Revista 1un Pretexto- 6ta Edición

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menú ditorial Bienvenidos a degustar este menú que la revista 1Un Pretexto ha seleccionado y preparado minuciosamente para los lectores, quienes siempre encuentran una razón, un argumento, un motivo, 1un pretexto para sumergirse en estas historias que hoy están cargadas de sabor y tradición de lo más representativo de la gastronomía de Boyacá y Santander. Motivos para comer existen muchos, para aumentar la memoria, para el rendimiento deportivo, para la nutrición, para reducir el colesterol, para aumentar el colesterol, para alargar la vida, en fin a la hora de pasar a la mesa, no importan las razones, todos somos buenos comensales. Es imposible resistirse a una arepa cariseca, de trigo o quesuda a un bollo bien envuelto, a las repollas, almojábanas, cotudos, garullas, mantecadas o panderos porque en términos de amasijos la lista es interminable, llenan mesas, vitrinas y panzas, en especial las de los turistas quienes siempre han encontrado en los amasijos muchas razones para llevar un presente y tener que volver a estas tierras. Si no

En carnes y bebidas desde lo más exótico hasta lo más casual, como las génovas o el espinazo que es el alma del cuchuco, el rostro de cordero o de compartidario en la porción que usted prefiera, incluso comprimida en el queso de cabeza, las creadillas, los indios, el caldo de raíz, las bichurías del cabro o el cordero que no son otra cosa que los intestinos asados o guisados. Acá se come todo, se aprovecha todo el animal una vez se ha sacrificado. Los hombres longevos de Boyacá y Santander coinciden en afirmar que cualquier plato de estos no sabe igual sin un sorbo de chicha o de guarapo, bebidas que acompañan no solo la comida, también el jornal, la fiesta, el luto, y el jolgorio; aunque escasas todavía se consiguen en preparaciones caseras y recónditas porque definitivamente somos hombres de maíz. Esta edición recoge las anécdotas y relatos sobre algunas viandas, pero confiamos en que siempre habrá pretextos para relatar lo que somos, lo que nos construye y lo que nos alimenta. La mesa está servida con un

son amasijos serán golosinas, arequipe, besitos de novia, chicharrones, pero de cuajada, dátiles, melcochas y el infaltable bocadillo veleño, que según dicen quita el hambre y hasta el sueño.

menú de historias, y yo los dejo porque como dice el dicho “oveja que mucho bala pierde bocado”.


B Editora General

C.S. Carolina Pinzón Camargo

Concepto Visual - diagramación

Juan Carlos Vargas

Escritores

[Camilo Puentes - Harold Caicedo] [Ángela Sora Robles] [Laura Tatiana Rojas Sánchez] [Ghisell Lorena Jerez Lagos] [Julián Castillo - Leonardo Munévar] [Marcela Duarte] [Michel Moreno B.] [María Camila Ayala]

Rectora

Decana Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales

Vicerrector de Desarrollo Institucional

Directora Programa de Comunicación Social

Vicerrector Académico

Impresión

Vicerrectora de Investigación, Ciencia y Tecnología

Colectivo Redacción Periodística y Literaria Universidad de Boyacá Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales Programa de Comunicación Social ISSN: 2322-6218

Dra. Rosita Cuervo Payeras Ing. Andrés Correal Cuervo

Ing. Rodrigo Correal Cuervo Ing. Patricia Quevedo Vargas

Vicerrectora de Educación Virtual Ing. Carmenza Montañez Torres

Dra. Ethna Yanira Romero Garzón Msc. Jaime Pulido

Búhos Editores Ltda.

UNIVERSIDAD DE BOYACÁ Campus Universitario Cra. 2a Este Núm. 64 - 169 Tunja - Boyacá / Tels.: 745 0000 -7452105 Fax: 7450044 www.uniboyaca.edu.co Tunja - Boyacá 2015


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Edición

Crónicas

1un Pretexto

Gastronomía

[Camilo Puentes - Harold Caicedo] [Ángela Sora Robles] [Laura Tatiana Rojas Sánchez] [Ghisell Lorena Jerez Lagos] [Julián Castillo - Leonardo Munévar] [Marcela Duarte] [Michel Moreno B.] [María Camila Ayala]

Comunicación Social

Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales

Editora General

Libia Carolina Pinzón Camargo

2015


Barriga llena, colesterol contento

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La cabeza de cordero es un plato típico de Santa Rosa de Viterbo. Ana Julia Chinome, Martha Moreno y Carmenza Díaz son las encargadas de vender el “divino rostro”, como es conocida esta bandeja, en la plaza de mercado del municipio. Ellas compran las cabezas crudas en Chocontá a Don Agustín, y en Duitama en las carnicerías de la ciudad. Luego de adquiridas, son cocinadas la noche anterior a ser comercializadas, en la mañana son puestas a escurrir, después se rajan y finalmente se les aplica los condimentos. La cabeza de cordero a la hora de ser servida, va despresada y acompañada de papa y yuca, además del infaltable ají. En este lugar, también venden las patas de cordero y de gallina en menor cantidad. A pesar de ser un alimento con altas dósis de colesterol, mucha gente lo consume, como también hay gente que prefiere no comerla por salud o por gusto. Aún así, este plato nos representa y no se debe dejar perder de la gastronomía boyacense.

Por: Camilo Puentes - Harold Caicedo

Boyacá es un departamento que se caracteriza entre otras cosas por su gastronomía. Santa Rosa de Viterbo, ubicada en la provincia de Tundama, a 67 kilómetros de Tunja, tiene como plato típico la cabeza de cordero. Hasta allá nos dirigimos con la intención de saber más a fondo toda la historia, preparación y cocineros de este plato. El lunes es conocido en Santa Rosa de Viterbo por ser el único día de mercado, y por consiguiente, día en que se vende en mayor cantidad las cabezas de cordero en la ciudad. Sin embargo, en los otros días de la semana se puede conseguir este plato en los piqueteaderos más reconocidos como es el caso de los restaurantes “El Vergel” y “Los Dos Amigos”. Basta con estar cerca del lugar para empezar a sentir el olor fuerte de los ingredientes con que adoban al famoso “divino rostro”. Ese mismo olor es el que lo hace acercarse más hacia la plaza, mirar los puestos, que se encuentran ubicados estratégicamente en todo el frente, mirar un restaurante que aunque no tenga puertas físicas, por el cordial saludo con el que reciben a quien llegue allí, hace sentir que no son necesarias, porque para

a la edad de 100 años, de los cuales dedicó gran parte de ellos a trabajar en este oficio. Con la partida de ella no se perdió la tradición, por el contrario, sus hijas, y en la actualidad sus nietas, continúan preparando y vendiendo las cabezas de cordero. Ellas trabajan junto con otras mujeres, todas familiares entre sí. Por esta razón, no hay una competencia, sino por el contrario, una sociedad destinada netamente al sustento familiar.

todo el mundo las puertas están abiertas. Los puestos de venta son enchapados en baldosa, estos reciben las vitrinas, donde se exhiben los productos que allí se venden, cada uno con su estufa. En la parte de atrás, sillas y mesas de madera improvisadas sirven de comedor. Los perros caminan constantemente por el lugar recibiendo lo que los clientes quieran dejarles de su comida, este es un ambiente informal, pero definitivamente muy propicio para la venta de este tipo de comidas. La abuela Jerónima Chinome fue la precursora de este plato; falleció hace 12 años,

“Se ponen a cocinar de un día para otro, a las seis de la tarde más o menos, y las apagamos tipo diez de la noche, en la madrugada se sacan y luego se ponen a escurrir en un canasto, luego se rajan, se pintan con una ‘salsita especial’ para poder traerlas así, completas, se les echa buena sal, color, ajo, perejil y laurel”. Afirma Ana Julia Chinome, nieta de Jerónima Chinome, quien en la actualidad es la vendedora que lleva más tiempo, 50 años, ofreciendo estas cabezas de cordero en Santa Rosa de Viterbo.

[Camilo Puentes - Harold Caicedo]

Barriga llena, colesterol contento


Aunque parece sencillo preparar el “divino rostro”, en efecto, es sencillo, como afirman ellas, pero tiene su toque peculiar, y ese toque es esa ‘salsita especial’ que según Ana Julia hace diferente este plato de otros, y sobre todo, lo hace desigual de como lo preparan en otros lugares. Estas cabezas crudas, antes de ser refrigeradas, expanden un olor recio, que en principio, no es aceptable para el olfato, por ende tampoco es fácil de soportar, hace pensar que tal vez si estas cabezas fueran vistas y olidas en este estado por más personas, no sería tan amplia la acogida de este plato, pero desde que las empiezan a adobar, el olor cambia drásticamente, todos los ingredientes que les aplican a las cabezas hacen que ese fuerte aroma pase a ser un delicioso guiso que cubre el rostro. Son en total cinco puestos de venta de esta bandeja en la plaza de mercado, cada uno con una vitrina en la que se exhiben gran cantidad de cabezas que serán vendidas durante todo el día. Las cabezas crudas son compradas en mayor medida en Chocontá, a Don Agustín, quien es comerciante de corderos; y también son adquiridas en Duitama, en algunas famas de esa ciudad. La cabeza como la reciben y preparan es completa, así mismo es traída para su venta, aunque en su parte superior tiene una rajadura que casi la divide en dos, y es de allí donde se abre fácilmente con la mano, para luego, ser despresada con un cuchillo y servida en la bandeja, que como ya es costumbre, va acompañada de papa salada, que por ser tan Barriga llena, colesterol contento

boyacense, según Carmenza Díaz, quien vende esta bandeja hace más de 20 años, no podría faltar en ese plato, además, se acompaña con yuca sudada y ají. Durante todo el proceso de refrigeración, preparación y posterior transporte a la plaza de mercado, las cabezas no cambian su estado; así como las reciben, son llevadas hasta la plaza y puestas en sus vitrinas, completas, encaramadas una encima de otra, esperando que llegue alguien, y como dicen “pasarla a mejor vida”. Una de estas cabezas tenía como destino final que se desapareciera en nuestras bocas, y desde el momento de verla servida en la bandeja, el olor a consomé que brota, hace mandarle la mano a la cabeza, y aunque llevan cubiertos, “esta toca comerla con la mano”. Cuenta Carmenza, para después tener el placer de saborearse los dedos con el guiso que se impregna en ellos. De la cabeza de cordero, se ve a simple vista la lengua, los ojos, hasta los dientes, todo, o bueno, lo único que le sacan son los sesos. Pareciera ser un plato para tumbar

Plaza de mercado - Duitama.

[Camilo Puentes - Harold Caicedo]

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Venta de comida - Santa Rosa de Viterbo.

calzas, es decir, muy duro, pero no es así, por el contrario, es muy blanda la carne, además que viene en la bandeja revuelta con las papas y la yuca, y por ello hace que quede como una picada. Cuando un cliente llega a degustar el ¨divino rostro¨, Martha Moreno, quien es otra de las vendedoras, le ofrece como degustación una de las patas de cordero. “Para que se siente y me dé tiempo de arreglarle el plato con la cabeza”. Estas patas son compradas junto con el rostro, y tienen el mismo proceso de preparación. “Más allá del sabor de la cabeza, que es rico, la atención es lo que más me agrada de acá. Vengo cada mes por cuestiones de trabajo, y siempre paro donde doña Martha, quizá las otras cabezas sepan igual, pero ella ya sabe cómo me gusta, por eso esta es parada obligada para mí”, cuenta Juan Carlos Vivas, habitante de Duitama. Como todas las cabezas no tienen el mismo tamaño, su precio tampoco es igual. “Las más pequeñas, tienen un valor de $8.000, y las más grandes cuestan entre $11.000 y $12.000. Cada cabeza alcanza para 4 personas, aunque no falta el que se come [Camilo Puentes - Harold Caicedo]

una cabeza completa, pero eso es de vez en cuando, o se la comen por parejas”, comenta Carmenza Díaz. Doña Carmenza, además de las cabezas y las patas, vende gallina y rellenas de pescuezo, que también son muy pedidas en la plaza y que ella con orgullo anuncia: “Aquí vecino, aquí le vendo la gallina”. Estas gallinas son ubicadas en la misma vitrina de las cabezas de cordero, pero la gallina se vende en muchos lugares, por lo tanto, no es la especialidad de la casa, y tampoco, la más consumida, pues por diez cabezas, se venden en promedio 4 gallinas. A pesar de ser un plato típico y muy pedido, hay quienes han dejado de consumirlo, debido a su alto grado de colesterol, que ha hecho que las ventas disminuyan, aun así, mucha gente, como si fuera un peregrinaje, acude a la plaza a comer cabeza, ya que como afirma un cliente. “Barriga llena, colesterol contento”. Cuando en la ciudad se realizan las tradicionales ferias y fiestas, estas vendedoras de rostros se trasladan de la plaza de mercado a la plaza central a vender a todo aquel turista, que no puede irse sin probar la cabeza de cordero. No obstante, no es el único desplazamiento que realizan, ya que Boyacá, por ser un departamento muy católico, realiza romerías en la mayoría de sus pueblos; es así, como ellas se dirigen a Tobasía, Floresta y Busbanzá con la intención de seguir difundiendo el consumo de este producto, y como es de esperarse, a donde llevan este plato es recibido con una inmensa acogida por

Barriga llena, colesterol contento


bastante personal, lo único es que su precio sube, pero solo lo suficiente por los costos del desplazamiento. Martha Moreno, además de tener su punto en la plaza de Santa Rosa de Viterbo, los viernes y sábados, se dirige a Duitama, también en la plaza de mercado, donde tiene su puesto y allí ya la conocen y le compran. “Son casi siempre los mismos, mejor dicho yo acá ya tengo mi clientela fija, son muchos los comerciantes y gente que viene a mercar, y luego, viene a comer”. Es asombroso cómo tiene acogida en Duitama este plato, pues al lado de Doña Martha, están ubicados varios puestos que se dedican a la venta de “fritanga”, pero tal vez por lo exótica que es la cabeza, es consumida en mayor medida. Hay personas que no comparten el gusto de cientos que consumen la cabeza de cordero con cierta constancia, pues el solo hecho de verla, les produce fastidio y desagrado, y no son capaces de consumirla. Otros por salud prefieren no comerla. En otros casos, el desaseo es una de las excusas que la gente pone para no comer la cabeza de cordero. “Pues en realidad prefiero no hacerlo, la verdad sí las veo, pero no me provoca, sí sé que son de acá de Santa Rosa, pero, pues no está entre mis gustos”, menciona Arely habitante de Santa Rosa de Viterbo. Así es como queda evidenciado que aunque es un plato tan exótico y delicioso, no es del gusto de todos.

Teniendo todos estos testimonios, se nos hizo imposible irnos sin probar la cabeza de cordero, y no fue difícil, pues doña Carmenza Díaz, nos ofreció muy amablemente una prueba de esta, fue así como pudimos comprobar que a pesar de ser una comida muy condimentada, tiene un sabor particular, indescriptible, que la hace sencillamente deliciosa. Por ser la plaza de mercado, un sitio privado, es decir, propiedad del municipio, las trabajadoras tienen que pagar un arriendo o derecho de venta, que a pesar de no tener un costo tan elevado, ellas han hecho caso omiso desde algún tiempo, pues aseguran que la plata que pagan no es utilizada para beneficio y mejoras de la plaza. Miryam Poveda, tesorera de la ciudad de Santa Rosa de Viterbo contó. “Sí, es cierto que por reglamentación tienen que pagar un porcentaje con respecto al salario mínimo, es decir $8.200 por día, y no han pagado en los últimos cuatro meses, pero es que tampoco se les ha dado garantías en el puesto de trabajo, entonces, en mi opinión, las entiendo”. Descubrir que la gastronomía boyacense, no son solo los productos más conocidos como el cocido boyacense, almojábanas y fritanga, sino que se cuenta con más opciones para deleitar el paladar, hace que este trabajo nos haya sido muy gratificante, pues no solo se conoce una rutina, también mucha cultura. Todos tenemos diferentes gustos en la comida pero solo hay algo claro: “Toda comida es rica y saludable, cuando está preparada con amor puro”. uno

Barriga llena, colesterol contento

[Camilo Puentes - Harold Caicedo]

Camilo Puentes - Harold Caicedo

De la mano de Martha Moreno, Carmenza Díaz, y Ana Chinome, pudimos conocer e indagar sobre algo exquisito de la gastronomía boyacense. Analizar y comprender que no se puede cocinar bien, si en ello no se le pone el corazón, y sí que ellas saben bien de esto, por eso lo llevan a la práctica en el momento de preparar la cabeza de cordero, plato del cual contábamos con una percepción, que se desdibujó al momento de llegar a Santa Rosa, mirar cómo estas cabezas estaban ahí, completas, en vitrinas, nos causó amplia curiosidad, pero al acércanos, otro aspecto nos impactó más, el olor que expendían nos hizo llegar y provocarnos de pedir una de ellas, y sí que tiene un sabor bastante particular, fue ahí cuando entendimos por qué tanta gente llega a este lugar, la atención, la amabilidad con la que ellas reciben a todo aquel que se acerca a sus vitrinas, motivan a degustar este plato, tan autóctono de los boyacenses, “el divino rostro”.

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Cuchuco sin espinazo no es cuchuco Cuchuco sin espinazo, no es cuchuco habla de la historia de este plato ligada a la evolución de la familia Robles. Cuenta cómo han cambiado las costumbres y tradiciones del campo a la ciudad; cómo a medida que pasa el tiempo una sopa deja de hacerse artesanalmente; y cómo se convierte en un producto más del mercado. Este relato se sumerge en las anécdotas de algunos familiares que intentan no dejar de lado sus raíces campesinas, porque heredan las recetas a sus descendientes. Y quienes además aprovechan cualquier tiempo para reunirse, conversar un rato, soltar una que otra carcajada y llenar la barriga.

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Por: Ángela Sora Robles

A las doce del día ya se puede sentir un fuerte aroma que acaricia la nariz. Los condimentos, las verduras y el trigo molido se mezclan en un solo olor. El del cuchuco. La olla burbujea y Luz Marina Robles se da cuenta que la sopa está lista, entonces la revuelve con un cucharón de palo para luego servirla. Los familiares ya empiezan a llegar al acogedor hogar para degustar su almuerzo. El cuchuco duró dos horas preparándose “porque para que quede bueno hay que dedicarle unas dos o tres horas”. Luz Marina hizo una lista de lo que debía comprar como si estuviera dando la receta: “dos libras de espinazo de cerdo; media libra de fríjol verde desgranado; media de haba verde; media libra de arveja verde también; una zanahoria, espinaca y toca traer las papas criollas y de año. Por ahí un cuartico de libra de cuchuco y un diente de ajo”. Revisó la despensa y dijo: “lo único que hay es sal”. Con los ingredientes ya en la cocina la mujer pone una olla de agua a calentar. “Años atrás el cuchuco se molía en la casa pero ahora lo venden ya molido”, cuenta Luz. Sin embargo, el procedimiento antes de ponerlo a cocinar es el mismo. “Primero se lava el trigo bien lavado, hay gente que lo pasa por agua caliente. Después con un colador se le saca la cascarita. Se pasa de una vasija a otra, de una vasija a otra. Y ese cascajito que va quedando en el colador, se bota”. Con el agua ya lista la mujer pacientemente agregó el cuchuco de trigo hasta que no quedó nada en la tasa, lo revolvió muy bien y después le añadió los granos: el haba, la arveja; los tallos, la espinaca, la zanahoria tal como lo hicieron los indígenas nativos, quienes le agregaron al cuchuco las verduras o mejor dicho “el recado”, cuando los españoles trajeron el trigo a Boyacá. Después, cuando el agua ya está hirviendo se echa la carne, puede ser de res o

[Ángela Sora Robles]

de cerdo pero “el cuchuco es más rico si lleva marrano”. La olla se revuelve periódicamente para que el cuchuco no se asiente en el fondo de la olla pero hoy en día el cucharon es muy pequeño. “La papa criolla y la de año se echan ya casi a lo último”. Unos minutos después se revisa si queda aguado “mire uno lo levanta y si no está espesito yo le echo una poquita de harina. La desato en agua y la echo apenas haga ebrita y así en menos de nada empieza a espesar, ahora es cuestión de esperar a que el cuchuco se cocine, se le echa la sal y cuando ya va estando se prueba que esté bien”, dice la señora mientras sopla la olla que se va a rebosar. “A eso de las doce la sopa ya va a estar”. Las primeras en aceptar la invitación son Yeny y Ángela Sora, hijas de Luz Marina, las llaman “las hermanas nucita” porque son idénticas en sus rasgos, solo que una es rubia y la otra morena.

Cuchuco sin espinazo no es cuchucho


Ya listos los platos, llega Mery Robles seguida de Rosaura Robles, las hermanas mayores de Luz Marina, quienes también son expertas en el tema de las sopas tradicionales. Después de un fuerte apretón de manos, Alejandro, hermano de Yeny y Ángela, se sienta en la silla, acompañado de su novia Vanessa, y todos se preparan porque saben que comerán dos tazas del apetitoso plato. Siendo las doce y media y una vez el cuchuco ha reposado, los invitados se reúnen alrededor de un comedor moderno a la espera de los dos platos humeantes que se acercan a la mesa. En uno la sopa y en otro el espinazo. Tin lun, suena una vez más. Detrás de la puerta se asoma el abdomen abultado de ocho meses de Sandra, sobrina de Luz Marina y dos niños traviesos, Sofía y Camilo, quienes preguntan a Germán dónde están. “Llegaron en buen momento porque nadie ha empezado” y una vez se ha servido la mesa lo siguiente es “adelantar cartilla”. De pálido a sonrojado cambia la expresión de Alejandro y “es que comerse el cuchuco con estos fríos de Tunja cambia hasta el genio”. Mery, Rosaurita y Luz Marina amenizan la conversación con sus remembranzas sobre el platillo: “Yo me acuerdo de esos olladonones de cuchuco que mi mamita preparaba”. En una finca ubicada en Bosigas Centro, vereda del municipio de Sotaquirá, vivían Alejandro Robles y María Victoria Mateus. Tenían once hijos, pero “Gracias a Dios la comida nunca faltaba” porque se encargaban de sembrar frutas y verduras en huertas extensas. Algunas de estas estaban Cuchuco sin espinazo no es cuchucho

alrededor de la casa, pero otras parcelas de tierra quedaban tan lejos que para llegar se gastaban hasta cuarenta minutos a pie. Las huertas producían los principales ingredientes para un buen cuchuco: trigo, cebada o maíz, fríjoles, habas, arvejas y hasta papas. Casi todos se cosechaba una vez al año y luego de recolectados se dividían: una parte para la venta, una parte para el consumo de la casa y otra parte se dejaba secar para tenerla de reserva. Los cultivos nunca estaban en el mismo lugar, porque se rotaban anualmente: “mi papá después de la cosecha cambiaba todo de lugar, porque si no la tierra se volvía viciosa y no daba, e incluso una parte de la tierra se dejaba descansar” agrega Rosaura mientras corta con paciencia el espinazo del cerdo. “El que sabe, sabe” dicen por ahí, y es que para cultivar incluso se tiene una fecha exacta: “los antiguos sí sabían cómo eran las [Ángela Sora Robles]

Vereda Bosigas Centro - Sotaquirá.

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cosas. La quincena propicia para sembrar y que se dé es del 15 al 30 de marzo”. Entonces solo tenían que comprar la carne. Mericita, como le dicen de cariño sus hermanas, recuerda: “se la comprábamos a Don Alberto Sánchez, el que ahora es el suegro de mi hermana Victoria. Como él era matarife, le llevaba a mi papito Alejandro una carga de carne semanal”. Pero diez o quince libras a veces no eran suficientes ya que más de 18 personas comían allí, incluyendo los obreros. “Mi mamita le echaba al cuchuco unas lonjas de carne tan grandes que Germán cuando era pequeño vivía aterrado. Germán “paladeando” a Camilo asienta con la cabeza y se ríe. Para los años setenta era común tener muchos jornaleros, quienes ayudaban a mantener la tierra húmeda, a talar los árboles o a fumigar los cultivos. Entonces como una parte de su pago, los obreros recibían también alimentos. “Antiguamente se les llevaban tres comidas: el puntal, que eran las onces, el almuerzo y la cena”, agrega Mery mientras se acerca al comedor, porque ella siempre se sirve la última. La jornada empezaba muy temprano. Desde antes del amanecer, hombres y mujeres echaban a un lado las cobijas y se reunían en el patio de la enorme casa para dividirse las tareas. “Las mujeres en la cocina y los hombres recogiendo fruta y ordeñando” comenta Luz Marina mientras la cuchara de sopa que levanta se enfría. Las mujeres que preparaban el desayuno, apenas terminaban cocinaban el puntal, “un almuerzo pequeño [Ángela Sora Robles]

a las 10” interrumpe Alejandro para explicar. Luego otras preparaban el almuerzo y finalmente la comida. Alguien recolectaba los ingredientes; uno o varios hombres recogían la leña para la estufa; una mujer más, molía el trigo y varias se encargaban de las ollas “aunque eso, a veces con todo lo que había por hacer, le tocaba a una sola”. “Tía” levanta la voz Ángela. “¿Y, cómo hacían para moler?”. Mery, a sus sesenta y ocho años recuerda: “Cuando yo era jovencita casi siempre me tocaba a mí moler y para esa época era más difícil, tocaba con una piedra” a lo que la joven responde: “¿Cómo la que tiene mi tía Nelly? Es que yo hace poco fui y me mostraron una de esas piedras”. Ángela llevaba cuatro años sin visitar a su familia en Bosigas. “El aroma al campo es inigualable. La ciruela, el durazno, la tierra, los árboles y hasta el estiércol me revolvieron el estómago” exclama la joven y de contar con tanto entusiasmo se mancha la camisa con cuchuco. La carretera pavimentada y tal vez la falta de costumbre hizo que el camino fuera más corto que antes. Al lado de la escuela de la vereda, el camino enmarcado por arbustos, abre paso a una casa mas bien moderna donde viven Pablo Sánchez y Nelly Mateus. “Justo yo que llego y me encuentro con una olla de cuchuco cocinándose” agrega Ángela. Don Pablo con un sombrero blanco que protege su rostro del sol, busca la mano de moler, como es llamada en Colombia una piedra pequeña con la que se trituran los granos, y manda a su nieto y al joven que acompaña a Ángela, a traer la piedra grande,

Cuchuco sin espinazo no es cuchucho


llamada batán en Bolivia y Perú, de la huerta. Basta ver los gestos que hacen y sus rostros poniéndose rojos para saber que la roca es muy pesada, a pesar de que mide 40 cm. de ancho y 60 cm. de diámetro. Nelly Mateus con mucha cautela se agacha, sostiene la mano de moler, la mece de arriba abajo mientras raspa el batán y con la fuerza que aplica se marcan las pronunciadas líneas que reposan en sus manos. Mientras tanto recuerda: “al machacar el trigo ese va soltando la cascarita, y la piedra lo tritura hasta que sale un polvito, eso se repite hasta que queda un polvito más fino y después se pone en una vasija de barro con agua. El hunche, esa cascarita que sale, sube a la superficie y el cuchuco queda en la parte de abajo. Luego con un cedazo se separan el uno del otro y para sacar la harina, solo es moler otra vez”. Acabando su plato de sopa y acercando la carne, que siempre ha preferido dejar para el final, Ángela añade: “No tenían el trigo para demostrar cómo funcionaba, pero no hay que intentar moler para saber que es difícil”. “¿Y qué más le dijeron donde mi tía Nelly?” pregunta Luz Marina, pasando al mismo tiempo el cuchillo para desmenuzar la carne. Nelly, tía de Mery, Rosaurita y Luz Marina, con sus 78 años no olvida cómo su mamá le enseñó a cocinar, por eso aunque tiene dos estufas grandes a gas, prepara la sopa en su estufa de leña. Ordena el carbón dentro de la estufa con la varilla, luego con la misma barra de hierro, pone en su sitio las acaloradas boquillas sobre las que reposa la olla. “Mi tía Cuchuco sin espinazo no es cuchucho

cuida mucho sus ollas ¿no?” dice Rosaura. Y es que la señora Nelly no deja que las ollas se tiznen con el fuego, sus ollas son grises, del “color que deben ser”. Ella también revuelve el cuchuco “es que si no se pega” pero usa un cucharón muy grande, de los que usaban antes. Al saborear el cuchuco se sienten los pequeños granos de trigo en la lengua. Cada ingrediente le agrega su esencia, medio acido, medio salado. Ni qué decir de la carne. Nada se compara con el cerdo bañado en su propio sabor, la sustancia que le agrega al platillo es indescriptible, es sublime, es tan de la tierra que no hay algo con lo que se pueda comparar. Nelly Robles, sentada esperando a que su almuerzo se cocine agrega: “El sabor del cuchuco cocinado en leña es muy diferente, tiene un no sé qué”. Y esa es la razón principal para que a pesar de los problemas respiratorios que acarrea el humo de la madera en la comida, ella no deje su costumbre de cocinar con leña.

Cuchuco de trigo cocinado en estufa de carbón.

[Ángela Sora Robles]

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Porción de espinazo.

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“Me tomé el cuchucho y debo aceptar que ese estaba más rico que este, como más espesito. Después me dieron ciruelas y me devolví para Tunja” agrega Ángela. “¡A propósito, les mandaron saludos!”. Repitiendo platado de cuchuco y después de hablar de la vida de los familiares lejanos, Luz Marina vuelve a recordar; “uno se gastaba mucho tiempo en la cocina”. La cocción del cuchuco duraba más de tres horas, puesto que la olla era bastante grande, tanto que “a veces nos tocaba coger una silla para rebullir la sopa” dice Rosaura a lo que Luz responde “jum, por lo grandes nosotras” al escucharla todos sueltan una carcajada al unísono y es que el par de mujeres apenas si alcanzan el metro con cincuenta y cinco. “Primero se prendía la estufa, se prendían los trozos de madera con un papelito y con la tapa de una olla, un cartón o lo que estuviera más cerca y ¡sople para que no se apagara!”. Todo se ponía en la olla y era cuestión de esperar.

[Ángela Sora Robles]

La rutina era muy parecida todos los días, una vez que el cuchuco estaba listo “si era el mismo lugar donde se preparaba uno servía ahí, pero si la gente estaba lejos a uno le tocaba caminar hasta allá”. Servían el cuchuco en las mismas cantinas de la leche, “las de 14 litros”, y entonces la señora Victoria mandaba a uno de sus hijos a llevar el almuerzo en El Helicóptero. Sí, El helicóptero, “orondo y despacito” bajaba por las carreteras destapadas el fuerte burro de la familia. Todos lo recuerdan con mucho cariño porque les facilitaba el “mandado”. Debido a la transformación de la vida el burrito se cambió por la moto y el carro, lo que ayer era una finca fructífera y fértil, hoy son potreros para que coma el ganado y quienes vivían en las zonas rurales ahora residen en las ciudades. Los hijos de Victoria y Alejandro actualmente viven en Tunja, Bogotá y Duitama y no hacen gran esfuerzo para que la tradición de comer cuchuco se mantenga viva porque como dice Mery “ya ni se sabe preparar un huevo, mucho menos los envueltos, los empedrados y qué se diga del cuchuco”. “Sí, que pecadito, uno abandona esas comidas que son tan ricas, sino que son de tiempo. Eso ahora lo que uno prepara es en una hora y luego corra a seguir trabajando” dice Rosaura quien aún tiene su casa en “el campo”, “yo los entiendo si a uno no le queda tiempo ¿cómo no serán ustedes?”, exhala Rosaura. Todos callados como si los estuvieran regañando, siguen ingiriendo el “cuchuquito” hasta que la voz gruesa de Germán se escucha:

Cuchuco sin espinazo no es cuchucho


“Uy si es que los cuchucos que hacía mi abuelita Toyita no se los he visto hacer a nadie nunca”. Y Yeny quien no había hablado en toda la reunión, recuerda que desde que era muy pequeña corría a la oscura cocina de la señora Victoria y con un plato en la mano le decía: “Abueita Toyitaa mi deme cuchuco con cane” y adiciona “Pero miren que allí abajo en el Portal Muisca preparan un cuchuco que sabe muy parecido al de mi abuelita, y como nosotros ya no preparamos, pues una vez a la semana yo me voy para allá a comer mi cuchuco”. El Portal Muisca es un concurrido asadero de pollos, ubicado en el barrio Santa Rita, en Tunja, donde preparan el cuchuco cuatro veces por semana: de jueves a domingo, a veces los lunes festivos. “El cuchuco aquí se prepara desde las nueve de la mañana. Yo todavía guardo la receta original, la que me enseñó mi mamá y ya llevamos siete años vendiendo el cuchuco” cuenta Alcira Huertas, propietaria del restaurante. Yeny va cada domingo a comer cuchuco y es el día en el que se pueden encontrar más familias reunidas en el Portal y muchos coinciden en decir: “en el Portal Muisca el cuchuco sabe bueno, por eso venimos acá”. Mery alzando su última cucharada agrega: “Lo que hago ahora de cuchuco es muy mínimo. Lo preparo en unas ollas pequeñas y eso una medio olladita. Por ahí a veces Camilo es el que come porque a los otros chinos ni les provoca”. Sandra estaba triste y aunque no quería comer, fue la primera en terminar. Cuchuco sin espinazo no es cuchucho

Vanessa solo se tomó un plato y no comió carne porque es vegetariana. Los niños entre sus juegos comieron algo y las señoras entre charla y charla se bebieron dos “platados”. Las ollas quedaron vacías y en los platos solo sobresalen los huesos. Lo que queda es lavar la losa o “los tiestos”, como les dice doña Luz, quien mientras los acerca al lavaplatos entona un poco desafinada: “Comimos, bebimos y a los gatos no les dimos”. El cuchuco al igual que la mazamorra, la sopa de ruyas y los índios hacen parte de la gastronomía típica de Boyacá. Aunque las nuevas generaciones poco a poco los han reemplazado por comidas más “globalizadas”, ya no les toman ni el olor. Pero en algunas pocas familias se siguen sirviendo para hacer memoria y comer cosa buena. Los restaurantes también aprovechan esta delicia para ofrecerla como exótica, cada uno tiene su clientela, su sabor y su toque secreto, pero en últimas como dicem muchos boyacenses de pura cepa, “pa´mazomorras y cuchucos no hay como los de mi mama”. dos

[Ángela Sora Robles]

Ángela Sora Robles

A veces busco las historias en lugares lejanos, creyendo que son mejores, que tienen más suspenso o que son más difíciles de hacer. Me he arriesgado a preguntar sobre temas que no conozco a personas que incluso mienten o inventan demás, pero escribir una historia desde mi familia fue una casualidad que hoy agradezco. El cuchuco no es de mis platos favoritos, pero sí el de mis primos y hermanos, por esa razón asumí el reto de escribir sobre un plato que ha permanecido durante muchos años en el seno familiar de los Robles. Cuchuco sin espinazo no es cuchuco, significó encontrarme con tíos y primos que no veía desde hace mucho tiempo y hacer lo que nunca se había hecho: escuchar las historias que jamás se habían contado sobre este plato. Implicó cerrar los ojos con el fin de imaginarse en blanco y negro las rutinas del campo, ver las huertas que existieron no mucho tiempo atrás, para ver cómo molían con dos piedras, para sentir que al ritmo del cuchuco trabajaban más de 12 jornaleros. Y luego… escribirlas para que hoy sean contadas.

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La chicha, la vida y la dicha

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En busca de la chicha, la bebida ritual, tradicional y maldita, hoy por hoy, usada como embriagante. Viajé a la vereda de Runta y al pueblo de Cómbita, donde me encontré con diversidad de personas. En la vereda de Runta conocí a dos señoras que viven de la preparación de la chicha; Doña Esperanza y Doña Rosita. Cada una tiene algo particular en su manera de preparar la tradicional bebida; con ellas fue indicado iniciar el recorrido de fermentos y sabores. En Cómbita encontré la chichería de Doña Beninga; allí se vende por montones y es muy reconocida en el pueblo. Unos kilómetros bajando del pueblo se encuentra un restaurante único y que marca la diferencia en todo sentido. Saboreen y huelan cada párrafo como si fuera la mismita CHICHA, DICHA Y… ¡SALUD!

Por: Laura Tatiana Rojas Sánchez.

Tomar chicha es divertirse, es fermentarse, es enfuertarce, es adormecerse, es llegar a la tierra, es encontrarse con amigos y enemigos, es alimentarse. Tomar chicha es salirse de sí, y encontrarse con el otro yo. La chicha permite hablar, la chicha da el don de la palabra. ¡Hablemos enchichados! El lugar es conocido como Runta, una vereda que recibe a tunjanos, extranjeros y curiosos que llegan a probar las típicas recetas que han pasado a través del tiempo. No necesitan de publicidad, se sabe que los días jueves y domingos son para degustar el cuchuco con espinazo, la fritanga y eso sí, bajarla con un vaso o con una botella de chicha. La vereda ubicada en la parte centrooriental de la ciudad de Tunja, es un “camino” comercial en donde se come buena fritanga, y para los que no sepan, allí también se bebe guarapo y chicha fría. Doña Esperanza, una mujer de contextura gruesa, estatura media, cabello recogido y pecas muy delicadas en sus pómulos, es la indicada para iniciar este recorrido de fermentos y sabores tradicionales. El viento hace que la puerta de la casa de Doña Esperanza chirreé, haciendo un ruido como cuando el metal está oxidado y necesita algo de aceite para que deje ese sonido incómodo. Al abrir esta puerta se percibe un fuerte olor: la chicha, aroma que para muchos es agradable, pero para otros será todo lo contrario. “Sigan, claro que sí. ¡A la orden! ¡Disculpen que mi cocinita es chiquitica! Primero toca cocinar, si es de maíz primero toca tostar el maíz, después toca molerlo y molerlo y cernirlo. Sacarle la harina – nada [Laura Tatiana Rojas Sánchez]

más- y ponerlo a cocinar con panela o miel y luego en un recipiente en el que se va a echar, dejarlo ‘apichar’ y a diario echarle una panela y agua hervida. En este momento una ya le va tomando el sabor. Todo esto durante 20 días. Para darnos cuenta que la fermentación ya llegó a su punto, podemos ver en la parte superior del barril burbujas esponjosas, transparentes, el color depende del ingrediente con el que se está preparando. En este caso, que la chicha es de maíz, tiene un híbrido de café y naranja casi gelatinoso”, añade Doña Esperanza mientras tuesta el maíz en su estufa de carbón, la cual produce más calor que el fuego de la madera y que se veía pequeña porque se encontraban cinco barriles llenos de pura chicha. Huele agrio, ácido y amargo, pero a la vez huele a dulce, a panela, a miel y a melasa. Pese a lo barato que es, Doña Esperanza asegura “Es que la situación está ‘muy berrionda’, uno no consigue trabajo y uno no sabe qué hacer, entonces… por acá de este lado (la plaza La chicha, la vida y la dicha


de mercado del sur) pues ellos como son coteros, gente que trabaja en la plaza, ellos tienen que ahorrar la platica, vienen se toman un vasadito y con eso tienen para irse a trabajar y aparte es barata, el vasado a 500 y la botella a 1500”. Añade. “Aquí arriba hay una chichería, pero eso la traen de por allí de Duitama, por allá si se ve mucho desaseo. Se llama ‘la lonchería’. Yo acá lo único que le echo de raro es la pata de res que eso le da más fuerza y más fermento. Se la echo cuando la pongo a cocinar y luego le echo la miel”. No es posible saber sin haberlo preguntando qué más había detrás de esto. Don Antonio, un habitante de la vereda, quien se encontraba tomando unas cervezas, repite “¡Quién sabe qué guardarán dentro de estos lugares! (…) Han encontrado cosas raras .… de todo”. Entra la curiosidad por observar cada parte de la casa en busca del origen de tan fuerte olor y solo se escuchaba el televisor que no dejaba de sonar. Se rompe el silencio y llegan esas palabras tan inesperadas “¡Ah! y si quieren tomarse un vasadito yo con mucho gusto se los ofrezco, a ver cómo les parece”. Fue un suspiro, dos suspiros, tres… así sucesivamente y como dicen por ahí “Pa´ arriba, pa´ abajo, pal centro y pa adentro”. El olor se impregnó en las fosas nasales, el sabor agrio quedó en las papilas gustativas y solo me dije ¡Sálvese quien pueda! Fue un vasito como llaman allá, pero literalmente pareciera que hubiese sido más de una botella; escuchaba todo en eco, el cerebro así: tun… tun…tun y qué decir de nuestro aliento. La chicha, la vida y la dicha

A un lado de la cocina se observa un barril grande. La pared de ladrillos, un poco negra por el carbón procedente de la estufa, en donde se encuentra el hunche (los desechos). “Miren, esto es asiento y esto no se puede vender, toca botarla porque esto puede reventar a una persona, la voto y vuelvo a lavar la caneca esto pasa porque ya tiene tres meses de fermento”. La gentileza, la amabilidad salen a flote desde el momento que nos dejó pasar a su lugar de vivienda, respondiendo a cada inquietud, a cada pregunta que salía de mis labios y muy entusiasmada, Doña Esperanza pide a cada instante una foto, diciendo “¿Quién quita que me vuela famosa?” Ella era la modelo, la protagonista, posaba riendo a carcajadas colaborando sin ningún problema. Era de esperarse, quería permanecer más tiempo allí, pero la ruta continuaba, había más lugares. Con un vaso lleno de habas tostadas y una sonrisa que dice más que mil palabras se despide Doña Esperanza “¡La espero, pa´ tomarse otro vaso de chicha!” [Laura Tatiana Rojas Sánchez]

Chichería. Vereda Runta - Tunja.

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de chicha… ¡Pero qué vaso! “No se vaya a emborrachar y por ahí llegue a la casa a matar al marido. Esta china que está grabando se parece a Tulia la hija de Don Pedro de aquí abajo, igual de alta y morena”, comenta el hijo de doña Rosa entre risas. ¨Cuando la chicha se acaba da tanta pena, como la mujer cuando es ajena¨.

“En una tienda de triste aspecto, una cajera, que es toda dicha, a todos brinda con gran anhelo doradas copas… de fuerte chicha”. Anonimo 16 2 3 4 5 6 7 8 9

Moliendo los granos maíz.

Algunos metros más arriba, llama la atención un letrero de color rojo con blanco que dice “Asadero de carnes y tienda donde Rosita”. Doña Rosa, una señora de edad, con cabello canoso, ojos claros y arrugas que esconden mil experiencias y toda una vida, comenta. “Yo llego y pongo la ollada de agua y a la hora que hierva el agua, le echo la harina de siete granos. Dura de 12 a 15 días fermentando y de ahí le echo la miel o panela; se puede hacer de arracacha, de ciruela, de todo lo que esté en cosecha.” Gente bebiendo cerveza y otros tomando chicha, la familia de doña Rosa se unía a la conversación “Este es guarapo ¡pruébelo! es más dulce, en cambio la chicha sí es bien fuerte y acá tenemos ya nuestra clientela, pa´ la cerveza, pa´, los paquetes de papas, pa la chicha”, añade la nuera de Doña Rosa. En este lugar me ofrecen otro vaso [Laura Tatiana Rojas Sánchez]

El municipio de Cómbita, es llamado “Fuerza de la cumbre” por su origen Chibcha. Su nombre nace porque a los indios que habitaban el caserío se les llamaba los ‘Cómbita’. Sin duda uno de los productos agrícolas más importantes de allí es el maíz. ¨El grano de oro de los indígenas, en el que se basaba la mayor parte de su gastronomía, era el maíz. Este constituía un alimento nutritivo fácil de cultivar en diversos climas y que podía ser almacenado por largas temporadas. Con él se preparaban tamales, arepas, sopas y chicha¨. Tomado del libro Colombia es turismo. La señora Benigna Sarmiento, con sus ojos color verde, su cachucha de color rojo y su delantal azul que le combinaba con su sudadera, hace la conversación: “¿Usted vienen a tomar chicha y ahí sí se va a votar?” Ella creía que yo era de Cómbita, que venía a beber chicha e ir a cumplir con el derecho al voto, ya que ese día se estaban realizando las elecciones para presidente. “Yo sí me eché mi vasadito de chicha y me fui a votar con mi marido esta mañana, eso a uno se le calienta el cerebro y sabe a quién votarle.”

La chicha, la vida y la dicha


La rockola, el sonido de las mechas de la cancha de tejo y el aroma a chicha hace que se entable una buena conversación entre vendedora y consumidores. Las cocinas de carbón me persiguen, se escucha el ronroneo del gato recién nacido. “A mí nadie me enseñó a prepararla, eso toca sacar de su misma cabeza y hacerle; es como hacer una sopa, yo la hago de maíz, muelo el maíz lo echo a la olla y dejo que cocine. Eso sí yo le echo miel cada cinco días y la dejo fermentar 20 días y ahí sí la vendo. Hasta que se me acabe el barril vuelvo y hago”. Increíble, pero desde que entramos a la casa de doña Benigna empezaron a llegar los bebedores; eso sí los novatos y los que llevan tiempo en el oficio. “Regáleme un vasito para acá y dos botellas para llevar… Vea pues, la niña también toma chicha, hágale que esa le da fuerzas pa´ tomar las fotos”, decían los asistentes. “Mis papás me enseñaron a tomar chicha desde los 15 años, a mí me sabe bien buena y uno se acostumbra al sabor”, comenta Humberto Tipasoca, trabajador en construcción, consumidor de chicha y habitante de Cómbita. ¨Buenas… buenas Don Víctor¨, lo saluda un señor desde la puerta; Don Víctor le pregunta: ¿Usted toma chicha? Y él responde: ¨y entonces, yo no vine a mirarlo...¨ Doña Benigna, un vaso hágame el favorcito pide el señor que trae puesta ruana y un sombrero.” Una mecha, dos mechas y solo gritan; ¡Meeecha hijue… sirvan chicha! “Yo esta La chicha, la vida y la dicha

mañana me templé tres pollos, entonces la chicha me coge bien suave, es que yo recuerdo y este era el tetero que me daban mis papás, uno chillaba y lo callaban con tetero de chicha”. Me mira y dice “Por el nombre de Clara que ojalá gane”, (candidata por el Polo Democrático a la presidencia) hace el brindis e ingiere el vaso completo. Son los ademanes de don Víctor Fidel Ramos quien parece hablar al tiempo de costumbres y de elecciones. La visita fue el día de elecciones presidenciales y qué creen… era ley seca, pero allí no se sabía ni siquiera qué era eso. Unos habían votado, como dicen, ‘sobrios’. Otros votaron y llegaron a tomarse un vaso de chicha o por qué no hasta la botella. El ambiente era festivo. Risas y foto pa´ allí y pa´ allá. Doña Benigna dio las gracias por la visita y de regalo me dió una botella del ‘Santo sorbo’.

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¨La verdadera bebida de campeones; Tome chicha¨.

En Cómbita, un letrero grande y llamativo causa curiosidad “Laurel y tomillo eventos”, en la puerta está parado un señor diciendo “Bienvenidos sigan, en qué les puedo colaborar, acá encuentran el plato típico que deseen.” Sin duda alguna la atención, la amabilidad y la alegría con la que me atendieron no se iban a encontrar en otro lugar que no fuera ahí, y yo estaba aprovechándolo, el día era perfecto. Un sol radiante y el olor de tantas cosas que no se podría describir una por

[Laura Tatiana Rojas Sánchez]

¨El santo sorbo¨.


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Laura Tatiana Rojas Sánchez

Cuando se es curioso, la curiosidad permite que el reportero descubra pistas reveladoras durante el trabajo de campo y así mismo las sepa aprovechar. Como dice en esta profesión “La mejor herramienta de un periodista es la suela de sus zapatos.” Y así sucedió conmigo, cuando hice este viaje alternativo de sensaciones, olores y mucha enzima, marcó una gran parte de mi vida profesional y personal. Estas personas me enseñaron que se puede vivir plenamente y trabajar honradamente haciendo chicha. No necesariamente se le tiene que echar algún químico para que ¨sepa bueno¨ al contrario, aún así cuando la chicha no era de mi gusto valió la pena probarla pues no estaba acostumbrada a beberla y mucho menos en gran cantidad. La felicidad y el placer de la caminada y por supuesto la satisfacción de un buen trabajo ha sido recompensando.

una. Hasta el momento no iba a pedir nada, pero Don Milton, el dueño del restaurante, empezó a traerme distintos platos; maíz tostado, indios sotaquireños, sopa con hueso y empezó a contar dichoso y entusiasmado cosas que aún no se habían preguntado. En el restaurante de Don Milton, él y su personal de trabajo hacen que sea agradable e inverosímil ir a almorzar allá. Las personas de otros pueblos van a Cómbita solo por probar los platos típicos que hacen cada domingo. Don Milton se muestra orgulloso de lo que ha hecho hasta el momento, y de lo que quiere seguir haciendo que es totalmente diferente. Él le da otro color, sabor y olor a la cocina típica. “Estamos en un programa que se llama la salvaguardia de la cocina. Lo que sucede es que sacamos todo lo de la cocina típica, relevo generacional, es decir si se muere el que hacia la sopa hasta ahí llegó, entonces lo que buscamos es volver la costumbre que se ha ido perdiendo… todo va y gira alrededor del maíz, de lo que cultivamos.” Un señor alto, aproximadamente de 35 años de edad, grandes ojos y azules manos robustas y sonrisa esplendorosa, añade. “Yo no había visto un restaurante donde la gente llega y saluda, pagan y se meten a la cocina a despedirse de beso y eso sucede acá en mi restaurante hace nueve meses y eso que solo lo abrimos los fines de semana, gente de varias ciudades y pueblos vienen a probar el plato típico de cada domingo, porque todos los domingos es diferente”. Y bueno, se preguntarán ¿Acá también hacen chicha?... “Yo mismo la preparo, solo [Laura Tatiana Rojas Sánchez]

la hago de los siete granos, la dejo fermentar con levadura, la muelo y se cocina; no le pongo nada de químico. Eso es fermentar, todo tiene fermentación, a mí no me gusta la chicha, me gusta hacerla y ofrecerla, pero no la consumo porque eso pone un poco pedante a la gente.” Lo que hace distinto este lugar de otros es que acá se hace chicha con quinua “La quinua es el grano ancestral más viejo del mundo. Sí la chicha con el maíz queda deliciosa imagínesela con esto”. Es agradable salir, caminar, observar, detallar, dudar, preguntar, ver cómo una puerta se abre y otra se cierra. La única satisfacción y el mayor placer es que a nosotros no nos cuentan, nosotros ¡Lo vivimos!. Es un lujo conocer diferentes personas en distintas situaciones, escucharlas, llevar un pedazo de cada relato dentro de sí y, por supuesto, vivir con el recuerdo. VIDA, CHICHA, DICHA Y…¡SALUD!

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La chicha, la vida y la dicha


Por: Ghisell Lorena Jerez Lagos. “Yo compro génovas únicamente donde Doña Sarita, por la tradición y la manera de producción artesanal, es que esas sí son las propias” Hernando Lineros

Cuando de tradiciones gastronómicas se trata, las génovas de Doña Sarita ocupan un lugar privilegiado junto al balay, el bocadillo y las almojábanas de Doña Posidia en Puente Nacional, Santander. Los cabellos blanquecinos, su mirada melancólica y las manos ya cansadas pero aún activas para trabajar, dibujan en Doña Sara María Hernández una imagen de ternura, respeto y coraje. Ella, dueña de un legado que le dejaron de herencia desde hace varias generaciones, y con 83 años de experiencia, hace de las génovas un plato que cualquier turista y residente quisieran deleitar “Han venido muchos turistas que preguntan cuál es el plato típico de Puente Nacional, y la gente del pueblo como ya sabe, les dicen donde es la casa, acá llegan y quedan encantados, hasta se llevan un montonón para las casas o sino después vuelven y mandan a hacer 80 o 100 génovas para un cumpleaños, como un señor que se viene desde Bucaramanga, a visitar la familia, pero de paso se lleva casi 90 génovas en cada viaje. Claro que algunos piden rebaja, pero eso no se puede porque no ven que son de carne de cerdo seleccionada, toca venderlas a $1.300 y eso que no se le saca mucha ganancia”, como lo argumenta Doña Sara. Diversas historias se entretejen alrededor de esta tradición, mil y un anécdotas surgen desde la voz de los mismos viajeros, que aunque su nombre implique lejanía, las génovas han marcado algún punto en la trayectoria de su vida. “Probarlas ahorita y ver que saben igual, me recuerdan tanto a mi papá, que en paz descanse. Es que yo me acuerdo cuando nosotros vivíamos en Sucre, Santander, mi papá por cuestiones de trabajo, tenía que viajar constantemente a Puente y cuando regresaba siempre nos llevaba génovas, lo veíamos entrar a la casa, y pues claro lo saludábamos, pero él se reía porque siempre mis hermanos y yo le mirábamos las manos a ver si trajo génovas, y qué tristeza cuando a veces no habían o no nos podía llevar”. Una tradición de voz a voz

Pero el éxito de su negocio no nació con él, llegar hasta este punto de reconocimiento le ha costado mil y una amarguras; la manera de conseguir la materia prima no siempre fue tan fácil. Su hija, Celmira Lagos, una mujer quien la ha acompañado desde siempre, es una fiel testigo de los gajes del oficio. “Recuerdo cuando era pequeña que a mi mamá le tocaba ir hasta Jesús María, un pueblo que queda muy lejos de aquí, a traer la carne de cerdo, puesto que la que vendían por acá cerca era de mala calidad. Se iba a las 3 de la mañana y volvía a veces en la noche, o si se quedaba del único carro que pasaba en ese pueblo para recogerla, le tocaba pagar un lugar donde quedarse, esos carros eran unas chivas

[Ghisell Lorena Jerez Lagos]

Una tradición de voz a voz Para hablar de gastronomía autóctona y tradicional es menester escuchar la voz de la experiencia; aquellos que en sus saberes resguardan algo más que una tradición, una verdadera radiografía, que revela en un plato típico, memorias de una herencia, una cultura y hasta la idiosincrasia de una región: Santander. En la voz de Doña Sarita, encontraremos algo más que una receta representativa de Puente Nacional, se encontrará un relato de anécdotas, costumbres, rasgos culturales, y realidades sociales. Este texto refleja la historia que existe detrás del negocio de las génovas, de un producto que lucha por defender la producción artesanal, en medio del comercio invadido por la tecnología y los nuevos avances. Es el reflejo de un legado auténtico, de un antojo gastronómico que muchos han deleitado desde los años 30: Las Génovas.

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Puente Nacional - Santander.

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incómodas, de varillas y cojinería dura, en ese entonces no había carreteras pavimentadas, ¡eso era mucho sufrimiento!”. En un plato esmaltado, Doña Sara mezcla pimienta, sal, un sinnúmero de condimentos y al final, el secreto de su receta: unas cucharaditas de entrega y unas cuantas pizcas de amor; después esparce esa composición en una piedra mediana, lisa, y de superficie plana; con sus dos manos toma otra pequeña de forma larga y triangular, similar a la de un lápiz (tradicionalmente llamada mano) y con un lado achatado hacia abajo, las fricciona fuerte para que el condimento se muela en medio. La voz de Doña Sarita interrumpe y hace corto en la conversación, “A mí me tocaba traer solo pierna y brazo porque el lomo de cerdo era muy caro. Antes la compraba con hueso por que aquí no vendían más; ya después de un tiempo Don Lucio, empezó a vender la carne pulpa y dije ¡verriondo! yo mejor la compro pulpa, todos estos huesos pesan tanto y tocaba pagarlos igual que la carne por ser la misma presa, a veces eran una pandereta de hueso grande y la carne era poquita… ¡Eso era una tarea desenhuesar! Sobre todo cuando compraba 60 o 70 libras; en ese tiempo la libra valía 90 centavos, la ganancia no era mucha, cada génova la dábamos a 10 centavos. Era verraco para cumplir con todas las contratas y poderse sostener con eso”. Lucio Pardo, uno de los carniceros del pueblo, también recuerda aquellas épocas: “Yo la conozco hace más o menos cincuenta años y durante todo ese tiempo yo duré surtiéndole la carne. Eso ella es muy práctica para conocer el tipo de carne, no se deja estafar. Ella sabe [Ghisell Lorena Jerez Lagos]

cuándo un cerdo fue criado con concentrado o con desperdicios de comida. De don Pavas también me acuerdo, aunque a él si le vendían mis hermanos. Pero a ella no solo yo le vendí sino mis hermanos, mi esposa y hasta mis hijos hoy día. Aquí también vienen a preguntar que dónde es la fábrica de génovas y yo les digo: que la mejor fábrica en Puente Nacional es la de doña Sarita”. Experiencias que muestran por sí solas que este negocio además de suplir sus necesidades económicas básicas, por derecho propio le venían enredados sufrimientos, mal genios, sacrificios y hasta anécdotas divertidas. “Como aquí en Puente Nacional no conseguíamos los cerdos, viajábamos a otros pueblos, pero ya cuando empezaron a salir los godos a echar plomo, ¡Virgen Santísima! yo no volví “ni por el chiras”…. Nos tocó optar por criar un cerdo aquí en el patio de la casa, yo me acuerdo cuando mi abuelita compró un marrano gordito y entre las dos lo cuidábamos. Lo sacaba a que comiera pasto y después lo traía al pie de la alberca y lo bañaba, le echaba baldados de agua y él se estaba quieto, hasta se recargaba contra mí para que lo acariñara. A mí me gustaba ir a darle de comer, eso lo amarraban cerca a la quebrada que pasa por aquí, como era todo cariñoso yo me le acercaba a consentirlo, hasta que un día ¡me arrastró el desgraciado marrano! Me enrolló las piernas con el lazo, me dio vueltas y casi me hace caer entre la quebrada, yo empecé a gritar hasta que el esposo de mi abuela, el cucho Pavas, me desenrolló, y después qué risa”.

Una tradición de voz a voz


Ya molido el condimento lo pasa de nuevo al plato, lo ubica en un extremo de la piedra, se lava las manos, pone encima de un lavadero las ollas en donde se hará la cocción de las génovas; mientras en la cocina de leña, Celmira, su hija, muele la carne de cerdo. Hacen cuentas y predicen que la elaboración de las génovas terminará a eso de las 6 o 7 de la noche, justo antes de que el único cliente con el que se mantiene una contrata semanal llegue. Él es Raúl Castellanos, dueño de un billar en Puente Nacional, “yo alcancé a hacer un pedido de génovas a los dueños del negocio de “La Chicharrona”. Pero los clientes del billar no son bobos y me dijeron que pidiera de las propias, porque las otras eran de un sabor diferente y no las compraban. Ahora si no son de estas, las de Doña Sarita y Doña Celmira, no vendo. Yo siempre vengo por 80 o 90 génovas semanales, así sean más caras, pero son más buenas, a ellos les gusta y me las compran”. Celmira, toma unos cuantos trozos de intestinos de cerdo previamente lavados y desinfectados, o tripas, como ella los llama, y empieza a enchorizar la carne ya molida. Mientras lo hace, comenta: “A veces se pone la situación difícil porque en algunos negocios venden otras génovas y compran también algunas acá, el problema es que las camuflan y las venden a igual de precio, sabiendo que no son de la misma calidad, por eso ya no se hacen contratas, de todas maneras la gente ya sabe y se pegan la caminadita, como de 7 cuadras desde el parque y calman el antojo”. Una tradición de voz a voz

A la par de la elaboración de las génovas, y sin más remedio para combatir la escasez, Doña Sara y su abuela incursionaron en muchas otras recetas tan arduas como sabrosas. El bocadillo, las colaciones, los fermentados y por supuesto, las génovas, se convirtieron en el negocio que abriría las puertas a otra etapa de sus vidas. Hoy, cuando ya ha pasado más de ocho décadas de su existencia, Doña Sarita rememora con visos de orgullo en su voz, la labor de su abuela Carlota Ríos, la señora que dio luz a esta fábrica en Puente Nacional, a partir de los años 20. “Cuando yo era chiquita, que tenía como 3 o 4 años y acompañaba a mi abuela Carlota a Guavatá a comerciar en las ferias y fiestas, yo me acuerdo que llevábamos las génovas, los amasijos, la chicha y toda la mercancía bien empacada en canastos, por el camino de herradura nos íbamos a pie hasta allá, detrás del burro que llevaba la carga, llegábamos y a mí me encerraban con otros niños en unas piezas grandes; nos asomábamos por la hendija de la puerta a [Ghisell Lorena Jerez Lagos]

Doña Sarita en la preparación de las Genóvas.

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ver si ya nos iban a sacar porque nos daba miedo, pero así no nos salíamos ni nos podíamos perder, y nos tenían ahí mientras los adultos trabajaban”. Doña Sara revisa los trozos de leña que se queman en el interior de la estufa; con sus manos ásperas y cubiertas de un polvillo de ceniza, agudiza la candela. Descansa, y mientras tanto, dirige su mirada hacia el cielo, como si allí encontrara esa imagen de su abuela que pretende describir, “Yo no sé de dónde aprendería ella, lo cierto es que vendía mucho, y pues como no es que hubiera mucha plata, tocó hacer una tienda aquí en la casa, vender y de todo, eso hacíamos chicha, guarapo, masato fresquito para los obreros de la Normal, chorizos y hasta bocadillo, un día, yo me acuerdo que no pudimos comer nada, un chocolate en todo el día, eso era mucho vender. Aunque ella nunca me enseñó, yo aprendí mirando, a mí no me gusta que venga la gente a preguntar ¿Cómo lo hace? ¿Y qué va a hacer con eso? Y no sé qué, ¡Uy! que rabia que me da.” Justo en el momento que Doña Sara toma una tira de carne enchorizada en la tripa, y con sus manos ya había moldeado y amarrado con un trozo de fique tratado, 15 bolitas, llega Don Richard, un señor pontanalino de avanzada edad, que actualmente reside en Estados Unidos. Pide 40 génovas para llevar, Celmira le responde que aún faltan unas cuantas horas para terminar la elaboración. El señor se despide. Celmira baja las escaleras hasta llegar a la cocina de leña, en la parte inferior de la casa, y Doña Sara, al escuchar la voz de Don Richard comenta: “ellos nos cuentan [Ghisell Lorena Jerez Lagos]

que en el aeropuerto a veces se las quitan, aunque él se da sus mañas, se las reparte en los bolsillos y pocas veces logra pasarlas al otro lado así; y cuando no puede, pues no importa, por lo menos hizo el intento”. Y luego de la explicación. Doña Sara prosigue con el relato: “Después yo me casé, y al año se murió mi abuelita, me tocó ponerme a hacer bocadillo, y ya después se me ocurrió: ¡voy a hacer unas génovas! y hasta donde yo podía ayudaba y trabajábamos en eso mi esposo y yo, hasta que un día una vecina que me vio moliendo la carne regañó a Pedro, y le dijo que cómo se le ocurría permitir que yo hiciera ese trabajo; pero claro, yo ya tenía seis meses de embarazo, estaba esperando a Víctor, mi primer hijo…” En aquellos años Doña Sarita, además de luchar contra los bajos recursos económicos de su familia y las incomodidades del oficio, también lidiaba con la violencia bipartidista que azotaba la época. “Un 7 de agosto anunciaron un tiroteo, eran los godos que decían: ¡que se alisten esos cachiporros, que venimos por ellos! Ese día teníamos una contrata de génovas y nos tocó recoger todo, apagar la candela, guardar en la cocina de abajo y corra de aquí para arriba, y yo sin poder caminar ligero, cómo iba a correr si estaba embarazada, y Pedro, mi esposo, llegó arriba y espéreme, tan pronto nos metimos en una huerta, se vino un aguacero. Y mientras tanto los godos iban a darle piedra a nuestros ranchos, nos robaron la chicha, el bocadillo y entre eso también las génovas y no pudimos cumplir con la contrata ese día”.

Una tradición de voz a voz


La tarde culminaba y Doña Sara, interrumpe su relato, se dirige a la cocina y toma en su mano derecha una vara de madera y con la izquierda sostiene la olla de barro en su máximo punto de ebullición, saca las génovas ya cocidas y las deposita en una paila de aluminio, mientras el hervor del recipiente artesanal empaña las ventanas del lugar, y continúa. “Luego, después de quedar viudo de mi abuela, el cucho Pavas se casó con la vieja Rosa, y ellos también empezaron a hacer génovas, pero yo de buena gente, o mas bien de chuncha les enseñé, les prestaba mi máquina porque ellos no tenían donde moler, y si viera cómo me pagaron, me hicieron la guerra, eso era mera envidia.” -Y, ¿ella de dónde aprendió? ¿Usted le enseñó? insistía Celmira -Sí, uno de puro lambón. Entre risas e ironías el par de señoras hacían eso que les hizo recordar, unas de tantas historias que surgen con el devenir de los años, una de tantas que les deja la experiencia y el grato pasar del tiempo. Celmira toma unas cuantas tiras de génovas de la paila, y con la delicadeza que merece tratar un intestino de cerdo relleno de carne recién cocida, las cuelga en una cuerda plástica, que atraviesa de lado a lado la pared de la cocina. El olor excepcional de las génovas se hace presente, invade la casa y hasta la cuadra del barrio, los vecinos lo notan, notan un aroma que no encuentran en ningún otro embutido, uno con sabor a pimienta y comino, uno con sabor a Puente Nacional. Y Doña Sarita, prosigue: “A mí me tocaba andar viva, estábamos amarrando las génovas en la misma mesa, Una tradición de voz a voz

y me distraje un momento, cuando volví me hacia falta una tira de génovas y se la pregunté, me dijo que no había visto nada. Yo mientras tanto miraba con la cola del ojo al viejo Pavas que estaba ahí, mientras le decía: ¡A usted no le da pena, devuélvaselas! Hasta que me las tiró en la mesa y me dijo: ¡Serán esas!… Eso uno vivía allá como un esclavo.” Y Doña Sarita, tratando de amortiguar el momento, exclamó: “Pero, ¿sabe qué no le enseñé?, los chorizos, esos sí eran secreto familiar. Igual, yo tampoco les iba a decir todo a los viejos, yo sabía que mi abuelita le echaba un poquito de aguardiente a las génovas, y eso las hacía de mejor sabor; eso llegaban varios y comían de las de ellos y luego de las mías y notaban la diferencia.” En una casa pequeña, calurosa, con un inigualable sabor a pueblo; de tres habitaciones, una cocina, la sala y un baño en la parte superior. Abajo un patio enorme lleno de vegetación: donde entre sus hojas, semillas, frutos y flores se mezclan los colores del campo: verde, rosado, amarillo, rojo, naranja, fucsia y otros más; en una la cocina de leña y un cuarto extra se encuentran Doña Sara y su hija, sentadas al calor del fogón de leña; a los lados una mesa vieja de madera, un canasto y varias ollas de barro; así se crea la rutina de estas dos mujeres. Un par de tintos y una charla amena, hacen de ese rato un momento alegre, nostálgico y hasta de indignación que se nota en la voz de Doña Sarita: “Otro día mandé a Celmira a llevar un encargo de génovas a un negocio; cuando volvió dejó la plata del pago encima de la mesa, y le pregunté a la vieja Rosa si la había [Ghisell Lorena Jerez Lagos]

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Armando el embutido.


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Ghisell Lorena Jerez Lagos

Escribir sobre la historia y tradición del negocio de las Génovas, más que un requisito académico, es un deleite personal; y digo deleite asimilándolo al sustantivo: satisfacción. Pasé de ver a Doña Sarita, mi abuela, a verla como la cofundadora de un legado que marcó la gastronomía de Puente Nacional, magno lugar donde nací. Algo tan cotidiano como el exquisito olor de la carne condimentada o apreciar el humo que de la estufa de leña se emana, pasó de ser mi cotidianidad y la de mi familia, a convertirse en detalles dignos de ser contados. Esta pieza periodística me permitió no solo conocer mi propio legado familiar a profundidad, sino darlo a conocer. Estudiar Comunicación Social, me dotó de técnicas para escribir, y mi convicción como periodista me permitió sensibilizarme y resaltar la invaluable herencia familiar: el negocio de las Génovas de Doña Sarita.

visto: que no, no había visto nada por ahí, y se perdió la plata. Sabiendo que yo trabajaba sola para todo, para mis tres hijos y hacerle eso a uno…” Aunque discretos, los ojos de Doña Sara se humedecieron e inevitablemente demostraban ira, rabia y hasta dolor “Además que me tocaba ayudarle en la tienda porque ella como no sabía hacer cuentas y se la pasaba borracha tomando chicha. Llegaban los señores a tomar, ella iba y ponía más botellas en la mesa y me hacía equivocar la cuenta, y cuando yo le hacía el reclamo tras del hecho me decía: usted no se meta” “Y un día me cansé, me llevé a Víctor, mi hijo, y nos fuimos a Barbosa, compré mi propia estufa de leña para cocinar mis génovas. Cuando me aparecí aquí, el viejo Pavas se quedó admirado y no sabía qué decirme, pero les empezó la envidia, y como sabían que ahora sí iba a poder fabricar más, la vieja me reclamaba: y ahora, ¿Dónde voy a llevar las mías? Pero yo no iba a meterme con las contratas de ella”. “Ya al final, cuando la vieja Rosa se murió quedó el viejo Pavas solo, y sin más ni menos, a la hija de Rosa, Inés, lo enamoró que disque para quedarse con la herencia de mi abuela. Pero no se quedó ni con el pan ni con el queso, porque la casa era de mi abuela, no de él. Inés también me hizo la guerra, hasta contrató un brujo para que amenazara a los señores de las carnicerías para que no me vendieran la carne, o si no era capaz de hacerles un maleficio; y todo con tal de que yo acabara con el negocio. Aunque Doña Sara, con melancolía cuenta [Ghisell Lorena Jerez Lagos]

estos hechos, también la ironía se hace presente, y como ella lo comenta: “esta es la hora, casi cincuenta años después y aquí sigo con mis génovas”. Ni maleficios, obstáculos, caídas ni derrotas han logrado destruir el imperio familiar, el bien más preciado de las Hernández: su fábrica de génovas. Con la misma receta de siempre, con el amor que le tienen al producto, e inyectándole ese sabor de hogar, porque como ella lo dice: “Es que esto no es un local, es una casa de familia” Doña Sarita, seguirá la tradición, “mi hija Celmira, quién sabe, aunque como ya las sabe hacer, puede seguir el negocio, mi nieta Ghisell si lo dudo, ella lo único que sabe es comérselas, pero puede aprender”. Doña Sarita apelando a sus ollas de barro, estufa de leña, piedra de moler y demás métodos artesanales, sin más herramienta de publicidad que su amplia historia y el “voz a voz”, logra ganar la partida e imponer su producto como uno de los que caracteriza la gastronomía de Puente Nacional, en Santander.

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Una tradición de voz a voz


Por: Julián Castillo - Leonardo Munévar

“Fue de la cosecha de la luz que brotó el maíz por estas tierras, fuente de vida donde la mano del ser humano se conjugó armónicamente con las fuerzas de la naturaleza para crear este tesoro dorado. Es gracias a la sabiduría de los antepasados indígenas que hace más de ocho mil años, desde México, transformaron un pasto llamado Teozintle a través de la selección de sus semillas en el maíz que hoy conocemos; planta que se propagó por toda América y que fue el alimento que dio vida a las grandes culturas de nuestro continente”, comenta Pedro Bejarano, Director de Cultura y Turismo de Ramiriquí. En la mesa está la masa de color como de un pequeño campo de trigo. Allí constantemente unas manos le dan forma de totuma, dándole vida a la arepa, que está rellena de cuajada, otro producto derivado de la leche, al darle unos leves golpes con las palmas de las manos toma una apariencia de un platillo volador, el cual aterriza sobre una llanura de piedra, que solo al caer allí cambia de color y se torna, a medida que pasan los minutos, en un imponente dorado. En su cubierta se notan rastros de las elevadas temperaturas que dejan marcas negras alrededor de ellas donde una capa crujiente cubre sus dos caras. Es suculenta. Al pegar el primer mordisco se siente un sabor más dulce que salado; dando una sensación seca y arenosa se empieza a convertir en una mantequilla que se desmorona en las papilas gustativas de quien las prueba. El olor es una fina combinación de la leche y el tierno grano de maíz bañado en azúcar, se encierra en una sola masa fresca y el aroma se trasmite en un toque de fragancia que posiblemente nuestro olfato identifique: la invocación de las arepas de Ramiriquí. Ramiriquí, capital de las arepas

“Antes salían unas señoras con un canasto de mimbre, se paraban en una esquina del parque principal, cubrían las arepas con un mantel, esas sí eran buenas, de maíz maíz, ahora las hacen es de harina Promasa y le echan cuajada, eso ya no es lo mismo”, Celestino Casas de Ciénega, Boyacá, comparte esta opinión desde unas de las gradas ubicada en el parque central de Ramiriquí; muy cerca de Celestino, estaba Marco Quintero con su ruana y un sombrero de ala corta, color café, también proveniente de Boyacá, Boyacá, él nos dice: “son bien deliciosas y se caracterizan por la gran venta al turista, mejor dicho me gusta todo de esa arepa” sonríe Marco en un gesto de complacencia con el producto de su tierra. Es aquí, en el casco urbano, donde el tendero tiene su punto de vista, en el caso de Nubia Espinoza quien expresa “las arepas de Ramiriquí son destacadas en Colombia y en el exterior, mucha gente vive de este producto”. A Doña Monguí Ruiz, más conocida como doña “Monita”, se le atribuye la creación de estas famosas arepas, una mujer que en su rostro marchito refleja los años de entrega y [Julián Castillo - Leonardo Munévar]

Ramiriquí, capital de las arepas Doña Monguí más conocida como la creadora de las arepas, es una de las pocas mujeres que aún conserva esta receta tradicional en la prepación de las arepas, los más de 20 años y su rostro marchito refleja los años de entrega, la experiencia y dedicación a este oficio. Su familia igual que muchas de Ramiriquí matienen vigente la cosecha y producción de derivados del maiz como parte de la identidad generacional de la región.

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Cuajada molida.

dedicación; en su voz endeble da razón del esfuerzo de todos los años, ella ha consagrado este producto como uno de los más apetecidos por los turistas y visitantes de este municipio. “Haciendo las cosas y así no nos quedaran bien, experimentando, con la que bregamos arto fue con la jinada Anita, pero eso fue hace unos 40 años en un fogón pequeñito yo hacía mis arepas para el desayunito de nuestras familias o por encargos”. Desde la puerta de su fábrica, hogar que heredó de sus abuelos y padres, se percibe un olor a naturaleza, frescura, una gran montaña de pinos adornan y se confunden con la esencia del campo, el aroma de la leche que se siente como una lluvia, la humarada que adorna la entrada de la cocina se disipa en el momento que unas manos rodean una esponjosa masa color amarillo, para que después sean puestas sobre una piedra tallada en forma de plancha, a una temperatura como si estuvieran en el centro del sol. “Calienticas se las pueden comer, pero al tercer día está más buena la arepa, la mantequilla cede y la arepa se ablanda.” Entre el vaivén de las personas que entran a comprar arepas, las ayudantes de “La Monita” que amasando y golpeándose las manos para darle forma de aro a estas arepas, se confunden con aplausos como si se le estuviera rindiendo admiración a esta gran persona. La hija de Doña Monita; Diana, cuenta de la visita que le hizo monseñor Rubiano. “Una señora llamó y dijo que necesitaba arepas para monseñor Rubiano y yo le dije que estaba acalorada que si bajaba al horno se las vendía, [Julián Castillo - Leonardo Munévar]

eso se llama chantaje, y la señora dijo que estaba cansadito y le daba pesar hacerlo bajar, entonces yo dijo, yo se las vendo, pero el viejito bajó, habló con todas, les dio estampitas y al mes volvió y ya entró, se tomó fotos y un tiempo después le mandó una fotografía firmada por él.” En ese momento Diana se levanta de su silla y trae un cuadro donde monseñor aparece mirando el fogón; con orgullo le da gracias a Dios por todo lo que le ha dado, haciendo ver a su mamá como una heroína. “De un momento a otro la gente empezó a llegar y a llegar para encargar, porque cuando el producto no es bueno no lo llevan, vaya haga unas arepas bien tiesas, bien feítas, que al otro día están pa escalabrar a otro.” Con expresión de alegría Doña Monguí da cuenta de lo que puede suceder si no se utilizan los ingredientes adecuados. Un poquito de harina de maíz, huevos, cuajada, y mantequilla “que experimenté durante veinte años a ver qué le sobra y qué le falta”; con ironía Diana confiesa esto mientras Doña Monguí con una gran sonrisa dice que tiene un secreto para que sea conocida, por hacer las arepas más sabrosas de la región, pero que el sabor de la leña, los mojes y la laja les dan un sabor que no se obtiene con los hornos a gas. Como todo en la vida siempre se llega al punto donde las personas, o en este caso las mismas autoridades, quieren acabar con el patrimonio y costumbres de la sociedad colombiana y en Ramiriquí lo están haciendo; Doña Monguí es una de las pocas personas que aún conserva sus cocinas artesanales, “el gobierno quiere acabar con las tradiciones,

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que nada de leche en los campos, que todo industrializado, que todo procesado eso es lo que nos ha metido en problemas, esa joda.” Es lo que comparte la hija de la persona que es conocida como la creadora de las arepas de Ramiriquí, su rostro de irritación y su voz cortada como si le hubiesen quitado al ser más querido, da muestra de la frustración que siente por saber que en algún momento les quitarán lo que con tanto esfuerzo ha logrado su mamá; así está pasando en todo Ramiriquí, las personas que hacían las arepas en laja han tenido que tecnificar para que no sean cerrados sus negocios, para la mayoría ahí está su sustento diario. Karen Arias, inocente y noble, su semblante deja ver en su rostro sus mejillas coloradas, sofocada de largas horas de sentir bochorno que evoca la plancha de metal, desde lo diez años lleva haciendo arepas. “A mi mamá le enseñó mi abuelita, toda una vida haciendo arepas. Doña Monguí fue quien empezó a hacer arepas en Ramiriquí, dicen que ha desmejorado mucho, porque deja que otras personas las hagan. Tenemos una máquina que se diseñó y se mandó a hacer, la tenemos hace un año. Nos facilita el trabajo en el momento de hacer la mezcla de los ingredientes donde la máquina moldea la masa para evitarnos hacer todo el proceso que esto lleva manualmente y nos ahorra tiempo.” La elaboración de las arepas incluye componentes como harina, maíz, mantequilla, huevos, leche, azúcar, cuajada, sal y harina de trigo. “La jornada empieza desde las 4 de la mañana; es algo esclavizante, pero da frutos” dice Juliana Arias quien es la mayor de Ramiriquí, capital de las arepas

las hermanas. El toque especial de la leña en las comidas le da al paladar una sensación que no es igual a la de una estufa o un horno de gas, así la tradición se vio reemplazada por una maquinaria la cual se implementó el año pasado. El precio de la arepa oscila entre los 800 y 900 pesos. Extender la invención de las arepas al exterior. La gente nos dice que familiares de otro lado han preguntado por la arepita, este es el pensamiento de la familia Arias para que su negocio se convierta en una empresa y tenga reconocimiento alrededor del mundo, tanto así que en Boston conocen el producto, llevaron 300 arepas sin el riesgo que se les dañaran, duraron más de 15 días manteniéndolas en la nevera en bolsas herméticas, a algunos de los amigos les pareció que la arepa era un producto muy delicioso, les dijeron que la próxima vez les trajeran más arepas. En los municipios cercanos ya son conocidas y comercializadas en negocios como el Broaster de las carrera 11 en Tunja, en Soracá, en Ciudad Jardín, en el Asís y en el Colegio Militar donde las vendían en la cafetería. “Nosotros hacíamos las arepas en la casa, teníamos contratos para Tuta, no [Julián Castillo - Leonardo Munévar]

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Venta de arepas. Ramiriquí - Boyacá.


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Julián Castillo - Leonardo Munévar

El encuentro con Doña Monita fue algo inusual, no encajaba en nuestro imaginario ver una casa familiar donde la tradición de las arepas es un negocio muy artesanal, probamos infinidad de veces las arepas que muy amablemente nos ofrecían, nos permitieron el acceso a la cocina como si fuéramos unos ayudantes o simplemente unos observadores que meticulosamente presenciamos el momento y el proceso en piedras de laja que hacían ver de esta crónica una experiencia única.

teníamos negocio, y las cocinábamos en una lajita. Mi mamá tomó la iniciativa de montar su propio negocio, compramos este lotecito y ahí empezamos. Después nos empezaron a molestar, Corpoboyacá por la higiene, eso fue hace tres años. Se remodeló el lugar a causa de la ceniza en el suelo, el humo, la tala de árboles, en fin, nos acomodamos a las normas que nos impusieron y en dos meses cambiamos todo el sitio”. El ambiente que rodea el negocio representa un entorno de pulcritud, en el interior del local es notable el cambio, sus pisos en baldosas rojas y sus paredes en baldosines blancos acompañados de una cenefa, muestran un lugar impecable, agradable a la vista, donde las propietarias se sienten cómodas y satisfechas por la remodelación. Los días que más venden arepas son los sábados, domingos y festivos; en promedio, en días normales, se hace medio “pucho” que equivale entre 100 a 200 arepas en la semana. A medida que se van vendiendo se hacen más. “En Colombia, el municipio de Ramiriquí es conocido como el lugar donde se mantiene una importante tradición en torno al maíz, en especial con la fabricación de las arepas, donde se elaboran con mantequilla de vaca, la cuajada y el maíz que se cultiva en esta región, pues ya ha transcendido no solo fuera del departamento, también en el extranjero, porque muchas personas llevan arepas a otros países. En razón a esto, con el patrimonio que tiene Ramiriquí se ha venido gestando desde la administración municipal el Festival del Maíz que busca mantener el patrimonio cultural y material del lugar, por eso en este Festival [Julián Castillo - Leonardo Munévar]

se hace una actividad académica, donde se invita a diferentes exponentes internacionales en el tema de la conservación de las semillas, productos transgénicos, de aquello que pueda perjudicar en un futuro la tradición de las arepas” comenta Pedro Bejarano, organizador del Festival. “El Festival del Sorbo y la Arepa” se realiza en junio. En su segunda edición para el año 2014 contará con participación internacional, se incluyen bebidas autóctonas de nuestros pueblos como la chicha y el masato. En este encuentro la comunidad realiza una muestra gastronómica sobre la preparación de las arepas en fogones de leña, en toldos del mercado tradicional y en el parque principal, acompañado por otros amasijos y alimentos a base de maíz, donde el uso de los utensilios y trajes tradicionales de la región hacen único este evento. En municipios cercanos como Sutamarchán, no conocían las arepas. “Mi mamá se fue sola a vender unas arepas mientras que papá hacía una casa en Sutamarchán. Empezó a dar a conocer el producto, pero le tocó devolverse a Ramiriquí, después el comercio de las arepas creció y mamá no volvió a Sutamarchán”, según recuerda Juliana Arias. La tradición familiar se trasmitió de generación en generación, sus tías tienen puestos de venta en Corabastos y en la Victoria en Bogotá, pero el objetivo principal de estas señoras, es que Ramiriquí sea considerado la capital de las arepas. cinco

Ramiriquí, capital de las arepas


Por: Marcela Duarte

Llegando a Santander se husmea tierra veleña, tierra de tiples, requintos y sabores. El pueblo, donde cada rincón guarda el olor de la guayaba y los recuerdos de más de doscientos años, donde el tradicional bocadillo veleño es más conocido que la mismísima iglesia atravesada. Son 72 años de edad, pero 62 años de experiencia los que Rosa Rivera lleva en la sangre. “yo conozco el proceso del bocadillo desde los diez años, yo recuerdo que mis papás compraron una casa donde había una fábrica, y allí teníamos un fondo de cobre y con eso empezamos a producir bocadillos”. En los recuerdos de Rosa, está plasmada la imagen de uno de los primeros bocadillos con los que inició su fábrica. “Primero la guayaba se tenía que lavar y pelar bien, luego la cerníamos en un cedazo, una tela que era delgada y ahí se separaba la pulpa de la pepa, cernir era el trabajomásduro.Luegolaechábamosalfondo de cobre y empezábamos a batir hasta que se convirtiera en jalea. El fondo lo poníamos en tres piedras y ahí se calentaba con leña, pero uno debía tener cuidado porque la jalea botaba unos pringones que le arrancaban a uno el pedazo de piel. En ese entonces la jalea se batía a mano y cuando ya estaba, la echábamos en unos tablones más o menos largos y la dejábamos que se endureciera de un día para otro y ahí la cortábamos con machete, lo empacábamos en hojas de bijao que nosotros mismo cortábamos. Esas hojas la comprábamos, las lavábamos bien, las

Para 1972 Rosa se tuvo que desplazar de su lugar de origen (la vereda Doctrina del municipio de Vélez, Santander), y luego arribó al pueblo, allí compró una casa y con el refriego de la ropa, el arriendo de habitaciones y la venta de almuerzos, esta mujer que ya llevaba la tradición del bocadillo marcado en las manos, empezó a darse a conocer. “Cuando nosotros llegamos a Vélez, compramos la casa de un hermano de mi esposo, yo lavé, planché, cociné y arrendé habitaciones para poder levantarme unos pesitos y por las noches un vecino me prestaba la fábrica y a la hora que fuera me ponía a hacer mis cocidas para salir a venderlas, pero también teníamos un salón y lo arrendábamos para que los demás montaran sus fábricas, esa fábrica a cada rato tenía un dueño diferente, y cuando yo empecé a trabajar en ese lugar decidí llamarla Fabrica de Bocadillos Mundo Raro, el nombre

blanqueábamos dejándolas al sol y al sereno cinco días, después las poníamos a secar y empacábamos el bocadillo, cuando estaba listo sacábamos los bultos para vender al otro día”.

se lo puse porque yo tenía un cliente que me compraba cada año y cada vez que iba a la fábrica encontraba un mundo raro, porque era un dueño diferente y de ahí surgió el nombre de Fábrica de bocadillos Mundo Raro”

Bocadillo veleño, quita el hambre, quita el sueño

[Marcela Duarte]

Bocadillo veleño quita el hambre, quita el sueño Es una crónica que permite conocer la historia del bocadillo desde los recuerdos y añoranzas de los habitantes del municipio de Vélez Santander y en este caso de Rosa Rivera y su familia quienes son fabricantes desde hace varios años. Durante un recorrido por la fábrica de Rosa se logra revivir el proceso de fabricación que este manjar tenía hace varios años y la evolución que ha logrado hasta el momento. También se relata lo importante que ha sido para Rosa pasar la receta a sus hijos y ver a toda una familia con las manos endulzadas, y donde ahora su mayor preocupación es pensar en sus nietos, quienes aún no saben producir el bocadillo y todos sus derivados. Esta crónica muestra cultura y tradición, pues se narra paso a paso el proceso de fabricación que el bocadillo tiene y por qué su nombre es Bocadillo Veleño.

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Guayaba seleccionada.

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La historia de Vélez también se marca con la evolución de las fábricas como la de Celia Roa (Veleñita de Bocadillos), Yanice León (El Ruiz) y Rosa Rivera (Mundo Raro) que fueron creciendo, desde cómo se hacía el bocadillo hasta cómo se vendía. La primera fábrica fue de las hermanas Berta y María Azucarate quienes se llevaron la receta del bocadillo a la tumba. “Antes de la primera fábrica de bocadillos, uno llevaba bultos y había una sola bodega donde llegaban todos los bocadilleros, se ubicaban en un sitio y empezaban a vender, desde ahí uno se empezó a dar a conocer, yo aún recuerdo a mi clientela”. “Yo he escuchado que usted hace un bocadillo muy rico, y yo quiero que usted me haga un bocadillo con arequipe para mi restaurante” esa es la frase que Rosa más recuerda de Mario Espitia uno de los tantos que hicieron parte de su clientela, al igual que Roque Hernández quien es cliente desde hace treinta años. Cuando el bocadillo era solamente de guayaba, las tierras de Vélez eran fértiles para el cultivo de esta fruta, pero con el tiempo, cuentan los habitantes, que estos árboles se fueron secando. “Cuando uno llegaba a Vélez se veían esas guayabas grandes y jugosas, tanto así que nos bajábamos del carro a coger algunas para llevar, y el sabor ni se diga. A veces uno encontraba guayabas que no se necesitaban ni lavar ni pelar, la calidad de la guayaba era excelente. Pero una vez llegó una plaga, era como un gusano y tuvieron que fumigar y eso se expandió por toda la provincia y los árboles se fueron secando, eso fue impresionante, tanto así que ya no se consigue una guayaba como la de antes. Desde ahí yo recuerdo que

[Marcela Duarte]

muchas fábricas tuvieron que empezar a aplicar colorantes y empezar a hacer de otros sabores el bocadillo, pues lo importante era que la tradición no se perdiera. Yo en una época trabajaba en el campo y cuando llegaba a Vélez era delicioso percibir el olor del bocadillo, uno sabía que lo estaban cocinando y con las compañeras corríamos a comprar la jalea recién hecha, es que ese olor a uno le despertaba el hambre así no la tuviera, en cambio ahora el aroma del bocadillo se pierde, ya no queda en la nariz”. En la memoria de Delfa Mosquera se guarda el sabor del manjar veleño de antaño. Rosa es una mujer robusta, de pelo corto, nariz respingada, párpados caídos, ojos rasgados; en sus manos no se puede ver el sacrificio y esfuerzo que tuvo que pasar. Ya han transcurrido quince años desde que no “mete la mano” como dice ella, para volver a hacer un bocadillo y las heridas de sus manos ya han sabido sanar. Pero en sus brazos aún se ve tatuado el recuerdo que las fuertes oleadas de sol y del peso de los canastos con guayaba le dejaron. El bocadillo veleño no es originariamente de Vélez sino de Moniquirá, Boyacá, pero según la historia es más conocido como propiamente Veleño y por eso en dos años se le dará la denominación de origen, es decir que este producto será certificado como originario del municipio de Vélez; además hay mucha gente que en lugar de pedir un bocadillo, pide un “veleño”. Julio César Nieves historiador de este municipio, agrega. “El bocadillo viene desde la época de la colonia, los indios machacaban la guayaba y se la comían en forma de puré, sin necesidad de echarle ningún condimento, pero

Bocadillo veleño, quita el hambre, quita el sueño


cuando los azucareros que venían de las islas canarias llegaron con el azúcar a Colombia, el azúcar empezó a ser un ingrediente más en el bocadillo y después de aplicarle el azúcar se conoció la jalea. Todo eso finalmente se terminó haciendo en pueblos aledaños a Vélez, pero definitivamente como lo hacían y como lo hacen en Vélez no lo hacen en otro lado, tanto así que ya vamos a recibir la denominación de origen como bocadillo Veleño. Es que los que hacían los bocadillos en Moniquirá, Barbosa, Puente Nacional y otros pueblos al transportarla espichaban la guayaba y cuando se espicha pierde su esencia”. Fue un gusano. Fue una hormiga. Eso fue un veneno. Eso fueron los cultivadores. Fumigaron y acabaron con todo. Son mitos los que van de boca en boca en el poblado de Vélez, pero Julio Nieves dice “El picudo fue el animal que acabó con la guayaba y por eso ahora se tienen que tecnificar las cosechas. Antes los árboles eran silvestres, pero con la contaminación ambiental la cantidad de plagas que van de un lado a otro son bastantes. Antiguamente la gente del campo no tenía conocimientos de cómo cuidar un cultivo y a los árboles de guayaba siempre le quitaban las guayabas, pero nunca les hacían su debido tratamiento. Eso tocaba cortarlos para que volvieran a nacer y siguieran produciendo la misma cantidad de guayabas, pero como eso no se hizo, cada día eran menos. Claro, acá en Vélez todavía se da la guayaba pero después de lo que le conté la guayaba empezó a salir muy pecosa y con gusano, por eso toca traerla de otro lado o tecnificarla”.

Según el artículo técnico de Rafael Augusto Monroy y Orlando Ildefonso Insuasty publicado en la revista Corpoica, el Picudo desarrolla su estado larvario en el fruto de la guayaba alimentándose de la semilla; el insecto petrifica y madura prematuramente la fruta confiriéndole un aspecto desagradable que causa rechazo en el mercado. En la actualidad causa pérdidas significativas en la agroindustria. Con la receta de Rosa En una calle empinada de Vélez, a la vuelta del terminal de transportes se divisa un letrero grande “Mundo Raro”, y ahí está la fábrica de Rosa, donde sale el olor de la guayaba caliente por dos puertas grandes, que son la entrada a la fábrica. Al lado hay una puerta más pequeña donde la gente va llegando y va escogiendo el bocadillo que se le acomoda al paladar. En la fábrica de Rosa Rivera se puede observar cómo se prepara, se empaca y se produce el bocadillo. Cuando uno entra casi todo es blanco, los uniformes de los empleados, las paredes, los pisos y hasta la leche que es el primer olor que se percibe. Pero esa sensación empieza a desaparecer a los pocos minutos, es como si el olor de la guayaba, la leche, y el arequipe pelearan en el aire para ver cuál puede llegar primero a la nariz. En esa fábrica el único que no está de blanco es el “moreno” que se encarga de echar el carbón a la caldera con la que funciona toda la parte de producción. El recorrido empieza en la producción, donde Noé, Luis, Alberto, Roque y Segundo, se encargan de preparar el mejor bocadillo. Lo primero es tener las canastas de guayaba traídas de Guavatá, Chipatá, y pueblos aledaños a Vélez, pero cuando la cosecha se acaba es traída de Venezuela, Huila y Leticia. De ahí las guayabas se pasan a las marmitas (ollas grandes) donde

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Preparación del bocadillo veleño.

Bocadillo veleño, quita el hambre, quita el sueño

[Marcela Duarte]


Comercio de bocadillo en Velez - Santader.

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son lavadas, peladas y desinfectadas, luego se llevan a la despulpadora. “Después de sacar la pulpa se lleva a las ollas donde se calienta y se bate al mismo tiempo, se le echa el azúcar; para dos baldados de pulpa, treinta libras de azúcar y se dejan unos 40 a 80 minutos”. Después de que salga la jalea se realiza el proceso de tendido; aquí la jalea se hecha en tablones de aproximadamente 8 cm. de ancho y 1.30 cm. de largo. Unos tablones son más grandes, otros más pequeños, eso depende del bocadillo que se quiera sacar. Luego pasan a la sección de corte, donde se dejó de utilizar el machete y ahora se utilizan cortadoras. Cada cortadora tiene un molde diferente y al igual que los tablones, se utilizan para diferentes tipos de bocadillos. Estamos hablando de unas quince cortadoras aproximadamente. En la parte de empaque hay veintidós trabajadores como lo afirma Nancy Medina, quien es la encargada de la parte administrativa de la empresa. Los “empacadores” se dividen en dos pisos. En el primer piso empacan bocadillos de coco, piña, extrafino envuelto en hoja bijao y extrafino envuelto en hoja de papel de diferentes tamaños, y en el segundo piso empacan pegas, tumes, herpos y rollitos, más conocidos como ojitos. Cada empacador parece marcar su terreno, cada uno cuenta con una mesa y en pocas horas las van llenando de cajas listas para salir a venta. Eso sí para llenar esas cajas se necesita tener años y años de experiencia, pues así me lo expresó una señora en la fábrica, “¡usted empaca muy rápido!, Sí, ya llevo doce años en esto y todavía no sé empacar todos los productos, hay gente que se dedica a empacar una sola cosa porque hay varios productos que son delicados, como el herpo, el de la galleta llena con jalea y arequipe”.

[Marcela Duarte]

Nancy afirmó que la fábrica no tiene máquinas empacadoras, “tener máquinas empacadoras, hacequesedisminuyalaoportunidaddetrabajo, y algo importante que se pierda la calidad del producto. No es lo mismo que el bocadillo lo empaquen a mano, a que lo empaquen las máquinas. Ya después de estar empacado el producto sale a la venta, nosotros no nos preocupamos por la competencia, aunque tenemos precios diferentes les garantizamos la calidad, lo que es un buen veleño”. Los bocadillos veleños son más conocidos si se empacan tradicionalmente “en la hoja de bijao”. La hoja de bijao es una planta que nace silvestre y se cultiva para que sea el empaque del bocadillo, conservando su olor y sabor tradicional, “el que no trabaja en la fábrica empacando, trabaja en la hoja”, este es un trabajo hecho a mano. Según el Invima esta hoja tiende a desaparecer porque después de empacarse el bocadillo le pueden salir hongos. Así lo afirmó Liz Güiza ayudante en la fábrica. “El bocadillo es muy delicioso, yo poco dulce como, pero un bocadillito de vez en cuando no cae mal. Particularmente me gusta el chiquitico combinado, que de dos mordiscos se lo come uno. Cuando voy a Vélez compró donde me lo recomiendan, la verdad no recuerdo ninguna fábrica, pero allá todos son bien buenos, en cambio cuando uno lo compra en otro lado se lo meten como veleño pero es un bocadillo muy duro. El paladar sabe cuándo uno está comiendo buen bocadillo”. Ese bocadillo “que de dos mordiscos se lo come uno” como lo manifestó Guillermo Patiño, es el bocadillo conocido como extrafino, el que se empaca en hoja de bijao y su nombre se deriva de la calidad del producto, las mejores

Bocadillo veleño, quita el hambre, quita el sueño


guayabas se escogen para fabricarlo, la textura es suave, tiene poca azúcar y se divide en tres franjas: dos de guayaba blanca y una de guayaba roja, pero el precio de este manjar no se acomoda al bolsillo de todos. A lo anterior María Huertas, docente universitaria y madre de familia agrega: “Ahora se han inventado muchos postres, raros y costosos, pero para mí, el mejor postre siempre será un pedazo de queso con bocadillo, esa combinación es deliciosa, no cae mal, es económica, se encuentra fácil, a mis hijos les encanta a cualquier hora. El queso no importa tanto dónde se compre, pero el bocadillo sí debe ser un Veleño, ahí no hay pierde con ese bocado”. Lo que se lleva por sangre Bertha González y Salvador Rivera se encargaron de poner en las manos de su hija Rosa la receta del bocadillo, y Rosa se encargó de ponerla en la mano de sus hijos: Luis, Dora, Patricia, Geovanny y Romaldo. Pero no todos se apropiaron de ella. “Mis hermanos y yo siempre aprendimos lo del bocadillo y todos estamos involucrados de alguna manera con la tradición familiar. Luis nos vende la leche, Dora vende bocadillos de la fábrica de mi mamá en Barbosa, Patricia administra Mundo Raro acá en Vélez, Geovanny es socio de la fábrica y yo, sí quise montar una fábrica propia. Mi sueño siempre fue tener una fábrica de bocadillos para vender al detal y apenas tuve la oportunidad me saqué un préstamo, compré una casa y empecé a vender bocadillos con mi esposa. No, no soy competencia de mi mamá porque mi fuerte es vender al detal como le dije y el Bocadillo veleño, quita el hambre, quita el sueño

de mi mamá es el por mayor”. Delicia Veleña es la fábrica de Romaldo, el segundo hijo de Rosa. Aunque la receta es la misma como lo dijo Rosa, el bocadillo siempre sabrá diferente, pues cada quien le pone su toque especial. “El deseo de montar mi propia fábrica me lo despertó el olor a la guayaba, pues aunque para muchos es un olor delicioso, a mí me produce la sensación de trabajar, porque cuando yo era pequeño y llegaban mis primos de vacaciones, mientras ellos descansaban uno se la pasaba trabajando haciendo bocadillo. Aunque ese olor también me recuerda a mi padre, que me daba una guayaba y una teterada de agua y me ponía a comer y mire ese cuento de qué la apendicitis da por comer mucha pepa es mentira, yo comía y comía guayaba y nunca sufrí de eso. Ahorita lo que me preocupa es que se pierda la tradición, pues viene de mis abuelos, pasó a mi mamá, a mis hermanos y a mí, pero ninguno de nuestros hijos y sobrinos sabe hacer bocadillo por mucho sabrán empacarlo pero hacerlo, no”. Esteban Rodríguez es el hijo menor de Romaldo “Nosotros no aprendimos a hacer bocadillo porque tenemos como prioridad el estudio, para hacer un buen bocadillo se necesitan años de experiencia” De nariz en nariz, de ojo en ojo y de boca en boca el bocadillo veleño se ha convertido en el manjar de los colombianos y de los extranjeros. Por eso las grandes empresas como la de Rosa Rivera, se encargan de que a pequeños expendedores como yo, nos llegue bocadillo de buena calidad, bocadillo que tiene que darse a conocer como “hecho en casa”. ¿Y usted ya se empalago con un criollo bien veleño? seis

[Marcela Duarte]

Marcela Duarte.

Quise contar una historia con la que mi pueblo, Vélez Santander, se ha identificado desde siempre, el bocadillo veleño, el manjar que endulza a los habitantes de este pueblo y también empalaga el paladar de otras personas. El sentido de pertenencia y amor por mi municipio el que me llevó a ver más allá de lo que uno se come en un mordisco, quise conocer el proceso del famoso bocadillo tradicional. Lo más importante y grato de esta experiencia es que aunque todas las fábricas tienen la misma receta, las manos que lo fabrican le dan la esencia y calidad al producto. Hombres y mujeres con dedicación se preocupan por el proceso que lleva al producto final, el delicioso bocadillo veleño, pues es ahí donde ellos venden y transmiten la imagen del pueblo.

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Envolviendo la tradición

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Existen muchos elementos que afectan y transforman nuestro entorno, crean una identidad y generan costumbres que nos definen. A lo largo del tiempo, ciertos elementos se quedan arraigados a uno, a pesar que las generaciones cambian conforme aumentan, estos elementos nos son entregados por herencia y van creando a su vez nuevas características que constituyen la pertenencia. El maíz, ha sido un elemento que ha pasado de generación en generación desde nuestros ancestros los Muiscas, su importancia va más allá de un simple ingrediente culinario y genera más de un plato que en la actualidad degustamos. Entre estos platos que se hacen usando este ingrediente, se encuentra uno que tiene más historia de lo que aparenta, va desde los métodos de preparación hasta las anécdotas que genera con el paso del tiempo.

Por: Michell Moreno B.

De antemano es necesario aclarar que no hay una fórmula específica y tampoco es clara la procedencia del envuelto de mazorca, solo se sabe que es un plato que se ha transmitido con el tiempo, agregándole y quitándole algunos ingredientes, pero siempre con el ingrediente maestro. La mazorca. Un ingrediente que aunque sea similar, tiene diferencias con el maíz, “la diferencia entre mazorca y maíz, es que la mazorca tiene el grano suave y blando en cambio el maíz es duro y seco casi como del tipo con que alimentan a las gallinas” explica Flor Araque, mujer de 34 años que vivió en el campo la mayor parte de su infancia y que ha heredado por parte de su abuela la receta del envuelto.

La expansión del envuelto fue tan grande que incluso ahora, se ve indicios de su influencia, no solo en el país, sino en Suramérica en general; desde la rivera Maya hasta bajar y llegar por el Amazonas a países como Colombia - Panamá también -, Venezuela, y Brasil. La mazorca puede no ser el principal legado que hemos heredado de nuestros ancestros los indígenas, pero sí es unos de los más conocidos, ya que era el alimento de más

parte del mundo comercial, porque aunque escuchemos los sábados a una mujer gritando “¡envueltos de mazorca caliente!”, y que éste representa en una familia corriente un desayuno de fin de semana, la tradición detrás del plato tiene más trascendencia. Flor Araque, es una mujer que se crió en el municipio del Cocuy, aproximadamente a 3 horas de Duitama, un lugar donde la gastronomía impera no por un aspecto turístico

popularidad en ese tiempo, recordado como el manjar de los dioses. Con la mazorca se podía hacer diferentes tipos de comidas y entre ellas está el envuelto, un amasijo que tal vez ahora no sea el mismo que consumían en aquella época, pero se asemeja en muchas características.

sino mas bien por el clima; el ambiente frío, da la posibilidad de conseguir más elementos típicos de la región, además como dirían por ahí “con ese frío a uno le da hambre a toda hora”. La familia de Flor entregó la receta a cada hijo que nacía y así fue como Flor recibió la receta del envuelto de mazorca y todas las características que pueda tener preparar el amasijo. Actualmente Flor no prepara los envueltos con un fin económico o comercial, simplemente es un plato más; cuando puede lo agrega al menú diario, así como se puede agregar la Mazamorra o el Sancocho a la dieta del día.

La costumbre Esta receta ha sido pasada de generación en generación, entre la tradición no solo boyacense sino suramericana; el envuelto - “bollo”, como lo llaman en la costa, “Hallaquita” en Venezuela o “Pamonha” en Brasil - no solamente hace

[Michell Moreno B]

Envolviendo la tradición


Barmenio Numbaque, es un personaje que desde hace ocho años vende envueltos de mazorca en el salón de onces “Los Caciques” ubicado a la salida de Tunja, son conocidos por su receta y por el misterio con que la guarda. “La preparación la hago todos los días, yo le puedo hablar de lo que quiera, pero la receta no”. Dice Barmenio con cierta seriedad en sus ojos. Podría decirse que los envueltos de mazorca se han comercializado de manera colosal, pero aún con la distribución de este, se van perdiendo ciertos factores que hacen que este perdure en la memoria, pero no como un plato cualquiera sino como un plato ancestral que sigue vigente. El tacto Antes de poder preparar la masa de los envueltos se requiere de una búsqueda entre las canastas, bolsas o recipientes que contienen las mazorcas; estas no pueden comprarse al azar porque se requiere de algunas características al ser escogidas; la mazorca debe ser grande para que los granos den la suficiente sustancia a la hora de moler; los granos no pueden estar duros porque no botarían suficiente líquido para la masa; las hojas de la mazorca deberán ser largas y no pueden estar rotas o secas. El escoger las mazorcas puede verse como una odisea, pero luego de las primeras cuatro, es fácil determinar cuál sirve y cuál no, porque la textura ayuda mucho; no es lo mismo tocar una mazorca seca y pequeña a tocar una mazorca gorda y tierna, las vellosidades son distintas, unas son más rugosas y las otras más finas, también el grano es blando y más tupido. Envolviendo la tradición

Además de la mazorca están otros ingredientes necesarios para hacer los envueltos, aunque originalmente solo era la masa producida por el maíz. “No me imagino un indígena pensando en ponerle uvas pasas, bocadillo o queso a los envueltos”, dice Flor jocosamente, mientras le quita las hojas de la mazorca cuidadosamente de manera que estas quedan intactas. “Se requiere no romper las hojas porque ahí es donde se pone la masa, y si están rotas pues la masa se sale”; las hojas se seleccionan cuidadosamente para el final y las que están rotas se separan de las otras, pero no se botan porque estas servirán para hacerle una cama a la olla donde se van a cocinar los envueltos. Para realizar los envueltos, se requiere extraer cada grano de la mazorca uno a uno evitando que se vaya pedazos de la tuza. “Si se va un pedazo de tuza, la moledora no podrá triturarla y eso queda así dentro del envuelto”, la manera más práctica de extraer el grano, es desde el comienzo de la tuza hasta la punta de la misma, es decir, desde la parte más gruesa hasta la parte más delgada; de esta manera se pueden sacar los granos con facilidad y sin romperlos, cuidando que los pedazos de tuza no se vayan a la masa. Las primeras mazorcas que se desgranan tienden a ser un desastre porque se van restos de tuza, los granos se rompen y el líquido salpica por todos lados, menos al recipiente donde se deposita. Luego de unas tres mazorcas, la técnica va mejorando y los granos van saliendo fácilmente; para Flor es casi como manejar un dispositivo táctil, con un simple toque, los granos caen con gran velocidad al recipiente hasta que este queda lleno hasta la mitad. [Michell Moreno B]

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Preparación del envuelto.


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Empacado del envuelto.

Si se sumerge la mano en el recipiente se puede sentir el frío de los granos haciendo contraste con la mano tibia, al poco tiempo la mano está refrigerada y casi se puede sentir un masajeo que hacen los granos que se agrupan en el recipiente, es una sensación agradable para las manos que están resentidas por la labor que implica el desgranado. De la nada, Flor saca unos objetos metálicos que tienen color oxidado como si fuera un rompecabezas, une las piezas hasta que una moledora manual se va formado; la única parte de la moledora de madera es la agarradera, el resto del artefacto esta hecho de un metal que con el tiempo ha tomado una tonalidad rojiza y la marca de esta, se ha difuminado con el color gris del metal a tal punto que se vuelve casi imperceptible de leer la palabra “Corona”. “Las moledoras todavía se consiguen, pero son muy escasas”. Además de la receta de los envueltos, Flor ha heredado la máquina de moler que en un principio era de su abuela y aún funciona, “Mi mamí me la dio; es que mi abue vivía con nosotros y yo soy la única que le gusta preparar envueltos porque a mis otras hermanas no les gusta”. Este artefacto es ahora parte de la historia familiar por ser un objeto que ha estado con esta por mucho tiempo, pero además porque con este, hay muchas historias que se pueden contar, por ejemplo el día que el hermano menor de Flor casi pierde un dedo. “Una vez mi hermana estaba moliendo el maíz y mi hermano menor le ayudaba poniendo los granos; ella estaba concentrada moliendo, pero mi hermano estaba un poco despistado, [Michell Moreno B]

cuando él puso los granos mazorca y dejó la mano ahí adentro, mi hermana no se dio cuenta y le molió el dedo; ella paró, pero cuando sacó el dedo, tenía un pedazo de carne colgando, mi mamá se dio cuenta de lo que había pasado, rápidamente le envolvió el pedazo de piel, le colocó tabaco y lo dejó que se recuperara” comenta Flor con risas recordando y mostrando la posición donde le quedó a su hermano la pequeña cicatriz en el dedo índice. “Antiguamente los indígenas en vez de moler el maíz, lo masticaban entre varias personas y lo escupían para tener la masa con la que se hace el envuelto, también había una piedra que tenía forma de artesa - parecida a una taza -, y con otra piedra molían. Creo que había un molino de agua, pero no estoy segura”. Explica Flor Araque mientras deposita los granos de maíz en la boca de la moledora. “Antes molían el maíz con una piedra pero ahora lo hacen con molino y la chicha la hacían los indígenas masticando y escupiendo el maíz” Describe Carlos Miñana Blasco, en su trabajo “el pasado de los indígenas en Cundinamarca y Boyacá”. Un líquido mitad rojizo y mitad amarillento baja por la máquina de moler, al principio se podría pensar que el maíz salió dañado, pero Flor aclara que es normal al momento de usar la moledora, que el óxido que está en el interior está saliendo, y luego se desechará ese líquido de óxido. Unos segundos después, empieza a salir un líquido completamente amarillento que se va espesando a medida que se continua moliendo;

Envolviendo la tradición


al cabo de unos minutos los granos están convertidos en una masa aguada que es la que se usa para la receta. Es extraño ver cómo aquellos granos que relajaban las manos, ahora se ha convertido en una masa amarillenta y viscosa que no se parece ni a los envueltos que uno come normalmente, ni a la mazorca que había al momento de la preparación. Los pocos granos que quedan en la máquina dan vueltas en el espiral que hay dentro de la moledora hasta que de nuevo sale un poco de líquido. “Antes los envueltos eran hechos de solo maíz, no se rendían con nada, pero ahora para que salgan más, la gente le echa Promasa de maíz tierno - una harina para hacer arepas dulces -” comenta Flor mientras le agrega a la masa un poco de la harina, polvo para hornear, azúcar y mantequilla derretida. El sabor no cambia del todo si se le adiciona la harina o no, pero por ser una receta tradicional, el hecho de cambiarla o combinar el ingrediente principal resulta ser un poco cruel, para la tradición. “Sabe igual, pero con solo la mazorca quedan más insípidos, es más rico con la harina porque es más dulce”. Agrega Lizeth Farfán, hija de Flor, quien al escuchar la conversación quiere hacer parte de esta, pero Flor piensa diferente y agrega. “No, porque comer un envuelto con solo mazorca es como si uno se comiera una mazorca fresca recién cogida, es un sabor natural. Comerse una mazorca fresca es más rico que comerse una mazorca reposada, el sabor es muy rico, es fresco”.

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La masa se deja reposar un poco para que coja consistencia y mientras tanto, Flor rebana el queso dejándolo en pequeños rectángulos; a continuación realiza lo mismo con una barra de bocadillo y separa estos dos ingredientes en platos junto con las uvas pasas, mientras va seleccionando las hojas de la mazorca. El olfato Las hojas o ameros como las llaman en algunos lugares, son importantes, porque en ellas se logra acomodar la masa para cocinarlos y además de esto le da el olor que hasta el momento no lo posee; aunque tanto la hoja, como la masa tienen olores similares - casi neutros - al momento de cocinarse, los dos crean la combinación de olores que estamos acostumbrados a percibir cuando hablan de los envueltos. Al ver que la mazorca es útil en todos los aspectos de la preparación del envuelto ya que hasta la tuza la usan para la cocción, se podría pensar que los pelitos cafés que salen de la tuza podrían servir en algún momento para la preparación, pero no es así. “Esos pelitos sirven para hacer agüita aromática cuando tenga cólicos, pero en esta preparación no sirven”. Dice Flor mientras pone en una olla con agua las tuzas y las hojas que no sirven para envolver la masa, creando una especie de cama o colchón dentro de la olla. Mientras el agua se calienta a fuego bajo, Flor agrega las uvas pasas a la mezcla y consecutivamente va cuadrando el par de hojas para introducir dos o tres cucharadas de masa, con dos rectángulos de queso y dos de bocadillo; se puede pensar que es muy poca masa para [Michell Moreno B]

Cocción del amasaijo.

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hacer un envuelto, pero por eso es que agrega un poco de polvo para hornear, con el fin de que la masa crezca un poco. Cuando los ingredientes están incorporados en las hojas, en un movimiento ágil enrolla entre si el amero, de tal forma que queda el paquete listo; así sucesivamente hasta que unos veinte envueltos se encuentran apilados, unos encima de los otros. La última fase de la preparación es la más placentera de todas, porque luego de haber introducido los envueltos en la olla se debe esperar 15 minutos para echar por un lado del recipiente un poco de agua, con el fin que no se desarmen los pequeños paquetes y el agua no se evapore. La cocción dura aproximadamente tres horas, pero desde los primeros momentos de haber introducido los envueltos, esta empieza a botar un olor que se percibe desde afuera de la cocina. El olor al envuelto.

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Michel Moreno B. Podría pensarse que no es nada del otro mundo hacer una investigación sobre un plato de comida tradicional, se supondría que la información está en los libros de recetas, pero no es así, se requiere ir a la fuente primaria, aquellos quienes recibieron la tradición de su preparación y quienes la conservan. Los sentidos fueron muy importantes para lograr lo que hice, ya que sin ellos, la parte vivencial no hubiera sido la misma; reconozco que en más de una oportunidad me sentía como un niño chiquito jugando a la cocina y al ver el producto luego de 7 o 6 horas de preparación, despertaba por medio de los sentidos, los deseos por abrir y ver el resultado de muchos años de tradición.

La sinfonía y el gusto Lo primero que llega a la mente al momento de probar el amasijo - o envuelto -, es el sabor cremoso del queso derritiéndose en la masa y en la boca haciendo que la punta de la lengua - la que capta la degustación más rápido - sienta el sabor salado por entre las pupilas, seguido del sabor dulce del bocadillo y la masa tibia; seguido de la sensación que se crea en el paladar con el toque leve del ácido de las uvas pasas que de inmediato desaparece con la sensación suave y arenosa de la masa. Todo crea una sinfonía gastronómica que es placentera para la boca y el estómago. “Siento como si estuviera comiéndome un envuelto de la abuela, pero solo con queso, también me hace recordar [Michell Moreno B]

que la comida campesina es muy rica. Me recuerda cuando vivía en el campo, los envueltos los cocinaban con leña y eso le daba un sabor distinto”. Aclara Flor, pero antes que pueda continuar hablando su hija la interrumpe de nuevo “¡Uy no! eso sabe a humo, lo que uno se come es el sabor al humo”, e instantáneamente Flor la interrumpe también “pues boba, es que ese es el sabor de la leña”. El hecho de haber llegado a la ciudad a hacer una familia con su esposo e hijos, hizo que Flor se alejara del campo y con esto de la estufa en leña que usa sólo cuando visita a su familia en el municipio del Cocuy. Es de gran importancia conocer más allá la historia de un plato; su tradición, que es la que recopila muchas características de la región ya que por ejemplo en este caso, un envuelto no será el mismo en la Costa Pacífica a como se prepara acá, incluso el sabor será diferente al del salón de onces “Los Caciques”, al sabor que le pone Flor Araque. Es necesario conocer la tradición de un plato, porque aunque no sea de suma importancia, es ese valor extra que se le da a la comida, es como “cocinar con amor”, pero en vez de amor se cocina con tradición y con cultura; no digo que en vez de la moledora usemos los dientes, pero sí que se reconozca la esencia de aquel plato, uno que aunque pequeño tiene grandes anécdotas y costumbres que no se pueden dejar a un lado. siete

Envolviendo la tradición


Por: María Camila Ayala

En Motavita acostumbran a levantarse al alba. Entre las cuatro y las cinco de la mañana los hombres se van a ver los animales; alimentan y ordeñan las vacas, remudan, sacan las ovejas, les dan desayuno a los marranos y echan maíz a las gallinas. Las mujeres amas de casa hacen los oficios domésticos, alistan el almuerzo que son las bichurias de cordero uno de los platos de mejor salida en la región, traen el agua, lavan, barren; sobre las seis de la mañana hacen el desayuno, los llamados “tres sorbos de Changua”; y una vez desayunados se van para el trabajo. Por tradición, es común que los fines de semana en Motavita se elaboren las bichurias, porque según sus coterráneos ha sido ésta la manera de cuidar la cocina antigua de ser reemplazada por la nueva, que con el paso de los años le ha arrebatado cierto valor, significado y trascendencia. Girando la falda de una montaña, fiel vigía de la ciudad de Tunja, llegamos a esta tierra serena y laboriosa. La vereda el Salvial del municipio de Motavita, en donde Luis Facundo Rojas o Rojitas como le dicen todos, recibe en su asadero piqueteadero San Luis, todos los fines de semana a decenas de consumidores, que jamás incumplen la cita del medio día. Don Luis se levanta los jueves muy

Luis y su esposa Ana María Pulido llevan trabajando en este negocio más de 20 años, “Esta receta tiene ya ‘algún tiempo’, la primera vez que me explicaron cómo se hacían las bichurias yo era recién casada. Desde entonces, todos los días en la casa disfrutamos de ese plato. Para hacerlo se necesita un cordero jovencito, hay que trozarlo y lavarlo bien, lo demás es coser y cantar. Enciendo la estufa de carbón, al caldo

temprano para ir a la plaza de mercado de Tunja a comprar los cabritos y sacrificarlos el viernes, “Es preferible comprarlos jovencitos, yo los compro de un año de edad así me aseguro de la calidad del producto. Me madrugo y compro lo mío, aunque tengo también contratos con señoras de otros pueblos. A mí me piden mucho ese plato para Cali, Cartagena y Villa de Leyva, porque la gente lo disfruta y lo demanda con bastante frecuencia, es tan bueno que llaman, hacen los pedidos y vienen en persona para llevarlos.”

se le puede echar la misma sangre del cabrito pero eso sí, sin una gota de condimentos; es que hay que saberlo hacer, porque a punta de sal, queda delicioso” , afirma Ana María Pulido. El agradable plato no vino a esta familia solo por tradición, el destino les puso en el camino ese don para cocinar, ya que Luis Rojas hace 20 años era agricultor y eso no le daba para mantener a su familia. “Quienes influyeron en la creación del piqueteadero y del cordero como plato principal, fueron unos amigos míos de la universidad; esto comenzó como un negocio de tejo nomás, la gente venía, se emborrachaba y

San Luís, paraíso de corderos

[María Camila Ayala]

San Luís, paraíso de corderos Comer es uno de los deleites de vivir, son millones de sabores danzando en la abertura de la boca, y no es extraño que lo primero que llame a probar algo sea su visión. Este plato es especialmente colorido y agradable, sus componentes no son lo que uno como comensal enloquecería por probar, pero una vez que se toma la decisión de hacerlo, termina convirtiéndose en una aventura culinaria sin fin, sin mencionar que las personas que trabajan diariamente en su elaboración almacenan no solo un don en sus manos, sino una historia que ha marcado vidas.

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Preparación de las bichurias.

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jugaba. Un día, los muchachos le pidieron a mi mujer que cocinara algo para bajar la cerveza. Nos decían que hiciéramos la pepitoria que de vez en cuando llevábamos para vender en Tunja, ellos decían que esa comida sí era la propia y buena, nosotros les cocinamos el cordero y les quedó gustando, así fue como hace veinte años nació el negocio y se volvió nuestra manera de sobrevivir. Más adelante vino un evento de estudiantes universitarios, ese fue el que realmente hizo conocer el negocio, y eso empezó a crecer y a crecer. Hoy tengo muchos salones para la cantidad de gente que viene” Una estancia dividida en 5 salas recibe a los comensales. En seguida las paredes de baldosa blanca de la cocina comienzan a teñirse opacas de vapor. Con la primera oleada de vaho desatada entre las bichurias, la sangre de cordero, el guarapo y la chicha, inconscientemente, se deja de oír todo lo que rodea la enorme casa llena de claraboyas por las que atraviesa la cálida luz del sol del mediodía. El aroma de la carne tierna envuelve las entrañas hasta hacerlas crujir. Una pausa, todo ahumado por acción del carbón. La entrada del local se atiborra de personas ansiosas por comer, y en la cocina mejillas rosadas corren con las losas rebosantes de comida. “Buenas tardes don Israel, qué le sirvo… no me diga yo sé, lo mismo de siempre, pipitoria, mute y chicha”, dice Ana María Pulido Una semana en la vida de Don Luis y su esposa se basa en ir y venir desde el jueves que atienden los pedidos, para luego matar los corderitos y dejar reposar la carne hasta los días sábado, domingo y cuando es menester los festivos, fechas únicas en las que se elabora el plato. [María Camila Ayala]

La señora Ana, explica que el método tradicional de preparar las bichurias inicia matando el corderito el día viernes, “es muy simple el modo de ponerle fin a la vida del animalito, pero mejor no le digo para que no se asuste, pues este paso se lleva a cabo aquí en el patio de la casa; luego lo ponemos a cocinar y solo le echamos sal, nada de condimentos, es muy simple pero si no se sabe hacer, esa comida no le sirve para nada.”, dice en pleno ajetreo de un día de trabajo como el sábado. Para que el cordero se pueda consumir, debe cumplir ciertas condiciones. Juan Alejandro Aponte médico veterinario agrega “No soy partidario del consumo de las bichurias por mi amor hacia los animales, es muy cruel ver que prefieren matarlos cuando son muy pequeños, pero en ese sentido y siendo imparcial, sé que la edad del animal, la alimentación, el tiempo y las condiciones de almacenamiento de la carne después de la muerte, afectan al sabor y no solo eso, sino que es importante que la gente consuma la carne en buen estado y en ciertas condiciones higiénicas”. Hay comensales de todos como el señor Segundo Carabuena, amigo de don Luis, quien no consume las bichurias por motivos religiosos. “Yo las comí alguna vez, pero luego cuando me puse a leer la biblia, ahí decía que uno no debía beber la sangre de algún animal porque eso trae las enfermedades, y si mi Dios lo dijo es porque es verdad, eso incluso la gente dice que con la hervida no se van las cosas sucias de la sangre” Y efectivamente en el Antiguo Testamento claramente dice que los judíos no debían comer

San Luís, paraíso de corderos


carne a la que no se le hubiese sacado la sangre. “Si cualquier varón de la casa de Israel, o de los extranjeros que moran entre ellos, comiere alguna sangre, yo pondré mi rostro contra la persona que comiere sangre, y la cortaré de entre su pueblo” (Levítico 17:10). Sin embargo, aunque este plato no es una extravagancia, sí es una tradición gastronómica en municipios como Motavita, Sotaquirá, Cómbita y al norte de Boyacá en municipios como Soatá, Boavita y la Uvita, por lo que tiene bien merecido el reconocimiento y su alto consumo. Según Juan Alejandro Aponte “el origen de este alimento se remonta a un par de siglos atrás donde una de las características, para obtener un buen plato de bichurias, es que el animal deberá ser de leche, es decir que aún siga mamando de la madre, aproximadamente de 40 días de nacido. De lo contrario su carne se endurece y es más amarga cuando comienza el animal a rumear hierba todo el día. Otra característica es el famoso `riñón tapado´ significa que los riñones están cubiertos de grasa, una prueba de que el cordero sigue alimentándose de leche materna. Además de esta preparación tradicional hay costumbre de cocinarlo `al pastor´ `relleno´ `al horno´ `en fritada´ por mencionar algunas”. Yesenia Pacabaque, habitante del pueblo, ha evidenciado la disminución de la producción de las bichurias. “Hoy en día las nuevas generaciones viviendo en una urbe, poco conocen del maravilloso sabor y tradición de las bichurias de cordero, pues por su aspecto los jóvenes lo consumen muy poco, ¡y de lo que se pierden...! aquí la gente que normalmente va y lo consume San Luís, paraíso de corderos

ya es de edad o son los hijos que aún conservan la tradición, eso sí, siempre vuelven porque conocen de su riqueza nutricional” Don Luis Rojas dice que no es que el plato no se consuma, porque en un buen día a doce mil pesos el plato, llega a hacerse hasta cuatro millones de pesos, el problema radica en que la gente del pueblo no va hasta allá, sino que consume en los pocos restaurantes que quedan al interior de Motavita y allá sí hay una alta decadencia en la elaboración de este plato. Para Carmenza Sora este alimento es indispensable para el buen desarrollo del día, “Yo normalmente como tres veces durante el día, cuando salgo a la una de la tarde, busco el plato de bichurias para que no me dé hambre y me dé energía, lo mismo que hacen los ciclistas con la panela o el bocadillo, para mí ese plato en especial, es el arranque para finalizar mi horario de trabajo normal en la papelería del pueblo” Aquí el cordero en sus diferentes presentaciones, más que una tradición, es parte de sus vidas, pues le atribuyen cualidades como energizante y como un plato de una alta riqueza nutritiva. “Tomábamos guarapo, ese era bien vendido en tiendas que tenían el permiso, en especial los días de mercado que eran como hoy los mismos jueves y los fines de semana, uno se compraba una “mucuradita” y hacía más o menos dos botellas, y esas bichurias que virgen santa eran y son para lamerse los dedos, nos llevábamos todo eso para las casas o ahí mismo en las guaraperías nos comíamos esas delicias, ahorita sí las comemos bien seguido, generalmente al almuerzo para irnos con [María Camila Ayala]

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Las bihurias siempre van acompañadas.


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María Camila Ayala

Esta crónica refleja el esfuerzo y la dedicación de la familia Rojas que ha consagrado su vida a la elaboración de bichurías de cordero, también conocidas como pepitorias, cabe resaltar que estas personas no solo ofrecen un servicio a la comunidad sino la preservación de la tradición y la pasión por la cocina típica, porque más que sabores dejan estelas de una historia llena de brío y perseverancia. Poder consignar en estas páginas esas experiencias que hablan de la tradición de un pueblo, enriquecen mi formación como persona y como profesional.

mucha energía a camellar, porque eso sí quién trabaja con hambre”. Para Julián Pacabaque, habitante de la región, estos son los diferentes momentos en los que las bichurias se convierten en el motor de su extenuante día en su trabajo. Es la tarde de domingo, una estela de olor a hierro y carbón invade el ambiente y atrae a los curiosos. En la cocina el hijo de don Luis, Wilmer Rojas, quien mientras bate las bichurias y el guiso de la yuca, comenta, que es allí uno de los pocos restaurantes donde se prepara el cordero sudado, pues generalmente quienes lo preparan en otras partes lo hacen frito, a pesar de que éste ya tiene un alto contenido de grasa. Luego Wilmer toma el cucharón metálico y lo introduce en la olla para sacar una buena porción de bichurias, pone el arroz, la papa, la yuca guisada, la costilla de cordero, la sangre y se dirige a las mesas. A lo lejos se ven las pepitorias tambaleándose en los platos, se divisan en medio de su andar las tripas de cordero, que rodeadas del agridulce sabor a sangre, empiezan a deslizar por la garganta de los comensales quienes dicen, provoca una descarga de sabor dentro del paladar y piden para acompañarlo un poco de guarapo. “Está muy bueno, el sabor es fresco y muy distinto al de la carne de res. Por mi experiencia, ya puedo distinguir cuando un animal es lo suficientemente joven para su consumo, este de acá está bien tiernito y suave”, comenta José Pineda, uno de los comensales, quien al terminar se lleva las manos al estómago y agrega “es que la alta cocina no está en la clase, no está en el estilo del cocinero o de comensal, sino está realmente en el paladar de cada uno”

[María Camila Ayala]

Ahora me correspondía a mí completar la experiencia, pero antes caminé hacia el baño unos minutos y observé un rostro pálido en el espejo, el miedo se colaba entre la ropa y atravesaba la piel, tenía que salir, comer tripas y sangre de un cordero, un animal inofensivo y tierno cuyos hermanos yacían pastando en la parte posterior de la casa. Cerebro y paladar iniciaban una contienda, fue en este instante cuando comprendí que los paladares con corazones como el mío, sufrían los estragos de la cobardía, finalmente dejé premoniciones, consejos, costumbres, y principios de lado, por primera vez en mi vida, una cucharada de pepitoria avanzaba parsimoniosamente hacia mi boca, la sangre cocinada y de consistencia grumosa resbalaba en el costado de la cuchara. Con indecisión cerré la boca sobre el metal sazonado, una oleada de sabor picoteó en mi lengua. Delicioso, suculento, el aroma de los trozos de carne me ceñía el vientre, lentamente se deslizaba por mi nariz, acariciaba mis mejillas, opacaba el marco de mis lentes, un corazón se agitaba e inundaba la habitación, fue todo un melodrama. Sorprendentemente la cuchara fue y regresó hasta que el plato quedó completamente vacío. Su fina mezcla de aromas y sabores combinados con sensibilidad, imaginación, habían hecho que me desprendiera de todo lo terrenal y espiritual, para despertar una satisfacción intensa; no hubo culpa ni arrepentimiento, el paraíso de corderos había atrapado mi paladar irrevocablemente. ocho

San Luís, paraíso de corderos






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