Unamuno: el mártir hermético Fernando R. de la Flor Catedrático de Literatura Española en la Universidad de Salamanca
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e encuentro entre las páginas de este estupendo número de Nivola, revista enteramente dedicada al pensador y excitator Hispaniae que fue Miguel de Unamuno, sin otros títulos que los que se derivan de que todos los días desde hace, pongamos, unos veinte años, subía las escaleras del Palacio de Anaya hacia mi despacho –donde oficiaba de catedrático de Literatura Española–, y allí siempre me encontraba de bruces con la estatua que Victorio Macho le hizo a Unamuno en Salamanca. Estatua-busto sobredimensionada, en la que siempre me fijo en el gran crucifijo que luce en el pecho. Es el año veintinueve, y esa cruz verdaderamente gigantesca, desproporcionada, algo dice, sino mucho, o acaso lo digan todo del personaje. En cuanto que Miguel de Unamuno se nos presenta, sobre todo, como “el hombre del Cristo al pecho”· Del Cristo, lo aclaro, español, teológico, trágico y poético; no del Cristo de la iglesia reformada, el Cristo “a lo” moderno de la teología luterana y calvinista. En realidad, si bien lo pienso, buena parte de mi vida provinciana trascurre bajo (él diría: “cabe”) la mirada altanera de Unamuno. La cabeza inquisitiva y pequeña que le hizo Pablo Serrano y el medallón con el gran cabezota de la Plaza Mayor de Salamanca, junto con el busto en las escaleras del Palacio de Anaya triangulan gran parte de mis derivas por la ciudad. Todas estas visiones que tengo respecto a la presencia de una ausencia real del Unamuno que considero perdido para siempre, me convencen de algo que Josep Pla, en su día, ya vio en el personaje, y que han contribuido –pienso que decisivamente– a su implantación en la memoria colectiva: su poderosa impronta física (en complicidad con su sastre); algo que no es más que, como lo llama Gümbrecht, su estudiadísima “producción de presencia”, la cual plasmó en aquel famoso verso suyo: “Salamanca di tu que he sido”. Unamuno es un autor con “cara de pájaro”, como lo fuera también Samuel Beckett. Diría que ellos constituyen los dos únicos casos de escritores de la historia universal que, en efecto, tienen cara de pájaro. Y esa es su seña antropológica más distintiva. Esto es algo de lo que en su día, y en el caso del último, Samuel Beckett, dio testimonio la editorial Tusquets, y su diseñador Oscar Tusquets, cuando rotuló en la faja de la edición de Residua el siguiente mensaje: “Este señor con cara de pájaro es el Premio Nobel 1969”. No pudo conseguir el Nobel nuestro maestro salmantino, pero en mi imagen queda unido al escritor irlandés por esa doble atribución. Es más, según Vila Matas, ese mismo Beckett, al que vio en un banco del parque nuestro autor catalán, adoptaba, al menos desde lejos, la forma de un “pájaro negro y solitario”. Ucellacci y ucceloni, pájaros, pajaritas y pajarracos, pienso –ya a propósito de Unamuno– en la película de Passolini. Y, ¿cómo no? pienso también en ese “ornitorrinco” que dice Ortega y Gasset que Unamuno soltaba en el medio de las reuniones con el objeto de extinguirlas. Pareciéndose entonces, don Miguel y su poderosa intradialéctica, a aquel paisano que en las reuniones de los pueblos de la España, cuando una única bombilla lucía sobre las cabezas de los congregados en los vetustos salones de los villorrios peninsulares, entonces con un garrote la rompía dejando a todos a oscuras.
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