La Alta Consejería Presidencial para la Reintegración diseña, coordina y ejecuta la política integral del Gobierno Nacional que les permite a las personas desmovilizadas de los grupos armados ilegales generar habilidades para que se conviertan en ciudadanos de bien y en personas autónomas capaces de progresar al lado de sus familias y sus comunidades. El proceso se basa en el esfuerzo de los participantes y en el cumplimiento de los compromisos que ellos adquieren con el Gobierno Nacional y con la sociedad para construir una paz duradera en Colombia.
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Los textos aquí publicados fueron creados en un taller de producción escrita, en el marco del proyecto Retomo la Palabra
Retomo la palabra
El Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina, el Caribe, España y Portugal (Cerlalc) es un organismo iberoamericano e intergubernamental que trabaja por el desarrollo de la región a través de la construcción de sociedades lectoras. Su labor está orientada hacia la protección de la creación intelectual, el fomento de la producción y circulación del libro, la promoción de la lectura, la escritura y las bibliotecas. Así mismo, coopera y da asistencia técnica a los países en la formulación y aplicación de políticas públicas, genera conocimiento, divulga información especializada, impulsa procesos de formación y promueve espacios de concertación.
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Schmidt Quintero, Mariana. [et.al..] Retomo la Palabra / Schmidt Quintero, Mariana. [et. al.] Bogotá : CERLALC, 2009. – 318 p ; il. (16 x 24 cm) ISBN: 978-958-671-134-0 1. Creación literaria, artística, etc. 2. Colecciones de escritos. I. Tit. C868.4 / S24r
Retomo la Palabra www.retomolapalabra.org.co
Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina, el Caribe, España y Portugal (Cerlalc) Alta Consejería para la Reintegración Social y Económica de Personas y Grupos Alzados en Armas (ACR) Alto Consejero Presidencial para la Reintegración Frank Pearl Directora del Cerlalc Isadora de Norden Secretaria general del Cerlalc María Teresa Pardo Camacho Subdirectora de Derecho de Autor del Cerlalc Mónica Torres Coordinadora de Retomo la Palabra Corinna Chand Conductora del taller de escritura Mariana Schmidt Quintero Coordinadora Nacional del Área de Educación, ACR Lina Espinosa Corrección de estilo Lilia Carvajal Ahumada Revisión editorial Carlos Tello Fotografía de carátula y portadillas Mariana Schmidt Quintero Diseño y diagramación Taller de Edición • Rocca® S. A. taller@tallerdeedicion.com © Cerlalc 2009 ISBN: 978-958-671-134-0 Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento por escrito del editor, sea cual fuere el medio, electrónico o mecánico. Los textos aquí publicados fueron creados en desarrollo de un taller de producción escrita, en el marco del proyecto Retomo la Palabra, de manera que no reflejan la posición institucional del Cerlalc, la ACR y el editor. Las opiniones de los textos y las consecuencias de las afirmaciones o de los hechos relatados son responsabilidad exclusiva de sus autores.
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Agradecimientos especiales a las directivas de: La Biblioteca Pública Municipal Federico García Lorca de Apartadó, Antioquia La Corporación Biblioteca Rafael Carrillo Lúquez del Cesar La Biblioteca Pública Departamental de Sucre La Biblioteca Pública Departamental David Martínez de Córdoba La Casa de la Cultura de Caucasia, Antioquia Comfenalco Antioquia, sede Caucasia La Universidad de Antioquia, sede Caucasia La Secretaría de Cultura de la Gobernación de Córdoba El Archivo Histórico de Córdoba Manuel Zapata Olivella El Fondo Mixto de Cultura de Sucre
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Índice Memorias para construir la paz
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Construyendo puentes con la sociedad
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Almas al desnudo
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Frank Pearl Alto Consejero Presidencial para la Reintegración
Isadora de Norden Directora del Cerlalc
Mariana Schmidt Quintero
Punto de partida El dolor oculto
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Noche negra
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Recuerdo de un amanecer
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Todo lo perdí
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Jaime Alberto León Sepúlveda, Urabá
Indio Caracolicero
Franklin, Urabá
Élmer Cárdenas Montes, Urabá
Camino a la guerra Dios mío, no me deje volver atrás Luz Paulina de la Rosa Bravo, Cesar
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Me vendieron
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La última lágrima
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Ese era mi destino
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Toda Colombia era una sola cordillera
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Reserva equivocada
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Todo se lo debo a ella
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Alex Santiago Viloria, Sucre
Jaime Lit Villalba Centeno, Cesar
Mauricio Durango Cano, Urabá
Mario Gómez, Córdoba
Alberto Darío Bueno Giraldo, Córdoba
Nacor Esteban Tapias C., Urabá
En medio de la tormenta 7 horas y 25 minutos exactamente
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El cerdo castigo
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El adiós de un amigo
131
Vida de perros
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Un homenaje a Carne Salá
143
Creí morir
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Un mal paso marcó mi vida
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Álvaro Enrique Narváez Jiménez, Córdoba
Álvaro José Chamorro González, Sucre
Edilberto Arrieta, Cesar
Ángel Giraldo Martínez, Córdoba
Jalil Antonio Ruiz Guerrero, Cesar
Nelson Ramírez Castro, Urabá
Julio Enrique Sánchez Martínez, Bajo Cauca
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No quiero volver a vivirlo
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Por la vida de mis amigos
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Por ella
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Jugué con fuego
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Un ángel en la guerra
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Jhon Mario Gómez Henao, Urabá
María Ruby Forero Mejía, Cesar
Obdulia Hernández Márquez, Cesar
Jhon Jader Bertel Tuirán, Sucre
Deivis Agustín Martínez González, Sucre
De regreso a casa Una vida nueva
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A un amigo no se le da una mano, se le dan las dos
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Mi aporte a la historia
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El gran paso
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Entré por venganza y salí por amor
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Jhon Fredys Cuesta Cortés, Urabá
Oyovis Herazo Mejía, Bajo Cauca
Jesús Marino Ramírez, Bajo Cauca
Sergio Luis Vásquez Lobato, Cesar
Guillermo Sincel, Sucre
Huellas La guerra me hizo mujer
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Loro viejo sí da la pata
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Gladis Omaira Gómez, Sucre
Luis Miguel Barbosa Castillo, Cesar
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Fechas especiales no tan especiales
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De cazador a cazado
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Carmen
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Marcas que nunca se olvidan
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Una joven sin adolescencia
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Rimas en las noches frías y oscuras
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La última oración
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Un tiempo que no se recupera
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Juan Francisco Salgado Cuadrado, Sucre
Wilfredo Pastrana, Córdoba
Liu Johana Micolta, Urabá
Eduardo de Hoyos, Bajo Cauca
Enadis Gómez Barrios, Urabá
Giovanny Vega, Córdoba
Rober Ricardo Rodríguez Patrón, Sucre
Kalina
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Memorias para construir la paz
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ecesitamos olvidar para poder reconciliarnos. Sin embargo, esa generosidad de borrar la memoria solo es posible después de recordar. Por eso, y como un aporte a la consolidación de la paz, 38 colombianos en proceso de reintegración se pusieron en el arduo ejercicio de escribir sus historias de vida. Los relatos, que fueron hilvanando poco a poco durante los talleres de escritura del proyecto Retomo la Palabra, realizados en Sucre, Urabá, Bajo Cauca, Córdoba y Cesar, son verdaderamente sorprendentes. Además de ser piezas de gran valor literario, su lectura resulta fundamental para entender lo que pasó en muchos pueblos de Colombia y, sobre todo, para dibujar desde la remembranza un futuro mejor para las próximas generaciones. Precisamente, con la esperanza de evitar que más colombianos se despeñen por el camino de la violencia, estos hombres y mujeres se pusieron en la tarea de repasar episodios muy dolorosos que suceden a diario en los grupos armados ilegales y, en la aventura de escribirlos, encontraron una manera simbólica de reparar a las víctimas y buscar el perdón a través de un compromiso de paz implacable, como el que demuestran todos los días con su participación en un proceso de reintegración serio y responsable. Y es que sin duda la Reintegración está transformando a cientos de miles de colombianos y está transformando al país. Los desmovilizados, con el acompañamiento del Gobierno Nacional, restablecen sus valores y su autoestima, restauran sus estructuras familiares y sociales y adquieren habilidades laborales y ciudadanas para generar ingresos de manera autónoma.
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Retomo la palabra
Esto permite que regrese la confianza a muchas comunidades y que, en una atmรณsfera de seguridad y paz, entre todos unamos esfuerzos para construir una Colombia que progresa y se desarrolla econรณmica y socialmente. Por eso, nuestro llamado es a convocar a todos los colombianos para hacer de la Reintegraciรณn un propรณsito nacional por la paz. Frank Pearl Alto Consejero Presidencial para la Reintegraciรณn
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Construyendo puentes con la sociedad
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hesterton afirmó que era deber de las ideas convertirse en palabras, y deber de las palabras convertirse en acciones. Uno de los componentes del proyecto Retomo la palabra, el de talleres de escritura, se materializa en este volumen y tiene el propósito de devolverle la palabra a aquellos a quienes les fue arrebatada, con la esperanza de que a través de ella consigan hacer realidad sus ideas. Para el Cerlalc es una prioridad el trabajo en procesos de lectura y escritura debido a que está suficientemente demostrada la relación que estas actividades guardan con el desarrollo personal de los individuos y, por extensión, con el desarrollo de las sociedades y de los países. En particular, cuando se trata del restablecimiento de derechos y de la reconstrucción del tejido social. La palabra es el medio a través del cual el ser humano significa lo que ve y lo que lo rodea, y se significa a sí mismo. Es la oportunidad para que nombre la realidad, se apropie de ella y la modifique. De ahí que la escritura sea una posibilidad invaluable para quienes desean recuperar la identidad, cuando la incertidumbre ha oscurecido el presente y el futuro. Los talleres de escritura narrativa que han tenido lugar en el marco de este proyecto se han llevado a cabo en Sucre, Córdoba, Cesar, Urabá y el Bajo Cauca Antioqueño. Como resultado, 38 participantes han elaborado textos donde han expresado algunas de sus vivencias personales en el conflicto, elegidas libremente por ellos. Isadora de Norden Directora del Cerlalc 15
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Almas al desnudo
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e conocido el alma de hombres y mujeres que estuvieron en la guerra. Los autores de este libro, que tuve la fortuna de acompañar durante el proceso de gestación, dejaron un día su casa y con el corazón en la mano emprendieron el camino a la guerra. Sabían qué dejaban, pero no lo que vendría. Unos dejaban el desamor, otros pretendían huir de sí mismos. Hubo quienes se alejaban de su mujer y sus hijos con la promesa de un dinero que les permitiría subsistir y también quienes renunciaban a una cama limpia, la mesa servida y la bendición diaria de la mamá, porque había que aventurar, porque aquí no había nada qué hacer. El hambre, el rencor, el deseo de venganza, la falta de ocupación, el sinsentido de la vida, son asuntos que saben identificar muy bien quienes se encargan de invitar a estos hombres y mujeres a ingresar a la guerra. Y es que seguramente también ellos experimentan en carne propia lo que identifican en sus víctimas. El caso es que estos hombres y mujeres que desnudan su alma en este libro, recorrieron trochas y carreteras, atravesaron quebradas y ríos, cruzaron lomas y montañas hasta llegar a la puerta de entrada a la guerra. Porque hay una puerta, hay un lugar concreto donde se atraviesa el dintel para entrar a otra realidad, a otro mundo. Porque se trata de eso, de dejar atrás, al otro lado, una vida. Se trata de ser allí otros. Por eso lo primero que se queda en la entrada es el nombre, la identidad. Maniobra que pretende despersonalizarlos, enajenarlos, automatizarlos. Y puede que se logre, pero solo en parte, en la superficie, pues nadie deja de ser quien es por el hecho de asumir un alias o una chapa. Estos hombres y estas mujeres lo fueron allá y lo son acá. Seres marcados en la piel por cada instante vivido. ¿O 17
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es que acaso el día que se desmovilizaron, que salieron por esa misma puerta y recuperaron su nombre, dejaron su memoria? ¿Será posible olvidar que fueron entrenados para resistir hambre, para dormir a la intemperie, para cargar kilos equivalentes a su propio peso, para hablar de enemigos, para usar armas de verdad que matan personas de verdad, para ver morir a sus amigos, para dejarlos en el campo de batalla, para ser indolentes con el sufrimiento ajeno, para ser humillados, para humillar? No. No es posible olvidar. Y así como para recordar, también se requiere de una dosis muy alta de valentía para ver el terror a los ojos, para verse al espejo y reconocer en ese rostro las atrocidades hechas a otros y las que otros le hicieron a él o ella. Y esa fue la valentía que tuvo el puñado de hombres y mujeres que hoy le entregan a la sociedad parte de su historia. Recuerdo perfectamente el día cuando pedazos de las almas de cada autor empezaron a quedar al descubierto, unos en Apartadó, otros en Valledupar, otros en Caucasia, otros en Montería y unos más en Sincelejo. Palabras que habían permanecido atragantadas por años fueron pronunciadas. Se había abierto el dique para que un torrente de dolores y rencores, y todavía de esperanzas, echara a andar. La misma noche en la que ello ocurrió, tirada en la cama de mi cómodo hotel, boca arriba, con los brazos abiertos, me pregunté una y otra vez qué derecho me asistía para romper su aparente tranquilidad. ¿Acaso mi existencia tenía algo que aportarles a cada uno de estos hombres y mujeres que cargaban con sus vidas a cuestas, arañándole al diario vivir esperanzas, buscando caminos para que la vida pujara más que la muerte? Yo, que no he conocido la guerra, como tampoco la pobreza ni el desamor. Yo, que creo en la vida. Que tengo brazos que me reciben cuando estoy vencida. Que tengo un oficio que me gusta. ¿Qué hacía allí? ¿A cuento de qué me atribuía el derecho de pedirles que 18
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contaran su vida como combatientes en los grupos armados ilegales de nuestro país? Si de eso hacía mucho, de eso no se hablaba, si ahora se trataba de pasar de agache y pretender ser igual a los demás, si el pasado debe quedar allá, en el pasado, porque ahora querían ser otros. Como si se pudiera seguir caminando en el mundo sin sacar afuera todo lo vivido. Ahí estaba el asunto, no era a mí a quien narraban sus historias, no era ante mí que se habían desnudado. Yo era apenas un medio, una detonadora de sus historias que se ofrecía también como filtro para que por él pasaran sus vidas, sin ser juzgadas pero tampoco sin ser desmentidas. Me ofrecía allí para ser usada. Pero no porque sí. También yo perseguía algo. Lo primerísimo, saciar mi sed de encontrarme con otros, de ver cuán parecidos y cuán distintos somos los seres humanos, de darle una buena disculpa a mi corazón para alborotarse cuando se encuentra con alguien que desea compartir con otros y conmigo un pedazo de su vida, que no quiere permanecer estático, que cree en un mejor futuro. Y ello aspiraba lograrlo, además, acudiendo a la escritura, esa maravillosa herramienta que nos permite a los seres humanos nombrar lo que hemos vivido, darle significado, ponerlo afuera, mirarlo a la distancia, reconocernos, decirnos a nosotros mismos y a los demás, yo existo, este soy yo. Y también soñaba, como aún sueño hoy, que las voces de estos hombres y mujeres entrarán en diálogo con el mundo íntimo de unos lectores a quienes desconozco. Sí, ese día, además de haber abierto la compuerta de sus vidas, habían quedado embalados en el sueño de hacer un libro que pusiera al descubierto la vida de hombres y mujeres concretos, con rostro, con madres, que, al igual que todos, se cansan, duermen, comen, se enamoran, tienen temores, desean un mejor futuro para sus hijos… Mejor dicho, la historia de hombres y mujeres iguales a todos los mortales, pero con una enorme 19
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diferencia: habían librado batallas –sí, batallas en plural– con la muerte. Nada qué hacer, ese libro debía ser una realidad, así como lo eran las vidas de estas personas que me habían hecho ver que la guerra existe. Se trataba de darles la palabra de verdad para que se unieran a otras voces que hablan de la guerra. Se trataba de que ellos mismos reconocieran que tenían y tienen una palabra, algo qué decir, algo qué contar, un testimonio de su propia humanidad. Se trataba de invitarlos a que fueran ellos con sus historias quienes nos permitieran a los colombianos mirarnos cara a cara en los rostros de las guerras, reconocer en sus voces las esquirlas de heridas que compartimos e indefectiblemente nos unen. Y el libro fue realidad. Aquí lo tenemos. Con una madurez sorprendente que hace gala a los que conocen el oficio de la escritura, durante cinco meses estos hombres y mujeres enfrentaron el temor a la hoja en blanco, identificaron las falencias de sus escritos, recibieron con sabiduría los comentarios y sugerencias de sus compañeros, de los promotores y los míos como coordinadora de cada taller. Escribieron varias versiones de sus textos, se encontraron con la palabra, buscaron la correcta, se equivocaron, insistieron, sudaron la palabra. Este fue un libro hecho a conciencia, honesto, como debería serlo todo ejercicio de escritura. La escritura que habita estas páginas es el resultado de un arduo proceso en el que sus autores lograron ver dentro de sí, nombrar lo que hay en ellos, reflexionar, conversar con otros, recurrir a su propia voz para contárselo a otros. Por eso hoy con orgullo, y mirando a los ojos de quienes acaso puedan ser sus interlocutores, dicen: estos también somos, he aquí un pedazo de lo que vivimos, esta es una expresión de nuestro aporte para restaurar los lazos sociales que se rompieron cuando entramos a formar parte de un grupo al margen de la ley. Porque este libro lo concebimos así, como un puente con la 20
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sociedad, un puente sólido y ancho que nos pueda soportar a todos, un puente de doble vía. Sí, así lo soñamos cuando iniciamos el proyecto. Aquí está el puente, invitamos a la sociedad a que lo transite. La compuerta está abierta para el diálogo, para compartir dolores, para contrastar perspectivas, para construir futuros. He conocido el alma de hombres y mujeres que volvieron de la guerra y ello me ha transformado la vida. He conocido otro pedazo de mi país y he comprendido que mi mirada era miope; mi corazón se ha ensanchado y ahora habitan en él más colombianos. He comprendido que la guerra no es la que está en los artículos de prensa de los analistas, ni la que se estudia en las universidades, ni la que vemos en los noticieros, ni mucho menos la de los discursos de los políticos. La guerra, la guerra guerra, es la que está incrustada en la piel de hombres y mujeres de carne y hueso que estuvieron allí en los campos de batalla, en quienes fueron objeto de los abusos de los grupos al margen de la ley, pero también en la de aquellos que cometieron esos abusos. ¿Víctimas? ¿Victimarios? ¿Buenos? ¿Malos? En lo que a mí respecta, lo único que puedo decir es que Miguel, Jaime, Darío, Ruby, Ligia, Jalil, Sergio, Obdulia, Emel, Edilberto, Luz, Elmer, Pedro, Jhon Fredys, Mauricio, Roberto, Enadis, Jhon Mario, Jaime, Liu, Nelson, Nacor, Alberto, Eduardo, Ángel, Mario, Oyovis, Álvaro, Wilfredo, Jesús, Julio, Giovanny, Jhon Jader, Álvaro, Omaira, Deivis, Rober, Juan, Germán y Alex, los autores de este libro, son todo ello a la vez. Son, sin más, seres humanos.
Mariana Schmidt Quintero Noviembre de 2008
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Punto de partida 000 Retomolapalabra BOOK.indb 23
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Jaime Alberto León Sepúlveda Mis nombres son por mi padre a quien nunca tuve la fortuna o desgracia de conocer, los apellidos por mi madre que poco tiempo me duró. Soy el mayor de cuatro hermanos, dos mujeres y un hombre al cual aún no conozco. Nací el 25 de julio de 1983 en Chigorodó, Antioquia. Hice la primaria en Medellín y el bachillerato en mi pueblo. Pertenecí al Bloque Héroes del Llano durante un año y dos meses. Tengo un hogar, esposa y dos hermosas hijas que son la fuente de mi fuerza para salir adelante; actualmente estudio una tecnología en gestión logística. Mis expectativas son terminar mi carrera y poder ejercerla correctamente.
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El dolor oculto Jaime Alberto León Sepúlveda
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oña Juana se volvió loca, se le corrió la teja. Por la muerte de su hijo perdió la cordura, ahora ya no sabe ni dónde está parada, lo único que hace es andar en la calle, sucia, despeinada y sin zapatos. Llora y grita por su hijo ya fallecido”. Cosas como esta escuchaba de vez en cuando y me decía, “eso es que la gente se hace para llamar la atención”. ¿Será que es un dolor muy grande perder a un ser amado? ¿Y será que el dolor puede hacer que una persona pierda la noción del tiempo? ¿Cómo puede ser esto posible si no se sufre ningún maltrato físico? Eso me decía sin saber lo equivocado que estaba, y que no pasaría mucho tiempo para que la vida misma se encargara de darme a conocer la respuesta a estas preguntas y sacarme de mi error. Era el 10 de enero de 1997 en Chigorodó, Antioquia, un día normal, como cualquier otro, a pesar de que el pueblo estaba atravesando una oleada de violencia por la entrada de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá y el derrocamiento de las FARC que tenían en su poder casi toda la zona de Urabá. Para mí poco o nada importaba aquello pues tan solo tenía 13 años y lo único que me interesaba era terminar mis estudios y darle a mi mamá el sueño de verme hecho un bachiller. 25
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Sí, ese era mi sueño. Entregarle a ella mi diploma. Mi madre tenía el cabello largo y negro, negro al igual que sus ojos, y su cara linda era envidiada y admirada por muchas jovencitas. No lo digo por que fuese mi madre, es solo que cuando salíamos juntos la piropeaban y me decían cuñado. A ella le daba risa y me decía: “Piensan que somos hermanos, sí ve, es que usted está muy grande para ser mi hijo”. Yo simplemente sonreía. Ella me había tenido muy joven, a los 16 años, pero además era muy vanidosa y siempre trataba de verse hermosa. Esa mañana trascurría normal, los vecinos comentaban de las personas que habían muerto la noche anterior, de quiénes serían y quién los había matado, de los enfrentamientos entre las ACCU y las FARC en la vereda Nuevo Oriente, y lo muy caliente que estaba el pueblo. Yo tan solo escuchaba y no daba opinión de nada, pues un niño no debe meter la cucharada en las conversaciones de los mayores. Por esos días muchos se metían en el Evangelio, creo que algo debían pues yo nunca los había visto ir a la iglesia o asistir a un culto, pero igual nada de eso me importaba, cada quien con su vida que haga lo que quiera. Cerca del medio día me dispuse a hacer los oficios que me correspondían en la casa e hice mi tarea del colegio y empecé a arreglarme para ir a estudiar. Cuando me estaba vistiendo, escuché que llegó mi tía y dijo: “¡Mataron al Zarco!”. Mi mamá se puso muy mal, se le alteraron los nervios pues ella estaba saliendo con él y tenían un romance, eso lo sabía porque varias veces los había visto salir juntos y no regresaban hasta el día siguiente. Recuerdo que salió muy rápido, se montó en la bicicleta y se fue a ver el cadáver. A mí lo mismo me daba, pues muy poco tuve la oportunidad de cruzar palabras con él, era casi un extraño en mi vida. Terminé de arreglarme y alisté los cuadernos de acuerdo con el horario que tocaba y salí rumbo al colegio. En el camino decidí irme por otra calle para no ir a tropezarme con el Zarco, ¡pero vaya la 26
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suerte!, que cuando uno huye de ciertas cosas, más rápido se las encuentra. Justo pasé por donde la multitud de personas miraba el cadáver. Comentaban que una mujer se había llevado el poncho y el sombrero, pero en ese momento no presté mucha atención a esas palabras, solo miré aquel cuerpo sin vida, boca abajo, con varios disparos en la espalda y la cabeza. La sangre a su alrededor estaba coagulada, seca, y las autoridades nada que venían a hacer el levantamiento. Aquella imagen del Zarco se sumaba a las muchas otras que me había tocado ver, como ocurrió en Segovia (Antioquia) y poco tiempo atrás en este mismo pueblo, en la masacre del Aracatazo. Seguí mi camino rumbo al colegio para recibir mis clases. La tarde transcurría sin anomalías, tenía clase de historia y álgebra y nos dejaron un trabajo en grupo para el día siguiente. Yo me había olvidado de la muerte del Zarco y de lo que había visto en la mañana. Me distraía jugando fútbol y viendo a una compañera que me atraía y admiraba por ser inteligente, era de las más sobresalientes del salón. Al salir del colegio camino a casa me entró la incertidumbre: ¿Qué estaría pasando en mi casa? ¿Sería que mi mamá ya habría regresado? Pero no le eché mucha cabeza al asunto. Cuando llegué eran las siete de la noche. Mi madre ya estaba allí, así que saludé y me cambié para luego cenar y volver a salir a hacer el trabajo que nos habían dejado en casa de una compañera llamada Viviana, una chica algo gordita que me había brindado una gran amistad y era también muy dedicada a sus estudios. Allí en su casa eran muy hospitalarios, nos dieron jugo con tostadas dizque para que estudiáramos más a gusto y recuperáramos las energías gastadas. Al regresar a la casa le pregunté a mi abuela por mi mamá y me dijo que había salido, que habían llegado a preguntar por ella y que ella la había negado diciendo que no estaba, pero más tarde salió para ir al velorio del Zarco. Recuerdo que mi abuela estaba 27
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muy preocupada y se la pasó rezando y caminando de un lado a otro hasta las primeras horas de la madrugada. Luego no la volví a escuchar, seguramente se acostó a dormir. A la mañana siguiente me levanté, me cepillé y me bañé, desayuné y salí para donde mi tía que vivía frente a la terminal de transporte, porque quería visitar a mis primos y además ver si mi mamá estaba allí, pues tampoco había regresado. Allí me dediqué a jugar pelota con mis primos en el patio, y luego a la lucha. De un momento a otro mi tía entró llorando y dijo: “¡Mataron a Martha!”. Sentí que mi cuerpo se estremecía, que todo a mi alrededor se volvía oscuro y quedé paralizado. Habían matado a mi mamá. Perdí la noción del tiempo, no sabía qué hacer o cómo reaccionar, no hubo una sola lágrima en mi rostro, solamente estaba allí paralizado, mirando a mis primos llorar y no comprendía por qué. Creo que transcurrieron unos tres o cuatro minutos cuando volví en mí y miré la realidad de lo que estaba pasando, tenía un nudo en mi garganta que no me dejaba tragar y que dificultaba un poco mi respiración. Sentí un fuerte dolor en mi cuello, poco a poco el llanto salió de mi boca y las lágrimas de mis ojos. No podía creer que ya no la volvería a ver, no podría volver a hablarle ni escuchar sus consejos sobre la vida. Ella no vería a su hijo convertido en bachiller y yo ya no tendría la mamá más bonita del salón. Mi tía se fue a hacer las vueltas de la funeraria para el velorio, mientras que yo tenía miedo de verla, miedo de enfrentarme a la realidad. Quería distraerme en otra cosa, quería escaparme, huir de aquel momento para no afrontar esa situación tan dura. Mi primo Walter y yo salimos sin rumbo, a distraernos mirando otra gente, para tratar de no pensar en lo ocurrido. En el camino decidimos ir a ver una película a un video, esa fue la única manera que encontramos para alejarnos de la realidad. Mientras tanto, en casa se preocupaban pues habíamos salido desde muy temprano y ya eran algo más de las tres de la tarde 28
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y no tenían noticias de nosotros. A mi primo Jhon Jairo, hermano del que andaba conmigo, le tocó darse a la tarea de buscarnos hasta encontrarnos y nos llevó a la casa donde estaba el cadáver de mi madre. Al entrar sentí cómo todos me miraban. Al ver el cadáver, el cuerpo se me enfrió por completo, sentí que mi corazón palpitaba tan rápido y duro que se me iba a salir del pecho, pero algo dentro de mí me decía que tenía que ser fuerte y tratar de seguir adelante, para poder dar ejemplo a mis dos hermanas, ya que yo era el mayor. Ellas fueron la fuerza para superar el gran dolor que me dio la pérdida de mi madre. El velorio transcurrió como casi todos; la gente tomaba licor, jugaba cartas, damas chinas y dominó para distraer la noche. En la mañana mi tía me pidió el favor de que fuera a poner un anuncio en la emisora, para que los compañeros de estudio y los conocidos que quisieran a ir al sepelio pudieran enterarse. Recuerdo que me atendió una muchacha y yo le dije: “Vengo a poner un anuncio, es que a un amiguito se le murió la mamá y hoy es el entierro”. No fui capaz de decir que era mi madre la fallecida. Tal vez fue intencional, pues ella siempre me decía: “No inspire ni le tenga lástima a nadie que eso es muy feo y deshonroso”. Nunca antes di a conocer estos sentimientos de dolor porque siempre he creído que voy a inspirar lástima, me los guardé para mí, pero ahora tengo la oportunidad de desahogarme y sé que no lo hago por eso, sino para dar a conocer una realidad que con frecuencia le ocurre a muchas familias víctimas de la violencia, y que nos cambió la vida.
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Indio Caracolicero Nací en 1962 en el corregimiento Carocolí Sabana de Manuela, municipio San Juan del Cesar, Guajira. En este corregimiento viví mis primeros años de vida y luego por motivos de las guerras entre familias nos desplazamos hasta Valledupar, donde vivo actualmente. Tengo cinco hijos y vivo en unión libre. En este momento, junto con mi mujer, estamos trabajando en un negocio propio, una tienda; también estamos estudiando en el Colegio Leonidas Acuña, en los grados sexto y séptimo. Me encanta la música vallenata, sobre todo si es sentimental.
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Noche negra Indio Caracolicero
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ucedió una madrugada del 26 de noviembre de 1996. A las cuatro de la madrugada hubo una incursión de un grupo armado en el corregimiento de San Pedro de la Sierra, municipio de Fundación, Magdalena. Casi todos los habitantes del pueblo fueron capturados, pues la mayoría se encontraba durmiendo, solo algunos por ser madrugadores se enteraron de lo que estaba pasando y alcanzaron a fugarse.
En la casa de mi madre, María Mejía, estaba durmiendo mi hermano Alfonso Camargo, junto con su ayudante Emel Hernández. Él era conductor de uno de los carros que viajaban a esta población. Cuando se enteraron de lo que sucedía, intentaron escaparse pero ya los habían rodeado. Los obligaron a salir de la casa y luego los amarraron como si se tratara de animales salvajes y los llevaron al sitio donde tenían reunidas a las demás personas del pueblo, que también estaban atadas y tiradas en el suelo boca bajo. Con lista en mano empezaron a verificar cada uno de los nombres. Al ver que ninguno respondía comenzaron a soltarlos, pero cuando iban a soltar a mi hermano llegó un encapuchado y dijo: “A este no lo suelten porque lo vamos a matar”. Mi hermano se levantó del suelo y dijo: “¡No me maten, por favor, pregúntenle a esta gente quién soy yo!” Pero el hombre desafiante le dijo: “Cállate, hijo de puta, que nadie te va a salvar”. De inmediato fue 31
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acribillado delante de todos, incluso de los inocentes niños que sin desearlo fueron testigos de tan horrendo hecho. Eran las seis de la mañana cuando sucedió esto. Nuevamente los despiadados hombres, se dirigieron a la casa de mi madre e incendiaron el carro que conducía mi hermano y el kiosco que estaba en frente de la casa. Después decidieron marcharse, pero antes dijeron: “Dejen que se lo coman los perros, porque al que lo recoja le va a ir peor”. Mis padres no se encontraban en el pueblo, porque la tarde anterior se habían ido para la finca donde yo estaba; sin embargo, mi madre a eso de las seis de la mañana le dijo a mis hijos mayores, Enrique y Manuel: “Niños, vayan a buscar dos caballos porque nos vamos para el pueblo”. Los niños se dirigieron al potrero, pero al subir la colina desde donde se divisa el caserío alcanzaron a escuchar la explosión del carro y ver la columna de humo en el pueblo. Regresaron a la casa con una enorme preocupación reflejada en sus rostros y desconcertados dijeron: “Abuela, nosotros escuchamos una fuerte explosión en el pueblo y vimos una enorme cantidad de humo que salía de allí”. Mis padres se preocuparon mucho y ya ensillados los caballos se marcharon rumbo al pueblo. No alcanzaron a llegar cuando ya venía Jorge Montaño a avisarles que habían matado a mi hermano Alfonso. La noticia fue muy fuerte para ellos; por un instante se descontrolaron por el dolor y no sabían qué hacer. Le pidieron el favor a Jorge para que me avisara lo sucedido. Llegó cuando me disponía a ordeñar las vacas. Aquella nefasta noticia fue algo demasiado triste para mí, no comprendía por qué había pasado, esta iba a ser una mañana común y corriente de esas en las que me levantaba con el canto valeroso de los gallos y el trinar de los pájaros. Me preguntaba por qué pasaba esto, si debía ser una mañana en la que yo me despertaría para cultivar mis esperanzas, pero mis esperanzas en ese mismo instante se morían, se veían truncadas con la trágica muerte de mi amado hermano. 32
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Noche negra
De inmediato, con sentimientos de rabia y dolor, me dirigí al pueblo, pero al llegar allá fue mucho más grande mi desconsuelo al conocer la forma como lo habían asesinado; sentía ira e impotencia al ver que ya no podíamos hacer nada. Empecé a vivir los episodios más tristes de mi vida. Mi hermano allí tendido y sin un carro para poder llevarlo a Santa Marta ya que el único que podía hacerlo era el suyo y lo habían quemado; tampoco había forma de comunicarse con Santa Marta. El ayudante de mi hermano, montado en un caballo, se desplazó hasta Fundación y tomó un carro para llegar a Santa Marta donde se encontraban mi hermana Nelly Camargo y mi cuñada María. Ese es un gesto que no tendré cómo pagarle. Le avisamos también a mi hermano Arnulfo, quién se encontraba en la Sierra recolectando café; además mandamos a recoger a mi compañera Mari Cruz, a mi abuela Francisca y a mis hijos que se habían quedado en la finca donde vivíamos. De esta forma nos reunimos todos, sumidos en el dolor por la pérdida de mi hermano. Eran largas las horas de espera, se hacían eternas, parecía que el tiempo se había detenido. Las pocas personas que aún estaban en el pueblo, temían llegar a nuestra casa por miedo a que los hombres regresaran y cumplieran sus amenazas. Solo nos acompañaron unos evangélicos y mi amigo César que no me abandonó en ningún momento. Pasó el tiempo. Cayó la tarde. Miré el sol cuando se ocultaba detrás de la montaña, se empezaba a hacer de noche y aumentaba el desespero y la tristeza en nosotros. A eso de las ocho de la noche llegó el carro que venía por nosotros, porque no encontraban quién les quisiera hacer el viaje. Cuando nos disponíamos a embarcarnos, uno de los habitantes del pueblo que todavía quedaba en ese lugar dijo: “No se vayan a estas horas porque los pueden matar en el camino”, pero mi mamá le respondió: “Si ya mataron uno, que nos maten a todos”. Mi madre entre un llanto cada vez más desgarrador repetía 33
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una y otra vez: “Me quitaron un pedazo de mi vida, me quitaron un pedazo de mi vida, no podré soportar esto”. Nos despedimos y salimos del pueblo. El viaje no fue tan fácil porque antes de llegar a Fundación el carro se quedó varado como media hora. El conductor logró que siguiéramos, pero de ahí en adelante el carro no andaba sino varado y a duras penas alcanzamos a cruzar el pueblo y nuevamente el carro se detuvo, casualmente en el sitio donde la noche anterior habían asesinado a doce personas que sacaron de sus casas. Cuando descendimos del vehículo pudimos ver la gran cantidad de sangre derramada por las víctimas y en el ambiente se olfateaba un fuerte olor a sangre, era espeluznante, los pelos se me pusieron de punta. Miré hacia el firmamento y no brillaba ni una estrella, había una oscuridad total, todo era negro como la noche de terror que estábamos viviendo. Una hora más tarde se presentó Caliche, un compadre de mi hermano fallecido y recogió el cadáver y a una parte de la familia. Mientras tanto yo me quedé con mi compañera, mi abuela y mis hijos esperando que Caliche regresara por nosotros, o cualquier otra persona, porque el carro que nos traía ya no daba más. Después de una angustiante espera, el carro llegó por nosotros a eso de las cuatro de la mañana. Tardamos una hora para llegar a Santa Marta. Eran las cinco en punto cuando mi cuñada se dirigió a Cartagena en busca de mis otros hermanos, Alfredo, José y Carlos, quienes llegaron turbados a las cinco de la tarde. Durante el velorio sucedió algo que yo jamás había visto en la vida; mi hermano muerto desde la noche anterior goteaba sangre como si estuviera recién muerto y en su rostro se reflejaba el gesto de una persona cuando tiene demasiada rabia. La rezandera al ver todo esto dijo: “Va a haber mucha sangre derramada”, y en efecto así sucedió.
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Franklin Nací en 1977 en un corregimiento de Turbo, Antioquia. Junto con mi familia, trabajábamos el campo pero causa de la violencia nos tocó salir de allí. Pertenecí al Bloque Catatumbo de las AUC. He terminado mi secundaria y en este momento me encuentro estudiando una carrera técnica en sistemas. Trabajo en un proyecto de siembra de caucho, mi plan es convertirme en empresario.
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Recuerdo de un amanecer Franklin
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igo recuerdo porque solo eso me quedó. Cuando vivía con mi familia todo era hermoso, pero lo que mejor me parecía era el amanecer; me levantaba entusiasmado a hacer las labores de la finca, como ordeñar las vacas. Solo le temía a la Estrella, así solía llamarla mi papá, porque era muy brava y únicamente se dejaba ordeñar del viejo Ramón que leconocía las mañas. Luego de asear la corraleja, subíamos a dejar el ganado en los potreros, luego cada quien se encargaba de sus asuntos. Yo me dirigía a estudiar. Mi sueño era ser un gran abogado. Como la escuela quedaba a una hora de camino, don Ramón, que era como mi segundo padre, me montaba en la mula y me llevaba. Cómo olvidar esa mañana en la que don Ramón me dijo que no lo fueraa defraudar, porque él me enseñaba a trabajar y quería que yo fuera una persona importante en la vida, un excelente abogado. Yo era admirado por mis maestros, en especial por Elena, la profe de matemáticas, quien cada vez que sacaba buenas notas me felicitaba y me decía que siguiera adelante. Mi madre, por su parte, por la mañana no me dejaba olvidar de la botella de suero para llevarle a mi profesora. Pero los amaneceres más hermosos eran cuando llegaban las vacaciones: me encargaba de varias tareas en la finca como 37
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cuidar el sembrado de arroz para que los pájaros no se lo fueran a comer y le ayudaba a mi papá a limpiar el cultivo de maíz porque me encantaban las arepas de chócolo. Aunque todo no era trabajo, también le dedicaba tiempo a una novia que tenía; ambos nos dábamos ánimos para seguir nuestros estudios. El resplandor de esos amaneceres empezó a cambiar cuando en la región y en las veredas comenzaron a llegar las guerrillas de las FARC a cobrar vacunas. Las pedían según el modo que tuviera la persona y al que no pagaba se le llevaban el ganado, lo tomaban como la cuota. Cierto día, terminadas las labores del corral, don Ramón cansado de tanto atropello de la guerrilla le dijo a mi papá que le contaran eso a las autoridades, a ver si daban alguna solución. Hubo un acuerdo con varios vecinos y eligieron a don Ramón para que se encargara de hablar con las autoridades y así no levantar sospechas con la guerrilla, pues él era un simple vaquero. A los tres días Ramón les avisó a las autoridades y estas, puestas al tanto, empezaron a patrullar por la zona. Acampaban cerca de la casa y yo me les acercaba y les preguntaba cómo se manejaba un arma de esas y algunos me enseñaban a armarlas y desarmarlas. El temor y la angustia empezaron cuando el Ejército abandonó la zona. Cierto día en la mañana salió don Ramón a una vereda vecina a ver un ganado y en el camino le salieron unas personas armadas que le dijeron: “Don Ramón, conque tú eres el sapo de esos patiamarraos”, y lo mataron. En dos horas corrió la noticia. Comenzó el temor y fueron quedando abandonadas las fincas. Mi papá, por miedo de que le fuera a pasar algo, se fue a Turbo y me dejó a cargo de todo. Pasó una semana de la muerte de don Ramón y todo comenzó a afectarme, él era el que me corregía cuando algo me salía mal. Me sentía solo y triste. Con la salida de mi papá hacia el pueblo, quedaba a cargo de una gran responsabilidad. Tenía apenas 14 años, no podía defraudar a mi padre que me había dado esa confianza y aún menos a don Ramón, porque él fue quien me enseñó a trabajar. 38
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Recuerdo de un amanecer
A mi madre le daba miedo salir de la casa, yo le decía que fuera a dormir donde una vecina, que yo me quedaba cuidando, sin embargo si yo no iba, ella menos. Cierta mañana esplendorosa me levanté alegre, apeé dos mulas y salí a buscar un maíz que habían cogido unos trabajadores el día anterior. Lo que yo no pensaba era que esa alegría estaría convertida muy pronto en tristeza y rencor. Cargué el maíz y me dirigí a la casa cuando en el camino me salió un grupo de la guerrilla, me dijeron: “Por fin te agarramos”. Con prudencia y disimulo, les pregunté qué estaba pasando, y en eso me contesta una mujer: “Te vas a quedar como Ramón, sapo”. Pude entender y por un segundo pensé, ¡Dios, sálvame de esto! Aidé, como la llamaban sus compañeros, repetía: “Te voy a matar”. Yo decía, solo Dios es el que sabe, y me preguntaban una y otra vez: “¿Dónde está tu padre?”. Les contestaba que no sabía; “Entonces te mueres”, replicaron. Para mí, mejor morir yo y no mi padre. Era ya el medio día cuando en un descuido de la persona que estaba a cargo, me escapé tirándome a un rastrojo. Sobre mí sentía una lluvia de balas. Al llegar a una cañada me paré a descansar y le di gracias a Dios por haberme dado fuerza para escapar. La casa estaba como a dos horas y media y yo en tansolo 45 minutos llegué y le dije a mi mamá: “Recoja que nos vamos”. Ella me preguntaba: “¿Qué pasó?”. Yo para no preocuparla no le decía nada, peroella entendía lo que estaba pasando. Rápidamente recogimos lo que se pudo y al día siguiente llegamos donde estaba mi padre. Le comenté lo que pasó, él no me dijo nada, pero en sus ojos pude notar la tristeza. Al día siguiente nos fuimos a vivir a un rancho pequeño, a mí no me gustó, estaba acostumbrado a una casa grande y amplia. Ya los amaneceres no eran los mismos, eran llenos de tristeza, rencor y rabia. En vista de que todo había cambiado, también cambiaron mis pensamientos y es ahí donde me encaminé a las filas de las AUC. 39
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Élmer Cárdenas Montes En Montería, Córdoba, hace 42 años vi por primera vez la luz y lo extenso del valle del Sinú. Crecí escuchando los acordes del acordeón y el son del porro paletiao. Por cosas del destino a los 8 años llegué a Urabá, “la mejor esquina de América”; región rica en su naturaleza y en sus gentes. Estuve 10 años en el Bloque Élmer Cárdenas de las autodefensas del Chocó. En la actualidad vivo en el municipio de Chigorodó, estoy culminando mi secundaria y mi más grande deseo es estudiar veterinaria.
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Todo lo perdí Élmer Cárdenas Montes
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ací en Montería, Córdoba, en 1966, y estudié hasta tercero de primaria en una escuela del corregimiento llamado Martinica. En 1974 mis padres decidieron irse para el departamento del Chocó, más concretamente para el municipio de Río Sucio. Nos radicamos en la vereda Peñitas, donde pasé toda mi juventud, hasta convertirme en adulto. Trabajaba con mi padre en la finca, en las labores que me asignaran. No encontraba un sitio más acogedor y ameno que este, era el lugar de mis sueños. Un día pensé, “ya soy un hombre y debo hacer mi propia vida”, entonces le dije a mis padres que tenía todo el deseo y la voluntad de continuar con ellos, pero que tenía que seguir mi propio camino y ellos lo vieron bien y me ayudaron en lo que pudieron. Me fui para una vereda llamada El Coco, por el río Salaquí, concretamente para el río Arenal, afluente del río Sucio y allí empecé a vivir mi nueva vida. Jornaleaba donde necesitaran un trabajador y en ese vaivén conocí a una gran mujer. Conocí por primera vez lo que es el amor. Ella era mucho mayor que yo y muy trabajadora, eso me enamoró, nos entendíamos muy bien. Con ella empecé a trabajar, a cosechar todos los productos que por estas tierras se producían, ya
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que la tierra es muy fértil y se puede sembrar de todo. No demoramos mucho en tener buena comida y en recoger lo que habíamos sembrado. Fueron tiempos muy buenos, años de abundancia, tanto que a los dos años de estar trabajando conseguimos comprar una vaquita ya parida y a la cría le pusimos: “el Combo”. Me acuerdo que este par de animalitos nos costaron $2.200. ¡Qué felicidad! Empezamos a soñar en la realidad lo cual nos hacía trabajar con más empeño. Cuando teníamos un buen plante decidimos meternos con el cultivo de la marihuana que por esos tiempos estaba en auge. Me acuerdo que fueron más de cinco hectáreas que sembré por primera vez. Con el dinero de la venta compré un motor fuera de borda —el kilo de marihuana costaba en ese entonces $4.000—, esto me generó muchas expectativas. También logré comprar 60 hectáreas de tierra, los cultivos habían dado muy buenos resultados. En la cosecha siguiente la producción fue mejor, por lo tanto los dividendos nos alcanzaron para comprar 20 novillas y más tierras, entonces sembrábamos maíz, cortábamos madera. La abundancia nos generaba gastos, pero a la vez comprábamos más tierra y la fuimos organizando en potreros con buen ganado, compramos otro motor fuera de borda, otra motosierra, más ganado, más mulas. Nuestro sueño convertido en realidad: la mejor finca de la vereda, ¡qué orgullo!, con trabajo y dedicación habíamos logrado construir algo que nos daba tranquilidad y bienestar. Pero como todo en la vida no es felicidad, empezó mi amargura. Se rumoraba entre la población que iban a llegar las autodefensas y que venían a acabar con los colaboradores de la guerrilla. Yo le decía a mi mujer: “Tranquila, que nosotros no le debemos nada a nadie, así que no nos hacen nada”, pero la zozobra seguía y muchos vecinos comenzaron a irse de sus tierras. 42
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Convivíamos con las FARC, pero ellos no le hacían daño a nadie en ese entonces; teníamos que hacerlo, porque ellos tenían el control de la zona y de las comunidades, eran como la fuerza pública de allí, cualquier problema lo resolvían a como fuera, ejercían control sobre todo, se entraba y salía de la zona con su autorización. Nos encontrábamos en medio del conflicto. En ese tiempo, todos los jóvenes querían estar con las FARC y estas comenzaron a reclutar menores de edad. Sabíamos que las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá controlaban ya el área urbana, ustedes se podrán imaginar el caos cuando iban los campesinos al pueblo, los paras los cogían y los amarraban para torturarlos y hacerlos supuestamente cantar dónde se encontraban las FARC y confesar si eran colaboradores de la guerrilla. Muchos no regresaron: los mataban o los mutilaban. Estábamos encerrados y no sabíamos qué hacer. Como en el Chocó las carreteras son los ríos y el transporte es en chalupas o canoas, las FARC colocaban avanzadas con trincheras para cuando entraran las ACCU, hasta tenían puesto de control para todo el que transitara por estos ríos, como si fuera un puesto de la Policía. En el pueblo ocurría lo mismo, pero allí eran las ACCU; solo se podía comprar diez mil pesos en mercado, eso era todo lo que se podía llevar para el campo, el control era estricto, a quien llevara más le decomisaban y decían que era para la guerrilla. Hasta que entraron las ACCU a la parte rural donde vivíamos. Esa mañana, más o menos a las cinco y media, escuchamos un ruido aterrador y ensordecedor. No sabíamos qué era. Salimos afuera de la casa y vimos cómo cinco helicópteros y una avioneta, a la que le pusimos la Sonsa, por su volar despacio, sobrevolaban el área. “Esto me huele mal”, le dije a mi señora. Como a las seis de la mañana empezó el bombardeo. Caían bombas, la verdad no sabíamos 43
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dónde, los helicópteros disparaban desde el aire ráfagas de ametralladora y seguían cayendo bombas y más bombas y los helicópteros descargaban personal por todas partes. Se escuchaban combates en tierra muy cerca de nuestras casas. Me sorprendió ver cómo entraban a tomar control de la zona. Cuando las FARC se dieron cuenta de que no podían con la arremetida del combate, empezaron a replegarse y en su retirada se llevaron a más de un campesino, incluyendo niños y niñas, como escudos humanos, obligándoles a dejar todo lo que tenían. Les decían que venían los paramilitares cortándoles la cabeza a todos lo que encontraran y los campesinos atemorizados les hacían caso, muchos lo hacían sin tener nada que ver con el conflicto. Los combates duraron toda la noche. Se quedaron los que vivían lejos de las orillas de los ríos y algunos que las tropas que llegaron cogieron y decidieron proteger. En mi caso, como la finca quedaba a la orilla del río, descargaron tropas cerca de mi casa y me dijeron que estuviera tranquilo, que buscaban era a las FARC. Eso sí, registraron la casa, todo lo voltearon al derecho y al revés y nos preguntaron cuál era el camino para ir donde estaba la guerrilla y dijeron que no me podía negar. Les mostré el camino. Mi señora estaba muy nerviosa, sin embargo logré tranquilizarla. La verdad, las lágrimas que derramé fueron muchas, no sé, creo que aún en estos momentos me siguen saliendo al recordar todo lo que nos pasó. Las ACCU tomaron el control de la zona. Pero todo era igual a como cuando estaba la guerrilla. Algunos campesinos que se habían ido regresaron a tomar posesión de sus fincas y empezamos a convivir con las ACCU, que permanecieron ahí dos años larguitos. Las cosas no mejoraron, porque cuando las tropas de las autodefensas se fueron, empezaron a llegar milicianos de las FARC a cobrar vacuna y 44
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secuestrar. Yo tenía miedo porque ellos tenían familias por la zona, preguntaban quiénes se habían quedado y nos señalaban como sapos de las autodefensas. Al ver a mi mujer llena de tanto miedo, decidimos comprar una casita en el casco urbano de Río Sucio, con la venta de unos animalitos, 14 en total. Como al mes, decidimos irnos a vivir allá. Cuando me encontraba en el pueblo, las FARC estuvieron en mi finca y les preguntaron a los vecinos por mí, pero estos le dijeron que yo no estaba. El día que viajaba a la finca a entregar los animales se me dañó el motor, pero el comisionista que iba adelante en otro motor con su hijo y dos trabajadores más, siguieron hasta la finca. Allá fueron detenidos por las FARC, les preguntaron por mí y los amarraron. El comisionista les dijo que yo venía más atrás y ellos contestaron que cuando yo llegara los soltaban. Como no llegué, lo asesinaron junto a su hijo y a un trabajador; al otro trabajador lo dejaron ir porque tenía familia en la guerrilla. En represalia porque yo no fui a la finca, se llevaron todo lo que tenía allá, no me dejaron nada. Después me dijeron que muchas de esas cosas se las repartieron a la comunidad. Perdí todo lo que tenía, 14 años de trabajo, no lo podía creer, casi me vuelvo loco. Un trabajador de la finca me dijo que ellos habían hecho esto porque yo era sapo de los paramilitares. No sabía qué hacer con tantas deudas, sin nada, mi única profesión es trabajar el campo y no podía hacerlo. Me llené de mucha angustia, mi mujer era mi único soporte en esos momentos. Finalmente logré de alguna manera sobrevivir haciendo otros trabajos, con la ayuda de algunos amigos, y de las autoridades que nos veían como unos desplazados más. Hoy aún no he podido recuperarme.
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Luz Paulina de la Rosa Bravo Nací el 27 de noviembre de 1965 en Valledupar, Cesar. Soy hija de Juan de la Rosa y Carmen Bravo, oriundos de La Guajira y Aguachica, respectivamente. Soy la tercera de cuatro hermanos. Con mi primer matrimonio tuve tres hijos. Actualmente comparto mi vida con un hombre maravilloso que me ama, se llama Luis Carlos Moreno. Estudio bachillerato (sexto y séptimo) y periodismo escrito. Además pertenezco a la iniciativa “Todas Somos Mujeres” gestionada por la OEA, en la cual me gradué como gestora de paz. Dicto talleres de reconciliación y paz en las comunidades, corregimientos y municipios del Cesar. Me gusta escuchar música vallenata. Soy alegre y descomplicada.
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Dios mío, no me deje volver atrás Luz Paulina de la Rosa Bravo
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entí que los pasos se acercaban y apreté los ojos para fingir que estaba dormida a ver si se iba y no me llamaba, pero el milagro no ocurrió. Era una madrugada oscura del mes de febrero de 1995 en las espesas selvas del sur de Bolívar. Tal vez para aquel hombre rudo que a esa hora aperaba las mulas para irse a las minas, era una madrugada cualquiera. En el cielo no se asomaba ni un lucero, solo se escuchaba el murmullo de los grillos. Me dijo: “Oye mujer, párate a sancochar las yucas; rápido que me voy”. Sumisa y pensativa me levanté a juntar la candela, pero en mi mente había algo a lo que siempre le daba vueltas y me dije: “Hoy es el día. Estoy cansada de trabajar y no tener nada”. Él solo tomaba y mujereaba, era una persona egoísta, solo pensaba en él y no en los demás. Yo nunca manejaba plata, él todo lo escondía, si yo quería tener algo tenía que robarle las gallinas y los huevos y decir que el zorro se las comía, porque él era un perro sabueso que todos los días contaba los huevos y los animales. La angustia me consumía, él siempre me amenazaba con quitarme los niños, y yo por temor a perder a mis hijos no decía nada, además, quería que ellos se criaran al lado de un padre y no que fueran a sufrir como yo sufrí. Era una vida trágica en esa selva rodeada de guerrilla. 49
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Mientras cocinaba lo miraba de reojo y rezaba, “Dios mío, ayúdame a salir de aquí”. Pero no tenía plata. Mientras empacaba la mochila de la comida miré a mi alrededor. Mi casita estaba llena de plantas y de muchas flores. Se me llenaron los ojos de lágrimas, me daba mucha nostalgia salir de allí con las manos vacías. Se hicieron las cuatro y treinta de la madrugada y él terminó de aperar las mulas y se marchó. Cuando salía me dijo: “Pique esa caña que queda para los animales”. Lo despedí y vi cómo empezaba a subir la montaña. Me quedé mirando hasta que ya no lo alcanzaba a ver por la distancia, estaba entre oscuro y claro. Enseguida entré con pasos apresurados al rancho, llamé a mis tres hijos, alisté una mochila, esculqué un bolso de él y encontré ochenta mil pesos. Eché unas cuantas cosas de comer, fui al patio, cogí una gallina para venderla en el camino, aperé una burrita que tenía y monté a mis tres hijos. Decidí dejar todo atrás. Empecé a bajar la montaña y cuando terminé de bajarla me arrodillé llorando y dije: “¡Dios mío, lo único que te pido es que no me dejes volver a mirar para atrás!” Pero conté con tan mala suerte que cuando llegué al caserío más cercano me encontré con la guerrilla. Me preguntaron para dónde iba y yo les dije que me iba para mi tierra, que ya no quería aguantar más humillaciones; entonces el comandante me dijo: “Aquí las cosas no se hacen como usted quiere sino como yo digo, por lo tanto usted no puede salir de aquí hasta que su esposo no venga a arreglar la situación”. Me llevaron para un campamento y ese día me tocó pasarlo allí y la noche también. No dormí pensando en qué sería de mi suerte, si me iban a matar o a desaparecer, o a quitarme a mis hijos. Al día siguiente, a eso de las cuatro de la tarde, llegó mi esposo. Al verlo entré en pánico, abracé a mis tres hijitos y retrocedí, porque le tenía mucho miedo y temía que me arrebatara a los pelaos. No dejaba que nadie se me acercara, él me decía que si ya no quería vivir con él, que no viviéramos, pero que le dejara 50
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los chinos, que eso era lo único que a él le importaba, que él me daba cualquier cosa y que me fuera sola. La guerrilla me decía: “Agárrele la plata que le va a dar y se va, así se evita un problema”. Yo no quise llegar a ningún acuerdo porque siempre he dicho que nací en cuera y lo que tengo es ganancia, y las ganancias son mis hijos, yo no los iba a negociar, solo quería irme y desaparecerme de ese lugar. Pasaba el tiempo y no llegábamos a ningún acuerdo; me tenían como secuestrada. Fueron ocho días de sufrimiento, pasando hambre y frío. Mi esposo iba todos los días al campamento para que habláramos, para que llegáramos a un acuerdo, me ofrecía plata para que le diera los pelaos. Un día miércoles, lluvioso, nublado, cuando no se alcanzaba a divisar casi nada, a eso de las seis de la mañana escuché que alguien llegaba apresuradamente y decía: “Comandante, alístese que se metieron los patiamarraos. Se volvieron como locos, se movían de un lado a otro y un guerrillero preguntó: “¿Qué hacemos con la mujer y los niños?” El comandante dijo: “Echémoslos por delante”, pero otro dijo: “Eso lo que nos va a traer es problemas, dejémosla aquí, que se las arregle ella como pueda”. Casi en segundos empezaron a escucharse disparos y los guerrilleros corrían. Cogí a mis tres hijitos y me escondí detrás de un árbol. Se oían disparos, ráfagas y se me venían muchos pensamientos a la cabeza. Mis hijos lloraban y yo trataba de calmarlos y evitaba que hicieran bulla, me daba temor ser alcanzada por una bala. De repente hubo un cese y escuché que alguien decía: “Allá hay alguien escondido, lléguele con cuidado”. Cuando oí eso me dije: “¡Me mataron, Señor!”, y como pude salí de mi escondite y grité: “¡No me hagan daño, yo no soy guerrillera!”. Los soldados cargaron a mis hijos y me dijeron: “Señora, no tenga miedo, somos el Ejército de Colombia”. Me preguntaron qué me había pasado, por qué estaba yo allí y en breves minutos les comenté mi situación. Ellos me ayudaron, me sacaron hasta un punto que se llama La Belleza, allí me embarcaron en un Johnson hacia Morales. Iba 51
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río abajo, pensativa, ni yo misma creía todo lo que me había pasado en tan poquito tiempo. Llegué a Valledupar con las manos cruzadas, sin plata, sin nada, solo con mis hijos, la mayor de siete años, el niño de dos y la niña de un año. Busqué a mi madre quien ya estaba en una edad avanzada pero seguía en las mismas, tomando, y además estaba enferma, tenía un cáncer que se la estaba comiendo y yo no sabía. Entonces cogí las riendas de la casa y empecé a sufrir con mis hijos. No tenía trabajo y con mi madre enferma todo se complicaba. Yo hacía lo que fuera, lavaba, planchaba y trabajaba en un restaurante y era tan crítica mi situación que mis hijos y mi madre comían cuando yo llegaba en la tarde y les traía mi almuerzo para que se lo comieran. No sabía qué hacer, estaba al borde de la locura, pero tenía una meta: sacar a mis hijos adelante como fuera. Así pasaba el tiempo. Mi madre se complicó más, la enfermedad la estaba consumiendo y ocurrió lo peor, murió. Ahí sí se me puso “el café a 80” como dicen por ahí, al menos ella me ayudaba a cuidar a los pelaos para que yo trabajara y, “ahora, qué voy hacer”, pensaba. Me sentía acorralada, pero siempre pendiente de Dios que nunca lo abandona a uno. Yo preguntaba: “¿Qué hago, Dios mío?, ¿qué camino cojo?”. Fue entonces cuando conocí a un amigo que me dijo: “Si quieres, te vas a trabajar donde yo trabajo”. Le pregunté dónde era. Me dijo: “Te vas para arriba, para la Sierra, vamos a trabajar con los paracos, allá pagan bien y te ayudan con tus hijos”. Yo lo pensé y después le dije: “Qué carajo, pa las que sea, qué carajo”. Estaba tan desesperada que busqué quién cuidara mis tres pequeños hijos y me fui sin saber a qué me iba a enfrentar, pero estaba decidida y ya después de estar allá no me podía arrepentir. Así asumí el reto e ingresé a las filas de las autodefensas. Lo primero que uno pierde cuando entra a la guerra es la identidad, porque apenas llegas allá cambias de nombre, en la guerra una 52
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Dios mío, no me deje volver atrás
se olvida de quién es, allá se vive otra vida que no se la deseo a nadie. Lo otro complicado es el entrenamiento. Pero uno aguanta, se sufre pero también se goza, porque allá nosotros éramos una familia, éramos muy unidos y con mucha disciplina, siempre contamos con un buen comandante como era el viejo 40. Era una persona muy especial con nosotros, siempre nos trataba bien. Sí, en la guerra no todo era muerte, también había actividades para integrarnos; hacíamos brigadas de salud, brigadas de limpieza de caminos, siempre estábamos muy pendientes de la población civil para ayudar en lo que fuera necesario. Así transcurrieron los años. Venía a ver mis hijos cada tres o seis meses que me daban permiso. Ellos al verme se ponían muy alegres, siempre me preguntaban: “Mamá, ¿ya no te vas a ir más? No nos dejes amá, llévanos contigo”. A mí se me partía el corazón en mil pedazos al tener que dejarlos de nuevo, me iba escondida de ellos para que no lloraran y así yo tampoco verlos llorar. Siempre les decía: “Muy pronto estaremos juntos, déjenme ajuntar una platica para montar un negocito y vivir juntos y no separarnos más”. Así los crié. Hoy le doy gracias a Dios por la oportunidad de vida que me ha dado, porque recuperé a mis hijos y a mi familia, y lo más importante, recuperé mi nombre. Soy la mujer más feliz de la Tierra, porque cambié el fusil por un lápiz y un cuaderno. Hoy estudio periodismo escrito y me gradué en Sistemas, estudio narración oral y lidero una iniciativa con la OEA que se llama Todas Somos Mujeres, donde me gradué como gestora de paz; estamos en un proceso de reconciliación, hay conmigo veinte mujeres desmovilizadas y veinte víctimas de la violencia que trabajamos por la reconciliación y la paz de Colombia, porque aunque muchos no crean, la paz sí existe. Hoy trabajo con una gran empresa colombomexicana que se unió al programa de la ACR, que creyó en mí y en veintinueve compañeros más, dándonos así la oportunidad de un proyecto de 53
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vida. Tengo casi realizados todos mis sueños, solo me falta uno para ser completamente feliz, y es que mis hijos se encuentren con su padre. Ojalá algún día Dios me haga ese milagro, porque a pesar de todo el daño que me hizo, no le guardo rencor y lo perdoné de corazón.
A todas las víctimas de la violencia en Colombia, en nombre mío y de mis compañeros, quiero pedirles de todo corazón perdón por lo sucedido. Sé que no es fácil, pero sí se puede sacar el rencor del corazón. Pueda ser que en un tiempo no muy lejano ya no sientan resentimiento por nosotros.
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Alex Santiago Viloria Mejía Hace 44 años nací en Santa Marta, Magdalena. Estuve militando en las filas de las AUC por tres años y pertenecí al Bloque Central Bolívar. Desde hace poco vivo en la ciudad de Sincelejo. Soy casado y tengo cuatro hijos, dos niñas y dos niños. Actualmente estoy terminando la primaria; además he tomado cursos de conducción, comida internacional y auxiliar cívico; ahora solo me dedico a sacar adelante mis estudios de primaria y quiero continuar hasta ser un profesional y así sacar a mi familia adelante.
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Me vendieron Alex Santiago Viloria
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alí de la casa del Checo1 dándole gracias, porque cuando le pregunté cómo hacía para pagarle los doscientos mil pesos que me acababa de entregar, me respondió que no me preocupara, que ese era un gesto de amistad y que eso era poco para lo que me iba a ganar. Cuando llegué a él me encontraba triste y preocupado por la situación económica que estaba viviendo. Había llegado a Barranquilla buscando el apoyo de mi familia pero no lo obtuve, así que pensativo, me fui a una cancha de futbol donde me encontré con un amigo que me preguntó si quería trabajar y me dijo que él tenía un amigo que estaba reclutando gente para los paracos. Yo, un poco confuso, le pregunté si era con la “gente mocha cabezas”, ya que ellos tenían esa fama y le conté que necesitaba plata porque no les había dado nada a mi señora y a mi hijo. Él se ofreció a presentarme al señor que me podía solucionar el problema de plata. Como no había fuente de trabajo, acepté. Me llevó a conocer a ese señor y me dijo que lo que se hablara allí era delicado. Me recibió el señor en su casa y me saludó, miró a ambos lados de la calle y me mandó a entrar al patio.
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Los nombres que aparecen en este relato han sido modificados. 57
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Atrás del patio pasaba el arroyo Carrizal, “para escapar —me dijo— por si llega la policía”. Pero aún no me decía de qué se trataba el trabajo. Pasados unos minutos nos dijo, porque éramos ocho los que estábamos ahí, que el nombre de él era el Checo, que él era el que reclutaba gente para los paracos. Nos pidió la cédula y con un muchacho de los que estaba en la casa mandó a sacar fotocopias de nuestros documentos. Yo lo llamé aparte y le comenté mi problema, que había dejado a mi señora y a mi hijo sin plata en Cartagena. Respondió que me solucionaba lo mío cuando el resto de los muchachos salieran. Así fue, me preguntó cuánto necesitaba, me dijo que el viaje del que él había hablado era para el viernes y que nos recogería el miércoles. Me entregó los doscientos mil pesos. Cuando llegué a Cartagena le di a mi señora cien mil pesos, le dije que eso me lo había dado mi familia en Barranquilla y que me habían propuesto un trabajo, mas no le dije de qué se trataba. Le prometí que cuando tuviera la facilidad de llamarla, lo haría para decirle cuándo le podía mandar más dinero. El viernes salí ansioso para ver de qué se trataba mi nuevo trabajo. Me recogieron en Barranquilla, en el Billar de la 8, después de haberme tomado unos tragos y haber jugado unos chicos de billar. En el micro venían los siete muchachos y el único que faltaba era yo. Me subí al micro y nos dirigimos al Puente Pumarejo. Pasamos el puente y metieron el microbus a un parqueadero en la 17. Allí se bajó el Checo y nos hizo esperar 20 minutos dentro del carro. Creíamos que quien nos iba a entregar era el Checo, pero pasados los 20 minutos llegó otro señor al que apodaban el Vallenato, le entregó un paquete al Checo y este se fue. El señor abordó el carro, nos entregó a cada uno quinientos mil pesos y nos dio instrucciones. Todos íbamos bien vestidos. Nos explicó que esa plata era para pagar buses, chalupas y los hoteles donde nos íbamos a quedar. Nos dijo que en caso de un retén, nadie conocía a nadie y que teníamos que decir que íbamos 58
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a raspar coca. Abordamos un bus de Coopetran, cada uno se ubicó en puestos diferentes. Yo me senté en el puesto del fondo y compramos el tiquete dentro del bus. El destino era Barranquilla-Aguachica, pero nos quedamos en Valledupar, ya que allí se encontraba otro señor que reclutaba gente y él tenía otros ocho muchachos. Dormimos en un hotel. Antes de acostarnos, nos tomamos unos tragos pues el señor nos dio permiso. A las cuatro de la mañana nos recogió un expreso para Aguachica. Llegamos a un sitio donde había unos 11 taxis esperándonos para transportarnos hasta el puerto donde abordamos las chalupas que nos llevaron al sur de Bolívar. El puerto se encontraba militarizado por lo que nos tocó viajar de dos en dos y de tres en tres. Cuando íbamos llegando a Bodega, a hora y media del puerto, nos paró el Ejército y nos preguntó hacia dónde nos dirigíamos. Nosotros, cada uno por su lado, dijimos que íbamos como raspachines porque habíamos oído que allá se trabajaba y se ganaba bien raspando coca. Seguimos nuestro viaje sin saber a qué nos íbamos a enfrentar cuando llegáramos. Yo personalmente estaba aburrido porque habíamos salido a las ocho de la mañana y eran las cinco de la tarde y aún no habíamos llegado a ninguna parte. Quien nos llevaba nos decía que no nos preocupáramos, que cuando estuviéramos allá todo iba a ser diferente. Desde que empezamos el recorrido nos dimos cuenta del movimiento. Venía el uno y se iba el otro, hablaban en secreto, se pasaban paquetes sellados. Esto empezó a causarnos curiosidad y queríamos saber qué pasaba, cómo se manejaban las cosas. Entonces quisimos indagar con el Vallenato, pero ninguno se atrevía a preguntar. Nos mirábamos y nos hacíamos señas, nos codeábamos, hasta que el Vallenato se dio cuenta de nuestra incomodidad y nos dijo que cuál era la inquietud, que si queríamos saber algo, que le comentáramos. El comandante Vallenato fue entrando en confianza con nosotros y yo me animé a preguntarle que cómo era el negocio del Checo al reclutarnos, que si a él 59
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le daban algún dinero. El Vallenato se echó a reír y me respondió que por cada uno de nosotros le habían pagado dos millones de pesos. Ahí me di cuenta de que el Checo nos había vendido a los paracos. Esto me cayó como un balde de agua fría, estábamos ignorantes del negocio, éramos la mercancía. Me sentí abusado y la persona más baja del mundo por ser vendido a un grupo ilegal. Después de entrar a la organización pude indagar más de cómo se manejaba el negocio del reclutamiento y supe que por los que no tenían ningún defecto físico pagaban dos millones de pesos y por los que salían mal en el examen físico que nos practicaban al momento reclutar, un millón. Llegamos a Bodega, un caserío muy pobre, a las seis de la tarde y uno de mis compañeros dijo: “Miren, allí está el Ejército”. El Vallenato respondió: “¿No ven que todos son paramilitares? Aquí en esta zona no hay Ejército”. Los paramilitares que encontramos ofrecieron comprarnos la ropa que llevábamos pues íbamos para una escuela de instrucción paramilitar donde no la utilizaríamos. Nosotros gustosos la vendimos. Nos mandaron a formar y nos dirigimos donde el comandante de zona, un señor alto al que le decían el Tigre. Nos saludó, era muy formal. Llamó a un moreno de su escolta y le dio plata a Vallenato para que nos diera la comida, ya que habíamos llegado muy tarde y nos llevaron a un restaurante del pueblo. Después de que comimos, nos fuimos en una camioneta cuatro estacas Hi Lux. La gente del pueblo nos miraba y decía que éramos gente nueva que iba para adentro. Escuchábamos los comentarios de los habitantes y decían que íbamos a sufrir porque nos llevaban a una escuela de reentrenamiento, que esa parte del monte estaba atestada de mosquitos y que se encontraban muchas enfermedades, entre ellas paludismo y fiebre amarilla. Cuando llegamos a la escuela el saludo fue ponernos a voltear, para ver el estado físico en que nos encontrábamos, pero muchos consumíamos drogas y ese reentrenamiento era para 60
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tratar de desintoxicar nuestros pulmones. Nos quitaron la ropa y nos dieron uniformes viejos. La comida era pésima, comíamos corriendo, todo era corriendo porque nos dijeron que teníamos que ser enérgicos. Pasaron dos meses de sufrimiento, cansancio y mal dormir, y luego conocí al comandante Ramiro, quien fue mi comandante cuando presté el servicio y ahora hacía las veces de comandante en los paracos. Me preguntó por qué estaba metido allí y le comenté mi situación. Me dijo que no me iba a echar para el área porque sabía de dónde venía y me ascendió un grado, me puso de instructor, pues tenía experiencia de cuatro años en el Ejército, dos de servicio militar y dos años de soldado profesional. Mas nunca llamé a la casa porque nos habían dicho que nos iban a dar permiso de salir, pero todo fue falso. Me olvidé de toda mi familia, de allí en adelante comencé a vivir la vida resignado a lo que había elegido, a lo que me tocaba, pues todo lo que me habían prometido resultó mentira… Todo era mentira en ese mundo oscuro, en esa selva donde no había claridad.
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Jaime Lit Villalba Centeno Nací en el municipio de San Pedro de Urabá, Antioquia, el 5 de noviembre de 1968. Soy el primer hijo de Pedro Villalba y María Centeno, nativos de Montería, Córdoba. Tengo cuatro hermanos. Me encuentro estudiando en el ciclo ll de primaria en la UNAD de Valledupar. Mi ocupación es de vigilante comunitario en el barrio Divino Niño.
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La última lágrima Jaime Lit Villalba Centeno
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legué a Riohacha a mediados del 2004 con quien en ese momento era mi compañera sentimental. Mi mayor anhelo era conseguir un empleo para así poder estar en su compañía y afortunadamente lo conseguí en una finca donde necesitaban una pareja. Todo iba muy bien, pero un día salí a darle vuelta al ganado y cuando regresé ella estaba muy enojada por celos. Le habían metido en la cabeza historias que no eran ciertas, sin embargo me decidí a buscar otro trabajo, lejos de ahí, para que ella se sintiera mejor y nuestra relación no se acabara. Y lo conseguí. Para poder llevar las cosas y llevarla a ella mucho más cómoda, en esa finca me prestaron un burro que andaba muy despacio y al que yo atacaba, pues estaba desesperado por llegar rápido a darle la buena noticia a mi compañera. Iba muy contento y por el camino pensaba que de ahora en adelante las cosas mejorarían con mi mujer e íbamos a ser muy felices. Llegué a la casa, amarré el burro en el patio debajo de un palo de naranja, me dirigí a la pieza y me llevé una gran sorpresa porque mi compañera me había dejado solo, se llevó todo, incluso mi ropa, y como si fuera poco, le dijo al patrón que le diera la plata que me debía del trabajo y se la llevó toda. Quedé solo y desamparado pues no conocía a nadie, únicamente a ella, porque los dos éramos forasteros en esa tierra. El 63
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patrón se valió de la ocasión y me cerró las puertas diciéndome: “Para usted no hay más trabajo porque yo necesito una pareja, solo no me sirve”. Era tanta mi angustia y desesperación que no sabía qué hacer, lloré desconsoladamente, sentía que el mundo se estaba acabando, yo amaba profundamente esa mujer, ella era mi única compañía y me había dejado solo. Salí corriendo a ver si la alcanzaba. Dejé el burro amarrado porque me rendía más a pie. Horas más tarde llegué al caserío más cercano con la ilusión de encontrarla, pero todo fue en vano y ahí sí que se le complicó el asunto al burro, pues yo ya no quise regresar a buscarlo y ese pobre animal quién sabe qué suerte habrá tenido o si todavía me estará esperando. Estaba solo y sin dinero. A las siete de la noche del mismo día, un carro de plátanos que venía de la Sierra me recogió y me llevó gratis hasta el mercado de Riohacha. Esa noche me quedé sentado allí hasta que amaneció. Solicité trabajo, pero como era un desconocido todos me tenían desconfianza. Al día siguiente, estando en el mercado, se me acercó un señor de piel clara, alto y delgado y me dijo que era muy difícil encontrar empleo cuando uno era un desconocido. Como no tenía dinero para viajar a Córdoba donde estaba mi familia, me tocó pedir limosna para poder comer. Algunas personas me brindaban su ayuda, pero si acaso me alcanzaba para una gaseosa. Sin tener dónde dormir, busqué un sitio en la terminal para estar recogido, sin embargo tenía mucho miedo, me sentía inseguro lejos de mi familia y en una tierra desconocida. Al siguiente día vi un sujeto extraño que llegó a mirarme como en forma de investigación y horas después, hacia las once de la noche cuando el sueño tomó mi cuerpo, fui sorprendido por hombres desconocidos que me despertaron. Cuando abrí los ojos pude ver un joven de contextura gruesa que me dijo con ironía: “Ven conmigo que necesitamos saber algo de ti” y me insistió con su mano en la cintura sobre una pistola: “No vayas a poner resistencia porque si no, ya sabes lo que te pasa”. Atemorizado seguí con ellos, claro que 64
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La última lágrima
me daban ganas de gritar para que otras personas se dieran cuenta de que yo estaba en peligro, pero preferí quedarme callado porque no había ninguna que yo conociera en ese lugar. Me subieron a un carro de color gris, de vidrios oscuros, que tenía por nombre “La última lágrima”. Me dieron tres recorridos por la ciudad. Sentía que me estaba despidiendo de este mundo, tenía mucho miedo, pero a la vez me tranquilizaba el hecho de que si me mataban me estaban haciendo un favor porque no quería seguir viviendo con este sufrimiento; sin embargo Dios tenía para mí una oportunidad. Me preguntaron por qué me encontraba en ese lugar. Les respondí: “No conozco a nadie, no tengo dinero para irme para mi tierra y me tocó recogerme aquí a pasar la noche. Busco trabajo para desempeñarme, pero como soy desconocido, todos me dan la espalda”. Se sonrieron de mi caso tan piadoso pero como que esas palabras les produjeron sentimiento. Me sacaron de la ciudad en el mismo carro con destino a un corregimiento llamado Mingueo y allá entraron a una taberna y me invitaron unos tragos de licor. El martes 12 de febrero a las ocho de la mañana me brindaron comida en un restaurante que quedaba frente a la bomba de gasolina. Horas después, conocí a un señor de tez clara y ojos azules que tenía puestas muchas prendas de oro. Era el jefe de la parte urbana de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU). Él me dijo: “Mire joven, sea muy claro con las preguntas que le voy a hacer. ¿Usted a qué se dedica? ¿Qué lo trae por aquí?” Le respondí: “Aquí no conozco a nadie, sus hombres me han traído y tampoco tengo familia por aquí, en este momento mi familia son ustedes que me han brindado una comida y he podido verle la cara a Dios gracias a ustedes”. Me dijo: “Tú necesitas empleo, si te portas bien, conmigo te irá muy bien. Alístate de una vez y te vas para donde yo quiero que estés”. Subimos a pie para la Sierra Nevada, fueron como cinco horas hasta llegar donde había muchos hombres de camuflado 65
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y con brazalete de las ACCU. Sentía miedo y desconfianza, pero me encomendaba a Dios y le pedía que todo me saliera bien. Durante el viaje, el muchacho que me dieron como guía me hacía preguntas que me llenaban de nervios: “¿Eres infiltrado?, ¿o eres un sapo? Si eres un infiltrado, aquí en el grupo te matan”. Como yo no debía nada, me sentía seguro, sin embargo llegué a pensar que todos me tratarían mal, así como ese muchacho. Durante el viaje la incertidumbre me invadía y pensaba “mi familia sin saber los momentos difíciles por los que estoy pasando”. También me preguntaba qué sería de mi madre. Si ella supiera la situación en que yo estaba tal vez la cosa fuera diferente. Tenía mucha rabia con mi compañera, me sentía traicionado y ahora yo estaba en un lugar donde no sabía qué me podía pasar. Seguimos caminando hasta llegar a una finca donde se encontraban las tropas y ahí me recibieron muy bien, pues iba recomendado del comandante. Me dieron dotación de intendencia, camuflados y armamento y comencé la vida militar. Era muy difícil, pero a mi parecer era mucho más difícil el sufrimiento que antes había pasado, porque en el grupo se sufre mucho, pero por lo menos tenía un sueldo que estando como civil no pude conseguir y eso me daba tranquilidad. Así fue como inicié mi vida militar en la guerra sin sentido de la que gracias a Dios ya no hago parte. Ahora soy un hombre libre y con muchas oportunidades para salir adelante, siento que soy útil a esta sociedad. Hoy quiero decirles a los apreciados lectores que me siento arrepentido por los caminos que me tocó coger. De igual forma, pido perdón a aquellas personas que por alguna razón terminaron víctimas de los grupos alzados en armas a los cuales yo pertenecí. Les pido mil disculpas por su sufrimiento. Hoy he reconocido que todos somos hermanos colombianos, que en algún momento hemos derramado lágrimas y que yo estuve a punto de derramar la última, pero que aún estoy vivo, gracias a Dios, y con muchas ganas de salir adelante con la plena convicción de que la paz es posible. 66
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Mauricio Durango Cano Nací en el municipio de Mutatá en el año de 1985, soy el segundo de seis hermanos. Pertenecí al Bloque Élmer Cárdenas de las AUC, estuve cinco años en la guerra. Actualmente vivo en el mismo municipio en el que nací, estoy cursando mi bachillerato y mi deseo es estudiar veterinaria.
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Ese era mi destino Mauricio Durango Cano
“Y
o no estudié y estoy vivo”, me contestó en un tono un poco agresivo mi papá cuando le pregunté por qué nosotros no estudiábamos, y agregó: “Yo he conocido a muchos profesionales que ahora están voliando machete igual que nosotros”. Él nunca tuvo la oportunidad de estudiar. En ese entonces vivíamos en una parcela. Mi papá trabajaba en una finca vecina, claro que no era de diario porque también tocaba limpiar nuestros cultivos. Yo pienso que cuando una persona se da cuenta de lo importante que es el estudio, no se expresa de esa manera, y más si a quien le está dirigiendo la palabra es a sus dos hijos, de diez y once años, porque uno a esa edad se las cree todas. Debe ser que no se quería quedar solo. Como mi madre ya se había dejado con mi padre, mi hermano mayor y yo nos quedamos solo con él. Mi madre se llevó a mis tres hermanos menores. Nosotros trabajábamos y le ayudábamos a ella que se encontraba en el pueblito viviendo en una casita que mi padre había comprado con la venta de unas vaquitas. En la finca nos repartíamos los destinos. En la mañana uno de los dos se iba a trabajar en la finca vecina, donde ordeñábamos, lavábamos los chiqueros, llevábamos leche en los caballos al pueblo y a veces peleábamos cuando el trabajo que mi padre hacía en la parcela era más duro que el de la finca vecina. 69
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No nos podíamos dar el lujo de escoger los destinos porque mi padre nos decía que a los dos nos tocaba trabajar en el monte, porque nos quedábamos brutos y sin saber trabajar. No lo culpo por no haberme dado estudio, cuando uno no tiene educación no se sabe expresar y quizás esa persona no quiere herir con sus comentarios, aunque resulta haciéndolo. La mañana de un viernes del mes de enero de 2002, cuando apenas eran las seis, estábamos mi patrón, mi hermano y yo. Levanté la mirada hacia un lado del corral, cuando vi unos hombres armados vestidos de camuflado. A la distancia parecían del Ejército Nacional, pero traían una mujer amarrada que lloraba y les gritaba que no le fueran a hacer nada. Llegaron hasta donde estábamos ordeñando y saludaron. Nosotros contestamos. El que comandaba a los hombres armados preguntó: “¿Ustedes conocen a esta mujer?”. Mi patrón le contestó: “Sí, esa mujer es mi hermana. ¿Por qué la traen amarrada? “Es que le dijimos que nos acompañara y ella dijo que no y es que con nosotros es a las buenas o a las malas —dijo el comandante, y agregó—, el motivo de esta visita es que venimos por este ganado, somos de las FARC”. Le preguntaron a mi patrón quiénes éramos; él respondió: “Esos son mis trabajadores”. Entonces me llamó uno de ellos y me dijo que yo iba a hacer parte de ellos, que bienvenido al grupo. Yo sentía que todo el cuerpo me temblaba. Traté de tranquilizarme, pero era imposible, me producía miedo irme con esas personas que era primera vez que veía. Yo apenas tenía 15 años. Entonces nos mandaron recoger todo el ganado y yo les ayudé a recoger solo una parte, porque me dejaron acercar al río y decidí tirarme. Tenía que nadar mucho, pero era mi decisión. Estaba dispuesto a lo que fuera. Ya le había dicho a mi hermano que si se lo llevaban, que no se fuera a olvidar de nosotros, que lo íbamos a estar esperando. Menos mal que no se dieron cuenta de que él era mi hermano porque hubiera sido más grave el problema. Le preguntaron a mi patrón y a mi hermano dónde estaba 70
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Ese era mi destino
yo y mi patrón respondió: “Él se tiró a Río Sucio, dijo que no se iba a ir con ustedes”. Antes de tirarme al río le conté a mi patrón lo que ellos pensaban hacer conmigo y le advertí que no fuera a dar mi nombre, porque yo les había dado uno falso. No fue mucho lo que preguntaron, solo dónde vivía yo. Ellos respondieron que en el pueblito. No fueron más las preguntas que hicieron. Lo último que dijeron fue que las órdenes habían cambiado y que ya no se iban a llevar el ganado. No me demoré en llegar al municipio cuando hombres del Ejército ya me estaban entrevistando sobre lo que había ocurrido. Les dije lo que había pasado y me acompañaron hasta la finca. Cuando llegué me encontré a mi hermano y mi patrón contentos porque no les habían hecho nada, ni se llevaron el ganado, pero sí con un mensaje no muy bueno que me dejaron, ¡que yo tenía una cuenta pendiente con ellos! El comandante del Ejército me dijo que había corrido con suerte y que no me preocupara. Yo tenía bien presente que la amenaza no venía de un enemigo pequeño. También me dijo que no me podía quedar en la parcela por seguridad, por eso fui al pueblo a casa de mi madre y allí me quedé. Pasaron quince días cuando mi patrón me contó que habían pasado por la finca los mismos hombres. Pensé que si me quedaba en el pueblo iba a correr peligro. En Urabá en ese tiempo mandaba el Ejército Nacional, el Bloque Élmer Cárdenas de las Autodefensa Campesinas de Córdoba y Urabá y la guerrilla de las FARC, de quienes andaba huyendo. Los hombres de las autodefensas me habían dicho que si no quería que me mataran los guerrilleros, que ellos tenían las puertas abiertas en la escuela de formación militar. Lo pensé algunos días y el 28 de febrero del 2002 tomé la decisión de presentarme. Fui donde un comandante y él me dijo: “Es mejor que lo maten en una pelea que no por ahí amarrado. Le entrego 400.000 pesos para que compre lo que quiera, tiene cuatro días 71
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para que se presente en la escuela”. También me dijo por quién preguntar y dónde. Le contesté: “Allí estaré”. Me fui a la casa de mi madre un poco pensativo. No quise decirle nada. Solamente le conté a mi hermanita pocas horas antes de irme y le pedí que se lo dijera a mi madre cuando yo ya estuviera lejos, y le explicara que no le conté porque no quería verla llorar. Llegué a los cuatro días al sitio indicado y pregunté por el comandante. Me mostró un camino que parecía subir a las nubes. Compré una caja de comida y una gaseosa dos litros. Eran las diez de la mañana cuando empecé a caminar. Había abandonado a mi familia y sentía como si fuera en busca de algo que nunca iba a encontrar, mi seguridad. Llevaba dos horas caminando cuando me senté a almorzar debajo de un árbol de guayabo. Había una hermosa vista. Tenía una presión en el pecho de cansancio, descansé y seguí mi camino. A los pocos minutos llegué a la escuela y me presenté al comandante. Él me preguntó de parte y con orden de quién iba. Le conté, me dijo: “Bienvenido, yo soy el comandante de esta escuela. Todo lo que se hace aquí es bajo mis órdenes”. Me entregó dos sudaderas verdes y dos camisetas negras. Me reclamó la vestidura que yo portaba. Me puse la ropa que me entregó, lavé la ropa de civil y se la entregué. Él me dio una hamaca, una carpa llamada sintela y un equipo para que guardara mis cosas personales. Me presentó al resto del grupo quienes iban a ser mis compañeros. Les pregunté si el entrenamiento era muy duro y me respondieron que tenían la misma duda, pues todavía no habían comenzado, porque éramos muy poquitos, nada más treinta y que el entrenamiento comenzaba cuando hubiera cincuenta. A las cinco nos formaron para pasar a la cena. Pensé, “esto no es tan bueno porque hay que formar para pasar por la comida”. Cuando cené me preocupé por la dormida porque había una sola casita de 5x5 donde estaban alojados el comandante y la escolta. Le pregunté dónde íbamos a dormir y me mostró un poco de árboles de guayaba y dijo: “Divídanse 72
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Ese era mi destino
en dos grupos de quince hombres”. Nos repartió las doce horas de la noche para la guardia. Así pasaron los primeros cuatro días en esa escuela, al quinto nos formó y nos dijo que habían dado la orden de empezar con el entrenamiento, que nos iban a entregar los fusiles. No me la creí, pero me quedé callado. Muchos de mis compañeros se alegraron, pero la alegría no les duró porque los fusiles eran de palo. El comandante nos dijo que esos fusiles eran la vida de nosotros, que por nada de mundo los fuéramos a dejar abandonados, que al que lo botara lo metía al hueco de la vergüenza. En la tarde nos llamaron a formar. El comandante nos dijo que se nos había acabado el relajo. El 8 de marzo fue el primer día de entrenamiento. Ahí comenzaron los cinco meses más duros de mi vida: órdenes ilógicas, madrugadas con lluvia, con frío, enfermos, alimentación muy mala, jornadas de instrucción larguísimas, dormidas en condiciones infrahumanas. Incluso hasta me mordió una culebra. Todo lo vivía como si estuviera en un cuerpo ajeno, pero era el precio que debía pagar para que la guerrilla no me matara.
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Mario GĂłmez Soy una persona responsable, amable, sincera, divertida. Provengo de una familia humilde pero de gran corazĂłn y abierta a todo el mundo. NacĂ el 17 de noviembre de 1967, en Arboletes, Antioquia.
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Toda Colombia era una sola cordillera Mario Gómez
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unque cada quien es libre de tomar sus propias decisiones, escribo esta historia que viví como un testimonio para que los jóvenes de hoy conozcan la triste realidad de quienes estuvimos en la guerra y ojalá no corran con la misma suerte, porque lo que aquí narraré es verídico, no es sacado de cuentos de hadas o de libros macabros y mucho menos de una película de Hollywood. Un día como hoy, ocho años atrás, regresé a casa después de haber prestado el servicio militar. Mi familia se alegró al verme. Me encontré con amigos de infancia y recordamos aquellos viejos tiempos. Uno de ellos preguntó cómo me había ido, dónde estaba prestando el servicio militar. Yo, como buen amigo, le respondí con una sonrisa en los labios y mucha alegría que me había ido muy bien. Lo que ni yo ni ellos sabíamos, era que me quedaría por muy poco tiempo. Desde el momento mismo que conocí a Darly, esa hermosa mujer cuyas curvas me trastornaron, mi vida cambió. ¿Qué se le vino a la mente a este soñador despierto? Quería conquistarla, pero era muy difícil, no tenía trabajo, no tenía plata. Salía a buscar trabajo, pero nada. Estaba en esas cuando un día cualquiera llegó Ramiro a mi casa y por segunda vez me preguntó: “Y 75
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entonces qué, ¿nos vamos?”; y yo, que ya había tomado la decisión días después de su primera propuesta, le contesté que sí, de inmediato. Dos días después, el 28 de febrero de 2004, ya nos estábamos yendo de la casa. Salimos de Carepa, mi tierra querida, a las ocho de la mañana rumbo a la terminal de Apartadó. Yo iba con un nudo en la garganta. Allí tomamos un Waz y poco a poco nos fuimos alejando de Urabá. Era la primera vez que salía de mi tierra. Pasamos por Currulao y El Tres, más conocido como Puerto Machete, porque ahí mataban en esa época a puro machete. Dejamos la carretera principal y cogimos la vía que va para San Pedro. La serranía del Uribe y sus majestuosos paisajes me decían adiós. Yo simplemente me resigné. Los árboles parecían ir corriendo a lado y lado del carro. Luego de pasar las cordilleras llegamos a San Pedro, donde el carro hizo una parada para que los pasajeros comiéramos y descansáramos. Media hora después del mediodía continuamos nuestro viaje. De pronto se me metió una idea en la cabeza, que nunca iba a regresar a casa. Había oído comentarios de que el que se iba de paraco, nunca regresaba. Seguramente los cuatro amigos que me acompañaban en esta loca aventura pensaban algo similar, y uno de ellos, Ramiro, de repente me preguntó: “¿Qué vamos a hacer ahora?”. No contesté y seguí con mis propias reflexiones. Recuerdo que me puse a pensar en todos los presidentes que han pasado por la República de Colombia: Belisario, Barco, Gaviria, Samper, Pastrana… presidentes que solo habían logrado que el país se bañara en sangre. ¿Será que nunca se preguntaron quiénes sufrían las consecuencias de sus actos? Ramiro interrumpió de nuevo el viaje de mis pensamientos y llamándome por mi chapa me dijo: ¡Hey, Ismael, llegamos! Eran las 2:05 de la tarde cuando llegamos a Valencia, municipio cordobés. 76
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Amanecí el 1 de marzo del 2004 en el templo del paramilitarismo. Me sentía extraño, la gente era muy distinta, hablaban de una forma como nunca antes había oído. Estaba lleno de melancolía. Recuerdo que me causó mucha impresión escuchar en la radio una canción que le gustaba a mi ex novia. Se me llenó de nostalgia el corazón y me acordé de todos mis familiares y amigos. Cerré los ojos por un instante y pensé en mi casa y en las palabras de mi padre dándome consejos de cómo había que salir adelante. Pero la voz del locutor al terminar la canción me devolvió a la triste realidad. Ese mismo día, me mandaron con otros compañeros a hacer un registro. De pronto alguien dijo: “¡Hey, cuidado, la guerrilla!”, pero no le hicimos caso. En contados minutos la guerrilla abrió fuego contra nosotros. Teníamos al enemigo allí mismo. Pensé que no iba a salir vivo de ese ataque. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba metido en el paramilitarismo, de que yo era un paramilitar y de que cuando llegara el momento tendría que responder, porque tenía que salvar mi vida. Muchos pensamientos se me vinieron a la cabeza, realmente no entendía cómo nos matábamos unos a otros. Me di cuenta de que la guerra no era nada fácil para todos los que estábamos metidos en esa vaca loca, porque como dicen por ahí, la guerra es para locos. El combate duró tres horas y por fortuna nadie salió herido. De regreso a nuestra base, nos informaron que ese mismo día seguiríamos nuestro camino. Yo me sentía andando a ciegas. No sabía a dónde me mandaban, cuándo era que íbamos a llegar a un campamento estable, y al igual que yo, varios de mis compañeros estaban confundidos. Nuestro comandante de escuadra nos llevó a la carretera y paró un bus que venía de Montería y le dijo al conductor: “Hey, cucho, necesito que me hagas un favor y me lleves estos muchachos hasta la entrada de Nuevo Oriente”. El señor dijo: “Móntense”, y nos condujo con mucha amabilidad. Al bajarnos nos dijo: “Muchachos, cuídense”. Sus palabras nos 77
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sorprendieron, sin embargo seguimos nuestro camino. De allí caminamos veinte minutos hasta Nuevo Oriente donde logramos descansar tres horas. Luego seguimos a La Vara, un caserío más adentro al que llegamos en veinte minutos. Eran las 2:30 de la tarde y allí en La Vara almorzamos. Éramos, por entonces, unos 30 muchachos. Una vez comimos, alguien nos dijo: “Apuren que los están esperando”. Emprendimos de nuevo el viaje con rumbo hacia El Tinto. Nos desviamos al occidente de la cordillera. Estábamos en los límites entre Córdoba y Antioquia. Caminamos cerca de 17 horas sin descansar un momento, sin dormir, nos habían dado esa orden, que esa zona era peligrosa y que no debíamos parar para nada. Recuerdo que para entretenernos hablábamos de nuestra infancia y mientras que el Niño nos comentaba de sus experiencias vividas en las AUC y decía que había estado en otras partes, el Lucho no decía nada, solo se limitaba a callar y escuchar. El paisaje lo componían pequeños corrales de ganado y rastrojos que le daban un toque especial a esta historia en tierras donde un grupo de hombres que se cansó de las fechorías de la guerrilla –que decía luchar por el pueblo pero que lo robaba y asesinaba– conformó los grupos paramilitares. Ya en el amanecer del 2 de marzo, luego de viajar con mi pensamiento y después de muchas horas de caminata, Lucho rompió su silencio y preguntó: “¿Falta mucho, Niño?”, y El Niño le dijo que no. En esos momentos Ramiro le preguntó a alguien que nos encontramos en el camino, un motociclista también miembro de las AUC y que prestaba seguridad en la zona, si estábamos cerca de El Tinto, y nos dijo que ya llegaríamos en una hora. Y eso precisamente era lo que nos había dicho Ramiro, que llegaríamos en una hora. Nuestro comandante de escuadra nos alentó a seguir, con estas palabras: “Muchachos, caminemos con moral que algún día llegaremos y podremos descansar siquiera un par de minutos”. 78
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Por fin llegamos, completamente cansados, a El Tinto. Eran como las seis de la mañana. Ya en ese lugar nos estaban esperando unos 60 muchachos a quienes nos uniríamos para proseguir el día siguiente. Partimos de El Tinto al medio día del día siguiente, ya éramos toda una compañía paramilitar de 90 muchachos. A eso de las 3 de la tarde nos encontramos con un aviso de pare y un retén, pero no sabía de qué se trataba. Del retén nos reportaron al comando superior del bloque al que pertenecíamos. Luego se acercó una persona y nos preguntó si éramos los nuevos. Respondimos que sí. Nos embarcaron en un camión que cargaba plátanos, el cual nos transportó a un punto llamado La Plata. De allí seguimos, por orden de nuestro comandante de escuadra, a pie. Caminamos cerca de dos horas por una geografía que no conocía. Llegamos al QTH de Lince, un campamento con capacidad para alojarnos. Estábamos cansados. Al llegar nuestro comandante de escuadra preguntó por R-7. Para sorpresa nuestra era una hermosa mujer. Ella nos dio la bienvenida y llamó a los muchachos que la acompañaban y les dijo: “Hey, por fin llegaron los nuevos”. Enseguida la mujer ordenó que nos llevaran a comer algo y a descansar. Al día siguiente, 4 de marzo, a eso de las 7 de la mañana nos pusimos en movimiento de nuevo con rumbo a la Ye. En el camino encontramos cerros pequeños que me recordaban Carepa, mi tierra natal. Llegamos a la Ye en las horas de la tarde, nos dieron comida y nos consiguieron unas hamacas. Un señor nos dijo que saldríamos temprano con él, luego nos empezó a contar la historia de la región y la guerrilla. Nos dijo que la guerrilla tenía a la gente amenazada y que si hablaban con militares del Ejército colombiano o con paramilitares eran hombres muertos. Dormimos bien y a la mañana siguiente nos levantamos temprano, eran las seis en punto. A esa hora ya habían llegado unos arrieros a cargar las mulas con los víveres. De pronto 79
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llamaron a preguntar qué había pasado con los pelaos y con los víveres. Contestaron que ya eso iba en camino. Y es que los que nos esperaban más arriba pensaban que nos había cogido la guerrilla, creían que no estábamos enterados del asunto de los retenes y de lo que estaba pasando en la zona, por eso siempre llamaban y preguntaban por nosotros. Pero alguien les dijo que no se preocuparan, que estábamos en buenas manos. También a nosotros nos dijeron: “No tengan miedo”, pero nosotros contestamos que éramos buenos muchachos, con moral, que llegábamos a donde había que llegar, que íbamos pa lante y que pa tras ni pa coger impulso. Esa mañana salimos de la Ye a eso de las siete con dos arrieros y tres mulas. Como no sabíamos cómo se llamaban los arrieros los bautizamos en el camino con los nombres de el Criollo y el Chino. Caminamos tanto que perdimos la cuenta de cuánto habíamos recorrido. Por donde íbamos veíamos siempre paisajes muy hermosos, tanto como el pétalo de rosa que se mantiene en cuido. La mañana estaba fresca, con una temperatura de 16 grados aproximadamente. Empezamos a subir y bajar la cordillera y cogimos como una especie de trocha. Seguimos por una camino de herradura, a la izquierda se veía un pequeño cerro y a la derecha un abismo. Luego de caminar y caminar atravesamos la cordillera. Ya desde ese lugar habíamos perdido de vista El Tinto. Desde el lugar por donde íbamos miraba hacia abajo y hacia arriba y pensaba que toda Colombia era una cordillera. A eso de las cuatro de la tarde llegamos a un caserío llamado La Serpiente, donde el camino se dividía en dos. Desviamos hacia el QTH llamado Los Pájaros. El Criollo, el Niño, el Lucho y yo, seguimos el camino de La Serpiente y pasamos por el medio de unos cultivos de marihuana y coca. Llegamos al pie de un cerro muy empinado, de espesa vegetación y con muchos árboles que parecían caracoles. Seguimos cuesta arriba hasta que divisamos una hermosa fuente cuyas aguas brillaban y que era similar 80
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a una piscina gigante. Luego de tantas travesías llegamos a un cerro de montañas vírgenes. Allí funcionaba la repetidora, una central de comunicaciones que se conocía como radar. El Criollo descargó la mula con los víveres. La avanzada paramilitar había dejado a Córdoba libre de guerrilla y allí estaba yo, en pleno corazón de las tierras cordobesas. Dicho sitio estaba al mando de un señor que preguntó: “¿Dónde están los nuevos?, me les presento: yo soy Judas”. Y rápidamente pensé, ¿será que nos va a traicionar? Se lo conté a un amigo y este me dijo: “Bueno, ¿qué estás pensando? ¿Por qué piensas así de este señor, solo porque se llama así?” A las diez de la mañana del 6 de marzo salimos de La Serpiente con rumbo al cambuche ubicado en Tres Piedras, donde recibiríamos una dotación propia, porque la que llevábamos era prestada. Con la indicación de Judas bajamos hacia donde el camino se dividía. Ahí nos estaba esperando otra comisión. Un hombre al que le decían el Mono ordenó que dividiéramos las pilas para los radios y todo lo que traíamos. Y nos dijo que nos hiciéramos en una espesa rastrojada bajo unos árboles de bálsamo y ébano. Uno de los caminos conducía a un cerro llamado El Elefante, le decían así porque era muy alto. Después de mucho caminar, llegamos a un caserío perdido en El Abibe. El otro camino se dirigía a un río conocido como La Hoja del Mar, donde había toda clase de animales y al que todos nos daba miedo cruzar. Seguimos caminando y nos encontramos con unos señores a los que se les preguntó si habían visto a la guerrilla. Respondieron que tenían varios meses sin saber nada de ella, que desde que supieron que los paras iban para esa zona los campesinos nunca más los habían vuelto a ver y todos trabajaban normalmente. Después de subir El Abibe llegamos al majestuoso cerro El Elefante, donde antiguamente existió un campamento del quinto frente de las FARC. El Elefante era un cerro perdido en la cúspide El Abibe, un 81
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altiplano desde donde se divisaban las tierras antioqueñas que se encontraban a solo dos horas de esa zona selvática. Eran las seis de la tarde cuando arribamos a Tres Piedras. Cuando llegamos nos dijeron que nos pusiéramos muy cómodos, porque nos iban a entregar nuestra dotación como combatientes que éramos de las AUC. Por la noche los patrulleros se dispusieron a cubrir puesto, una vieja estrategia de la guerrilla que las AUC había copiado y que daba mucho resultado, cumpliendo el viejo adagio que dice que no hay cuña que más apriete que la de mismo palo. Arreglé mi cambuche en medio de dos árboles grandes como es común en la selva. Me dijeron que me acostara y que esa noche no prestaría guardia. Puse el equipo que me dieron al lado izquierdo y guardé otras cosas más en otro lado del cambuche, no muy lejos, porque con un enemigo como la guerrilla nunca se sabe, ni se puede dormir tranquilo. La oscuridad empezó a llegar poco a poco, cubriendo el cerro totalmente hasta que solo se podía ver a unos 50 centímetros de distancia. El canto de los grillos y otros ruidos nocturnos me llenaban de zozobra. Aunque ya era adulto y había prestado el servicio militar, no podía evitar que me hiciera falta mi padre y deseaba en ese momento estar con mi familia. Pero no se podía, porque estaba muy lejos de mi tierra natal. Me sentía solo, aburrido, desesperado por no estar cerca de alguien que velara por mí. En ese momento me di cuenta de que no podía pensar en eso pues era muy difícil lograr estar con mi familia y mis amigos, con mis compañeros de estudio y de infancia. A la mañana siguiente, el 7 de marzo, ya con el uniforme paramilitar, caminaba con mis compañeros rumbo al lugar que sería por muchos meses mi campamento permanente. Felices porque al fin íbamos a dejar de caminar por la selva, nos dirigimos a Santa Fe de Ralito. Dándole marcha atrás a la manivela de la memoria, que se parece tanto a la manigueta de los viejos teléfonos, tengo que 82
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recordar todo lo que hice, lo bueno y lo malo, y anotar que lo que estaba haciendo era algo incorrecto, pero que tocaba hacerlo por la falta de un trabajo, porque en los pueblos todo es política y allá solo mandan los dichosos políticos. Por eso estamos como estamos de jodidos, por la guerra entre los que tienen y los que no tienen influencia política. Por eso me refugié en las AUC, para obtener una platica para conquistar a Darly, pero también para poder ayudar a mis padres, pero fue imposible. Sin embargo ya no había nada que hacer más que conformarme con las migajas que otros habían dejado, con un simple pago que no compensaba las tantas caminatas que se hacían, pero en la guerra vale todo. Nada podía hacer, ya estaba metido en el cuento, tenía que aceptar lo que viniera. Pero bueno, trabajaba con mucha moral para seguir adelante y ayudar a la familia, aunque la ayuda no era mucha y ellos no estaban contentos con solo saber que estábamos bien de salud. Seguíamos con las largas caminatas, con frío o con calor, con miedo y con alegría cuando sabíamos que íbamos para afuera de las selvas colombianas. Era una alegría, porque teníamos la esperanza de que podríamos saber de nuestras familias, que se preocupaban mucho por nosotros. Construíamos puentes de palabras y seguíamos adelante con nuestro objetivo: combatir a nuestro enemigo para que no molestara a los campesinos que trabajan en paz y alegría. Pero por suerte hoy puedo decir que, en mi vida, todo eso quedó atrás. Atrás quedó un pasado lleno de angustia y temores por la posibilidad de no volver a ver a los seres queridos. Atrás quedó un tiempo de rencores, odio, tristeza, dolor, resentimiento y hasta un adiós. ¿A quién no le tocó despedir a un compañero en su lecho de muerte? A un amigo que hoy no está aquí dándole gracias a Dios por todo. Atrás quedaron las largas caminatas sin saber dónde descansar. Quién no sintió el peso de un equipo en la espalda, del fusil en el hombro, en esta guerra donde la sangre y el sudor se mezclan con la pólvora, una guerra que no sabíamos 83
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a dónde iba, una guerra de la que no sabíamos cuándo terminaría. El futuro era incierto, igual que en la antigua guerra troyana donde los hombres iban y venían como granos de trigo. Ahora pienso que es cierta la frase de ese filósofo que dijo que el hombre nace perfecto y la sociedad lo corrompe. Y esa misma sociedad que lo corrompe, lo juzga y luego lo condena. Sí, pues aunque otros decidieron negociar por mí, en el presente me miran con malos ojos, me rechazan y muchas veces me niegan el derecho al trabajo. Pero yo espero demostrarles que ya no soy un delincuente y que estoy dispuesto a cambiar, si esa sociedad me lo permite. Y estoy listo a luchar por ello, pues la guerra no es solamente la ausencia de la paz, sino también la muestra de lo incapaz que es el hombre para resolver sus propios conflictos.
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Alberto Darío Bueno Giraldo Nací el 14 de marzo de 1975 en Montería, Córdoba, cuando el sol apenas salía, alumbrando un hermoso día. Siempre me ha gustado seguir adelante. Terminé mi bachillerato y trabajé en el Ejército Nacional; luego ingresé a las AUC, como lo narro en mi relato. Laboré también en una constructora. He hecho dieciséis cursos diferentes y para el proyecto Retomo la Palabra escribí un capítulo de mi vida. Actualmente adelanto estudios de Sistemas, Comunicación e Informática. Tengo tres hijos y una esposa que me ha sabido sobrellevar. Siempre llevaré en mi recuerdo las bellas enseñanzas de mi padre (q. e. p. d.).
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Reserva equivocada Alberto Darío Bueno Giraldo Lo que creamos o lo que pensemos, al final no tiene mayor importancia, lo único que realmente importa es lo que hacemos. John Ruskin
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a noticia sobre una asociación de personal de la reserva del Ejército, que por una u otra razón se hubieran retirado de la institución con buena conducta, llamó nuestra atención ese 5 de noviembre de 2002 cuando un amigo y yo estábamos en la casa de un suboficial a quien habíamos conocido en esa entidad. Nos pareció interesante y nos preguntamos cómo averiguar la dirección y el teléfono de la asociación para inscribirnos a ella. Como siempre no falta un amigo que trae razones y lo monta a uno en el viaje de la emoción cuando se trata de un trabajo muy bien remunerado y, fuera de esto, donde uno de los requisitos es ser militar retirado. ¡Era para nosotros! Ya llevábamos alrededor de cinco meses retirados y no teníamos todavía ninguna opción laboral, a pesar de haber llevado a diferentes empresas nuestras hojas de vida, así que nos pusimos de acuerdo los tres para ver de qué se trataba la cosa. Nos contactamos con alguien que nos citó en la terminal de transportes. Allí, con gran sorpresa, me encontré con el Chino, 87
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quien había trabajado en la misma unidad a la que yo pertenecía cuando era del Ejército. Él se retiró por un problema que tuvo con los superiores, pero ese caso no es de comentar, porque cuando uno no sabe qué pasó en realidad, es mejor no hablar. Nos sentamos a dialogar los cuatro en un restaurante cerca del sitio de encuentro. La conversación giró en torno al trabajo. Él nos comentó de una vez y sin ningún reparo que era con los paramilitares. Hablamos un buen rato y le hicimos preguntas de tipo logístico, administrativo y personales y no sé si era porque él nos distinguía o porque esa era su forma de charlar, pero nos respondió de forma agresiva, diciéndonos: “Viejo, ya ustedes estuvieron en el Ejército. Es la misma cosa, pero aquí, por su seguridad no se pregunta mucho. Como dice el viejo refrán, ‘entre menos sepas, más vives’”. No le pusimos atención a eso y le volvimos a preguntar cuánto pagaban. Respondió enseguida: “eso varía según la responsabilidad que te asignen, de ahí depende cuánto te paguen”. Le dijimos que nos lo dejara pensar, que nosotros seguíamos esperando la respuesta de un trabajo donde habíamos presentado nuestras hojas de vida. “Listo, no hay problema”, comentó y agregó que si nos decidíamos, en ocho días salía un viaje para Cúcuta, Norte Santander. Le respondimos: “¡Listo! No ha pasado nada, pero si nos interesa, ¿cómo te ubicamos?”. Respondió de una forma agradable: “Dame un número de teléfono dónde llamarlos”. Pasaron los ochos días y nada de respuestas de algún trabajo. Tomé la decisión de ir a visitar las empresas donde había llevado mi hoja de vida, pero solo encontraba a las secretarias que me decían que si la empresa necesitaba personal, ellos llamaban. Fue la misma respuesta en todos los sitios que visité. Cansado me senté al enfrente de una de ellas para reposar, tomar de nuevo aliento y seguir el camino a mi casa. En este 88
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instante llegaron varias personas preguntando por el gerente y traían en sus manos unas hojas de vida. La persona que en ese momento estaba ahí, los hizo pasar para que lo esperaran adentro, porque él no estaba en el momento. Cuando llegó el gerente, de inmediato los atendió. Salieron contentos. Uno de ellos que me conocía me preguntó: —¿Tu papá era mecánico? —Sí, señor —le respondí. —¿No te acuerdas de mí? Tu papá iba a mi casa. —No me acuerdo de su rostro. —¿Qué estás haciendo aquí? —volvió a preguntarme. —Busco un trabajo en esta empresa. —¿Ya metiste la hoja de vida? —Sí, debo esperar a que me llamen. —¿No me viste llegar con una hoja de vida? —Sí —le respondí. Entonces me preguntó: —¿Tu recomendación viene respaldada por un distinguido e ilustre político de la región? —No, ¿usted tiene alguien que me pueda ayudar? Fue ahí cuando me llegó la respuesta que colmaría la copa: —No, porque ese político ya me ayudó a mí a entrar a esta empresa, averigua en otras quién tiene influencia política ahí pero no le preguntes a ningún trabajador porque ellos no le dan a uno esa información. Así duré unos diez días, gestionando con quién conseguir una vara o recomendación de un político y siempre se me cerraban las puertas. El político de mi amigo no me pudo ayudar por la simple razón que las otras empresas eran de la oposición. Nos reunimos de nuevo los tres, para comentar cómo nos había ido en los diferentes y posibles trabajos que habíamos averiguado y nos preguntamos si alguno de nosotros tenía amigos 89
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que se movieran en la política, pero nadie lo tenía. Nos acordamos entonces de la propuesta que nos había hecho el Chino, hacía ya casi un mes. ¡Seguramente el viaje ya había pasado! Eso era lo que pensábamos nosotros, pero a los tres días, en las horas de la noche, me llamaron y me preguntaron que si siempre íbamos a trabajar. Yo pensé que era de una empresa, cuando llegó mi amigo y me preguntó si nos íbamos a trabajar con el Chino. Para esta fecha yo tenía una mujer y una hermosa hija de seis meses. La situación era crítica, estaba sin trabajo, si se tomaba café no se almorzaba y los padres de la mujer poniéndome cara de por qué no trabajaba, como si no se dieran cuenta de que yo aceptaba cualquier rebusque que saliera por ahí, así fuera ir a botar basura, lo hacía. Por estas razones le contesté a mi amigo que sí, que si él tenía futuro y si en dos días conseguía trabajo, que se quedara, porque yo me iba con los paras. Al día siguiente el Chino volvió a llamar, que si estábamos listos para arrancar. Yo le contesté que sí. Solo dijo: “Listo, apenas tenga los tiquetes en la mano, le digo a tu amigo que pase a recogerte”. Era domingo en la tarde y nos quedamos esperando los tiquetes. En ese momento recordé, como si hubiera ocurrido el día anterior, la barbaridad que viví el 14 de septiembre del 2001. Hasta estos momentos que estoy escribiendo para este libro son ya ochos años de haber pasado eso y todavía lo tengo presente en mi mente muy bien. Ese fue el regalo que recibieron 22 familias de militares muertos en combate por las manos opresoras de la guerrilla de nuestro país. Para qué comentar cómo quedaron los cuerpos de los militares, si por no tener material fotográfico que compruebe mis palabras solo les comento de un subteniente que tenía 22 años, recién salido de la escuela militar, a quien le cortaron los testículos y fuera de ajusticiarlo a quemarropa le introdujeron los genitales en la boca después de muerto. Yo, como ya lo saben, me fui con los paramilitares por falta de 90
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oportunidades laborales, pero pensando muy adentro de mi conciencia, también por la venganza, porque yo pertenecía al Ejército cuando la guerrilla realizó esta masacre contra miembros de un batallón del Plan Diez Mil de la IV Brigada de Medellín, en un sitio que se llama Alto Botones que se encuentra por de la vía de Mutatá, después del Cañón de la Llorona, por la vía a Dabeiba en Antioquia. Esto fue uno de los recuerdos que se me vino a la mente cuando ya estaba esperando la llegada de los tiquetes y no sabía si lo que encontraría iba a ser más impactante o menos horroroso. El lunes por la mañana pasó por mi casa mi amigo, el cabo retirado del Ejército, preguntando si era verdad que nos íbamos a ir. Le contesté que sí, que aquí no esperaba futuro. Salí a cobrar un trabajo pequeño que había hecho hacía ya casi un mes y todavía no me lo habían cancelado y lo tenía dispuesto para pagar el recibo de la luz. Llegué a la casa donde iba a cobrar, en el centro de Montería, y cuando me decían que volviera por la tarde por el pago, pasaba mi amigo en un taxi, iba a coger el bus para viajar a Cúcuta. Yo no me fijé que él estaba a bordo del taxi, cuando me pegó el grito: “¡Heli! ¿Te vas a quedar?”. Ni con todo eso le presté atención, porque no le reconocí la voz al ex suboficial. Lo vi cuando se bajó del taxi y me preguntó: “¿Te quedas o te vas?”. Mi respuesta fue al instante, inclusive le dejé el recibo de la luz a la señora donde estaba cobrando y le dije que me lo guardara, que cuando volviera lo pagaba. Ese mismo día me entregaron el tiquete y nos dieron el desayuno. Ya estaba embarcado en el bus para trabajar con los paras, sin avisarle a mi familia, ya que ellos no compartían conmigo esta decisión. Era toda una contradicción. Si avisaba, se preocuparían y renegarían, sin embargo me exigían que trabajara para mantener a mi esposa e hija. Los motivos son muy fáciles de entender porque uno como hombre siente que tiene la responsabilidad económica y, por lo 91
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tanto, poco le interesan los consejos u opiniones de otros, y desde el principio, los tres amigos estábamos con una fuerte necesidad laboral. Lo que no esperaba encontrar allí era lo impactante de la guerra en una relación entre la muerte y la preparación de una receta de cocina. ¿Saben por qué lo digo? Un día la cocinera preparó carne frita, tajada de plátano, verdura y arroz con tomate. El día antes se presentaron combates y los muertos estaban en el cementerio de la Gabarra, Norte de Santander. No se imaginan lo que vi… les aseguro que duré varios días que no comía carne frita para no recordar aquello: había un muerto, joven, con quemaduras en su cuerpo y en su rostro, el sufrimiento estaba plasmado en su expresión y de ñapa el hermano lo abrazaba con un gran dolor y gritaba su deseo de vengarse por la muerte tan inhumana que le habían dado; los pedazos de carne se le pegaban en sus brazos. Esta fue una de las tantas experiencias que me ha quedado por embarcarme en el bus para trabajar con los paras. Por esta razón he pensado que el camino de la violencia no es el que se debe seguir cuando se tiene un fracaso. Es indispensable brindar una orientación a nuestros hijos, hermanos y amigos. Por eso después de siete años de experiencias militares, tanto en el Ejército como en grupos irregulares, he comprendido que el camino que tomé para alcanzar los sueños de tener un futuro en paz, no fue el más acertado. Estas fueron las enseñanzas que me dejó mi padre antes de su fallecimiento.
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Nacor Esteban Tapias C. Nací en San Pedro de Urabá en los años ochenta. Pertenecí al Bloque Mineros del Bajo Cauca de las AUC y la desmovilización la asumí como una oportunidad para retomar mi vida. Vivo en una vereda del municipio de Apartadó con mi madre y dos sobrinas. Me gradué en el 2008 y actualmente inicio estudios de Salud Pública en el SENA, pero en el futuro quiero estudiar Comunicación Social, ya que en una emisora de la zona presto mis servicios como locutor aficionado.
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Todo se lo debo a ella Nacor Esteban Tapias C.
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ací a principios de los años ochenta en una región cercana de la costa norte del país, en medio de una familia de estrato bajo. Comencé mi niñez únicamente con mis hermanos y mi mamá, pues mi papá falleció dos meses después de mi nacimiento. En ese entonces vivíamos en una vereda llamada Tacanal, en el municipio de San Pedro de Urabá. Habitábamos una casita humilde y sencilla, de techo de paja con paredes de madera. Mi hermanita y yo la pasábamos jugando. Todo era muy elegante en ese tiempo. Cerca de ahí cruzaba un camino donde subía y bajaba gente de todas partes, era un ambiente sano. Mis hermanos mayores me consentían mucho, recuerdo incluso que un domingo, mi hermano mayor, Wualverto, bajó al pueblo y me compró el mejor juguete de todos mis tiempos: un carrito azul que me acompañó muchos años. No sé qué se me hizo. Mi mamá, la mejor persona del mundo, siempre estaba conmigo pendiente de que yo estuviera bien. Lo único que no me gustaba eran las vacunas y cuando llegaban a la casa los fumigadores de las plagas, pero mi mamá me cargaba y me llevaba para un árbol del jardín que había a un lado del patio. Muchos vecinos iban a jugar conmigo con un balón de plástico que teníamos y que mi mamá regaló después.
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Todo era sencillo, pero dos años y medio después llegó un señor a la casita, y todo cambió. Comenzaron los líos de mamá y mis hermanos con este señor. Sentí un cambio total en mi vida: él no me dejaba jugar, ni que nadie me visitara. Yo lo veía como un enemigo directo, era un niño. Así era todo el tiempo; un problema con este señor. Lo más triste era cuando nos trataba mal, y esas palabras feas que nos decía, y que yo terminé aprendiendo. Esto era algo muy duro para mí. Ni siquiera cuando entré a estudiar la vida me cambió. Y eso que la entrada a la escuela fue toda una hazaña de mi mamá, que siempre agradecí. Me acuerdo bien que ella y yo salimos un día de la casa a las siete de la mañana por el camino que llevaba a la escuela. Había varias subidas altas y cruzamos todas las casas que había al lado del camino. Al llegar a la escuela, después de saludar a la maestra, mi mamá le dijo: “Profe, vengo por aquí para ingresar a mi hijo a la escuela”. “Claro que sí, siga, doña”, respondió la profesora y entraron las dos a la oficina. Me asomé a los salones y allí había gente que me distinguía y me saludaron y me preguntaron si iba a estudiar ahí. Me dio pena y no contesté nada. Mi mamá hizo todos mis papeles y una semana después me levantó temprano y me mandó con mi hermanita a tomar baño; me puso la ropa, me dio desayuno y me dijo: “Hijo, vas a estudiar. Ya todo está listo en la escuela, ya estás muy grande y en la escuela hay niños menores que tú, así que tienes que ponerte la pilas”. Comencé la escuela con ilusión, pero había algo que no me dejaba estar bien, era la imagen de ese señor con quien mi mamá vivía. Lo recordaba por sus estupideces a diario, mientras en la escuela no rendía en ninguna materia, ni siquiera en deporte, porque tampoco había quién me explicara algo, ni siquiera el abecedario. En mi casa nadie sabía nada y los vecinos que sabían no iban a la casa para que no hubiera problemas entre mi mamá y este señor. Mis hermanos se fueron de la casa y solo quedamos mi hermanita y yo. 96
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Años después mi mamá nos dijo: “Hijos, nos vamos, hemos tenido problemas y no podemos seguir en este lugar”. Alcancé a ilusionarme con que nos iríamos solos, pero no. Cinco días después, muy de madrugada, nos levantamos y sin tomar desayuno recogimos todos los animales y lo que había y nos fuimos lejos a empezar otra vida. Solo una cosa no cambió, la forma de ser de este señor. Nunca le aprendí nada, ni siquiera un saludo, porque era un analfabeto, así era la cosa. Por fin un día mi mamá se cansó y después de una discusión le dijo que ya no seguiría con él, que solo le interesaban sus hijos, que su futuro era darles estudio y nada más. Pero no, qué va, siguió con él. Yo ya estaba aprendiendo a trabajar y muchas otras cosas, pero todavía era un niñito. Mi mamá nuevamente me llevó a la escuela. Comencé otra vez a estudiar, pero tampoco lograba concentrarme porque no hacía sino pensar en cómo matar a ese señor. Ahí en la escuela conocí por primera vez la organización. En ese tiempo se llamaba los tangueros, luego los sicarios y mucho después los paras. Ellos subían y bajaban por una carretera que cruzaba por la escuela y siempre arrimaban a tomar algún fresco en una tienda que quedaba allí. Hablaban con todos los pelaos y nos preguntaban cosas. Yo como siempre estaba pendiente porque nos daban repelos y les decía que me incorporaran. Ellos me respondían que yo estaba muy pequeño y que todavía no les servía, pero que les podía ayudar en otras cosas. Todavía me acuerdo de muchos de ellos, al menos de los que nos enseñaban los estatutos, los recuerdo bien. Mi deseo era ingresar a la organización y ser miembro activo. Uno de los impulsos era el dinero y la bronca con mi padrastro, además de las armas y andar en buenos carros. Año y medio después mi mamá decidió separarse de ese señor y ahí sí fue verdad. Nos fuimos para un pueblo grande. Con nosotros iba una hermanita que mi mamá había tenido con ese señor. Llegamos al pueblo y comenzamos a andar de un lado a 97
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otro porque no teníamos casa propia. Fue entonces cuando conocí a un joven que trabajaba para los paras y me pidió que le ayudara a hacer todo lo que le tocaba a él, como manejar la logística, hasta que un día llegó y me dijo: “Mano, estoy triste porque me tengo que ir y no lo puedo llevar, porque usted todavía está muy niño y toca patrullar duro y voy para una zona donde hemos patrullado”. Mi único apoyo era mi mamá, no tenía a nadie más y no hubo forma de volver al colegio. Seguí para arriba y para abajo. Un amigo me dijo que nos presentáramos al Ejército. Todavía no tenía la edad, pero por un error en el momento de sacar mis papeles me aumentaron los años. Ingresé al Ejército y conocí mucha gente de todas partes. Años después tuve un accidente en mi mano derecha, esa ha sido una de mis mayores frustraciones psicológicas. Tiempo después decidí retirarme y, nuevamente, solicitar el ingreso a la organización. Entré a ella el 25 de enero, trece días después de mi cumpleaños. De nuevo a la vida armada, pero de una forma más difícil. Llegamos diez personas tipo once de la mañana. Nos ordenaron formar. El comando encargado se me acercó y me dijo: “Joven, qué sabe usted de la guerra”, y yo le contesté: “De la guerra sé un poco, desde atalajar un equipo hasta explicarle los estatutos a cualquier miembro de la organización”. Sonrió y me palmoteó la espalda. Dos horas más tarde regresó con el comando mayor y me llamó con una sonrisa maliciosa. Solo pensé dos cosas, en la muerte y en mi mamá. Sentí un frío adentro, me dio bastante miedo. Dijo: “Comando, este es el joven del que le hablé”. El comando mayor me dijo: “Usted es reserva”. “Sí, comando”, le contesté. “¿Sabe algo de la organización?”, me preguntó. “Un poco”, respondí y entonces me dijo con una voz bastante fuerte: “Cánteme el himno de la organización”. Luego me ordenó hacerle mantenimiento a una pistola Jericó. La desarmé y le hice 98
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mantenimiento. Se la entregué y me dijo: “Pueda que sirva, esperemos a ver qué tanta finura muestra”. Atardeció y nos dieron comida, luego nos entregaron la dotación completa. Comencé la vida armada como todo patrullero de la organización: de un lado a otro, suba y baje, anduve y anduve. Pasaron muchos meses y un día preguntaron quién sabía manejar repetidora. Yo sabía porque había aprendido en el Ejército. Dije que sabía, y me la pusieron por allá en un cerro donde solo me acompañaba el canto de los pajaritos, los equipos y la inmensa vegetación que me rodeaba. En esos momentos pensaba en mi familia y una que otra lágrima se me escapaba a veces, pero esto era lo que yo había elegido. Tiempo después me sancionaron por una novia que subió hasta la base a verme. Me quitaron ese puesto y de nuevo me mandaron a patrullar. Semanas después me comunicaron que estaba convocado a una operación y debía ir a la base mayor por unos equipos y unas parrillas de comunicación. De nuevo me puse nervioso y pensaba cosas, sabía que era algo difícil, me daba miedo de no volver a ver a mi familia y a todos mis conocidos. Recuerdo aquella madrugada todavía, como si fuera hace media hora: el sonido de los motores fuera de borda, el canto de los gallos, y también el ruido de la chorola y algunos grillos. Río abajo todos nos preguntábamos hacia dónde íbamos. Parecía que habíamos iniciado otro rumbo. Cuando estuvimos todos reunidos, un comando central de toda la operación, más conocido como el Cura, mandado por don Carlos Castaño, nos dijo: “Quiero al médico, al de las parrillas de comunicación y una pecat en mi seguridad, ¿oyeron?”. “Sí, comando”, contestaron los otros comandos medios y échense la bendición, porque ya estábamos en la operación. Ese día comenzó una etapa más para mi vida, de experiencia y de tristeza por tantas cosas que pasaron en esta operación. A muchos jamás se les olvidará esa operación, porque allí fue 99
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donde perdieron algún miembro de su cuerpo o a su mejor lanza. Yo la recuerdo por muchas cosas impresionantes, duras y feas, entre ellas estar 27 días sin tomar baño y pasar de ser un auxiliar de enfermería a ser el médico de toda la operación, así lo decidió el comando mayor ya que el médico titular y su auxiliar estaban muertos. A veces me sentía inútil, quería morirme, más que todo cuando escuchaba voces que me decían: “Reserva, no me dejes morir”. “Colócame algo para este fuerte dolor que tengo, manito”. “No doy más, mijo, si sales bien, cuídate, yo me voy a morir”. Esas frases destrozaban mi alma en pedazos. Aún parece que las escuchara. También recuerdo la comida que nos tiraban de los helicópteros, esa es la vida y mucho más. Aproximadamente dos años después, el bloque entró en este proceso de paz. Pasado un año de la entrega de armas regresé a la vida civil a reunirme con mi familia. Me vieron y algunos lloraban, otros sonreían felices. Pero la felicidad no duró mucho. Un 14 de abril mi hermanita menor, de 17 años, salió a hacer un mandado al centro y nunca volvió. A los tres días, estando en la Fiscalía, me llamaron para decirme que estaba muerta. Sentí que mi vida otra vez se apagaba. Poco a poco, he ido superando todas estas dificultades. No me ha ido tan bien, pero aquí estoy. Le agradezco a mi mamá por tanto apoyo que me ha dado, a los doctores y a los docentes que me han acompañado y han dado lo mejor de ellos. Quiero salir adelante y espero que no me dejen solo, que me acompañen siempre.
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Álvaro Enrique Narváez Jiménez Me considero una persona activa, con gran sentido humano, dispuesto siempre a dar lo mejor de mí a todas las personas que me rodean. No tengo prejuicios y muchas veces creo que el hombre cuanto más se educa y conoce, más prejuicios se crea y se le olvida lo que realmente significa vivir y compartir.
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7 horas y 25 minutos exactamente Álvaro Enrique Narváez Jiménez
A
quel lunes 5 de agosto me desperté con el cantar de los gallos del pueblo a eso de las cuatro de la madrugada. A las 5:45, cuando despuntaba el alba de aquella hermosa mañana, prendí una linterna de mano, le eché una ojeada a la agenda de trabajo y me puse a contar un dinero que me habían pagado el día anterior producto de una mercancía vendida a crédito. Tenía guardado el dinero en una mochila arhuaca donde cargaba mi pequeña oficina-agenda, calculadora y lapiceros. Entré al baño que quedaba a unos 15 o 20 metros de distancia de la casa. Me cepillé, me bañé, terminé de organizarme y cuando di unos pasos de regreso a la casa, escuché detonaciones de granadas de fusil una tras otra y un intercambio de disparos de diferente calibre. La guerrilla de las FARC, con aproximadamente unos 400 hombres muy bien armados, acababa de tomar el pueblo al que tenían sitiado desde las tres de la mañana. En el pueblo solo había catorce paracos que estaban en mi negocio y a los que había saludado minutos antes cuando me dirigía al baño; el comandante los tenía en formación dándoles las instrucciones del día. Yo estaba de ocho a diez metros de distancia de ella. 105
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Corrí hacia la casa. Allí la mayoría de mis trabajadores, 32 en total, aún dormía. Mi cuñada, que me acompañaba en la lidia con ellos, se había levantado a hacer el tinto y cuando entré a la casa salió corriendo hacia mí, me abrazó desesperada y me dijo: “¡Nos van a matar, se metió la guerrilla!”. En medio de ese aguacero de balas que se intercambiaba entre guerrilla y autodefensas, decidí actuar militarmente. “¡Tírense al suelo! —les grité a los trabajadores que se encontraban en la casa amontonados y sin saber qué hacer— ¡Todos tendidos al piso que los van a matar, al suelo, al suelo!”. Agarré a mi cuñada de la mano y corrí a la pieza donde ella dormía, pero los impactos de las balas en la cerca de la casa —que era de madera— traspasaban con mucha facilidad, eso me hizo entender que no estábamos seguros. Pensaba en una salida y de pronto se me ocurrió ir a un viejo baño, todavía en obra negra, que estaba al lado de la cocina y junto a la alcoba de mi cuñada. La guerrilla avanzaba hacia mi casa y eso generaba un mal aún peor. Cruzamos por el pasillo en fracciones de segundos y minutos más tarde mi casa se convertiría en el epicentro de aquel combate inhumano que duro 7 horas y 25 minutos exactos. Cuando entramos al baño, mi cuñada me preguntó llorando varias cosas en forma desesperada y se aferró a mi cuerpo. Los trabajadores habían quedado tendidos en el piso de la sala que era bastante amplia y en donde la mayoría dormía en hamacas. Cuando empezó aquel combate, dos muchachos emprendieron la huida en medio del fuego cruzado. Uno de ellos cayó herido y un guerrillero se le acercó; el trabajador, que llevaba un machete, se le abalanzó al guerrillero, pero este lo remató a tiros y luego le hendió la cabeza como un totumo biche dejando al descubierto la estructura interna del cráneo. El otro, un joven de 20 años que jugaba muy bien al fútbol, se escabulló eludiendo y desafiando a la muerte. Los otros muchachos quedaron quietos en la sala, si se movían de un lugar a 106
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otro lo hacían a rastras y con la cabeza pegada al piso debido al recrudecimiento del combate que cada vez se ponía peor. La guerrilla había montado dos M-60 y una fusilería FAL, armas de apoyo que no cesaban de disparar por el lado sur de la casa, por lo que esta quedó en medio de aquel fuego cruzado con los muchachos de las autodefensas que en aquella mañana habían sido sorprendidos por el enemigo. Mientras tanto, yo intentaba pensar con rapidez bajo la presión de un combate a muerte, cómo buscar una salida en aquel infierno de balas. La guerrilla se acercaba más y más a la casa y decidí salir de aquel lugar. Llevando a rastras a mi cuñada, me fui a la sala donde estaban los trabajadores y cuando me vieron me preguntaron casi en coro con cara de miedo y confusión: “¿Qué hacemos?”. Yo pensé varias posibles rutas de escape, pero no había ninguna, la guerrilla hacía presencia por todos lados, ya se escuchaban los golpes detrás en la puerta de la cocina y entonces me decidí por la única vía posible, ir en dirección a donde se hallaban los muchachos de las autodefensas, que en aquel entonces resguardaban la zona de la guerrilla. Le di instrucciones a los trabajadores para que me siguieran a rastras con mucho cuidado, lo hicieron al instante. Cuando abrí la puerta, entró corriendo un joven autodefensa de unos 17 años disparando desde la sala hacia la cocina y luego por una ventana. Me paré y le advertí que no hiciera eso, por que nos acabarían a todos, que se fuera a pelear afuera o que si tenía miedo que me entregara el fusil, que nos estaba exponiendo con su proceder. Optó por salir hacia donde estaban los compañeros y cuando había corrido unos siete u ocho metros fuera de la casa, se puso a pelear parado y la guerrilla que estaba muy cerca, por el lado oriente de la casa, lo acribilló a tiros. Cada instante que pasaba, la presión del combate crecía. Decidí sacar a mis trabajadores de la casa. Tomé la iniciativa, les iba indicando cómo salir, iba adelante a rastras y cuando había avanzado unos dos metros fuera de la puerta, y hoy pienso que 107
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fue un aviso divino o sencillamente que ese no era mi día de morir, miré a mi derecha y una guerrillera muy joven disparó sobre mí con una AK-47. Yo reaccioné con una práctica militar al instante y empecé a dar rollos lo más rápido que pude en el suelo y ella empezó a dispararme en forma indiscriminada en ráfaga. Fui a parar debajo de un carro que prestaba el servicio de transporte en el pueblo. Mas tarde me enteré que el comandante a cargo de las autodefensas estaba intercambiando disparos con ella y que al ver que se ensañaba contra la población civil y se había descuidado de él, le dio muerte mientras me disparaba a mí. Todo quedó quieto por unos instantes. Yo en el movimiento brusco que me tocó hacer no sentí que me hubieran impactado, intenté salir de debajo del carro al que habían pinchado las balas, pero mi cuñada se me acercó y me gritó alterada: “¡Te mataron, te mataron!”. Yo que no había sentido ningún dolor le dije: “No seas pendeja, yo estoy bien”. Ella me pasó la mano por la pierna izquierda y me la mostró ensangrentada, ahí fue cuando sentí aquel dolor tan desesperante, que a pesar de todo no me confundió. Les dije a los muchachos que entraran de nuevo a la casa. Cuando entré me dirigí hacía la puerta de mi cuarto y a unos tres metros, detrás de una puerta, me encontré con un joven de 15 años que trabajaba conmigo. Se quejaba y me miraba con ojos agonizantes. Nunca olvidaré sus palabras muy suaves que casi no se escuchaban; me decía que no se quería morir, yo lo abracé y pude notar que estaba muy mal herido, traspasado con tres impactos de bala AK-47 por la parte inferior del tórax, que le habían salido por el lado derecho. Me quité la camiseta, la rompí, improvisé unas vendas rápidamente y lo vendé dándole vueltas alrededor del tórax para detener la hemorragia, pero yo era consciente de la gravedad de aquellas heridas. Se llamaba Oliver, muy buen muchacho, era de piel morena, bien parecido, de una familia humilde y muy amiga de nosotros. Me decía una y otra vez que 108
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no lo dejara morir y diciéndome estas palabras se fue durmiendo en mis brazos, hasta quedar inerte, sin vida. Lo recosté en unos trapos en el piso. Sentía que la guerrilla estaba rompiendo las puertas en la trastienda y mi preocupación aumentó, entonces, sucedió algo que jamás olvidaré; rompí mi pantalón, me organicé unas vendas y me amarré bien la pierna para detener la hemorragia, me puse de rodillas y le pedí a mi Dios con todo mi corazón, más o menos así: “Señor, concédeme una salida, solo Tú puedes ayudarme, Señor, yo confió en ti no importa mi negocio, no importa lo que tengo, que se lleven lo que quieran pero yo quiero vivir”. Todo aquello ocurría en cuestión de segundos que se hacían eternos. Me dirigí hacia mi cuarto. Solo mi cuñada se había quedado en la sala con los trabajadores. Entré y miré hacia arriba un pequeño zarzo que tenía para guardar equipo de trabajo y herramientas. Busqué la manera de subirme y no fue tan difícil. Cuando acababa de subir, una granada de fusil destrozó la puerta por donde yo había intentado sacar a los trabajadores. El impacto fue tan brutal que me lanzó al fondo del zarzo que terminaba reducido como un embudo, entre el tejido de la palma amarga del techo y el entablado. Quedé inmóvil, más confundido que cuando me habían disparado, estaba atontado por el impacto que genera la onda explosiva de esos artefactos. Poco a poco fui aclarando mis pensamientos, me preguntaba si aún estaba vivo y traté de mover los dedos de la mano, luego los de los pies y vi que me encontraba bien gracias a Dios. Al no sentir dolor en la pierna vendada, mis expectativas se centraron en escuchar, mientras se disipaba la nube de polvo que levantó aquella detonación de granada, en medio de la presión del combate. En aquellos momentos entró la guerrilla a la casa. Tendido en mi escondite pude ver cómo penetraban en todos los rincones, mientras unos les apuntaban a los trabajadores que seguían en la misma posición que yo les había sugerido. Los hicieron 109
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levantar, los llevaron al patio detrás de la cocina, los iban acostando boca abajo en fila y les empezaron a preguntar por mí. Algunos me llamaban, otros daban versiones sobre mi paradero, dentro de esa confusión nadie se dio cuenta de lo que me había acontecido realmente, unos decían que me había escapado y una comandante guerrillera decía: “¿Por dónde? Yo no he visto que se escape nadie. ¡Búsquenlo!”. Pensé, si salgo me matan. Yo no era autodefensa, pero administraba semilleros organizados de cultivos de coca y manejaba un radio de comunicación; la guerrilla solía meterse a nuestra frecuencia para ejercer esa psicología terrorista y amenazante, entonces se ponían pesados y groseros. Era increíble que no pudieran sostener un diálogo normal, así que me cambiaba de frecuencia y los dejaba hablando solos. Por otro lado, muchos jefes del negocio ilícito llegaban a mi casa. En cierta forma era el centro de reunión de personas dedicadas a las drogas que afianzaban el grupo de autodefensas, las cuales a su vez cuidaban el negocio en la zona. Por esta razón la guerrilla me consideraba un enemigo para ellos y me buscaban como una aguja. Al ver ese afán de búsqueda, decidí que no podía dar la cara. Enardecida, la comandante, de nombre Sonia, una mujer de 1.60 de estatura, ordenó que sacaran comida. Yo tenía un negocio bien montado donde había de todo un poco, hablamos de un presupuesto de 12 millones de pesos aproximadamente, y el día antes lo había reabastecido. Los guerrilleros comenzaron a sacar gaseosas, malta, ron, mecatos, galletas, dulces y los iban pasando en cadena para que abastecieran a los compañeros que estaban combatiendo. Pude ver cuando un guerrillero se metía puñados de billetes y de monedas en los bolsillos y cómo se regaban algunos por el piso. Todo aquello acontecía y yo miraba el reloj a cada momento. Ya eran las 9:45 de la mañana y yo pensaba, “¿por qué no llega refuerzo del Gobierno o de las mismas autodefensas? ¿Será 110
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que nos van a dejar matar? Luego supe que aquella toma guerrillera fue algo muy bien planeado; la guerrilla ejercía control sobre las posibles entradas para prevenir sorpresas, eso hizo que fuera imposible una ayuda militar inmediata. El apoyo sí llegó, aunque mucho más tarde y, de todas formas, de haber llegado antes hubiese sido peor. Luego escuché que la comandante Sonia, un poco pasada de tono, impartía órdenes e insultos en contra mía y gritaba: “¡Saquen todo lo que puedan, esta mierda hay que quemarla, hay que acabar con todo esto, búsquenlo bien, debe estar muy bien escondido, hay que encontrarlo!”. Cuando decía quemarla yo me preocupaba pensando en una segunda posibilidad de escape de estos perseguidores de mi vida, la casa era de palma y con candela se me iban a complicar las cosas. “Si prenden la casa, me tiro por el techo y entro al baño que está al lado de la cocina; si no me ven, puedo pasar inadvertido, pero si me descubren con este machete me la voy a jugar, me mato con cualquiera que intente entrar al baño, pero no me van a matar como un cualquiera”, decía dentro de mí. Volví y miré el reloj y los minutos y las horas se hacían eternos. Entonces se fueron dando unos cambios inesperados. Yo analizaba aquel combate en desventaja, 400 guerrilleros, o posiblemente más, contra un pequeño grupo de 60 hombres; era muy curioso que la balanza se inclinara a nuestro favor. Por ejemplo, cuando tenía a Oliver moribundo en mis brazos, pude ver cómo volaban tres muchachos con una granada de fusil, esos tres estaban muertos. ¿Cuántos más?, era mi pregunta, ¿quién o por qué se sostenía aquel combate desigual? De los catorce que había en el pueblo y que estaban en formación a primera hora, ya había visto caer a cuatro, esto daba a entender que la situación no estaba nada a favor. Sin embargo, era en ese momento una guerra pareja. Los otros diez combatientes estaban en sitios estratégicos y trataban de inclinar la balanza a favor de ellos y del pueblo. 111
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Desde donde yo estaba escondido, presintiendo lo peor para mí y para los demás, rendijeaba cómo la guerrilla iba trayendo heridos de todo tipo. “¡Partida de huevones, no son capaces de matar a cuatro pelagatos de estos!”, vociferaba la comandante en tono autoritario. Un guerrillero joven de raza negra, alto y con estampa de buen combatiente, la enfrentó y le dijo que por qué no iba y resolvía ella el problemita si tenía tan bien puestos los pantalones. Pero seguían trayendo heridos y cada vez aumentaba más la cantidad de muertos que metían en las hamacas de los trabajadores; las descolgaban a machete y cortaban las pegas para traer más heridos. De un momento a otro, entró un radioperador con el equipo base de comunicación y la comandante comenzó a impartir órdenes por radio a las demás unidades; decía que había que arremeter más duro por todos lados para acabar con los muchachos de las autodefensas, pero las consecuencias fueron catastróficas. Los combatientes de las autodefensas estaban muy bien parados en aquel combate desigual, bien ubicados en medio del pueblo, protegidos por una zanja y pasto, estratégicamente, se defendían con todo el valor posible. El calor del combate había tomado otro norte. Seguía la tónica de querer atraparlos vivos o muertos, la guerrilla intentaba sorprenderlos por todos lados, pero le mataban dos o tres y tenían que retroceder y recoger sus muertos y heridos. Eso me sorprendió, aunque la verdad es que la tarde anterior cuando me encontraba en un caserío cercano se me acercaron dos campesinos jóvenes que me contaron que se le habían volado a la guerrilla hacía media hora en una vereda cercana llamada El Guásimo. Yo me quedé un momento analizando lo que me dijeron y aunque incrédulo, decidí que esa información tenía que ser valiosa para las autodefensas encargadas de proteger la zona de la guerrilla, entonces me llevé a los campesinos para el pueblo a donde el comandante, con el que hasta el momento nos llevábamos bien. Me preguntó cómo veía yo el asunto y le 112
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respondí que yo me iba a dormir tranquilo y que subestimaba la información que me habían dado. Le dije: “Tengo tres años de estar en la zona y siempre el mismo cuento, la gente huyendo como loca y nunca sucede nada. El día que escuche zumbando las balas sobre mi cabeza, ese día voy a preocuparme, espero que no sea mañana”. Esto fue como una sentencia, una premonición a corto plazo, porque así sucedió. Lo cierto es que me fui hacia mi casa mientras el comandante se puso a indagar a los dos campesinos. A eso de la media hora me mandó a buscar con un joven autodefensa que había sido trabajador mío tiempo atrás. Cuando llegué pude ver que tenía a uno de los dos campesinos amarrado a una estaca y que al otro lo iba a matar por embustero; los iba a matar por habladores de mierda. La verdad, intercedí por los dos campesinos y le hice entender que yo tenía esa opinión, pero que los muchachos podían estar diciendo la verdad y que a él le era muy fácil verificar otro día la información y salir de la duda. Mandó a soltar al que estaba amarrado y casi me dio como una orden entre risas: “Tú me respondes por estos huevones”. Me los llevé para la casa y les presté una hamaca a cada uno para que durmieran y no fue más, pero al día siguiente cuando empezó el intercambio de disparos, los dos salieron corriendo en diferentes direcciones, uno se escapó y al otro lo mató la guerrilla a machete. Era un muchacho de unos veinte años aproximadamente, corpulento, como de 1.75 metros de estatura, trigueño, cabello negro. El otro se había volado. Recuerdo que se llamaba Libardo y que era la segunda vez que se le escapaba a la guerrilla. Algún tiempo después, salió a un punto llamado La Ye, un guerrillero lo derribó de un culatazo en la nuca y lo obligó a tenderse con otros campesinos en el suelo, pero este era un campesino de mucho coraje y cuando el guerrillero le dio la espalda para revisar a las otras personas que tenía en custodia, este se levantó de un salto de donde estaba tendido, se impulsó y se volvió a escapar 113
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de las manos de la guerrilla por tercera vez, una verdadera hazaña que más tarde generó comentarios de todo tipo. Mientras tanto, en mi casa seguía el mismo ambiente. Uno de mis trabajadores que había sido autodefensa se encontró con un hermano guerrillero. Tenían seis años de no verse y en medio del calor del combate se reconocieron y se abrazaron y lloraban porque el que trabajaba conmigo le manifestó al que era guerrillero que su madre había muerto hacía ya cuatro años, que se había quedado esperando su regreso para verle por última vez. En medio de aquella historia conmovedora miré mi reloj una vez más, ya marcaba las 12:30 del medio día y el tiempo seguía avanzando sin ninguna señal que indicara que todo acabaría. Continuaba en mi escondite en medio de aquella balacera que mermaba un poco; se escuchaba más el armamento de apoyo, tal vez fue este hecho el que generó desventaja para la guerrilla que se enceguecía contra los paracos que tenían rodeado el pueblo. El apoyo se debía a que el día anterior el comandante de las autodefensas después de indagar bien a los dos campesinos, había tomado unas medidas de seguridad. Previniéndose mandó ubicar casi toda la tropa en sitios estratégicos con armas de apoyo en unas colinas como a unos 600 metros y se había quedado con una minoría en el pueblo. Estas decisiones estaban causando estragos a la guerrilla que muy tarde se daba cuenta de que con esa estrategia le estaban dando de baja a muchos combatientes, tres M-60 desde aquella distancia les hacía daños considerables. La comandante Sonia que impartía órdenes por radio desde mi casa mandaba por más hamacas para recoger más heridos y muertos. En un momento el radioperador llamó a la comandante Sonia y la pasó al radio, le comunicaban de un alto mando que había un fuerte ataque por el lado oriente del pueblo y que trataran de evacuar lo más pronto posible. Quien le daba esta orden a Sonia, lo supe más tarde, era Manteco, que dirigía la toma guerrillera con el Quinto y Cincuenta 114
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y Ocho frentes de las FARC. Se hizo un pequeño silencio y se podía escuchar a la distancia el traqueteo de las armas de diferentes bandos. Mientras tanto, Sonia dio la orden de levantar a todos los trabajadores, utilizar las hamacas para transportarlos y los obligó a cargar con los muertos y los heridos. Comenzaron a evacuar mientras seguía dando órdenes por radio. El grupo de apoyo de las autodefensas se acercaba cada vez más al pueblo y la comandante Sonia dio la orden final de retirada a todas las unidades. Se produjo una arremetida tan fuerte que tanto traqueteo de las armas al mismo tiempo ensordecía: granadas, morteros, M-60 y fusilería de todo calibre. En el estruendo de aquel combate se escuchaban los gritos de los heridos de la guerrilla, gritos de angustia y dolor. Mientras evacuaban disparaban en todas las direcciones. El tropel del combate estaba en su clímax, la batalla estaba tan recrudecida que en el techo, la palma y la tabla con que estaba cercada mi casa, se escuchaba como el granizo en hoja de zinc cuando va a comenzar un aguacero. Al sentir aquella situación tan recrudecida, me aferraba a pedirle a Dios que me protegiera de aquella barbarie, de aquel infierno que no mostraba indicios de acabar pronto. Sin aviso, empezó a cesar un poco aquel tiroteo y sentí que la guerrilla disparaba ya más lejos, como a unos 500 metros. Pero, de repente, recrudeció nuevamente la balacera contra mi casa, tanto que sentí muy amenazada mi vida y me bajé o me tiré lo más rápido que pude del zarzo a mi alcoba y me protegí con los colchones. Con aquella arremetida los paracos trataban de constatar si quedaban guerrilleros apostados en mi casa. De pronto se me ocurrió algo que había visto alguna vez en películas, porque de cualquier manera, aún corría el riesgo de que me mataran si salía de forma inesperada. Agarré un palo de escoba y un suéter blanco y con cuidado abrí las ventanas con el 115
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mismo palo y comencé a mover el suéter en zig zag y escuché. Siguieron algunos disparos, pero oí que alguien gritó: ¡Ojo, que hay civiles en la casa! Entraron dos o tres autodefensas para cerciorarse de que no quedaba guerrilla en el lugar y me gritaron que diera la cara. En contra del susto salí de mi cuarto con la pierna vendada y uno de ellos me reconoció y me saludó amablemente. Me preguntó si no quedaba guerrilla escondida en la casa. Respondí que se habían ido todos y que se habían llevado a todos los trabajadores y a mi cuñada. Miraba por la puerta que los autodefensas corrían en cortina asegurando el terreno para que no hubiera guerrilla cerca. Los siguieron como un kilómetro y desistieron de seguir por dos razones: llevaban rehenes y comenzaron a sembrar minas al ver la presión de las autodefensas. Era un grupo de 200 hombres muy bien armados y entrenados de la escuela de Carlos Castaño que se encontraban haciendo el curso de comandantes por los lados del Urabá, y quienes a pesar de la distancia habían venido a apoyar a los 60 que habían resistido a un enemigo tan numeroso. El comandante me felicitó por estar con vida y me formuló una serie de preguntas, mientras daba órdenes por radio. Hasta ese momento yo no me había dado cuenta de que estaba en ropa interior, con la pierna vendada y sangrando, pero con tantas emociones juntas, la verdad no me importaba. No tenía tiempo para quejarme, se me acercaban más autodefensas y todos preguntaban cosas, algunas veces al mismo tiempo. Respondí la mayoría de las preguntas, querían saber de los muertos civiles, de los trabajadores, en fin de todo un poco. Fui por un pantalón y una camisa. Volví y me puse a revisar los muertos que estaban debajo del abeto donde se encontraban formados los autodefensas. En el trayecto de la casa al abeto estaba tirado el jovencito que se había metido a disparar dentro de la casa. Debajo del abeto había tres autodefensas y dos civiles: uno de ellos era uno de mis trabajadores (de los dos que se habían 116
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volado cuando empezó el combate), el otro era uno de los campesinos que me habían dado aviso la tarde anterior. Seguí caminando con dirección al oriente, detrás de mi cuarto vi que la joven guerrillera que había intentado matarme estaba bocabajo aún con el fusil en la mano, era una niña delgada de unos 15 a 16 años, cabello largo, 1.65 de estatura aproximadamente, muy linda a pesar de haber perdido ya un poco el color de su rostro, muy bien uniformada y con toda la dotación correspondiente a un combatiente. A unos tres metros otra guerrillera de unos 20 años con una mata de cabello tan hermoso que cualquiera envidiaría, muy bien parecida, con unas argollas de oro y un collar con una cruz en madera de unos seis centímetros. Con toda la dotación. A unos diez metros se encontraba Sonia, tendida, la había matado un joven autodefensa cuando intentaba rescatar a un combatiente de unos 25 años, muy bien parecido, de piel clara y de 1.80 de estatura; se dice que al marido lo habían herido de gravedad cuando trataban de evacuar el pueblo y que ella en su afán por rescatarlo se descuidó y les dieron muerte a ambos. También tenían toda su dotación. Sonia tenía en la mano derecha el fusil y en la izquierda una bolsa con medicamentos de primeros auxilios, estaba tirada a unos 50 centímetros del guerrillero, en sentido sur detrás de la cocina donde estaban tendidos los trabajadores. No había nadie más, solo rastros de sangre, desechos de primeros auxilios regados por todos lados. Seguí caminando a una casona grande cercada de tabla por los lados y muy espaciosa donde dormían otros de mis trabajadores y encontré a dos de ellos tendidos, los habían matado por no querer soltar los machetes y tenderse al piso; después de dispararles en repetidas ocasiones los machetearon por la cabeza por su rebeldía, según me contaron dos días después otros trabajadores que se habían sometido a acatar las órdenes del enemigo sin chistar. Regresé a la casa, pero solo estaba el cadáver de Oliver, el jovencito de 15 años, tal cual como lo había dejado al momento 117
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de morir, con un poco de tierra por la explosión de la granada que cayó a unos dos metros de distancia de donde estaba su cuerpo indefenso y sin vida. A su alrededor mucha sangre y trapos empapados de las heridas de los guerrilleros que atendían durante el combate. Salí por otra puerta hacia la parte occidental y a unos 15 metros se encontraba otro cuerpo tendido y recordé que era el conductor del vehículo de servicio público de transporte, que al verme cuando me hirieron debajo de su carro, se llenó de nervios y me había dicho que no se iba a dejar matar como un marica y emprendió una carrera que lo condujo a brazos de la muerte, porque a 12 o 15 metros le pasaron las piernas y cayó herido, revolcándose de dolor, trató de incorporarse para intentar seguir, pero lo terminaron de acribillar a tiros. Tenía aproximadamente 32 años, muy jocoso y buen amigo, conversón, de cabello claro, ensortijado, lo apodaban el Tigre. Cuando estudiaba mi secundaria había hecho un curso de enfermería básica y entre todos comenzamos a recoger a los heridos civiles y de las autodefensas. Al momento llegó una ambulancia con medicamentos; en asocio con los médicos y enfermeras, que no eran suficientes, me ocupé de colaborar de diferentes maneras con los heridos. Llegaba una y otra ambulancia a medida que iba transcurriendo el tiempo, hasta se me olvidó que yo también estaba herido en la pierna con dos impactos de bala. Resumiendo, se me habían llevado 25 trabajadores, me habían matado a 5, faltaban 2 y se habían llevado a la hermana de mi esposa. Se encontraron más muertos y heridos en el pueblo. Al otro lado, después de una quebrada grande que le daba una vuelta al pueblo, vivía un señor de piel morena, de unos 45 años. Recuerdo que era evangélico y siempre tenía una sonrisa amplia al saludar a las personas. La guerrilla lo había recogido en la madrugada y lo amarraron para sacarle información. Sucedió que cuando la guerrilla iba de vuelta, lo soltaron para que ayudara a cargar a los heridos y muertos. Cuentan mis trabajadores que un guerrillero de rasgos 118
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indígenas vació un proveedor en el cuerpo de aquel pobre hombre porque se negó a cargar porque sufría de una hernia. Cuando cayó a tierra el cuerpo sin vida, sacó un machete y de un golpe lo decapitó, cogió la cabeza con la mano izquierda chorreando sangre y la cargó unos 100 metros y luego la clavó en una estaca, cerca al lado del camino, y le gritó a todos: “¡Eso le va a suceder al que se canse de cargar, ya veré quién es el siguiente!”. Aquel episodio generó una serie de comentarios que consternaban a las personas que escuchaban aquellos relatos y vivencias que hacían estremecer. Hay un hecho del que nunca se tuvo certeza sobre cómo sucedió realmente. A uno de mis trabajadores lo encontraron al tercer día muerto con un fusil en la mano. De esto también se escucharon diferentes versiones, pero nunca hubo una que clarificara bien qué pasó. El hombre se llamaba Francisco y tenía unos 30 años, ojos color café claro, era muy serio, de buenos principios, por lo que no podía entender por qué tenía un arma; conocía muy bien a su familia y nunca había tenido que ver con armas. La versión más clara que se comentó sobre este hecho fue que cuando se inició el combate en la mañana, él emprendió una veloz carrera hacia la parte occidental del pueblo, esquivando con mucha suerte la balacera hasta llegar a orillas de la quebrada donde estaba la guerrilla apostada atacando a las autodefensas. Les había llegado por un costado sin darse cuenta de que sus pasos lo habían llevado directamente a manos del enemigo. Una muchacha guerrillera le apuntó con el fusil y lo hizo tirarse boca abajo en el suelo, mientras el combate seguía. Hubo un momento en que la guerrillera lo descuidó, y él se incorporó y se le abalanzó a forcejear, le quitó el fusil, salió corriendo con dirección a donde se encontraban las autodefensas, y lo acribillaron por la espalda, pero dada la situación tan fiera del combate, se les hizo difícil rescatar el fusil de las manos de aquel campesino lleno de coraje, obligado por el miedo. En otro hecho, a un joven de 19 años, de las autodefensas, al que llamaban Wilmer, lo habían herido de muerte. Duró 119
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unos días luchando pero no sobrevivió a dos operaciones que le practicaron los médicos. Le dispararon por la parte baja de la mandíbula izquierda y los impactos de bala le salieron por la nariz destruyéndole casi por completo la caja bucal. Otro más que resultó muerto era del grupo de apoyo que el comandante había dispuesto en caso de que fuera cierta la incursión guerrillera, se encontraba hablando por radio con el comandante y una bala perdida le dio directo en el corazón. En total fueron siete los muertos de las autodefensas, con el comandante que se hacía llamar el Cóndor. Al comandante le habían comunicado la situación y su respuesta fue que amarraran a esos maricas, que él arreglaba al día siguiente con ellos, subestimando, igual que nosotros, la verdadera realidad del problema que se aproximaba. Se encontraba en un pueblo cercano en una fiesta con una joven y un escolta apodado el Iguano. Al día siguiente el comandante que estaba a cargo lo llamó por radio y le comunicó que la guerrilla se acababa de tomar el pueblo y que los tenían rodeados, le respondió que tomara las decisiones más apropiadas y que él llamaba inmediatamente por refuerzos del Ejército, pero nunca llegó. Se montó en el carro con la joven que lo acompañó durante la noche, y con el escolta, hacia el pueblo donde nos encontrábamos en manos de la guerrilla; pero a un kilómetro del pueblo la guerrilla tenía una avanzada de seguridad y él se confió y se metió en la emboscada. Cuando se dio cuenta de que esa gente no eran paracos sino guerrilla, ya era demasiado tarde, sacó la pistola de la gaveta del carro pero un guerrillero que lo conocía muy bien ya estaba muy cerca de la puerta del carro y lo mató a tiros. A la joven que lo acompañaba también le dio dos tiros y el guardaespaldas salió por la puerta trasera y cogió para el monte con una lluvia de balas detrás, pero no lo alcanzó ninguna y se escabulló. Más tarde contaría el hecho tal cual como lo traigo a esta narración. En el transcurso de los tres días que siguieron fueron apareciendo todas las personas que se había llevado la guerrilla y cada 120
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quien traía una historia diferente. Contaban, por ejemplo, cómo los hacían cargar y caminar o casi correr con los muertos y los heridos de la guerrilla, y que muchos de los heridos se morían mientras ellos iban cargándolos. Me contó mi cuñada que una guerrillera lloraba a uno que se había muerto en el camino de la huida, lo llamaba comando Samir. Esa versión dio a entender más tarde que Samir era el segundo hombre al mando de Manteco que fue el que dirigió aquella toma guerrillera, y que la joven guerrillera se quería desquitar con mi cuñada amenazándola que más adelante arreglaba con ella. Ya a unos cuatro o cinco kilómetros del pueblo, las autodefensas le echaron un cruce por otro camino a la guerrilla y se enfrentaron de nuevo, pero esta vez la guerrilla solo repetía el avance de las autodefensas, mientras ellos huían y minaban el camino. Este hecho lo aprovecharon mi cuñada y algunos de mis trabajadores para escaparse. A su grupo lo cuidaba dos guerrilleros, pero cuando trataban de detener el avance de las autodefensas, los llamaban como refuerzo, así que dejaron solos a los trabajadores y estos aprovecharon y se metieron al monte en una veloz carrera que los conduciría a la libertad. Varios quedaron nerviosos y jamás volvieron a trabajar en la zona, aunque la mayoría volvió. Este es un hecho real en mi vida, una experiencia de película que no deseo que le suceda a ningún ser humano. El salvajismo del hombre contra el hombre no edifica a nadie, al final del camino todos perdemos. Algunos dirían a boca llena, ganamos, pero, ¿qué ganamos? El resentimiento y el odio de los demás y a estas alturas de mi vida no tengo ni resentimientos ni odios ni mucho menos enemigos. Todavía hoy le doy gracias a Dios y al hecho positivo de la guerrilla de perdonarles la vida a todas las personas que regresaron. Para mí nadie ganó: murieron 19 civiles y 7 de las autodefensas, además de 8 guerrilleros que quedaron en el pueblo y que sus compañeros no pudieron llevarse. Un mes más tarde un guerrillero se voló con un fusil y se entregó a las 121
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autodefensas y manifestó que a la guerrilla le habían matado 42 combatientes y que se prepararan porque Manteco había dicho que no podía quedarse con esa y que iba a esperar el momento para el desquite.
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Álvaro José Chamorro González Nací en el municipio de Santiago de Tolú, Sucre, donde resido al lado de mi madre, mis dos hermanos y mis abuelos. Tengo 28 años y en las AUC estuve dos, pertenecí al Bloque Norte y al Bloque Córdoba. Actualmente curso el grado once y mi aspiración es terminar los estudios e iniciar una carrera para ayudar a mi familia.
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El cerdo castigo Álvaro José Chamorro González
Y
o era un joven, un niño estudioso y con metas, pero todo fueron sueños e ilusiones. Al transcurrir los años empecé a vivir la vida como carga y peso de todo lo que el destino presenta y no como lo que quería para mí. Abandoné mis estudios, decepcioné a mi madre y me fui a la guerra por razones de empleo y la situación caótica que se vivía en el país. Fui combatiente de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Gracias a Dios salí con vida y pude desmovilizarme en el 2005. Estando allá, dentro de la organización, creí estar preparado psicológica, física y mentalmente para la guerra, pero en realidad no sabía todo lo que podía sucederme, como por ejemplo, morir, salir herido o que mi familia me diera por desaparecido, como suele suceder hoy en día, por esto quiero comentarles una de mis tantas vivencias en esa guerra injusta, inhumana y sin sentido, pues nunca supimos por qué y para qué peleábamos, solo debíamos obedecer órdenes. Eran las 8:30 de la mañana de un 23 de marzo. Yo pertenecía a la escuadra tercera contraguerrilla, Alcatraces, y ese día me tocaba ranchar, es decir, cocinar. Había preparado un suculento menú, arepas con carne asada y café con leche, pero de pronto nos dieron orden de hacer presencia en la carretera y montar un retén. Como me tocaba el rancho, mi deber era esconder las 125
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ollas, el aceite, el arroz, los huevos, la carne y todos los víveres con el equipo de asalto. Así lo hice, para mí quedaron bien ocultos y nos fuimos a la carretera a cumplir la orden del máximo comandante del Bloque. “Al llegar a la carretera”, como dice la canción del viejo Durán, parábamos a todo vehículo y a las personas que iban a pie, esa era la orden que nos habían dado, querían resultados positivos. Horas después habíamos retenido a varios sospechosos de pertenecer a las FARC. El tiempo avanzaba. Al rato el comandante de la escuadra recibió la orden de abandonar todas las disposiciones anteriores. Colgó su radio Kendoo 2000, lo puso en su chaleco y nos dijo: “Suelten a los rehenes que tenemos que estar en 25 minutos en su QTH”, esto quiere decir en el lugar donde el máximo comandante del Bloque tenía su cambuche. Los ocho, o sea mis compañeros y yo, estábamos ignorantes de todo lo que estaba ocurriendo. Para llegar al sitio donde se encontraba el comandante del Bloque, nos echábamos una hora, pero como cosa increíble llegamos como él lo había ordenado. Al llegar lo notamos furioso. Nos dio la orden de formar. Como él era el máximo comandante, había que obedecerle, y mucho más por su estado de ira. Se nos acercó y nos miró a los ojos para ver quién le bajaba la mirada. Preguntó: “¿A quién le toca el rancho?”. Yo alcé la mano y él me dio con un palo al que le apodaban “Matías Moreno, saca lo malo y mete lo bueno”, me hizo un tiro a los pies y me golpeó en el estómago. Me desmayé y caí al suelo. Cuando volví en mí y me paré, ya mis compañeros estaban pagando su castigo con el comandante segundo al mando. A mí me tocó con el máximo comandante. Nos pusieron a hacer arrastre bajo, cuclillas, rollos, ranita y a trotar de arco a arco en esa interminable cancha y el comandante con “Matías Moreno” y su pistola Prieto Beretta en la mano haciéndonos tiros. Varios de nosotros vomitamos y nos tocaba pasar por encima del vómito. El castigo empezó a las 3:30 de la tarde 126
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y terminó a las 6:15. A esa hora todavía nosotros no sabíamos por qué nos castigaban. Cuando suspendieron el castigo nos dijeron el porqué de ese trato tan fuerte e indeseable: el ranchero, es decir yo, no había escondido los víveres bien y llegó un cerdo y se comió y revolcó todo: la carne, los huevos, los tomates, el azúcar, etc. El comandante, que presenció el desastre que el animal había hecho con la comida, me dijo: “No lo mato hoy porque estoy madre. A partir de este momento le toca prestar guardia alrededor de mi QTH y yo personalmente le voy a pasar revista. Como lo encuentre dormido o colgando el hacha, lo mato”. Pero en medio del miedo y del cansancio, con todo mi cuerpo arrastrado y adolorido, le cumplí su orden como debía ser, al pie de la letra. Fueron un día y una noche que no olvidaré, porque ocurrieron tantas cosas que me hicieron recapacitar y pensar bien que lo que me estaba pasando no era un juego. Me sirvió para aprender y comprender que allá la vida no valía nada, más valía la del cerdo. Quisiera o no quisiera, el comandante tenía la razón, porque cuando llegué a esa organización me hablaron de unas normas que tenía que seguir, pero viendo la situación como seres humanos, lo que él hizo fue una injusticia, no merecía ese tipo de trato y mucho menos yo que en el combate, decidido a morir, daba todo como un huevón y exponía mi vida para proteger la de él, la de un desconocido que me trató y me castigó como mis padres jamás hicieron. La noche siguió avanzando en medio de la lluvia, de truenos y relámpagos, pero así lloviera, tronara o relampagueara, me tocaba, ya estaba decidido a cumplir la orden como había dicho. Al fin llegó la mañana. Se cumplió la hora del castigo y me dirigí hacia mi cambuche. Eran las ocho. A las 10:05 me mandó a buscar. Me sorprendí porque pensaba que todo había quedado en calma. Fui, claro, con mucho miedo, no lo niego, pero al 127
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llegar lo noté con un rostro muy diferente al del día anterior. No fue cosa del otro mundo, al llegar me dijo estas palabras que aún recuerdo como si hubiera sido ayer: —Qué tal, ¿cómo amaneciste? ¿Cómo te pareció el castigo? Fue muy bueno, ¿verdad? Te mandé a buscar para lo siguiente: el cerdo acabó con todo, ¿quién tuvo la culpa? Usted, como ranchero. Un desperdicio total, hoy no han comido, ¿verdad? —Así es, mi comandante, —le respondí. —Silencio, comemierda, que estoy hablando, no he terminado —me gritó—. En la vida civil hay personas que no tienen para comer ni un cuarto de carne, ni un trozo de pan. Imagínate a la puta de tu madre que ni siquiera ha podido comer ni dormir pensando en ti en este momento. Tú acá tienes la comida, un sueldo y hasta un fusil para defenderte, y desperdicias la comida dejándola al alcance de ese cerdo que me tocó matar, el cual vas a pagar a los señores civiles que viven allá abajo del cerro. ¡Quedas sin sueldo este mes, hijo de perra, mar de aquí! Me fui para el cambuche con la moral muy pero muy baja, por dentro la rabia, el odio que sentía hacia él eran muy fuertes y la impotencia me roía las entrañas. Miraba todo mi cuerpo, mis codos pelados, las rodillas, las mejillas. Estaba raspado por todos lados. Fue un duro castigo, pero gracias a Dios aquí estoy para compartir un trocito de todo lo que yo viví estando allá. Cuando tomé la decisión de irme para la guerra nunca pensé vivir algo así, por eso le digo a todos los jóvenes que piensen bien antes de tomar una decisión, pues la guerra no es un juego. Los consejos que salen de casa son primero y son los mejores, y los que vienen de los que dicen ser los amigos no son tan buenos y van después. De seguro, señores, que ninguno de ustedes querrá vivir un castigo de este tipo ni en broma, ¿verdad? Y eso no es todo, a las dos semanas llegó el día del pago: los trescientos cincuenta mil 128
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pesos. El comandante llamaba por la chapa a cada uno del bloque. Cuando me llamó, fui mirándolo a los ojos. Me dijo: —Tú sabes que esta plata es para los civiles, los dueños del cerdo que me tocó matar. Hay que pagarlo con tu sueldo. Quería decirle que él era quien debía pagar el cerdo pues él lo mató y por muy grande que fuera no valía $350.000. —¿Tienes algo que decir? —me preguntó. —Las órdenes son para cumplirlas —respondí.
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Edilberto Arrieta Nací el 10 de junio de 1972 en Valledupar, Cesar. Soy hijo de Humberto Pérez y Adelma Rosa Arrieta, oriundos del Carmen de Bolívar y San Pedro, respectivamente. Soy el segundo de ocho hermanos. Vivo con Sandra Milena Martínez con quien tengo un hijo de nombre Dairo Arrieta Martínez. Me desempeño como ayudante de albañilería. Actualmente estudio la primaria en la UNAD (Universidad Nacional Abierta y a Distancia) en Valledupar. Me gusta escuchar música ranchera, en especial la de Antonio Aguilar
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os hombres fueron muy directos cuando allá en la finca Los Cedrales le contestaron a mi amigo Toño qué tipo de trabajo nos estaban ofreciendo: de poste en las AUC, es decir, de guardia en diferentes puntos estratégicos cuidando la zona. Dijeron que nos pagarían muy bien. Yo estaba pasando muchas necesidades económicas, no tenía trabajo ni esperanza de conseguirlo, así que esa tarde decidí irme con Toño pues estaba seguro de que con él estaría muy bien y juntos podríamos regresar después de esta aventura. Nos fuimos. Empecé a sentirme solo. Pasábamos mucho frío, hambre y tristezas. Aunque necesitaba el dinero, realmente no era feliz. Me hacía falta mi familia, mi casa. Mi amigo era el que me daba ánimo cuando me veía muy triste. Fue pasando el tiempo y empezaron a encomendarnos otras actividades como hacer registro, que significaba vigilar la zona para que no hubiera personas extrañas al grupo que pudieran atacar. Un domingo a Toño y a mí nos mandaron a hacer registro. Era una mañana nublada y muy fría, no se escuchaba ni siquiera el trinar de los pájaros, tal vez por el frío o por la misma neblina que no nos dejaba ver la luz del día. Toño salió primero que yo y después de un tiempo oí unos tiros. Cuando iba llegando cerca de donde él estaba, me indicó con su dedo puesto sobre la boca que 131
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no hiciera ruido y me señaló hacia el monte del frente desde donde le habían disparado. Si él no me avisa, yo sigo por el mismo camino y me habrían disparado también a mí. Mejor dicho, a él le debo mi vida. Me le acerqué. Estaba tirado en el suelo y me pedía auxilio. Corrí y lo sostuve en mis brazos y me dijo: “Fueron los enemigos”. Sentí que no podía dejarlo tirado y aunque era muy peligroso recogerlo decidí cargarlo y subirlo a la casa. La cuesta era empinada. Él estaba muy mal, ya no hablaba, yo trataba de caminar más rápido, mi respiración se aceleraba cada vez más, pero muy a pesar de mi esfuerzo por salvarlo, dio un suspiro sobre mi espalda y murió. No sabía qué hacer, se me desgarraba el alma y las piernas me temblaban, no sé si por el peso de su cuerpo o por los nervios que llevaba, pero saqué fuerzas y seguí caminando con él sobre mi espalda hasta que llegando a la casa se me doblaron las rodillas y solté su cuerpo. Lloré tanto, nunca había sentido un dolor tan grande, mi amigo ya no estaba y yo ya no tenía fuerzas para seguir en el grupo, pero debía continuar porque era muy peligroso salirse de la organización, no solo ponía en peligro mi vida, sino la de mi familia. Me invadió el resentimiento y la rabia, me parecía injusto lo que había sucedido con Toño. Quería parar porque estaba cansado de tanta violencia, pero a todos los que se salían los perseguían hasta matarlos, porque los jefes pensaban que los iban a malinformar con el Ejército. Afortunadamente un día llegó la noticia de la desmovilización. Era algo tan maravilloso que no lo podía creer. Todos nos vinimos porque estábamos cansados con tanta violencia. Ahora soy un hombre libre, no tengo temor ni pesadillas, respiro libertad y en mi corazón está la paz que tanto he soñado. Por eso cada día que pasa me arrodillo y le pido a Dios que me perdone por todo lo malo que he hecho y le doy gracias por haberme concedido el maravilloso milagro de volver a estar con mi familia. 132
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Ángel Giraldo Martínez Nací el 20 de enero de 1980 en la ciudad de Barranquilla. A la edad de 12 años me trasladé con mi familia para Montería, Córdoba, donde aún resido. Cuando tenía 18 años ingresé al Ejercito Nacional, donde duré 20 meses. En el 2001 ingresé a las filas de las AUC, hecho que marcó mi vida por completo, allí vi y viví cosas que ningún ser humano quisiera pasar. En el 2006 me desmovilicé y comencé a estudiar lo que me gusta: Enfermería. Poco a poco voy tratando de salir adelante al lado de mi esposa y mi hijo.
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Vida de perros Ángel Giraldo Martínez
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abía amanecido, era un 26 de marzo del año 2003. Hice la diana porque amanecí de guardia; estábamos en la escuela de El Totumo después de un largo y duro entrenamiento, bajo el sol, sudor, hambre, volteo y sueño. Llegó el tiempo del relax. El grupo estaba muy cansado por lo que había pasado días atrás. Todo volvía a la calma. El Totumo era un caserío donde los paracos o los bloques o grupos de la zona descansaban, donde cada uno satisfacía sus necesidades; era el espacio para que los hombres llamaran a la familia, fueran a la peluquería, de compras, descansaran física y mentalmente. Mi grupo trabajó y trasnochó durante un mes y medio y se merecía ese descanso. Pude dormir tres días bien relajado hasta las seis y media de la mañana, pero las buenas cosas no duran y menos en la guerra. Esa tarde del mismo día 26 volveríamos a nuestro punto, o sea a Las Palomas,1 aunque no lo sabíamos. Todas las personas que hacían parte de mi grupo disfrutaban con la gente del caserío y algunos alcanzaron a tatuarse. Ese día hablé con todos los de mi grupo e hice planes con un muchacho al que le decían Awary You o Mi Sangre. Le decíamos así porque
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En esta historia los nombres de los lugares y los personajes fueron cambiados. 135
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era de color negro, tenía como 21 años, medía 1.70 de estatura y era tan negro que solo se le veían los dientes y la pepa de los ojos. Eran como las doce del día y Mi Sangre me decía que cuando estuviéramos en la civil me invitaría a su tierra, Turbo, para chicanearle a las niñas. Terminé de hablar con el parcero y me fui a almorzar a mi escuadra. Como las 12:30 llegué, almorcé y hablé con unos pelaos. Todo parecía tranquilo. Descansé como una hora en mi hamaca después del almuerzo. A la 1:30 llegaron tropas que estaban en una operación militar en las selvas colombianas. Comencé a saludar a los muchachos que iban llegando a descansar. Como llevaba poco tiempo con los paras, me interesaba conocer todo, así que comencé a hablar con los muchachos y a preguntarles cómo era la experiencia que habían vivido. Luego comimos dulces, lecheras, galletas, salchichas, arroz con leche y por último, gaseosa. Todo iba bien y yo estaba contento porque desde que había llegado no me había sentido tan relajado al ver tantos hombres del mismo lado, en ese momento me sentí seguro. A las 3:00 de la tarde llegó el comando Pablo y le dijo al comando Seis de mi grupo: “Pedro, hey, aliste a la gente para que suban a su área”. Llegó la información a Los Devastadores, que era el nombre del grupo, y formamos. Nos avisaron que alistáramos los equipos y estuviéramos QAP, es decir alertas, porque ya venían los carros a recogernos. Yo no sé qué me dio, pero el corazón me decía que algo malo estaba por pasar en esa zona. Llegó un camión con carpa para llevarnos hasta Las Palmas donde había una escuadra de mi equipo y unas camionetas 4x5 con zorra para transportarnos hasta Las Palomas; ese punto era ya la jurisdicción de mi grupo, nos quedaba poco tiempo en El Totumo. A las 3:15 de la tarde el comando terminó de informarnos e integrarnos: “Bueno muchachos —dijo— pilas, cuidado se van a perder donde los novios de los otros grupos del bloque, cuando llegue el camión, ¡listo!, forman enseguida”. 136
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Rompimos filas. La verdad es que yo me sentía triste porque con los demás hombres que llegaron había un amiguito mío y desde que nos separaron de grupos no nos habíamos vuelto a ver. A mí me dolió separarme de él nuevamente, no como un gay sino como un amigo de infancia. Bueno, a lo hecho pecho. A las 4:30 de la tarde llegó el camión y con él Pablo, que era el hombre encargado de dirigir o coordinar tropas, quien le ordenó a Pedro alistar su tropa. Formamos y nos embarcamos rumbo a Las Palmas. En ese lugar bajamos del camión encarpado. De El Totumo a Las Palmas había un tiempo de 20 minutos en el camión. Llegamos. Nos formamos por escuadras para repartirnos en las dos camionetas donde nos transportaríamos. En ese lapso, yo, principalmente, iba mamándole gallo al Ardillo y a la Hormiga por la manera como hablaban. Eran los únicos hombres santandereanos del grupo. Embarcamos en la camioneta. La primera escuadra y la mitad de la segunda iban en la primera camioneta y el conductor era el mismo Pablo. En la segunda camioneta se montó la mitad de la segunda escuadra y la tercera, la mía, integrada además por Lucas, Andrés, Cocu, Grua, Cocoliso, Totono, Baby y Menudencia. Mi amigo Alex era de la segunda escuadra, pero quedó en la mitad, con la tercera. Bueno, prendieron motores, arrancaron y comenzamos a entrar a la carretera de Las Palomas que era muy montañosa por los lados. Todo iba bien mientras subíamos. De pronto, me dio por mirar hacia abajo de la carretera y vi unos civiles en una casa, y unos movieron la mano como diciendo que Dios los bendiga. Cuando íbamos más adelante sentimos que éramos blanco de la guerrilla, justamente cuando empezábamos a bajar la montaña por la carretera… Sentí algo que zumbaba, la camioneta se paró en medio de un puente y allí fue cuando nos dimos cuenta de que nos estaban dando balín. Lo primero que hice fue buscar protección y me tiré a la carretera; cuando miré, toda mi escuadra se encontraba aturdida. 137
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De pronto escuché una voz que dijo: “Súbanse al cerro”, era Willy, el segundo al mando. No había más sino que subirse al cerro para poder salvar nuestras vidas, pues la guerrilla nos tenía prácticamente rodeados. Ya encima del cerro, éramos como unos 12 hombres. Nos coordinamos y planeamos la defensiva porque perdimos el apoyo por radio. Yo aún en verdad no sabía qué pasaba con las otras personas, desconocía el paradero del resto del grupo, me preguntaba si ellos también estaban respondiendo. Realmente no alcancé a imaginarme lo que les pasaba. En el cerro que nos tomamos quedamos al mismo nivel de altura con la guerrilla, pero el abismo que nos separaba era hondo. Ya eran como las 6:45 de la tarde cuando la guerrilla nos tiró un cilindro, pero el artefacto no nos dio, gracias al abismo y a los árboles que había, si no, no estuviera contándoles esto. Andrés, el comandante de mi escuadra, intentó avanzar hacia adelante con otros tres hombres más y… ¡Pum!… Lo cordeliaron por el lado derecho del ombligo. Eso fue como a las siete de la noche. En esas escuché la voz de Willy: “Ahora esto está grave, Andrés está herido”. Entonces pregunté: “Willy, ¿y el apoyo?”. Me contestó: “Paciencia, que ya casi están aquí”. Claro, cómo no iba a estar azarado si era que yo no oía nada, estaba sordo por el traqueteo de los fusiles. El apoyo llegó como a las 8:45 de la noche. Eran los hombres de Cristian. Cuando llegaron sentí un gran alivio y Cristian preguntó la dirección en la que estaban las FARC, emplazó un arma PKM y enseguida soltó dos rafagazos. Y para qué fue eso. La respuesta fue contundente: vimos arriba del cielo una bola de candela, era otro cilindro, pero por el abismo se quedó en los árboles y explotó sin dar en el blanco. Esa noche era muy oscura, no se veía nada y no se podía hablar muy duro, había que estar en la juega. Yo seguía sordo, no escuchaba nada, lo juro, pero Dios cuando está con uno... Como a las 10:30 Cristian dijo: “Hey, Willy, coge a los muchachos que 138
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te quedan y saquen al herido (el herido era Andrés) y háganle pa tras que por todo eso está la gente nuestra, mientras tanto vamos a esperar que aclare para ver qué es lo que es”. Nosotros éramos como unos doce, más el herido. Caminamos y qué cosa para sentir de largo ese camino hasta llegar a donde estaban los demás hombres de Cristian. Ese herido pesaba y se quejaba mucho, no podía ni hablar por el tiro tan cruel, hasta que por fin llegamos. Cristian comandaba un bloque como de unos cien hombres que se dividía en tres grupos. Llegamos como a la media noche, a esa hora subí una lomita y vi al comando Pedro de mi grupo y exclamé: “Comando, ¿qué pasó? ¿Y los demás? No me respondió sino que me dijo: “¿Y el Ocho?”. El Ocho era un hombre que hacía parte de mi grupo. Encontré a Pedro herido en la pierna y en la mano. En ese momento me preguntaba cómo había hecho para estar acá tan lejos de lo ocurrido, era muy valiente para mí. Nos quedamos el resto de mi grupo tendidos en la carretera. Cuando quise ver eran las 5:30 de la mañana del día 27 de marzo, me había quedado dormido y cuando abrí los ojos vi que llegaban dos camionetas, era el comando Camilo con los escoltas. Enseguida me le pegué al lado e iba preguntándole cómo eran las cosas, hasta que llegamos donde estaban las camionetas. En la primera camioneta estaban Manuel y todos los demás muertos… Empecé a ver la realidad, mis compañeros estaban muertos, yo pensaba que era un sueño. Vi a la Ardilla, a Awary You y a otros, en total cinco, y a Pablo, que era el que manejaba, quien tenía un impacto en la cabeza, un hueco que le perforaba todo. Miré y vi a la Hormiga tirado en la carretera con un machetazo en la cara; junto a él estaba Julio y al lado de ellos, el Negrito y por allá metido, Cara de Puño con un tiro en el corazón. Él y Julio se habían tatuado el Divino Niño en el pecho, ni eso los salvó. En esos momentos quería despertar de la terrible pesadilla, dejar de seguir viviendo en el mundo de los perros, porque eso era para mí la guerra, una vida de perros, una vida inhumana. No 139
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podía creer lo que estaba pasándome y me preguntaba qué había hecho yo, por qué había tirado todo, una vida tranquila al lado de mi familia, por una vida tan triste y dolorosa. Poco a poco todo fue volviendo la normalidad. Aquel episodio había marcado mi vida para siempre. Después de un tiempo, exactamente al año, pasé por el sitio donde murieron mis compañeros. Ni el invierno, ni el verano de todo el año pudieron borrar las grandes manchas, incluso todavía se percibía el olor a sangre. La nostalgia y el miedo se apoderaron de mí. Me arrodillé y mirando al cielo di gracias a Dios y supe que Él tenía cosas buenas para mí. Y dije: “Adiós a la guerra, a la vida de perros”.
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Jalil Antonio Ruiz Guerrero Nací el 4 de marzo de 1971 en Valledupar, Cesar, en el barrio Los Fundadores. Soy el décimocuarto de veintiún hermanos. Trabajo en una constructora como contratista de obra. En mi tiempo libre me dedico a llenar crucigramas, a componer canciones, versos y poesías. Me gusta cocinar diferentes clases de comida típica como las de mi región, por ejemplo, la iguana con coco y el sancocho de mondongo. Me gustan el fútbol, el boxeo y el béisbol. Estudio mi bachillerato, curso séptimo en el Colegio Técnico la Esperanza en Valledupar.
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Un homenaje a Carne Salá Jalil Antonio Ruiz Guerrero
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o siguiente ocurrió en agosto de 1999 en la vereda El 25, que queda entre los municipios de La Cooperativa y Mapiripán, en el Meta, a orillas de Caño Jabón. Llevaba un año de pertenecer a las AUC, concretamente al Bloque Centauros comandado por Miguel Arroyave. A raíz de mi experiencia con las armas, pues había sido soldado profesional por siete años, fui escalando posiciones, porque allí el ascenso se ganaba según el criterio de los comandantes de más alto rango. Ellos eran los encargados de mirar si uno tenía o no facultades para ejercer mando y verificaban el comportamiento en el campo de combate, así que yo había llegado al puesto de segundo de grupo que es quien se encarga de asistir y dirigir al personal para cualquier operación que se presente. Estaba descansando cuando llegó uno de los patrulleros y me dijo que Cirigüelo, el comandante de grupo, me mandaba a llamar. Salí a su encuentro y cuando llegué le pregunté: “Qué hubo, cómo está la vaina”. “Dígame usted, que es el que se las sabe todas”, recuerdo que me respondió, y ahí mismo levantó la cabeza y le dijo a Daniela, la patrullera y a la vez su compañera sentimental, que me trajera un tinto. Mientras nos lo tomábamos se sentó en la hamaca, sacó un cuaderno y empezó a decirme: 143
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“Prepare a la gente para ir a pelear, y cuando digo que es a pelear es a pelear, porque me han comunicado los altos mandos que en esta área se han concentrado por lo menos mil guerrilleros para retomar la zona. Meses atrás las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) les habían quitado el dominio. Al rato sonó el radio de comunicación, era el Canario, radiochispa del Bloque, quien nos decía que nos pusiéramos alerta y no la colgáramos porque los mechudos, o sea las FARC, estaban cerca de nosotros y viendo cómo caernos por sorpresa. Terminamos de escuchar el mensaje y empezamos a planear la operación. Llamamos a los comandantes de escuadra que eran: el Mono Hueso, comandante de la primera escuadra; el Gato, comandante de la segunda escuadra y Berrinche, comandante de la tercera escuadra; la cuarta escuadra estaba dirigida por mí, como segundo del grupo, aunque mis funciones eran en cualquiera de las escuadras. Nos reunimos y les dije: “Señores, llegó la hora de trabajar, alisten sus escuadras para mañana por la madrugada para salir a hacer un registro”. Así, el 10 de agosto las cuatro escuadras completas salimos a las tres de la mañana. Por otro lado también se movían tres contraguerrillas al mando de los comandantes Rayo, el Araucano y Cascabel. Estos iban de refuerzo “por si se nos crecía el enano”, expresión que usábamos cuando las cosas no salían como las planeábamos. Caminamos hasta las ocho de la mañana y ubicamos un lugar apropiado para hacer el desayuno, donde había un manantial y un poco de vegetación que nos protegía del enemigo o del avión de la Fuerza Aérea que de vez en cuando pasaba haciendo registro. Di la orden de montar la seguridad y pasamos allí el resto del día. Al caer la tarde reanudamos el camino hacia la vereda El 25 a donde llegamos después de tres días de caminar. El día estaba nublado pero caluroso; el comando Cirigüelo me dijo: “Monte la seguridad que la vaina no se ve muy buena”. Así lo hicimos y nos dirigimos hacia una loma que estaba en 144
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frente de nosotros. No habíamos terminado de llegar a la cima cuando sentimos una ráfaga que pasó por encima de nuestras cabezas. Respondimos y así fue el inicio de uno de los combates más crueles que yo haya vivido. Tomé el radio en la mano, llamé al Mono Hueso y le dije: “Póngase pero bueno que los mechudos están aquí”. Así mismo le dije a Berrinche que se pusiera las pilas, no le fueran a caer por detrás, que ya él sabía lo que tenía que hacer como lo habíamos acordado. Comencé a maniobrar, es decir, a colocar a cada combatiente en la línea de fuego, poniendo flanco izquierdo, flanco derecho, retaguardia y línea de choque, que significa distribuir el personal para una maniobra de combate. De pronto sentí que me decían por el radio: “¡Chamizo, Chamizo!, deme la mano que por acá la vaina se puso buena”. Era el Gato que se había chocado con el grueso del enemigo. Así, entre ráfagas, explosiones de mortero, cilindros y lanzagranadas MGL, cada uno hacía lo suyo, que era combatir y tratar de salir vivo. Así lo hicimos todo el resto del día. Como a las tres de la tarde el comando Rayo llamó al comando Cirigüelo y le dijo que se moviera, que se le estaban viniendo encima y aunque el enemigo nos duplicaba, seguimos peleando. Empezó a caer la tarde y también a caer combatientes, creo que era por el cansancio que nos agobiaba por tantas horas de lucha. El primero fue el Paisa, le decíamos así porque era de Medellín y todo lo sabía hacer como buen paisa. El segundo fue alias la Flor, cuyo sobrenombre se debía a que a pesar de ser un buen patrullero era bastante delicado en el sentido de que usaba piedra pómez para los callos, esmalte trasparente en las uñas y el pelo parado con gel. El tercero fue Carne Salá. Le decíamos así porque era muy dicharachero, mamador de gallo. A mí me conmovió mucho porque nunca pensé que él fuera a morir ese día. Éramos paisanos, bueno, él costeño y yo vallenato, pero nos sentíamos cercanos. Recuerdo que días atrás habíamos estado de permiso en una 145
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cantina. Estaba alegre y contento, bailando en un solo pie. Tanta sería su felicidad que preguntó por una caja de maicena para echárnosla encima y, al no haber, compró una de harina pan y nos echó a todos los que estábamos en la mesa mientras nos decía: “El día que haya un combate, la madre que voy por un fusil para ver si así me gano un permiso para ir a ver la viejita, y pasarme unos días con la Lea, —como le decía a su mujer— y llevar al parque al valecita, es decir a su hijo. Ese día llegaron unos señores de Villavo vendiendo camándulas y collares y compró un collar y me dijo: “Valecita, este collar es para llevárselo a la viejecita como un recuerdo de que yo estuve por aquí”. No pudimos sacar del campo de combate a los que murieron porque la vaina se puso peluda. Al rato escuché en el radio que me decían: “Saque la gente y haga la cola e rata”. Enseguida llamé a los tres comandantes de escuadra y les di la orden de ir saliendo poco a poco. La guerrilla se nos venía encima. Mientras unos combatían, a otros se les agotaba la munición. Por otro lado, Niche Bravo tenía dos patrulleros perdidos. Tomé mi radio y mi fusil, le eché más municiones a mi chaleco y salí en busca de los perdidos, pues el comandante paga por lo que pase con los patrulleros. Empecé a buscar por los lados donde había empezado el combate. Caía la noche y en mi afán de encontrar a los patrulleros no me di cuenta de que me estaba alejando demasiado. Al rato sentí voces y aunque todavía se combatía, seguí buscando entre los matorrales. Encontré el cadáver del Paisa y dentro de la maleza sentí que alguien gritaba. Creí que eran los perdidos, como estaba oscuro solo vi sus siluetas, les dije: “Díganme el santo y seña”, es decir, una clave para identificarnos en la oscuridad, ya sea la comida que se había consumido ese día o el color del brazalete. Se quedaron callados como si estuvieran tramando algo hasta que uno de ellos dijo: “Dale que es un hijo de puta paraco”. Se me vinieron encima y salí corriendo hacia los árboles 146
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que tenía a mi lado, mientras detrás de mí zumbaban las balas y los gritos de los guerrillos que decían: “¡Cójanlo vivo para hacerlo picadillo!”, y seguían disparando. Varias veces las balas me pasaron rozando las orejas, con tan buena suerte que caí a un río y me dejé arrastrar por él. En una curva me agarré de las raíces de un árbol. Ahí pasé la noche y al día siguiente me tocó hundirme hasta el cuello y ocultarme entre las raíces del árbol, porque la guerrilla estaba en estos lugares recogiendo sus muertos en un camión blanco de esos que llaman Kodiak. Cuando encontraban un muerto de los nuestros lo macheteaban y le prendían fuego. Desde donde yo estaba se alcanzaba a ver cómo recogían todo lo que tenían escondido en la maleza, desde ahí vi subir desde colchonetas hasta plantas eléctricas y muchos decían, “pónganse las pilas porque esto no demora en llenarse de plaga”, es decir, refuerzos de las AUC o tropas del Ejército que por los combates se alertaban y llegaban a la zona. En horas de la tarde vi marcharse varios camiones, así que me tocó pasar todo el día metido en el río hasta que se fue el último, entonces pude salir a la orilla y me senté un rato mientras mi cuerpo cogía calor para reanudar la marcha, porque casi no podía moverme. Empecé a desesperarme por mi estado, por haber tenido que estar mucho tiempo metido en el agua. El frío me tenía entumido todo el cuerpo, no podía mover las piernas, ni los brazos, además por el hambre me sentía muy débil, porque lo único que había consumido era agua del río. Pensé en mi familia y eso me dio valor para seguir adelante. Me puse de pie y empecé a caminar por entre la maleza, tratando de ubicarme para buscar al resto de la tropa. Al rato de estar caminando encontré el cadáver de un guerrillero recostado contra un árbol; al parecer había llegado herido allí y había muerto. A su lado había un fusil AK47 y un radio Yaesu. Busqué entre sus ropas y encontré una panela y un atún, con esto me alimenté ese día, además encontré unas municiones entre un morral. Aproveché que el radio 147
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aún tenía batería y como todo comandante tiene una frecuencia alterna por si alguna situación especial, coloqué esa frecuencia y así fue como pude comunicarme con Canario. Este me dijo: “¡A usted lo hacían muerto! Tome esta nueva frecuencia para que se comunique con el comando Cirigüelo”. Así pude comunicarme con él y lo primero que me dijo fue: “¡Quiubo, hermano!, aquí ya lo hacíamos donde peyo, es más, las nenas aquí en el caserío de La Cooperativa están de luto por usted. Yo le voy a enviar unos pelaos para que lo ubiquen”. Como la zona era bastante plana y abundaba la brecharia, una especie de paja seca, les fue fácil encontrarme porque ellos le encendían fuego y me decían que siguiera el humo, y así fue como pude dar con mi contraguerrilla después de tres días de estar caminando. Así que le doy gracias a Dios, porque dentro de los días que estuve perdido le prometí a Él, que si me sacaba de esa, me alejaría de la guerra para siempre. A los cinco días volvimos a la zona en busca de los cuerpos de nuestros compañeros. Como la guerrilla los había descuartizado, optamos por enterrar lo que quedaba de ellos. El único que encontramos entero fue el cuerpo de Carne Salá, a la orilla de un caño, y como ya estaba en bastante estado de descomposición, opté por quitarle el collar que él había comprado de recuerdo para su viejita, para poder llevárselo. No sabía dónde encontrarla, pero por las indicaciones que él me había dado meses antes, tenía idea más o menos dónde podía estar. Al mes siguiente de desmovilizarme viajé a un pueblo del Atlántico donde pregunté por la mamá de Carne Salá, y como era un pueblo pequeño, no me fue difícil dar con ella. Llegué a una casa hecha de bahareque techada en palma. Allí vi a una señora de aproximadamente 52 años, bajita, morena, de cabello canoso, que se encontraba lavando unos platos en el patio. La llamé y le pregunté si era la mamá del Loco, apodo que le tenían en el pueblo. Me dijo que sí, y como vi un retrato de él que colgaba en la sala pude comprobar que era ella, entonces le dije: “Señora, 148
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Un homenaje a Carne Salá
yo lamento ser la persona…” pero me interrumpió diciéndome: “¡Mataron al Loco!”. Me mandó a seguir a la sala y empezamos a hablar. Me preguntó dónde había muerto su hijo. Dos lágrimas gruesas rodaron por sus mejillas. Se levantó y fue a la cocina a traerme una taza de café, mientras llamaba a un niño de unos 12 años para que le fuera a avisar a la mujer de Carne Salá que habían traído noticias de él. Como a los quince minutos de haberse marchado el niño, llegó una muchacha en una cicla todoterreno de color azul. Tenía unos 23 años, era alta, morena, de cabellos crespos. En la parrilla traía a un niño de unos 5 años. Llegó a la puerta, me miró a mí y a la suegra y rompió en llanto. Una vez se calmaron dijo: “Este es el hijo del Loco”. Me preguntaron dónde fue su muerte para poder ir a buscarlo, yo les dije que no, porque donde estaba enterrado era demasiado lejos y muy costoso el traslado y que además ya tenía bastante tiempo de muerto. Cuando fui a marcharme la señora me dijo: “No, por qué mejor no se espera hasta mañana, se queda aquí en la casa y así le puedo mandar a avisar a un hermano de él”. Acepté. En ese momento le dije: “Señora, él antes de morir le había comprado este collar para usted y como no pudo traérselo, yo por ser un buen amigo de él, me comprometí a hacerlo”. La señora al recibirlo volvió a llorar y me dio las gracias. Al día siguiente la señora, su nuera y su nieto, me acompañaron hasta la carretera a coger el bus. Se despidieron y me dijeron que cuando quisiera volver a ir a visitarlos que lo hiciera.
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Nelson Ramírez Castro Tengo 23 años de edad. Amo con todo el corazón a mi familia, siempre he querido encontrar la parte humana de ellos y que todos nos queramos. Esto lo he ido consiguiendo poco a poco, basado en los programas a los que he asistido después de mi desmovilización. Siento que cada vez me aceptan más. De momento estoy capacitándome en el SENA y hago las prácticas en un municipio vecino. Además estoy vinculado al desarrollo de un proyecto de diversas especies de aves y peces. Trabajo para establecer la organización de todos los desmovilizados de mi pueblo. Asisto a la iglesia católica y hago misiones de la misma, ahora tengo más clara mi visión de contribuir a la sociedad y a mi entorno con el bien, quiero ser instrumento donde se vean reflejados los buenos valores y que la sociedad me acepte como un ser humano normal.
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Creí morir Nelson Ramírez Castro
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odo comenzó cuando tomé la decisión de partir. Tenía tan solo 18 años y poco criterio de lo que es vivir en el amor o en este planeta. Fue más fácil elegir marcharme lejos que buscar solución a mis problemas. Vivía en una situación de agonía, de insatisfacción conmigo mismo y con las personas que me eran más cercanas. No existía entendimiento con ellos, era un ambiente de convivencia familiar convertido en una riña constante, donde la mayor parte del tiempo nos manteníamos enfrentados en duras discusiones. Yo quería tener tranquilidad. Esto fue lo que me impulsó a irme a la guerra. Mi mente confusa, entrelazada con mi corazón adolorido, logró confundirme. En el trayecto a mi destino no respiraba más que temor. Sentía escalofríos, me temblaban los brazos, creo que era una muestra de hipocresía hacia mí mismo; yo bien sabía que no podía engañarme, que quizás iba hacia la perdición. Estaba angustiado. Los valles, las alejadas cordilleras y todas las maravillas naturales que pude observar a través de la ventana del bus, me recordaban a mis padres. Mi mente se negaba a pensar en los momentos bonitos que viví junto a ellos, como cuando los veía al final de la tarde, después de que mi padre salía del trabajo y se aproximaba a la casa. Yo salía en pura carrera a recibirlo, él me 151
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alzaba, yo lo abrazaba y me daba picos y así se repetía todas las tardes. Aunque fuera apenas un instante, menos de medio minuto, para mí era la vida pura. Al final de este viaje, caí en las garras de los grupos de las Autodefensas Unidas de Colombia. ¡Me sorprendí tanto! Me encontraba al frente de una de las tantas columnas de las mencionadas autodefensas, era uno de ellos, un ilegal, visto por muchos como un simple bandolero aunque en mi corazón me decía que no, que hacía esto por mi patria, por mi familia y por mí. No logro comprender qué fue lo que neutralizó todos mis temores ese día por la mañana, las piernas me temblaban, mi garganta estaba seca como estopa, y tensa, igual que las cuerdas de una guitarra cuando son rastrilladas. No sabía cómo reaccionar. Estaba muerto del susto. Mientras transcurre la vida y tratamos de desarrollarnos cultural, física, moral y mentalmente, atravesamos por circunstancias difíciles que nos transforman, y a veces nos arrojan a tomar decisiones agresivas, solo para evitar ser lastimados. Eso fue lo que me pasó. Al mismo tiempo experimentaba sentimientos profundos, no podía dejar de pensar en mi familia, aunque siempre los recordaba castigándome. Esto me deprimía más y me elevaba el nivel de rencor hacia ellos, se inundaban mis pensamientos de imágenes que se cruzaban unas con otras y las más claras no eran agradables; fui castigado drásticamente por equivocaciones ajenas a mí, les pedí que por favor no lo hicieran, que era injusto, pero no lo comprendían. Obviamente me encontraba diariamente en la depresión total. Sin embargo, dentro de esta organización encontré protección al cargar un arma. Quería obtener dinero, sabía que conseguiría poder. Estos objetivos los pensaba en los momentos de desespero y me hacían sentir mejor, o al menos así lo pensaba yo. A medida que el tiempo transcurría, y los días pasaban dentro de esta faena —retenes, guardias nocturnas, patrullas—, los 152
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Creí morir
esfuerzos físicos aumentaban cada vez más y en ocasiones tenía que ir en contra de mis principios. Lo más abominable para mí era hacer algo que no quería y que me parecía indebido, y tener que obedecer sin pensar en negarme ni por un segundo, o atenerme a las consecuencias. Este era el fruto de la mentalidad que nos trazaron y programaron al ingresar a esta organización. Nos advirtieron que aquel que se negara ante una orden de un comandante y se opusiera al cumplimiento de la misma, sufriría fuertes represalias. Esas expresiones de poder sobre mi existencia física actuaron en mí como actúa un virus dentro en un sistema, entraron en mi mente y la bloquearon, se desplazaron a mi corazón y neutralizaron mis impulsos, cubrieron mis extremidades, y me envolvieron por completo de los pies a la cabeza todo el cuerpo como si algo inhumano lo hubiese congelado. Esto aumentaba más mi temor y por naturaleza uno se vuelve más débil. Nunca dejaba de pensar en mi familia. Muchas veces se me aguaban los ojos y me preguntaba: “¿Estarán bien? ¿Qué estará pasando en casa?”. Imaginaba muchas cosas y la distancia me dio a entender que entre más lejos se encuentre uno del núcleo familiar, es más débil. Después de todo este primer dolor y desesperación, el amor llegó a mí, y sentí que habría una oportunidad de ser feliz. Conocí una mujer muy atractiva, alta, 1.75 metros, mestiza. Nunca olvidaré sus ojos ni la forma como nos mirábamos, era encantadora, muy amorosa. Fui muy abierto con ella, ella igual conmigo, formamos un vínculo muy bonito. Ángela, así se llamaba, me sacó de ese laberinto donde me perdí y al que no le encontraba salida, su compañía me trasmitía tranquilidad. Me rodeaba de afecto, me cercó de detalles. Era lo único bueno, pero eso era a raticos. Vivía en un sitio en el que por lo regular el sol pocas veces radiaba su luz, caían lluvias frecuentes, permanecía húmedo casi todos los días. Me acostaba con el traje mojado y el calor corporal se encargaba de 153
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secarlo durante toda la noche, pero amanecía lloviendo y debía salir del cambuche y de nuevo la lluvia. Por todo eso vivía casi siempre en un profundo estado melancólico. Aun con Ángela, recordaba a mi familia. las escenas que venían a mi mente eran negativas: mis hermanos desafiantes, agresivos, envidiosos y groseros y la forma como nos ultrajábamos. ¡Me sentía tan afectado! Me duele aceptarlo, sentía un fuerte dolor en mi pecho y también en el alma. Cada vez que recuerdo este pasado, saber que estas son las personas que más he amado y hablar de esta forma de ellos me da vergüenza. Pero esa ha sido mi realidad. Los detalles de Ángela comenzaron a llegar muy repetidamente en circunstancias que no los ameritaban, en momentos inoportunos. La distancia nos limitaba y ella se las ingeniaba y me enviaba presentes. Sus regalos se convirtieron en una complicación para mi vida, pues al parecer a alguien más le gustaba también. “No sé qué será de mí”, decía en repetidas ocasiones. Nos encontrábamos en lo más alto de las montañas de una región al sur del país en los primeros días de enero del 2005. Los muchachos estábamos entusiasmados, se escuchaba el run run de que vendrían nuevas cosas, importantes para todos. Este era el mes doce desde el día que ingresé, contaba ya con un recorrido regular de trabajo y una vida más o menos organizada. La tarde del 14 de enero entramos por un sendero, toda la compañía del comandante Cafiro, y atrás dejamos una carretera. A diez kilómetros aproximadamente se encontraba el caserío más cercano. Aquí fue donde me di real cuenta de cómo los detalles de Ángela se convirtieron en una complicación. La brisa me rozaba muy discretamente, podía respirar el aire del atardecer, se veía al occidente cómo descansaba ya el sol. Profundizando en el sendero, más y más, se sentía que muchos animales que habitaban ese paraje iban buscando sus refugios para pasar la noche, al igual que nosotros. Esta era nuestra misión, hacerle compañía a la madre naturaleza, encontrar un 154
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resguardo en ella y que esta se encargara de ocultarnos de los ojos de nuestros enemigos, para así descansar bajo las estrellas y la luz de la luna. Debíamos estar seguros, dentro de ella, y qué mejor aliada que la selva con sus miles de gritos nocturnos y su lobreguez. Pero también la noche representaba una amenaza constante por la incesante búsqueda que hacían de nosotros los chusmeros. Estar emparamados y con hambre muchas veces nos hacía débiles, prestar guardia nocturna era un calvario, pues mantener los ojos abiertos era a veces casi imposible. Pero mucho antes por el sendero me encontré a Cafiro, comandante de cuatro grupos; uno de esos le correspondía a Aletoso. Iba por un camino muy resbaloso, fácilmente se podía perder el equilibrio. Giré el cuello hacia mi derecha y vi a Cafiro. Él me autorizó: “Salga de la fila”. Dejé el desplazamiento. Salí de la fila. No tuve la oportunidad de avisarle a Aletoso, el jefe de mi grupo, pues se encontraba muy alejado. Cafiro dijo: “Vea, Ángela le envía un encargo, reclámelo”. Me alegré mucho. Fui a buscar al compañero que me lo traía. El contenido, frutas y cigarrillos, me dejaron en la gloria. No permanecí por más de un minuto fuera de la formación y retomé el curso y lugar en la fila. Al fin descargué el equipaje. Eran como las 8:30 de la noche cuando se suspendió la caminata. Mi morral, de arroba y media, que había cargado ya por más de dos horas al hombro, me estaba matando. Descargué el peso a ciegas, me sentí liviano, respiré muy profundo, quería descansar, las piernas me dolían mucho, me encontraba exhausto. Armé la carpa para evitar que me mojaran las repentinas lluvias. Puse un poncho entre el suelo y mi espalda. Me acosté boca arriba. Me palpitaba el corazón, sentía que la razón a veces me abandonaba y que esto que me pasaba no provenía de mi corazón. Reflexioné tanto y me dí cuenta de que esto en realidad no era lo que quería en mi vida, también pensé que todos estos esfuerzos que hacía serían en vano, que nadie los valoraría. 155
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En ese instante tuve una sensación maravillosa, creí ver a mi familia extendiendo sus brazos hacia mí, me llamaban. Eso me fortaleció mucho y me llenó de valor cubriendo un vacío que hacía tiempo estaba ahí. Fue una visión, ¡me contenté tanto por primera vez al tener una bonita imagen de mi familia!, todo el tiempo pensé en ellos, pero esa noche marcó la diferencia. Me di cuenta de que nos uniríamos de nuevo, concluí que a pesar de que fuimos agresivos, alterados y desafiantes, era nuestra fachada y ocultábamos todo el amor que sentíamos dentro de nosotros y que nos negábamos a brindárnoslo por tercos y porque nadie nos había mostrado nunca cómo hacerlo, y si hubiera sido así, seguro nuestras controversias se hubieran aclarado. Entre tantos pensares y sentires, bajo la carpa donde me disponía a pasar la noche escuchándoles el cansancio a mis pies y a mis hombros también, los párpados entre cerrados y abiertos, había un infinito silencio, hasta que mis oídos escucharon cómo se aproximaba la lluvia y caía de repente. Todo el tiempo pensaba en mi familia, sabía que los extrañaba, e igual ellos a mí. Se cumplieron todas las actividades de esa noche. Ella, Ángela, no estuvo sola, la lluvia la acompañó, al igual que a nosotros. A las 4:30 de la madrugada salimos de las carpas, construimos nuestra cortina de fuego en avanzada, hasta las seis. Yo, por ser primer turno, quedaba un poco más atrás. Hacía mucho frío, la lluvia no daba tregua, era como un sereno en fase de aguacero. Después de que empezó a aclarar tomé la guardia. Esa mañana el sol era una mancha borrosa entre las matas. Los pájaros no silbaban, las nubes estaban unidas y formaron una sola muy oscura. Esa era la situación cuando me retiraron de mi guardia. Estaba irritado, molesto por la falta de descanso, todo mojado y solo quería en ese instante que alguno de los muchachos hiciera el intento de llevarme algún líquido (café o un chocolatico) que regulara tanto frío que sentía. Llegué donde estaba el resto de los muchachos. Miré y pensé, que parecía que debíamos formar. Una voz altanera dijo tres 156
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veces: “Formar, formar carajo, formar”. Rápidamente se unió el resto del pelotón. La lluvia no daba tregua. Esa era la naturaleza del tiempo en esa región, más lluvia que sol. Apenas se cumplían las dos horas de mi guardia, eran las siete y cuarenta y cinco de la mañana. La principal razón de estar integrado todo el grupo era yo, y no lo sospeché, estaba demasiado intrigado. El grupo se situó en un terreno extenso, plano y con un césped verde. Al frente de nosotros había una casa de madera. Aletoso escampaba la lluvia en ella. Yo estaba en el centro del grupo, en la mitad del pelotón, segunda escuadra. A mi derecha veía un cultivo. Antes de la casa había un árbol inmenso, pensé que era una bonga. A mis espaldas, a 20 metros, terminaba el terreno en una falda empinada, 7 metros de caída más o menos. Todo estaba despejado, excepto mi lado izquierdo, ahí se veía un enorme bosque con árboles fuertes, robles quizá. Esta vivienda donde estaba Aletoso albergaba una familia muy generosa, los padres y tres hermosas mujeres adolescentes. Eran tres muñecas muy lindas. Recuerdo que salieron de la casa y atrás salió Aletoso. Ellas llevaban sombrillas de muchos colores. El grupo no aguantó verlas pasar por un costado, todos chiflamos. La lluvia no paraba, disminuía y después aumentaba, nos calaba hasta los huesos. Permanecimos unos cuarenta minutos estáticos. Él nos gritó: “Bueno, bueno, qué pasa”. Se paró frente a nosotros y soltó un discurso, muy similar al de un honorable representante político. Consistía en mejorar más el entrampe, tener menos salidas, permanecer aislados de las casas. Intuía que pasaría todo lo contrario. Todo el tiempo pensaba en mi familia, sabía que nos reuniríamos muy pronto. Un poco de orden cerrado: “Atención, fir, a discreción”. Llegó el momento en el cual me señaló, me notificó que a partir de ese preciso momento empezaba mi castigo y que estaba bajo sanción. También mencionaba que me saltaba el conducto regular sin comunicarle antes a él. Me reclamaba quién me había 157
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mandado hablar con Cafiro. La sanción era arrear por más de 90 días toda el agua que se necesitara para limpiar y preparar los alimentos. Que le sumara también la estufa de una parrilla, a base de gasolina, y seguía con tres ollas, mediana, grande, y más grande. Solo supe decir: “Negado comando, no encuentro razones que me lleven a cumplir su orden”. Aquí fue donde supe que los detalles de Ángela se convirtieron en una complicación. Luego entramos en una discusión acalorada, él tenía muchos años en este cuento, me trató como a una basura. “Usted es un pirobo, conscripto, obedezca, lanza”, me gritaba. “Ni por el *x·$&*^^Ç”, le respondí. Él me decía: “Cumpla, gonorrea, obedezca o se muere”. Le dije que ni por el carajo iba a cumplir. Esta fue la gota que rebosó la olla. Se salió este señor de sus cabales dispuesto a pegarme como si él fuera mi padre o algo parecido. Me asusté muchísimo por el método que pensaba utilizar para castigarme. Vi a los muchachos ponerse nerviosos. El comandante tomó su fusil AK-47, lo sostenía por la trompetilla, similar a un bate de béisbol. Me dije, “no puedo permitir recibir un golpe de esa índole”. Terció el fusil mío hacia atrás, todo esto pasaba demasiado rápido, tan rápido que se salió de control. La lluvia no paraba. Saqué mi mano izquierda y le zampé una tremenda bofetada. Después le estrellé el puño cerrado entre el pómulo izquierdo y el ojo, no le di oportunidad de que me golpeara, lo vi retroceder dos pasos. Fue cuando noté el desespero de los muchachos. También vi la manera como trataban de sujetarlo a él. Aletoso reaccionó muy rápido, alimentó el cañón de fusil tomándolo por el derecho. No iba a permitir ser atravesado por una bala. Sentí más miedo cuando pensé que él en el primer intento me dispararía con su fusil. Cargué mi fusil, casi al mismo tiempo que él. Por detrás sentía que me tomaban de los brazos, a él lo tenían rodeado. Me sacudí la persona de atrás. Me soltó y perdí el equilibrio. Caí. Todos corrían, a él no lo dejaron maniobrar bien, mis codos estaban en contacto con la grama y medio cuerpo en 158
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un charco. Y todavía el agua caía, chispoteándome el rostro. Retomé el equilibrio, bajaron los ánimos de parte del grupo frente a mí. Me encinté pensando que me dispararían, que solo quedarían de mí jirones de sangre, esta fue una escena nunca vista en los grupos. Me cubrí detrás del árbol de bonga. Estaba asustadísimo, me temblaba todo el cuerpo, igual que el de una chicharra. Creí ser aplastado como una mierda, una cucaracha. Jamás he sentido tanto temor como ese día frente al árbol de bonga. Luego logré, por intermedio de mis compañeros, hacer valer mis derechos y me salvé de ser fusilado. Espero no volver a sentir que otro ser humano puede decretar mi muerte como se hace con un marrano. Esta es mi historia y espero que se quede así. Siempre llevaré en mí el recuerdo de estar detrás del árbol aquel, cuando creí que moriría.
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Julio Enrique Sánchez Martínez Tengo 47 años y soy oriundo de Lorica, Córdoba. Fui criado por mis abuelos paternos, dado que la relación de mis padres no prosperó y mi madre me entregó a ellos desde que tenía siete meses. Aún no la conozco y después de muchos años de resentimiento por su abandono hoy siento un enorme deseo de saber de ella. En la actualidad comparto mi vida con una mujer maravillosa y tengo tres hijos que son mi fortaleza, mi deseo es verlos siendo personas útiles a la sociedad. Curso sexto grado y hago un técnico en manejo integral de residuos sólidos y orgánicos. Tengo la expectativa y la meta clara de tener una granja integral y ser independiente económicamente, de modo que pueda continuar apoyando a mis hijos con el estudio.
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Un mal paso marcó mi vida Julio Enrique Sánchez Martínez
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staba muy preocupado esa noche; la situación era complicada, el enemigo andaba cerca y llevábamos días comiendo mal. Nos encontrábamos en la vereda El Alto del Oso, un cerro bastante montañoso, frío y con neblinas permanentes, ubicado a unos 80 kilómetros de La Caucana, corregimiento de Tarazá y a 10 horas de camino a pie de la cabecera municipal. A las cinco de la mañana me levanté y pregunté si todo estaba bien y qué había para desayunar. Mi compañero contestó: “Bien, tenemos plátano y carne”. Exclamé: “¡Huy, qué rico! ¿Te ayudo a preparar el desayuno?”. Me dijo que sí y comenzamos a hacerlo y cuando todo estaba listo, mi compañero preguntó: “¿Desayunamos?”. Respondí: “¡Claro!”. Terminamos de desayunar y continuamos el camino. Debíamos avanzar dos kilómetros aproximadamente para ocupar una nueva posición. Como a las siete de la mañana llegamos al lugar donde pasaríamos el día. Cuando llegué al sitio lo primero que hice fue ubicar a los guardias y me puse a revisar minuciosamente, pues tenía conocimiento de que el campo estaba minado. Me acuerdo que vi tierra removida. Alcancé a pensar en una mina, pero me dije, “eso es algo del aguacero de ayer”, y me distraje con mis pensamientos. 161
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Fue ahí cuando pisé la tierra blanda. Al instante me elevé unos dos metros y caí a un hueco de tres metros de ancho. Los compañeros al oír el estallido corrieron a ubicarse y me dejaron solo con mi dolor. Sorprendido miré mi cuerpo, la pierna derecha estaba destrozada, bañada en sangre. No veía a nadie alrededor. En medio del dolor y la desesperación grité pidiendo auxilio. Cuando vi a uno de mis compañeros le dije: “Miguel, pégame dos tiros que no sirvo para nada”. Él contestó: “No seas pendejo, viejo, no puedo hacer eso”, y me sacó de allí. Siquiera mi compañero no me hizo caso, porque no pasaron cinco minutos cuando recordé a mis hijos y el deseo de verlos de nuevo me devolvió las ganas de vivir. Cortaron un trozo de árbol, amarraron una hamaca y fui llevado en ella. Mis compañeros cargaron conmigo. El camino era largo, resbaloso, riesgoso y pendiente. Ellos me decían: “No se duerma que es peligroso”. Mi dolor era tan fuerte que me desmayé. Pasaron 30 segundos en los que el dolor desapareció, pero reaccioné y lo sentí de nuevo. Era tanto el cansancio de mis compañeros que me dejaban caer a cada rato y mi dolor era doblemente agudo. Ellos me hablaban de cuanta cosa se les ocurría, de cómo era el camino, de la preocupación de un ataque, del peligro de otra mina. Yo por mi parte les hablaba de mi familia y con la ayuda de todos distraía el dolor y sobrellevaba aquel sufrimiento tan grande. Así seguimos por varias horas. El tiempo se me hacía eterno, siempre preguntaba: “¿Estamos llegando?”. Ellos, con una voz de aliento respondían: “Ya casi, ya casi”. Mi recorrido en la hamaca terminó a las doce del día. El vehículo ya estaba ahí esperándome. Uno de mis compañeros había dado aviso al conductor que me transportaría al lugar donde recibiría los primero auxilios. Recuerdo bien que el vehículo era una camioneta Luv de estacas. Ataron la hamaca en diagonal y mis compañeros les encargaron a cinco campesinos que venían en ese carro que me cuidaran. La trocha, porque eso no era una carretera, tenía muchas curvas y filos muy peligrosos, al punto que si llovía no subían 162
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vehículos. La hamaca se mecía de un lado a otro causándome muchos golpes. Sentía un inmenso dolor cada vez que mi pierna pegaba con la carrocería, así que le pedí a mis acompañantes que sostuvieran la hamaca para evitar los movimientos fuertes y eso fue un alivio. A cada rato preguntaba que si ya estábamos llegando y ellos me contestaban que sí, que ya casi llegábamos, pero era mentira, era para darme moral. El viaje duró más o menos dos horas. A las dos y media llegamos a un pueblo llamado El Guaímaro. Ahí, en la Clínica Nueva Luz, recibí los primeros auxilios. Me dieron calmante para aliviar el dolor, me limpiaron la herida y me pusieron un torniquete. Di gracias a Dios, sentí un gran alivio, mi dolor era menos fuerte. Como la clínica no contaba con los servicios que yo requería, me remitieron para Caucasia. Me llevaron en una ambulancia y conmigo iba una compañera del grupo. Yo a ella ya la conocía, pues ambos éramos del mismo pueblo y habíamos tenido oportunidad de conversar algunas veces. Recuerdo que era una muchacha muy bonita, blanca, de ojos negros, cabello mono, estatura bajita. Aunque yo estaba muy mareado, reconocí su voz, pero solo vine a verla cuando llegamos a la Clínica Pajonal, a las cuatro y treinta de la tarde. En este centro médico evaluaron mi historia. Miraron mi lengua y estaba seca, de inmediato solicitaron sangre O Rh positivo, pero la suerte no me acompañaba, no había sangre de mi tipo. Los médicos inmediatamente mandaron a buscarla a Montería, a dos horas de viaje. Sin embargo, de pronto un milagro, una luz de vida cambió mi suerte. Oí una voz que dijo: “Yo tengo ese tipo de sangre”, era la compañera que venía conmigo en la ambulancia. Los médicos hicieron los respectivos análisis y fueron positivos, su sangre me servía, fue una bendición de Dios. Pero mi pierna estaba destrozada y ellos me dijeron que iban a amputarla arriba de la rodilla, pues no me servía de nada. Yo les dije que hicieran lo que tenían que hacer, que lo más importante era mi vida. Enseguida me prepararon para la cirugía, la cual fue hecha de inmediato. 163
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Al día siguiente desperté en la Clínica Nueva Luz. Todo fue tan rápido que no me di cuenta de mi traslado, quizás por la anestesia, por el cansancio y la debilidad. Me sorprendió que cada vez que respiraba sentía un olor desagradable, como a azufre. Recordaba a mis hijos, a aquella mujer que salvó mi vida. Miré mi pierna y pensaba qué sería de mi vida cuando saliera de la clínica. Duré dos meses en recuperación, me daban ánimos las personas de la clínica, todos me decían que tuviera moral, fuerza y valor, pues tenía dos hijos que me esperaban y me necesitaban. Y sí, en realidad fueron ellos, su recuerdo y el deseo de tenerlos a mi lado, los que me devolvieron la vida.
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John Mario Gómez Henao Tengo 32 años de edad, procedo de una familia humilde y numerosa. Fui el único varón de la familia, el mayor tesoro de mi madre y el único que por razones del destino fue a parar en las filas de un grupo armado. Pertenecí al Bloque Norte de Autodefensas Resistencia Motilones. Me desmovilicé en el 2006. Terminé el bachillerato y actualmente hago una carrera técnica en Administración de Empresas. El gran soporte de la nueva ruta de mi vida se lo debo en gran parte a mi esposa Carolina.
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No quiero volver a vivirlo Jhon Mario Gómez Henao
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na tarde cuando patrullábamos, un grupo de hombres sin temor alguno por perder la vida nos internamos en lo más adentro de un corregimiento sumamente peligroso, donde la violencia reinaba y los habitantes, desesperados por no saber qué hacer, se sentían obligados a dejar atrás lo que por años habían construido. Yo pertenecía a un grupo armado y ese era mi mayor anhelo. Desde chico soñaba tener un arma en mis manos, creo que era este el sueño más deplorable de un verdadero niño y más para una madre que desea lo mejor para él. Pero me conformaba con solo sentir el peso de las armas en las visitas que hacíamos a un primo que estaba prestando su servicio militar. En medio de nuestra caminata nos encontrábamos al pie de una montaña. Solo veíamos selva espesa, montañas rocosas y una vegetación tan bella con un ambiente cálido que no provocaba salir de allí. Era el sitio ideal, a no ser por el riesgo, para ir con más frecuencia y olvidar los malos momentos, sobre todo dejar atrás el estrés y la monotonía que se sienten en la pesada ciudad. Horas antes nos habían comunicado que tendríamos un encuentro con otros dos grupos, pues por lo general siempre se hacen estas acciones en operativos, y es lo que llamábamos 167
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grupos de apoyo. Yo me imaginé que nos apoyarían las fuerzas especiales, lo cual sería un honor. Significaba mucho para mí conocer a personas de mayor tiempo en la guerra y vivirla sin temor alguno. Minutos después pude darme cuenta de que no se trataba de los grupos especiales que yo me imaginaba, sino que se trataba de otros grupos similares, incluso con menos antigüedad que nosotros. Combatiríamos en conjunto en una operación contra el quinto frente de las FARC que venía cometiendo una serie de atropellos contra la población civil. Los comandantes de cada grupo decidieron reunirse, calculando cada detalle y movimiento que se haría en la operación. Estos comandantes sí llevaban mucho tiempo en la guerra y eso los convertía en unos héroes, si así se les puede llamar. Aquellos insurgentes operaban por todos lados, conocían bien el terreno, algunos ya hacían parte de esto incluso antes de nacer, raro decirlo, pero es verdad, muchos eran desertores de las filas de la guerrilla donde habían crecido desde niños y finalmente habían huido por maltrato, porque no les pagaban y además eran engañados. Ellos nos contaban estas atrocidades. Una vez reunidos los grupos, empezamos un lazo de amistad, compartimos aquellos recuerdos agradables que cada uno había vivido hasta el momento. Mi mejor amigo y fiel compañero se encontraba en otra escuadra; esto me hacía extrañarlo. Es cuando aparece Chalá quien desde ese momento sería mi lanza y con quien empecé a tener una relación más cercana. Luego nos formaron para darnos una información e iniciar la avanzada, que se realizaría hasta un punto crítico que llamaban el Cerro La Antena. Llegamos hasta el lugar, algunos pasaron como si nada por el lado de aquel tenebroso cerro, mientras otros lo hicimos por la parte de arriba. Una vez tomado el cerro, nos limitamos a descansar un rato y a reflexionar, yo lo hacía en homenaje a doña Libia, mi santa madre quien una vez me había dicho que los obstáculos 168
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grandes y difíciles son los que con mayores ganas hay que vencer, sentía que ese era uno. Eran aproximadamente las 4:30 de la tarde cuando una explosión nos dejó sordos y aturdidos. Algunos nos tiramos al suelo con gran rapidez y otros quedaron pasmados. Fue ahí cuando por primera vez se escuchó la guerrilla mencionando por radio una frase que nos dejó desanimados: ¡Falta la mina más grande! Chalá, Ever y yo decidimos lanzar los equipos montaña abajo, estos serían la guía para nosotros poder caminar tranquilos. Como si no hubiese pasado nada, continuamos con nuestro operativo en busca de un lugar predominante para poder acampar. Llegamos al sitio indicado que estaba justo a 45 minutos de allí; el ambiente comenzaba a ponerse más pesado y el día seguía avanzando. Aproximadamente a las 5:30 la angustia se apoderaba de algunos de nosotros y mientras caminábamos, la espesa montaña se apoderaba de todo el grupo como pidiendo una explicación por invadir su territorio. Hacia las 5:45 aproximadamente, por orden del comandante, acampamos. Para mí todo era normal hasta ese momento. Decidí sentarme un rato a descansar en el lugar que ya estaba designado para mi cambuche, y mientras lo organizaba saqué mi libreta y me puse a escribir todas las buenas y malas experiencias que hasta el momento había vivido. Se hizo más tarde y la visibilidad para escribir se acortaba. Decidí guardar mi libreta y colgar mi hamaca, mientras los otros dos grupos tomaban posiciones por la pata del cerro. Me recosté un rato mientras llegaba mi turno de centinela y solo escuchaba el sonar de los grillos, el aullido de los monos, y muy a lo lejos, sonidos que no identificaba con precisión, pero que me hacían pensar en cosas que no son tan buenas. A la mañana siguiente cuando ya casi amanecía, se escuchaban susurros de preocupación, ya que los que estaban en la pata del cerro lo sabían todo. Los comandantes nos dijeron: “Por aquí pasó la guerrilla anoche”, y yo desde mi ignorancia me 169
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pregunté “¿pero qué pasó? ¿Si somos muchos, por qué no los atacamos?”. Recogimos todo y empezamos a avanzar, éramos tres grupos. Del último grupo salió una voz que decía: “Hoy el desayuno es plomo y la sobremesa es sangre”. Qué susto el que me dio cuando esa frase se hizo realidad. El primer grupo fue atacado y eso nos permitió reaccionar con rapidez ante aquel ataque repentino que nos tenían preparado. Y aunque pudimos responder, todos cogimos en direcciones diferentes, parecíamos un hormiguero cuando le tapan el hueco. Dios sabe lo que hace y por qué lo hace. Estos guerrilleros no alcanzaron a apoderarse del cerro, que fue el que nos permitió huir y defendernos. Qué balacera la que se formó. De lado y lado todo el mundo corría y gritaba, mientras los radios de comunicación se saturaban con notas de ánimo del grupo enemigo que les decían a los hombres: “Denle duro a esos perros hijueputas”. Y así fue. Nos dieron duro. Mi gran amigo murió en ese combate. Siento mucha nostalgia y tristeza al escribir esto puesto que recuerdo los momentos que compartí con él. Con cierta frecuencia viene a mi memoria el momento en que lo mataron y me da verraquera saber que fue una muerte tan boba, no tomó bien la posición de ataque, se confió mucho y fue impactado por una bala de AK-47, calibre 7.62 explosiva, que le produjo la muerte, es de verdad un absurdo que exista la guerra y nos matemos entre hermanos. Minutos después por medio de las comunicaciones el comandante del quinto frente ordenó a su grupo retirarse solo por un rato para almorzar y tomar agua. Nosotros aprovechamos ese instante para recuperar los cuerpos de nuestros compañeros caídos. Cuando se formó el cruce de fuego sentimos que no íbamos a salir de ahí. Las condiciones climáticas se prestaban para todo tipo de operaciones. Se interceptó una comunicación donde los comandantes de cuadrilla le pasaban reporte a este 170
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comandante del gran número de bajas que llevaban hasta el momento. Por qué peleará esta gente y por qué peleábamos nosotros, cuáles eran las causas que nos vinculaban a esta guerra, son preguntas que me vivo haciendo. Poco a poco fue oscureciendo. El manto helado de una noche espesa y fría se acercaba, envolviéndonos hasta dejarnos sin aliento; pero pensar en aquellas personas que dejamos en nuestros hogares esperando nuestro regreso, nos invitaba a seguir luchando. En la huida nos devolvimos por el mismo camino en busca de una salida rápida, pero un informante nos aseguró que más adelante, en el camino, nos tenían preparada una emboscada. Habíamos tenido, o por lo menos yo, el peor día de nuestras vidas. “¡Señor! ¿Veré nuevamente a mi madre y podré contar estas historias?”, era lo que me decía constantemente. Pero nadie me mandó. Iniciamos una gran marcha por el inmenso bosque con nuestros compañeros muertos en hamacas, lo que dificultaba el recorrido, pues tocaba subir unas lomas bastantes rocosas donde los más fuertes debían sacrificarse llevando los cadáveres, mientras los demás cargábamos los equipos y el armamento de los muertos y los heridos. Gran cantidad de hombres han perdido la vida, ¿a causa de qué? ¿Ha tenido alguna justificación o ha servido de algo? Creo que no. Solo ha servido como una muestra de lo innecesaria que es una guerra que no debe repetirse o que por lo menos yo no quisiera volver a vivir.
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María Ruby Forero Marín Nací el día 8 de enero de 1969 en el municipio de Manaure, La Guajira. Soy hija de José Damián Forero Conde y de María Rubiela Marín Ortiz, oriundos de Tulúa, Valle del Cauca. Soy una mujer soltera con cuatro hijos y tres nietos, muy orgullosa de ellos, en especial de Luna Valentina; a los otros dos no los conozco, están muy lejos de mí. Me encuentro estudiando la primaria en la UNAD en Valledupar. Me gustan mucho el campo y la naturaleza, porque allí se puede respirar aire puro, además ir de paseo y comer asados.
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Por la vida de mis amigos María Ruby Forero Mejía
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ran las seis de la mañana y se vislumbraba un día muy opaco. El sol no quería salir y se sentía un ambiente de tristeza como cuando se presiente una catástrofe. De repente se escucharon unos disparos y todos gritamos: “¡Nos atacaron los enemigos!”. Efectivamente en el camino le hicieron una emboscada a nuestro jefe y lo perdimos de la forma más cruel, lo habían matado. Eso fue muy triste y doloroso, no podíamos hacer nada. Me escondí con todo el coraje que tenía, me llené de valor y le pedí mucho a Dios que no hubiera más sangre en esta guerra. Yo estaba escondida para ver si podía ayudar a los otros compañeros que estaban heridos y a pesar de todo lo que presencié con los enemigos no me corrí. Me di cuenta de que en realidad no somos nadie en esta vida, de que cuando uno muere no vale nada pues ver a mi jefe tirado como un perro muerto fue muy triste para mí, y sin poder hacer nada por él porque los enemigos estaban cerca. Vi cuando dos compañeros estaban puyados a bala y se tiraron por un barranco. Cuando pasó el tiempo de ataque con el comando yo me arriesgué también a tirarme por un barranco para salvarlos. Caminé como media hora buscándolos por el río hasta que los encontré tirados en un pozo, desmayados a la orilla del 173
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río. Los saqué de allí como pude para ver si aún estaban vivos, sentí angustia de no poder salvarlos pero en el momento se me ocurrió darles respiración boca a boca y fue cuando me di cuenta de que aún vivían. Los coloqué en un montecito, los escondí y les dije que no se preocuparan pues yo iba a buscar ayuda para sacarlos de allí. Regresé a buscarlos ese mismo día y duré cuatro días caminando con ellos, transportándolos en hamacas con la ayuda de los compañeros que habían quedado. Los demás se habían ido muy asustados por el combate y no estaban dispuestos a arriesgarse porque ya habían matado a nuestro jefe y seguramente iban a acabar con todos nosotros. Sin embargo los que quedamos, logramos sacar a los compañeros que estaban heridos. Durante este recorrido nos tocaba estar huyéndole a nuestros enemigos porque estaban cruzados en el camino para ver si nos podían pillar. Entonces los dejé escondidos en un sitio y me vine desesperada para la ciudad pues tenía que salvarlos y si no me apuraba eso no iba a ser posible; había luchado tanto con ellos que no quería dejarlos morir. Pensaba cómo hacer para sacarlos de ese lugar sin que nos descubrieran hasta que de pronto se me ocurrió una idea: fui donde una amiga y le dije: “¿Cuánto me cobras por prestarme todas tus cosas? Necesito salvar dos compañeros y creo que solo puedo lograrlo por medio de una mudanza”. Mi amiga estaba muy asustada pues decía que se iba a meter en problemas, pero de todas maneras me hizo el favor. Me fui con todas las cosas de mi amiga hasta llegar al lugar donde tenía los heridos, los montamos en el carro con todos los chismes, los escondí y dije: “Arranquen muchachos y no vayan a hacer bulla”. Mi amiga se vino conmigo en otro carro adelante para así evitar que nos agarraran a todos. Durante el viaje yo estaba muy preocupada porque tuvimos que pasar dos retenes y sabía que en el otro carro venían los compañeros heridos; si los descubrían todos caíamos, incluso mi amiga que de muy buena 174
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Por la vida de mis amigos
voluntad me estaba haciendo un gran favor y podía resultar perjudicada, eso me preocupaba mucho. Pronto llegamos a un hospital en la ciudad más cercana. Yo me sentía muy orgullosa de haber podido llegar con ellos vivos para que pudieran ser atendidos por un médico, pero llegó el Sapo y los denunció. Yo me salvé porque me di cuenta de lo que estaba pasando en el hospital y me salí y ellos quedaron bajo la responsabilidad de los médicos; me tocó abrirme, pues ya yo había hecho mucho por ellos y no podía seguir arriesgándome. Días después supe que estaban bien y se los llevaron para la cárcel. Hoy gracias a Dios estamos bien. Queremos vivir en paz y salir adelante. Mi familia y mis amigos han sido muy importantes para mí, en especial Wilmar Suárez a quien quiero mucho, más que a mi vida misma; él ha sido y seguirá siendo mi gran amigo, es por ello que hoy le digo a la sociedad que aún hay amigos de verdad y que aunque las circunstancias sean adversas, una amistad no se pierde cuando se ama de verdad.
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Obdulia Hernández Márquez Soy la última de diez hermanos, tengo una niña de cinco años que es lo más importante de mi vida. Estudio tercer semestre de derecho y trabajo con un grupo de mujeres en proceso de reconciliación.
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Por ella Obdulia Hernández Márquez
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legué a mi casa. Mientras me bajaba del carro vi a mi pequeña hija, de tan solo nueve meses de nacida, sentada en la terraza, rodeada de muchas muñecas. Corrí a abrazarla y mirándola a los ojos recordé lo que había vivido en los últimos días. La abracé muy fuerte mientras me brotaban lágrimas de alegría. La cargaba, la abrazaba, le daba besos. Llegué a pensar que jamás volvería a verla. No entendía cómo había sido capaz de tomar la decisión de ingresar a las AUC, siendo que mi razón de vivir y mi felicidad estaban en la casa, ellas eran mi pequeña niña. Mi chiquita no entendía qué estaba pasando, pero yo sí, recordaba esos malos ratos vividos en tan solo una semana. Una semana antes estaba descansando muy tranquilamente cuando recibí una llamada. No sé por qué, pero en ese momento sentí mucho miedo. La orden era ir con una de las tropas a hacer una operación. Me dijeron que saldríamos a las diez de la noche. Así fue, me preparé y empezamos a salir, éramos muchos, nos fuimos caminando. En medio de la oscuridad pasamos por ríos grandes y montes llenos de espinas, sin saber con exactitud por dónde íbamos porque no conocía el terreno. Caminamos toda la noche y llegamos al lugar previsto más o menos a las siete de la mañana. Empezamos a hacer registro de la zona y no encontramos nada. No sabía si alegrarme porque no habíamos tenido 177
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ningún combate o enojarme porque había caminado toda la noche sin ningún provecho. Mi comando decidió que nos devolviéramos, pero que le diéramos la vuelta al cerro. Esperamos. Cuando eran aproximadamente las seis, nos alistamos y empezamos otra vez a caminar. A las once de la noche escuché una voz que decía en medio de la oscuridad, “¡Quién avanza, quién avanza!”. Mi compañero hizo disparos y obtuvimos la respuesta. Se formó un combate con la guerrilla que duró toda la noche. Esperamos hasta el amanecer y decidimos ir a mirar a ver qué había pasado y saber cuántos muertos habían quedado en la zona. Bajamos a hacer el registro y nos pudimos dar cuenta de que había mucha sangre, había comida regada, ropa y útiles de cocina. Me acerqué a una hamaca que estaba colgada, la cogí y la puse a la luz, se la mostré a mis amigos; estaba toda llena de huecos como un colador. Decidimos volver a la base y era tanto el afán de llegar que no sentíamos ni hambre aunque teníamos casi 24 horas sin comer, entonces fue cuando mi comando dijo: “No se preocupen que al otro lado hay una finca y podemos descansar”. Seguimos caminando y cuando llegamos a la finca sentimos de pronto unos disparos y vimos a lo lejos unas personas de civil; pensamos que eran campesinos, pero rápidamente nos pudimos dar cuenta de que era la guerrilla que se nos había venido encima. Pensamos que era un hostigamiento, pero el comando nos dijo: “No, ¡prepárense que aquí otra vez empieza el combate!”. Justamente en ese momento vi al señor que cuidaba la finca correr y correr, tenía mucho miedo, no entendía qué pasaba en ese instante, solo que tenía que correr para salvar su vida. En ese momento me pude dar cuenta de que la guerra nos llega cuando menos pensamos, que simplemente llega sin saber por qué nos toca huir de la realidad para salvar nuestras vidas. Después de un rato la cosa se calmó un poco y empezamos a subir nuevamente para ver por dónde podíamos coger con más cuidado. Mientras subíamos, el comando nos dijo: 178
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Por ella
“Cuando lleguemos arriba al cerro, descansamos un rato y luego seguimos”, pero cuando íbamos llegando nos tropezamos nuevamente con la guerrilla. El puntero enseguida empezó a disparar e inmediatamente un nuevo combate; la tropa se esparció por toda la zona y en ese momento hirieron a dos compañeros. Uno de los que estaban con nosotros nos ayudó a hacer el registro y nos dimos cuenta de que en ese lugar solo quedaban charcos de sangre, mientras yo únicamente esperaba el momento de tener un muerto de la guerrilla en mis manos para saber qué se sentía, pero gracias a Dios no pasé por eso, porque hoy no tendría la capacidad de escribir estos renglones, ni poder decir que hay momentos en la vida que es mejor que nunca pasen. Llevábamos prácticamente dos días sin comer, nos manteníamos con un trozo de panela y agua y seguíamos en esa zona. Mientras nos turnábamos, descansábamos un poco. En la noche no pudimos dormir pues no sabíamos si nos iba a atacar el enemigo. Nos protegíamos los unos a los otros como hermanos, no podíamos hacer más. Fue muy duro. Dos de nuestros compañeros estaban heridos, uno se estaba muriendo, desangrándose; y así fue, en la mañana ya había muerto. Llegó el comando y nos dijo: “Vamos a bajar antes que se nos muera el otro”. Enterramos el muerto y nos fuimos. El comando nos dijo: “Vamos a ver qué podemos comprar en la finca de abajo para poder comer algo”. Casi a las ocho de la mañana, el comando pidió apoyo para poder salir de la zona porque la guerrilla no hacía más que hostigarnos, mientras que la tropa respondía las veces que fuera el ataque pero ahora con un hombre menos. Ese día no pudimos salir, debíamos esperar el apoyo, y no veíamos en qué momento iba a llegar. Recuerdo que le pregunté a uno de mis compañeros —uno de mis mejores amigos—: “¿Qué vamos a hacer si ya tenemos cuatro días sin comer y sin podernos bañar?” Tuve muchas ganas de llorar y dejar todo tirado. Mientras él me decía lleno de esperanza: “Tranquila, vale mía, que de esta salimos vivos y en el permiso que le den va poder comer todo lo que quiera”. 179
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Al quinto día al fin llegó el apoyo que tanto estábamos esperando, ya nos estábamos quedando sin munición. El comando nos informó cuando llegó el refuerzo, en ese momento me sentí salvada. Empezamos a afrontar el combate y a dominar el terreno. En ese combate le dieron de baja a cuatro guerrilleros, eso fue lo que escuché por radio. Eso me animó, pues significaba que nos iban a dar permiso, pero cuando llegué al lugar sentí un escalofrío por todo mi cuerpo, pensaba que ellos, al igual que yo, tenían muchos sueños que cumplir, que no pidieron morir, que no somos nadie para juzgar, que no tenemos por qué alegrarnos con el sufrimiento de las otras personas. Hoy no entiendo por qué eso tiene que pasar por nuestras vidas cuando tenemos alguien que nos brinda esa felicidad sin esperar nada a cambio, como son nuestros hijos. Llegamos a una finca cerca al pueblo y mi comando mandó a comprar pollo, guineo y pato para empezar a cocinar. Él dijo que íbamos a hacer una sopa; a mí nunca me había gustado el pato pero ese día me lo comí; para mí fue la sopa más deliciosa que había tomado en mi vida, con decir que me alcancé a tomar tres platos. Almorzamos tranquilamente y volvimos a la base de donde inicialmente habíamos partido. Cuando llegué no sentía cansancio, ni hambre ni nada, solamente esperaba que me dijeran si me iban a dar el permiso o no. Esperé a que llegara mi comando con la buena noticia, cuando llegó me llamó y me dijo: “Oiga, se ganó dos días de permiso”, yo corrí a cambiarme porque iba a ver a mi hija. Bajé al pueblo y cogí un carro expreso para que me llevara a La Guajira.
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Jhon Jader Bertel Tuirán Nací en Sincelejo el 15 de noviembre de 1980. Después de terminar mi bachillerato en el Gimnasio Rosario de Sincelejo, estuve vinculado al Bloque Catatumbo de las Autodefensas Unidas de Colombia. En la actualidad estoy estudiando en el SENA para técnico profesional en gestión contable, carrera que me gusta mucho y que pienso me puede dar las herramientas necesarias para defenderme en la vida. Dentro de mi meta a largo plazo está estudiar Contaduría Pública. Soy casado y tengo cuatro hijos que son la razón de mi existir, pues son los que me motivan para ser cada día un mejor hombre.
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Jugué con fuego Jhon Jader Bertel Tuirán
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ra un 7 de abril cuando salimos a una operación hacia alguna parte de las montañas de Colombia. Estábamos en un pequeño pueblo cuando empezamos la caminata hacia el objetivo. Eran aproximadamente las dos de la mañana y veinte minutos después ya estábamos en la población llamada Pueblo Viejo. En ese punto hubo una reunión de los comandos. Mientras tanto aprovechamos para hacer café y alistar todos los equipos. A eso de las tres de la mañana volvimos a entrar en acción. Durante la operación la estrategia era caminar por la maraña, para no ser detectados por el enemigo. De acuerdo con la reunión, caminamos toda la mañana y a eso de las dos de la tarde hicimos el primer descanso para preparar comida. Rápidamente fuimos tomando posiciones. No podíamos hacer tanta bulla y los rancheros (los encargados de hacer la comida) no podían hacer humo, por lo tanto nos dieron estufas de gasolina y comida enlatada. Todos estábamos preparándonos para la guerra, porque la tarde empezó a ponerse color de hormiga. Llegó la hora de la comida, eran las cuatro de la tarde. El ranchero preparó un menú muy sencillo: arroz, jamoneta y Frutiño. A eso de las seis de la tarde empezamos la caminata otra vez, ya con un poco más de miedo. Estábamos cerca de un caudaloso río. A las ocho de la noche llegamos muy cansados al río porque 183
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la selva estaba virgen y se hacía difícil. Esa noche descansamos allí. A las dos de la mañana llegó un comando y nos formó y en voz baja llamó a un compañero, cuya chapa era el Pirry, para que fuera a explorar el río. Cuando este regresó le dijo: “Comando, está muy profundo y corrientoso”. Ese día no logramos cruzar el río. Buscamos diferentes formas, pero no se pudo. A la mañana del 9 de abril del 2002, el comando Junior decidió llamar por radio a la central del pueblo para que mandaran unas canoas. Eran las siete de la mañana. Las canoas se demoraron aproximadamente dos horas en llegar a donde estábamos y a las diez de la mañana empezamos a cruzar el río. Yo era de la primera escuadra de un grupo de choque llamado Los Nocheros, buenos para el plomo y para caminar en selvas vírgenes. Todos íbamos en la jugada. Se trataba de una operación a sangre y fuego. Cuando logramos pasar el río, tomamos posiciones y empezó el juego de la vida. Empezamos a hacer registros en el área. A las doce de la noche llegó la orden de hacer comida. La mayoría de los rancheros empezaron su labor y el aguatero y varios compañeros fueron a buscar agua al río. Esta vez el ranchero hizo un menú bacano: sancocho de gallina, arroz y agua de panela. Habíamos llegado a una finca donde las gallinas y los pavos se veían por montones, las vacas y los caballos se paseaban en los hermosos campos verdes y había árboles productivos como mango, naranja y guayaba. A las cuatro de la tarde empezamos a caminar. En este registro duramos como cuatro horas. Lo que se nos dificultó fue hacer la comida. Ya era muy de noche y no se podía hacer fuego, nos tocó comer enlatados y hacer fresco con galletas. A las diez de la noche el guardia hizo la primera alarma… era un caballo que se paseaba por ahí, al pobre le pegaron tres tiros con un fusil. Todos sentimos miedo y pensamos que era el enemigo. Nos tocó cubrir puesto toda la noche, con los ojos bien abiertos porque el que la cuelga se muere. 184
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Jugué con fuego
A la mañana siguiente a las diez, aproximadamente, se escuchó la primera explosión cuando apenas estábamos desayunando. Recuerdo tanto que esa mañana el ranchero hizo arepas con queso y chocolate… Como a las 10:30 recibí la guardia, me entregó el puesto un hermano del comando Junior, un man alto y bueno para los tiros. Cuando faltaban diez minutos para para yo entregara la guardia se escucharon dos bombas que lanzaron unos aviones. Se escuchaban tiros de fusil y gente gritando. La mayoría de mis compañeros estaban peleando con la guerrilla y por eso me habían abandonado. Cuando me di cuenta estaba solo, entonces me escondí en una maraña muy espesa para que no me vieran. Ahí duré dos horas, inmóvil, lleno de miedo, fueron las dos horas más largas de mi vida, no sabía si caminar, correr o simplemente quedarme ahí. Luego de transcurrido ese tiempo me decidí a caminar, pero cuando intenté salir apareció, de la nada, un helicóptero con gente armada. Volví y me escondí, pero esta vez me tocó echarme hojas que había en el suelo para que no me vieran, porque estos bajaban muy cerca. Yo tenía mucho miedo de que me mataran. A las tres de la tarde dejaron de bombardear y se calmaron un poco. Aproveché para salir. Me encomendé con mucha fe a Dios y logré salir con vida. Caminé como dos horas hasta encontrar el río y en la orilla había una canoa, pero me daba miedo tomarla porque yo no sabía nadar. Caminé hasta un punto donde encontré unas canecas a la orilla del río que formaban una especie de puente. Para mí era un milagro de Dios. Me decidí y empecé a cruzar el río agarrado de las canecas, hasta lograr llegar a la otra orilla. Descansé un rato y seguí caminando. Recuerdo que llevaba mucha sed y en medio del camino me encontré con un pote vacío de avena que tenía algo de Frutiño. Más adelante había un hermoso manantial de agua cristalina que calmó mi sed, otro milagro de Dios, como el río que me tocó cruzar agarrado de unas canecas que Él colocó ahí, para 185
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que yo diera testimonio de su poder, porque para el resto de mis compañeros yo estaba muerto, pero Dios es muy grande y tiene grandes cosas para mí, por eso recuerdo estas palabras que me dijo un amigo que ya no está: “Mono, a ti no te mata quien quiere, sino el que puede… solo Dios”. Esto no es todo, porque después de que me encontré con mis compañeros, ellos se sintieron felices y a la vez tristes porque me dijeron: “Mono, se perdieron cuatro personas más contigo”. Éramos cinco los desaparecidos. Desafortunadamente en este juego tres de mis compañeros perdieron la vida. ¡Qué Dios los tenga en su santo reino! Luego de esa noticia, una voz dijo: “Alisten que vamos a cruzar el río otra vez. Hay guerrilla al otro lado”. Cuando escuché estas palabras sentí mucho temor, pero no podía negarme a la orden que daba el señor. Teníamos que rescatar a los desaparecidos a sangre y fuego. Era el segundo tiempo de este juego. Sentí mucha tristeza al ver a mis compañeros muertos y torturados en esa selva maldita. Eso impactó tanto en mi vida que le hice una promesa a Dios: que si me sacaba vivo de esta, no volvería a tomar las armas, que quería vivir el resto de mi vida al lado de mi familia y mis hijos que son mi fortaleza. Recuerdo que en el pueblo corrió la noticia de que todos los del grupo habían muerto. Incluso la mamá de mis hijas me hacía muerto y le contó a mi familia lo sucedido. Esto me impactó mucho porque cuando me comuniqué con mi mamá, ella se puso a llorar y dudó muchas veces de que aquel que le hablaba fuera su hijo, hasta que logré convencerla. Ella no hacía más que darle gracias a Dios por mi vida y a mí me hizo prometer que no volvería a jugar con fuego porque es muy peligroso, y yo lo hice. Hoy soy un hombre nuevo, estoy haciendo una nueva vida, estudiando, trabajando y recuperando los momentos perdidos con mi familia; por eso les digo a todos que no jueguen con el fuego porque se pueden quemar, yo conté con suerte, pero aquellos que se quedaron en esa selva no. 186
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Deivis Agustín Martínez González Mi nombre es Deivis Agustín Martínez González, nací el 4 de febrero de 1984 en Toluviejo, Sucre, pueblo que tuve que dejar a temprana edad por motivos de violencia, por lo que mi familia y yo nos mudamos a la capital sucreña. Allí hice mis estudios de básica primaria y parte del bachillerato, pero por problemas económicos tuve que abandonarlos y dedicarme a trabajar. En octubre del 2002 ingresé al Ejército Nacional de Colombia, donde aprendí a valorar a mi familia; estaba muy contento, hasta que en enero del 2003 tuve un accidente que arruinó mi carrera militar, ya que no me permitía seguir como soldado profesional. Terminé mi servicio militar el año siguiente. Salí a la vida civil con unas ganas inmensas de trabajar, pero no había ninguna oportunidad para hacerlo. Ese mismo año ingresé a las Autodefensas Unidas de Colombia, creyendo que esa era la mejor forma de ayudar a mi familia. El 20 de enero del 2006 me desmovilicé y empezó para mí una nueva etapa de mi vida, quiero ser un gran enfermero profesional.
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Un ángel en la guerra Deivis Agustín Martínez González
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odo comenzó un 7 de marzo cuando un “amigo” me invitó a trabajar en un grupo armado. Yo estaba desesperado por la situación: estaba recién salido del Ejército, sin trabajo y mi casa se estaba cayendo. Le pregunté al que nos iba a reclutar cómo era ese trabajo, él dijo: “Allá se gana bueno y como eres reservista te pueden ascender rápidamente y sales de permiso cada seis meses”. Entonces tomé la decisión de irme. Le conté a un amigo y él me dijo que también se quería ir, yo le contesté: “No, tú tienes tu hijo y tienes que responder por él”. Le entregué unos documentos, como libreta militar, tarjeta de conducta, placas de identificación… y él sacó algo de su cartera: una oración del Sagrado Corazón de Jesús. Me la entregó diciéndome: “Esta oración me la regaló mi madre cuando venía de Venezuela y me salvó de muchas alcabalas. Órala con fe y nadie te hará daño”. Le di las gracias y le dije que yo no creía en imágenes, pero que la iba a guardar y que se la entregaría cuando regresara. Salimos hacia la terminal donde había tres jóvenes más, uno de ellos menor de edad. Le dijimos al reclutador que no podíamos irnos con un jovencito, que lo dejara, que nos fuéramos solo 189
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los cuatro. Tomamos el bus rumbo al infierno. Luego de muchas horas de viaje, llegamos al pueblo donde nos esperaban cuatro comandantes de contraguerrilla. Uno de ellos decidió quedarse conmigo porque yo era reservista. Su nombre era Ángel1, él iba a ser mi comandante y con él viviría muchos momentos difíciles. Después de ocho días en las montañas de Colombia, dieron la orden de recoger. Nos íbamos, pero todo era incierto. Llegamos donde el comandante Ángel para formar la tropa y saber adónde íbamos. Él nos dijo que nos tocaba apoyar un bloque de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá. Decidimos partir a las 10:00 p.m. Llegamos al pueblo donde esperamos un camión, ahí estaba el comandante Vaca. “Se van hacia Puerto López”, dijo. Salimos del pueblo hacia Puerto López, pasamos por el kilómetro 15 donde había una base militar y nos dirigimos hacia el oriente. Viajamos el resto de la noche. A las 5:00 a.m. nos bajaron del camión, íbamos 49 hombres y una mujer. Seguimos por ese camino arenoso ya que ahí sacaban oro, todo se veía como un desierto. Caminamos una hora y nos vinieron a buscar en un volteo y un tractor para llevarnos a una finca. El comandante de los hombres que estaba ahí, era una mujer. Era alta, gruesa y se veía que tenía un carácter muy fuerte. Nos ubicó por detrás de la finca donde pasaba una linda quebrada. Ahí hicimos comida. A las 11:00 a.m. llamaron a la comandante y ella nos ordenó acercarnos a la finca donde nos vino a buscar un carro, luego llegaron varias motos y un tractor y nos embarcamos. Yo iba en una moto Boxer roja. En otra finca, donde encontramos un carro parqueado, nos dieron suéteres civiles. Seguimos hasta llegar al puerto por donde pasó una lancha del Ejército y nos ocultamos en las casas. Llegaron unos Johnson, cuatro nos embarcamos ahí, pero nos quitamos la
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Los nombres en este relato fueron modificados.
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guerrera (chaquetas donde se llevaban los símbolos del grupo) y nos pusimos el suéter civil. Todos nos veíamos como si fuéramos parte de la población, de esta manera pasábamos por la orilla del pueblo para que la gente no nos delatara. Pasamos por un puente donde siempre había un retén militar, yo lo sabía porque estuve allí cuando era parte del Ejército, pero no encontramos nada. Avanzamos sin dificultad hasta una parte donde los Johnson tenían que pasar solos, ya que el río era muy fuerte por las rocas. Llegamos a una casa a orillas del río. Ahí nos encontramos con un grupo de las ACCU y avanzamos hacia nuestro destino. Entramos por el cementerio a la plaza del pueblo. Ya eran las 10:00 p.m. y nos ubicaron en la parte sur, donde hicimos comida y descansamos. Esa noche todo marchaba con mucha calma. Al amanecer se comunicaron con nuestro comandante Ángel para que llegara a la plaza del pueblo. Al llegar allá nos encontramos con el comandante Rubiño, un hombre alto y de contextura gruesa, que tenía el mando de toda la gente y que le advirtió a Ángel que sus hombres no salieran al pueblo, ni tomaran licor, y que mucho menos quería ver mujeres en la base, que estaba ubicada detrás del pueblo. Después de recibir esas órdenes nos dedicamos a lavar y asear el armamento y las municiones. Ya todos estábamos preparados para la guerra, pero ese día todo fue tirar locha. Al día siguiente llegó Iguana a pagarnos el mes y a preguntar cómo habíamos llegado. La mañana del 20 de marzo todos estábamos alegres, pues habíamos llamado a nuestras familias. Nos dieron permiso y unos salieron a los bares a beber, pero yo estaba un poco triste y decepcionado de mí mismo porque había cometido el peor error de mi vida. Había dejado la mujer que amaba. Yo soy una persona muy sentimental. Ese día que la llamé, me dijo: “¿Por qué lo hiciste?”. Me recordó que cumplía años el 5 de abril. Yo había cometido el peor error… 191
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A la mañana del 21 de marzo dieron la orden de salida hacia El Trinche del Diablo. A las 5:30 a.m. todos estábamos caminando, menos tres que se quedaron por estar enfermos. Eran el Tigre, Lobo y Mata Siete. Eran unas personas bastante cobardes para enfrentar al enemigo. Caminamos hasta el medio día y comenzamos a preparar el almuerzo, mientras otros estaban emboscando. A las 12:30 comenzaron unos tiros y varías explosiones. Era un combate. Para nosotros todo era incierto, ya que estábamos cubriendo un camino que no podíamos dejar solo. A la 1:00 p.m. todo fue calma y dijeron por radio que había dos bajas del enemigo. Rubiño dio la orden de seguir. Todos caminamos con mucha precaución y mucho miedo porque había presencia del enemigo. Enemigo para nosotros era también el mismo Rubiño, porque su gente estaba tras Ángel, que llevaba encima una libra de objetos de oro; lo que creíamos era que lo querían matar para robarle todas sus prendas y echarle luego la culpa al enemigo. Caminamos toda la tarde hasta llegar a una finca donde compramos unas gallinas para la cena. Tuvimos que salir a un cerro donde íbamos a pasar la noche. En mi escuadra, el mando era de Dragón 3, un joven muy alegre. Esa noche fue muy mala para mí porque tenía un compañero que nunca había estado en combate. Era Gárgame —como todos lo conocíamos— un joven paisa ignorante y muy amigable. Me tocó darle muchos consejos, hasta que se quedó dormido. A las 4:00 de la mañana seguimos hacia el Trinche del Diablo, donde se le decomisaron unos víveres al enemigo, que repartimos entre todos. Salimos de a poquito. Todos pensamos que hasta ese pueblo era la operación, pero no. El 23 de marzo a las 4:00 a.m. dieron la orden de salir y destruir, pero Ángel, nuestro comandante, nos dijo: “Nosotros no estamos acostumbrados a eso, no cojan nada, ni maltraten a nadie”. Entonces nos dimos cuenta de quién era de verdad Rubiño. 192
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Avanzamos hacia dentro de las montañas, atravesamos una linda quebrada de aguas tan cristalinas que hasta se veían los peces y las piedras. Eran unos lindos paisajes que se entristecían al pasar nosotros. Pasamos por una cascada la cual asombró a todos porque nadie conocía su existencia. En toda la operación había una sola mujer, era la China, una joven que venía muy cansada, pero su marido la ayudaba. Él era Chispiruleto, un joven costeño muy gracioso que nos hacía reír a todos. El 25 de marzo todos caminamos por dentro de la quebrada todo el día, hasta encontrar una casa donde vivía un guerrillero, pero él no estaba, ahí se encontraban una mujer adulta, dos niñas y una joven. La mujer adulta era de pelo lacio y como de 35 años, las dos niñas eran muy lindas y se pusieron a llorar al vernos. La joven era muy callada, uno de los hombres del Rubiño la molestaba diciéndole que era guerrillera, pero ella no le prestaba atención. Decidimos avanzar hasta llegar a una tienda donde encontramos muchas fotos del enemigo, la saquearon. En la siguiente casa capturaron a un guerrillero, lo encontramos en un taburete sentado y uniformado. Le dimos la señal de alto y le dijimos que éramos de las Autodefensas. Él se sorprendió y dijo: “Perdí, ustedes ganaron…”. Lo tendimos en el piso, lo amarramos y le quitamos droga y el revólver. Nos quedamos hasta el día siguiente. Se comunicaron con Ángel y le dijeron: “Ahí le mandamos a la pelilinda”. Era la joven, los hombres de Rubiño la habían maltratado. Yo me sorprendí y Chispiruleto dijo: “¿Por qué hacen eso?”, pero nadie podía hacer nada por tratarse de Rubiño. La mujer de Chispiruleto dijo: “Yo conozco a esa joven, tiene una niña. Ella no es guerrillera”. Le dieron la orden a Ángel de que “hiciera lo pertinente”, es decir, que la matara, pero Ángel la dejó ir. Seguimos caminado y encontramos un señor que le dijo a Rubiño que lo ayudaría a encontrar a los guerrilleros y a los milicianos. Era un señor de contextura delgada y piel morena. Nos 193
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contó que era del Chocó. Seguimos con la operación, con dicho señor como guía. Nos llevó a un caserío, pero ya todo estaba solo y yo le daba gracias a Dios por no encontrar a nadie, porque no quería ver tanta crueldad. Avanzamos hacia El Mango y en el camino encontramos un señor que traía dos mulas cargadas con mercancías para una tienda y todo se lo robaron. También encontramos una joven morena que llevaba puestas varias prendas y también la empezaron a despojar. Yo iba con Ángel quien me dijo: “Pasemos rápido, no veamos tal crueldad”. Escuchábamos los gritos de la joven y avanzamos con más rapidez para no oír. Pasamos por otro caserío, todos se habían ido. Los animales corrían del susto. Unos patos que estaban a la salida del caserío se tiraban a la quebrada y uno de ellos corrió y no alcanzó a llegar al agua. El pato se murió y todos decíamos con risa que le había dado un infarto. Lo aseguramos. Seguimos hasta la finca donde cocinamos el pato con plátanos y yuca. Entonces el señor que nos guiaba dijo que llegáramos al Guamo. A las 9:20 a.m. entramos y encontramos a la guerrilla en las casas, pero no se asustaron, pensaban que nosotros éramos de ellos. A todos los sacaron. A uno de ellos le decían Pistola de Palo. Era el hombre por quien se estaba haciendo la operación para capturarlo. Timbró el radio de comunicación de Ángel, con una voz que decía: “Venga acá donde yo estoy”. Era Rubiño. Al llegar, Ángel vio que habían matado a todos los que habían capturado. En la tarde, cuando llegó Ángel con la escuadra y el señor que estaba ayudando, estábamos cocinando y comenzó a soplar el fogón. El señor dijo: “Yo pensé que nunca iba a salir de ahí”. Chispiruleto le respondió: “Todavía estamos dentro de estas montañas”. Ángel le preguntó al señor si quería trabajar con nosotros y él muy alegre dijo que sí aceptaba. Ya era uno de nosotros. Pasamos dos noches en ese pueblo y decidimos salir. Ya todo había terminado. 194
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Un ángel en la guerra
Nos dirigimos hacia Pisingo. En el camino había otro comprador de drogas. Era otro guerrillero de menos tiempo, porque el que ya habíamos capturado primero tenía 15 años en las filas y era comandante militar. Era el segundo de la famosa negra Karina y el comprador solo tenía 13 años. Al comprador ellos no lo mataron. Siguieron con nosotros. Llegamos a una finca donde había un civil y uno de los guerrilleros que nos acompañaba contó que era brujo, dijo: “Ese es el hombre que asegura a los nuestros”. Mandaron a un grupo adelante con él. Cuando nos volvimos a encontrar todos, contaron que al llegar al río, Rubiño le dio la orden a Ángel de matar a ese hombre y que este no tuvo más remedio que sacar su pistola Sig Sauer y descargarla encima del brujo, pero… este no murió. Entonces sacó la otra pistola, una Colt 45 y también la descargó, pero tampoco murió. Dicen que después llegó Águila y dijo: “Si no lo matan los tiros, con el machete sí”. Eso decían. Lo que yo sí puedo decir es que de pronto se escuchó un grito que venía de las montañas que nos asustó a los del segundo grupo. Más adelante vimos que el río de una forma inexplicable se creció, en esos días no había llovido. Desde ese momento comenzó Ángel a enfermarse. Decayó hasta llegar al punto de entregar sus armas porque no podía con ellas. Duramos todo un día subiendo una cordillera hasta que llegamos a Los Planos, unas humildes casas, y pasamos la noche ahí. Esa noche cayó un fuerte aguacero. A las 4:00 madrugamos a salir y mis botas estaban llenas de barro y no las pude limpiar. Ese día se mojaron y los pies se me pelaron, yo no podía caminar. Comencé a sentir dolor. Luego de mucho caminar nos dimos cuenta de que nos habíamos perdido. Pasó un señor y le preguntamos que para dónde quedaba el pueblo más cercano y nos dijo —señalando un camino— que dobláramos a la derecha de él. Como a los 10 minutos se oyeron varias explosiones y comenzó un fuerte combate. Por los radios se nos avisaba que avanzáramos rápido. Yo, que no podía caminar, tuve que correr. Cuando 195
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llegamos, todo estaba muy fuerte y estaban atendiendo a un compañero herido; luego vi cómo le estaban quitando las prendas y la plata a los muertos para robárselas. Todos decían que había sido la guerrilla, pero no fue así. Entonces nos tocó avanzar con muertos y heridos hasta llegar a la escuela, porque ahí nos iba a recoger un helicóptero que nunca llegó. Pasamos la noche ahí en la escuela y salimos por la mañana, pero yo ya no podía caminar; venía un señor con una mula y nos la prestó para que yo pudiera seguir. Al llegar al pueblo llevamos a Ángel al médico, para que nos dijera algo sobre su estado de salud, pero al practicarle varios exámenes, los médicos no pudieron diagnosticarle nada, pues al parecer todos los resultados eran normales y sin embargo cada día estaba más débil. Entonces se llamó a nuestro comandante superior para comunicarle la enfermedad de Ángel y el dio la orden de salir hacia el campamento donde todo había comenzado. Yo habría querido traspasarle a Ángel la oración del Sagrado Corazón de Jesús que me dio mi amigo y que me protegió durante esta operación. Ha de ser que Ángel tenía otra, pues se salvó.
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Jhon Fredys Cuesta Cortés Habito en el corregimiento El Totumo, de Necoclí, Antioquia, tengo 37 años, hice parte del Bloque Calima de Las Autodefensas Unidas de Colombia. Me desmovilicé el 25 de noviembre de 2004, en Urabá. Ahora me estoy reintegrando a la sociedad, haciendo parte de los programas de la Alta Consejería y me siento muy tranquilo y contento. Tengo una niña que va a cumplir cuatro años, quiero seguir estudiando como hasta ahora para ser útil a la sociedad y a mi familia.
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Una vida nueva Jhon Fredys Cuesta Cortés
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mediados de marzo del 2004, cuando comenzaron los diálogos entre el Gobierno y las Autodefensas Unidas de Colombia en Santa Fe de Ralito, Córdoba, también llamada zona de negociación, yo me encontraba en ese lugar porque hacía parte del Bloque Calima de las AUC. Operábamos en el departamento del Valle del Cauca al mando del comandante del Bloque, Ever Veloza, alias HH. Nuestro comandante sacó una comisión de 70 personas, hombres y mujeres, para estar en representación del bloque durante el proceso de negociación, como lo habían hecho los demás bloques de la misma organización ilegal y que ya se encontraban allá. Fueron pasando los meses y nos fuimos familiarizando con los demás compañeros de los diferentes bloques que venían a Santa Fe de Ralito, como era el caso del Bloque Centauros de los Llanos Orientales al mando de Miguel Arroyave, el Bloque Central Bolívar al mando de Jorge 40, y el Bloque Norte al mando de Salvatore Mancuso, entre otros. Yo los veía casi todos los días de la semana cuando se reunían los negociadores de las AUC y los representantes del Gobierno en las oficinas que quedaban al frente de la cancha de fútbol. Los comandantes de la zona de negociación ordenaron un campeonato de fútbol con todos los bloques que se encontraban 201
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en ese lugar y hasta con equipos de la población civil. Jugábamos todos los domingos. Era muy recreativo, era un día distinto a los demás. Entiendo que esto era para no sentir el largo tiempo que llevábamos ahí y que no sabíamos cuánto más íbamos a continuar porque ya estábamos a finales de mayo. Seguían pasando los meses y nosotros seguíamos a la espera de la entrega de armas, hablábamos con la población civil y ellos nos preguntaban: “¿Pero cuando es que se van a entregar?”. Yo les respondía al igual que mis compañeros: “No, no sabemos, hay que esperar que las partes negociadoras decidan dónde le toca a cada bloque entregarse y cuándo”. El 20 de octubre nuestro comandante HH salió de la zona de negociación con permiso del Gobierno, y la representación del Bloque quedó a cargo del comandante de zona, Julio César Marino, alias Móvil 8. Nosotros estábamos convencidos de que el comandante HH se encontraba en el departamento del Valle organizando el resto de sus hombres para la desmovilización de su bloque en algún municipio de la zona del Valle, porque a cada bloque le tocaba entregarse en la zona donde operaba, hasta ahí lo teníamos todo claro. Pero el comandante HH se encontraba en Urabá organizando el Bloque Bananero sobre el cual también tenía mando para su desmovilización, al igual que otros comandantes del mismo. Fue entonces cuando decidió agregar los 70 hombres y mujeres que tenía en Santa Fe de Ralito al Bloque Bananero, porque quedaba más cerca del Urabá, antes que llevarnos al Valle. Cuando iba cayendo la tarde y entraba la noche solía ponerme triste. Me daba sentimiento porque me acordaba de mi familia. Un mes después, el 20 de noviembre del mismo 2004, algunos compañeros y yo nos encontrábamos muy relajados charlando con personas de la población civil o viendo televisión en las casas de ese caserío. A las 2 de la tarde el comandante HH llamó desde el Urabá a Santa Fe de Ralito para ordenar al comandante 202
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encargado de la representación del Bloque Calima, que al día siguiente, muy temprano, organizara los hombres, porque debían salir para el Urabá Antioqueño, hasta un corregimiento llamado El Dos, en el municipio de Turbo y que muy temprano iban a llegar dos buses a recoger ese personal. Inmediatamente el comandante encargado nos informó y me dijo: “Oiga, Jhon Fredys, infórmele a todos los muchachos que se reúnan acá donde yo permanezco”. Nos reunimos ahí, entonces nos dijo: “Comiencen a cambiarse de ropa porque hay que empacar los camuflados y el armamento en costales blancos. En la mañana vienen dos buses desde el Urabá por nosotros”. Nos reunimos en un solo lugar a escuchar al comandante darnos instrucciones sobre el viaje. También se encontraban personas de la comunidad viendo cómo nos alistábamos. Estaban muy tristes porque tenían buenas relaciones con nosotros. Ese día Santa Fe de Ralito se hallaba desolado. Yo, al igual que mis compañeros, también estaba triste, porque algunos hasta novia teníamos. El día 21 de noviembre a las ocho de la mañana, tal como estaba previsto, llegaron los dos buses por nosotros, un carro de la OEA con tres miembros de este organismo como veedores, y dos carros de la Policía con unos 20 policías para acompañarnos durante el desplazamiento. Ya estábamos listos para el viaje, pero antes un mayor de la Policía nos mandó a formar para decirnos que ellos, como fuerza pública, nos escoltarían durante el viaje, que estuviéramos tranquilos, que todo iba a salir muy bien. Ver que ya no era nuestro comandante quien nos ordenaba formar me produjo mucha tristeza y hasta algo de nostalgia. Un impacto mayor fue ver a nuestro comandante ubicarse también en la fila con nosotros, esto significaba un cambio total y pensé, “esto ya se acabó”. Comenzábamos a ser parte de la población civil para empezar una vida nueva. Nos montamos en los buses en medio de tantas emociones. Nos sentimos contentos, charlamos, nos contamos anécdotas 203
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vividas en la antigua vida. Por momentos nos quedábamos callados. Nos alejábamos de Santa Fe de Ralito, donde habíamos estado por nueve meses. Veía desde los buses inmensas fincas ganaderas con grandes extensiones de tierra plana y un sol resplandeciente que me permitía ver a lo lejos esas hermosas tierras de ese departamento. Íbamos con destino a Valencia, Córdoba. Los dos buses, los dos carros de la Policía y el carro de la OEA, alineados, pasaron juntos por el planchón hasta el otro lado del río Sinú para seguir rumbo a San Pedro de Urabá. Al llegar a ese municipio los buses pasaron de largo y la gente se quedaba mirando la caravana. Seguíamos avanzando por esa trocha para llegar a un caserío llamado Pueblo Bello, por cierto muy solo, rodeado de mucho bosque, bastante grande y tupido, muy montañoso. De repente me entró un presentimiento. Empecé a sentir miedo. Me parecía que por aquel lugar tan solitario iba a aparecer algún grupo guerrillero. Mientras tanto seguíamos en los buses por esa carretera llena de curvas y huecos llenos de agua, de donde los carros casi no podían salir. Yo estaba muy callado y mis compañeros también. Cerca de las tres de la tarde arribamos a otro corregimiento del municipio de Turbo llamado Alto Mulatos, donde estuvimos unos 20 minutos. Comimos algo. El mayor y los policías estuvieron muy pendientes de nosotros. Ya en este lugar se encontraban tropas del Ejército, lo que me dio más tranquilidad, porque recordé que cuando yo presté servicio militar en el año 1994 estuve en ese lugar en una base que queda ubicada en la parte de arriba del pueblo, en un cerro. Ahí me sentía con más libertad, porque estaba llegando a mi tierra, al lugar donde me crié, el corregimiento de El Totumo ubicado en el municipio de Necoclí. Volvimos a montarnos en los buses para seguir con el recorrido que llevábamos. Nos esperaba otro corregimiento llamado El Tres, a quince minutos del municipio de Turbo. Yo comencé a sentirme en otro ambiente al mirar los carros cómo pasaban para 204
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Apartadó y viceversa. Habíamos dejado la trocha y estábamos en la carretera pavimentada, sentía otro ambiente de más libertad, aunque iba en los buses todavía, porque miraba a las personas ir en bicicletas, motos y recordé cuando años atrás había trabajado en ese lugar en una finca platanera. Hacia las cinco y media de la tarde llegamos a Turbo. Los buses pasaron de largo para coger la vía Turbo-Necoclí, otro municipio de la zona que queda al norte de Turbo, Antioquia. Veinte minutos después encontramos una Y, entramos a la derecha dejando así la vía Turbo-Necoclí que quedaba a la izquierda. Ya estábamos en El Dos. Los buses iban despacio. Empezamos a encontrar policías, había unos tres retenes, pero los buses pasaban de largo hasta llegar a la cancha de fútbol donde nuestro comandante Ever Veloza, HH, nos esperaba. Eran las seis de la tarde y lloviznaba. Había mucha expectativa por parte de la población civil y de los miembros del Bloque Bananero que ya se encontraban concentrados en ese corregimiento. Fuimos bajando de los buses y el comandante del bloque nos saludó de mano, uno a uno. “Vayan a formar a la cancha para darles instrucciones –dijo– que van a ser bienvenidos, muchachos. Acomódense esta noche por ahí en las casas, con mucho respeto, hasta mañana. Ustedes vienen agregados al Bloque Bananero que en pocos días se va a desmovilizar. Ahora se dirigen hasta donde está la comida para que coman y descansen”. Nos llevaron a una casa finca ahí mismo en el pueblito, donde nos tenían arroz, fríjoles, chicharrón y limonada. Terminamos de comer y cada uno buscó dónde ir a descansar, ya eran las siete de la noche. Al día siguiente nos levantamos muy temprano. Yo miraba a los integrantes del Bloque Bananero reunidos en grupitos, hablando muy alegres. Nosotros nos fuimos integrando con ellos a medida que los días iban pasando. También la población civil continuaba a la expectativa de lo que iba a pasar con ese poco de hombres y mujeres próximos a entregar las armas. 205
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Llegó el día que todos esperábamos. El 25 de noviembre del 2004, a las seis de la mañana, el comandante Ever Veloza informó a los demás comandantes que a las ocho de la mañana debían estar formados todos los hombres del Bloque Bananero y los 70 del Bloque Calima, que éramos agregados. A la hora acordada, fuimos a formar a la cancha con nuestro respectivo armamento, como había dicho el comandante. Recuerdo que empezaba el día, el sol estaba muy resplandeciente. Había una multitud impresionante, aproximadamente 700 hombres y mujeres. El lugar se fue llenando de población civil; había personas del municipio de Turbo, del corregimiento El Tres y de muchas otras partes del Urabá antioqueño. Hacia las diez de la mañana ya estaba todo listo para la entrega de armas. Además del Alto Comisionado para la Paz, Luis Carlos Restrepo, que había llegado muy temprano hasta ese corregimiento, se encontraban personajes como el Alcalde de Turbo con su gabinete, representantes de la Iglesia católica del mismo municipio, etc. Comenzó el acto protocolario: el himno nacional, las palabras del Alto Comisionado, las palabras del comandante del Bloque, del Alcalde de Turbo y del representante de la Iglesia católica. Nosotros seguíamos ahí, de pie en la cancha, como cuando formábamos para escuchar a nuestros comandantes, pero ya aquí era totalmente diferente. El sol calentaba más y más. Yo tenía mucha sed y mis compañeros también. Algunas personas de la población civil nos regalaron bolsas de agua. Terminados los actos protocolarios, a las once de la mañana, toda la línea de mando superior, encabezada por el comandante del bloque, entre otros, hacían fila para la entrega de armas. El primero fue el comandante Ever Veloza, alias HH, que entregó su pistola y su chapuza al Alto Comisionado para la Paz. Siguieron los comandantes y después los patrulleros rasos. 206
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Me sentía fatigado, así como la mayoría de mis compañeros. El calor aumentaba. Era una fila bastante demorada. A la una y media por fin llegó mi turno. Sudaba frío, me sentía nervioso. Me acerqué al Alto Comisionado, nos saludamos de mano, entregué mi fusil y mi chaleco con los proveedores con munición 7.62 y así sucesivamente el resto de mis compañeros. Comencé a sentirme libre como el viento, con una libertad que antes no tenía, pero al mismo tiempo pensaba en qué iba a ser de nosotros, qué íbamos a hacer. No sabía de qué se trataba la entrega. También se encontraban organismos como la Fiscalía y la Registraduría. Fuimos pasando por la Registraduría para ver quiénes no tenían cédula de ciudadanía y registrarnos para obtener la nueva. Igualmente nos entregaban un carné que nos identificaba como desmovilizados. Después de haber entregado las armas, a nosotros los del Bloque Calima nos llevaron a una casa finca para que nos pagaran, por orden del ex comandante Ever Veloza, ya que nos debían tres meses en el grupo ilegal. Al mismo tiempo el Gobierno nos pagó el primer mes de la entrega por adelantado, 358.000 pesos. Sin embargo continuaba pensando qué iba a ser de nosotros, qué íbamos a hacer, porque como ya he mencionado, no sabía de qué se trataba la entrega. Yo creía que cada uno de nosotros se iba para sus casas y no había que rendirle cuentas a nadie. A las cinco de la tarde algunos compañeros se fueron para sus casas con algunos familiares, yo estaba muy contento porque iba para mi casa, para donde mi mamá, para mi pueblo, para donde mis amigos. A las seis me tocó irme para mi casa que estaba muy cerca de ese corregimiento, pero me fui a comprar ropa y otras cosas personales y me cogió la noche. Así que tuve que quedarme en ese municipio en el hotel La Montaña, para al día siguiente irme para mi pueblo que es en el corregimiento El Totumo. 207
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El 26 de noviembre me levanté temprano y organicé mi equipaje. Salí del hotel, me dirigí al transporte y solicité una buseta para Necoclí. “Ya va a salir”, me contestó el conductor. No tardó 20 minutos en salir. El ambiente era totalmente distinto, veía a la gente y me sentía alegre, me sentía libre, ya no tenía que recibir órdenes de mi comandante. La buseta seguía andando y yo no veía la hora de llegar a mi pueblo. Observaba desde la buseta los caseríos, las fincas, el mar, las plataneras, las personas laborando en ellas. Pensaba cómo iba ser la emoción de mi madre cuando me viera llegar a casa después de tanto tiempo ausente. A las diez llegamos a mi pueblo, El Totumo. Comencé a ver a los amigos, amigas, a las personas mayores haciendo sus quehaceres como era costumbre en mi pueblo. Pedí la parada, me bajé de la buseta y al instante me acordé de mi amigo José Suárez que vivía en toda la central de la carretera. Le pregunté por él a la mujer y me dijo: “Ya viene, está haciendo un mandado”. No demoró en llegar. Nos saludamos con un abrazo y le dije: “Acompáñeme a la casa adonde mi familia”. Llegamos a la casa. Mi mamá estaba en la parte de atrás de la cocina. Saludé y enseguida salió a abrazarme y lloró de felicidad al verme. “Hola, mijo, cómo estás”, me dijo; “bien, mamá –le contesté– y, ¿cómo están todos, mi papá y mis hermanos?”. Nos reunimos y comenzaron a llegar otros amigos a saludarme. Ahí pasamos todo el día y como buen parrandero, mandé comprar una botella de Ron Medellín y cervezas para tomar con mi familia y mis amigos. Ya me sentía en otra vida, una vida nueva. Parrandeamos hasta las siete de la mañana, ahí nos fuimos a acostar, cada quien para su casa.
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Oyovis Herazo Mejía Nací en el municipio de Cáceres, Antioquia, tengo treinta años, soy soltero y curso sexto grado. De niño viví en San Marcos, Sucre, junto a una familia que me crió, mi mamá trabajaba y no podía hacerse cargo de mis hermanas y de mí. Fui cabeciduro para el estudio y no quise aprovechar la oportunidad que me dieron estas personas, pues aunque no eran mis verdaderos padres me brindaron el cariño y apoyo que necesitaba. Después de catorce años regresé al lado de mi madre y tuve la oportunidad de conocer a mi padre que hasta ese momento nunca había visto. Hoy puedo decir que tengo una buena relación con ellos y que son parte importante de mi vida, así como mi hermana Gladys, quien ha sido un apoyo fundamental, siempre ha estado a mi lado en los instantes dulces y amargos y estoy seguro de que siempre cuento con ella.
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A un amigo no se le da una mano, se le dan las dos Oyovis Herazo Mejía
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l 20 de enero de 2006, día en que nos desmovilizamos, Yeison y yo viajamos juntos a Caucasia. Él había sido mi más grande apoyo en el grupo y desde el momento en que lo conocí en las AUC, se convirtió en mi mejor amigo. Fue quien me indicó todo lo que debía hacer, me explicó que mi labor era buscar agua y leña, prestar guardia y hacer registros cuando fuera necesario. Me brindó confianza desde el primer momento, se preocupó porque yo me sintiera seguro y me ofreció el lado derecho de su cambuche, para que durmiera en una colchoneta que estaba desocupada. Después de ubicarme nos dedicamos a conversar un buen rato. Yo estaba intrigado por saber qué razón había tenido para ingresar a las autodefensas y al parecer él también quería saber las mías, pues más tarde me hizo la misma pregunta. Ambos coincidimos en que el motivo era la falta de empleo en la civil y lo mal pago que era el trabajo. De ahí en adelante todo lo compartíamos. Las tristezas y alegrías de las experiencias vividas en las AUC, hicieron de nosotros un dúo inseparable, incluso nuestros compañeros de grupo nos llamaban “los bueyes”. 211
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Al llegar a Caucasia, como lo habíamos planeado, parrandeamos y compartimos esa noche con nuestras familias. Él me presentó a la hermana y a la mamá, e igual hice yo. Uno y otro teníamos claro lo que íbamos a hacer cuando nos desmovilizáramos. Yeison planeaba viajar a Cartagena a trabajar, dado que allí se encontraba una de sus hermanas; yo por mi parte, decía que iba a hacer el curso de vigilancia para trabajar en alguna empresa. Bueno, todo eso era pura fantasía. Tanta ilusión se nos derrumbó como un castillo de naipes. Los planes que teníamos cambiaron, pues ya al momento de ser desmovilizados teníamos que cumplir con unos compromisos, pero igual nos dio lo mismo, estudiábamos juntos, asistíamos a los talleres asignados, todo era una buena oportunidad ya que teníamos salud, estudio, capacitaciones por parte del SENA, etc. En julio, cinco meses más tarde, me marché para el Chocó a trabajar como celador de unas dragas de minería. Allí todo era a las mil maravillas. Yeison se comunicaba conmigo para que lo ayudara a conseguir un puesto, pero era difícil pues requería de mucha responsabilidad. Luché para conseguirle el trabajo, pero todo era en vano. En diciembre de ese mismo año pararon el trabajo y nos tocó regresar a casa, pero los jefes nos dijeron que estuviéramos llamando para una nueva contratación. El 29 de diciembre me llamaron para que consiguiera una persona que se fuera conmigo el 3 de enero para el Chocó. No lo pensé dos veces, de inmediato llamé a Yeison. Él llegó a la casa de mi hermana y le informé todo sobre el trabajo, estaba feliz porque íbamos a trabajar juntos, entonces me preguntó: —Oiga, parce, ¿y nos vamos en bus por Pereira? —Claro que no, usted sabe que yo le temo a esa vía, los patrones nos dan el pasaje en avión. —¡Por fin voy a montar en avión! 212
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—Bueno, vamos donde el jefe para que lo conozca —le dije, y me preguntó: —¿Y qué voy hacer? —Nada, usted diga que nos conocemos desde pequeños, que siempre hemos trabajado juntos, ya sabe que no me puede hacer quedar mal. —Bien. Llegamos donde Juan José. Él nos recibió y me preguntó: —¿Ese es el pelao que va con usted? —Sí, señor. —Bueno, —le dijo a él— mucho gusto, soy el jefe de su amigo. Él me ha contado mucho de usted, espero que no tenga problemas. ¿Tiene libreta militar? —Sí, señor. —Bueno, el trabajo es suyo, vengan el 2 de enero por los pasajes. —Listo, señor, muchas gracias. Mi amigo Yeison no se la creía, pues nos íbamos a ganar un millón de pesos libres de todos los gastos mensuales. Pasamos juntos y compartimos los últimos días de ese año con cada una de nuestras familias. Llegó el 2 de enero, el día esperado por Yeison ya que estaba muy contento por el trabajo y también porque iba a conocer tierras del Chocó. Yo fui a buscar los pasajes. Por la noche viajamos hasta Medellín y al llegar pregunté en la Terminal del Norte por los vuelos que salían hacia Quibdó, ya que en ese lugar hay una oficina. Buscaron y justamente había dos cupos en Satena para las dos y media de la tarde. Como era temprano nos fuimos al barrio popular donde unos amigos míos. Allí desayunamos y almorzamos, al medio día partimos rumbo al aeropuerto Olaya 213
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Herrera. Al llegar nos pidieron los documentos, todo estaba en regla, no teníamos por qué preocuparnos. A las doce y cuarto nos hicieron pasar a la sala de espera. Yeison no sabía qué hacer, estaba contento pero no sabía lo que le esperaba en ese viaje. Nos montamos al avión. Le dije que se abrochara el cinturón de seguridad y partimos rumbo a Quibdó. En solo 25 minutos estábamos en esa ciudad. En el aeropuerto reclamamos el equipaje y tomamos un taxi que nos llevó al Hotel Malecón. Al llegar me encontré con los demás compañeros, compartimos 20 minutos y decidí llamar para avisar que habíamos llegado bien. Yeison no quiso llamar, me dijo: “Yo llamo más tarde”. Salí una cuadra arriba a un sitio donde vendían minutos. Cuando estaba llamando, llegó la Sijín al sitio donde estaban mis compañeros. Salí para allá y también me requisaron y me pidieron documentos, pero a Yeison, por muchos papeles que mostraba, no dejaban de preguntarle a qué iba a esa región. Lo que más me dolió fue cuando vi que le pusieron las esposas y lo montaron a la patrulla. Quedé confundido. Los demás me preguntaban: “¿Qué problemas tiene el muchacho?” “No sé”, respondí. Me dirigí a la estación y allí me dijeron que él tenía una orden de captura, pero que no me preocupara, que todo iba a salir bien porque él ya había pagado la condena hacía años, pero que por seguridad se tenía que quedar hasta el día siguiente. Yeison había esperado tanto el 3 de enero de 2007, pero tan solo pasaron 20 minutos y ya estaba en un calabozo. Un día después de la captura llegué a la estación con la esperanza de ver a mi amigo libre, sin embargo, al preguntar por él uno de los policías me comentó que el muchacho todavía seguía sin resolver la situación y que le debía traer desayuno. Inmediatamente me fui para el restaurante más cercano y compré algo que me dejaran entrar, pues yo sabía que no toda clase de comida era permitida. El guardia me dio cinco minutos para hablar con él. Me 214
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entristeció mucho verlo allí encerrado, en su cara se veía la preocupación de no saber qué pasaría. Yo traté de darle ánimo y le manifesté que pasara lo que pasara, yo estaría ahí para ayudarlo. Pasados los cinco minutos el guardia me dijo que volviera a las dos de la tarde, que al parecer le iban a dar salida, pero esto no pasó y a los tres días de estar encerrado, ya me dijeron que le consiguiera un abogado. Mi situación económica no era buena y debía buscar un paz y salvo en Montería, ya que él había pagado la condena en Planeta Rica. No tenía ni un peso para pagar un abogado que me ayudara con eso. Transcurrieron dos meses, lo visitaba todos los sábados y le llevaba algo de comida y útiles de aseo personal. Por fin me contacté con una abogada que se puso al frente del caso. Pasaron casi dos meses hasta un día que la señora me llamó y me dijo: “Oyovis, véngase del trabajo, vamos a sacar a su amigo, ya tengo los documentos en mis manos”. Me alegré mucho. Llegué a las diez de la mañana. Partimos hacia la cárcel. Allí estaba Yeison, aburrido. Había firmado la condena. La abogada se enojó porque él debió haber esperado, pero sé que él estaba desesperado. Fue condenado a tres años de cárcel. Esto para mí ha sido muy duro, ya que uno no puede olvidar a una persona en esta situación. Me he sentido culpable. Desde ese momento no he vivido tranquilo pensando en mi amigo y en lo que le pueda pasar en ese tiempo, y no lo estaré hasta el día que lo vea libre. A un buen amigo no se le da una mano, se le dan las dos.
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Jesús Marino Ramírez Nací el 20 de agosto de 1967 en El Bagre, Antioquia. Hijo de Israel y Dioselina, fui el tercero de cinco hermanos. Hice la primaria en mi pueblo natal y luego me trasladé con mi familia para el Chocó donde viví nueve años. Allí estudié la secundaria e inicié mi carrera como educador, la cual desempeñé durante varios años en el área de las Ciencias Sociales, Políticas y Económicas. Después de mi paso por las AUC volví de nuevo a la docencia y me vinculé como promotor de lectura en el proyecto Retomo la Palabra. Para mi familia fue una sorpresa cuando se enteraron de que yo pertenecía a las autodefensas, pues mi padre, ex sargento del Ejército, no convenía con mis ideas y hoy me pide que nunca jamás vuelva a involucrarme en uno de estos grupos.
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Mi aporte a la historia Jesús Marino Ramírez
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l calor insoportable, animado por un concierto de zancudos, grillos y cucarachas, sería el abrebocas de mis tres largos meses en Residencias Charli, el único hotel de Barranco de Loba a donde llegué a mediados de septiembre de 2004, después de haber terminado mi formación en la Escuela Superior de Estudios Políticos del Bloque Central Bolívar. Llegué allí nombrado como emisario político para la región del Brazo de las Lobas en el Sur de Bolívar. Lamentablemente, y como lo he reiterado en muchas ocasiones, es sabido que en todo conflicto armado la población civil es la más perjudicada, siempre lleva la peor parte. Por eso una de las preocupaciones del Bloque, era resarcir y recuperar la confianza de la gente donde ya tenía absoluto dominio de la zona. Pero esta, debía ganarse no con discursos bonitos, sino llegando a las comunidades con hechos tangibles. No quiero decir ni poner a las AUC como los buenos o los angelitos de la película, ya que si no son tan santas las instituciones legítimamente constituidas por el Estado (Ejército, Policía y demás miembros de la fuerza pública), mucho menos los grupos armados al margen de la ley. 217
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Retomo la palabra
Lo cierto es que el emisario político debía reunir algunas características; la principal era ser un buen líder comunitario, una persona tolerante y presta al diálogo tanto con la comunidad como con los combatientes. A su vez debía tener amplios conocimientos en diferentes temas, en Historia Universal, en los conflictos bélicos de Europa, Asia, África y América Latina, conocer el origen del conflicto armado colombiano, la subversión, las autodefensas, el narcotráfico y el paramilitarismo, así como estar al tanto de cuanto estaba ocurriendo en materia política, economía, en salud, deportes, etc., en el país y en el exterior. Todo esto dado que algunos países de América Latina, la Comunidad Europea y organizaciones internacionales como la OEA, estaban apoyando el proceso de paz con las autodefensas. Se podría decir que fuimos los combatientes de corbata. Y no era nada fácil, ya que para esta época se debatían los acuerdos con el Gobierno sobre el proceso de la desmovilización y desarme de los bloques que habían decidido acabar con esta guerra absurda y fratricida que no había hecho otra cosa más que dejar muerte y desplazamiento en el país. Éramos los encargados de mantener las tropas informadas de todos los pormenores en cada uno de los lugares de concentración. Y digo difícil, porque muchos comandantes y patrulleros no creían en el proceso y mucho menos en el Gobierno, por eso un buen número decidió desertar y armar rancho aparte. Así mismo debíamos ser mediadores entre los patrulleros y solucionar conflictos de la población civil donde hacía falta la presencia del Estado, o en donde aún habiéndola, no creían en ella. A Magangué llegué a las siete de la mañana a esperar la chalupa que salía con destino al El Banco, Magdalena. Debí esperar una eternidad, pues había que aguardar a que dicho transporte se llenara. Mientras tanto caminé por el puerto un rato observando el ambiente de los pescadores que llegaban a proponer la pesca de la noche anterior a los revendedores y a los restaurantes que 218
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Mi aporte a la historia
se encuentran a la orilla del río. Parecía un mercado de pulgas, la gente corría, gritaba, reía y como siempre no faltaban las discusiones cuando alguien quería sacarle ventaja a otro en el negocio. Cómo olvidar ese olor a bocachico frito, que cada vez era más agradable, y aunque no era comida de mi devoción, no aguanté las ganas y fui a uno de esos restaurantes de la orilla y pedí un desayuno con pescado frito. Me dio risa cuando vi que me pusieron un pescado entero, ¡qué animal tan grande! Llamé a la señora y le dije que por favor me diera solo un pedacito de la cola del pescado; realmente de ese pescado podían comer tres personas tranquilamente y lo mío más bien era como un antojo. Llegó la hora y por fin a las 10:30 de la mañana salimos del puerto. Nunca me imaginé que fuera a ser tan traumático el embarque por el sobrecupo, además no se cumplía con las normas de seguridad. Y eso era apenas el principio de la odisea. El temperamento de ese río daba miedo porque estaba muy crecido. Yo, a pesar de haber nacido a orillas del río Nechí, nunca había tenido un viaje tan largo y peligroso. Fueron casi cinco horas de tormento. A medida que iba subiendo el majestuoso Magdalena, mi mente se despejaba al ver esos caseríos a orillas del río construidos en madera. Estaban bastante deteriorados, las aguas negras recorrían las calles enlodadas, donde convivían marranos, gallinas, perros y niños. Por su estado era de entender que sus habitantes eran personas humildes, de escasos recursos económicos, dedicados a la pesca, la agricultura y a jornalear en las fincas ganaderas vecinas. Pero al mismo tiempo, mi vista se deleitaba admirando esos paisajes tan hermosos, que mudos enmarcaban el cauce por donde corría el imponente río. En el transcurso del viaje, me relacioné con un profesor que se dirigía al corregimiento de Los Cerritos, que pertenece al municipio de Pinillos. Entablamos conversa y muy amablemente me fue diciendo cómo se llamaban los distintos sitios por donde íbamos pasando. Recuerdo que a los quince minutos de haber zarpado 219
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había un retén de la Policía en un punto que llaman El Retiro. Nos pidieron el favor de que saliéramos de la chalupa para una requisa, con cédula en mano. Me requisaron y me radiaron la cédula y todo bien. Aquí uno no podía mostrar nervosismo ni andar con nada torcido, todo debía ser legal. El segundo retén fue en Collongal. Aquí sí me llamaron a un lado los señores del Ejército porque transportaba doscientas copias de un CD de música norteña que me habían encargado llevar. Con toda la calma les mostré la factura. No había problema, esos CD eran originales. Así transcurrió el tiempo. Yo con mucha insistencia le preguntaba al profesor dónde quedaba el municipio de Pinillos, pues era el punto desde donde me correspondía trabajar, hasta el municipio de El Peñón, Bolívar. Hasta que por fin llegamos a dicho municipio. Al ver el puerto donde arrimamos lo único que se me vino a la mente fue, “Dios mío, si así es el desayuno, ¿cómo será el almuerzo?” Este es un municipio pequeño cuya única vía de llegada es por agua, pero se encuentra casi en las mismas condiciones de los caseríos que habíamos pasado, la diferencia es que este es municipio. Algo que nunca pasó por mi mente fue llegar a una región enmarcada por los contrastes naturales, sociales y económicos. Me la imaginaba de otra forma, mucho mejor. Aquí la demora fue por la Policía, que de nuevo me hizo una requisa, pero todo salió bien gracias a Dios. Al salir, la chalupa no se fue por el río, sino que se desvió por un caño que conducía al corregimiento de Los Cerritos. Al llegar allí el profesor tomó su bolso y se bajó de la chalupa. En ese momento nos despedimos. Continuamos el viaje. Más adelante llegamos a un corregimiento del municipio de Hatillo de Loba, llamado La Victoria. Ahí me vino el alma al cuerpo cuando lo vi un poco diferente, más organizado y de mejor ambiente, ¡pero qué va!, era nada más la orilla. Dejamos el caño y salimos de nuevo al río grande. Sobre las 3:45 de la tarde arribamos al puerto de Barranco de Loba, mi punto de llegada. 220
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Muy rápidamente vine a saber que este pueblo sufría el mismo mal de los de la región, un abandono casi total. Era inconcebible que en pleno siglo XXI no tengan alcantarillado ni agua potable, la toman del río porque los rudimentarios acueductos llevan el agua a muy pocas casas que tienen el servicio, si así se le puede llamar. Desafortunadamente la corrupción de los gobernantes de turno, quienes sin ningún control se apoderaban de los pocos recursos que llegaban del Estado y de las regalías por concepto del oro y de Ecopetrol, impedía que se hicieran inversiones en el mejoramiento de estos pueblos. En particular hacía mucho daño el negocio de los alcaldes con el juez de Mompox con unos supuestos embargos cuyo montaje le permitía a muchos sacar tajada. No entiendo cómo el Gobierno ha sido permisivo con una situación como esta. Siguiendo con mi llegada a Barranco, el señor que manejaba la chalupa preguntó: —¿Quién es el pasajero que se queda aquí en Barranco? Y le contesté: —Yo. La chalupa arrimó a la boya. Reclamé un bolso de mano que llevaba y la caja de los CD. Mientras me bajaba de la boya a paso lento, observé detenidamente y con cuidado a todas las personas que se encontraban en el restaurante Doña Ruth, lugar que queda a la orilla del río y del cual ya tenía referencias, pues sabía que este era un punto de encuentro clave para toda persona que llegaba a Barranco. Me encontré entonces un pueblo pequeño en donde todos se conocían y cualquier forastero que llegaba era mirado con recelo. Inmediatamente sentí cómo sus ojos clavados en mí trataban de escudriñar quién era ese fulano que acababa de llegar al pueblo. 221
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Me di cuenta de cómo me miraban. De entrada identifiqué a unos jóvenes que se encontraban en el lugar y supe que eran paracos, pues como dicen, “el viajero se conoce en la maleta, el chofer en la arrancada, el marica en la mirada, el frío conoce al desnudo y el hambre al hambriento”. Igualmente ellos de inmediato me pusieron el ojo; llamé una moto y le pedí el favor de llevarme donde el comandante Veinticuatro quien tenía a su cargo este pueblo (q. e. p. d., fue asesinado en el municipio de Aguachica mientras yo escribía estas líneas). El joven me miró sorprendido y le dije que no se preocupara, que yo deseaba hablar con el señor. Me monté en la moto y unos 150 metros más adelante noté que venían dos motos siguiéndonos. El joven me dijo: —Usted no es de estos lados, ¿cierto? —No —contesté. —Nos vienen siguiendo —dijo. —Sí, ya me di cuenta, pero siga tranquilo que no pasa nada. Eran dos motos de alto cilindraje. Se nos acercaron y me miraron, pero no dijeron nada. Una se adelantó y paró más adelante, la otra venía detrás de nosotros lentamente. Al llegar a la casa de Veinticuatro, encontré, sentados en la puerta, a un joven y a un negro como de dos metros, el famoso Niche (q. e. p. d.), el segundo de Veinticuatro. Lo saludé y muy amablemente me contestó. A él lo querían en esos pueblos porque ese negro era muy buena gente, servicial y muy charlatán con todo el mundo. Le dije: —Por favor, necesito al señor Veinticuatro. —¿De parte de quién? —me contestó. Fue cuando me le identifiqué. —Mucho gusto, soy el profe y vengo en reemplazo de John Jairo, y a propósito, ¿dónde se encuentra él? 222
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Me contestó que vivía en la otra calle, pero no sabía si estaba en la casa. Me invitó a que me sentara y me ofreció tinto. Fue a llamar a Veinticuatro, quien se estaba bañando. En ese momento llegaron los muchachos que me venían siguiendo en la moto. Niche los llamó y me dijo: —Comandante, ellos son de nosotros y están encargados de vigilar en el puerto. Sonreí y le contesté: “Ya los conozco”. Ellos se sonrieron y me saludaron amablemente. Al momento llegó John Jairo. Nos saludamos y me preguntó cómo me había ido en el viaje y le contesté que había sido muy largo y matador. Conversamos algunos asuntos de trabajo y salimos a caminar por el pueblo para hacer un pequeño reconocimiento. Después de ese paseo, ya entrada la noche, John Jairo me llevó a dormir a Residencias Charli, un hotel de menos una estrella. Dios mío, qué cosa tan bárbara fue esa primera noche. Esa era una posada de mala muerte, claro que sin demeritarla ya que fueron casi tres meses como huésped en aquel lugar. Allí nos atendió una señora morena, de cuerpo grueso, era doña Hortensia, la dueña, quien muy amable nos invitó a pasar. John Jairo me la presentó y le dijo quién era yo. Entré a la única habitación desocupada de las tres que tenía. Olía a todos los demonios, las sabanas estaban sucias y había papel higiénico usado por todos lados. Esa noche no me pude bañar porque hacía cuatro días no bombeaban del acueducto y a las diez de la noche se fue la energía. Doña Hortensia era una señora muy querida, pero bastante comunicativa y melodramática, parecía el muro de las lamentaciones. Al otro día me presentó a don Carlos, su esposo, un señor bastante formal que se desempeñaba como fontanero del acueducto, y a su hijo Freddy, un joven de unos 32 años; 223
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desafortunadamente el chino era enfermo, sufría de retardo mental y no hablaba muy bien. Esa mañana me tocó sacar agua de un pozo para poderme bañar, y el primer día que me bañé con agua de la ducha, ¡sorpresa!, un chorro de lodo se me vino encima. Esta nueva vida me dio un poco duro, pero ya estaba montado en este burro porque ni modo que decir que en bus. Ese día salí temprano con John Jairo, quien me llevó a desayunar al restaurante de Luciana, otro personaje del pueblo, una señora gordita y bajita a quien es mejor tenerla de amiga que de enemiga, ya que con la lengua es más peligrosa que un loco disparando una M-60. Y así poco a poco me fui relacionando con la gente del pueblo. A los pocos días de haber llegado me desplacé a Pueblito Mejía donde conocí a Mampurro, el comandante urbano de dicho corregimiento. Acordé con él una reunión para el siguiente día con el fin de conocer las tropas más cercanas al pueblo, a la que asistieron aproximadamente 140 combatientes. Fue algo inolvidable, no voy a mentir. Aunque con un poco de nerviosismo, después de que el comandante formó el grupo y pasó revista, me presenté. De inmediato sentí el respeto de la tropa: aquellas 140 personas paradas frente a mí con su fusil, me escuchaban atentos; mi voz de mando se sintió en ese instante. Tenía la responsabilidad de poner en práctica los conocimientos adquiridos en la Escuela Superior de Estudios Políticos y sensibilizar a esta población hacia el proceso de desmovilización y desarme que se adelantaba con el Estado.
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Sergio Luis Vásquez Lobato Nací en Bosconia, Cesar, el 8 de agosto de 1972. Allí viví hasta los cinco años, luego mis padres me trasladaron a la ciudad de Valledupar donde actualmente resido. Soy el cuarto de ocho hermanos. Tengo cinco hijos producto de dos matrimonios, en este momento vivo con mi compañera, Erika García, con quien tengo dos hijos. Acabo de terminar el bachillerato y mis aspiraciones son ingresar a la universidad a la carrera de Administración de Empresas.
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El gran paso Sergio Luis Vásquez Lobato
V
alledupar, martes 28 de febrero de 2006, seis de la mañana. La maleta ya está lista para emprender un viaje que tenía previsto hacía varios meses. —¿Por qué vas a llevar tanta ropa?, —me pregunta mi mujer. —Nena, no sé cuánto dure por allá. Tengo que ir preparado. —Tío, tío, ¿te vas? —pregunta mi sobrino envuelto en la sábana junto con su madre. —Sí, nené, tengo que viajar. —Y, ¿por qué? ¿Acaso no estabas de permiso? —pregunta mi hermana todavía medio dormida. —El jefe me llamó anoche y me dijo que me presentara en Chimila, que lo de la desmovilización era en serio. —¿Vas a desayunar? —No, nena, se me hace tarde, comeré algo en el camino. Suena el timbre. —Yo abriré— dice mi mujer.
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Su amabilidad me recordó los mejores tiempos de mi primer matrimonio, pero nada es eterno, de lo contrario estaría con mis tres hijos. —¡Sergio, Sergio, es tu hermano. Llegó para llevarte a la terminal! La partida Me despedí de todos y partimos. Cuando llegamos a la terminal mi hermano me preguntó si eso de la desmovilización no era peligroso y yo le respondí: “¡Tengo fe en Dios que no!”. Nos despedimos, él salió en el taxi y yo entré a la terminal. Cuando estaba en el corredor, hice una llamada para comunicarme con mis tres hijos, pero fue inútil, ya estaban en el colegio. Le comenté a la mamá el motivo de mi viaje y le dije que me despidiera de ellos. Abordé el bus y partí. Durante el viaje recé como nunca lo había hecho en mi vida, pidiéndole a Dios que me fuera bien en ese mundo que empezaría a vivir. “¡Bosconia, Bosconia, Bosconia!”, gritaba el ayudante. Decidí bajarme allí en la tierra que me vio nacer y aproveché para comerme un chicharrón con yuca. Seguí pensando en todo lo que se venía: “¡Pero qué carajo!, que sea lo que Dios quiera”. Pedí la cuenta, pagué y me marché. En ese momento venía un bus. —¿Para dónde va? —pregunté al ayudante. —Para Santa Marta —contestó. Me subí porque este me dejaría en la entrada de la trocha que va para Chimila, donde sería la desmovilización. Iba concentrado viendo una película y de pronto vi el letrero que anunciaba la llegada a Chimila. Le grité al conductor que me dejara ahí. Cuando me bajé vi que la entrada no era como me habían dicho, dizque había carros esperando pasajeros para ese lugar y que había también un buen ambiente, pero no, eso parecía más bien un 228
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pueblo fantasma, solo había dos personas, dos viejitos gordos. Uno de ellos de piel morena y cabellos canosos, estaba tomando ron. La otra era una mujer de aspecto indígena con un niño entre sus brazos que estaba dentro de una casucha atendiendo una tiendecita. Me preguntaron que para dónde iba, yo les contesté que palante. Me ofrecieron un trago y dije: “¡Gracias! No bebo”. Allí duré aproximadamente una hora, hasta que llegó un camión y pregunté para dónde iba. —¡Para Chimila, mijo! —me dijo el chofer. —¿Me llevan? —¡Claro! Con mucho gusto —me respondieron. Duramos como 30 minutos esperando más pasajeros hasta que al fin arrancamos. Cuando íbamos en el camino les pregunté si Chimila estaba lejos y me dijeron que a una hora. —Llegaré a la hora del almuerzo —comenté. —¿Y de dónde viene? —me preguntaron. —De Valledupar. —Sí, porque no tiene pinta de ser de por acá. Llegamos a unas casitas que estaban a la orilla de la trocha. De pronto salieron unas personas armadas, por poco se me sale el corazón del susto. Requisaron el camión, pero me vino el alma al cuerpo cuando vi un viejo amigo del barrio. Este me preguntó si venía “pa la vuelta”. Sí, le contesté aún asustado. Le dijeron al viejo que siguiera, que todo bien. Pregunté que si en Chimila había más personas como las que habían requisado el camión. —Si, allá es donde hay. ¡Virgen Santísima! Nunca había visto tanto paraco junto —contestó un señor que venía a mi lado, y agregó—: Decime, muchacho, ¿tú vienes a desmovilizarte? —Ajá, sí —contesté. —Y, ¿por qué tú te metiste a eso? 229
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—Cuando uno es pobre y tiene a la familia pasando necesidad y nada de trabajo, acepta cualquier oferta, así vaya en contra de sus ideales. Yo fui militar y mire dónde terminé. —Así es la vida, mijo, pero es bueno que se desmovilicen para ver si se acaba la guerra. Ojalá la guerrilla también lo haga. Bueno mijo, llegamos a Chimila. —Señores, ¿cuánto les debo? —dije. —Nada, joven, ¡suerte! —Muchas gracias, la necesitaré. Me bajé del camión y sentí el ambiente del pueblo. Parecía tiempo de fiesta: carros de la OEA, del Ejército, de la Cruz Roja, de la Policía, de la Defensa Civil. Lo primero que hice fue llamar al jefe para preguntarle cómo era la movida, pero no pude comunicarme con él, entonces llamé a Michael, mi compañero de escolta del jefe, con él sí hablé. Me dijo que me le presentara a Henry, que él era el encargado de todo el personal que iba llegando. Antes de buscarlo decidí almorzar y dejé la maleta guardada en el restaurante, esta pesaba mucho. Caminé casi todo el pueblo y nada que lo encontraba y ni a quién preguntarle. Al fin lo localicé en un billar. Me le presenté y como ya me conocía me preguntó si iba para la desmovilización. Le contesté que sí, entonces me dijo que lo esperara. Aproveché y fui a recoger la maleta. A eso de las cuatro de la tarde terminó de jugar y me convidó para su oficina, allá era donde le tomaba los datos personales a todo el que llegaba. En la oficina había muchas personas que venían de diferentes grupos, pensé que de allí saldría tarde, pero no fue así, al primero que le tomaron los datos fue a mí y era la primera vez que daba mi verdadero nombre en las AUC. Cuando terminamos me dijo que me fuera para una finquita que estaba cerca del pueblo, que allá estaban reunidos todos. Pero esa finquita no estaba tan cerca, llegué cuando oscurecía, totalmente sudado y cansado. Llegar me dio mucha moral debido a que 230
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había muchos conocidos allí. Apenas llegué me brindaron comida, me dijeron que podía colgar la hamaca dentro de la casa, porque yo era del parche. Les pregunté cómo era el cuento y me dijeron que todo bien, que la ceremonia era el 7 de marzo y que esa semana era de puro “relaaag”, sin embargo había que practicar la ceremonia. Me acosté en mi hamaca y no dejaba de pensar las cosas, pero ya no iba a echarme pa tras, ni pa coger impulso. Me quedé dormido. Como a las dos de la mañana me llamaron para prestar la guardia y les dije: “¡Ajá!, ¿y que no es que puro ‘relaaag’?” Entonces me dijeron: “No, la guardia sí hay que prestarla, porque todo el armamento que hay aquí está a cargo de Henry, entonces tú sabes cómo es el maní”. Les dije: “No, nada, todo bien”. La guardia fue agradable porque fue corta ya que había buena gente de confianza. Terminé mi turno y me fui a dormir. Por la mañana me levanté muy temprano, como lo hacía en el monte. El resto del personal dormía como en su casa, ni al desayuno le prestaron atención. Al ver que todo era un “relaaag” de verdad, seguí durmiendo hasta las ocho de la mañana. Fui al río, me bañé, salimos los del parche aprovechando que allí estaba Charlie. Él manejaba la plata de la comida. Compramos un cerdo para el almuerzo porque la comida sí era buena allá, pero el cerdo no alcanzó porque éramos más de 200 personas, entonces tocó comprar un chivo para el resto del personal. En horas de la tarde hicimos equipos de fútbol y jugamos, y así pasamos cuatro días, hasta que por fin llegó la orden de bajar al pueblo. Eso nos puso muy contentos, todo el mundo gritaba, había mucha alegría porque ya nos íbamos a desmovilizar. La desmovilización Llegamos al pueblo a las diez de la mañana. El sol estaba bastante caliente. Nos mandaron para un colegio y nos dijeron que allí sería la desmovilización. Eso parecía una feria, había muchas banderas, carros y personas que ya se habían desmovilizado 231
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de otros bloques y de los que aún no lo habían hecho, eso me hizo acordar de mi primera ceremonia en el Ejército. En el colegio nos formaron y nos explicaron qué había que hacer, teníamos que pasar por muchas dependencias, CTI, Fiscalía, Registraduría, entre otras. La felicidad que sentía era inmensa, por fin iba a andar sin ningún recelo ni temor de que pudiera ser detenido, aunque también sentía mucha incertidumbre, pues no sabía cómo sería ese cambio que me esperaba. La jornada no fue nada fácil, terminamos como a las 5:00 de la tarde y aún quedó algo pendiente para el día siguiente. Nos mandaron a comer y a descansar para un sitio determinado, pero eso fue en vano, porque cuando terminamos de comer cada quien cogió por su lado, ya todos nos sentíamos nuevos ciudadanos. Llamé a mi esposa y le conté todo y le dije que me esperara el 7 de marzo. Para el día 6 todo fue más calmado y rápido. Terminamos temprano lo que quedaba pendiente. El coronel que estaba a cargo nos dijo que ya estábamos listos y que al día siguiente nos entregarían el carné que nos acreditaría como desmovilizados y la primera ayuda humanitaria. En ese mismo momento el coronel nos dijo que fuéramos a los sitios donde estaban dando la información sobre los beneficios que el Gobierno nos brindaría. Nos dirigimos hasta allá y de pronto oí una voz: ¡“Sergio, Sergio”! Era Michael, mi compañero al que había llamado cuando llegué a Chimila. Nos saludamos y me dijo: —Acabamos de llegar y lo primero que me dijo el jefe fue que te buscara y te dijera que te le presentaras. —¿Y eso? —No sé, pero como que tiene una propuesta para ti. —Bueno, veamos qué es. Cuando llegamos donde el jefe me sorprendió mucho, era una persona muy seria y pocas veces sonreía, en cambio ese día 232
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tenía una sonrisa de oreja a oreja. Me saludó más cariñoso que siempre, me dijo que si no estaba interesado en un nuevo puesto, que ya no sería un simple escolta y que ganaría mucho más. Enmudecí, por mi mente pasaron muchas cosas, me imaginaba andando como el jefe, con muchas comodidades y mucho poder, pero mi respuesta fue: “No. El Gobierno tiene excelentes intenciones y si las cosas se dan, pienso aprovecharlas al máximo”. Él me reiteró: “Vas a ganar mucho”. Mi respuesta nuevamente fue: “Señor, con todo respeto, sigue siendo no”. Me contestó: “Bueno, mijo, suerte, se la merece, usted es una gran persona, merece ser alguien en la vida”. Me preguntó cuándo sería la ceremonia, le contesté que el 7, entonces dijo: “Bueno, Sergio, nos seguimos viendo”. Le dije: “Señor, muchas gracias por todo”. Se retiró para la cúpula de comandantes y yo para los sitios donde estaban dando la información de los beneficios. En ese sitio todo lo que se comentaba era sumamente tentador, había buenas ofertas educativas, proyectos productivos, seguridad social, ayuda humanitaria. Cada vez sentía que esa era la mejor decisión que había tomado. Nos retiramos a descansar para esperar el gran día. Al fin llegó el día más esperado. En ese pueblo no cabía ni un alma más. Había personalidades de toda índole, como por ejemplo el Alto Comisionado para la Paz, los gobernadores del Cesar y del Magdalena, los alcaldes de Valledupar y Santa Marta, el máximo comandante del Bloque Norte, Jorge 40. Ya se estaba haciendo tarde y la ceremonia no comenzaba. El desespero por llegar a la casa me carcomía. Yo al ver como setenta buses al servicio de los desmovilizados, decidí viajar y de una vez me monté en el bus. La alegría era tan grande que empecé a gritar: “¡Valle, Valle, este bus va pa Valledupar!” El bus no demoró en llenarse. El chofer nada más dijo: “Los que viajan para Valledupar, abróchense los cinturones”. Salimos más de cincuenta personas, la algarabía que traíamos era impresionante, hasta bebiendo venían algunos. Llegamos a El Copey y allí se bajaron unos cuantos que 233
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ya venían entonados. Se cansaron de invitarme, pero no quise, pensé que si me bajaba, estaba incumpliendo con el programa que iniciaba, nunca antes había tomado algo tan en serio. Llegamos a Bosconia y la cosa fue igual con el resto de los pasajeros. Allí el bus quedó casi vacío, me daban ganas de bajarme y celebrar con todos, pero mi familia me esperaba y la verdad no sabía qué iba a celebrar. El bus siguió. Pasamos por Mariangola, Aguas Blancas, Valencia. En todos esos pueblos se bajaba la gente. Cuando llegamos a Valledupar el único pasajero era yo. Le di gracias a Dios porque las cosas salieron bien y ya estaba de regreso con los míos. Como faltaba poquito para llegar a la casa, le dije al conductor que por favor me dejara allí en la esquina. Bajé del bus y aunque tenía muchas ansias de llegar donde vivía, me detuve un momento y me dije, “bueno, este es el comienzo, toma este programa así como tomaste este viaje, con suma responsabilidad, y recuerda, el mundo del triunfo es de los que se atreven”. Hoy casi tres años después tengo dos hijos más por quienes luchar, he terminado el bachillerato y pronto entraré a la universidad. Mi proyecto productivo fue aprobado. No me hace falta la guerra ni la necesito para vivir.
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Guillermo Sincel Pertenezco a un cabildo indígena, tengo esposa y tres niños con los cuales comparto mi vida. Durante varios años hice parte de las AUC. Estoy dedicado a las labores del campo y a la vez termino mis estudios elementales. Mi principal proyección es ayudar a mis hijos a salir adelante.
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Entré por venganza y salí por amor Guillermo Sincel
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l miércoles 8 de mayo de 1996, a las 8 de la noche, llegaron hombres armados a la casa del señor Juan José Sincel, mi primo. Lo llamaron y le pidieron que hiciera el favor de levantarse, pues querían hablar con él. Juan José, que no sabía quiénes eran, se levantó a atenderlos. Su mujer salió a mirar qué pasaba pero uno de ellos la regresó: “Usted para allá no va porque a su marido lo vamos a matar, pues sabemos que él nos denunció con el Ejército”. Ella les contestó: “Están muy equivocados, él se la pasa trabajando donde el señor Manuel Rojas, si quieren averigüen primero”. Cuando ella estaba hablando con esa persona oyó los dos disparos, salió corriendo y encontró a su marido muerto. Los vecinos salieron y le preguntaron cuántos hombres eran y ella les contestó que nueve. Al siguiente día me mandó el recado: “Guillermo, mataron a su primo”, y yo dije: “¿Será que van acabar con toda mi familia? Ya van dos con mi tía”. El 12 de mayo a las seis de la mañana salí de mi casa, compré un balde, un ciento de pescados y fui a venderlo al pueblo de mi primo, para de esta manera camuflarme y saber de los hombres que le habían quitado la vida. Fueron pasando los días y nada 237
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que sabía de los asesinos, hasta que un día, 19 de octubre a las 2:30 de la tarde, iba hacia ese pueblo cuando de repente me encontré a un conocido y me dijo: —Hombre, amigo, ¿usted negocia por aquí? —Sí, estos pececitos —le contesté. —Mira, ten mucho cuidado por aquí, porque por ahí andan unos hombres armados que dicen ser de la guerrilla, tú sabes cómo mataron a tu tía y a tu primo —me dijo. —Si supiera por qué los mataron, no vendría por aquí, estoy ignorante y quiero indagar sobre el asunto. —Pues, amigo, le voy a decir una cosa a usted que anda por esta vía, por ahí hay unos hombres a los que le dicen los paracos, ¿los conoces? —No los conozco. —Pregunte por ellos, para ver si acabamos con esa gente de la guerrilla que quiere apoderarse de la región y cuando vengamos a ver, no vamos a poder sacarlos. —Si usted me ayuda a investigar, lo podemos lograr. Seguí viajando al pueblo de mi primo a vender pescado. El 28 de marzo del 1997 me venía siguiendo una camioneta de color verde. Sus ocupantes me pararon y me preguntaron para dónde iba. Les expliqué: “Voy a vender pescados”. Ellos me dijeron: “Usted que anda por estos lados, ¿ha visto a hombres armados por ahí? ¿Sabe quiénes somos?”. —No los distingo —dije. —Somos las Autodefensas Unidas de Colombia. Fue cuando me animé a decirles: “Casualmente quería conocerlos, pues alguien me propuso que hablara con ustedes, porque queremos acabar con ‘una gente’ que dicen ser guerrilleros”. 238
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Entré por venganza y salí por amor
Entonces el jefe me preguntó: “¿Eres capaz de trabajar con nosotros haciendo inteligencia?” Le contesté: “Si en eso ando, para encontrarlos y acabar con ellos, porque mataron a mi primo y a mi tía”. Así fue que comencé a trabajar con ellos. El 22 de abril de 1998 di con el paradero de los que habían matado a mi primo y en seguida llamé a mi jefe y le dije: “Ya sé dónde está la guerrilla, vengan que los tengo ubicados”. Entregué la información y a los dos días habían cogido a cuatro de ellos. Días después, me mandaron a los Montes de María. Ahí tuve mi primer combate con la guerrilla y después regresé a mi región. En 1999 ya estaba arrepentido y con ganas de retirarme, pero no lo hacía porque me daba miedo, pues podían matarme; así fueron complicándose las cosas. Tenía que dormir en el monte porque la ley me perseguía mucho, estaba muy “quemado”. Por esa época conseguí la mujer con quien hoy en día vivo y ahí sí que quería salir. Había entrado por venganza y ahora quería salir por amor. Ella me preguntaba: “¿Cuándo es que vas a vivir al lado mío tranquilo?”. Yo le decía: “Mija, ruégale a Diosito que nos una para no separarnos más”. Así fue. Cuando sonó que nos íbamos a desmovilizar, estaba en una finca llamada El Charco. De repente me llamó mi comandante: “Guillermo, vaya preparándose, porque creo que nos vamos a entregar”. Salí de la finca hacia donde mi compañera a contarle lo que me habían dicho: “Mija, creo que se van a cumplir tus deseos de tenerme a tu lado”. Ella me preguntó por qué y le contesté: “Es que mi comandante me dijo que posiblemente nos van a desmovilizar, no sé qué día, pero así va a ser”. Ella me contestó: “¿No será un engaño para así poderlos matar?”. Yo le contesté: “No lo creo”. Me respondió: “Tengo el presentimiento de que me voy a quedar sola”. No dije nada y regresé a la finca donde estaba haciendo mi labor. Pasaron cinco meses, nada pasó. Yo seguía en el grupo haciendo mi labor, muy triste porque no tenía permiso para ver a 239
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mi mujer, hasta que de repente llegó mi comandante y me ordenó: “Alístate que nos vamos a desmovilizar, estamos esperando la orden del mayor”. El día 20 de junio de 2000 a las seis de la mañana me hizo un llamado mi comandante: “Guillermo, ¿ya está listo? Véngase que nos vamos a reunir en un pueblecito llamado Varsovia”. Cuando iba en el camino, me volvió a llamar mi comandante: “Guillermo, no te vengas en seguida, vamos a esperar la primera hora de la noche porque la ley nos está persiguiendo”. Me quedé en una casa hasta esperar la noche. Cuando llegó la hora, salí trotando hacia Varsovia hasta que enviaron una motocicleta para trasladarme. Como el sitio de reunión estaba a poca distancia de donde vivía mi compañera, me sentía cerquita a ella y cuando iba llegando se me salieron las lágrimas, no lo podía creer, al fin me iba a desmovilizar y mi compañera sin saberlo. Al día siguiente el comandante nos reunió y nos informó sobre la desmovilización y que vendrían unos carros a recogernos para trasladarnos hasta San Pablo, Bolívar, donde nos íbamos a entregar. Una semana después regresé al pueblo donde vivía mi compañera. Cuando llegué a mi casa ella estaba donde los vecinos y salió un muchachito corriendo y gritó: “¡María, María, vino tu marido!”. Ella salió corriendo hacia la casa. Cuando la vi me parecía mentira, yo alcancé a pensar que la había perdido, pues una mujer joven no podía aguantarse todo ese tiempo. Ella me abrazaba fuerte, lloraba y me decía: “Papi, esta es una oportunidad que te dieron, cuídate porque si te vuelves a ir, no te volveré a ver más”. Le dije: “Mija, eso no va ocurrir, ya no quiero saber nada de lo que viví, no se lo deseo ni a mi peor enemigo, me quedaré a tu lado y te cuidaré”.
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Gladis Omaira Gómez Nací en Anorí, Antioquia, el 28 de abril de 1986. Soy la mayor de diez hermanos y la única que pensó en el camino de la guerra. Cursé hasta cuarto de primaria en la Escuela de Montebello, Antioquia. Entré a las filas de la guerrilla del ELN en el año 2000, donde duré cuatro años, en los cuales aprendí el valor de las cosas que antes tenía. Después de pasar tres años huyendo de la justicia de ciudad en ciudad, por miedo a que el Gobierno no me cumpliera, me desmovilicé y mi vida cambió. En la actualidad estoy estudiando Belleza Profesional, carrera que me gusta y con la cual me siento satisfecha. Como toda soñadora, mi ilusión es tener mi propio salón de belleza o mi propia academia. Soy casada, madre de dos hijos.
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La guerra me hizo mujer Gladis Omaira Gómez
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o no quería seguir allí. Deseaba irme lejos, y lo más lejos que yo veía era la guerrilla. No conocía nada más que mi vereda. La primera vez que supe de ellos fue cuando llegaron a mi casa; ese día mis hermanitos y yo estábamos solos. Recuerdo que nos dio mucho miedo, queríamos encerrarnos, pero no hubo tiempo. Cuando los vimos fue en el patio, iban llegando más y más. El miedo crecía pues estaba para oscurecer, se veían peligrosos con esas botas, esas boinas, esos camuflados y esas armas. Nos intimidaban. El susto pasó rápidamente pues todos saludaron muy amablemente, preguntaron por nuestros padres y yo les dije que debían de estar por llegar. Entonces uno de ellos preguntó: “Niños, ¿ya comieron?”, respondimos todos a la vez que sí. Le dijo al ranchero: “Haga bastante comida, para darle a los niños y a los señores cuando lleguen”. Luego nos dio galletas y bombones mientras decía: “Pero ustedes me deben prestar la cocina”, y yo sin ningún problema se la presté, pues estaba feliz con ellos. Ya nos habían dado bombones y galletas y nos habían prometido comida. Al rato llegaron mi mamá y mi padrastro y nos encontraron comiendo. Ellos estaban sorprendidos, pero no decían nada, les dieron comida y de sobremesa nos dieron gaseosa, 243
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líquido que yo no había probado. Así pasó una semana en completa calma y yo pensé: “En la guerrilla sí se pasa bueno”, hasta les pedí que me llevaran con ellos, pero no accedieron, me dijeron: “Usted es apenas una niña, otro día será”. Me quedé un poco nostálgica, pero con la esperanza de irme con ellos algún día. Años más tarde todo empeoró para mí. Me iba jovenciando y mi padrastro comenzó a verme como una mujer de su agrado. Intentaba violarme. Yo le contaba a mi madre, pero siempre salía cascada, por eso cada día lo odiaba más. No me quería dar estudio, no me quería dar comida, me echaba de la casa. Todo eso me llevó a que buscara al mismo grupo que en épocas pasadas había estado en mi casa y pedirles de nuevo que me llevaran. En esa ocasión dijeron que sí, aunque solo tenía quince años. Desde ese día yo era del Ejército de Liberación Nacional (ELN). Me sentí dichosa pues no pensaba en las consecuencias que me podría traer tal decisión. Creía que era el mejor camino que podía tomar en ese momento, pero me equivoqué. Al llegar al campamento de entrenamiento, me encontré que la realidad era otra, pues tres compañeras estaban peleando y al separarlas las trataban muy mal, les gritaban: “Mariconas, no vinieron a pelear entre ustedes, entiéndanse con el enemigo. Vamos a ver si en esa pelea son tan guapas, porque las vamos a meter de primeras. ¡De a treinta viajes de leña para cada una!”. Llorando se fueron a cumplir la orden y yo pensé, “tengo que pisar blandito”. Lo que no sabía era que no me gustaba que me trataran tan mal y que tarde o temprano explotaría. Llegó la noche y ya no era dormir en esa camita calientita que me arreglaba mi mamá, sino en el frío de un plástico tendido en el suelo de la selva fría, sola, pero poblada de animales que hacían ruidos miedosos y árboles tan grandes y tan sombríos que tapaban la luz de aquella luna tan bella. De tanto dar vueltas y vueltas y de pensar qué era lo que me esperaba, me quedé dormida a las 4:45 de la mañana. Estaba en mi mejor sueño cuando 244
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llamaron: “¡diana, diana!”. Yo pensaba: “Yo no me llamo Diana”, pero resulta que así era como despertaban a las personas allá, se referían a la diana, no a Diana, y yo que creí que era así como pretendían llamarme, que ese iba a ser mi alias. El muchacho que fue a llamarme me explicó que debía levantarme, cepillarme e ir para la cancha de entrenamiento, un lugar pantanoso y lleno de raíces. Pensar que me tenía que ensuciar tan temprano. Nos hacían saltar, correr, arrastrarnos. La primera semana fue muy dura. Despertaba adolorida, sin fuerzas para levantarme, pero me hacían hacerlo: sufrí tanto. Después de algunas semanas ya no era tan difícil correr, saltar y todo lo demás. Era cansón, pues entrenábamos desde las 4:45 de la mañana hasta las 5:00 de la tarde, pero no todo era actividad física sino que también nos tocaba escribir las políticas y los reglamentos que eran muy extensos. Todo este entrenamiento fue durante tres meses, incluso sábados, domingos y festivos, sin derecho a ningún día de descanso. Después nos dijeron: “Ya son combatientes del ELN”. Estábamos preparados para cualquier acontecimiento. Allí comenzó mi verdadera pesadilla. Empezamos a caminar días enteros con una sola comida. Eso fue muy difícil para mí, pues yo estaba enseñada a comer tres veces al día. En el camino me ponía a comer guayabas o cualquier fruta que encontrara. Cuando no hallaba nada, me daba rabia. Cruzamos veredas, caseríos, montañas, llanuras, ríos, quebradas, muchos paisajes más. Esta caminata fue de un mes. Después de este tiempo llegamos al objetivo que era otro campamento en el pie de una montaña: cerca de allí cruzaba un río grande y también había muchas quebradas. Nos reunimos con nuevos compañeros. Ahí estaba el que sería mi amor por mucho tiempo. En esa tarde decembrina lo conocí y me enamoré inmediatamente. Fue amor a primera vista. Yo también le gusté y comenzó nuestra relación muy pronto, pues no queríamos esperar. Nos amábamos y si nos descuidábamos nos 245
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separaban. El amor creció por primera vez en mi corazón, me sentía feliz, nunca había tenido esas sensaciones tan bellas y puras que me aliviaron un poco las penas en aquella soledad sin mi familia, que ya comenzaba a extrañar, más que todo a mis hermanos. Solo diez meses más tarde quedé embarazada. Estábamos felices, nos dijeron que lo podíamos tener siempre y cuando lo regaláramos a un familiar de nosotros cuando tuviera dos meses, eso era mejor que cualquier otra cosa. Pero como de aposta, cuando tenía un mes de embarazo, me separaron de mi marido, lo mandaron para otra región y se demoraba cuatro meses para venir, me tocaba afrontar sola todos los riesgos y los malestares que me provocaba el embarazo. Yo me quedé muy triste pero con la esperanza de volver a verlo cuando pasaran los cuatro meses. Ya había transcurrido un mes y yo pensaba: “Solo faltan tres meses”. Resulta que al otro día me llamaron a solas y me dijeron: “Le vamos a dar una noticia, esperamos que sea muy fuerte por su bebé, que acá la apoyaremos”. Yo preocupada pregunté qué había pasado y ellos me dijeron: “A su marido lo mató el Ejército en una emboscada”. Sentí que no tenía ninguna razón para vivir, aunque en mi vientre crecía una semilla de él. Yo pensaba: “Mi hijo va a nacer y no va a conocer a su padre y él no va a conocer a su primer hijo”. Esto me llevó a una depresión que casi hace que me quite la vida, no lo hice porque gracias a Dios mis compañeros me apoyaron. Pasó un mes y ya me sentía un poco mejor. Llegaron nuevos compañeros de la zona de donde lo habían matado. Yo empecé a hablar con ellos, pues tenía curiosidad de saber todos los detalles de su muerte. Yo aún no podía creerlo, pues en las noches soñaba que él me decía que no estaba muerto, esto me daba esperanzas. Les pregunté: “¿Cómo es el muchacho que mataron?”. Ellos respondieron: “Bajito, gordito, blanco y barbado”. Me sorprendí. “¿Fue que mataron a varios?”, les pregunté. “No, solo a uno y además hay dos heridos”. Me entró una alegría 246
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y mis esperanzas crecieron. Le pedí el favor a una comandante, que era muy amiga de él, que se comunicara con los mandos de allá y les preguntara si estaba vivo. Ella me hizo el favor y se dieron cuenta de que sí estaba vivo e inmediatamente me dieron la noticia más feliz de toda mi vida. Contaba las horas y los días esperando su llegada ansiosamente. Tenía mucho de qué hablar, compartir la felicidad de que estaba vivo y de que todo había sido un mal entendido. El día llegó, recuerdo que fue hermoso, pero penoso a la vez. Yo tenía una sanción de cinco días de rancho, o sea cocinar para el resto del grupo, porque había quemado un tiro en la guardia y puse una falsa alarma. Bueno, iba por el tercer día de rancho, eran como las tres de la tarde, yo venía con un tambuco lleno de agua para hacer la comida, cuando lo veo ahí parado, todo mojado con bejucos amarrados para controlar los calambres, yo corrí y lo abracé y me puse a llorar. Mi bebé brincaba en mi vientre, ya estaba para nacer y parece que ese día era un día de felicidad para él también. Rápidamente volvió la calma, me dio pena porque estaba despeinada, con las manos negras de tizne y manchadas de plátano, la ropa también muy mugrosa, pues durante tres días había cocinado con la misma, sin lavarla. Bueno, hice la comida y nos fuimos a hablar hasta las dos de la madrugada… Yo me sentí feliz, pero con una preocupación, tenía miedo de que mi bebé no naciera sano y fuerte, pues mi alimentación fue mala y no tuve ningún control ni cuidado con él. Cuando me comenzaron los dolores, pensé: “Llegó el día de dar a luz”. Era un 24 de diciembre, me empezaron los dolores a las diez de la noche muy suavemente, no había tenido miedo durante el embarazo, pero esa noche me agarró susto. Pasé la noche orinando con unos dolorcitos que iban y venían como cada dos horas. Amaneció y aún seguían. No quise desayunar y no me quise parar del cambuche. Como a las tres de la tarde me agarró una diarrea y una vomitadera y los dolores fueron aumentando. Me puse 247
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a llorar, quería que mi mamá estuviera acompañándome. Me sentía tan sola, todos ignoraban mi dolor, excepto mi esposo, que me acompañó en todo momento. Eran las siete de la noche y los dolores eran más fuertes. Allí había un médico y se puso más pendiente de mí. A las cuatro de la mañana reventé fuente, pensamos que ya iba a nacer, pero nada. Pasó una hora y nada, yo no aguantaba más, no había comido nada el día anterior y esos dolores eran muy fuertes, parecía que la columna se me iba a partir. A la media hora no aguanté más y ¡pum!, me desmayé. Cuando me desperté me tenían un tendido amarrado encima del estómago y mi esposo estaba estripándomelo. Me decían que hiciera fuerza, pero no la tenía. Me unieron y me espicharon la barriga tan fuerte que salió el bebé, a las 6:15 de la mañana. Quedé casi muerta. Un muchacho que estaba de practicante comenzó a coserme, yo sentía cuando me metían la aguja y la sacaban de mi cuerpo. El practicante estaba pálido y tenía ganas como de desmayarse al ver tanta sangre. Me había dado una hemorragia, corrió rápido a llamar al médico experto, pues estaba arreglando al bebé. Por cierto, mi bebé nació largo, medía 57 centímetros y tenía la cabeza larga. El papá al verlo pensó que la cabeza le iba a quedar así, pero el médico y yo se la fuimos redondeando. Pero eso sí, parecía un viejito lleno de arrugas, estaba muy flaquito. Tenía que alimentarlo muy bien. Yo estaba muy feliz con mi bebé, pero allá la felicidad dura muy poco. Pasaron los dos meses que me habían dado para disfrutar del bebé y era el momento de entregarlo. Me separé de él con ese dolor tan grande. Sentí que me arrancaban un pedacito del corazón, pero era obligatorio entregarlo y yo debía pagar todo lo que había costado su nacimiento y el tiempo que había perdido embarazada. Yo estaba ahí, pero pensaba en mi hijo día y noche. Comencé a portarme más rebelde, pues me habían separado de mi hijo. Me cogieron como el trapo viejo, no me dejaban descansar, 248
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cada día me daba más rabia. Los comandantes sentados y uno como un burro matándose al son de nada. Hasta que un día amanecí con los apellidos en la cabeza y les canté todas las verdades en la cara. Se enojaron tanto que hasta me mandaron a amarrar, cuando vi lo que me iban a hacer cogí al que me iba amarrar a puños, uñazos, mordiscos y hasta patadas le aventaba. El mando le dio la orden a otro para que le ayudara, pues veía que uno solo no era capaz, pero el muchacho vivía enamorado de mí y le dijo que no quería, entonces el otro le dijo que tenía que cumplir la orden o lo amarraban a él también. Al final cumplió y entre los dos muchachos sí me amarraron, hasta las tetas me quedaron afuera pues le arrancaron todos los botones a la camisa. Me jalaron, me arrastraron, me tallaron con un cordel, jugaron con mi orgullo de mujer. Yo estaba muy triste, pero no me quedó de otra que aguantar todas las humillaciones, que también le hicieron a mi marido. Seguimos en la selva con ellos, pero los odiaba, odiaba al ELN, no podía creer que me hubieran querido matar, después del trabajo que les había regalado. Perdí muchos años de mi vida sin recibir ningún beneficio a cambio. No era tonta, por lo tanto comencé a hacer un plan de fuga en donde estaría incluido mi marido. Meses más tarde vi la oportunidad perfecta, pues nos encontrábamos como a doce horas del pueblo donde estaba mi hijo. Estas doce horas eran a pie por toda la montaña hasta llegar a una carretera central. Convidé a mi esposo, con el temor de que me delatara, casos ya se habían visto. Lo que yo no me imaginaba era que él también quería volarse y no se atrevía a decírmelo, uno ahí no puede confiar ni en la cobija, pero al ver que queríamos lo mismo, sin mucho dudar, al llegar la noche emprendimos la huida. Eran las doce de la noche y corrimos manga abajo, dejando toda la dotación. Desde ese momento nos sentimos libres, pero aún nos faltaba coronar y no dejarnos alcanzar, si lo hacíamos nos mataban, teníamos que resistir más que nunca. 249
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Anduvimos de monte a monte y por trochas muy enredadas. Demoramos hasta el otro día a las siete de la noche. Fue duro, pero lo logramos, estábamos en la carretera y no quería esperar, hacía mucho tiempo que no veía a mi hijo. Cuando por fin lo hice no lo conocía, ¡estaba tan grande y tan diferente! Yo estaba feliz, pues sabía que ese era mi bebé, aquel que había entregado de dos meses de nacido. A los veinte años empecé una nueva vida. Una nueva etapa comenzó para nosotros como toda una familia. Ahora esperamos nuestro segundo hijo. Gracias a Dios que me dio una segunda oportunidad, espero que la sociedad también lo haga.
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Luis Miguel Barbosa Castillo Nací el 3 de febrero de 1966 en Plato, Magdalena. Soy el segundo de nueve hermanos. Mis padres son Álvaro José Barbosa Martínez y María Francisca Castillo Mesa. Tengo un solo hijo, él es mi vida y el motivo para seguir adelante. Actualmente trabajo en construcción, mi especialidad es enyesar. Estudio en la UNAD. Soy un hombre muy alegre y soñador, me gusta pasear, estar con mi familia, comer y dormir.
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no de los días más emocionantes de mi vida fue aquel cuando le escribí por primera vez una carta a mi madre. Estaba recluido en la cárcel judicial de Valledupar por varios delitos cometidos como miembro de las AUC. Un lunes de febrero de 1997 entré a la cárcel. Estaba muy triste, entre otras cosas porque mi compañera sentimental era menor de edad y por esa razón no la dejarían entrar a visitarme. La única forma de comunicarnos sería por cartas y yo no sabía leer ni escribir. Estas cartas me las enviaba los días sábados con mis primos, pero me tocaba pedirles el favor a otros internos que me las leyeran. Así transcurrieron algunos meses. El señor que me leía las correspondencias y que me hacía las cartas para contestarle a mi esposa era un cínico, ya que cuando me leía las cartas me decía cosas totalmente diferentes a las que ella me escribía, pero de eso me vine a dar cuenta después. Un día ella me envío una carta con uno de mis primos y me mandó a decir con él personalmente que no le diera a leer la carta a ese señor y que tuviera mucho cuidado. A mí me causó asombro esa noticia ya que este señor aparentaba ser un hombre serio y responsable en sus asuntos, sin embargo yo le pedí el favor a otro 253
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señor llamado Rodrigo. Cuando le entregué el sobre lo tomó, lo abrió y empezó a leerme. Lo primero que me escribía era un saludo y me decía que nuestro hijo estaba hermoso y bien de salud. Cuando el señor Rodrigo siguió avanzando en su lectura yo escuchaba todo el montón de porquerías que ese señor le escribía a mi compañera: que yo era un bobo en la cárcel y que no la consideraba, que hablaba mal de ella y que a él le faltaban poquitos meses para salir en libertad, incluso le propuso que si quería cuando él saliera, se fuera a vivir con él para brindarle mejores oportunidades de las que yo le había dado. Todo eso a mí me causó mucha rabia, dolor, impotencia, desesperación y tristeza; me deprimí mucho y pensé en matar a ese degenerado al día siguiente cuando estuviéramos pasando por el desayuno. El señor Rodrigo me aconsejó que no fuera a hacer una locura, que pensara las cosas antes de hacerlas y que reflexionara y pensara en mi hijo y mi esposa porque me podía perjudicar más de lo que ya estaba. En esos días un amigo al verme tan triste me sugirió contarle la situación al jefe que era un interno que llevaba el control del patio y era el más respetado en ese lugar ya que todos los que estábamos allí, le temíamos. Y es que yo me encontraba hundido en una depresión muy fuerte y otros presos que me tenían consideración me habían orientado para que yo pidiera ayuda psicológica, sin embargo, por mucho que las psicólogas querían ayudarme, mi estado no mejoraba. Mi tristeza era tanta que no podía superarla y pese al esfuerzo que hacía, yo me deprimía más y más. Decidí conversar una noche con el jefe del patio y le comenté lo sucedido. El jefe al enterarse me dijo: “Mañana usted tiene que retarlo a un duelo de cuchillo, porque este man es un hijo de puta, faltón y aquí no gustamos de sapo ni mucho menos de faltón”, y me dijo que si yo no lo hacía, el faltón era yo que andaba inventándome cosas. Le respondí: “No señor, aquí tengo la carta de prueba, si usted gusta puede leerla”. Él me miró con una mirada fría y calculadora como si me estuviera acusando de calumnia 254
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contra ese man porque todos sus comportamientos eran de un hombre serio y correcto en sus asuntos. El jefe miró a sus hombres de seguridad y les dijo: “Este man, mañana, después de que salgamos al desayuno y cuando hayan cerrado los guardianes la reja de entrada del patio, tiene que retar a este otro a un duelo a muerte porque él le cometió una falta y si no lo hace entonces ustedes encárguense de él porque el faltón es él, por ponerse a inventar cosas de otras personas”. Después de que salí de la pieza del jefe me arrepentí de haberle dicho todo a este hombre que parecía no tener sentimientos. Esa noche no pude dormir tranquilo ya que sentía mucho temor al tener que agarrarme a puñaladas con otra persona porque no tenía esta experiencia de manejar cuchillo o los famosos “chuzos carcelarios”. Amaneció y no salí a recoger el desayuno, pues estaba muy tensionado y con mucho miedo. Me puse a pensar y me dije, “no tengo experiencia para pelear de esta forma, cuando me enfrente a él, lo más seguro es que me mate y si no lo hago, el jefe del patio me manda a matar a mí y no volveré a ver a mi hijo amado y a mi mujer que tanto adoro”. Le pedía mucha fortaleza a mi Dios para que me fuera bien y no me fuera a morir estando preso, que me diera el gusto de ver a mi hijo convertido en un joven bien educado y bien formado por medio de los estudios y no como yo que me encontraba en esta encrucijada por no saber leer ni escribir. Seguí pensando unos instantes y recordé lo que este degenerado me había hecho. El jefe de patio mandó a reunir a todos y dijo gritando: “Estos dos manes se van a batir en un duelo a muerte porque el más viejo le faltonió al más joven; nadie se va a meter para ningún lado porque es una deuda de honor, solo van a intervenir si yo lo digo en algún momento”. El señor que me había faltado trató de negarse diciendo: “No, yo no soy ningún faltón, yo lo único que le he hecho a este 255
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pelao es favores” y fue cuando él jefe le gritó: “Pelea hijo de puta o si no te voy a matar yo mismo”, y él al verse desenmascarado se me lanzó con una navaja automática. Yo tenía una punta de acero afilada con la que un amigo tallaba madera. Mi enemigo me lanzó la primera puñalada y me la pegó en la pierna derecha a la altura del muslo. No tengo ni la menor idea dónde eché la punta que tenía en mis manos. Este volvió y me apuñaló en el otro muslo; yo caí arrodillado y fue cuando él se me lanzó encima a darme otra puñalada de gracia. Saqué mi instinto de supervivencia y le agarré la navaja con mi mano izquierda, cuando la empuñé sentí que el filo se introdujo en mi carne, sentí mucho dolor y pensé en soltarla, pero me dije: “este man me mata si yo lo suelto”, entonces le propiné una trompada en el oído y lo derribé y aún así él no me soltaba. Nos fundimos en un forcejeo hasta cuando logré quitarle su arma. Yo tenía mucha rabia, le propiné una puñalada en el abdomen y cayó de manera instantánea. El jefe de patio me dijo: “Póngase pilas y báñese que ahorita viene la guardia y lo van a encausar por ese malparido”. Varios presos me agarraron y en menos de cinco minutos me tenían ya bañado y cambiado, yo no sé qué me echaron en las heridas porque no me volvieron a sangrar más. Cuando llegó la guardia nos formaron y nos preguntaron quién había sido y nadie contestaba nada, solo decían que él era un sapo y “aquí los sapos se mueren y los faltones también, saquen a esa porquería de aquí antes de que lo matemos”. Yo estaba herido, pero no eran heridas de gravedad y se las pude ocultar a la guardia. Aún tengo las cicatrices en mi cuerpo de esta pelea que jamás debió suceder, pero que pasó por la culpa de un hombre que no tenía sentimientos y que nos obligó a enfrentarnos como si esto le produjera satisfacción a él y al resto de sus secuaces que se reían mientras nosotros nos batíamos a cuchillo. Al día siguiente me tocaba la cita con las psicólogas. Al amanecer el personal de guardias gritaba al desayuno y se preparaban 256
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los que iban a trabajar, a estudiar y los que tenían citas médicas. Yo estaba muy nervioso, pero no puedo negar que me sentía tranquilo porque ya ese man no estaba en el patio. Llegaron las horas y un guardián nos condujo a la enfermería. Esa mañana me llevé una sorpresa, pues me esperaban cinco o seis mujeres que me recibieron con mucha amabilidad y me dijeron: “Hoy sí nos va a decir el origen de su tristeza, qué es lo que usted quiere, porque no nos puede negar que quiere algo, pero tampoco nos puede decir que le da pena decírnoslo”. Yo me sonreí, más por pena que por querer hacerlo, entonces ellas me dijeron en coro: “Díganos para nosotras poder ayudarle”. Algo dentro de mí me obligó a decirlo por fin: “Yo lo que quiero es aprender a leer y a escribir”, y casi todas respondieron: “¿Y eso era lo que lo mantenía así de triste?”. Les dije que sí y les conté lo sucedido con el señor, pero menos lo de la pelea. Se me salieron las lágrimas de dolor y sentimiento al recordar toda la humillación que viví, fue entonces cuando una de ellas muy bien parecida se me acercó y me puso su mano derecha en el hombro y me dijo: “Tranquilo, hasta hoy usted es un analfabeto, pues yo lo voy a ayudar”. ¿Y cómo?, le pregunté. “Primero que todo mi nombre es Carmencita Arroyo y para su información yo soy la rectora del Colegio Fray Luis de este reformatorio”. Al día siguiente me encontraba en el plantel educativo aprendiendo a conocer las vocales. Con mucho esfuerzo y dedicación asistía con puntualidad a las clases, pues tenía todas las ganas de salir adelante. Así transcurrió el resto del 97 y yo ya daba mis primeros pinitos deletreando y haciendo mis primeros escritos, como por ejemplo: mamá, papá, hermano, hermana, hasta escribía mi propio nombre. Esto era para mí un orgullo y no me cambiaba por nada ni por nadie para seguir asistiendo a la escuela y participar en todos los cursos de aprendizaje que abrieran en este plantel educativo. El 15 de noviembre de 1997 me entregaron el boletín del año de alfabetización que aprobé; yo sentía una 257
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alegría inmensa, ya que por fin se me estaba cumpliendo el sueño más grande que tenía desde niño que era aprender a leer y a escribir. En diciembre salimos a vacaciones, aunque no íbamos a ninguna parte a pasear puesto que nos encontrábamos privados de nuestra libertad, pero de todas maneras yo me encontraba muy contento, como un niño con un confite. Yo escribía mi nombre en cualquier parte y el de mi madre que se llama María Francisca Castillo Meza. Era mucho orgullo para mí poder escribir el nombre de ella ya que desde niño me gustaba mucho y ahora podía escribirlo cada vez que lo deseara. Para mí era muy importante aprender porque sí quería aprender de verdad. Yo hablaba con el cuerpo de custodia de la cárcel para que me dejaran ir a otro patio llamado Tertulia donde estaban recluidos todos los ricos que habían cometido algún delito; allí estaba un profesor llamado Franklin Castilla, él fue uno de los que me dictó clase y al cual le debo mucho porque me enseñó con dedicación. La guardia me regalaba dos o tres horas en ese patio y el profesor, a pesar de que yo me puse cansón, nunca me hizo mala cara ni me negó jamás la oportunidad de aprender, antes me daba mucho ánimo para que yo siguiera con mi proceso de aprendizaje. Él, en compañía de la rectora Carmencita Arroyo, me regalaba libros y cuadernos para que yo leyera y escribiera, me leían cuentos y crónicas para que yo captara y tuviera buena comprensión de lectura. En 1998, el 15 de enero, empecé mi primer año de estudio en primero de primaria. Sentía mucho orgullo cuando me preguntaban qué año cursaba y claro respondía con mucha alegría, “primero de primaria”. Los días eran muy bonitos en pleno salón de clase; el plantel quedaba en una segunda planta. El primer año éramos bastantes y estábamos juntos con las mujeres que también estaban haciendo primero, entre ellas estaban Sandra, Milena, Leonor, Maribel, Diana, Rafaela y Estella; entre los hombres 258
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estábamos Carlos, Ramón, Miguel, Álvaro, Fabio y Enrique. Todas estas personas eran mis compañeros y amigos con los que yo compartía. En recreo nos divertíamos jugando fútbol, eran muy buenas y especiales nuestras relaciones de compañeros de clase. Terminó 1998 y yo aprobé mi primero tan anhelado. Ya podía hacer cartas para mi compañera. Llegó 1999 y con él mi segundo de primaria. La segunda semana del mes de enero la profesora Carmencita me pidió que pasara al tablero y que escribiera mientras ella me dictaba y empezó así: “Enero 18, actividad de español. Como tarea traer cómo está formado el relieve de Colombia, —y siguió dictándome— autor quien escribió la tarea: Luis Miguel Barbosa Castillo”. Yo me sentí muy alegre pues por fin mi sueño había dejado de ser un sueño, porque yo había aprendido a leer y a escribir correctamente. Un temblor me invadió todo el cuerpo, mis compañeros del curso me aplaudieron como tres minutos. Después de todos estos aplausos la rectora Carmencita se levantó de su escritorio y me presentó ante algunos alumnos nuevos que días atrás habían llegado al reformatorio carcelario. Me puso como ejemplo ante todos porque después de ser un campesino analfabeto y de haber cumplido mis 32 años de edad, ya sabía leer y escribir, poniéndole así fin a un dicho que dice por ahí “loro viejo no da la pata”. Pero este sí la había dado. Ese día todos los profesores me regalaron un brindis con champaña y las profesoras me regalaron flores. Estos detalles me hicieron estallar en llanto, pero esta vez era un llanto de felicidad. Sabía que esta no sería la última vez que me emocionaría tanto. Y de verdad que fue así, pues me puse más contento cuando por fin le pude escribir la primera carta a mi madre con mi propia letra. Ya no tendría que decirles a otras personas que le hicieran las cartas para poder enviárselas cuando vinieran mis hermanos a visitarme, ni tenía que estar aguantando las ganas de escribirle porque a veces los amigos que me hacían el 259
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favor no podían o no estaban de buen genio. Me emocioné tanto que lloraba, reía y era una sensación que no tengo palabras para describirla, era como un milagro de Dios. Tenía 32 años y por fin había aprendido a escribir y le estaba escribiendo a esta mujer maravillosa llamada María Francisca Castillo Meza, mi madre. Yo la amo y por eso mis ojos se llenan de lágrimas cuando pienso que un día tiene que partir y esto me pone el corazón encogidito de dolor porque esta es una pérdida irremplazable, porque madre solo es una y es la única que no nos brinda traición, ¡Te adoro, oh madre mía, que Dios te bendiga! En esa carta le contaba todos los cambios que estaba experimentando en mi vida por medio del estudio; que era como estar en otro planeta donde yo podía descubrir e investigar cosas nuevas; eran muchas las sensaciones y eso me mantenía de un buen genio a todo momento porque al fin había logrado lo que tanto había anhelado desde niño. Yo amo la lectura e idolatro la escritura, son mi vida y mi pasión. Aunque aprendí a leer y a escribir tarde, esto no ha sido impedimento para salir adelante con mis propósitos de ser un buen ciudadano y decir a boca llena y gritar a todo pulmón que aquí estoy yo que en un pasado fui un delincuente por no tener una mano amiga que me guiara por un buen camino así como lo hizo mi profesora Carmencita Arroyo quien fue la persona enviada por Dios que me tendió la mano para que yo pudiera estudiar. Por todo esto es que le pido a mi Dios que me la cuide y me le dé muchos años de vida para yo poder invitarla a mi grado como bachiller. Y es que ya hoy en día tengo otros pensamientos, porque uno por falta de estudios comete muchos errores; como uno no tiene conocimiento de los derechos humanos ni los principios morales que nos brinda y nos enseña el estudio. Pero hoy que sé leer y escribir, me he podido dar cuenta de que el estudio es el que forma al hombre con unos principios morales bonitos y aprende uno a valorar la vida y el respeto por uno mismo y los demás. Ahora me doy cuenta cuán importante es tener a mi lado 260
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Loro viejo sí da la pata
a una mujer que me ha ayudado mucho espiritualmente puesto que con sus consejos y enseñanzas he logrado muchos avances en este proceso de reintegración, ella es mi actual compañera sentimental. Hoy en día me encuentro estudiando en la UNAD (Universidad Nacional Abierta y a Distancia) en el módulo 2 y recibimos las clases en el Colegio Leonidas Acuña por medio del programa que nos ha brindado el Gobierno. Quiero ser un ejemplo para todos aquellos que por una u otra razón estuvieron o están en la guerra. A ellos les digo que no sigan en eso porque eso no es vida pues la guerra nos brinda sufrimiento, agonía, perjuicio, dolor, desgracia, aparte de que les hacemos daño a las demás personas. Porque la guerra le quitó a muchos sus seres queridos, dejó seres mutilados y marcados para toda la vida, niños huérfanos que no alcanzaron a conocer a sus padres. A quienes hicimos daño, en nombre de todos los desmovilizados, les pido perdón y que Dios les dé toda la fortaleza para curar sus heridas. Por eso mi llamado es a que desarmen sus corazones, dejen la guerra y formen sus hogares para así poder tener un mundo en armonía y paz. A los que son analfabetos y piensan que aprender a leer y escribir es difícil, yo les digo que no es difícil, que se atrevan para que descubran las maravillas que nos brinda el estudio y los beneficios que tenemos cuando aprendemos; no tenemos que depender de otra persona que nos esté diciendo “en este aviso dice esto y lo otro”, o “el nombre de este medicamento es este”. Yo les digo que aunque los estigmaticen algunas personas, que a la final son más ignorantes que los que no saben leer y escribir, no se dejen derrumbar y emprendan la tarea más linda que nos puede suceder a los seres humanos: aprender a leer y a escribir correctamente.
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Juan Francisco Salgado Cuadrado Nací en Corozal, Sucre, tengo 36 años de edad, esposa y cuatro hijos: tres niños y una niña. Milité dos años en las filas de las Autodefensas Unidas de Colombia y pertenecí al Bloque Catatumbo. Soy bachiller y trabajador calificado en electricidad domiciliaria, además hice un diplomado en Convivencia y Seguridad Ciudadana. Actualmente soy estudiante de Tecnología en Instalación y Redes de Gas. Mi proyección es terminar mi carrera tecnológica y empezar a laborar para mejorar la calidad de vida de mi familia.
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Fechas especiales no tan especiales Juan Francisco Salgado Cuadrado
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ienvenidos a la locura”, fueron las primeras palabras del comandante de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) en la escuela de formación. En ese momento no comprendí por qué había dicho eso. Hasta entonces yo llevaba una vida como la de cualquier persona; sin embargo, por razones económicas tomé la equivocada decisión de ingresar a esa organización. Salí un 20 de marzo de Corozal hacia Cúcuta. Allí tomé otro bus con destino a La Gabarra. A nuestra llegada fuimos recibidos por Flor1, una mujer de 32 años, quien nos tomó los datos, nos hizo entrega de útiles de aseo y nos envió a la escuela de formación. Después de tres horas de recorrido por el río, en canoas, llegamos a la escuela, eran como las 6:30 de la tarde. Al día siguiente nos formaron a eso de las siete de la mañana para que el comandante de la escuela recibiera al grupo de hombres que había llegado la tarde anterior.
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Los nombres en este relato fueron modificados. 263
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Retomo la palabra
Yo me imaginaba al comandante un hombre alto, corpulento y de voz fuerte. Luego de 15 minutos de estar formados apareció Jairo, la persona que había estado a cargo del grupo, quien nos dijo: “Hagan silencio que ahí viene el comandante Kalimán”. Cuando lo vi casi no pude contener la risa, era un hombre de color negro, bigote abundante, flaco, de mediana estatura y de voz más bien débil. Después de presentarse nos dijo que los reservistas y los que habían trabajado antes en las AUC solo iban a estar tres días allí porque necesitaban personal para una operación. A los dos días llegaron los comandantes de las compañías que iban a intervenir en la operación para escoger a los hombres que se irían con cada uno de ellos. Yo quedé en la compañía del comandante Carlos. Al día siguiente, en las horas de la tarde, salimos y llegamos a un lugar llamado El Chorro del Indio. Allí pasamos la noche. En la madrugada se inició la operación. Fue un domingo, Domingo de Ramos, por cierto, el primer día de la Semana Santa, que yo consideraba una fecha especial. Caminamos un poco más de medio día. En medio del cansancio pensaba en cuan diferente había sido ese Domingo de Ramos comparado con los que había vivido años anteriores cuando iba a Tolú a visitar unos familiares que viven allí. Un domingo como ese me habría levantado muy temprano para ir a la procesión, luego me hubiese ido a bañar al mar y por último visitaría a mis tíos uno por uno. Pero ese año no hubo procesión, ni baños de mar, ni visitas a mis tíos. Ese año todo era cansancio y soledad. Ese domingo llegamos a nuestro destino a eso de las ocho de la noche. Los siguientes tres días transcurrieron en medio de hostigamientos y combates, a diferencia de un día normal de Semana Santa en Tolú que transcurre en medio de juegos de cartas, dominó, fútbol y por la noche fiesta y tragos de licor. El Jueves Santo muy temprano el comandante Carlos partió con su seguridad hacia La Gabarra a buscar el dinero para 264
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Fechas especiales no tan especiales
pagarle a la gente. En su ausencia quedó como comandante de la compañía Fredy, quien era el segundo al mando. Ese día Robert, que era el comandante del grupo, me dijo: “Recoja sus cosas y se va para la seguridad del comando Fredy”. Me presenté ante él y me ordenó que prestara el turno de guardia de diez de la mañana a doce del mediodía. Estando ya de guardia me puse a pensar en lo que estaría haciendo en esos momentos si estuviera en Tolú, tal vez estuviese donde mi tía Rosa comiendo dulce de ñame, o almorzando arroz de fríjol con revoltillo de bagre y chicha de maíz donde mi tío Mane. Pero como estaba en el monte me tuve que conformar con comer arepa con jamoneta, arroz blanco con atún y jugo de Frutiño. Sentía mucha nostalgia porque ese Jueves Santo no iba a estar en la procesión de las doce de la noche. Solo me quedaba resignarme y rogar para que cuando estuviera de guardia no lloviera. De pronto me acordé de algo. Por estar lamentándome de lo que estaría haciendo en Tolú había olvidado que ese 27 de marzo era el día de mi cumpleaños. Empecé a extrañar la llamada telefónica de mi mamá y mis hermanos felicitándome. Decidí no seguir pensando en esas cosas que me ponían muy triste. Me puse entonces a contemplar el paisaje. Había unos árboles muy altos. Son los árboles más altos que he visto en mi vida. Desde la parte donde yo me encontraba alcanzaba a mirar un río, sus aguas limpias y espumosas y la fuerza con la que chocaban contra las rocas, unas rocas tan inmensas que solo la fuerza del río había podido arrastrar hasta allí. Estaba como hipnotizado, no me había dado cuenta de que me salí del puesto de guardia fuera de la trinchera. Miré el cielo y había unas nubes blancas y empecé a buscarles figuras, primero vi un oso que luego fue tomando la forma de un hombre sentado en una mecedora. Ese momento de ensueño fue interrumpido por las ráfagas de fusil del enemigo. Apenas tuve tiempo de saltar dentro de la trinchera. Luego sentí la explosión de un cilindro, quedé aturdido, 265
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Retomo la palabra
solo escuchaba la voz del comando Fredy que decía: “Guardias, guardias, contesten, huevones, ¿están bien? ¡Contesten!”. Reaccioné y le grité: “Yo estoy bien, comando”. Del mismo modo lo hicieron los otros guardias, Richard y Martín. De nuevo escuché la voz del comandante Fredy que nos decía: “No se salgan de ahí”, y seguidamente a todos los patrulleros les gritaba: “¡Apoyen a los guardias!”. Tras dos horas de combate los fusiles se silenciaron. Un asfixiante olor a pólvora invadía el ambiente. Afortunadamente todos salimos ilesos. En ese momento comprendí las palabras con las que nos recibió el comandante Kaliman en la escuela: “Bienvenidos a la locura”. Y fue una locura en todo el sentido de la palabra. Qué irónico hubiese sido morir el día de mi cumpleaños. Los días siguientes, incluso los años, transcurrieron en medio de hostigamientos, de fechas especiales no tan especiales.
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Wilfredo Pastrana Soy monteriano, con 29 años cumplidos, casado y con un hijo que ilumina mi vida. Pertenecí, por cosas de la vida, a las autodefensas, como miembro del Bloque Élmer Cárdenas, del que me desmovilicé en el 2006. Hoy pienso que esa desmovilización fue un proceso útil, pues sin ella no sería la persona que soy, con casi un título como técnico en Administración de Bancos y Seguros. Creo que hay que valorar la vida, y lo creo de verdad, sobre todo cuando veo a Wilfran David, mi hijo, y a Dina Luz, mi esposa, las dos personas que me impulsan a seguir formándome como un ser integral.
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De cazador a cazado Wilfredo Pastrana
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ué ironía!, era un día muy claro, espléndido, los rayos del sol penetraban en la piel como ponzoña de abeja; sin embargo, el camino por el que comenzaba a andar era muy oscuro. Agobiado por la falta de oportunidades había tomado la decisión de irme para las autodefensas. Era un 28 de septiembre. “¿Será que volveré?”, pensaba, pero me motivaba con ese dicho que dice, “el hijo bueno llega a casa”. Viajamos todo el día y ya al atardecer llegamos a un lugar donde nos atendieron muy bien, a mí y a unos jóvenes que también habían tomado esa decisión. Después de comer y descansar, un hombre nos dijo que lo que habíamos comido ya estaba cancelado y que nos preparáramos, pues la ruta seguía. Aproximadamente a las nueve de la noche llegamos a nuestro destino y allí nos esperaban con mucha moral. Esa experiencia que empezaba a vivir no era difícil para mí, ya que tenía conocimiento acerca de las armas porque había sido militar. De lo que no tenía conocimiento era del enemigo al que me iba a enfrentar. Pasaron los días y me hice amigo de un joven que tenía como apodo, Perra Flaca. Él era un gran cazador y me enseñó que esa era una buena manera de desestresarme y dejar de pensar en el enemigo. A los pocos días me volví uno de los cazadores favoritos de Perra Flaca, incluso llegué a ser su sustituto. Era 269
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mi manera de escaparme de la realidad, de esa cruel realidad que estaba viviendo. Pasaron los meses y un día de Navidad, con la misma precaución que aprendí cuando estuve en el Ejército, me fui a robarle los encantos a la selva. Salí a las siete de la mañana. La selva no me era desconocida, ya en mis tiempos de militar había estado en ella y desde entonces me parecía misteriosa. Partí sin la compañía de Perra Flaca, mi amigo y profesor de caza. Iba solo, como tenía que ser, pues había escuchado que sus encantos únicamente se le aparecen a quienes penetran solos en ella. Perra Flaca ya me había enseñado algunas mañas, sus secretos de cazador. Mi puntería era excelente, estaba dotado, capacitado para la aventura. En el fondo quería probar mi coraje, mi valentía, porque como me decía Perra Flaca, el coraje de un hombre no está en enfrentar a otro hombre, sino a la selva. Ya llevaba meses en las autodefensas demostrando mucho la experiencia adquirida en el Ejército y mi enorme talento para las actividades deportivas y culturales. Pero esas demostraciones eran para que mis compañeros me vieran, para lucirme ante ellos, sobre todo porque ya me habían visto varias veces contagiarme de paludismo. Sin embargo, ahora era un reto personal. Yo sabía que cazar en la selva no era para inexpertos y menos allí en el Chocó. Ahora no importaba cómo había llegado; ahí estaba, partiendo en estos momentos hacia una aventura. Cada paso me alejaba de mi grupo y me iba metiendo en la maraña de ese mundo verde y oscuro. Nadie puede decir que la selva sea un mundo amarillo; no, la selva es un mundo verde y oscuro y yo lo estaba viviendo. Para mí, el mundo que me estaba recibiendo era verde y oscuro, y cada vez era más oscuro que verde. Sentía que la selva me penetraba, que me tomaba poco a poco y cuanto más entraba en ella, más tenía la sensación de que algo de mí ya no era mío, que iba reduciéndome, haciéndome 270
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De cazador a cazado
pequeño, minúsculo, que cada vez era menos yo. Sin embargo reaccionaba y volvía a ubicarme y a estar atento y recordaba todo lo que Perra Flaca me había enseñado, pero era en vano porque en realidad no me ubicaba, no solo fallaba como cazador, sino que además mi sentido de la orientación se había extraviado. Además ya no había sol para guiarme, el oscuro definitivamente le había ganado al verde. Nada podía hacer, sino descansar. Fue entonces cuando volví a acordarme de Dios y me aferré a mi creencia en medio de tanta oscuridad. No dormía sino que recordaba todo el trayecto, intentaba reconstruir cada paso que había dado, cada huella dejada desde mi partida. Mi mente viajó otra vez por los senderos de la selva y fue como sentirme devorado por ella en cuerpo y alma. Al amanecer fue un ir de lo oscuro a lo verde. De pronto, como si la orientación me hubiera atravesado por un segundo, tuve la sensación de estar caminando en círculos, entre espesas matas y árboles. Y tuve también la sensación de estar siendo cazado por la selva, de ser presa, víctima. Me entregué por horas a la contemplación; ya entonces no me preocupaba estar perdido, pues en parte esos encantos que iba a robarle a la selva estaban pasando frente a mis ojos. Observaba hasta el mínimo detalle: las plantas, el grosor de los árboles, todos los ruidos, todo; quería ver y escuchar todo y quería tener más ojos y más oídos y más pies y más manos, ser muchos hombres perdidos en la selva. Eso quería. Fue entonces cuando sentí bajo los pies una extraña sensación y miré la planta que ahora pisaba. La reconocía, había escuchado de ella, pero no recordaba su nombre. Me agaché para verla mejor y entonces la palpé con mis manos. Era suave a pesar de su apariencia roñosa, y demasiado pequeña para sus virtudes. Ya de pie, sonreí mientras le apuntaba a un pavo salvaje. Cuando llegué a la base me enteré de que no había estado perdido un día sino dos, y en medio del guiso de pavo les relaté 271
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a mis compaĂąeros mi historia que confirmaba la leyenda indĂgena de la misteriosa planta de la selva que desorienta a todo aquel que la pisa.
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Liu Johana Micolta Comprendo que fui necia durante ocho años de mi vida, fue mucho tiempo botado a la basura. Tenía 20 años cuando ingresé al Bloque Libertadores del Sur. Nací en Buenaventura, Valle, el 28 de febrero de 1978. Vengo de una gran familia, la mayoría profesionales. En estos momentos estudio Administración de Empresas y Negocios Internacionales en la universidad. Pienso que todo tiene su tiempo: tiempo para plantar, para cosechar, para reír, para llorar, para herir, para pedir perdón. Hoy en día río y estoy plantando para poder cosechar…
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Carmen Liu Johana Micolta
H
an pasado años sin verte. El día que tomé la decisión de irme pensé mucho en ti y en cómo reaccionarías al saber la noticia. Recuerdo que fue el 13 de enero del año 98 y hasta la fecha no te he vuelto a ver. Ya estamos en el 2008 y siempre te recuerdo y conservo de ti esa sonrisa y ternura que utilizabas al hablarme. Gracias a los valores que me enseñaste ahora soy una persona diferente. Recuerdo como si fuera hoy cuando salí del pueblo. Era de noche, después de que Wilson, el papá de mis hijos mayores, volviera a pegarme, como tenía por costumbre. Ese día decidí no tolerarlo más. Llegué hasta la casa de mi mamá, le conté a ella y a mi padrastro lo que estaba pasando. Mi mamá dijo: “Ya es cuento viejo”. Mi padrastro me regaló 40.000 pesos. Salí a la avenida y esperé el bus que iba para la terminal. Cuando llegué me monté en el bus que iba para Pasto. Salió a las diez de la noche. Todo el recorrido no hice sino llorar, en mi mente solo estaban mis hijos y me preguntaba si ya estarían durmiendo. Le pedí a Dios que los cuidara, era la primera vez que me separaba de ellos. Llegué a Pasto a las seis de la mañana. Tenía puesta una blusa de tiras y una falda corta, créemelo, no sentía el frío y me daba rabia ver a las pastusas con ruanas y chaquetas. Creó que era por 275
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el dolor que me acompañaba. Todo me daba rabia. Pregunté en la terminal de Pasto el valor del pasaje para Barbacoas y me dijeron que valía 40.000 pesos, y aunque ya para ese entonces yo solo tenía 4.000, tenía muy claro que quería llegar allá. En ese pueblo vivía Juana, la tía de Wilson que siempre me aconsejó que lo dejara, que él no servía para nada. Yo sabía que ella me apoyaría. No sabía lo que me esperaba, pero era eso o seguir aguantando. Decidí esperar hasta las ocho de la mañana cuando salía el bus. Algo tendría que pasar. Y pasó. Llegó un grupo de mujeres que iban a viajar, me les acerqué y les pedí que me ayudaran. Las señoras me completaron los pasajes y salí rumbo a Barbacoas. Nunca pensé lo complicado que era llegar a ese pueblo: seis horas por carretera y un día por trocha. Cuando tomamos el camino de la trocha, subimos por una loma y únicamente se veían montañas y selvas. En ocasiones nos teníamos que bajar para que el bus no se fuera a quedar enterrado en los huecos. Empecé a sentirme sola, el pensamiento en mis hijos, en ti, en mis hermanos, aumentaba. Le preguntaba a Dios, por qué, si yo no era mala. Cuando el bus paraba en los pueblitos para que la gente comiera algo, yo esperaba adentro y recordaba cuando les daba de comer a mis hijos. En los baños de los restaurantes las mujeres se aseaban y se cambiaban de ropa interior, yo no podía hacerlo, primero porque cobraban y segundo porque no tenía más ropa qué ponerme. Llegamos a Barbacoas el 15 de enero a las doce de la noche. Mi sorpresa fue encontrarme con un pueblo donde parecía que fueran las siete. Barbacoas no es grande, tiene si mucho 200 casas. El bus paró en el centro. Cuando me bajé, me acerqué a una señora que vendía pollo frito, le pregunté por Juana y no la conocía. Pregunté en varias partes y nadie me dio noticias de ella. Una joven, Sandra, que tampoco era de ese pueblo, me dijo que era muy peligroso que andara por ahí, que en ese pueblo había unos hombres que llamaban urbanos y que si me veían sin oficio y sin dónde ir, me creerían sospechosa y me podían hacer algo. 276
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Carmen
Me invitó entonces a dormir con ella al bar donde trabajaba. Fue mi peor noche, ella se acostaba para hacer sus ratos en la misma cama donde yo estaba, me decía: “Córrase un poco negra” y apagaba la luz. Cuando acababa, la encendía. Al otro día me regaló para comer. Yo no hablaba nada, sentía que me estaba muriendo sin mis hijos. A la semana ya trabajaba en el bar. Trabajé ahí unos días, pero no me acostumbré y me fui con otra compañera de ese bar a San José donde estaba el novio de ella. Ahí conocí a Paisa Negro, un comandante de las AUC. Él era alto, acuerpado, buen mozo y me trataba como a una princesa. Vivimos juntos y yo estaba feliz. Pero me duró poco. Lo trasladaron y nunca más tuve contacto con él. Un día también tuve yo que irme de allí, pues llegaron las pirañas (lanchas muy grandes de dos motores fuera de borda) llenas de Ejército y tuvimos que irnos. Ese pueblo quedó vacío. De allí me fui para un pueblo llamado Magguy Payan, donde hay un río claro, tan claro que el fondo del agua se ve cerca, pero es hondo y bonito. Me trasmitía tranquilidad. Sin embargo detrás de las montañas se encontraban dos grupos que hacían retén. Eran las AUC y la guerrilla miliciana; las que gobernaban el pueblo eran las AUC que salían de noche en busca de alimento y de mujeres que les calmaran las ganas. El Ojón, como le decían sus compañeros, era el paraco más rumbero y descomplicado en ese pueblo, pero cuando se enojaba había que buscar escondite. Me echaba los perros, pero no me gustaba de a mucho. Quién iba a pensar que sería mi compañero y el papá de mis dos últimos hijos que tú conoces por foto. Ronaldo, así era como lo llamaban en las AUC, me llevaba en la mañana al cambuche de ellos y me sacaba en la noche. Así pasó mucho tiempo y descubrí que ellos eran comunes y corrientes, pero con vacíos que los habían llevado allá. Ellos me decían la Nana y me confiaban muchas cosas de sus vidas. 277
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Retomo la palabra
No te llamaba, es cierto, pero no pienses que me había olvidado de ustedes. Sabes que no era así, pues les mandaba plata. Lo que pasaba era que no había cómo comunicarse, no me dejaban. A los cuatro meses trasladaron a ese grupo y Ronaldo mandó por mí a la semana. Llegué a ese pueblo llamado Bella Vista. Hacía un frío que no podía aguantar, era un pueblo de clima frío. A las dos semanas ya estaba trabajando con ellos y me di cuenta de que muchas veces hablamos sin saber. Las AUC no eran como yo creía, existía el respeto y había normas que teníamos que respetar. Tengo tantas cosas para contarte, para hablarte. Es que quiero que sepas todo de mí y sobre todo que veas en mí todo lo bueno que me enseñaste, porque es cierto: lo buena que soy yo, te lo debo a ti. Como aquí no puedo contarte todo, apenas te hablaré de una anécdota que quizás te permita asomarte a tu Liu adulta. Pasó un año y me apodaron “Abogada sin sueldo”, porque yo intervenía por todos los civiles. Recuerdo una tarde que subía a las banderas que quedaban como a diez metros de donde yo vivía, iba a visitar al comandante del bloque que era temido por todos nosotros, aunque para los civiles era un hombre calmado y guapo, las jóvenes del pueblo se enamoraban de él porque era bien atalajado y no aparentaba ser malo. Yo llegué. Él estaba en una reunión con otros duros. Me dijo: “Entre”, me dio pena y seguí hasta donde el guardia. En ese momento un paraco traía una comida y entró al cuarto estrecho que quedaba en la guardia y dijo: “Como que este es su último día”. La curiosidad me mataba, no me aguanté y entré. Vi un hombre llorando, la edad, entre 26 y 28 años, trigueño. Le dije: “No llores, solo Dios sabe cuándo es tu último día”. Salí y me dirigí hasta donde el comandante. Le pregunté por qué lo agarraron, dijo: “Por miliciano, el pueblo lo reconoció”. Empecé a rogarle 278
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Carmen
como si lo conociera, duré como cuatro horas rogándole por ese hombre. Me fui para mi casa y empecé a orar por él, amaneció y el comandante me tocó la puerta a las siete de la mañana. Lo primero que hice fue preguntarle por aquel hombre y me dijo: “Está comiendo tierra” y sonrió. Luego dijo: “Mire hacia atrás”, miré la montaña y estaba rozando el monte con un machete. A las dos semanas lo soltaron y yo no paraba de orar. Hoy me encuentro en Apartadó con mis hijos y te digo que el amor y las cosas que sembraste en mí hicieron que yo actuara de esa forma y me han enseñado a dar amor a los demás.
Atte. Tu nieta
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Eduardo de Hoyos Nací el 2 de octubre en Caucasia, Antioquia. Tengo cuatro hijos y curso sexto grado. Cuando era niño me dieron la oportunidad de estudiar, pero nunca quise, lo que me gustaba era ganarme mi plata. Después de mi paso por las autodefensas y vivir experiencias muy difíciles en la guerra, le he encontrado el sentido a prepararme y estudiar, pues deseo que mis hijos conozcan un padre que si bien se equivocó, supo encontrar la forma de darles una vida mejor.
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Marcas que nunca se olvidan Eduardo de Hoyos
E
l 11 de mayo de 2001 partí de mi casa hacia el Caquetá junto con cuatro muchachos más. A las cuatro de la tarde llegué a Medellín y averiguamos el valor de los tiquetes a Neiva. Un señor amablemente nos dijo: “A la orden, muchachos, ¿qué se les ofrece?” Nosotros contestamos: “Vamos para Neiva”. Él nos dijo: “Yo les consigo el tiquete más barato, por aquí han pasado muchos de sus amigos y yo les he conseguido el pasaje más favorable”. Los cinco nos miramos, sonreímos y le compramos los tiquetes. Tres de mis compañeros nunca habían ido a Medellín y como yo ya conocía les dije: “Aquí no se pongan a estar dando visaje, porque de una los van parando”. Y así fue, la policía nos vio sospechosos y nos requisó cinco veces. A las nueve de la noche partimos hacia Neiva a donde llegamos a las ocho de la mañana; ahí compramos el tiquete para Florencia y salimos a las diez de la mañana. Llegamos al día siguiente al medio día a Florencia, donde nos recibieron tres urbanos en la terminal y nos preguntaron si éramos los que íbamos a raspar coca, ese era el despiste, y respondimos que sí. Enseguida cogimos un taxi y uno de los señores que nos recibió dijo: “Lleve estos muchachos, ya sabe a dónde”. 281
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Retomo la palabra
Nos llevaron a una residencia elegante, acomodada; nos preguntaron si ya habíamos comido, les dijimos que no y de inmediato nos trajeron comida. Nos bañamos y dormimos pues ya teníamos tres días de trasnocho. Después de dormir tres horas, nos llamaron. Bajamos y había cinco Toyota con vidrios polarizados, parecíamos mafiosos. Nos recogieron a nosotros y a otros 15 que había regados, en total éramos 20, y partimos rumbo a San José de Belén. Fueron como cuatro horas en carro. Nos llevaron a una finca, ahí nos recibió el comandante y nos preguntó: “¿Quién los mandó para acá? Le respondimos y nos miramos. Pensé en mi familia mientras veía a esos hombres armados y de camuflado. El comandante nos dio la bienvenida y llamó al que estaba encargado de entregarnos el armamento y la dotación. Nos dieron equipo, sintela, fusiles, camuflados, pañoleta, todo era nuevo. En ese momento bajaron dos contraguerrillas que tenían dos años de estar patrullando y nos devolvieron con ellos. Más tarde se nos acercó un muchacho de Caucasia a quien le decían el Zarco y dijo: “Voy a ver quién hay conocido de mi tierra”. Era un pelao que se crió junto conmigo en Caucasia, cuando me vio me dijo: “Hola, pueblo, ¿cómo está Caucasia?” Le respondí que bien. Él tenía ya tres años de estar ahí, era comandante de escuadra. Me dijo: “Lo voy a pedir para mi escuadra”. Pasó el tiempo. Tenía ya como dos meses de estar ahí cuando un día como a las once o doce de la noche llegaron nueve carros. Se bajaron los guardaespaldas y le abrieron la puerta a un famoso comandante que le había comprado los grupos, la gente con armamento y todo, a uno de los jefes supremos. En ese tiempo pude llamar a mi familia, y les voy a contar cómo fue. Hubo un asado especial y yo fui el que tuve que hacerlo. La carne quedó tan buena que todos se acercaban para felicitarme y darme dinero, entonces un hombre que estaba hablando por celular se acercó y yo le dije: “Regálame una llamada”, y él me preguntó: ¿Cuánto tiempo tienes que no hablas con 282
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Marcas que nunca se olvidan
tu familia? Le contesté: “Hoy cumplo ocho meses exactos”. Fue gracias a eso que pude llamar a mi familia, hablé con mi hermana, con mi madre y con todos, así supieron que aún existía. La pelea con la guerrilla era dura. En el grupo se decía que todo había arreciado después de esa vez que llevaron al campamento a un señor que al parecer era comandante de la guerrilla. Contaban que después de tenerlo como una semana con el grupo, habían parado el bus que iba de Florencia a Curillo, Caquetá, bajaron al chofer y al ayudante, y un comandante le ordenó a un patrullero que le diera tres tiros al supuesto guerrillero, e hizo subirlo al bus mientras le decía al chofer: “Aquí tiene este encarguito para la guerrilla, lo tira en la plaza y como no lo haga, mejor no pase más por aquí”. Lo que yo sí viví fue la primera vez que la guerrilla nos atacó en la base. Llegaron en camiones. Yo había visto caer cinco compañeros, pero ese día la guerrilla mató a 12 patrulleros e hirió a 18. Peleamos desde las seis de la tarde hasta las cuatro de la madrugada. La guerrilla recogió sus heridos y sus muertos y se fue. Ese día solo se veía tristeza, angustia y desolación. Días después de que pasó eso nos reunieron y nos dijeron: “Vamos por el desquite a caerles de sorpresa”. Iba el comandante militar, el de la zona y como 160 hombres. Llegamos hasta donde supuestamente estaba la guerrilla y no había nadie. Yo dije, nos hicieron caminar en balde. Como a los diez minutos nos hicieron un tiro que mató al guardia de un grupo que estaba cerca de nosotros. Nos fue tan mal esa vez que nos tocó dejar compañeros heridos vivos, botados como si no importara, a merced de que la guerrilla los picara con machete, como hacen siempre. Me acuerdo que yo me eché al hombro a un compañero herido en una pierna, ya que no podía caminar. Lo cargué como 300 metros, pero tenía la guerrilla encima de mí y cuando él vio que se acercaban me dijo: “Lanza, déjeme aquí, no se haga sacrificar por mí, yo me siento muy débil”, y en verdad mi compañero había 283
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botado mucha sangre. Con el dolor de mi alma lo dejé detrás de un palo. A lo lejos, después de un rato, todos escuchamos sus gritos, seguramente lo estaban torturando; también oímos dos tiros. Él me había entregado el fusil, pero se había quedado con dos granadas de mano y después de un rato voló con tres guerrilleros más. Él no era el único que había gritado de dolor, sino que había lamentaciones por todos lados. Tocó correr y dejar a todos los heridos y muertos botados. Corrimos como por 45 minutos. Así fue mi paso por las AUC, corriéndole a la muerte, al dolor, a la angustia, a lo inesperado. Se fue mi tiempo, el que debía estar con mi familia. Me llevé la alegría de mi madre, que a pesar de mi regreso, nunca la recuperó. Perdí la libertad de expresarme, de moverme por donde yo quisiera. Perdí mi voz, aquella con la que en uno de los últimos combates intenté prevenir a mi comandante de que nos iban a atacar, pero no fui escuchado, pues las palabras de un simple patrullero no tenían valor y las cosas sucedieron como yo las había dicho; siete de mis mejores amigos quedaron muertos ahí. Hoy todo ha terminado, las personas que aparecen en este relato han muerto, hacen parte de mi pasado. En el presente he recuperado la tranquilidad, el tiempo con mi familia, la posibilidad de estudiar. Para el futuro me veo graduado, siendo alguien con la capacidad de defenderse por sí mismo, que no dependa de nadie. Aquellos jóvenes que quizás están viviendo situaciones difíciles en sus casas y piensan que la salida es seguir un grupo armado ilegal, quiero recomendarles que piensen antes de actuar, que le den valor a la libertad, que no se equivoquen, pues la guerra no es un buen negocio, solo deja amarguras y marcas que nunca se olvidan y no cicatrizan.
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Enadis Gómez Barrios Nací en Turbo, Antioquia, el 18 de abril de 1976 en una vereda situada en lo más apartado del casco urbano. Hice parte del Bloque Norte de las AUC por aproximadamente 10 años, luego me reincorporé a la vida civil con los deseos de cambiar mi forma de vida. Actualmente estudio en el SENA, para en un futuro tener mi propio negocio y mejorar mi calidad de vida.
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Una joven sin adolescencia Enadis Gómez Barrios
E
l 20 de agosto de 1987 conocí la guerrilla del EPL. No sabía por qué llegaban a ese corregimiento. Pregunté quiénes eran, qué era eso que llevaban en la espalda y para qué servía eso que se colgaban en el hombro, pero no pregunté si eran buenos o malos, solo creí en sus palabras: que teníamos que luchar por unos ideales de igualdad y que ellos defendían a los campesinos. Yo les creí y allí terminaron mis sueños porque se refundieron en la oscuridad. Desde ahí he andado de tumbo en tumbo, de un grupo a otro, de un amo a otro. En ese entonces yo era una niña de 11 años, cursaba quinto de primaria con el sueño de algún día ser docente para poder enseñarle a los niños que vivían en las veredas lejanas donde en ese tiempo era difícil, o mejor, casi imposible, acceder a la educación básica. Mi paso por la guerrilla Empecé a asistir a reuniones clandestinas. Me salía de las clases para reunirme con el comandante del Frente Ernesto Rojas del EPL. Así empecé en los grupos ilegales. Otros amigos del colegio también se unieron a la causa. Una noche me escapé de 287
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mi casa y me interné en las montañas de Colombia, en El Dos, corregimiento de Turbo. De allí me trasladaron para la zona de San Pedro de Urabá por más de año y medio. Después de unos meses, el día 23 de diciembre de 1989, el máximo jefe del grupo guerrillero ordenó robarles 14 camiones de ganado a los hermanos Fidel y Carlos Castaño Gil. La orden fue cumplida y el ganado fue conducido a la zona montañosa de Santa Rosa, pero todo no terminó ahí porque con el robo del ganado también se condenó a los habitantes de Pueblo Bello, corregimiento de Turbo, Antioquia, a pagar con sus vidas los actos delictivos del grupo guerrillero. Lo que es la vida. Justamente allí había conocido a un hombre encantador y maravilloso, caballeroso y sobre todo respetable, que me dijo las palabras claves que me hicieron cambiar la forma de ver las cosas, que yo era joven y linda y que no merecía estar en la guerrilla. Sus palabras en el momento me llenaron de ira, pero días después cobraron fuerza y se quedaron en mi mente. Entonces, después del robo de ganado, tomé la decisión de fugarme de las filas guerrilleras y trasladarme de El Tres hacia Pueblo Bello. Yo había llegado con el propósito de encontrar al señor que tal vez me haría cambiar la vida. ¿Qué creen? Lo encontré y me llevó a la casa de mis padres mientras nos organizábamos. Yo tenía miedo de salir porque sabía que había traicionado a mis superiores, pero también por la advertencia del camarada Gonzalo de que los tangueros, como se hacían llamar los paramilitares, tomarían represalias contra todos los habitantes de Pueblo Bello. Como se darán cuenta, era algo aterrador, un pueblito en medio de la guerra entre guerrilla y paramilitares. El desenlace de esta disputa territorial estaba a punto de empezar. El 14 de enero de 1990, a eso de las nueve de la noche, levanté la mirada y vi que una columna de fuego adornaba el cielo oscuro. Horas antes, Héctor se había despedido de mí. Se escucharon varios disparos y me imaginé lo peor. Pues sí, un grupo de 288
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paramilitares incursionaba en el corregimiento de Pueblo Bello. Reunieron a las personas que se encontraban en la calle y a los que ellos buscaban con lista en mano los sacaron de sus viviendas, los amordazaron y los subieron a tres camiones que según comentaban los habían robado en Valencia, Córdoba. Desaparecieron 45 personas inocentes. El dolor fue grande, aunque yo respiré profundo cuando supe que mi Héctor no estaba entre ellos. Dos años después, con la ayuda de organismos de derechos humanos y con las declaraciones de un ex paramilitar que desertó porque no soportó ver cómo asesinaban a todas esas personas, sus familias pudieron darles cristiana sepultura. La vida debía continuar para quienes vivíamos allí. Yo decidí formar una familia con el hombre que había conocido. Él me regaló lo más valioso que tiene mi vida, mis tres hijos, Deimer, Ángela y Devier David. Vivíamos en la finca de él y a simple vista todo marchaba bien, aunque la zozobra, los miedos y las angustias no me dejaban vivir en paz. No era para menos, pues yo a escondidas de mi esposo le seguía colaborando a la guerrilla, era la única forma de que me perdonaran la vida, así podía disfrutar de la compañía de mis pequeños hijos. Pero si los paras se llegaban a enterar, vendrían por nosotros. Cada día las cosas se complicaban más en la zona. Tuvimos que vivir el secuestro de dos miembros de la familia, incluido mi esposo, que estuvo a punto de morir por las manos criminales de un miembro de las FARC. Finalmente soltaron a mi esposo y desde ese momento empezamos a planear cómo salir de la finca sin que la guerrilla nos descubriera. La única esperanza era salir escoltados por el Ejército, pero no teníamos los contactos. Estábamos sin salida. Primeros contactos con las ACCU Por cuestiones del destino, justamente en ese momento tuve un accidente que me causó una hemorragia severa y me obligó a 289
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buscar ayuda médica en el hospital de San Pedro de Urabá. Era mi única opción, tenía que ir allá a pesar del miedo, pues las personas que habitábamos en el corregimiento de Pueblo Bello éramos considerados guerrilleros en esa población. Pero tenía que buscar ayuda médica y ese hospital era el más cercano, no tenía otra opción, solo quería salvar mi vida. Ingresé al hospital por urgencias y los médicos me atendieron de inmediato. Pasé seis horas en observación y luego me dieron la orden de salida. En la puerta del hospital me encontré con un ex compañero del colegio convertido en integrante de los paramilitares. Me le acerqué e intercambiamos información. Le planteé la situación en la que me encontraba junto con mi familia, y no se negó a ayudarme. Buscamos a la abuela de mi esposo que vivía allí mismo en San Pedro y quien en ese momento ya no podía visitar la finca por miedo a ser secuestrada por la guerrilla, y ella se encargó de organizar nuestro rescate con varios combatientes de las ACCU. Yo volví a la casa como si nada y el día 16 de junio de 1996 a las seis de la mañana, cuando nos disponíamos a tomar el café, llegaron a rescatarnos las ACCU armados hasta la lengua. Nos desplazamos hasta San Pedro de Urabá y nos instalamos en la casa de la quien yo por cariño llamaba, “abuela”. Pasados dos meses viajamos a Medellín, al nordeste antioqueño, y allí empecé a interesarme por hacer parte de las ACCU. Conocí las fincas de los Castaño Gil, las que abandonaron después del secuestro y muerte de su señor padre. Pasado más de un año decidimos regresar a San Pedro de Urabá, con la esperanza de recuperar lo perdido, pero fue imposible porque la guerra entre paras y guerrilla no terminaba. A espaldas de mi marido decidí empezar a trabajar custodiando la finca de un señor de alto rango dentro de la organización y luego a recibir instrucciones militares. Lo que él me enseñaba era teórico, y yo era inteligente y seguía sus instrucciones, patrullaba con él en las noches sin que me descubrieran. Lo que no me 290
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imaginaba era que mi esposo lo sabía todo, por eso su insistencia en que nos regresáramos a la finca cerca de Pueblo Bello, por eso su afán de llevarme lejos. Él creía que así yo me iba a librar de todo eso, pero qué va, yo estaba muy involucrada. Él se fue para la finca, los niños se quedaron en San Pedro donde la abuelita y yo busqué otra solución. Le pedí ayuda a otro de mis primos al que todos le decíamos Pajucho y en las AUC le decían el Lobo y Cobra Seis. Le comenté la situación que vivíamos, y como me veía como a una hermana, no se negó a ayudarme. Me ordenó quedarme en su casa en Chigorodó. Me sentía protegida por él y le sugerí que yo podría ingresar al grupo que él comandaba, pero jamás lo permitió, me dijo que mientras él existiera no me faltaría nada y me advirtió: “¡Pero se porta bien que el 5 de diciembre salgo de permiso y entonces hablamos!”. Después de tres días llamó en repetidas ocasiones a su casa y le ordenó a su esposa que me pasara al teléfono para que escuchara sus recomendaciones. Yo soñaba y deseaba que los días pasaran rápido para volver a verlo el 5 de diciembre, y entonces podríamos hablar mejor, pero dicha fecha solo quedó en mi memoria porque el 17 de noviembre una llamada telefónica terminó con la ilusión de ver de regreso a mi primo. Nos informaron que estaba desaparecido. Sentí que me destrozaban el corazón. En mi mente tenía grabadas sus palabras. Como desconocía esa zona donde él habitaba, guardaba aún la esperanza de que estuviera vivo. Esa noche ni yo ni nadie más de la familia durmió esperando noticias alentadoras, pero no llegaron. Al día siguiente nos contaron que él y todos los muchachos a su mando estaban muertos y que la guerrilla no dejaba hacer el levantamiento de los cuerpos, por lo que terminaron en una fosa común como NN, en el municipio de Mutatá. Ese era solo el comienzo de lo que tendría que vivir. Siete meses después, el 26 de junio de 1999, la guerrilla perpetró otra masacre en Pueblo Bello y acabó con la vida del padre de mis hijos y cuatro primos de él. Desde ese día 291
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prometí vengar su muerte. Empecé mi venganza dándoles información a las autodefensas de todos los guerrilleros milicianos que había en los pueblos y corregimientos. De lleno en las AUC Un día un amigo me llamó de La Guajira ofreciéndome trabajar para él. Yo acepté. Me consignó la plata de los viáticos y emprendí marcha rumbo a la tierra del vallenato. Cuando llegué allá, mi jefe me ordenó quedarme encubierta en un almacén haciendo inteligencia militar. Luego me pusieron a escoltar al señor que distribuía víveres a las tropas. Por ese motivo todos los meses madrugaba a las tres de la mañana y me ocupaba hasta las once de la noche de llevarles víveres a todos los grupos de las AUC que existían en el departamento de La Guajira: Fonseca, Papayal, la Alta Guajira, Conejos, El Cerrejón, Villanueva, San Juan del Cesar, Riohacha, Maicao, Cuestesitas, Mingueo, Palomino, Marquetalia. A simple vista todo marchaba bien, pero alguien nos delató, ubicó el grupo de las AUC que en ese momento se encontraba en Conejos y hasta allá llevó a los hombres del Ejército que el 18 de abril del 2002, entre las cinco y las siete de la mañana, atacaron a mis compañeros. Ahí resultaron muertos dos de los miembros de las AUC, alias Pistolita y alias Mortero. En camiones del Ejército bajaron sus cuerpos a la morgue del cementerio de Fonseca y hasta allá me tocó ir por orden del patrón a identificar los cuerpos, para mandarlos a sus sitios de origen. Me dolió mucho ver cómo morían mis compañeros. Pero mi trabajo aún no terminaba porque faltaba lo más difícil que era tratar de proteger a los integrantes de las AUC, ya que en los hostigamientos que les hizo el Ejército, les quitaron todos los equipos de campaña y se quedaron sin con qué comer. Todo estaba militarizado, no había cómo hacerles llegar los víveres pues había puestos de seguridad en todas partes y requisaban 292
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todos los carros a la salida. Esa noche el patrón y yo no dormimos esperando la hora oportuna para salir con las camionetas llenas de víveres para los patrulleros. A la una de la madrugada del día siguiente, alias Cuarenta y Cinco, el comando del grupo, nos informó que estaba en una finca a tan solo 15 minutos de Fonseca y que podíamos llevarles los víveres. Partimos en la oscuridad de la madrugada a cumplir con nuestros deberes. Al llegar al sitio donde se encontraban los combatientes, los encontramos exhaustos, con hambre, con sueño, cansados de andar en ese desierto de La Guajira y sin poder dormir pues era muy grande la presencia de la fuerza pública. Teníamos que sacarlos de allí antes de que el Ejército acabara con la vida de todos ellos. De nuevo mi patrón y yo estábamos entre la espada y la pared, había que trasladar el grupo en carros y ubicarlos en un lugar seguro, lejos del Ejército y del mayor que solo pensaba en su ascenso. En ese momento yo no sentí sueño, ni cansancio, solo tenía la imagen de mis compañeros muertos y de los que sufrían cansancio en el desierto de La Guajira. Logramos conseguir los carros para transportar al grupo, sin embargo, teníamos que esperar hasta media noche del día siguiente a que no hubiera presencia de fuerza pública y así poder pasar a los muchachos armados y uniformados. Todas las coordenadas tenían que ser perfectas porque las habían planeado Roque y los expertos en inteligencia. Yo veía las caras de angustia de los combatientes y del comandante, eran de terror, ellos ya no creían en nadie por lo que nos habían traicionado. Pero nada podía salir mal porque estábamos muy seguros de lo que hacíamos, y finalmente tuvimos éxito en la operación. Un mes después trasladaron a Roque. Yo seguí en Fonseca pero la dicha me duró poco porque resulta que dos de los sargentos, un soldado profesional llamado Alexander, alias el Grandulón y un mayor, se habían enamorado de mí, pero yo no me daba cuenta, me enteré una noche que el mayor me invitó a cenar y 293
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a bailar y me confesó que yo le gustaba y me pidió que me casara con él; pero qué creen, mi patrón se enteró de la cena y ese mismo día me trasladaron a Comejenes. Allá me quedé por dos meses o tal vez más, no podía dormir por los insectos y el calor era intenso, fue mi peor castigo por algo que no merecía, porque nunca tuve ningún romance con ninguno de ellos, siempre fui muy profesional. Una noche mi comandante cometió un grave error y lo sancionaron, en ese momento terminó mi castigo y nos trasladaron a Palomino donde yo seguía trabajando para él. Todo el problema de los militares quedó olvidado. Seguimos los recorridos mensuales para llevar los víveres a las diferentes regiones donde operaban los grupos de las AUC. El retorno a Palomino era entre las once y las doce de la noche. Era muy agotador cumplir con tantas cosas para la organización. Lo más difícil fue encargarme de la seguridad de la hermana de don Ramiro, al que todos le decíamos el Señor. Tenía que encargarme de su seguridad, de que no le faltara nada, de acompañarla día y noche y eso era complicado ya que la familia del Señor se alojaba en una casa que estaba a media cuadra de la estación de Policía, por no decir al frente. Yo andaba armada con una pistola 9 mm y sentía mucho temor por cargar con la responsabilidad de proteger la vida de toda esa familia. Ustedes podrán imaginar la angustia más grande para mí un sábado por la noche cuando a la patrona se le ocurrió salir a bailar a la discoteca. Pues obvio que yo tendría que acompañarla, era su escolta, era mi responsabilidad. Lo que nunca imaginé fue que esa misma noche una miliciana de la guerrilla de las FARC se infiltrara en la rumba intentando acabar con la vida de la hermana del Señor. Me tocó detener a la guerrillera con la ayuda de otros compañeros y llevar a la patrona a un lugar seguro. Así le mostré finura a don Ramiro y seguí trabajando con él hasta el día 9 de marzo de 2006, cuando nos desmovilizamos en La Mesa, Cesar, donde firmamos un pacto con el gobierno 294
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del presidente Álvaro Uribe Vélez. Regresé a mi tierra de origen, Urabá, mi tierra linda, y por fin en casa empezó mi proceso de reintegración social a la vida civil. No se imaginan lo que tuve que vivir después de llegar a mi Apartadó. Convivía con un hombre que al comienzo me trataba como a una reina, pero al final me trataba muy mal, me maltrataba física y psicológicamente, me humillaba hasta prohibirme hablar con mis amigos y mi familia. Después de mucho aguante, finalmente me separé de él. A pesar de las dificultades seguía mi curso de capacitación, estudiaba todos los cursos que aparecían en las diferentes instituciones. Una vida nueva Me sentía sola, no tenía apoyo de nadie, pero eso cambió el 27 de abril que estaba viendo un programa de televisión en el canal regional Telecaribe y vi un mensaje de un militar que curiosamente buscaba novia y a la vez le pedía perdón a su ex novia. Lo llamé y le dije que todos los militares eran iguales. Pasaron tres días. Le pregunté si estaba con su ex novia, me dijo que no quería saber de ella. Estuvimos intercambiando mensajes hasta el 1 de mayo de 2007 cuando un mensaje suyo me cambió la vida, yo le envié un mensaje preguntándole cómo estaba y él me respondió: “Bien, mi amor, cuando será que escucho tu voz”. Lo llamé y desde ese momento se convirtió en mi razón de vivir y salir adelante. Fui muy sincera con él, le conté mi pasado, no quería engañarlo porque me hacía sentir muy feliz. Día a día me despertaba a las cinco de la mañana, a las doce, a la una. Eso me encantaba. Le preocupaba su trabajo, pasaron varios meses y cada día me demostraba lo importante que soy en su vida, intercambiamos fotos, llamadas y todo ese tiempo me acompañaba en mi proceso. El día de mi cumpleaños, el Día de la madre, el de la mujer y en especial el día en que me gradué de bachiller académico, estuvo acompañándome a distancia con todo el amor que sentía por mí. Ese hombre tan maravilloso, es un teniente de 295
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la Infantería de Marina de la Armada Nacional llamado Nemesio Quiñones Valverde. Quién pudiera creer que un teniente de la Armada se enamoraría de una ex combatiente de las Autodefensas Unidas de Colombia; ni yo lo podría creer, pero es verdad, me siento muy orgullosa de él, siempre me apoya, compartimos las tristezas y los triunfos de los dos, proyectamos encontrarnos algún día y hacer realidad nuestros proyectos de vida. Tiene un hermoso corazón. Un día me sentí muy triste porque me dijo que le tocaba viajar a Miami, lo sentí inalcanzable porque se alejaba más, ya que en este momento vive en Cali. Me dolió mucho pero después hablamos, aclaramos todo y esperamos que sea Dios quien defina nuestros destinos. Ahora estudio Administración General en Salud en la Universidad Ecosesa y basada en mi experiencia les puedo asegurar que sí podemos cambiar la historia de nuestras vidas…
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Giovanny Vega Sánchez Nací el 11 de octubre de 1977 en una familia campesina, pujante y trabajadora. Durante dos años y medio estuve vinculado a las AUC. He vivido en las ciudades de Montería, Bogotá y Maicao. Actualmente estudio para culminar la básica secundaria y media. Trato de ser un ejemplo de superación para mi familia y brindarle unas condiciones de vida dignas. En el futuro espero ingresar a la universidad y terminar una carrera profesional.
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Rimas en las noches frías y oscuras Giovanny Vega
Ay, ay amigos, cómo extraño aquellos tiempos: la linda vida en el campo, las estrellas ocultándose en lo más alto, anuncio de la madrugada, en espera de otro día comenzar. Aún recuerdo aquellos momentos y me veo en el corral, trabajando con esmero, quería progresar, y el gallo revoloteaba, cantaba sin parar, y las gallinas, que del cerezo se tiraban, por el patio se veían pasar. Eran momentos muy distintos que la maldita violencia me quitó. Sigo extrañando aquellos tiempos que me alimentan la vida 299
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como el recuerdo de mi madre y también el de mi hija, y aquellas hermosas mañanas, unas de frío y otras de calor. Así éramos mi familia y yo en aquel campo sombrío, pero donde siempre se veía la bendición de Dios. Esta es parte de mi historia, no desesperen, luego vendrá el final, pues esto apenas comienza y hoy se lo quiero expresar, porque la vida da muchas vueltas y no sabemos dónde iremos a parar. Este mundo está podrido y no lo podemos evitar. Campesino yo fui de mi tierra, cultivaba para subsistir, ordeñaba vacas en la huerta para un mejor porvenir. La tragedia y el dolor una noche se nos vino y fue algo traumático que la felicidad de mí alejó. Cuatro hombres armados me desplazaron de aquel porvenir, fue angustioso, fue momento muy malo que marcó por completo mi existir. Muchas veces no quise vivir, me sentía solo y triste 300
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Rimas en las noches frías y oscuras
en un mundo distinto para mí. Y allí estaba, sudoroso y quizás mal oliente aunque no sabía si por el norte o por el sur o quizá por el oriente era por donde me encontraba yo. Campesino que hoy te arrebataron tu alegría, tu familia, lo que más querías, tus días, tu futuro acabaron y hasta tus experiencias vividas. ¿Y qué hicieron? Que cambiaras tu pala, tu machete y tu hacha por un morral y un enorme fusil. Y en un grupo de autodefensas, hasta la palabra me producía terror, no se cómo ni cuándo, allí me encontraba yo. Caminé por muchos lugares, montañas y cordilleras, y subí no sé cuántas canteras, y amigos también vi morir en aquel camino tan largo que no le encontraba fin. Muchos días, noches, madrugadas caminé por quebradas y caminos muy estrechos, esperando el momento de aquel enemigo encontrar y cobrarle por mi mano 301
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la injusticia cometida cuando aquella terrible noche me echaron del pueblo a andar. Venganza y nada más, era lo que entonces quería, pero allá arriba había un Ser que me observaba y al que siempre le pedía que cualquiera su voluntad siempre me guardara, aunque en el fondo, ensañarme con aquellos y ajusticiarlos sin piedad, era lo que yo deseaba. Pero Dios es grande en amor, pasivo y no causa dolor y ese gran rencor cambió transformándome en un ser superior. ¿Qué pasó? No lo entiendo, pero creo que me cambió el corazón. Una noche prestaba mi turno, mi amigo Bombardero me acompañaba, ya la noche era fría y muy oscura y pensábamos que era mejor así, pues cuatro ojos ven más que dos y los oídos de mi amigo oían más que yo.
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Pongan su imaginación a volar porque quiero que nos observen, y lo puedan escuchar … solo un grito, … un gemido que expresó. Fue un valiente que cayó, bajo el frío de una ojiva un paraco que murió, una bala que segó sueños y esperanzas y dejó a un niño con ansias de ver a su padre regresar y a una madre y a una esposa y a una familia con gran pesar pero también dejó a un amigo con ansias de volverlo a escuchar. Vivirás en mi corazón, Bombardero, valiente soñador, la victoria es de nosotros, compañero y mucho más de Dios, porque eres mi amigo y aún escucho tu voz en la noches frías y oscuras cuando ya oculto está el sol. Muchos días transcurrieron después de aquella horrible tragedia, yo tratando de ocultar mi dolor con fortaleza, pero no era una pena fácil de atar y un vacío se imponía a mi naturaleza, por eso opté como decía el Perro a meterme una traba, 303
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no la conocía tanto, solo que era una hierba que se fumaba y decían muchos en la escuadra que ella haría olvidar el dolor que me agobiaba. Así pasé mucho tiempo traumatizado por la realidad, los recuerdos que se me sembraron como a un niño me hicieron llorar. El tiempo transcurría, para mí una eternidad y entre sentimientos encontrados vivían en mí tristeza, nostalgia y pesar. Solo al cielo mi cabeza alzaba y decía… Dios mío por qué a mí todo esto me tiene que pasar, reconozco que no soy perfecto, pero mi corazón Tú conoces como nadie más. El sol se ocultaba, las horas pasaban, la noche llegaba y en el infinito azul del cielo una estrella alumbraba. Me puse a observarla con animación, pensaba en mi familia y sentí una paz interior. ¡Ganas de vivir y de seguir adelante! se me reveló esa noche con esplendor, y ahora les confieso de todas las que había pasado en la selva, esa fue la noche más elegante.
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Al otro día, diferente y especial, la mañana se mostraba: el sol estaba rojo y reinaba en aquel lugar. ¡Ah!… y las aves en los árboles no paraban de cantar, fue tan hermoso que el tiempo se detuvo y me puse a soñar. Una voz me despertó de aquel hermoso sueño, y aunque despierto no quería despertar pues otra vez vivía la cruda realidad; sí, esa voz anunciaba que debíamos avanzar, venía una larga marcha quién sabe por cuánto tiempo más. Fue entonces que partimos de aquel lugar, lleno de recuerdos que ahora me los arrebatan en un despabilar. Desesperanzados caminábamos, ya oscurecía y aún recuerdo que la noche estaba fría y el cielo muy nublado, pero en mi mente permanecía el recuerdo de mi amigo, de mi hermano. Después de aquella jornada una voz me conmovió; con morral aún en la espalda, gritaba el comandante que la civil nos esperaba. 305
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Y fue cuando empecé a reflexionar, que la vida es una sola y que yo fui un instrumento que Dios quiso escoger para que el mundo pudiera entender, que la violencia no es buena, ni el rencor, ni el sufrimiento. Que la guerra es solo un pretexto que involucra a los humildes, al desempleado y al campesino quienes son los que terminan muertos. Y la vida me cambió desde ese preciso momento y retorné a los valores y principios que mi madre me inculcó, apartándome de la mala hierba que es un mal camino para olvidar. Hoy en día soy otro ejemplo terminando el bachillerato ordeñando las vacas y viviendo sano en el campo. Estoy otra vez con mi hija quien me da fuerzas para avanzar, ella es el tesoro más maravilloso con el que Dios me pudo premiar. Y ahí les dejo esta historia, para que recuerden que la vida da muchas vueltas y no sabemos dónde iremos a parar. Porque este mundo está podrido y así seguirá, 306
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quién sabe por cuánto tiempo más. Hoy estás aquí, mañana… quién sabe dónde estarás: secuestrado o muerto por pensar diferente y creer que este país lo puedes cambiar, pero eso… solo en tus sueños nada más. Dedicatoria Dedicado a todos los grandes guerreros que siempre estuvieron prestos a dar sus vidas por un lanza, y a aquellos que no volvieron a casa, siempre los recordaremos. Que en paz descansen. A María Ángel; al Médico, viejo cachureto; a Rafael, por ser mi tío; a mi familia; a la bebita de la boca de fresa, y sobre todo a Dios por hacer de este libro una hermosa realidad.
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Rober Ricardo Rodríguez Patrón Tengo 33 años, nací en Toluviejo, Sucre. Vivo con mi mujer y tengo cuatro hijos: dos niñas y dos niños. Por cuatro años estuve dentro de las AUC en el Bloque Mineros del Bajo Cauca. En la actualidad soy estudiante de bachillerato, hago oficios varios para sostener a mi familia y mi proyección es terminar los estudios y montar una microempresa.
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La última oración Rober Ricardo Rodríguez Patrón
E
scribir esta historia es triste y doloroso, no sé si escribo por vanidad o si en realidad me gusta escribir. En todo caso ya empecé. Esta historia sucedió cuando hice parte de las filas de las AUC, en un pueblo ubicado muy adentro de la geografía nacional, en zona selvática. Era un pueblo pequeño en donde desde muy temprano se escuchaba la herradura del caballo sonar, donde había mucho comercio y estaba rodeado de hermosas montañas. Llovía casi todo el tiempo. Desde arriba en esas montañas se podía mirar las llanuras colmadas de aguas. Eran montañas donde solo pasaban los campesinos en mulas a tratar sus cultivos, muchos de ellos ilícitos, aunque había personas que no la iban con eso. Bueno, en este pueblo fue donde yo estuve durante unos dos años. Ahí pude ver cosas que a mí no me gustaban, pero cada quien respondía por su vida, yo me dedicaba a cuidarme. Siempre trataba de mantenerme serio, mi rostro era un poco chocante con el fin de que nadie me jodiera, no compartía los castigos que se pasaran de lo común, como si a nadie le importara nuestra vida, en cambio los comandantes mayores sí que gozaban, ellos se bacaneaban, se relajaban y el patrullero raso sufría mucho, pero mucho. Por eso creo que el joven de quien quiero contarles tomó la decisión de desertar. 309
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Retomo la palabra
No recuerdo exactamente el día en que el Chinito ingresó al grupo (lo apodé así por sus características físicas), lo que recuerdo de él es que era un joven que tiraba más a ser del campo que de pueblo o de ciudad. A este joven de pequeña estatura, piel acanelada, grueso y de cabello liso, le gustaba reírse y charlar con todo el mundo, era muy enérgico, voluntario para todo lo que le ponían a hacer como prestar guardia, buscar leña, buscar el agua, en fin, según mi concepto o parecer un buen trabajador, era muy sujeto a sus superiores. Él hablaba mucho del sitio de donde era, de su hogar. Era casado y tenía una niña de 9 meses a la cual quería mucho. Decía que se había metido al grupo para poder responder por su familia. El Chinito hablaba mucho conmigo y me contaba de él. Uno allá se reunía más que todo en las horas de la tarde y ahí empezaba a contarse muchas cosas, se hablaba de la familia, de por qué nos habíamos metido a las AUC, en fin, de todo se hablaba. Lo cierto es que cualquier comandante desearía tener a este joven en su tropa. Él pertenecía a la misma contraguerrilla donde yo estaba y lo consideraban uno de los mejores hombres. Estábamos en un cerro muy alto cercano a esa población, cuando de pronto mandaron a reunir a las tropas, o sea a todas las compañías, para informarnos que había una operación. Dicha operación consistía en escoltar una mercancía: base de coca. No sé exactamente cuánto era, pero era mucha. Esta mercancía salía de una vereda cercana a donde estábamos y debía ser llevada a una muy lejana donde la recibirían. Nos dijeron que era muy peligroso y que por tal razón debía ir un grupo especial que estaría dirigido por un solo comandante. Empezaron a escoger a los mejores hombres entre los que estábamos el Chinito y yo. Después de la elección, nos dieron los consejos respectivos y arrancamos a escoltar la mercancía. Recuerdo esa caminata, pues fue muy dura, agua encima y caminábamos de noche. Como a los tres días de caminata, mucha gente se empezó a desmayar, algunos tenían calambres y hasta lloraban. Creo que esto 310
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La última oración
fue lo que llevó al Chinito a desertar cuando prestaba su guardia en las horas de la mañana. El día estaba lluvioso. Cuando hubo el cambio de guardia, el que iba a reemplazarlo solo encontró la dotación tirada y anunció que el Chinito se había volado. Aquello era común, por eso no causó tanta impresión, lo que sí impresionó fue la noticia de que lo había agarrado, en un corregimiento cercano a la zona donde estábamos, un miembro de la organización que precisamente había entrado al grupo el mismo día que él. Claro, era de esperarse, allí son muy pocos los amigos. Nosotros nos enteramos de aquello por el radio de comunicación, pero todo siguió normal, yo en particular pensé que lo soltarían, pero lo trajeron como a media noche donde nosotros estábamos acampando. Amaneció. El Chinito estaba con las manos amarradas detrás de su espalda, su rostro triste y con lágrimas que salían de sus ojos. Me le acerqué y hablé con él. Tenía en mis manos el Nuevo Testamento y lo utilicé para transmitirle la palabra de Dios; había otro semblante en su rostro, se le notaba una esperanza de vida. En ese momento todo el personal también escuchaba. De pronto llegó el comandante militar del bloque, su cara como la de un dios, con una “d” pequeña, arrogante y presumido, mandó a formar la tropa. Todos nos preguntábamos qué iría a pasar. De pronto mandó hacer silencio y empezó a hablar diciendo las reglas del bloque y que el que cometiera un delito como este lo pagaba con su vida. El Chinito, al escuchar esas palabras, lloraba y me pedía que hablara con el comandante para ver si lo perdonaba, pero yo no lo hice, porque me podían matar. Él lo hizo, le dijo que tenía una hija, que le perdonara la vida. El comandante le contestó que se hubiese acordado que tenía hija antes de desertar. Enseguida dio la orden para que lo mataran y escogieron a los que iban a hacer “la vuelta”. Al resto del personal nos mandaron a nuestros sitios. A los 45 minutos se escuchó un disparó que le quitó la vida al Chinito. Nadie estaba de acuerdo, pero 311
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Retomo la palabra
quién decía algo si ese demonio era capaz de matar al que tratara de salvarle la vida. Estoy seguro de que el Chinito está en el cielo, porque me dijo uno de los que participaron en este acto atroz que le dieron un minuto para orar. Antes de que lo mataran pidió perdón por sus pecados. Por eso yo digo: estamos solos y los otros son muchos. La oveja puede ser presa de los lobos en la oscuridad de la noche, pero su sangre manchará sus caras y su piel, así que la sangre derramada de un hombre, manchará la conciencia de aquel quien quite la vida. Joven, cuando te salgan con una oferta para irte para un grupo ilegal, no lo hagas, lo ilegal no paga tu vida, deja de ser tuya, no tienes derecho a nada, ni aún a ser perdonado.
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Kalina Kalina es mi seudónimo. Lo escogí en honor a mi madre quien hubiera querido que este fuera mi nombre, pero como mi padre no estuvo de acuerdo, no fue posible ponérmelo. Soy la tercera de cuatro hermanos y mi infancia transcurrió en un municipio de Colombia.
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Un tiempo que no se recupera Kalina
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Valledupar llegué un mes de marzo a atender a una hermana que se encontraba enferma. Yo vivía con mis padres y mis hijos en La Guajira, donde más o menos ganaba algo porque vendía productos cosméticos, pero eso no era suficiente para suplir nuestras necesidades, así que en los días que no estuve en la casa, mi mamá me llamaba desesperada diciendo que los niños necesitaban para el colegio, que si tenía que le mandara para la comida. Me angustié tanto de no tener cómo mandarles algo, que le comenté a mi amigo Fredy lo que me estaba pasando y me contestó que me podía ayudar, que el trabajo que me ofrecía era un poco riesgoso, pero era en lo único que me podía colaborar y donde además se ganaba bien. Mi amigo me explicó más o menos cómo eran las cosas y sin pensarlo dos veces le dije que sí. A mí me dolió mucho tener que separarme de mis niños, más en el momento en que tomé esa decisión que marcó tanto mi vida. La tristeza me embargaba, gruesas lágrimas corrían por mis mejillas y trataba de darme ánimo pensando que lo hacía por ellos. Llamé a mi mamá y le eché una mentira, le dije que me iba a Barranquilla a trabajar y lo mismo le dije a mi hermana, le 315
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Retomo la palabra
pedí que cuidara a mis hijos, que desde allá les mandaba plata porque no podía estar viniendo debido a que los pasajes estaban caros. Y así fue como todo comenzó. El 3 de abril del 2003 recibí una llamada de Fredy quien me dijo que mandaba un carro a recogerme para llevarme al sitio donde me encontraría con unas diez personas más que también iban a lo mismo. Me acuerdo bien que ese día vestía con gorra negra, suéter azul, tenis grises y jean azul, también llevaba una tula negra con ropa y útiles de aseo. Iba con mucha incertidumbre porque no sabía realmente qué me esperaba. Después de viajar un largo trayecto rumbo a la Sierra llegamos al lugar donde teníamos que presentarnos, donde se encontraban una cantidad de hombres y mujeres. Allá no podía saber de mi familia ni de mis hijos y eso me angustiaba mucho. Me sentaba debajo de unos palos de naranja a escribirles cuánta falta me hacían y cuánto los amaba. Era con Nata con quien hablaba de lo triste que me sentía. Ella me daba mucha moral y me decía que le pasaba lo mismo. Fue al mes de estar allá cuando pude mandarles la primera carta donde les decía que los amaba con todo mi corazón y cuánto los extrañaba. Como era de esperarse, no recibí respuesta. A los dos meses y medio les pude enviar la segunda carta. No veía la hora de que me dieran permiso para poder estar con ellos, abrazarlos y compartir, así fuera un ratico. El tiempo fue transcurriendo y a los seis meses recibí la notificación de que salía de permiso por dos días. Fue tanta la alegría, que lloré de felicidad y bien temprano, al día siguiente, bajé a la estación donde cogería el carro para irme. El trayecto que me tocó recorrer fue bastante largo, pero las ganas que tenía de verlos me hacían sentirlo corto. Cuando llegué a mi casa mis hijos me recibieron con un fuerte abrazo y llenos de alegría me decían: “Mami, ¿qué nos trajiste?, ¿dónde estabas?, ¿por qué no nos trajiste galletas?” Yo les contestaba que no había podido porque había viajado de 316
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Un tiempo que no se recupera
improviso. Quería que esos dos días se hicieran largos; pudimos compartir momentos muy agradables, fuimos un ratico al parque, les compré helados, fuimos a bañarnos al río que estaba un poco seco pero lo disfrutamos como si hubiésemos estado en el mar. La verdad, no quería que llegara el momento de dejarlos nuevamente, sino que se alargaran las horas más y más. Por la noche los tres querían dormir conmigo, no dejaban de besarme y de jugar mientras decían: “¿Cierto que te vas a quedar?” Hacían tantas preguntas que no supe cómo responderles, pero tenía la gran convicción de que algún día iba a estar con mi Oriana, mi Belén y mi Ángel para nunca más separarnos.
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