Las Marías / The Marias

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Cuatrolunas

A Mariana los tobillos se le habían hinchado por la diabetes y se estaba quedando ciega día a día. Aun así, tomaba por sí misma el trolley y se bajaba en la puerta del cementerio. Llevaba dos ramos de flores. El más grande para su hijo, que había muerto a los dos años de fiebre tifoidea. Nueve partos y solo un varón.

—¿Por qué no fue una de las niñas? —Mariana repetía la frase cada vez que entraba al mausoleo. Eran ya tantos años con la misma letanía que las palabras habían perdido su sentido original.

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Junto a la lápida de su hija Soledad depositaba el ramo pequeño. A veces, era apenas una flor la que dejaba caer. Había sido la más hermosa de todas, callada y suave, como si escondiera pensamientos secretos en la parte más profunda y oscura de su mente. Los jóvenes suspiraban por ella. Golpeaban la puerta con caras ansiosas y ojos vidriosos. Ella los miraba, les sonreía y los dejaba hablar. Mariana sabía que su encanto no era más que una gran estupidez, que la mirada que creían complaciente era la expresión bovina de los cerebros vacíos, y que sus cantos cadenciosos junto al piano tocado por alguna de las hermanas eran lo único que había logrado aprender en diecisiete años de educación estricta y exigente.

Tenía cabello largo y rubio que peinaba con dedicación noche tras noche. Se sentaba frente al tocador y con los ojos fijos

en el brillo que se reflejaba en el espejo contaba las cepilladas lentamente.

Fue una tarde a fines de la primavera. Unos jóvenes se pasaron a buscarla para llevarla a la laguna a ver los cisnes. Mariana hizo que dos de sus hermanas la acompañaran.

—No queremos ver un puñado de cisnes devorando mendrugos de pan… —dijo Vicenta.

—… mientras ellos se la devoran con la mirada… —rezongó Estela.

—Preferimos quedarnos —clamaron ambas.

Hablaban con energía y decisión, pero Mariana era mucho más decidida y enérgica que ellas y, tras recibir Estela un golpe en la boca por sus malas palabras, subieron ágilmente al coche.

Estaban acostumbradas a dar brincos independientes. Nadie les extendía la mano para ayudarlas. O por lo menos, no hacían el gesto a tiempo.

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La tarde estaba tibia y ventosa, como solían ser las tardes primaverales en Nocedales. La trenza de Soledad se desenrollaba lentamente al compás del viento. Delgadas hebras de pelo le tapaban los ojos mientras los jóvenes se abalanzaban a quitárselas. Suavemente, rozando como sin querer su piel blanca y transparente, esa piel que olía a duraznos tiernos, a jazmines y a alhelíes.

Estela le tocó el hombro a su hermana y dijo:

—Tu peinado…

Siete jóvenes le clavaron una mirada furibunda. Los vaivenes de la trenza les permitían acercarse más de lo prudente y aspirar sus aromas. El carruaje tomó una curva y la trenza de Soledad se deshizo por completo. Su largo pelo alborotado se enredó entre las ruedas de madera y la jaló hacia atrás como si fuera una muñeca de trapo. No lograron detener los caballos a tiempo. Ni el conductor ni los jóvenes que se lanzaron hacia las riendas. Ni los que corrieron a la parte posterior a levantar a la niña terrosa y ensangrentada,

el cuero cabelludo arrancado con violencia y la sangre saliendo, sin dejar de correr por su rostro impasible, hacia esos ojos para siempre abiertos.

A veces Mariana lamentaba en silencio que hubiera sido esta hija y no otra la que hubiera muerto. Ella la habría cuidado, no le permitiría andar de arriba abajo en esos carros a los que subía con tanta dificultad, mientras el chofer trotaba detrás de ella rogándole que usara el auto y le diera a su trabajo un sentido más allá que el de cortejar a las empleadas, limpiar los vidrios relucientes y degustar los guisos de cada día. Posiblemente, Soledad habría descubierto los dulces que guardaba en el baúl, protegiéndola así de sus irrefrenables tentaciones. Y se habría casado con un hombre fuerte que llevaría ahora los negocios.

A esas alturas de su vejez había descubierto lo que las mujeres hermosas eran capaces de obtener, la forma en que el mundo parecía moverse en torno a ellas y envolverlas con el tibio manto de la despreocupación.

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—No tendría que estar todavía detrás del mostrador —gruñía, sin que hubiera ningún mostrador al frente, ya que algunas de sus hijas, yernos y nietos se ocupaban de los negocios y muchos de estos escaparan ahora de su entendimiento. Pero Mariana se empeñaba en estar cada día en todos los lugares y controlar que las cosas se hicieran a su modo, aunque estas siguieran un curso acelerado y diferente que no alcanzaba a asir.

Había sido así desde el día en que se casó. Tenía dieciséis años y la comprometieron con un joven de provincias, tosco y grande, diez años mayor que ella. Hijo de inmigrantes españoles, heredero de prósperos negocios en Nocedales; un buen partido para una joven sin dote ni especial belleza. Lanzaba grandes risotadas en cualquier momento, sin el menor tino. Una tarde había estallado en una ruidosa carcajada cuando el presidente desfiló por las calles de la ciudad. El orfeón sonaba detrás de la

comitiva y sus resoplidos hicieron perder el tono al de la tuba. Mariana lo miraba incrédula. No es que le sorprendiera su estupidez; el equilibrio del mundo se lograba con personajes de este tipo. Lo que la tenía estupefacta era la perspectiva de compartir su vida con ese gigante y el enorme desafío de hacerlo pasar desapercibido. Pensaba en el día del matrimonio y temblaba. Ella de blanco, sonriendo por el pasillo central de la iglesia y él, sacudido por su propia sonrisa, vibraría como un flan mientras sus amigas disimularían la risa y, las de alma caritativa, la compasión. En los periódicos la describirían acertada y discretamente como una boda alegre.

Después de la ceremonia, que resultó bastante cercana a lo que Mariana había temido, con el vozarrón de Vicente tropezándose con las palabras durante el juramento de fidelidad y sus ruidosos brindis de mesa en mesa, levantando tantas copas como las que volteaba, iniciaron el largo viaje en coche hasta el campo, donde él se precipitó sobre ella con urgencia y arrebato. Aunque era una mujer menuda, tenía caderas anchas y una musculatura fuerte que le permitieron resistir sin ahogarse los estertores de él sobre su cuerpo y decidir que el sacrificio de la carne no era tan terrible como había insinuado su madre con esa mirada beatífica y dolida clavada en el cielo, buscando palabras que no podía pronunciar y que al final callaba con un apretón de manos y un suspiro. Además, duraba mucho menos de lo que había pensado. Con el tiempo aprendió a apurarlo más, susurrándole al oído palabras que la avergonzaban, pero que lograban que él se desinflara como un globo, se hiciera liviano y cayera a un lado, dando los últimos resoplidos antes de dormirse de forma definitiva.

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Algo había escuchado acerca de los ciclos del mes, de los cálculos necesarios para evitar los embarazos o al menos programarlos distanciadamente en el tiempo. Pero a Vicente cualquier

cuenta de este tipo le parecía tan absurda como la planificación del trabajo.

—Eso no se puede evitar —aseguraba. En tres años, Mariana ya tenía tres hijas y veía con espanto que eso no iba a detenerse y que, sosteniendo un ritmo de tal constancia y entusiasmo, las posibilidades de llegar a parir veinte omás niños eran temiblemente ciertas.

Si bien Mariana, temerosa de que recién terminada estuviese otra vez embarazada, se paseaba de un lado a otro por la habitación, cargando a la recién nacida en brazos y atisbando con la mirada a las dos pequeñas que jugaban sobre un chal en el suelo, el pensamiento acerca de cómo detener el ímpetu de sus entrañas era una preocupación menor respecto de otra que crecía en su interior y la devoraba lenta pero concienzudamente. Y es que cada día se le hacía más claro que su marido caminaba recto y seguro hacia la ruina total. Tenía la gran capacidad de tomar las decisiones equivocadas y aplicar las normas del descriterio ante cada situación, socavando cada año parte de su patrimonio para compensar los errores del período anterior.

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Mariana observaba el gran bodegón frente a la plaza donde Vicente almacenaba la mercadería en inmensos sacos amontonados uno sobre otro. Cada vez que entraba un cliente, él o sus dependientes rezongaban y sencillamente se negaban a vender en ese momento si es que el saco requerido estaba en un lugar de difícil acceso.

—Venga en dos o tres días más y la cosa va a estar despejada —les decía tan campante, mientras perdía la venta sin tener noción de lo sucedido.

En el centro del enorme local estaba la romana, una balanza de gran capacidad. Vicente tenía con ella una dedicación que no podía destinar a nada más. Amontonaba los sacos y anotaba las cifras que después sumaba con lentitud exasperante. Su gran

desafío consigo mismo en particular y con la humanidad en general era vender la cantidad exacta, ni un gramo de más ni uno de menos. Al tiempo que dejaba caer los puñados de mercadería vigilaba las agujas con mirada de halcón con la clara intención de transmitir el mensaje de que a él no se le iba detalle. No, señor. De él se podría decir cualquier cosa excepto que engañaba o se dejaba engañar con el peso.

Mariana veía con espanto cómo su marido jugueteaba con la romana mientras pequeños locales se abrían en los alrededores y se llevaban a los clientes. Revisaba como al descuido el desorden de sus cuentas y comprobaba que él no tenía la menor conciencia de que lo almacenado por largo tiempo se traducía en pérdida; que compraba caro y vendía sin calcular márgenes de utilidad razonables; que algunos objetos le resultaban antipáticos y no los ofrecía en la tienda, perdiendo de este modo la fidelidad de sus clientes y pedidos más grandes y con mayores márgenes.

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En pocas palabras, no entendía nada de nada.

Por otra parte, más de la mitad del campo estaba abandonado. Vicente tenía fe ciega en el arroz y sumergía hectáreas y más hectáreas bajo el agua. El arroz era caprichoso. La tierra era caprichosa. No se sabía cómo iba a ser cada año. Él no era el profeta Elías que pudiera andar aventurando qué tal se veía venir la mano.

Así es que esos maravillosos y fértiles suelos de los que la fruta brotaba grandiosa y perfumada eran cada temporada sepultados por los torrentes de agua que Vicente hacía desbordar desde canales construidos a un alto costo.

—Hay que asegurar el agua —decía con sabiduría, mientras la lluvia caía y regaba los campos vecinos que se enriquecían con la fruta, los viñedos y los sembrados tradicionales.

Mariana había visto que más al sur, donde la lluvia arreciaba por meses, las haciendas de rulo o pantanosas se reservaban para el sembrado de arroz, remolacha y todo aquello que la tierra

ofrecía con el desprecio de lo sobrante. Además, el almacenamiento del arroz era conflictivo. Si las bodegas se humedecían, los granos se saturaban de agua y tenían un olor y un sabor detestables que no desaparecía ni con el sol ni con todo el calor del mundo. La cosecha del año se liquidaba y Vicente repetía su sabia retahíla acerca de lo impredecible. Terminaba el discurso con una mirada penetrante dirigida certeramente a los ojos de Mariana y sentenciaba:

—Las cosas se ponen difíciles.

También frente a la plaza, por otra calle, Vicente era dueño de un enorme terreno que abarcaba una manzana completa. Había gastado una fortuna en cercarlo para que en su interior solo creciera la maleza y se derrumbara un bodegón en el que se amontonaba y estropeaba la mercadería que le robaban sistemáticamente, sin que se diera cuenta, y le producía gran desconcierto en meses venideros comprobar que sus planillas de registro no concordaban con lo existente.

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—Vamos, que el bodegaje no es tan simple como se cree —decía transpirando antes de que las planillas acabaran en la basura y él aceptara como un hecho de la naturaleza las nuevas cantidades.

Mariana temía que Vicente decidiera liquidar este terreno por inservible y que alguien se hiciera rico poniendo un negocio rentable en ese lugar privilegiado, en una ciudad que crecía a gran velocidad, rodeada de campos fértiles y grandes viñedos.

Había cumplido veinte años, tenía tres hijas que criar, y muchas más que nacerían de año en año, y un marido que las conduciría a una perfecta bancarrota. Primero perdería el terreno, luego el campo y finalmente quebraría el negocio mientras él se mantenía alerta y vigilante con la aguja de la romana.

Los padres de Mariana eran ancianos. Ella nació sorpresivamente, como un regalo de menopausia, tardío y fuera de lugar.

La única y real satisfacción que les dio fue casarse rápido e irse lejos. Había crecido prescindiendo de ellos y no podría recurrir a su inútil ayuda cuando estaban frente a la puerta de salida. Sus dos hermanos eran amistosamente indiferentes. El futuro era extenso y solitario, un desierto árido y miserable para ella y sus niñas y las tantas más que seguiría teniendo si se consideraba que el vigor y la frecuencia con que Vicente la abordaba cada noche no disminuía ni un milímetro respecto a los años que llevaban juntos.

En las horas en que se desvelaba, cuando los pensamientos se volvían extremos y desesperados dando vueltas a uno y otro lado de la cama, mientras Vicente roncaba con una constancia enervante, concluía que solo tenía dos opciones: eliminarlo oabandonarlo. La primera era la más factible, pero fuera de sus esquemas, únicamente imaginable en las extensas noches en vela. Y la segunda, impracticable. Y estas dos posibilidades, cuando finalmente amanecía y podía ver con más claridad, convergían a una sola: neutralizarlo. Multiplicar por cero los efectos de su creatividad empresarial y hacerse cargo por sí misma de los negocios.

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Durante el desayuno, Mariana observaba con estupor cómo las manazas de su marido trituraban el pan, le untaban mantequilla o nata fresca y lo humedecían en el té hirviendo, dejando sobre el líquido humeante una película de grasa que se espesaba y flotaba iridiscente. Era asombrosamente repugnante verlo insistir una y otra vez en la operación hasta que se vaciaban repetidamente la cesta y la tetera. Iba a ser imposible neutralizar a esa maquinaria en marcha con permanente abastecimiento de combustible.

Después que él se iba, madrugador que disponía de suficientes horas para boicotear el negocio, Mariana limpiaba la mesa y se servía una taza de té. Francisca, la mayor de las niñas, se sentaba

al frente y también tomaba té en una tacita de porcelana. Cogía trozos de pan, los empapaba de té y, mientras los tragaba, decía:

—¡Delicioso!

Soledad se encaramaba a su silla y hacía lo mismo con menos fortuna, ya que el pan se le perdía en el líquido y se deshacía en grumos que emergían como trozos de nata. Pilar asomaba su cabecita hasta el borde de la mesa y emitía unos chillidos que daban a entender claramente que ella también aspiraba a participar en la repulsiva ceremonia del remojamiento.

Mariana, al término de su cuarto embarazo, sentía náuseas por las mañanas y la perspectiva de que sus hijas se transformaran de manera lenta pero segura en una réplica femenina de su padre la aterrorizaba. Así es que suprimió por tiempo indefinido la participación de las niñas en cualquier evento culinario con su padre. Les daba de comer en el repostero y velaba por sus buenos modales sin piedad.

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Fue de este modo como, sin intención previa sino simplemente como una medida reactiva, sus hijas crecieron amantes de la buena mesa y desarrollaron un refinamiento que no habrían tenido si su padre hubiera sido más mundano.

Por las mañanas, las niñas jugaban risueñamente con los dados sobre una mesita de mimbre. Construían torres que se derrumbaban rápidamente, dibujaban caminitos serpenteantes opeleaban un poco para matizar tanta alegría.

Mariana resistía estoica y solitaria la deglución de Vicente y el sonido de los dados cayendo como música de fondo. Sentía un constante malestar que no podía endosar exclusivamente al embarazo. Su interior se retorcía en nudos que se hacían piedras convulsas. Recordaba a su tía Ema. Había crecido oyendo decir que se parecía a esta tía de destino fatal, a la que solo se asemejaba en que ambas tenían el pelo rojo y sedoso. Su marido desapareció una tarde como otra cualquiera, la desesperación de su llanto

desbordó las habitaciones, cuadrillas de hombres lo buscaban por los callejones de la ciudad, los niños moqueando se aferraban a su falda, las mujeres con sus chales negros la abrazaban envolventes. Meses después se descubrió que había decidido irse a vagar por Europa, con una amnesia focalizada, apuntando única y exclusivamente a la familia, que lo tenía harto. La tía Ema pasó de mártir a abandonada, y los niños, de trágica orfandad a vulgares desechados. Se tuvo que refugiar alternadamente en las casas de sus hermanos y acostumbrarse a los patios traseros y al desdén de todos los parientes. Cuando llegaba a la casa de Mariana, su madre resoplaba sin disimulo, con una mezcla de resignación y fastidio. Tampoco ocultaba su alegría al verla partir, con su cada vez más escasa ropa en esos baúles gastados, el cuero raído y los bordes levantándose como las cabezas desdeñosas que la miraban sin compasión. Y la tía Ema envejecía gris y opaca, sus hijos se ocupaban en cualquier trabajo, sus hijas se casaban con empleaduchos y se alejaban de ella, de su mala suerte, del rencor que les provocaba esa mujer que no supo retener a su marido y los hundió en la miseria.

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Mariana imaginaba ese futuro y las piedras de su interior dejaban de retorcerse y caían con estrépito entre sus órganos comprimidos. Vicente le explicaba sus planes mientras sorbía su té grasiento y ella temblaba. ¿Cuánto podía demorarse un hombre torpe en perder una pequeña fortuna? Mariana sabía que la tierra y los negocios tenían un alto valor y muchas proyecciones, pero no constituían un patrimonio lo suficientemente fuerte como para resistir la creatividad de Vicente. Eran bienes que debían ser trabajados o desaparecerían con la velocidad del pan remojado en el estómago de un hombre hambriento.

Intentaba no escucharlo, pero no podía sustraerse a su vozarrón, a las palabras pronunciadas con energía y dicción de buen español de la costa, a ese afán por masticar los temas como

si fueran hojas de tabaco que no acababa de escupir, con una falta de síntesis que, definitivamente, malgastaba el tiempo y acortaba sin piedad la vida de quienes lo rodeaban.

—Pues que no ha sido una temporada de coser y cantar y ahora se ve que la próxima viene difícil —comenzaba a decir. Luego explicaba con lujo de detalles, sin percibir su responsabilidad, los acontecimientos fortuitos que se habían confabulado cósmicamente para arruinarlo. Precisaba con orgullo las acciones que emprendía, anticipándose a los hechos y previniendo desastres que igualmente ocurrían porque había más factores de los que cualquier persona podía imaginar.

—El hombre propone y Dios dispone —concluía, eximiéndose de toda responsabilidad final en el orden divino y terrenal.

Cada una de sus palabras parecía desgarrarle un poco más las vísceras, se las abría como cortinas de teatro que develaban el escenario de una miseria cada día más cercana, y él, en vez de percibir en la dilatación de las pupilas de su mujer el horror y el pánico, solo veía el interés de su mujer por escucharlo entre sorbo y sorbo de té.

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Francisca trataba de enseñarles a sus hermanas algunos juegos con los dados, como girarlos hasta ordenar seis de menor a mayor formando hileras, o agrupar dos dados con un valor y coronarlos con el dado que representaba la suma. Las niñas eran demasiado pequeñas para entenderla y Francisca las apartaba de un certero manotazo, demostrando que la enseñanza no sería su profesión y que, a pesar de ser bajita y delgada, poseía una fuerza de sorprendente precisión.

Las niñas lloraban y Francisca, en propio descargo, decía: —Son tontas, no saben jugar.

El desapego de Vicente por sus hijas era sistemático: nunca les hacía caso. Su única participación efectiva había sido no claudicar en la inscripción del nombre en el registro civil, anteponiendo

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