La indignaciÞon en la encrucijada

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Las movilizaciones en España de los llamados indignados son el telón de fondo a partir del cual reflexiona el autor de La indignación en la encrucijada. Este escrito nace de la convicción de que es necesaria una reacción social frente a un sistema económico y político que destroza a la persona. Esa reacción, a juicio de Moisés Mato, no puede ser fruto de la espontaneidad ni de las prisas. En este alegato se analizan algunos puntos fundamentales para que estas movilizaciones no pasen a la historia como una disidencia tolerada que acabe pidiendo las reformas formales que el sistema ya está dispuesto a conceder.

La Indignación en la Encrucijada Alegato contra la impotencia después de la batalla

En estas páginas se apuesta por una militancia noviolenta, tal como la han entendido los movimientos de liberación de pobres a lo largo del último siglo.

Con la colaboración de:

www.noviolenciayaccionsolidaria.com

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Colección Alegatos

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No te asuste naufragar que el tesoro que buscamos, capitรกn, no estรก en el seno del puerto sino en el fondo del mar. Leรณn Felipe


2011, Espantapájaros Ediciones c/ Papagayo 8 ‒ 28025 Madrid Tfno: 6 17 62 29 09 Maquetación: Kathy Otto Ilustraciones: Colectivo El Grito Portada: Guillermo Sotomayor Impresion: Speed Color S.L.


Indice Presentaci贸n ................................................5 El color de las cosas ..................................... 9 Educados por el enemigo ........................ 11 El deseo herido.......................................14 Estamos indignados ....................................19 La espontaneidad...................................22 La fragmentaci贸n ..................................26 La horizontalidad..................................29 La disidencia tolerada ................................ 33 En la encrucijada ......................................37



Presentaci贸n


Durante el mes que ha seguido al 15 de Mayo tuve ocasión de recoger opiniones de personas muy diversas, de leer artículos y comprobar el papel de los medios de comunicación y otros grupos de poder ante los acontecimientos protagonizados por los llamados “indignados”. En general todo se movía entre el escepticismo de unos y el entusiasmo de otros. No pocas veces sentí que ambos, al justificar el estado anímico que les dominaba, pedían adhesión a su postura y mostraban cierta desilusión si yo ejercía de interlocutor incómodo resuelto a iluminar los puntos de la postura contraria. En este escrito recojo esperanzas y temores, puesto que indudablemente son los ingredientes que han suscitado tanta movilización “repentina”. Pero sobre todo, deseo plasmar (a pesar de las múltiples limitaciones tanto del escrito como de quién escribe) algunas reflexiones sobre el contexto social en el que se inscriben estos acontecimientos. Los centenares de reseñas e informes que acumulo sobre mi escritorio carecen, en su gran mayoría de perspectiva. Es como si todos partieran del mismo silogismo: » Ante una crisis como la actual hay que reaccionar. » Los “indignados” están reaccionando. » Luego, los indignados se enfrentan a la crisis. Alguien tan poco sospechoso de antisistema como David Rockefeller afirmaba que “Todo lo que necesitamos es una gran crisis, y los países aceptarán el Nuevo Orden Mundial”. (Ante el consejo de empresas de la ONU, 14. Septiembre 1994) Su dilatada experiencia como generador de crisis a escala planetaria le avala como experto en la materia. Es difícil de creer que una reacción masiva contra el sistema capitalista pueda producirse de forma espontánea y repentina. Las revueltas en Túnez y Egipto, que parecían servir de inspiración (aunque las diferencias son más que sustantivas), eran bendecidas estos días nada menos que por el G-8. El “nuevo orden” parece seguir su curso en medio de las revueltas. El zoom situado en su distancia focal máxima nos ofrece una panorámica que prescinde del contexto social en el que estamos. Mi propuesta es variar la perspectiva del zoom y describir algunos de los elementos que se observan en el juego de perspectivas que surgen cuando se amplía el marco de observación.

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Animado por la voluntad de diálogo me atrevo a exponer a vuela pluma las ideas que pretendo desarrollar en las próximas páginas: » Primero, una advertencia: Vivimos en un sistema salvajemente capitalista que aplasta a la persona. Las pruebas son irrefutables. Baste observar el aumento del hambre, la esclavitud y las diferentes opresiones a las que se somete a la mayor parte de la población del mundo. » La mayoría, gracias a los medios de comunicación, la educación y la cultura dominante, hemos formado nuestra conciencia dentro de ese sistema que ahora deseamos rechazar. Al rechazarlo no desconfiguramos automáticamente nuestra conciencia. No pasamos a pensar de una forma nueva de la noche a la mañana. Mostrar nuestro disgusto con ese sistema no nos libera de muchos de los resortes que hemos incorporado a nuestra vida de forma natural. Este hecho debe de ponernos en alerta. » Una movilización contra ese sistema es en sí un acto de resistencia ya que supone el deseo de un cambio. Ese acto es sólo el primer paso. En los siguientes pasos podemos avanzar en formar una nueva cultura, una nueva conciencia, imprescindible si soñamos con una revolución. Eso está por hacer. Muchos de los que hoy abanderan estas movilizaciones, como ya ha sucedido en otros momentos, no querrán dar ese paso y entonces volverá a crecer la impotencia en su corazón. » Hay claves en la historia de los movimientos de liberación no violentos que se antojan necesarias para avanzar hacia una ruptura real y profunda con este sistema. No podemos prescindir de la historia de los pobres a la hora de consolidar una propuesta de sociedad nueva. Si lo hacemos renunciamos al camino que mejor ha representado la revolución real. Este escrito quiere colaborar a empujar el futuro de las esperanzas que se despiertan. Por ello ponemos nuestra mirada en la centralidad de la persona como sujeto y fin de todo proceso de transformación. No hay revolución sin persona que la viva y la realice. Esa tarea necesita la vida entera. Estoy seguro de que los que desean una revolución real encontrarán estas ideas de interés más allá de la torpeza con la que se enuncien. También sé que habrá quién rechace este diálogo con la excusa de que ahora hay que actuar, ser muchos y poner al sistema contra las cuerdas. La historia invita a desconfiar de aquellos que sólo quieren las “revoluciones”

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ya, aquí y ahora. La única revolución posible es la que dura toda la vida, la que no se improvisa, la que implica la transformación paulatina de nuestra propia conciencia y la que no se hace a medida de cada uno sino a medida de los más débiles, de los últimos, de los que no cuentan. A todos los que coinciden en esta búsqueda va dirigido este escrito como propuesta inicial de diálogo.

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El color de las cosas


Cuando el segundo de mis tres hijos tenía 4 años protagonizó una anécdota que me permitió repensar algunos de los temas que traía en la cabeza por aquel entonces. Fui a buscarlo al colegio y la profesora me invitó a pasar a la clase para comentarme algo que había ocurrido esa mañana. El asunto era más o menos así: “Durante toda la mañana hemos estudiado las vacas. Hemos leído un cuento con vacas, hemos visto un vídeo de vacas, hemos hecho diversas actividades sobre vacas y finalmente pedí a los niños que dibujaran una vaca.” Interrumpí a la profesora para explicarle que mi hijo sabía mucho de vacas puesto que le había llevado a la granja de un amigo y hasta había visto nacer un ternero. Me miró con escepticismo y elevando ligeramente las cejas sentenció: “Pues, no lo parece.” En estos momentos uno comprende la importancia de callar a tiempo, pero ya era tarde. “Después de toda una mañana hablando de vacas cuando llega la hora de plástica les pido que pinten una vaca y tu hijo pinta una vaca de color AZUUUUL.” Como artista, sentí un ligero placer al deducir que la propuesta pictórica de mi hijo era una incipiente muestra de genialidad. Después de toda una mañana viendo vacas consideró que había llegado el momento de aportar alguna novedad al aburrido mundo bovino. Pero por encima de artista soy padre así que al salir del colegio pregunté a mi hijo. “Oye, ¿Tu sabes de qué color son las vacas?” Un poco avergonzado y con tono de respuesta aprendida, contestó. “Sí, del color que diga la profesora.”

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Educados por el enemigo El estado En los seminarios de pedagogía y creatividad que imparto comentaba con los educadores asistentes esta anécdota para reflexionar sobre el sistema educativo. Estábamos analizando cómo cada gobierno promueve una reforma educativa propia y cómo se multiplican las iniciativas de intervención del poder político en la educación, tanto a nivel estatal como autonómico. Analizando libros de texto, funcionamiento escolar y formación del profesorado encontramos muchos datos que evidencian la aspiración de todo gobernante de educar a sus “futuros votantes”. Era necesario -pensábamos- que todos los que nos dedicábamos a la educación estuviéramos en alerta para no ser correa de transmisión de las ideas del gobierno de turno. Si no fuera así, la respuesta inocente de mi hijo se volvería aterradora. “Las cosas son del color que dicen los profesores.” Mi hijo no es daltónico y ya sabe dibujar las vacas con colores precisos. Pero le quedan años de colegio, instituto y universidad. ¿Aprenderá a pensar por sí mismo?, ¿Será un apasionado de la vida y la búsqueda de la verdad?, ¿Será capaz de escrutar la realidad y sacar conclusiones? Para que eso fuera posible debería de contar con profesores que no solo no se dejen influenciar por los “valores” del poder político sino que además desarrollen su vocación plenamente. Profesores y maestros capaces de superar los estrictos programas de estudio, incorporar la realidad a sus clases y sobre todo vivir su trabajo con alegría y responsabilidad. Las experiencias que vamos conociendo de personas así invitan a la esperanza. Lorenzo Milani, uno de los grandes pedagogos del siglo XX hizo escribir en la puerta de su pequeña escuela de Barbiana: “Todo me importa” (Carta a una maestra, 1967). Si a un educador le importa todo, vivirá necesariamente la tarea educativa como una aventura de transformación. Educará y a su vez será educado. “Nadie educa a nadie, nadie se educa a sí mismo, los hombres se educan entre sí mediatizados por el mundo” Nos recuerda Paulo Freire (Pedagogía del oprimido, 1970). Sospecho que no es casualidad que en muchos lugares en los que se cita esta frase no aparezca la última parte “mediatizados por el mundo”. Sin estas 4 palabras lo demás pierde dimensión política y por tanto también dimensión humana. Lo que llamamos

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educación pública debería ser el encuentro entre padres y educadores empeñados en que sus hijos y sus alumnos sean personas libres y responsables en el mundo concreto en el que les ha tocado vivir. Padres y educadores que entiendan la educación no sólo como la “transmisión de la experiencia sino también de la esperanza” (Josef Tischner, Ética de la solidaridad, 1983) Todos queremos a nuestros hijos pero amar a un hijo, amarle de verdad (amarlo con dimensión política, podríamos decir) pasa necesariamente por comprometerse con el mundo que le tocará vivir. Naturalmente esa forma de amar nos compromete también con los hijos de los demás y hace evidente el proverbio africano que afirma que “para educar a un niño hace falta la tribu entera”.

El mercado El estado está muy pendiente de controlar la educación pero su eficacia es mucho menor que la del mercado. El sistema capitalista que domina el mercado no tiene escuelas, ni falta que le hacen. No se conforma con educar la mente sino que prefiere educar íntegramente a toda la persona. Opera de múltiples formas que conducen invariablemente a que nuestra condición de consumidor prime sobre la de ciudadanos. “No existe ninguna actividad religiosa, política y moral en la que se nos prepare de forma tan completa y tan costosa como para consumir” (El nuevo estado industrial, 1967), nos advertía hace ya años el economista J. Kennet Galbraith. El consumismo, sin duda, educa. En un primer momento pervierte la esencia de la persona al poner el tener por encima del ser y en un segundo momento al identificar el ser con el tener. Los resultados de esta “formación” están a la vista desde edades muy tempranas. Ciertamente, la eficacia educativa del mercado es infinitamente mayor porque además de su vocación integradora opera desde los medios de comunicación, se cuela en internet, se disfraza de altruismo, penetra los ambientes, se hace coloquial, se mete sin permiso en nuestra vida, nos explica lo que es políticamente correcto y nos fabrica las “modas sociales” a las que debemos unirnos si no queremos quedar descolgados del club de los “buenos”. Por si fuera poco, la educación que pretende el sistema capitalista que guía el mercado no entiende de edades ni de clases sociales. Quiere abarcar a todos y a todo. Su

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paradigma político es el totalitarismo. Según Hannah Arendt “el fin del totalitarismo es la transformación de la naturaleza humana” (Los orígenes del totalitarismo, 1951). Siguiendo la obra de autores posteriores como Gilles Deleuze o Michael Foucault podemos afirmar que la victoria de este capitalismo salvaje que invade todas las esferas de nuestra existencia no es meramente económica sino esencialmente de carácter ontológico. Su fin es conquistar definitivamente nuestra conciencia. El capitalismo no se conforma con promover una manera concreta de producción y de división del trabajo. Por encima de eso podemos entenderlo como una forma de disciplinar el deseo del ser humano. Somos deseo, somos lo que deseamos. El deseo es imprescindible para impulsar la transformación de la persona y de la sociedad entera. El sistema lo sabe. Lo aprendió escuchando, analizando las resistencias del ser humano a dejarse dominar, manipular y anular como persona a lo largo de la historia. Ciertamente, el deseo es el motor que ha empujado a muchos, a lo largo de la historia, a la lucha por transformar la realidad. Frecuentemente las dificultades han sido enormes y no pocas veces les ha supuesto entregar la vida. En ellos el deseo de justicia y libertad imperaba sobre los envites del sistema de turno. Consiguieron enfrentarse al poder de una forma clara y contundente como veremos al final de este escrito. Pero la siguiente generación volvió a ser atacada con el fin de amordazar el deseo para que no camine en dirección opuesta al sistema que una y otra vez se actualiza. Efectivamente, la educación del sistema capitalista va más allá de la imposición de unos determinados valores o contravalores. Su aspiración fundamental es matar nuestro deseo, matar nuestra conciencia y si no es posible, cerrarla y si no puede, prostituirla. Jean Goss afirma que “Un hombre no es una piedra... Un hombre es un corazón y una conciencia. Este corazón puede ser de piedra, esta conciencia puede estar torcida o cerrada a cal y canto: Ser hombre es abrirla.” El enemigo del sistema es la persona libre, es decir, la que cultiva el deseo, la que tiene conciencia, la que opera en la realidad desde esa conciencia. La que educa y cultiva el deseo de ser persona. Estamos educados por el sistema que queremos combatir. Hemos formado nuestra conciencia dentro de ese sistema. Para combatirlo eficazmente será necesario combatirlo dentro de nosotros, educar nuestro deseo de ser personas. 13


El deseo herido En la juventud, para muchos, ha sido natural admirar a las personas que lucharon por un mundo más justo, que conquistaron su deseo, podríamos decir. Era lógico para nosotros estudiar a los que entregaban su vida a la causa del bien común. Podíamos ver en ellos la encarnación de valores supremos que considerábamos patrimonio de la humanidad. Cuando, un poco más mayores, nos adentrábamos en sus biografías descubríamos en los entresijos de sus peripecias vitales el combate de esa mujer o de ese hombre con su propia conciencia. Ese descubrimiento, rompía con el mito que inconscientemente habíamos prefabricado. Ya no podíamos verlos como héroes. Sin embargo el conocimiento de sus desvelos más cotidianos, lejos de decepcionarnos, agrandaba su figura en nuestra mente y en nuestro corazón. Sus luchas internas los hacían más humanos. En ellos habitaban las dudas, los miedos, la desazón, la conciencia de sus propios límites; eran como todos. Su grandeza residía básicamente en que no convertían todo eso en justificaciones, sino que a pesar de eso, conscientes de eso, abrían nuevos horizontes en tiempos oscuros. Los que crecimos en esa suerte de admiración podíamos sentir el latir agitado de nuestro corazón cuando ante las injusticias evidentes no éramos capaces de dar una respuesta. Habíamos configurado nuestro deseo (al menos una parte) con las pinceladas de esas vidas y, de repente, nos descubríamos traidores, incapaces de emular al modelo, de respirar con su respiración. Nuestras vidas no estaban a la altura. Y lo sabíamos, a la vez que entendíamos que deberíamos poner remedio. Podíamos fracasar mil veces. En medio de la turbación que provoca el reconocimiento de nuestra debilidad no tardaron en llegar los cantos de sirena que, casi imperceptiblemente, como la contaminación en una gran ciudad, nos gritaban que lo importante era ser auténtico, original, no tener influencias (como si eso fuera posible), hacer lo que pensábamos en cada momento y en cada instante (sin cuestionar por qué pensamos lo que pensamos). Lo importante era el aquí y el ahora, el “carpe diem”, lo que cada uno sintiera. A nosotros nos habían enseñado que el fracaso no era un problema. Descubrimos que nos ayudaba a crecer, limaba nuestras soberbias, siempre pujando por despun14


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tar. El fracaso nos metía una y otra vez a reescribir el guión de nuestras vidas y nos hacía releer la de aquellos que nos inspiraban para encontrar matices nuevos que cargaban de significado nuestra accidentada búsqueda. El fracaso no era un problema. Las invitaciones a olvidarnos de todo eso y a centrarnos en nosotros mismos sí fueron un problema. Fue una invitación a sustituir la incipiente y costosa construcción de la conciencia por el subjetivismo. Había que adaptarse a los nuevos tiempos y asumir esa especie de “filosofía del sistema” que nos invitaba a poner el horizonte en nosotros mismos y a encuadrar toda posible lucha dentro de los parámetros del culto al yo. Esa “filosofía” tenía múltiples nombres pero hay uno que finalmente los abarcó a todos: El relativismo. Posiblemente sea la obra maestra de este sistema que pretende convencernos (y frecuentemente lo consigue) de que “todo es relativo”. Así resultó que los que queríamos implicar nuestra vida en la construcción de un mundo más justo y solidario no debíamos mirar a la historia de los que lo hicieron en otro momento y por supuesto no debíamos apoyarnos en conceptos como la verdad, la justicia o el bien. Todo eso estaba superado, anticuado. Todo era relativo. “¿La verdad? - Te decían los aprendices de Pilatos- ¿Qué verdad?. ¿Qué es la verdad? Cada uno tiene una verdad.” ¡Y nosotros complicándonos la vida! Ser revolucionario, de repente era muy fácil. Había que hacer las cosas al revés de como pretendíamos hacerlas. El “nuevo orden moral” exigía, en primer lugar, construir cada uno un paradigma ético personal y luego, vivir conforme a él. Así hubo muchos que dijeron que el mundo estaba corrompido y que había que apartarse y se fueron a su finquita en la montaña, otros que lo mejor era ser “bueno” en su vida personal y cuando todos fueran como ellos el mundo cambiaría, otros afirmaban que había que centrarse en los objetivos posibles y parieron todo tipo de organizaciones subvencionadas de objetivo único reformista. Y en estas estamos. Nuestro deseo está herido por el relativismo dominante en nuestra cultura actual. La costosa construcción de la conciencia queda relegada ante el subjetivismo, que construye una ética a medida de cada uno, que siempre apuntala la cultura del sistema. 16


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Estamos indignados


Educados en mayor o menor medida por el enemigo y con el deseo herido, el ser humano siempre se resiste. Esa es la mayor esperanza. A lo largo de los últimos 20 años se produjeron una serie de grandes movilizaciones que de alguna forma pretendían enfrentarse al sistema. Por la relevancia que tuvieron en su momento destacaría tres: 1: Las movilizaciones pidiendo el 0’7 del P.I.B. Para los países del “tercer mundo”. Estas manifestaciones han sido especialmente significativas en otoño de 1996. En su día fueron apoyadas por múltiples grupos, que realizaron diversas iniciativas, que posteriormente cristalizaron en nuevas movilizaciones exigiendo la abolición de la deuda externa (1999). 2: Las movilizaciones de los llamados “antiglobalización” que se hacen visibles a partir de las revueltas en Seattle en 1999 y se consolidan en el I Foro Social Mundial de Porto Alegre.(2001). Las contracumbres han servido de punto de encuentro y de proyección mediática de los múltiples grupos que se integran en esta corriente. 3: El “No a la guerra” contra la intervención militar en Irak supuso una gran movilización mundial que tuvo su punto álgido el 15 de febrero del 2003, día en el que en todo el mundo se realizaron grandes manifestaciones. En España se organizaron en todas las ciudades y participaron millones de personas. Con otro sentido, pero con relaciones evidentes, ha habido otras grandes movilizaciones vinculadas a hechos con una relevancia social importante como las manifestaciones contra ETA y contra la política del PP en el asunto del Prestige, el Plan Hidrológico Nacional o la movilización que interrumpe la jornada de reflexión el 14 M. Todas estas movilizaciones han formado parte del juego político, han provocado el despertar de la conciencia de muchas personas, han agitado, se han instrumentalizado, han supuesto una resistencia y han estructurado nuevas realidades sociales, algunas de las cuales perviven. Los “indignados “pasan a ser una nueva movilización a partir del 15 M. Comparte muchas características con las tres grandes movilizaciones de los últimos 15 años.

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Pero también, algunas diferencias. La más significativa es que en esta última, el problema de los empobrecidos, ni siquiera aparece en las reivindicaciones fundamentales. Estoy convencido de que eso tiene mucho que ver con la configuración del deseo expuesta en el capítulo anterior. No voy a entrar en este escrito a tomar posición por ninguna de las dos lecturas que invaden los medios de comunicación y las tertulias estos días. Por un lado unos ven en esta manifestación una gran esperanza, otros señalan la manipulación y la ingenuidad que representan. Es evidente que se pueden demostrar las dos cosas. Antes de que yo tenga tiempo de terminar este escrito habrán ocurrido acontecimientos, decisiones y anécdotas que den munición a múltiples lecturas. Hay una que cualquier observador con un mínimo de distancia puede dar por cierta: Esto no es una revolución (ni mucho menos). Sin embargo es un acontecimiento social importante, protagonizado por personas que manifiestan su descontento con la realidad política actual. Ese descontento es real y no es nuevo. En las siguientes líneas quiero reflexionar, desde la perspectiva de estos últimos 20 años, sobre algunos de los elementos que caracterizan este movimiento. La vida asociada y la práctica profesional me han permitido ver, dialogar y contrastar con muchas personas lo que están suponiendo las diferentes movilizaciones y especialmente el deseo de transformación que quieren representar. Los medios de comunicación han conseguido que todos usemos las mismas palabras para definir estos acontecimientos. Esas palabras nos sirven para explicar lo que está sucediendo y a la vez para anticiparnos a lo que pueda suceder. El mismo Stéphane Hessel sorprendido por el éxito de su alegato “indignaos” (Título propuesto por su editorial, por criterios comerciales) no ha perdido la oportunidad que le han brindado numerosas entrevistas para explicar que “la indignación no es suficiente”. Es consciente de que la misma palabra que puede provocar una reacción no llena de contenido esa reacción. Por ello anda estos días viendo si escribe la segunda parte: “Comprometeos”. Una de las frases más citadas de su libro es, cuanto menos, un exceso. “Deseo que halléis un motivo de indignación. Eso no tiene precio. Porque cuando algo nos indigna, nos convertimos en militantes, nos sentimos comprometidos y entonces, nuestra fuerza es irresistible.” Con el debido respeto al Señor Hessel debo afirmar que no hay prueba alguna de que la indignación forme militantes.

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Centraré mi reflexión en tres conceptos que han sido muy significativos en este primer mes de existencia. Esos conceptos han tenido una valoración positiva desde muchos sectores. Creemos que un análisis un poco detenido desmiente esa valoración. Parece que el viejo truco de estimular a la juventud a que luche con medios inadecuados forma parte del libro de estilo de algunos medios de comunicación. Los tres conceptos son: » La espontaneidad. » La fragmentación » La horizontalidad

La espontaneidad Es esencial en el ser humano expresar lo que lleva por dentro. Una persona que no expresa tiende a crear un mundo interior de fantasmas, miedos incontrolables y sufrimientos indecibles. En el peor de los casos nos conduce al rencor y al resentimiento. Expresar nos hace más humanos, nos libera. La propia palabra lo explica: Ex- presar, sacar de la prisión. La expresión colectiva supone liberación colectiva. Una expresión colectiva de la indignación es necesaria. Especialmente si se produce en la plaza pública y tiene dimensión política. Es una indignación por la cosa pública (La res pública) y por tanto es una indignación ante el problema común. Una de las características de esa expresión es la espontaneidad. Todos entendemos por espontaneidad una expresión natural, asociada a la sinceridad. “producido por propio impulso, aparentemente sin causa” aclara el diccionario (R.A.E.). El anarquismo histórico ponía su esperanza revolucionaria en la espontaneidad del pueblo. Bakunin llegó a decir: “Las revoluciones se hacen por sí mismas, producidas por la fuerza de las cosas, por los hechos, por el movimiento de los acontecimientos. Se preparan largo tiempo en las profundidades de la conciencia instintiva de las masas populares, repentinamente estallan, producidas a menudo en apariencia por causas fútiles. En la revolución social la acción de los individuos es casi nula, la acción espontánea de las masas debe serlo todo” pero

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al mismo tiempo el mismo Bakunin aclara: “no se improvisan las revoluciones” (F. Mintz, Bakunin, Crítica y acción, 2006) Eso que Bakunin llama “conciencia instintiva” se forma con todos los condicionantes de la sociedad en la que vivimos. Lógicamente tiene que ver con esa educación y con ese deseo del que hablamos en los capítulos precedentes. Pero no en exclusividad. No todo es manipulación. También contribuyeron a esta manifestación espontánea dos factores nada desdeñables: 1: El sentido innato de justicia. Aunque en sus formas adquiera matices pueriles y la exaltación de algunas de sus manifestaciones resulte temeraria, cualquier sensibilidad social debe alegrarse de que ese sentido de justicia connatural a todo ser humano se exprese en la vía pública. Hoy más que nunca hay que hacer ejercicios de inconformismo ante un sistema que aplasta a la persona. Unos lo podemos hacer desde determinadas convicciones, creencias o ideologías pero todos debemos hacerlo, como primera señal de estar vivos y conscientes, como afirmación personal e intransferible de nuestra dignidad, como expresión elocuente de resistencia. Si las generaciones actuales o futuras pierden ese sentido innato de justicia y su deber implícito de hacerse visible, podemos decir que el totalitarismo de las conciencias ha triunfado definitivamente. El hambre planificada, las guerras provocadas, la esclavitud al servicio de nuestra buena vida y tantos atentados a la vida y a la dignidad del ser humano deben agitar permanentemente nuestra conciencia, quitarnos el sueño, provocar deseos de rebeldía, tomar las calles... 2: Hay otro factor positivo que ha pasado desapercibido a muchos analistas. Hay una corriente de opinión pública sostenida por pequeños grupos, algunos con un alto grado de militancia. Durante años muchas personas y algunas organizaciones han hecho un trabajo de creación de opinión pública cuestionando el sistema democrático y señalando sus enormes contradicciones y el servilismo al poder económico. Esa tarea, realizada en el desierto de la indiferencia y con muy poco respaldo mediático, ha sido recibida por una parte importante de la sociedad como algo que era verdad, aunque no supiera acoger esa verdad en su vida. A nadie se le escapaba la reivindicación última de la dignidad de la persona humana. ¿Cómo oponerse a eso? Pero el poder parecía tan fuerte y esos grupos tan pequeños que no resultaba recomendable apoyarlos más allá de sim-

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ples gestos de reconocimiento. Pero si, de repente, somos muchos, nos resulta más fácil sumarnos. Hubo una explosión social, amplificada por los medios de comunicación, y era el momento de tomarse en serio esos análisis. Ahora que somos más ¿Por qué no abrazar la causa? Había una opinión pública que ahora cataliza en un movimiento social. Se pierden muchos elementos de esos análisis previos pero queda el sustrato de sus reivindicaciones. A medida que pase el tiempo será fácil valorar las raíces más profundas de esa espontaneidad. Nos preguntamos: ¿la ex- presión del deseo de justicia que “sale fuera” tendrá la capacidad de enraizarse en el proceso histórico? ¿El nuevo impulso que suponen estas movilizaciones asumirá la esencia militante de las minorías que sostienen la lucha en el desierto de la indiferencia ambiental? En los casos anteriores hemos podido ver una resistencia, que siempre tiene elementos positivos, pero también unas consecuencias que evidencian que los pasos siguientes no estaban suficientemente preparados: » Las movilizaciones del 0´7 y la deuda externa acabaron por apuntalar el auge de las ONG y el comercio justo que se caracterizan por desarrollar una mentalidad paternalista frente al hambre en el mundo, que no se enfrenta a las causas, que promueve la buena conciencia de los donantes y que frecuentemente están financiadas por estados y empresas responsables directos del hambre. » Las manifestaciones antiglobalización, que de alguna forma pretendían recuperar el internacionalismo del movimiento obrero, finalmente han dado paso a una multitud de propuestas que van dejando de lado el tema del hambre y la lucha contra sus causas. Los programas de los foros sociales así lo acreditan. » El “no a la guerra” en España colabora al ascenso del zapaterismo que aprueba el mayor presupuesto de armas de la historia de este país y mantiene intacto su negocio de armas. Quién realmente desee la justicia y quiera colaborar activamente al cambio de sistema debe prepararse para sostener la lucha a largo plazo. La espontaneidad debe cristalizar en asociación, planificación y militancia. Una respuesta eficaz a un sistema perfectamente organizado y planificado requiere organización y planificación.

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La fragmentación Cuando Francis Fukuyama escribe “El fin de la historia” (1992) da rienda suelta a multitud de análisis que sobreabundaban en el fin de los grandes relatos, de las ideologías que podían ofrecer una alternativa a un sistema capitalista dominado por el afán de lucro inherente a la economía. Ya no hay alternativa posible – se decía – a la democracia liberal y al libre mercado. Son los nuevos paradigmas de la sociedad humana. El pesimismo que denotan esas afirmaciones parte de la nula importancia que determinados intelectuales dan a la capacidad de revolución del ser humano. Lo cierto es que de diversas formas y desde diferentes áreas geográficas se han podido apreciar resistencias a estas teorías. Sin embargo la tendencia a la fragmentación de las luchas sociales constituye una evidencia preocupante de que las respuestas de fondo a este sistema pueden tardar en llegar. Por un lado las características del mundo actual invitan a pensar que lo lógico sería el avance a la unidad dado que las causas de las grandes cuestiones sociales son comunes. Si además tenemos en cuenta la importancia cada vez mayor de las nuevas tecnologías, especialmente internet, cuesta creer que lo lógico sea la fragmentación. La realidad es que a pesar de que hay momentos concretos que catalizan un descontento global como los citados en el capítulo anterior, la fragmentación acaba imponiéndose a la unidad de acción. En cualquier gran movilización, sea o no espontánea, llama la atención la enorme cantidad de grupos: Ecologistas, feministas, pacifistas, defensores de los animales, independentistas, okupas, antinucleares, contra la homofobia, pro-vida, OONNGG para todos los gustos, comités de solidaridad con determinados pueblos y una miríada de causas vinculadas a enfermedades, agresiones, corruptelas varias y causas filantrópicas. El problema no radica en que cada una de estas causas tenga una mirada específica y una táctica propia. El verdadero problema es no descubrir que la estrategia para afrontar los diferentes problemas debe de tender a ser común. Si, por ejemplo, analizamos el crimen del hambre, que con diferencia sigue siendo el primer problema de la humanidad, nos encontramos con paradojas muy preocupantes:

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» En las reivindicaciones sociales se tiende a poner todo al mismo nivel. En las agendas de los movimientos sociales de Madrid en el último año ocupaba más espacio la liberación animal que la lucha contra las causas del hambre. » Se pretende afrontar el hambre desde organismos de la ONU, desde la cooperación internacional, desde las ONG, desde fundaciones y proyectos múltiples casi siempre subvencionados por los mismos poderes causantes del hambre. Parece lejos la posibilidad de ponerse todos de acuerdo en denunciar y erradicar las causas políticas del hambre. Se recoge dinero para miles de proyectos pero apenas se plantea frenar los mecanismos de robo permanente. » Se plantea la ecología separada del hambre. » Se prioriza la colonización ideológica de los empobrecidos (indigenismo, ideología de género,....) por encima de su promoción personal y colectiva. Al final no retrocede el hambre en el mundo y sin embargo se multiplican las donaciones y todo tipo de iniciativas cosméticas orientadas a tranquilizar nuestra conciencia ante este crimen. Esto lo explicaba bien el sociólogo suizo Jean Ziegler Vivimos en un orden caníbal del mundo: cada cinco segundos muere un niño de menos de 6 años; 37 000 personas fallecen de hambre cada día y más de mil millones (casi una sexta parte de la humanidad) sufre malnutrición permanente. Y mientras tanto, las 500 mayores multinacionales controlaron el año pasado el 53% del PIB mundial. Esta oligarquía del capital financiero organizado tiene un poder como jamás lo tuvo un papa, un rey o un emperador. Creo que la ceguera y la arrogancia de los occidentales es total. (...) La solución no es ayudar más, sino robar menos. El hambre, el problema de los últimos, el que evidencia todas las miserias del sistema, debe de ser el punto de unión de todas las luchas sociales. Es el primer problema social, el primer problema ecológico, el primer problema para la paz, para el feminismo,... A partir del problema de los últimos todos los demás problemas adquieren su verdadera dimensión. Si empezamos por los problemas de los últimos estamos poniendo la base para afrontar todos los demás. Gandhi expresaba

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con toda contundencia que” la expresión de mi noviolencia ha seguido el mismo camino que mi identificación con la humanidad hambrienta”. Es posible sostener una lucha contra el sistema desde diferentes lugares y desde múltiples sensibilidades, pero resulta inconcebible, en el momento actual, una resistencia eficaz sin combatir la fragmentación en nuestra mirada y en nuestra acción.

La horizontalidad Cada época va generando un lenguaje que se difunde y socializa ambientalmente. Hoy, palabras como consenso, horizontalidad, participación, empoderamiento, tolerancia o “asamblearismo”, forman parte del vocabulario básico de quien quiera iniciarse en las luchas sociales. Son palabras que remiten a una voluntad de rechazo del autoritarismo, que buscan crear en la base de la sociedad las condiciones de igualdad que añoramos en el funcionamiento de la organización social. En la práctica me he encontrado frecuentemente que cuando se dice consenso se refiere a un consenso de mínimos. Se trata de llegar al mínimo acuerdo común. Cuando se habla de horizontalidad, “asamblearismo” o participación se está diciendo que todos podemos opinar por igual. En la práctica de estos días, en las asambleas de muchas plazas, tenía el mismo valor la palabra del que se compromete que la del que pasa por allí, vale lo mismo la opinión reflexionada que la improvisada, la del que tiene experiencia de lucha que la de los que vienen a jugar a la revolución. Por si fuera poco la asamblea se estructuraba con códigos corporales que sentenciaban o catapultaban opiniones en una suerte de ritual de masas donde lo emocional frecuentemente se imponía al análisis. Es evidente que el intento de llevar este sistema a cualquier organización de lucha la hace tremendamente vulnerable y manipulable. En el lado opuesto aparece la figura del líder que tanto daño hizo a muchos movimientos a lo largo de la historia del siglo XX. Es indudable que un modelo de sociedad que aspire a que el pueblo sea el protagonista ha de huir de liderazgos, especialmente en un momento de la historia donde el liderazgo se puede ejercer

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desde los grandes púlpitos mediáticos, con múltiples disfraces y de una forma casi imperceptible. Entre los nuevos conceptos antiautoritarios, desarrollados fundamentalmente como formas de democratización, y la dependencia de líderes es necesario buscar otros caminos que no nos limiten las posibilidades de lucha y que a la vez no nos generen dependencias de liderazgos intelectuales. En la historia, a partir de la segunda guerra mundial, apareció un concepto que resume la aspiración profunda que encierran todas esas palabras y que se oponen al liderazgo. Es la palabra autogestión. “Lejos de ser una novedad doctrinal o una moda, la autogestión es la síntesis de una serie de impulsos antropológicos, sociales, éticos e intelectuales intrínsecamente ligados a la toma de conciencia del hombre y de la humanidad en general a través del espacio y el tiempo” (Heleno Saña, Autogestión y cultura). Entendemos por autogestión una forma de cultura en la que el ser humano es el protagonista de su vida personal y colectiva. Eso supone que la persona autogestionaria abrazará los valores propios de esa forma de entender la vida: La justicia social, la solidaridad y la libertad, que siempre debe ir unida a la responsabilidad. Coherentemente esa persona buscará una nueva organización de la sociedad en la que el ser humano sea el centro de la vida política y económica. La autogestión es la verdadera democracia. ¿Estamos hablando de lo mismo cuando decimos horizontalidad y autogestión? No lo creo. La autogestión requiere un largo aprendizaje. No podemos venir de la universidad y ser autogestionarios en un par de días. La autogestión es la democracia del trabajo. A los que con su vida han sostenido los valores que todos buscamos se les concede un peso moral, no vale lo mismo la palabra del que trabaja que la del que no, la del que se sacrifica que la del que no. La del que lleva 10 años que la del que acaba de llegar. No es necesario hacer consensos de mínimos por que en la acción común todos pueden ir al máximo de sus posibilidades. Lo que nos une es el esfuerzo por dar lo máximo de nosotros mismos. Según las posibilidades unos habrán dado 10 y otros 50 y otros 250, pero todos lo máximo. La autogestión siempre es exigente, siempre apela a la conciencia, no es autocomplaciente. Una asamblea realmente autogestionaria sostiene a largo plazo el compromiso creciente de todos los que la forman. Una asamblea de 500 desconocidos nunca puede ser

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autogestionaria. No es lo mismo recoger opiniones que hacer una cosmovisión (Una visión común y completa del problema con el que queremos comprometernos) Lo primero no supone un cambio cualitativo en nadie, lo segundo cambia la vida de cualquiera. Lo primero habla de la ideas que tenemos en común, lo segundo de una visión integral de la vida que podemos compartir. El avance de la participación horizontal a la autogestión, el paso de las opiniones comunes a la cosmovisión se antoja imprescindible para que esa forma de entender la realidad desde el pueblo, en igualdad y fraternidad, no se reduzca a meras formas organizativas que, pasado el tiempo, no generen cultura. “Después de escalar una montaña muy alta - Decía Nelson Mandela- descubrimos que hay otras muchas montañas que escalar”. Hemos descubierto que debe acabar el tiempo de la organización social vertical, hemos descubierto que el pueblo es el verdadero protagonista de la historia, ahora debemos aprender a construir cosmovisiones de la realidad sin depender de líderes, ahora debemos descubrir la autogestión. Son montañas altas, pero alcanzables para los que no se conforman con la repetición de conceptos creados por el mismo sistema que queremos combatir. Una organización que camine hacia la autogestión, que construya una cosmovisión de la realidad, es difícilmente manipulable.

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La disidencia tolerada


Hay dos características que definen sustantivamente el mundo actual: El dinamismo y la complejidad. No podemos prescindir de ninguna de las dos si no queremos que nos aplaste la historia. No podemos responder a la violencia estructural que define nuestra época sin educar una mirada dinámica. Detrás de un cambio como el que propiciaron los pueblos de Túnez y Egipto ha habido mucho sacrificio, mucho más del que reflejaron nuestros medios de comunicación. Es posible que hayan concurrido otras fuerzas externas para precipitar los acontecimientos y es seguro que los tunecinos y los egipcios van a tener que seguir muy activos si no quieren caminar a nuevas servidumbres con otros rostros. Los buitres del G-8, que ya han bendecido estas revoluciones, no son precisamente una agencia caritativa. No cuesta imaginar que el poder, que es dinámico y complejo, tienda a estar presente en toda movilización popular. Lo que está claro es que es el pueblo el que pone el cuerpo, el que paga la crisis, el que se implica, el que acaba sosteniendo la realidad. La instrumentalización de las luchas sociales está en la agenda del poder fáctico de forma permanente. Es evidente que este sistema aspira a organizar toda la realidad. Su gran reto es organizar también la resistencia. El sistema busca, y no pocas veces consigue, hacernos cómplices de sus reestructuraciones. Necesita legitimarse haciendo concesiones parciales y formales, haciendo bueno el dicho de Tomassi di Lampedusa “que todo cambie, para que todo siga igual”. Dándole la razón a Rick Crawfort cuando afirma que “la prisión más segura es aquella en la que los presos se creen libres porque así queda conjurado el riesgo de una fuga o una rebelión”. Oyendo gritar a algunos que esto era la revolución no pude evitar pensar en esta frase. Si esto es la revolución, ya la estamos haciendo. No hay que prepararse para hacerla. Es evidente que la democracia real será posible si la exigimos en las calles, pero también si desde el pueblo somos capaces de promover nosotros otra educación, otra política, otra economía, otras relaciones laborales. Esa tarea es imprescindible. El poder está dispuesto a transformarse siempre y cuando él protagonice ese cambio. A modo de ejemplo, llaman la atención algunas de las afirmaciones del informe “Transforma España” (de fácil acceso en internet) de la fundación Everis titulado “Un momento clave de oportunidad para construir entre todos la España admirada del futuro”. En ese informe se afirma: “La sociedad civil debe asumir

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Yo tambiĂŠn soy apolĂ­tico, je, je


sus papeles, alternativos o complementarios, de catalizador, motor y tractor del cambio.” Se proponen los “cambios que sean necesarios” para que el ciudadano sea el centro de la transformación del país. Ese informe lo firman los de siempre, los grandes empresarios españoles, los que se reúnen con el gobierno para darle consejos. Ellos también están dispuestos a cambios formales en el sistema democrático, ellos también quieren que se regenere la democracia. Es evidente que los que toman las calles y ellos no se han puesto de acuerdo y que en el fondo no quieren lo mismo. Así que habrá que ir al fondo de las cuestiones para no confundirnos, para que finalmente no acabemos demandando lo mismo. Hoy ya podemos aceptar sin demasiado escándalo que Obama tengan el nobel de la paz o que Bill Gates tenga el premio príncipe de Asturias de cooperación internacional. El problema no es tanto la más que discutible idoneidad de los candidatos como el hecho de que, coherentemente, podamos concluir que para construir la paz hay que tener poder y para ser solidario hay que ser muy rico. La realidad dice lo contrario. “Sólo los pobres son solidarios” (Gómez del Castillo), la paz la construyen las personas de paz, que por lógica no suelen tener el poder fáctico. Si finalmente nuestra conciencia acepta que no es necesario perder y sacrificarse para ser solidario, si no importa descubrir la verdad como primer paso para comprometernos con la justicia, si la ONU fabrica las “modas sociales” a las que nos apuntamos con ferviente entusiasmo, si el problema del hambriento está al mismo nivel que el del toro de lidia, entonces fácilmente podemos engrosar el ejercito de una creciente disidencia tolerada. Ernesto Sábato en un interesante ensayo llamado El uno y el universo sentencia: “El hombre es conservador. Pero cuando esa tendencia se debilita, las revoluciones se encargan de renovarla.” Triste.

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En la encrucijada


Damos por buena la movilización inicial por ser la expresión de rebeldía de un pueblo, por tomar las calles, por no adherirse a la violencia, por abrir debates, por suscitar esperanzas,... pero sobre todo porque puede ser el impulso de nuevas realidades sociales que, en el largo plazo puedan hacer frente a un mundo en guerra contra el ser humano y su dignidad. La indignación está en la encrucijada. ¿Qué camino tomar? ¿El camino de la movilización permanente hasta el agotamiento? ¿El camino rápido de las reformas parciales, siempre conservadoras? ¿El camino de la puesta en marcha de realidades políticas nuevas para defender lo nuestro? ¿…? Estoy seguro de que todos estos caminos tendrán sus caminantes. Hay un camino, otro camino, que no debemos olvidar. Me he puesto a escribir estas notas ante el temor de que, una vez más, olvidemos ese camino, el camino que siempre ha abierto horizontes en la humanidad y que ha conquistado la dignidad cuando sobre ella se tendía un oscuro manto. Es el camino que recorrieron los militantes del Movimiento Obrero que gritaron “asociación o muerte” e inventaron la solidaridad internacionalista Es el camino que recorrió Gandhi, Luther King y César Chávez que impulsaron movimientos de noviolencia capaces de enfrentarse a los poderosos del momento desde la práctica del amor llevada a la política con todas las consecuencias. El camino del niño esclavo Iqbal Masih, asesinado a los 12 años en Paquistán por enfrentarse a la mafia de la tapicería y por luchar contra la esclavitud infantil. El camino de los jóvenes de la Rosa Blanca que se enfrentaron a Hitler con el poder de la palabra. El camino de las comunidades pobres que se enfrentaron desde la noviolencia a los dictadores de turno en Bolivia, Filipinas o Uruguay,...

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El camino de Teresa de Calcuta en la India o de Margerite Barankitse en Burundi, de Mandela en Sudáfrica, Ken Saro Wiwa en Nigeria, Chico Mendes en Brasil, Óscar Romero en el Salvador,... El camino de tanta gente anónima que ha sabido perder, que no ha tenido miedo a la verdad, que ha estado dispuesta a amar con dimensión política, que ha asumido el sacrificio como forma de diálogo, que entendió de renuncias en medio de alegrías y de esperanzas en medio de la oscuridad. Eran y son tantos que juntos construyeron una corriente de liberación que traspasa la historia como verdadera resistencia ante los imperialismo y totalitarismos del último siglo. Querer transformar la realidad y prescindir de su experiencia es pretender crecer sin raíces. Esos millones de experiencias han creado un sustrato de liberación que podemos asumir hoy como un regalo de otras mujeres y otros hombres con los que hemos compartido las últimas páginas de la historia contemporánea. Probablemente, como resultado de nuestra formación, nos cueste reconocer esas raíces, nos cueste injertar en ellas nuestro deseo herido. Pero el deseo, nuestro deseo, también se libera en este camino. Ese camino ya ha cubierto etapas importantes: Ha fundamentado los derechos humanos junto con los deberes, ha puesto en el centro la dignidad absoluta de toda persona, ha mostrado los rostros de la solidaridad, ha construido sociedad, ha fundado el amor en la política. Ha superado las utopías porque ha hecho real que “cuando sueñas solo, solo es un sueño, pero cuando sueñas con otros es el comienzo de una realidad nueva (Helder Cámara). Esta corriente, siempre revolucionaria, se distingue de las corrientes pretendidamente revolucionarias en muchos aspectos. Destaco, para terminar, los más significativos: » El centro de la lucha es la dignidad de toda persona. » En sus luchas tienen prioridad los más débiles, los más oprimidos, los últimos. » Tienen un plan a largo plazo. » Se organizan desde abajo, con sus propios medios y sin improvisar. » Desarrollan estrategias noviolentas.

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» Priorizan la formación integral de sus miembros. » Acogen e implican a todos los sectores de la población. Todo esto unido daba como resultado una nueva cultura. Los pobres que lucharon entendieron que si querían enfrentarse al opresor debían de rechazar la cultura que este les imponía. Los empobrecidos convirtieron sus luchas en una revolución cultural. Se enfrentaron, no a las formas de la cultura del opresor, sino, y muy especialmente, a la esencia de su cultura. Por eso crearon un nuevo camino en la historia. ¿Seguiremos ese camino? Merece la pena dedicar tiempo a dialogar y a poner en marcha estas claves. La historia no empieza ni termina con nosotros. Somos responsables de pasar a las nuevas generaciones nuestras aportaciones pero también de profundizar las aportaciones que heredamos, que son más valiosas, pues recogen la experiencia de muchos que pasaron de la encrucijada a la exploración de caminos que han permitido a la humanidad reconocerse como tal.

Madrid, 15 de Junio de 2011 Moisés Mato López Plataforma Noviolencia y acción solidaria

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Las movilizaciones en España de los llamados indignados son el telón de fondo a partir del cual reflexiona el autor de La indignación en la encrucijada. Este escrito nace de la convicción de que es necesaria una reacción social frente a un sistema económico y político que destroza a la persona. Esa reacción, a juicio de Moisés Mato, no puede ser fruto de la espontaneidad ni de las prisas. En este alegato se analizan algunos puntos fundamentales para que estas movilizaciones no pasen a la historia como una disidencia tolerada que acabe pidiendo las reformas formales que el sistema ya está dispuesto a conceder.

La Indignación en la Encrucijada Alegato contra la impotencia después de la batalla

En estas páginas se apuesta por una militancia noviolenta, tal como la han entendido los movimientos de liberación de pobres a lo largo del último siglo.

Con la colaboración de:

www.noviolenciayaccionsolidaria.com

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Colección Alegatos

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