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EL BARRIL DE

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DEPORTES

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Una trama íntima y criminal M e llamo Calvin y soy un calzoncillo decente. Le digo que sí, que yo conocía a Victoria. Esa braguita es amiga mía, o lo era, ya se lo dije a la pareja de boxers que mandó usted a buscarme esta mañana, que, por cierto no tenían por qué ser tan brutos: por un pellizco no me han roto la cinturilla.

Victoria y yo cenamos juntos la otra noche, no lo niego, pero nada más que eso. Me contó que estaba trabajando en algo, algo gordo, y por su expresión me di cuenta de que debía ser la típica información que podría poner de los nervios a más de uno. Sin embargo, no me quiso explicar de qué se trataba. Era su secreto, me dijo. El secreto de Victoria.

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Sé que no me cree, pero le aseguro que se equivoca de prenda. Cenamos en ese famoso club, el Underwear, y no tardé en percibir que, desde una mesa cercana, un panty estampado no nos quitaba el ojo de encima. Era muy poco discreto. Pero entonces salió al escenario aquella tanguita roja, no recuerdo su nombre, y comenzó a cantar con voz de seda, casi como si solo se dirigiera a mí.

Tan absorto estaba en la tramposa tanguita que tardé en darme cuenta de que Victoria se había ausentado. Rápidamente miré a mi derecha, y resultó que el panty también se había levantado de su mesa. En ese instante interrumpieron la canción unos terribles insultos y golpes que procedían del baño. Corrí hacía allí, pero llegué demasiado tarde: la ventana estaba abierta y, tirado en el suelo, el panty, con varias carreras y algún tomate, incapaz de levantarse.

Me dirigí al callejón tan rápido como pude y acerté a ver la silueta de Victoria alejarse. Su lacito era inconfundible. Un coche la perseguía, pero yo me había situado accidentalmente entre ellos y tuvo que frenar para no atropellarme. Nunca pasé tanto miedo. La puerta del conductor se abrió y bajó del coche un calzón viejo, holgado, de rayas de tres colores, que pagó su frustración a golpes conmigo.

Regresé a casa casi dos horas después, dolorido, confuso y preocupado por mi amiga. Encontré mi puerta entreabierta así que dudé si entrar o si pedir ayuda. Supongo que la curiosidad pudo más que la precaución. Entré. Quise encender la luz pero no pude, una voz tramposa, de seda, me invitó a pasar a mi propio salón y sentarme sin hacer preguntas. Las preguntas las iba a hacer ella, la arpía tanguita roja.

Había registrado mi apartamento buscando los papeles de Victoria, fue lo único que me aclaró, y ha pasado la noche preguntándome, de muchas maneras, si tengo idea de dónde se encuentra ella. Le he dicho lo mismo que a usted, que no he vuelto a ver a mi amiga, pero en cuanto salga de aquí hemos quedado para que me siga preguntando un poquito más. Hay que aprovechar el momento, Inspector Hillfiger.

En fin, como le digo, todo apunta a que esa braguita les ha dado esquinazo, así que le animo a que me deje en paz y siga buscándola, porque debe correr un grave peligro. Sin duda, eso que esconde preocupa a cierta gente, aunque me temo que jamás descubriremos de qué narices trata el secreto de Victoria.

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