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PAULINA CORREA

Nació en Santiago de Chile. Cuentista y dramaturga. Pertenece al Taller Memoria Viva - Sergio Bueno Venegas y es miembro de la Sociedad de Escritores de Chile. Ha participado en los talleres de Pía Barros y Camilo Marks. Algunas obras: “Cuentos Incorrectos”, “Historias para familias normales”, “Cuentos sobre hombres demasiado comunes”, “Historias marítimas para dos” (poesía).

“Princesa, Historia de sangre para niñas tristes”.

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Pasi N

El volumen era antiguo, una edición limitada, las hojas más bien gruesas y en un papel levemente gratinado se encontraban amarillas; los bordes irregulares hablaban de alguna páginas que habían sido separadas a golpe de abre carta, como siameses en peligro.

Al tacto la tapa era suave, casi libidinosa, los dedos resbalaban por la superficie... Los colores desgastados le daban un tono nostálgico y el olor, ¡aah!, el olor era embriagador, de solo hojearlo emanaban aromas perturbadores.

La tinta había penetrado hacía décadas en lo profundo de las páginas, incrustando las letras para siempre en ellas.

Cada sábado sin falta caminaba por la calle Merced, el corazón acelerado antes del encuentro, el local oscuro y silencioso, lugar preciso para desencadenar su pasión.

El dueño no debía sospechar nada, así primero daba unas vueltas con aire distraído, tomaba esto y aquello fingiendo interés, a veces preguntaba precios, finalmente compraba una nadería, un libro insípido y accesible, era el precio por disfrutar del verdadero placer que ocultaba la librería, entre todos los ejemplares antiguos, parapetado en un anaquel bien camuflado, tras unos mapas, estaba el tesoro.

Lo había descubierto hacía meses, fue seducido de inmediato, quiso comprarlo pero el precio era inabordable, los ojillos del vendedor se volvieron despiadados, sus manos como tenazas recuperaron el ejemplar y lo pusieron lejos del intruso.

Desde entonces, volvía y luego de comprar se instalaba a acariciar su real objetivo, parado ahí en trance, gozaba del contacto con el libro, lo acercaba a su nariz para oler en profundidad sus páginas, otras veces, solo se quedaba con la mirada falsamente fija en otro texto, con la mano apoyada voluptuosamente en las tapas, con la sensación de hacer el amor a la esposa en la propia cara del marido, el tendero, que inocente luchaba con el sueño en su escritorio.

Pensó en robarlo, pero nunca había hecho algo así y jamás pudo concretarlo.

Ese día fuera de la puerta de la librería, había un montón de cajas y bultos desordenados, un escalofrío recorrió su cuerpo, se mudaban, conteniendo los nervios verificó que su tesoro aún no había sido embalado. Un montón de libros se exponían en oferta, era el último día que abrirían.

El dueño salió a la puerta para subir paquetes a una camioneta, ese fue el momento que él aprovecho para esconderse bajo un mesón, permaneció ahí sin moverse hasta que sintió que cerraban la puerta con llave, había oscurecido y nadie se había dado cuenta que seguía ahí.

No sabía con precisión que haría, solo tenía claro que ese libro debía ser suyo.

Al día siguiente abrieron el negocio después de almuerzo, era domingo y todo estaba tranquilo, un buen momento para terminar de embalar, el librero se movía con precisión en las sombras arrastrando cajas, amarrando libros, solo al borde de las ocho comenzó a barrer, fue entonces que lo encontró.

Estaba bajo el mesón, primero pensó en un vagabundo que había entrado a dormir, porque los libros no eran gran cosa que robar, luego comprobó con horror que estaba muerto, al borde de la histeria llamo a la policía y espero temblando en la vereda su llegada.

Los policías tardaron, al llegar usaron con el vendedor un tono despectivo, un anciano con alucinaciones una noche de domingo; sin embargo, al constatar la existencia de un cadáver, valorizaron de inmediato al hombre pasando al trato de sospechoso.

El muerto no exhibía heridas a primera vista, y había que esperar la orden judicial para mover su cuerpo, así, la espera en la vereda se repitió, ahora con vendedor y policías, hasta que dada la orden comenzaron a trazar el sitio del suceso y pidieron el vehículo del médico legal.

El librero estaba lívido, las preguntas no le hacían sentido, no sabía cómo esa persona había llegado ahí, su rostro no le decía nada, él nunca se fijaba en nadie.

Al mover la mesa e iluminar el cuerpo se pudo apreciar que estaba amoratado, sin embargo no había cuerdas ni otro implemento que hubiera podido conducirlo a la asfixia, no había signos de violencia.

Solo al moverlo para su traslado la mandíbula cedió y pudo vislumbrarse la boca llena de pedazos de páginas amarillas, entonces, un aroma dulzón invadió la habitación.

Cronolog A De Un Accidente

Él tenía unos ojos hermosos, eran todo un poema que se dejaba ver en esos iris color café.

Cuando se miraban largamente antes de dormir, ella no quería perder ni un detalle de su rostro, su frente amplia y serena, las cejas suaves que le daban un entorno dulce a la mirada, pequeñas líneas en torno de los ojos que rebelaban las sonrisas que iluminaban sus días. Es obvio que estaba enamorada.

Lo obvio no es siempre natural, más aún tratándose de seres humanos, lo lógico no es nunca verdad.

La primera vez que lo había mirado y lo había visto de esa manera, había sido a las cuatro treinta y siete de la tarde del día de su cumpleaños número cuarenta, en el momento exacto en que se acerco para saber si a él le habían traído torta, en el momento justo en que él levanto la mirada y su cabello suelto y ondulado brilló bajo el sol de diciembre. En forma automática habían operado los mecanismos de autocensura y control social, por lo que solo sonrío y amablemente le extendió un plato con torta de bizcocho manjar. La misma que años después sabría que era una de sus favoritas. Unas pecas también rondaban por la nariz y mejillas de él, le daban un tono juguetón, ella también era un espécimen lúdico, sabían reír y disfrutar la vida.

Estamos en un dormitorio a media luz en una tarde de invierno, los protagonistas están abrazados y felices, eso último se nota por la expresión de los rostros, despiertan de un sueño reparador y en confianza.

El silencio se rompe con la voz de él, que dice sin preámbulos que siente que hay que pasar a otra etapa, ojalá pronto, en que vivan juntos y puedan despertar cada mañana así, felices.

Aunque pudo ser, no sonaron alarmas de huída, no hubo pánico, y ella prendió la luz solo porque quería guardar en la retina la expresión de su rostro, al momento de hacer la proposición.

Ese día les costó separarse, como si las palabras hubieran sido un principio de ejecución de una unión más duradera.

Sin embargo eran libres.

Ambos pertenecían a esa raza de personas que lejos de la manada siempre siguen el camino propio, lo hermoso y sobrenatural, era que hacían una vuelta extra para encontrarse y luego seguir.

La magia del asunto no se vio quebrantada por la proposición. No, ambos persistieron y si bien nada era para tan pronto, el valor y la calidez de la propuesta los unió más aún.

El desenlace aún no está claro, ellos disfrutan el trayecto, no solo la expectativa del punto de llegada, lo hermoso es la vida, no el balance final. Ambos se encuentran en la misma ciudad, trabajando separados por una treintena de cuadras, si bien son almas libres, también tienen que ganarse la vida.

Lejos del guión de una comedia romántica americana, en que los personajes parecen no tener necesidades económicas, ni procesos biológicos y lucen siempre resplandecientes, obsesionados con el amor; los nuestros son bastante reales y a ratos muy cotidianos.

Tanto, que se verán afectados en esta historia por eventos tan pedestres como paros del metro, la Copa América de futbol y las marchas de algunos movimientos sociales.

Claro, porque ahora vamos a ponerles contexto, la ciudad en que transcurre la historia es Santiago, capital del fin del mundo. Esta insularidad afecta las aspiraciones de nuestra pareja, que sueña con atravesar la barrera natural de los Andes y asomarse a otros espacios, este deseo compartido casi como un instinto migratorio los llevará a hacer de todo por viajar.

La sociedad en que esto ocurre está marcada por jornadas de trabajo extensas, mala movilización pública, espacios segmentados por nivel de ingreso, y en consecuencia una población sumida en depresiones y otras enfermedades del alma.

Hoy a las once ocho minutos de la mañana ambos se encuentran en sus empleos, ella ha aprovechado el espacio entre dos reuniones, para mandarle una selfie posando junto al ficus de su oficina, ha mirado varias veces la imagen antes de enviarla, pudor femenino, evaluando si se ve muy cansada, finalmente la envía.

Él está haciendo clases, utiliza todo su ingenio para motivar hasta al alumno más inerte. A las once diez minutos siente un cosquilleo en el bolsillo que indica que un mensaje de whatsapp entró a su teléfono.

Mientras en la Alameda, vía principal de la ciudad, un grupo de jóvenes estudiantes extiende un lienzo de unos diez metros de largo con consignas reivindicativas y corta el paso del tránsito.

Justo en el ventanal frente a la manifestación, un ejecutivo norteamericano toma su café late esperando que llegue su próxima cita de negocios, la imagen le confirma todos sus prejuicios hacia el tercer mundo, y hace una mueca de desprecio, quizás su compañía no debería invertir en este país.

Ella recibe las últimas instrucciones de su jefe, verifica que lleva tarjetas de presentación en inglés para el gringo, el portafolio con la información requerida y su tarjeta Bip para irse en metro a la reunión, total son solo unas pocas estaciones de distancia.

El sol brilla en lo alto, el día está radiante, bueno, con smog como siempre, para ser el gran Santiago. Al intentar bajar al metro se da cuenta que está cerrado, hay un paro en solidaridad al movimiento estudiantil, el terror la invade, no puede llegar tarde, gesticula desesperada para hacer parar un taxi, al final logra tomar uno. A una cuadra del hotel al que debe ir, el taxista se niega a seguir; a lo lejos se ven unos estudiantes que se encuentran en medio de la calle sentados en el suelo, impidiendo el paso, ella comienza a correr por la vereda, quedan pocos minutos para llegar a la hora y eso con los norteamericanos es vital.

Desde un callejón lateral sale un piquete de carabineros corriendo y protegidos por escudos y cascos, lanzan bombas lacrimógenas a los estudiantes, el aire se llena de una esencia picante que entra por gargantas y ojos, ella no puede parar de llorar pero sigue corriendo, piensa que su cara va a estar impresentable para la reunión.

El salón pomposo contrasta con el desaliño absoluto de nuestra protagonista, parada frente al gringo le extiende su tarjeta, el rímel le corre por las mejillas y ha perdido un aro, la entrevista comienza.

Al otro lado de Santiago él comprueba que sus alumnos se han sumado a las protestas y que no tendrá clases esa tarde, los demás profesores están instalados en el casino y un televisor está mostrando el intercambio de banderines de los equipos de Chile y Uruguay, es la copa de fútbol de las Américas, así que es un alivio no tener curso y ver el partido.

Desde Plaza Italia, como un gran saurio un carro lanza agua. Avanza a toda velocidad, tras él una oleada de policías a caballo, los estudiantes corren hacia la vereda sur y en un momento de desesperación ingresan al Hotel Crown Plaza, los porteros no solo no los paran, sino que huyen dentro del Hotel ante el avance estudiantil.

En el segundo piso la entrevista ha terminado, están en los rituales de despedida, cuando parados frente a la escalera ven que una treintena de sujetos con aire decidido suben corriendo, el gringo se pone rojo, y en su desesperación abraza a nuestra protagonista para luego arrojarla por las escaleras, de un fuerte empujón y salir corriendo, todo frente a una cámara de seguridad que pasará a ser heroína de esta historia.

Chile acaba de sufrir una baja por tarjeta roja, sin embargo, vamos ganando, el celular llama pero está en silencio, él está absorto con el partido, no atenderá el llamado de ella, que está siendo mientras es conducida a urgencias con politraumatismo y un TEC abierto, pero que aún está consciente.

El gringo está apurando el check out en el mesón del hotel cuando llega la policía, se lo llevan con maleta y todo mientras él llama a su consulado, lesiones graves, nada menos.

De la empresa de ella llegan a urgencias, apenas habla, el gerente no puede evitar preguntarle si cerró el negocio.

Ha terminado el partido, con el que tras ganar nos clasificamos, la gente parte a celebrar a plaza Italia tomando el relevo de los que protestaban hace unas horas, entre ellos él, que no ha revisado sus llamadas.

En la Fiscalía al gringo le llevan un traductor, el tipo se siente como en la película expreso de medianoche, muerto de susto, llega un funcionario de la embajada, explican que el ciudadano americano debe dejar el país, el Fiscal averigua el estado de la víctima, estable, existe la posibilidad de cerrar con un acuerdo reparatorio, al gringo se le ilumina el rostro.

Son las 15:30 del día siguiente, constituidos en urgencias toman testimonio, la grabación del hotel es clara, el gringo hace una oferta reparatoria por los gastos médicos y por el daño moral, ella escucha mientras siente que le duele cada hueso y músculo del cuerpo. Él finalmente ha llegado a su lado.

Han pasado seis meses, el día nunca había sido más lindo, desde el departamento que ahora comparten salen al aeropuerto a tomar un vuelo Alitalia que los llevará a conocer el infinito y más allá, al llegar a la Alameda ven un grupo que se comienza a juntar para iniciar una marcha de protesta, se miran a los ojos y como en el happy end clásico, se besan mientras el sol cae a sus espaldas en el taxi.

Feliz A O

La pantalla del televisor muestra imágenes de la torre Entel, miles de personas ansiosas esperando por el año nuevo, por el inicio de nuevas esperanzas, por esos deseos pendientes.

El pavo luce solitario en medio de la mesa, engalanado con papas duquesa y verduras, los cubiertos abandonados sobre los platos, una copa a medio tomar.

En un ropero dos niños pequeños se esconden bajo los colgadores, los corazones acelerados, se abrazan. En una habitación contigua una niña llora, llora sin poder parar.

El tono de la conversación había subido, los hombres gritaban, el poder lo tenía el que gritaba más, de las palabras hirientes pasaron a agresiones directas, amenazas, habían dejado la mesa.

El dueño de casa quería mostrar que ese era su territorio, avanzaba increpando a su padre hacia la salida del departamento, su madre lívida ya abría la puerta. Pelea de jauría de machos, el otro hermano también agredía a su padre a gritos destemplados, pero también a su hermano.

El padre los increpa, apela al respeto. A su edad, no hay caso. El dueño de casa lo toma de las solapas y comienza a arrástrarlo hacia la salida, lo empuja, lo va a echar a golpes de su casa.

Nadie lo vio venir, de un ágil salto el adolescente, el macho más joven, se interpone entre padre y abuelo —al viejo no lo toca nadie— padre e hijo se miran desafiantes.

El hombre exasperado toma a su hijo del cuello y comienza a asfixiarlo, algo brilla en el aire, de un movimiento seco la mujer le entierra un cuchillo en el brazo al marido —mi hijo no— tras el grito de dolor del herido se hace el silencio. Los hombres quedan atónitos.

Es medianoche, la mujer abraza a sus hijos, no queda nadie más en el departamento, por fin es un año nuevo.

Paz Myriam Figueroa

Narradora. Nació en la ciudad de Quillota, Chile. Pertenece al Taller Memoria Viva - Sergio Bueno Venegas. Ingresó a la Sociedad de Escritores de Chile en el año 2005. Obras publicadas: “Luces de Artificio” (novela). Ha participado en varias antologías en la Comuna de Providencia.

En El Corredor

Corredor de casa antigua sostenido por pilares de madera, agrietados y descoloridos con el paso del tiempo, espacios propicios para cientos de hormigas laboriosas que suben y bajan indiferentes, en su afán de terminar la tarea diaria. En la entrada a la cocina, una piedra grandota para moler, silenciosa y en reposo es movida con esfuerzo hacia un rincón, en donde su madre sentada muy cerca en un piso bajo de totora, vierte en el mortero el contenido de una palangana de loza blanca. Coge con firmeza entre sus manos morenas la piedra y comienza a triturar la cebolla, el aji y el charqui con movimientos lentos circulares, arrastrando hacia las orillas del hueco duro y frío los pedazos de carne seca y la cebolla lechoza que las humedece. Sutilmente se desprende el aroma de los aderezos y tocan el aire haciéndolo agradable a esa hora.

El pequeño se arrodilla junta a ella, observa con atención esos movimientos firmes y continuos, ve cuando se detienen en el momento de levantar uno de sus brazos, para despejar su frente y echar hacia atrás un cadejo de pelo que se ha desprendido del peine.

Es mediodía, el sol está en el cénit, sus rayos atraviesan el tupido follaje del parrón y se clavan en la tierra penetrando entre las hojas, espantando las sombras con atrevimiento.

En el corredor los perros se desperezan, levantando su hocico en dirección a la cocina, allí el sonido de los platos comienza. La olla hirviendo con la cazuela de gallina, es retirada con prontitud del fogón.

A lo lejos se escucha el pitazo acostumbrado del tren con destino al Norte. Su chimenea desprende el humo convertido en volutas gigantes que permanecen en el espacio por varios segundos, hasta despedir el último vagón que se pierde de vista entre los cerros del pueblo.

Fragmento de la Novela Luces de Artificio, publicada el año 2005

Frenes

Sentada en el sofá de cuero café, Camila mira a su pequeño hijo que observa un programa infantil en la televisión en forma distraída. Está nerviosa, se acerca a él y lo abraza, le acaricia el pelo negro ondulado, luego coge su cara blanca de mejillas rosadas, lo mira con fijeza, aprieta con sus manos ese rostro tan querido. El niño se queja. Ella lo suelta, a cambio él le brinda una sonrisa mostrándole un par de dientes menos. De pronto pregunta:

—Mamá: ¿Cuándo vendrá papa?

—La próxima semana. Demasiadas veces han repetido este diálogo. Después de acostar al niño, ella se dirige al dormitorio, abre el closet, descuelga el vestido azul, se lo prueba. Mira hacia el espejo. A pesar de su juventud, su rostro luce melancólico. Desliza las manos sobre su cuerpo bien formado, para subir el cierre del traje. El largo pelo castaño cae sobre los hombros y brilla a la luz. Siente una leve palpitación en el pecho.

Camila necesita caminar por el cuarto, inquieta mira la hora. Se sienta por unos segundos frente a la ventana, espera con impaciencia. En medio del silencio escucha esos pasos que conoce de toda una vida. Se levanta rápido, la puerta está entreabierta. Se unen en un abrazo casi eterno, al separarse se contemplan por unos momentos. Ella lo observa, él ya no es el hombre arrogante que conoció, pero eso no interesa en ese instante, lo ama con tal intensidad que el turbulento pasado vivido junto a él no le impide demostrar lo que su corazón siente ahora.

No lo ha visto desde hace mucho tiempo. Quiere expresarle sin palabras los sentimientos que yacen aletargados dentro de ella. Sí, no desea hablar, no quiere romper la magia de ese encuentro.

—¡Quiero poseerte ahora. Detengamos el tiempo ya! —Dice él. Suavemente ella le extiende los brazos como respuesta.

En la quietud de esa noche, se desnudan sin apuros, soñadores. Por la ventana entra la claridad de la luna llena, único testigo del accionar de esos cuerpos que en la pared de la habitación se retratan en una sola silueta moviéndose al mismo ritmo. No emiten palabras. Luego él la acomoda en la cama, la cubre de besos, coge el ramo de lirios y los esparce sobre ella. Le coloca flores en el cabello. Camila cierra sus ojos mientras que con sus manos temblorosas cubre su boca para no gemir. Es un éxtasis robado a la vida.

Él la acaricia, la aprieta contra si, quiere impregnarse del aroma que brota de ese cuerpo que no es el suyo, pero al poseerlo pretende ser parte de él. El rayo de luna que aún permanece junto a la cama, ilumina los muslos de ella contraídos por ese delirio de locura y pasión. Sienten unos golpes discretos a la puerta.

—Debo irme. —Le musita al oído.

Lo ve esfumarse en el pasillo. Un nudo implacable parece apoderarse de su garganta, respira entrecortadamente. Da unos pasos tambaleándose hasta el sofá, no quiere aceptar su partida, tampoco llorar. De impotencia cierra sus manos con fuerza hasta sentir dolor. Se sienta como sonámbula mirando sin ver, suspira hondo y acuden a su mente las palabras del fallo del Juez: —Cadena perpetua.

Las Ltimas Rosas De Mayo

Corría por la vecindad, o bien se recostaba a la sombra de algún árbol. Cuando el hambre roía sus tripas se dirigía a casa. Allí después de golpear la puerta con la cola, permanecía inquieto para que la abrieran. Al sentir pasos y ver acceso libre, con rapidez se iba directo al plato de comida dejado en el rincón de costumbre.

—Callejero, saliste temprano hoy. ¿No te das cuenta que estoy enfermo? Entra rápido que el frío nos hace mal. El cielo está amenazante, tendremos lluvia.

El perro lo miró con desgano después de haber llenado su estómago. La mano del amo, amigablemente acarició su cabeza de pelaje tupido color café. Luego, Rogelio camina hacia la cocina y busca con mano temblorosa el jarro y una bolsa de té en la alacena, para dejar caer, lentamente, el chorro de agua caliente. Se sienta observando el cuarto contiguo. En la pared, cuelgan algunas fotos y un retrato de sus padres que parecen observar el desorden. Sobre el mueble descascarado por la humedad hay un florero de vidrio macizo, contiene unas cuantas monedas antiguas que su mujer guardó años atrás.

Su sobrino lo visita a veces, quien pasa a dejarle algunas medicinas. Observa al muchacho, hijo de su hermana y quisiera demostrarle cariño, pero no le nace, sólo espera calmar sus dolores físicos y los del alma. Lanza una mirada de soslayo y recibe los remedios sin agregar palabra.

—Tío, usted está muy callado últimamente. Se debe sentir solo.

Anímese. ¿Vamos a caminar a la plaza?

—No, déjame tranquilo, estoy como siempre no más y así seguiré hasta que Dios disponga.

El joven se despide; se escucha el golpe en la puerta. El silencio ahora lo acompaña. Su corazón se agita al recordar hechos pasados. Luego con voz trémula rezonga:

—Soy uno de esos desgraciados que pueblan la tierra, de los que recogen lo que deja el rico y para mantenerme lo único que me falta es ir a pararme a la puerta de una iglesia... ¿Contaré acaso con alguien que cierre mis ojos cuando llegue la hora de morir?

El perro echado junto al amo inclina su cabeza, dejándola descansar entre las patas delanteras, lo escucha abriendo sus ojos como tratando de entender lo que conversa, luego siente la caricia sobre el lomo; Rogelio se deja caer pesadamente en el sofá evitando los resortes que molestan sus costillas. A diario allí se sume en vivencias añejas. Qué agradable sensasión lo invade al recordar el momento en que cargó su hijo recién nacido y observando a María su mujer, sonriéndole al preguntar:

—¿Te parece bien llamarlo Enrique? —Mientras cubría sus hombros con el chal y se abrigó ocultando sus pechos hinchados de leche. Eran aquellos días en que podía disfrutar la vida, pensó.

Recordó aquella mañana cuando despertó al sentir movimientos en el cuarto del hijo. Miró el reloj, era temprano. Enrique, últimamente, cumpliendo órdenes superiores, no permanecía en casa, la empresa en que tenía cargo de jefatura, había sido intervenida. Se asomó a la ventana y lo vio subir a una camioneta gris, ésta aceleró tan pronto dobló en la esquina. Al acercarse su mujer preguntando que sucedía, Rogelio disimuló su inquietud, la abrazó y no contestó.

—Tranquilo Callejero —déjame solo con mis recuerdos—. Tú no conociste a mi único hijo. Creo que no logré entenderlo en los últimos años. Era un joven idealista, de pocos amigos, estudioso, bien parecido, tuvo amoríos pero ningún compromiso serio. Discutíamos con frecuencia pero el cariño nos conducía a explicarnos más tarde, nuestras desavenencias. Pensó en el último verano juntos, cuando los llevó a la playa con María, a pasar unos días, era el mes de Febrero, no recordó el año pero si, disfrutaron en familia. En esa ocasión Enrique prometió invitarlos a una ciudad sureña más adelante.

Entrecerrando los ojos, vislumbró el día en que la ambulancia se detuvo ante su casa y sacaron a su mujer en camilla.

—¿Quieres saber Callejero por qué estamos solos? —Pues bien, María nunca regresó del hospital. Se fue sin ver a nuestro hijo... Solo yo sé cuánto se sufre. Pero aún no pierdo la esperanza. Creo que Enrique algún día va a aparecer y lo abrazaré mirándolo a los ojos para decirle tantas cosas. Callaré la muerte de su madre; aunque me pregunte por ella. Tal vez en ese momento encuentre una respuesta que no cause dolor. A los pocos instantes se durmió, cerró sus párpados humedecidos de emoción.

El perro acercó su hocico para lamer la mano de Rogelio. De pronto escuchó ruidos, salió rápido al patio. Vio unos gatos corriendo entre las plantas, quebrando con fuerza al pisar las escasas rosas de Mayo. Les ladró espantándolos, allí se quedó agazapado, mientras gruesos goterones golpeaban con fuerza la suciedad de las baldosas.

En Un Barrio De Nueva York

Cuando Fernanda despertó, lentamente, caminó por el cuarto elongando su cuerpo menudo frente a la ventana, vio las nubes trasladarse al son del viento para cubrir parte del cielo. Los pronósticos anunciaban un día soleado, caluroso y lluvia durante la tarde. Iría de compras temprano. Después de desayunar y maquillar sus ojos, salió de casa, llevando el pase para coger el bus.

Antes de llegar al paradero, observó la línea recta de la vereda solo interrumpida por la sombra de los árboles plantados simétricamente. Al frente un parque frondoso donde la gente acudía para caminar o instalar sillas playeras, aprovechando hasta tarde las tibias noches de verano.

En algunas ocasiones preparar un barbecue. Las casas vecinas pintadas de blanco donde se veían juguetes tirados con descuido en los antejardines. Fernanda, finalmente, llegó a la parada del bus. Durante la espera se aproximó al lugar una joven delgada, de raza oriental, que acarreaba un bolso grandote con incrustaciones metálicas, ambas se miraron con simpatía. Sin titubear Fernanda le preguntó:

—¿El bus que pasa por ésta calle llega a Flushing y de regreso se detiene en este paradero?

—Si, pero debe tener un aviso que diga local. El otro bus es expreso y atraviesa la carretera… Bueno hay que fijarse en ese detalle.

—Siempre viajo en este recorrido. Respondió la muchacha terminando la conversación.

Subieron al bus sintiendo de inmediato el agrado del aire acondicionado. A esa hora temprana ya el calor se sentía. El chofer saludó y ellas pasaron la tarjeta electrónica. Los pasajeros no parecían tener apuro. Vestidos con ropa liviana, muchos con short, gorros y gafas para el sol. Las más jóvenes cargaban coches con niños y cubrían su cabeza con turbantes o pañuelos. Iban sentadas demostrando en sus atuendos el lugar de origen, ya sea asiático, hispano o bien europeo, el norteamericano se diferenciaba poco en medio de tanta diversidad de gente.

Fernanda bajó del bus en una calle bastante concurrida. Tiendas, negocios, grandes edificios y mucho ruido. Prontamente decidió entrar a un mall, donde pudo apreciar los numerosos locales exhibiendo en iluminadas vitrinas ropas y otros artículos. La mayoría de los letreros escritos en lenguaje chino, solamente unos pocos traducidos al inglés. Caminó hasta un salón de manicure y pedicure, allí un grupo de jóvenes afanosas cumplían con sus tareas. Fernanda entró solicitando ser atendida gesticulando con las manos, las empleadas no hablaban inglés. Le ofrecieron un cómodo asiento con sonrisas y reverencias. Pasaron pocos minutos y apareció un muchacho chino, delgado y de aspecto afable.

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