le he fallado.

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No, no le puedo hablar de lo que me pasó. Es decir, sé que tengo que hacerlo, que estoy obligada, pero por mí no lo haría. Sé que viene del Departamento Quinto y yo no puedo negarme a esta entrevista que es parte de un sumario. Sé que usted nos investiga a mí y a los otros que también investigamos. Sí, si le voy a decir, pero deme un tiempo, es que es azaroso y violento lo que me pasó; estúpido también. No sé por dónde quiere partir; a mí me gustaría desde el inicio, pero dígame cuál sería su punto de partida si estuviera aquí, de este lado. Lo miro con su traje de buena marca, que no le quita la apariencia de funcionario. No, no quiero partir por el Urquiza, no es un mal tipo, menos un mal detective. Tiene buen ojo, es agudo, un forense nato, certero, tenaz. No, de él no hablaría mal. Urquiza es ambicioso y competitivo, dos fachadas que, entre nosotros, los que estamos en la Brigada de Homicidios, no manejamos. Tuvo una oportunidad y la aprovechó. No le importó de paso dejarme caer en los rumores y manchar mi hoja de vida. Como me dijeron ayer, la pudo hacer y la hizo. Eso es lo que menos me interesa de lo que podríamos conversar usted y yo, pero, como le digo, señale usted por dónde caminamos. Yo lo sigo.

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El subprefecto Cuevas ha tenido mucho durante este mes. Partimos con la muerte del dictador, el fin de una era. Se muere el viejo y se convulsiona el país; la pega se pone extraña, densa. Anduvimos todos nerviosos, tomados. No descansamos hasta que el cuerpo del viejo estuvo enterrado en Los Boldos. Atentos, sin dormir. Yo dejaba mi teléfono a todo volumen para partir hacia donde me mandaran. Hubo noches en las que me quedaba vestida, dormitando en el sillón de mi departamento, esperando que me llamaran. Para nada, el dictador sigue como si estuviera vivo. Ha pasado más de un mes y sí, pareciera como si de pronto fuera a salir caminando del fundo de Los Boldos en un acto patético y final. Ese es el orden de los hechos: primero fue su muerte, y cuando comenzamos a estabilizarnos, ocurrió el caso de la mujer que mataron en el supermercado la Nochebuena. Impacto en la prensa, y la tipificación, el nombramiento, de un nuevo crimen: «La acuchillada del supermercado». Una mujer joven y hermosa, dijeron, madre ejemplar. ¿Cómo alguien había podido acabar con su vida? Un nuevo crimen pasional. Mi duda, mi clamor, era más sencillo. Por qué mataron de nuevo a una mujer.

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Por ese caso estamos acá, frente a frente en esta mesa, en esta oficina, usted y yo. Por ese caso Gabriel Barrios Acuña vino a buscarme y se plantó así, tal como estamos usted y yo. Por ese caso, el de la mujer asesinada, echamos a correr este hilo negro. La madeja se irá poniendo más oscura, como el pelo y el cuerpo de Gabriel cuando lo vi quemado hace cinco años. Este hilo negro está por cortarse, por enredarse justo acá en mi pecho. Ya le dije que le diría todo; necesito un tiempo eso sí. Claro, varios dicen que me desenmascararon, que ya no volveré a ser yo. Pero y yo me pregunto ¿puedo volver a ser yo después de lo que me pasó?, ¿después de verlo en la brigada esa tarde?, ¿de verlo ahí y recordar a su madre, su casa, las fotos de él que vi en ese sitio del suceso hace cinco años? Siento como si mis pensamientos cayeran frente a mí, frente a nosotros, y no puedo ordenarlos. Usted me mira y no dice nada. Indíqueme, de verdad, por dónde llevamos este hilo; que la madeja, al menos a mí, ya se me desarmó.

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Sí, supe que el subprefecto Cuevas le sugirió tomarse sus vacaciones, que desapareciera de su escritorio y los pasillos, pero también tenía que hablar con usted. Sé que le dicen el traidor, que no lo miran, que llega al casino y todos se ponen de pie, como si fuera un virus. Nadie quiere estar con él, ni acercársele siquiera. Pensé que sería así conmigo, pero no, nadie quiere mirar a Urquiza. Dicen que soy una mujer solitaria, y puede ser, que no tengo novio, no sé cuál es el punto si lo tuviera o no, que no está claro si vivo sola o acompañada, qué les importa. Al único colega que he invitado a mi departamento fue a Urquiza, y mire lo que pasó. Sí, quiero hacer esta pausa y hablar de él. Fíjese lo que pasó: estábamos atendiendo un sitio del suceso en el centro y por radio nos solicitaron que nos quedáramos de punto fijo en una de las marchas de los colegiales, hace pocos meses, en septiembre. Nos dio la hora de almuerzo. Urquiza mencionó algo de ir a un boliche en una esquina de la Alameda. Me dio risa la idea. Imagine a dos policías de servicio almorzando ahí, a la vista de todos. Me miró y murmuró que nunca me había visto sonreír, y puede ser, eso me pareció un halago e impresionable por lo demás, y le dije que almorzáramos en mi departamento. Él compraría algo, que yo subiera mientras. Así lo hicimos; nos separamos en la puerta del edificio. Al rato subió con comida, una botella de vino que no pasé por alto Pusimos la mesa, no parábamos de hablar. Él miraba mucho hacia todos lados: el living amplio con cocina abierta, el pasillo breve que daba a las dos piezas que estaban con las puertas a medio cerrar.

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Al rato preguntó si compartía con alguien. Le dije que no, que sí me gustaba vivir sola. Le dije que sí. Que si era de hacía mucho ese mi hogar. Asentí también. Se paró de su asiento y fue a encender la radio. Sonó una canción vieja, una conocida, de los años sesenta. Say nighty-night and kiss me, just hold me tight and tell me you miss me. Se sacó su vestón y se quedó mirándome. Me tomaría una copa contigo, eso dijo, y lo encontré lanzado, atractivo, pero respondí que no, que aún seguíamos de turno, que mejor que no.

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Traté de hablar de trabajo, pero sentía su coqueteo e insistía en esa copa. Nos reíamos. Sé que le dije que nunca me rio, pero con él la risa venía a mí fácil; con él se me destrababa algo. Él me desarticulaba y me sentía cómoda así con él. Preguntó si me gustaba la ciudad, como vivía en pleno centro, y le dije que sí, pero que no descartaba irme, salir de Santiago, conocer otras realidades de Chile, otros lenguajes, por qué no decirlo, otra criminalidad. Me escuchaba receptivo, daba opiniones; enganchamos en ideas en común. Nunca nos dejarían partir juntos, dijo de pronto. A dónde, le respondí yo. Dicen que se abrirá un cupo para Iquique, me dijo, la descripción del cargo se parece mucho a tu perfil de detective, siguió hablando y me apuntó con el índice. Pregunté cómo sabía de eso. Uno siempre sabe cosas si está atento, sonrió. Llegó la hora de irnos, teníamos que entregar el turno en la brigada. Lo lamenté, estaba entretenida y dispersa también, hablando de una cosa u otra, no concentrados o analizando algo; me gustaba sentir eso con él. En esa frecuencia, en ese relajo, le pedí que me esperara, que necesitaba cambiarme de ropa, y fui al baño. Al salir noté que la segunda pieza estaba con la puerta abierta hasta atrás. Urquiza estaba en un sillón: había cambiado la radio, escuchaba las noticias y hojeaba unos libros que había sacado de mi biblioteca. No estuve mucho rato en el baño, pero sé que fue en ese momento. Fue en ese lapso que se arrastró como una rata.

Un compañero no hace eso, no husmea, no se mete, no busca algo que podría usar a su favor. A veces me da pena que le digan traidor;

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otras veces creo que se lo merece. Por supuesto, tiene usted toda la razón, lo que vio, sí, estamos de acuerdo, tenía que denunciarlo. Por eso estamos acá usted y yo, en esta habitación gris, rodeados de archivadores y papeles en carpetas. Por eso estamos aquí. Pero todavía no quiero hablar de él, prefiero partir hablando de lo que pasó con Noelia y con Gabriel. Necesito poner en palabras este ovillo negro antes que se deshaga o desaparezca.

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Hay dos hebras, mire. Hay una hebra que nos lleva hacia Gabriel. Hay otra que nos lleva hacia Noelia. Hay un nudo también. El nudo está en un libro. Sí, anótelo, un libro. Veo su gesto y le respondo enseguida: no, yo no tengo ese libro. Está, por supuesto. Puede verlo en la caja de las evidencias del caso «La acuchillada del supermercado». Quizás no le interese lo que voy a decirle ahora, pero me inquietan los nombres de los casos. La prensa va un paso adelantada, terminamos hablando como nos indica. Si me lo permite, yo prefiero decirle «la muerte de Noelia». Su asesinato, pues eso fue. Entonces, como decía, el nudo está en ese libro. En el sitio del suceso del asesinato de Noelia había un libro de poesía. En serio. Supuse que se relacionaba con lo pasional del crimen. Tampoco me gusta llamarle así. Es un hombre que mata a una mujer. No sé cuánto de pasión hay en un acto de esa bajeza, en esa violencia; pero mire, el asunto es que investigando junto a Urquiza nos enteramos de que ese libro pertenecía a Joel. Él iba y venía con ese libro, entre una mujer y otra. Nunca sabremos por qué figuraba en la escena del crimen, al lado del cuerpo de Noelia. Entonces, espérese, ese libro, el nudo de mi ovillo, había sido escrito por Gabriel Barrios Acuña. Espérese. Sí. Es que él no puso su nombre real, puso ahí otro nombre. Un nombre que él inventó. Sí. Víctor Celis. Ese era el nombre bajo el que se protegía, miraba a los demás, se escondía, una identidad que no era tal. Gabriel Barrios Acuña vio la noticia de la muerte de Noelia en la televisión. Escuchó que había un libro en el lugar del crimen. Me contó que esa mañana se acercó a la pantalla

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a mirar mejor. Y ahí vio su libro, el que él había escrito. Dijeron el nombre del autor del libro, y era su nombre, claro, el que él había inventado, un alias o seudónimo, como le dicen los escritores. Se escuchó nombrar. Quizás su ego lo trajo hasta acá. Quiso verse aquí, así como estamos usted y yo, pero fue innecesario. Él se equivocó al venir a la Brigada. Eso no estuvo bien. No sé por qué me mira así. No, no lo estoy encubriendo. Espérese, necesito salir un rato de esta oficina. Gabriel y Noelia se hacen uno solo en mi ovillo: uno me lleva al otro. Necesito ir al baño. Puede cortar la grabación un momento, ya regreso.

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Gracias. Lo escucho. Entiendo su opinión. Sí, si lo entiendo. No podemos equiparar el asesinato de Noelia con la supuesta muerte de Gabriel Barrios Acuña. Por eso mismo. Quiero decir por lo que usted señala y otra cosa más. Es que sí, hacia allá voy. Déjeme decirle algo: yo he hablado con esas mujeres. Las escucho a diario. He hablado con sus madres, sus hermanas, sus abuelas, con las esposas de los sospechosos, con sus amantes. Que no lo engañe mi juventud. Yo he estado a cargo de sitios del suceso. Muchos. Usted lo sabe. Ahí una conversa con los vecinos, desde lo más pueril hasta lo más inquietante. Es que estoy y no, me ubico en el borde, al filo. Es que en esa cordialidad, en esa cercanía, yo busco y busco la hebra que me llevará a la verdad. Claro, no una verdad universal, pero sí la de esa investigación. En el caso de Noelia, escuché a muchas mujeres. Espérese, antes tengo que decirle, hay un mito acá en la Brigada, ¿sabe? Que yo me llevo mal con las mujeres. No es cierto. Las escucho en silencio con total receptividad. De cada escena del crimen me llevo algo. Y en este ovillo, más allá del libro y la posterior visita de Gabriel, el clamor era uno solo: por qué mataron de nuevo a una mujer.

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No sé si podría hablar del primer momento en que la vi, porque no lo tengo muy claro. Seguro fue cuando nos ordenaron ser pareja de investigación. Pero sí recuerdo cuando ella llamó completamente mi atención. Llevábamos trabajando juntos casi un año, habíamos estado juntos en varios operativos, pero ese día todos mis pensamientos y elucubraciones acerca de ella encajaron. Fue la noche de la última Navidad, en ese supermercado. Ella estaba recogiendo un discman. Estaba en el suelo. Diría que casi que le había salpicado la sangre, pero ella lo tomó igual. Digo esto porque, bueno, la vi cuando lo limpió. Acá hay dos cosas: primero, en los sitios del suceso andamos con las manos en los bolsillos, para no alterar las evidencias; es nuestra pega, darle sentido a la investigación. Segundo, es cierto que ahora usamos guantes, antes uno iba así no más al sitio del suceso, pero ella le pasó el dedo desnudo para sacarle una pinta de sangre y así guardarlo limpio en el bolsillo de su chaquetilla de cargo. Este hecho, en vez de perturbarme, me dejó pensando en ella, en qué cosa había en ella, en su cabeza, en su mente, para actuar de ese modo. Usted sabe: en un sitio del suceso las evidencias las levantamos e individualizamos en el acto mismo de verlas, pero ella tomó el discman y se lo guardó. El resto de los elementos dejados en la escena: el cuchillo que el médico forense extrajo del cuerpo de la mujer, las ropas que le habían sacado, un anillo de matrimonio que estaba botado en el suelo, un libro. Sí, un libro de poemas. Todo continuó ahí mismo, como si fuese una opción de ellos quedarse allí hasta que alguien los levantara y

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fueran empaquetados en bolsas para su traslado al Laboratorio de Criminalística. Sí, se cumplió el procedimiento de custodia de las evidencias para sus correspondientes pericias.

Me habían hablado de ella antes de llegar a la Brigada, pero yo ya me había acostumbrado. Antes no sabía cómo sería entablar una conversación con ella, mirarle los ojos oscuros, mirarle el semblante, que siempre está serio. No sabía cuán nervioso podía ponerme yo con una colega. Sí, todavía me pone nervioso. Quiero decir también que ella es imponente, no por su porte, que me parece normal, no por forma de ser, porque es muy bajo perfil. Usted ya habló con ella.

Entiende. Ya sabe a lo que me refiero. El asunto es que creo que ella es imponente porque tiene una gravedad que uno se da cuenta al tiro que es pura tristeza. Casi no sonríe, habla rápido, no cuenta mucho sobre su vida personal, qué le gusta o qué la mueve. Nadie sabe si tiene pareja, si está de novia, si quiere ser madre. Está ahí como uno más, pero trabajar con ella es, por decir lo menos, curioso. Dicen que un caso la marcó de muy joven, uno de los primeros casos que resolvió, o intentó resolver, cuando llegó a la Brigada. Dicen que eso la unió al subprefecto Cuevas, que ella es su protegida. Acá en la institución se usa mucho esa expresión: el protegido, la protegida. Para mí son solo dos buenos colegas que se respetaban el uno al otro. Aunque de todos modos él considera que ella es la mejor detective de la Brigada de Homicidios.

El tiempo que llevábamos trabajando juntos había respetado una especie de cábala de ella, un procedimiento que en realidad no molesta a nadie, pero sí muchos colegas se sienten pasados a llevar: consiste en hacer sola la primera inspección ocular del sitio del suceso, completamente sola, unos minutos, y después de eso los demás podemos empezar a trabajar. Esa Nochebuena, Leiva, que estaba a cargo del sito del suceso, pidió que todos saliéramos. Los

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vecinos y vecinas que habían llegado hasta allí le hicieron caso, y los peritos salieron a fumar un cigarro. Yo sabía que todos esperaban la magia. En la Brigada de Homicidios hay colegas muy histriónicos y que les gusta el público para que escuchen sus primeras hipótesis. Ella no es así. Se decía, cuando yo llegué a trabajar acá, que cuando ella se quedaba a solas podía ver qué había pasado exactamente. Sí, es ridículo pensar así, pero de eso se hablaba en la Brigada de Homicidios, eso se decía: que hacía magia. Es una metáfora, una idea, claro, de algo incomprensible. Creo que ella es tan buena en lo que hace porque lee muy bien los sitios del suceso en los que trabaja. Esa noche, no sé por qué, nunca se me había ocurrido, me quedé ahí, escondido en uno de los pasillos del supermercado, muy quieto, para mirar de lejos qué hacía. Recuerdo que Leiva se quedó mirando fijo el cuerpo de la mujer. A mí me había llamado la atención un zapato de tacón, se notaba anticuado, no era como los que usan ahora, que estaba al lado del cuerpo. Tenía uno puesto y otro a un metro, metro y medio aproximadamente de ella. Era un zapato de un color rosado o damasco. Noté que Leiva también se quedó mirándolo con mucha atención. Caminó por el estrecho pasillo. Miró hacia el techo, y pareció descartarlo enseguida: era demasiado alto para que hubiese un indicio allí. Cerca de la mano derecha de la mujer estaba el discman, y un poco más allá un libro. Sí. Ese es el libro que nos llevará a la posible reapertura de un viejo caso «El calcinado de La Florida».

Seguí mirándola. Leiva sacó una libreta de su bolsillo y empezó a dibujar con rapidez la escena. Sí, es muy buena dibujante. Acostumbra a hacer su propio dibujo de la escena que después contrasta con el que le entrega el perito planimétrico. Alrededor del cuerpo dibujado colocaba números; supuse que serían las medidas del espacio, las evidencias que había encontrado. Al terminar, y sin ponerse los guantes, tomó el discman y lo abrió. Casi que me acerco a ella. Qué

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estaba haciendo, sus huellas dactilares quedarían en el discman. Había un CD adentro. Miró hacia todos lados y se guardó el discman en el bolsillo derecho de su chaquetilla. Se acercó luego al libro, acuérdese de ese libro, lo hojeó y lo metió a su bolsillo izquierdo. Cuando describo estas acciones, intento hacerlo tal cual ella lo hacía: sin dudar, sin titubeos. Lo hacía de manera limpia, resuelta, como si fuese una jugada que había pensado de antes, aunque no llevábamos ni diez minutos en el sitio del suceso. Se movió rápido por los pasillos hacia la salida del supermercado. Pidió a los peritos del Laboratorio de Criminalística que ingresaran para que fijaran las evidencias. Yo hice como que iba llegando. Me urgí. Iban a levantar las evidencias de un sitio del suceso intervenido.

La hipótesis de Leiva fue que a la víctima la había matado un posible amante. La cantidad de puñaladas era la justa para quien quiere hacer el acto certero, de una vez. No había señales de ensañamiento. Coincidimos, con espanto, en que hay crímenes donde los hombres matan a las mujeres para descansar de una carga, cómo decirlo, un tanto obsesiva; los crímenes de pasión, como se les dice. Concluimos que el supuesto amante trabajaría en el supermercado, principalmente porque los guardias dijeron que no hubo forcejeo de puertas. Y sí, asumimos que era un hombre, por la fuerza de las cuchilladas. Lo corroboró después el Médico Legal. Me apuré y le dije que yo haría el empadronamiento. En eso apareció la fiscal. Claro, se sabe que a Leiva no le gusta trabajar con mujeres.

La fiscal le preguntó qué podíamos decir hasta el momento, que la actualizáramos. Leiva le dijo que era demasiado pronto. Me sonreí. Leiva sabía que las hipótesis se colaban rápido a la prensa y esa noche navideña era la ideal para salir con un crimen en las noticias de la mañana. Ella le dijo a la fiscal que necesitaba seguir a un sospechoso, que si la autorizaba. La respuesta fue afirmativa. Me

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quedé haciendo el empadronamiento y ella se fue sin contarme ni una cosa, pero al final no me sorprendí. Ella suele hacer eso; yo creo que ya estoy familiarizado. Por mi parte, contacté a dos personas esa noche. Uno fue el sospechoso, al que Leiva siguió esa madrugada. Sí, el empaquetador que trabajaba en la misma caja de la mujer fallecida. Mi segunda entrevistada fue una de las vecinas que se me acercó a conversar. Usted sabe, uno elige y también lo eligen.

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